1

Se hundió lentamente en las oscuras aguas, los brazos extendidos, los pies apuntando hacia abajo, como un Cristo, o un derviche que bendijera el mar.

La piedra atada a sus pies golpeó el barro con una suave explosión. Sus rodillas se doblaron, y al cabo de un momento el cadáver se inclinó graciosamente con la marea. Siempre había sido elegante, y flexible cuando fijaba un precio; un hombre que comerciaba y siempre cedía algo en los tratos.

Encima de él, el asesino giró su cabeza de un lado a otro, alerta al más ligero movimiento de la oscuridad, sintiendo la lluvia sobre su rostro. Permaneció quieto durante unos minutos, esperando y observando, antes de parpadear, darse la vuelta y salir silenciosamente del puente, para ser tragado por la noche y los callejones de la durmiente ciudad.

La marea menguó. El agua arrastraba las algas verdes que se alineaban en las paredes, borboteaba alrededor de los viejos pilotajes y se deslizaba retrocediendo de los gastados escalones de piedra. Descendía, empujando suavemente al comerciante más cerca del mar en el que, en sus días de gloria, la ciudad había hecho su fortuna. Bajo las cúpulas bizantinas, los palacios deteriorados y las embarcaciones amarradas, el cadáver era empujado silenciosamente hacia el mar, los brazos todavía abiertos en un gesto de vana bienvenida.

No obstante, alguna obstrucción, un bloque de piedra o un lazo de cuerda podrida, debía de haber obstaculizado su paso: porque, cuando rayaba el alba, y la marea bajó, el comerciante aún estaba a unos metros de distancia de las profundas aguas de la Riva dei Schiavoni en las que debía haberse hundido sin dejar ninguna huella.

2

El sultán soltó un agudo estornudo y se secó la cara con un pañuelo de seda.

—La reina de Inglaterra tiene uno —dijo con mal humor.

Reshid Pachá inclinó la cabeza. El rey Guillermo estaba muerto, al igual que el sultán Mahmut. Ahora, pensó, Inglaterra y el Imperio otomano estaban siendo gobernados por unas muchachitas.

—Como dice el sultán, que sean largos sus días.

—Los Habsburgo tienen varias galerías, según creo. En sus dominios, en Italia, poseen palacios atiborrados de pinturas. —El sultán se limpió la nariz—. El emperador de Austria sabe cuál era el aspecto del abuelo de su abuelo mirando su cuadro, Reshid Pachá.

El joven pachá cruzó sus esbeltas manos delante de sí. Lo que el sultán decía era cierto, pero ridículo: los Habsburgo eran notoriamente feos, notoriamente parecidos. Se casaban con parientes cercanos, y su barbilla se hacía más grande a cada generación. En tanto que un príncipe otomano no tenía más que adorables y expertas mujeres para compartir el lecho.

Los hombros de Reshid Pachá se tensaron.

—Los perros austríacos siempre mean en el mismo lugar —dijo con un gruñido burlón—. ¿Quién querría ver eso?

Incluso mientras hablaba, sabía que estaba cometiendo un error. El sultán Mahmut hubiera sonreído ante la observación. Pero Mahmut estaba muerto.

El sultán frunció el ceño.

—No estamos hablando de perros.

—Tenéis razón, mi padishah. —Reshid Pachá inclinó la cabeza.

—Hablo del Conquistador —dijo con arrogancia Abdülmecid—. De la sangre que corre por estas venas.

Levantó sus muñecas, y el joven consejero inclinó la cabeza, avergonzado.

—Si existe el cuadro, lo deseo —continuó el sultán—. Quiero verlo. ¿Deseas, Reshid Pachá, que el retrato del Conquistador sea expuesto a la mirada del infiel… o que un no creyente pueda poseerlo?

Reshid Pachá lanzó un suspiro.

—Y, sin embargo, sultán mío, no sabemos dónde puede estar el cuadro. Si es que, realmente, existe.

El joven padishah volvió a estornudar. Mientras examinaba su pañuelo, el pachá, continuó:

—Durante más de tres siglos nadie ha visto nunca o ha oído hablar de ese… cuadro. Hoy tenemos un rumor, nada más. Seamos cautos, mi padishah. ¿Qué importancia tiene que esperemos otro mes? ¿U otro año? La verdad es como el almizcle, cuyo agradable olor nunca se puede ocultar.

El sultán asintió con la cabeza, pero no era una muestra de acuerdo.

—Hay una manera más rápida —dijo con voz gangosa por culpa de los mocos.

—Manda a buscar a Yashim.

3

Cerca de la orilla del Cuerno de Oro, por la parte de Pera, se levantaba una fuente instalada por una princesa otomana, como un acto de generosidad, en un lugar donde los barqueros solían recalar y dejar sus pasajes. Existían centenares de fuentes en las calles y plazas de Estambul. Pero ésta era particularmente antigua y querida, y Yashim la había admirado muchas veces al pasar. En ocasiones, con tiempo caluroso, se enjuagaba la cara en el hilillo de agua clara que caía sobre su taza adornada con azulejos.

Fueron aquellos azulejos los que ahora le hicieron detenerse en la calle, pasmado y sin ser observado en medio de la corriente de tráfico que ahora pasaba a lo largo de la costa: muleros con sus recuas de animales, porteadores cargando enormes sacos, dos mujeres totalmente veladas vigiladas por un eunuco negro, un bashi-bazuk a caballo, su fajín atiborrado de pistolas y espadas. Ni Yashim, ni la destartalada fuente, llamaban la atención de nadie. La multitud fluía a su alrededor, un hombre solo, de pie, con una capa marrón, un blanco turbante sobre su cabeza, observaba afligido como un trío de obreros con ropa de trabajo y sucios turbantes golpeaban la fuente con sus martillos.

Y no es que a Yashim le faltara presencia. Su única carencia era de algo más concreto; pero estaba acostumbrado a pasar inadvertido. Era como si su presencia fuera una cualidad que él decidía mostrar u ocultar; una cualidad de la que las personas eran inconscientes hasta que se encontraban hipnotizadas por sus ojos grises, su voz baja, musical, o por las verdades que decía. Hasta entonces podía resultar casi invisible.

Los obreros no levantaron la mirada hasta que él se acercó. Sólo cuando habló, uno de ellos miró a su alrededor, sorprendido.

—Se trata del puente, effendi. Una vez que esto haya desaparecido, y luego el árbol, habrá un camino para pasar por aquí, ¿ve usted? Hemos de tener un camino que atraviese esto, effendi.

Yashim apretó los labios. Durante años se había hablado de un puente que uniría la parte principal de la ciudad de Estambul con Pera. Siglos, incluso. En los archivos del sultán del palacio de Topkapi, Yashim había visto unos papeles color sepia con un dibujo de dicho puente, ejecutado por un ingeniero italiano que escribía sus cartas del revés, como si estuvieran escritas en un espejo. Ahora, al parecer, iba a construirse el puente; el regalo del nuevo sultán a un agradecido populacho.

—¿Y esta fuente no podría simplemente trasladarse más allá?

El obrero enderezó su espalda y se apoyó en su mazo.

—¿Qué? ¿Esto? —Se encogió de hombros—. Demasiado vieja. Una nueva sería mejor. —Sus ojos se deslizaron a lo largo de la costa—. Pero lo que sí es una vergüenza es lo del árbol.

El árbol era un coloso, y una agradable sombra y abrigo en la costa del Pera. Llevaba allí varios siglos; y ahora desaparecería en cuestión de días.

Yashim parpadeó cuando uno de los mozos agrietó con un golpe de mazo la taza de la fuente. Un pedazo de piedra se separó, y Yashim alargó la mano.

—Por favor, un azulejo o dos…

Se los llevó consigo cuidadosamente, sintiendo el viejo mortero seco y quebradizo en su palma. El barquero que lo recogió, mientras se deslizaba a través del Cuerno con su esquife, escupió en el agua.

—El puente nos matará —dijo en griego.

Yashim tuvo un presentimiento. No se arriesgó a replicar.

Al llegar a casa dejó los azulejos junto a la ventana y se sentó en el diván, contemplando las fuertes líneas de los sinuosos tallos, los hermosos e intensos rojos de los tulipanes, que tan a menudo habían refrescado sus ojos mientras el agua de la fuente le refrescaba la piel. Unos rojos llameantes como aquellos no se podían conseguir hoy en día, de eso era consciente. Siglos atrás, los alfareros de Iznik habían elevado sus habilidades a tales alturas que el río del conocimiento simplemente se había secado. Siempre quedaban los azules: preciosos azules de Kayzeri e Iznik, pero no los rojos tan queridos por los herejes, que procedían de Irán y que también se desvanecieron.

Yashim se acordaba de cuánto había amado aquellos azulejos, cuando decoraban el sanctasanctórum del palacio del sultán en Topkapi, un lugar prohibido a los hombres corrientes. En el harén mismo, hogar del sultán y su familia, muchas mujeres habían admirado aquellos azulejos y muchos sultanes también.

Yashim los había visto tan sólo porque no era un hombre corriente.

Yashim era un eunuco.

Seguía contemplando los azulejos, recordando otros similares de los fríos corredores del harén del sultán, cuando unos golpecitos en la puerta anunciaron un mensajero.

4

Reshid Pachá golpeó su pulida bota con un bastoncillo.

—El sultán Mahmut, que descanse en paz, estuvo encantado de ordenar la construcción del puente. —Apuntó al diván con su bastoncillo. El barrio antiguo y Pera han estado demasiado tiempo separados. Ése es también el punto de vista del padishah.

—Ahora Pera vendrá a Estambul —dijo Yashim—, y ya no sabremos lo que es la paz.

Reshid apretó los labios.

—O tal vez sea lo contrario, Yashim.

—Sí, mi pachá —dijo éste sin demasiada convicción. Se sentó, con las piernas cruzadas, en el diván—. Quizás.

Trató de imaginar a Pera calmándose hasta un digno silencio, a medida que los sobrios pachás y los minaretes y los cipreses del viejo Estambul extendían su tranquila influencia a través del puente, amortiguando el perpetuo alboroto de vendedores, dispensadores de té, mozos, banqueros, tenderos y marineros que pululaban por las calles de Pera. ¿Dónde encontrarían los cipreses espacio para crecer entre los sombrereros belgas y los buhoneros griegos, las prensas de vapor y las multitudes de extranjeros? Viejos caballeros otomanos traían a sus familias a Pera de vez en cuando, y las conducían en medio de un impresionante asombro a través de multitudes de todas las nacionalidades, contemplando fijamente los grandes escaparates de las tiendas de la Grande Rue, antes de embarcar nuevamente hacia su hogar.

—Tengo entendido que conoce usted muchos idiomas —añadió Yashim agradablemente.

Yashim no conocía bien a Reshid. El joven visir pertenecía a otra generación de la escuela de palacio, la generación que estudiaba francés e ingeniería; su preparación le había llevado más allá de las fronteras del Imperio. La madre de Reshid procedía de Crimea, de un exilio; su familia era pobre. Él andaría por los veinticinco años, quizás, cuatro o cinco más viejo que el sultán al que servía, pero con fama de ser un duro trabajador, de costumbres piadosas, sin ostentación, de mente rápida y muy seguro de sí: ciertamente había progresado muy deprisa bajo la mirada del viejo sultán, que insistía en que aprendiera idiomas y lo había enviado a misiones en París y Viena, porque Mahmut había perdido la confianza en los dragomanes, o intérpretes, la mayoría de los cuales eran griegos. Sin duda lo había considerado también una buena influencia para su hijo.

El pachá se encogió de hombros.

—Hablo varios idiomas, por descontado. Ahorra tiempo.

Yashim bajó los ojos. Él hablaba ocho lenguas perfectamente, incluyendo el georgiano, y amaba tres de ellas: el griego, el turco y el francés.

—El sultán ha reclamado su presencia, Yashim. Está al corriente de los servicios que ha prestado usted a su casa. Fui yo quien se lo recordó.

Yashim inclinó la cabeza cortésmente. En varias ocasiones el viejo Mahmut había exigido a gritos la presencia de Yashim, planteándole algunos dilemas que precisaban de los peculiares talentos de éste. Muchas cosas en el harén, y más allá, habían requerido su atención: y no todas eran simples pecadillos. Robos, muertes inexplicables, amenazas de motín o traición que atentaban contra la estabilidad o la supervivencia mismas de la más antigua dinastía gobernante de Europa. El trabajo de Yashim era resolver las crisis. Tan discretamente como fuera posible, por descontado. Yashim sabía que el aire de invisibilidad que lo rodeaba debía extenderse a los misterios que se le pedía que penetrara.

—Y debería recordarle que el sultán es muy joven.

Yashim casi sonrió. El único amaneramiento visible de Reshid Pachá era un pequeño bigote que él enceraba con cuidado, pero su barbilla era suave y blanda. Llevaba la estambulina, aquella espantosa aproximación al vestido occidental que el viejo sultán había prescrito oficialmente para todos sus súbditos, griegos, turcos, armenios o judíos, y que el pueblo estaba todavía aprendiendo a adoptar. Yashim, hacía ya mucho tiempo, había decidido no tomarse la molestia.

—El sultán Mehmet también era joven hace cuatro siglos, Reshid Pachá, cuando tomó la ciudad a los griegos.

—Pero se diría que Mehmet tenía más experiencia.

«¿Es eso lo que tienes tú? —se preguntó Yashim—. A los veinticinco años… ¿experiencia?»

—Mehmet sabía apreciar correctamente sus intereses —continuó Reshid—. Y también rechazaba los consejos. Pero los tiempos han cambiado, pienso.

Yashim asintió. Aquello estaba bien expresado.

—Cada uno de nosotros debe esforzarse en servir a los mejores intereses del sultán a nuestra manera, Yashim. Habrá ocasiones, estoy seguro, en que será usted capaz de servirle con su especial talento para penetrar en los corazones y las mentes de los hombres. Muchos otros —es natural, y no tienen por qué avergonzarse— le sirven con su simple diligencia.

Sus oscuros ojos buscaron los de Yashim.

—Entiendo —murmuró éste.

El joven visir no parecía muy convencido.

—Nosotros, los otomanos, tenemos muchas generaciones de comprensión de las maneras de los príncipes, Yashim. Ellos nos dan… El sultán está encantado de darnos órdenes. Y nosotros decimos: «El sultán ha dicho esto o aquello. Y se hará». Entre estas órdenes, sin embargo, hemos reconocido una clase de… ¿qué?, órdenes sin base. Escritas en el agua, Yashim.

Yashim no movió ni un pelo.

Lo que está escrito en el agua no se puede leer.

—Creo que el sultán lo recibirá esta tarde. —Reshid levantó la mano en un vago gesto de rechazo—. Tendrá usted muchas oportunidades de mostrar… diligencia —añadió—. Sé que la tendrá.

Yashim se puso de pie y se inclinó con una mano en el pecho.

La elevación de un nuevo sultán, como el nacimiento de un planeta, significaba crear nuevos alineamientos, cambios en el peso y la composición de las camarillas y círculos que siempre habían florecido en el palacio alrededor de la persona del todopoderoso sultán. Reshid había sido ascendido por Mahmut; ahora Abdülmecid había confirmado la elección de su padre.

¿Era la amistad de Reshid —su protección— una oferta que Yashim podía rechazar?

Saliendo del despacho del visir, Yashim dio la vuelta y anduvo un largo camino por un alfombrado corredor, hacia un par de puertas dobles flanqueadas por inmóviles guardias, y una fila de sillas de recto respaldo tapizadas de rosa.

Los guardias no parpadearon. ¿Qué quería el sultán, se preguntó Yashim, y que Reshid tan evidentemente no deseaba?

Ocupó una silla y se dispuso a esperar… Pero casi inmediatamente las puertas se abrieron de par en par y un asistente de blancos guantes lo invitó a pasar a la presencia del sultán.

5

Yashim no había visto el sultán desde unos años antes de su elevación al trono. Recordaba al flaco muchacho de enfebrecidos ojos que se encontraba de pie, pálido y en actitud alerta, al lado del trono de su padre. Esperaba que hubiera crecido y engordado, tal como los niños suelen hacer ante el constante e ingenuo asombro de sus mayores. Sin embargo el joven sen Indo en un sillón estilo francés, con las piernas bajo la mesa, no parecía, a primera vista, haber cambiado nada. Era casi sobrenaturalmente delgado y huesudo, con unos torpes hombros y largas muñecas, ocultadas, sin conseguir que fueran elegantes, por las artes de unos sastres europeos.

Yashim se inclinó profundamente y se acercó al sultán. Sólo sus cejas, observó, se habían desarrollado; tenía unas espesas cejas sobre unos ojos nublados, ansiosos.

El sultán torció la cara y abrió la boca como si fuera a gritar, luego sacó un pañuelo de la mesa y estornudó en él sonoramente y con gesto compungido.

Yashim parpadeó. En los Balcanes, la gente decía que uno estornudaba cuando decía una mentira.

—Nuestro gracioso padre siempre hablaba muy bien de usted. —Yashim se preguntó si el cumplido era huero. Mahmut había sido una mala bestia muy curtida—. Como nuestra estimada madre sigue haciendo.

Yashim bajó los ojos. La Valide, la madre francesa de Mahmut, había sido su mejor amiga en el harén.

—Mi padishah es muy amable.

—Humm. —El sultán soltó un pequeño gruñido, el mismo que dejaba escapar el viejo sultán, aunque en un tono más agudo.

—Nuestros oídos han escuchado un informe que concierne al honor y a la memoria de nuestra casa —empezó el sultán un poco rígidamente. Mahmut habría dicho las mismas palabras como si le salieran de las entrañas, no de la cabeza—. ¿Significa algo el nombre de Bellini para usted?

Ante un sultán uno no se queda boquiabierto como un pez. La habitación, observó ahora Yashim, estaba empapelada al estilo europeo.

—No, mi padishah. Lamento…

—Bellini era un pintor. El sultán agitó una huesuda mano. —Hace mucho tiempo, en la época del Conquistador.

Yashim levantó la cabeza. Recordó que un hombre había diseñado un puente a través del Cuerno de Oro. Leonardo de Vinci. Un florentino.

—¿De Italia, mi padishah?

—Bellini fue el más grande pintor de su época en Europa. El Conquistador lo llamó a Estambul. Hizo algunos dibujos y pinturas. De… bueno, de personas. Al natural. —El rostro del sultán parecía ahora más vivo—. Fue un maestro del portrait. —Pronunció bien la palabra, con acento francés, observó Yashim.

Yashim pensó en los tulipanes que había rescatado del mazo. Eran muy puros. Pero ¿pintar personas? No era extraño que el joven se sintiera incómodo.

—El Conquistador deseaba que fuera así —añadió Abdülmecid, su rubor fue desvaneciéndose a medida que hablaba—. Bellini se aposentó en la corte del Conquistador durante dos años. Me han dicho que decoró algunas paredes del palacio de Topkapi con frescos, los llamaban, con escenas que el sultán Bayaceto más tarde hizo quitar.

Yashim asintió. El sucesor del Conquistador, Bayaceto, era un hombre muy piadoso. Si ese Bellini había pintado personas, el sultán Bayaceto se habría escandalizado. No hubiera tolerado semejante blasfemia en su palacio.

El joven sultán descansó su huesuda mano sobre los papeles de su escritorio.

—Bellini pintó un retrato del Conquistador —dijo.

Yashim parpadeó. ¿Un retrato? Mehmet el Conquistador tenía sólo veintiún años cuando arrebató la Manzana Roja de Constantinopla a los cristianos en 1453. Fue un héroe islámico que se convirtió en heredero del Imperio Romano Bizantino de Oriente. Amo del mundo ortodoxo cristiano, hizo extender su Imperio desde las costas del mar Negro hasta las rocosas montañas de los Balcanes, designando a patriarcas cristianos con su báculo, trayendo al rabino en jefe a la ciudad que estaba destinada, como decían todos los hombres, a ser el ombligo del mundo.

Y había llamado a un pintor italiano a su corte.

—¿El retrato, mi padishah… todavía existe?

El sultán levantó la cabeza y miró fijamente a Yashim.

—No lo sé —dijo con calma.

Se produjo un silencio. A medida que se alargaba, Yashim sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal y se le rizaban los pelos de la nuca. Millones de personas vivían a la sombra del padishah. Desde los desiertos de Arabia a las desoladas fronteras de la estepa rusa, afectados o no por sus órdenes, pagando los impuestos que él recaudaba, sirviendo como soldados en los ejércitos que él creaba, soñando —algunos de ellos— con un monarca cubierto de oro que vivía junto al mar. Yashim había visto sus pinturas del Bósforo en casas solariegas balcánicas y palacios de Crimea; había visto a viejos llorando junto al río y la montaña, cuando el viejo sultán desapareció.

Había pasado diez minutos en compañía de un joven que se ruborizaba como una muchacha, que se tocaba nerviosamente la nariz y confesaba que desconocía algo. Y era el padishah.

Era el padishah quien le hablaba.

—El cuadro, al igual que los frescos, desapareció tras la muerte de Mehmet. Se dijo que mi pío antepasado los vendió en el Bazar. Teniendo eso en cuenta, ¿para qué un musulmán trataría de comprar lo que el propio sultán había declarado prohibido?

Para un harén. Yashim asintió.

—El retrato no ha sido visto desde entonces —añadió el sultán—. Pero Bellini era veneciano. El mejor pintor de Venecia en su época. —Sus ojos parpadearon. Se llevó el pañuelo a la cara, pero no estornudó—. Ahora tenemos noticias de que el cuadro ha sido visto.

—¿En Venecia, mi padishah?

El sultán dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa, y luego, bruscamente, se puso de pie.

—¿Habla usted italiano?

—Sí, mi padishah. Hablo italiano.

—Quiero que encuentre el cuadro, Yashim. Quiero que lo compre para mí.

Yashim se inclinó.

—¿El cuadro está en venta, mi padishah?

El sultán pareció sorprendido.

—Los venecianos son comerciantes, Yashim. En Venecia todo está en venta.

6

Yashim cogió un esquife para cruzar el Cuerno y ordenó al remero que lo dejara en la orilla, pero algo más lejos, en Tophane. No quería ver la fuente rota, o ser testigo de la tala de aquel magnífico viejo plátano. Se abrió camino colina arriba a través de los estrechos callejones del puerto. Por la noche aquel lugar era peligroso, pero por la tarde el sol lo dejaba casi desierto. Un gato llegó arrastrándose sobre su barriga y desapareció bajo una deteriorada puerta verde; dos perros yacían inmóviles en un pedazo de sombra.

Encontró las escaleras y ascendió vigorosamente por las empinadas pendientes de Pera hacia la legación polaca.

La mayor parte de los embajadores europeos ya se habían marchado para el verano. Uno a uno, se alejaban del calor de Pera, donde el polvo se filtraba invisible e incansablemente desde las calles sin asfaltar. Se marchaban a las casas de campo del Bósforo, para llevar a cabo sus intrigas y negociaciones entre las buganvillas y los hisopos. Algunos de esos palacios de verano eran reputados como magníficos… el ruso y el británico podían ser divisados, fríos y blancos entre los árboles, desde un esquife que se deslizara sobre el Bósforo. Franceses, prusianos, suecos, todos tenían palacios de verano. Hasta el cónsul sardo alquilaba habitaciones en el poblado de pescadores griegos de Ortakóy.

Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, se quedaba en la ciudad.

No era que Palieski sintiera la necesidad de permanecer cerca de la corte ante la que estaba acreditado. Lejos de ello: las cargas corrientes de la vida diplomática constituían un peso liviano sobre sus hombros. Ningún severo monarca o asamblea patriotera le daba instrucciones intimidadoras; no se tramaba nunca ninguna negociación laberíntica por parte de la cancillería polaca. Polonia no tenía ningún monarca, ni asamblea. No existía, de hecho, Polonia alguna: excepto una, en el corazón, y a ésa Palieski estaba atado con cada fibra de su cuerpo.

Palieski había llegado a Estambul un cuarto de siglo antes para representar a un país que, excepto en la imaginación otomana, ya no existía. En 1795 Polonia había sido invadida y dividida por Austria, Prusia y Rusia, poniendo fin a la antigua comunidad de naciones que una vez había luchado contra los otomanos en el Dniéper y en las murallas de Viena.

—Tú tienes que tratar de olvidar lo que has perdido —había dicho una vez Palieski a su amigo Yashim—. Y yo tengo que recordarlo.

Por un capricho, porque el día era muy cálido, Yashim pasó más allá de las puertas de la embajada polaca y se dirigió por la Grande Rue hasta el enjambre de cafés griegos que había brotado junto a la entrada de un viejo cementerio. Muy lejos, al otro lado del Bósforo, más allá de Uskudar, podía distinguir las nevadas pendientes del monte Olimpos, reverberando por el calor.

Yashim compró una libra de hielo olímpico, envuelto en papel.

Llamó varias veces a las desconchadas tablas de la puerta de la residencia. Finalmente la abrió de un empujón y se pasó unos minutos vagando solo por la planta baja del desvencijado edificio. Por curiosidad, entró en el comedor y lo encontró tal como había esperado, casi impenetrablemente oscuro detrás de la maraña de las clemátides de las ventanas; la mesa del comedor combada en medio de la sala y las tapizadas y duras sillas alineadas contra las paredes, verduzcas por el moho.

Cruzó hasta la parte trasera de la casa, preguntándose si Martha, la criada griega de Palieski, estaría en la cocina. No era así, pero a través de la abierta ventana distinguió la familiar figura medio oculta por la alta hierba, que se acercó para saludar a su amigo.

Palieski yacía completamente tumbado sobre una vieja y magnífica alfombra. Estaba recostado sobre un libro, cubierto con un sombrero de paja de ala ancha y vestido con unos pantalones azules de algodón. Iba descalzo. Un vaso y una jarra de lo que parecía limonada se encontraban al lado de su codo.

—He traído un poco de hielo —dijo Yashim. Palieski dio un brinco. Se incorporó y se echó para atrás el sombrero.

—¿Hielo? Qué buena idea, Yashim.

Éste se quitó los zapatos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra. Palieski le echó una mirada.

—Martha la dejó aquí… Dice que el sol mata las polillas.

—Pero tú estás en la sombra.

—Sí. Hacía demasiado calor.

Un magnífico tejido palaciego de semicírculos color bermellón sobre un fondo negro; ése era el dibujo de la alfombra que reproducía los diseños de los caftanes usados por los sultanes en los días gloriosos del Imperio, cuando los fabricantes de azulejos de Iznik estaban en su apogeo. Debía de hacer de eso más de doscientos años. Los polacos estaban también en su apogeo entonces, luchando con los otomanos en el Dniéper y el Pruth.

—No la había visto antes —murmuró Yashim. Deslizó su mano por la fina pelusa e hizo una mueca.

—Estaba enrollada en el desván. Envuelta en lona. —Palieski se puso de pie—. Cabroncetes voladores… Dame ese hielo.

Se lo llevó a la cocina, donde Yashim le oyó trastear. Regresó con un vaso y el hielo, a trocitos, en un cuenco. Yashim le señaló el libro que reposaba sobre la alfombra.

—¿Estás pensando en viajar?

—Saco el atlas de vez en cuando —dijo Palieski—. Ya sabes, mi Grand Tour quedó suspendido.

Yashim asintió. Muchos jóvenes europeos ricos viajaban por Italia y Grecia cuando alcanzaban la mayoría de edad. A veces llegaban a Estambul, confundiendo a los nativos con sus intentos de pedir café en griego antiguo.

Algo se agitó en el fondo de la mente de Yashim.

—¿Cuándo has dicho… suspendido…?

Palieski estaba ocupado con el hielo y la jarra, murmurando algo que Yashim no captó del todo.

—Estaba medio pensando en irme fuera por algún tiempo, Yashim.

Éste parpadeó.

—¿Por el Bósforo?

—Más lejos. No lo sé. —Palieski hizo una mueca—. No es que tenga muchas opciones. Me consideran un criminal en mi desmembrado país. Perseguido por la mitad de los déspotas de Europa por defender la dignidad de Polonia en una corte extranjera. Meneó la cabeza. —¿París? ¿Roma? Londres, lo más seguro, supongo. —Soltó un gemido—. Ternera hervida y ginebra.

Yashim sonrió.

—Pera es bastante horrible en verano.

Palieski se rascó la oreja.

—Hablo en serio, Yash —dijo tristemente—. Ya sabes, el baile inaugural…

Yashim se rió.

—Tienes seis semanas para prepararte.

Era del dominio público que el joven sultán celebraría su elevación al trono dando un baile para los dignatarios extranjeros y nacionales a su regreso a la ciudad.

—Espero que tengas todavía aquel glorioso conjunto que llevaste la última vez… Si es que las polillas no han terminado con él.

—No se trata de las polillas, Yashim. —Palieski tenía un aspecto grave—. Es el nuevo sultán.

—Acabo de conocerlo —dijo Yashim—. Está resfriado.

—Un tema fascinante, Yashim. Tal vez podría tomar un bote hasta la embajada británica y gorrear una noche en los jardines a cambio de esta información. —El embajador arrancó malhumoradamente unas briznas de hierba—. El sultán Mahmut quizás fue un reformador, pero sabía cuál era su poder. Esperó casi veinte años para conseguirlo pero, para cuando fue lo bastante fuerte para hacer lo que le gustaba, yo era una especie de instalación fija. Le encantaba torturar los corazones de los rusos haciendo que yo apareciera en sus actos oficiales.

—Le gustabas —dijo Yashim.

—Eso no cuenta en la política. En todo caso, él ya no está.

—¿Y Abdülmecid? —Yashim observó a Palieski por un momento. Notó que su amigo estaba pensando—. No te abandonará…

—No puedo estar de acuerdo contigo dijo Palieski rígidamente, —Mahmut era viejo y feroz. Le agradaba pensar que los otomanos eran el único pueblo de Europa que aún reconocía a la República polaca. Abdülmecid es joven y puede que le ponga nervioso la idea de salirse de la línea. El corps diplomatique al completo está observando para ver si bebe el champán de la copa de cristal inadecuada.

Yashim frunció el ceño.

—¿Estás haciendo suposiciones o alguien te ha hablado en ese sentido?

Palieski desechó la pregunta con un gesto.

—Pues claro que no. Nadie lo haría. Para el caso de que te lo estés preguntando, aún no han suspendido mi estipendio. Eso no significa nada. Probablemente seguirán pagando hasta que me caiga muerto. Es el estilo otomano, Yashim. Cortés e indirecto. Ya lo sabes.

Yashim había estado trazando un dibujo en la alfombra con el dedo.

—Yo podría tratar de hablar con alguien, si quieres.

Palieski resopló.

—Muy decente por tu parte, Yashim. Sólo que no creo que eso incline la balanza.

Yashim dejó escapar un largo suspiro.

—Podría averiguar si estás invitado, ¿no?

—Es un poco tarde, realmente. Vi al cónsul sardo ayer en la calle. Sonriendo como un organillero de la calle y listo para trasladarse a su cuchitril de Karakoy. Llevaba la maldita invitación en el bolsillo. ¡El cónsul sardo, Yash! No me sorprendería que el sultán le pidiera al sastre francés de Pera que viniera. Vaya baile más exclusivo…

Yashim suspiró.

—Yo también estoy en una posición difícil en palacio.

Le habló a Palieski sobre la advertencia de Reshid y el interés del sultán por un viejo cuadro.

Cuando hubo terminado, tomó un sorbo de limonada.

—Muy floja —lamentó Palieski, mientras Yashim se atragantaba—. Y de baja calidad, también. Yo le pondría vodka. —Se echó de costado, con la mandíbula apoyada en su mano—. Pregúntate: ¿si el Bellini existe…?

Yashim se encogió de hombros.

—Lo compro para el sultán.

Palieski calló un momento.

—¿Recuerdas a Lefévre, el francés? Robaba libros antiguos.

Yashim asintió con la cabeza: ¿Cómo iba a olvidarlo?[1] —Ya te hablé entonces sobre la ascendencia. Sobre cómo un libro podía convertirse en valioso sólo con que hubiera alguna historia relacionada con él. —¿Recuerdas?

Yashim recordaba. Libros antiguos, guardados en algún escritorio monástico durante generaciones, podían aumentar su valor por encima del que tenían como literatura. A veces, al parecer, podían valer más que una vida humana.

—El retrato de Bellini de Mehmet podría valer un montón de dinero, Yash —dijo Palieski—. Un Bellini es precisamente el tipo de cosa que algún joven milord querría llevar triunfalmente a su gran mansión. Y un retrato de Mehmet el Conquistador… mucho mejor. Exótico… Histórico… Impresionaría a sus amigos.

Yashim hundió la barbilla en el pecho. Se acordaba de los azulejos de Iznik que había rescatado. Para él eran inapreciables, irremplazables. Eran las hermosas obras de la destreza e imaginación de un artista… Pero en Estambul eran tratados como ladrillos viejos.

Tomó un sorbo de limonada.

—Imagina que algún dignatario otomano con turbante llega a Venecia, con instrucciones de comprar el cuadro y con la bolsa de un sultán a su disposición.

La nariz de Yashim le picaba a causa del vodka.

—Pagaría demasiado —dijo simplemente.

—Eres un blanco facilísimo, Yashim. Pagarás el doble por una obra de arte que muchos de los súbditos de Abdülmecid considerarán blasfema. Mahmut dejó el Estado otomano casi en la bancarrota. Es un secreto a voces. Reshid tiene razón. Ésta, Yashim, es una orden sin base. Escrita en el agua.

—Pero si no voy… —La voz de Yashim se fue debilitando.

—Bueno, estás en un lío, Yashim. Si no vas, el sultán puede enfadarse. Y, si vas, Reshid nunca te lo perdonará.

Yashim agarró el atlas de Palieski e inclinó la cabeza sobre el mapa. Las montañas estaban representadas en el atlas como una serie de diminutos picos, y las ciudades como puntitos negros. El borde de la tierra aparecía representado por una pequeña sombra en azul.

Su primer encargo del nuevo régimen… ¡Y ya se veía comprometido! Reshid quería permanecer y olvidar. El sultán quería seguir. Reshid tenía razón… Palieski lo veía así. Pero el sultán era el que gobernaba.

Yashim posó un dedo sobre el mapa.

—Tienes razón. No puedo ir. —Recorrió las inscripciones en caracteres latinos: Adriático, Ragusa, Venecia—. Pero tú sí puedes. Puedes ir y comprar el Bellini del sultán, mi viejo amigo, Palieski abrió la boca, y la volvió a cerrar, asombrado.

—¿Yo? —Se incorporó—. Yashim, debes de haber perdido…

—El Grand Tour… reanudado —le interrumpió Yashim—. Y lo más importante, la gratitud del sultán.

La mirada de Palieski reflejaba inseguridad.

—¿El Conquistador, restaurado por el embajador polaco en la ciudad que él tomó? Creo que eso merece una invitación al baile inaugural.

Su amigo levantó la mirada hacia las ramas de la morera.

—Sí pero… los austríacos, Yash. Mi posición. Todo… esto. —Señaló con la mano hacia el mal cuidado césped—. ¿Qué diría Martha?

Yashim sonrió.

—Déjamela a mí. Estamos en verano, y todos los embajadores están fuera. En cuanto a los austríacos, bueno. —Hizo una pausa. Palieski no era muy bien considerado por los Habsburgo. Había sido una espina clavada en su culo desde su llegada a Estambul, un exiliado de sus tierras en la Polonia del Sur. Los Habsburgo habían secuestrado su país… Y gobernaban en Venecia.

—La respuesta, amigo mío, es que tú viajarás disfrazado. —Y, viendo que Palieski estaba abriendo la boca para protestar, añadió—: Y yo tomaré un poco más de limonada.

7

El sol se alzó del mar envuelto en un velo de niebla tan fina que al cabo de veinte minutos se consumiría completamente y desaparecería.

El commissario Brunelli cogió los papeles entre el pulgar y el índice y los dejó caer en su cartera sin echarles otra mirada. El viejo piloto soltó un gruñido y le lanzó una pobre, desdentada, sonrisa.

—¿Para los amigos?

—Para los amigos —admitió Brunelli. Lo que los austríacos hacían con ellos, lo ignoraba. Y tampoco es que le importara mucho. Si peinaban las listas de pasajeros en busca de espías extranjeros o exiliados políticos, era asunto suyo. Podían hacer el trabajo, si tanto les importaba. Su propia cabeza estaba en cosas más importantes.

En particular en el róbalo que Luigi, el de los muelles, le había prometido como tenía por costumbre.

El barco crujió ligeramente por la fuerza de la corriente. Brunelli le estrechó la mano al capitán, un bajo y robusto griego de densos rizos blancos al que recordaba haber visto en el pasado, y se dirigió a la pasarela.

Scorlotti le estaba esperando en el bote.

—¿Algo nuevo, comisario?

—No, Scorlotti. Nada nuevo. —¿Cuándo aprendería el muchacho?, se preguntó. Esto no era Chioggia; esto era Venecia. Y Venecia ya lo había visto todo—. Déjame en los muelles, ¿quieres?

Scorlotti bostezó, y sonrió. Luego cogió los remos y empezó a bogar a través de las lisas aguas de la laguna.

Para cuando Palieski llegó al muelle, el comisario Brunelli no era más que una mota de color, trazada, o así podría parecer, con la punta de un pincel sobre la más preciosa tela jamás pintada por la mano del hombre.

—Así que esto es Venecia —murmuró Palieski, cubriéndose los ojos contra los rayos de sol que rebotaban del mar—. Qué espantosa.

8

Las palabras de Stanislaw Palieski no estaban dichas con ninguna animadversión contra la Reina de las Ciudades. La noche anterior había celebrado su inminente llegada con coñac griego, brindando por las islas de la costa dálmata mientras se deslizaban junto a ellas y le revelaban sus cuevas y enjabelgados pueblos uno por uno. Por la mañana, el sonido metálico de la cadena del ancla del buque deslizándose a través de los pescantes, y la campana del barco cinco minutos más tarde, le habían despertado de un atontado sueño más temprano de lo que tenía por costumbre. Peor aún, el cocinero del barco ya no servía café a los pasajeros de pago. Habían llegado.

Se pasó las manos por el cabello y gimió suavemente, entrecerrando los ojos ante la visión.

Hermosa sí era, con sus cúpulas llameando bajo la luz matutina y una suave bruma que se dispersaba alrededor de sus pilotajes y escaleras, que se hundían en el agua. Sin embargo, la Venecia de 1840 no era en absoluto la reina del Adriático de los tiempos antiguos. Antaño, con sus islas y sus puertos esparcidos por todo el Mediterráneo oriental, se había considerado a sí misma soberana de casi la mitad de ese mar. Cada año, su doge, el dux, con su anillo, renovaba su matrimonio con el mar; y cada año éste devolvía tesoros a sus costas… sedas y especias, pieles y piedras preciosas, que los comerciantes venecianos vendían fructíferamente en el norte. Pero a cada nuevo año que transcurría su presa se aflojaba. Los otomanos habían ganado. Y la corriente de comercio y riqueza menguaba a favor del Atlántico. En una vorágine de fiestas, los venecianos se habían pavoneado marchando inconscientemente hacia su castigo. Napoleón había venido, y se había comportado tal como él predijo: como un Atila para la República veneciana.

Los austríacos habían ocupado lo que Napoleón no pudo retener por mucho tiempo. Y durante treinta años el viejo puerto se había ido deteriorando bajo la indiferencia de los Habsburgo, que preferían Trieste.

Palieski encontró la visión consoladora, sin embargo. Venecia en carne y hueso se parecía notablemente a los Canalettos que colgaban en la residencia del embajador británico, sólo que mucho más grande… Un panorama completo de grises y pardos, salpicado aquí y allá de manchas de iridiscente pastel; muy cerca, un ejército borracho de mástiles y palos; a lo lejos, los campanarios de las treinta y dos iglesias de la ciudad; reluciente agua azul bajo sus pies y, encima de su cabeza, el claro cielo veraniego. Se metió las manos en los bolsillos y sintió allí el tintineo de monedas de plata por primera vez en años.

Palieski le había gruñido al sastre que le tomó las medidas en Estambul, y a Yashim, también. Pero en su corazón, donde todo hombre lleva al menos una onza de vanidad, estaba más bien encantado. Siempre había ido elegantemente vestido, aunque un poco raído; pero ahora llevaba una ceñida chaqueta sobre un chaleco abierto, pantalones de tubo de corte moderno, y un par de relucientes zapatos de charol puntiagudos. Su bigote estaba limpiamente, incluso exageradamente, recortado, en tanto que su sombrero —más negro y más lustroso que el que solía llevar en Estambul— era también ocho centímetros más alto. Sentía que su aire era el de un hombre de mundo, un hombre al que era improbable que el mundo engañara pero que miraba a ese mundo con amable interés.

¿Parecía un ciudadano de Estados Unidos? Tal como Yashim había señalado, la belleza de ser un norteamericano era que nadie sabía realmente cuál tenía que ser el aspecto de un norteamericano.

—Haga enviar mi equipaje a la Pensione Inghilterra —le dijo al sobrecargo, mientras una embarcación se detenía a su costado.

Era una góndola. A Palieski, acostumbrado a los gráciles esquifes de Estambul, le sugería algo más siniestro, con su picuda proa y su pequeña, estrecha y negra cabina en el medio. Mientras el fornido gondolero lo ayudaba desde la escalera, Palieski se dobló y entró en el camarote, quitándose el sombrero. Estaba organizado como un coche de caballos. Encontró un asiento y lo ocupó; el banco opuesto estaba forrado con una andrajosa piel, y el aire olía a moho y humedad. Cuando corrió las cortinas y apareció una ventana, se sorprendió al comprobar que estaba ya moviéndose a cierta velocidad a lo largo de la Riva dei Schiavoni.

Con un sobresalto, descubrió que el colorido, así como las pequeñas ventanas de piedra con puntiagudas arcadas, incluso la inconexa línea de los tejados, le recordaban a Cracovia.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Ésta no es una ciudad mediterránea!

Identificó el Palacio del Dux, y las dos columnas que se levantaban a su lado en el borde del agua: los había visto en los Canalettos. El palacio parecía estar boca abajo: toda la ligereza expresada en una arcada de esbeltas columnas estaba en la parte baja, con la mole del edificio presionando desde arriba. Estiró el cuello para captar una vislumbre de su reflejo en el agua, pero no pudo ver nada más allá de las piernas del gondolero, y en aquel momento la gran iglesia blanca de Santa Maria della Salute se levantaba a mano izquierda, saludando su entrada en el Gran Canal.

El tráfico se volvió más denso. Negras góndolas pasaban raudas por su lado en dirección contraria, con las cortinas corridas, aunque de vez en cuando, en sus oscuros interiores, Palieski podía divisar una mano enguantada de blanco o una serie de bigotes. Lentas barcazas, de gran calado, que transportaban verduras o piedra labrada o sacos, estaban siendo empujadas por hombres inclinados sobre unos largos remos; los remeros intercambiaban gritos entre sí, especialmente cuando sus embarcaciones avanzaban vacías. Un traghetto, que transportaba a un grupo de monjas salió disparado de un embarcadero; el gondolero de Palieski frenó con un brusco movimiento y soltó una rica andanada de impenetrable dialecto, que, al parecer, recibió la correcta contestación. Se agitaron los puños, las monjas miraron hacia otra parte. Palieski sonrió. Las monjas con sus hábitos le recordaban las damas de Estambul.

Fue consciente ahora de algo que ya había percibido, pero no comprendido: la casi total ausencia de todo sonido, aparte de los gritos de los barqueros y las líquidas gotas de agua cayendo de los remos o silbando en las espumosas proas de las embarcaciones Pero, cuando el gondolero hizo presión sobre su remo, giraron bruscamente para entrar en un canal lateral, y tanto el sonido como la luz solar quedaron borrados.

Palieski se echó hacia atrás, como si los ladrillos fueran a golpearle el rostro. Retorciéndose en su asiento, dirigió la mirada hacia arriba: se estaban deslizando por un fangoso pasaje entre altos edificios. Las ventanas situadas sobre su cabeza estaban enmarcadas en piedra, con oxidados barrotes de hierro; los huecos donde había caído el yeso dejaban el ladrillo al descubierto. Aquí y allá, la colada colgaba fláccidamente de cuerdas tendidas a través del canal. Palieski se preguntó cómo podría secarse. Se puso la chaqueta a través del pecho y se volvió hacia la pequeña ventana situada a sus espaldas.

—Brrr. ¿Pensione Inghilterra?

Sí, sí. Pensione —dijo el gondolero sacudiendo la barbilla.

—¿Inghilterra? —Una duda se había instalado en la mente de Palieski—. ¿Pensione Inghilterra?

Pero la pregunta de Palieski estaba destinada a no ser respondida, porque en aquel momento el gondolero, vaciló, mirando fijamente al agua.

Sacramento! —gruñó—. ¡Un hombre!

9

Había sido un hombre, sin duda: la imagen aún persistía en la mente de Palieski cuando se sentó en su apartamento de la Pensione Inghilterra, observando la luz reflejada por las ondas del agua en la fachada del edificio opuesto. Giró la cabeza. Involuntariamente vio de nuevo la greña de oscuro cabello y la masa, bulbosa, de la cara del hombre muerto deslizándose bajo la superficie. El barquero, empujando con su remo, había llevado el cadáver en medio de una agitación de burbujas, guiándolo hacia el muelle más cercano. Palieski no se había quedado para ver más.

Tomó un sorbo de té. Casi no estaba caliente y con un estremecimiento de disgusto se puso de pie, cruzó la habitación y vació su taza por la ventana. Lo oyó caer chapoteando en el agua.

Dejó la taza otra vez en su platillo y tiró de la campanilla.

—Tomaseo —le dijo al criado—. Voy a salir.

En el Florian’s, pidió vino y un plato de polenta que llegó cubierta en exceso de cebollas y anchoas, y mejoró un tanto su humor. Pidió una grapa. Estaba hambriento, sediento y trastornado por aquel horrible e inesperado cadáver flotando en el agua. ¿Quién sabe cómo había llegado allí el pobre desgraciado? Resbalando en un escalón en la oscuridad, tal vez. Una cosa se podía decir sobre Venecia: nunca des un paseo por la calle.

Se inclinó hacia atrás y empezó a examinar la plaza por primera vez. En un extremo, más allá de la enorme torre que le recordaba, una vez más, a Cracovia, se levantaba una achaparrada iglesia, como un cerdo en celo. Las arcadas que delimitaban la piazza por tres de sus partes eran bastante bellas. Las palomas retornaban a sus nidos por el crepúsculo; pequeñas brasas iban brotando al otro lado, y el aire había empezado a llenarse del perfume de castañas asadas. Eran las nueve pasadas.

—Permesso?

El hombre tenía su mano sobre el respaldo de una silla. Palieski enarcó una ceja y se encogió de hombros.

El extraño acercó la silla y se sentó. Apoyó sus antebrazos sobre la mesa.

Parla italiano? Bien. Mi inglés es malo, signor Brett.

Sus ojos azules miraban francamente a Palieski a la cara. Era un hombre voluminoso, de cincuenta y tantos años, juzgó Palieski, con una hermosa cabeza de negro cabello. ¿Cómo diablos sabía su nombre?

—¿Y usted es, signor…?

—Brunelli. —Alargó la mano—. Commissario Brunelli. Bienvenido a Venecia.

Palieski parpadeó y le estrechó la mano.

—El chico de la Pensione Inghilterra dijo que usted había llegado —explicó Brunelli—. Y yo necesitaba un poco de aire. Y quizás una grapa, también.

Chasqueó los dedos y el camarero se acercó.

—Grapa… due. La polenta es buena aquí, signor Brett.

—Gracias, ya la he comido —replicó Palieski. Miró al commissario con aire dubitativo. Le había dicho al criado que se iba; nada más—. ¿Cómo sabía usted que estaría aquí?

Brunelli se encogió ligeramente de hombros.

—En su primera noche en Venecia, todo el mundo viene al Florian’s. O al Quadri’s —añadió. El camarero dejó los vasos sobre la mesa. Brunelli tomó un sorbo—. ¿O tal vez ya había estado usted en Venecia antes?

—Es la primera vez que vengo a Venecia, commissario. —Era algún funcionario de policía, evidentemente. Por unos momentos, Palieski se había permitido olvidar que se hallaba en territorio de los Habsburgo.

Vació de un trago su grapa y pidió la cuenta.

—Me excusará usted. Me gustaría caminar un rato.

Brunelli se puso de pie con una ligereza sorprendente en un hombre de su tamaño.

—Deje que pasee un poquito con usted, signor —dijo—. Le mostraré las columnas de San Marco.

Palieski se inclinó rígidamente. La noche era cálida, pero sus manos estaban frías, y podía sentir los latidos de su corazón.

—¿Estuvo usted en Estambul? —preguntó el commissario de forma casual, mientras paseaban bajo la arcada en dirección a San Marco.

El manifiesto del barco, naturalmente, le habría facilitado su nombre y su puerto de embarque.

—Fui a comprar una estatua —dijo Palieski. Él y Yashim habían preparado esa historia—. Para un coleccionista de Nueva York.

—¿Y tuvo usted suerte?

—Todavía no. La burocracia otomana es muy lenta.

El policía asintió.

—Aquí ocurre lo mismo. Viena está muy lejos.

Palieski no replicó. Había reconocido, con un sobresalto, a los centinelas, con el característico uniforme gris de los Habsburgo, paseando por delante de los edificios gubernamentales en el otro extremo de la piazza. Habían transcurrido muchos años desde que viera aquel uniforme por primera vez: columnas de soldados en chaquetones grises, marchando por la nieve. Viena parecía incómodamente próxima.

—¿Trata usted en obras de arte, signor Brett? —El commissario suspiró—. ¿Y en Venecia?

—Y en Venecia, sí. Hay mucho que ver.

Se apartaron de delante de la basílica y empezaron a andar hacia el agua.

—Es una extraña idea, signor Brett, que nuestros Tiepolos y Tizianos puedan terminar en la tierra de los castores y los indios salvajes.

—¿Acaso los ha visto usted en Viena, commissario? —dijo Palieski, tratando de mantener la acidez en su voz, sin lograrlo.

La voz de Brunelli le llegó desde atrás.

—¡Deténgase donde está!

Palieski se dio la vuelta lentamente.

Brunelli estaba meneando la cabeza.

—Las columnas —dijo—. Trae muy mala suerte pasar entre ellas.

—¿Entre ellas? —repitió Palieski—. ¿Por qué?

Brunelli sonrió.

—Venecia es una vieja ciudad, signor Brett. No es como Nueva York.

Palieski levantó la mirada hacia las columnas. No hacían juego. Una era de un gris-verdoso, y la otra de granito rojo. En la cima de la columna verde, se alzaba un pequeño león alado, el símbolo de San Mateo, el santo patrón de Venecia, con una garra reposando sobre un libro abierto.

—En el pasado —explicó Brunelli—, aquí es donde ejecutaban a nuestros criminales y traidores. Sus cabezas se colgaban en esa columna de ahí, junto a la entrada de la iglesia, hasta que empezaban a heder.

Rodearon las columnas y se dirigieron al muelle.

—La República fue liquidada cuando yo tenía tres años —añadió Brunelli—. Muchas personas —mi familia entre ellas— tenían grandes esperanzas en Napoleón. Al final, él destruyó algunas iglesias y robó varios de nuestros tesoros.

—Tesoros, quizás, que los venecianos habían robado a otros.

—Sí —dijo Brunelli suavemente—. Quizás eso es exactamente lo que quiero decir. Nosotros robamos, y nos roban. Ése es el gran juego de la historia, signor Brett. Se representa sobre nuestras cabezas… Como una reunión de los dioses, pintado en un techo por Tiepolo.

—Dejó escapar un suspiro, como un silbido. —Puede ser diferente en América, desde luego.

Sopló sobre sus manos para refrescarlas.

—Mientras tanto, el pueblo sigue necesitando justicia… y protección.

Brunelli giró la cabeza y miró hacia la isla de La Giudecca, al otro lado de las oscuras aguas.

—Esta mañana —dijo Palieski— he visto un cuerpo en el canal.

—Sí. De eso venía a hablar con usted.

Palieski había creído que se encontraba en una ciudad del norte; pero este Brunelli practicaba la esgrima verbal como un turco.

—Pensaba que había venido a comprobar mi bona fides.

Brunelli asintió.

—Por eso fui enviado. No es lo mismo.

—Ya veo. ¿Cree usted que yo conocía a aquel hombre?

—¿Es así?

—No conozco a un alma en Venecia. Excepto ahora, a usted, commissario. Pero el cuerpo… estaba bastante descompuesto.

—Por desgracia, así es. Pero usted no estaba allí cuando yo llegué.

Palieski frunció el ceño.

—No era asunto mío. Y otro gondolero se ofreció a llevarme a la pensione.

—No hay problema —aseguró Brunelli—. Yo sólo deseaba preguntar. Ya ve, el muerto era un tratante de arte, como usted. Lo habían estrangulado.

Sus lúgubres rasgos se suavizaron.

—Bueno, bueno, signor Brett. —Le dio un golpecito en el brazo—. Espero que disfrute usted de su estancia en Venecia.

Palieski se entretuvo junto al agua, contemplando las luces de La Giudecca y al último de los pescadores regresando de la laguna. Luego se dio la vuelta y desanduvo lo andado hasta la pensione.

El regreso le llevó más tiempo del que había pensado. Varias veces tuvo que retroceder cuando el callejón que seguía terminaba en un tramo de gastados escalones que descendían a un pequeño canal. Empezó a desear haber alquilado una góndola en la piazza. Deambuló por un callejón tras otro, casi a ciegas. La luz, cuando la había, procedía de velas votivas que flameaban en sus pequeños nichos encima de oscuros portales, así como la ocasional lámpara de aceite fijada a una pared allí donde se juntaban dos callejones. Nada —y todo— parecía familiar. No tenía ni idea de cuánto se había alejado de su camino cuando una débil luz allí delante le reveló la entrada de la pensione. Se lanzó hacia la casa sintiendo una oleada de alivio.

Estaba ya en las escaleras cuando un lacayo se presentó de pronto ante él y le tendió un pequeño sobre, dirigido al signor Brett. Sorprendido, Palieski lo abrió y sacó una tarjeta con el nombre de Antonio Ruggerio impreso en la cabecera. En la parte de atrás había una breve nota.

A. Ruggerio presenta sus cumplidos y tendrá el placer de visitar al signor Brett mañana a las diez de la mañana.

Palieski soltó un gruñido:

—¿Ruggerio? ¿Quién es ese hombre?

El lacayo extendió las manos.

—El signor Ruggerio es un amigo de los visitantes de Venecia, signor. Estoy seguro de que le gustará mucho.

—¿De veras? —dijo Palieski, y le deseó buenas noches al hombre.

—Buenas noches, signor. Espero que disfrute usted de su estancia en Venecia.

Palieski ya había oído esa frase antes.

—Yo también —murmuró, mientras subía por las escaleras—. Yo también.

10

Venecia dormía, acurrucada en su laguna como un gato en una cesta. Antaño había sido el león de los mares, pero ahora le habían arrancado sus garras. Para sus amos austríacos era meramente una fruslería, un lugar apartado en descomposición, con un ilustre pasado y una población resentida.

Hacía mucho rato que se había alzado el alba en la laguna cuando Antonio Ruggerio bajó de un salto de su góndola alquilada y entró en la compuerta de la Pensione Inghilterra. Era bajito, moreno e iba muy bien vestido, con una flor en su ojal y un par de guantes blancos en su mano izquierda. En la otra llevaba un fajo de papeles en una carpeta de piel.

Subió por las escaleras sin perder el ritmo de su zancada. Ya en la puerta del apartamento de Palieski, se alisó la chaqueta y deslizó una mano por su lustroso y negro cabello; luego llamó.

—¡Signor Brett! Bienvenido a Venecia. —Tomó la mano de Palieski con las dos suyas, y la sacudió entusiásticamente—. Me presentaré: Antonio Ruggerio. Espero que se encuentre usted confortablemente en la Inghilterra.

Los ojos de Ruggerio barrieron la habitación. La conocía demasiado bien para entretenerse en los muebles rococó o la alfombra de Axminster decorada con un motivo oriental. Lo que le interesaba —lo que él analizaba, casi como si fuese una ciencia— era el pequeño número de posesiones personales que el viajero americano había aportado a la familiar escena. Una buena maleta; el pulido baúl de viaje con floridas cantoneras de latón; el cepillo de marfil para el cabello sobre el tocador y un sombrero de copa y un bastón magníficos.

—Bastante confortable —dijo cautelosamente Palieski.

—Está usted aquí, signor Brett, en la mejor época del año en Venecia —dijo Ruggerio con una teatral aspiración: era un perfume delicioso, el olor del dinero. No mentía si podía evitarlo: para un visitante acaudalado cualquier época era la mejor de Venecia.

—¿Cuáles son sus planes? ¿Adonde quiere ir? ¿A la Salute? ¿A San Marco? ¡Ah, estar por primera vez en Venecia! Signor Brett, ¿sabe qué? ¡Yo, Antonio Ruggerio, lo envidio! Es verdad, los Ruggerio (habrá usted oído nuestro nombre, una antigua familia aristocrática de Venecia; entre caballeros no necesito decir más) han disfrutado de todos los placeres de esta ciudad… Excepto ése. ¿Conoce usted a nuestro pequeño Tiepolino? Se lo presentaré. Y a Tiziano, también… Lo llaman ustedes Titian. ¡Qué perspectiva, signor! ¡Para un hombre como usted, en pleno vigor, venir a Venecia por primera vez! Me siento tan orgulloso… y tan feliz, por usted. —Se inclinó con una rapidez casi cómica—. ¿Ha desayunado usted?

—¿Desayunado? Yo…

El hombrecillo agitó el dedo.

—Lo sé, lo sé. Un desayuno de pensione… un panecillo, un café aguado, e basta? Vamos. Le mostraré cómo debería comer un hombre en esta ciudad. —Hizo una reverencia—. Su sombrero. Su bastón. Mi góndola está abajo. Iremos al Rialto. Como Shakespeare. Vamos.

Palieski había adoptado la personalidad de un norteamericano, pero no era una persona matutina. Ligeramente deslumbrado por el torrente de palabras y entusiasmo, cogió su sombrero y su bastón, y siguió al hombre escaleras abajo, hasta la embarcación de Ruggerio.

Todo el camino hasta el Puente de Rialto, sentado frente a él en la góndola, Ruggerio irradiaba buena disposición y camaradería, rebosando estadísticas, viejos cotilleos y un poco de información turística. El gondolero, cumpliendo sus órdenes, cantaba diversas versiones de una vieja canción mientras remontaba a remo el Gran Canal.

—Canta acerca de una mujer —explicó Ruggerio, de forma completamente superflua le pareció a Palieski, quien suponía que la mayor parte de las canciones trataban de mujeres—. Es la Reina de Chipre, Caterina… Más tarde veremos su cuadro. De Bellini. No era una mujer hermosa, pero sí grande. Y la pintura es una joya del Renacimiento.

Palieski se había puesto tenso ante la mención de Bellini. Quería hablar, pero su nuevo amigo estaba ya en la ventana señalando a la calle.

—El Palazzo Mocenigo. Byron vivió aquí. Y ése sí era un hombre. Yo lo conocí.

Palieski enarcó una ceja. Ruggerio levantó la mano.

—Soy más viejo de lo que usted piensa… pero Bayron y yo éramos jóvenes en aquellos días. Nadamos juntos muchas, muchas veces. Aquí en el Gran Canal. Mis amigos me decían… estás loco, ¡como Byron! Quizás. Qué hombre más guapo.

Sacó de repente un pañuelo de seda y se sonó. Luego se lo metió otra vez en la manga.

—Cada palazzo tiene una leyenda, signor Brett. Pero debe usted saber por dónde empezar. Me reservo ese placer. Será un día estupendo. Y su alojamiento, también. Nos ocuparemos de eso. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros?

Palieski se estaba acostumbrando cada vez más a los cambios de táctica repentinos de Ruggerio.

—Unas semanas. Un mes.

Ruggerio cerró los ojos y sus manos se balancearon delante de él en éxtasis.

—¡Un mes! —repitió enfáticamente—. En La Serenísima, un mes es como un día. Pero podemos verlo todo —añadió apresuradamente—. En un mes, usted mismo será casi veneciano. —Se rió—. ¡Y aquí tenemos… el desayuno!

La góndola se deslizó entre unas estacas hundidas en el agua. Ruggerio tendió la mano a Palieski para ayudarlo a bajar al pontón, y luego saltó tras él. Se inclinó un poco más.

Signor Brett, una propinita al gondolero, si piensa que sería apropiado; el hombre ha cantado, y lo agradecería. No, no, cinco es demasiado… yo le daría tres. Ya verá usted que soy capaz de ofrecerle algún servicio para proteger al viajero inocente, ¡ja, ja!

Se abrió camino impacientemente entre la multitud del mercado, con Palieski a su estela. De vez en cuando Ruggerio se daba la vuelta para comprobar que aquel nuevo amigo americano lo estaba siguiendo mientras circulaban entre los tenderetes, esquivando a mozos que empujaban sus carretillas con estrépito por los adoquines, escabulléndose bajo las arcadas, hasta que Ruggerio se detuvo frente a un pequeño café y se inclinó.

—Mis visitantes siempre se sienten felices aquí —le aseguró a Palieski—. ¡Incluso el duque de Naxos! Es pequeño, pero muy limpio. Vamos.

El café no era nada más que un mostrador de madera sobre el que había alineados platos con pescado frito, pulpos, salamis y aceitunas. No había lugar alguno donde sentarse, pero Ruggerio cogió unos platos y los llevó a una mesita alta, chasqueando los dedos para pedir café.

—¿Puedo sugerirle un prosecco? Alora, due vini, maestro! —Cogió un poco de pan de una cesta que había sobre el mostrador y sonrió a su huésped.

—Vale… Vino, buena comida, un poco de café ¡y el Rialto en Venecia! ¿No es eso la buena vida, amigo mío?

Palieski tuvo que mostrarse de acuerdo con él. Habían transcurrido muchos años desde que bebiera vino con extraños, a la vista de todo el mundo. La sensación era agradable, aunque peculiar al principio, como la visión de mujeres sin velo escogiendo las verduras o bajando por el canal en una góndola. Muchos europeos venían a Venecia porque ésta les ofrecía —en su imaginación al menos— una visión del Oriente sin ninguno de sus inconvenientes: cúpulas y mosaicos bizantinos, colores intensos, pobreza pintoresca y un aire de licenciosa libertad, confortablemente compensado por una batería familiar de hoteleros que hablaban francés, iglesias católicas y arte del Renacimiento. Estos visitantes, a diferencia del embajador polaco, se veían con frecuencia impactados al ver mujeres que iban, de hecho, veladas, según una costumbre que se remontaba a los tiempos de la influencia bizantina. Pero en el mundo de Palieski todas las mujeres, incluso las cristianas, llevaban velo en la calle; y para él, en Venecia, le parecía que cualquier hombre podía admirar los rasgos de una mujer. Algunas de ellas eran muy hermosas, observó.

Ruggerio captó su mirada y le guiñó el ojo.

—En Venecia tenemos las mujeres más hermosas del mundo. ¿Y cree usted que el marido está celoso? El padre… sí. Pero una vez que una mujer se ha casado… altra storia! ¡Acepta admiradores! ¿Por qué no? Y el marido… se presta al juego.

Cuando hubieran comido, Ruggerio puso su mano sobre el brazo de Palieski:

—Con veinte liras será suficiente. Todos conocen a Antonio Ruggerio. Nada de timos. Meneó la cabeza. —A veces ocurre…

La góndola del aristócrata veneciano no se encontraba en el embarcadero. Ruggerio parecía enfadado, pero pronto recuperó el ánimo.

—No importa, tomaremos otra.

—Pero ¿adonde nos dirigimos?

El pequeño veneciano le divertía, tenía que admitirlo. Ruggerio era, sin la menor duda, un fraude, pero resultaba una compañía simpática, y estaba decidido a mostrarle toda la ciudad. Era un cicerone: un guía, un compañero de pago; y Palieski no carecía de medios con las dietas de Yashim.

—¿Adonde vamos? —Ruggerio parecía sorprendido—, vamos a encontrarle a usted un lugar donde vivir, signor Brett. Nadie —añadió con énfasis—, nadie vive en un hotel en Venecia durante un mes.

11

Dos días después, contemplando el Gran Canal desde la ventana del vestíbulo de su apartamento, con un vaso de prosecco en una mano y un telescopio en la otra, Palieski reflexionaba que la vida, realmente, era hermosa.

Le debía su actual sensación a Antonio Ruggerio, lo cual dejaba poco margen para la autocomplacencia. Ruggerio era, en muchos aspectos, una absurda lata. La satisfacción que dependía de sus inconstantes gestos apenas podía considerarse segura. Pero allí estaba: se había pasado un día con el listo cicerone, examinando apartamentos para alquilar por un mes.

Al parecer no había un término medio, cada uno era más grande, más oscuro, más deteriorado y más caro que el anterior, cada uno de ellos vinculado a familias con título. Los títulos, al parecer, eran cada vez más largos y sonoros y vacíos, hasta que Palieski le marcó al guía otra dirección y estipuló algo modesto.

Y Ruggerio, tragándose finalmente aquel golpe descargado a su orgullo, y a su bolsillo, le había conducido a esta pequeña y perfectamente utilizable casa situada a orillas del Gran Canal, no lejos de la arruinada mole del Fondaco dei Turchi: un apartamento en la segunda planta intercalado entre la agradable patrona griega y su veneciano marido, arriba; y una famosa aunque ya no tan joven cantante de ópera, abajo. La planta baja, lamida por el propio canal, daba a un tranquilo y poco elegante café, donde los barqueros venían a veces a almorzar, y donde Palieski estaba seguro de poder comer un plato de arroz y beber una botella de tinto, por la noche.

Se preguntó qué le parecerían a Yashim esos risottos, que tenían un parecido familiar con el arroz pilaf; sólo que el arroz era más grueso. Yashim creía que los italianos habían aprendido a cocinar en Estambul; y sin duda los venecianos, que habían vivido, luchado y comerciado tanto en, como alrededor de, las lindes del mundo otomano, comían de forma muy parecida a los turcos. Tenían las mismas preferencias, observó Palieski, por docenas de platitos, como la mezze, aunque los nativos lo llamaban cicchette. Y eran tan remilgados como cualquier otomano sobre la procedencia de algunas frutas y verduras. En Estambul, se comía pepinos de Karakoy, o mejillones de Therapia. En Venecia, Ruggerio insistía en que unas hojas amargas llamadas radicchio tenían que venir de Treviso, las alcachofas de Chioggia, y las judías tiernas de una pequeña ciudad llamada Lamon, tierra adentro. Ni los turcos, ni los venecianos, parecían valorar el pescado.

Ruggerio le había ofrecido un enloquecido tour por los tesoros y maravillas de la ciudad, simplemente, como dijo él, para ayudar al signor Brett a familiarizarse con el carácter de la población, sus iglesias, palazzi y obras de arte; aunque Palieski había empezado a sospechar que el cicerone se sentía decepcionado con él y estaba buscando clienti más valiosos. Algunos días, Ruggerio llegaba tarde. Y en una ocasión, no compareció. Otras veces, a menudo parecía distraído.

La idea de que Ruggerio podía, finalmente, empezar a dejarlo solo, constituía un alivio para Palieski. Eso contribuía a su sensación de bienestar mientras enfocaba su catalejo hacia el embarcadero opuesto y observaba cómo un gondolero le tendía un gran paquete a una mujer, que aguardaba en tierra, junto con su perrito.

Dejó el telescopio a un lado con una sonrisa, y cogió una tarjeta impresa del bolsillo.

Mr. S. Brett

de Nueva York

CONNAISSEUR

Por primera vez desde su llegada a Venecia sentía que podía ser útil a Yashim.

Ruggerio entregaría las tarjetas a varios tratantes y coleccionistas que conocía, expresando la esperanza de que éstos visitaran al signor Brett para discutir sobre su propia colección y las suyas. Ruggerio hubiera preferido presentar personalmente al connaisseur americano a los tratantes. Pero el signor Brett se había mostrado firme sobre este punto. En una sociedad tan pequeña como Venecia, un hombre podía ser juzgado por la compañía que llevaba. Ruggerio, afectado, pintoresco y zalamero, no era el hombre que debía presentar un tratante americano a los círculos artísticos venecianos. Palieski estaba pescando un Bellini; fuera cual fuese el cebo, el anzuelo tenía que ser limpio, agudo… y caro. Un hombre como Ruggerio simplemente lo ensuciaría, como un alga.

Stanislaw Palieski no tenía ni idea de cuál sería exactamente el cebo. Era improbable que el Bellini apareciera a la venta públicamente. Se requeriría discreción. Sobre todo porque los austríacos, al decir de todos, vigilaban el mercado celosamente.

Se puso de pie, se desperezó y se dirigió a su dormitorio, donde se encontraba su deteriorado ejemplar, forrado en piel, de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos, de Vasari.

Se puso a leerlo nuevamente junto a la ventana abierta, escuchando los gritos de los gondoleros y el ruido de los remolinos de agua provocados por los botes y esquifes de abajo, ubicando en los ojos de su mente los comentarios de Vasari sobre las iglesias y pinturas de la ciudad. Él no era un auténtico connaisseur de pintura; pero, para cuando hubo terminado el capítulo sobre Bellini, y su botella, sabía lo que necesitaba saber.

Comprendía que Mehmet II, el Conquistador de Estambul, había provocado una pequeña revolución en Venecia.

12

La tarjeta del signor Brett también había provocado cierta agitación en la ciudad.

Gianfranco Barbieri permaneció largo rato junto a la gran ventana de arco sobre el piano nobile de su Palazzo de Zattere, contemplando a través del canal La Giudecca. Se daba golpecitos con la tarjeta contra sus perfectos dientes, preguntándose quién sería Brett, y para quién trabajaba. ¿Qué tipo de hombre podía venir de Nueva York? Un financiero, sin duda. Gianfranco se pasaba el día leyendo cosas subir algún que otro escándalo bancario americano, otro asombroso desfalco. La gente se pillaba los dedos, prestando a los estadounidenses. Pero también se enriquecía… ¿Por qué, de lo contrario, seguirían prestando?

Tendría que ser cuidadoso.

Con la punta del dedo se tocó la pequeña cicatriz del labio. Ésta no carecía de atractivo, le confería una expresión ligeramente burlona, divertida, como si estuviera sonriendo ante algo que sólo él podía ver.

A Gianfranco le gustaba considerarse un hombre muy cuidadoso.

Al otro lado de la ciudad, cerca del Arsenale, otro hombre estaba sopesando la llegada de la tarjeta de Brett.

«Popi» Eletro frotó la tinta con un grueso pulgar y luego rascó las letras con una uña dura y amarillenta. La tarjeta no le era familiar. Mucho trapo, pero no era veneciana. Tampoco francesa. Él hubiera dicho turca, pero probablemente era norteamericana, como el hombre. Lanzó un gruñido y levantó la mirada hacia el Canaletto de la pared. ¿Un Canaletto en la tierra de los osos y los indios?

Las pieles daban mucho dinero.

Sus ojos se deslizaron desde el primer Canaletto a otros tres que colgaban a su lado. Grandes cuadros. Valdrían dinero, cuando el barniz se secara. ¡Que lástima que ese Brett no pudiera comprarlos todos! Cuatro incomparables Canalettos. Todos ellos, por desgracia, idénticos.

Popi se levantó de la silla giratoria de cuero y alargó la mano hacia su sombrero.

Ya era hora de visitar al croata.

A estas alturas ya habría tomado su copa. Estaría listo para volver al trabajo. En caso contrario, bueno, a veces uno debía ser cruel para ser bueno.

Popi anduvo, con semblante ceñudo, desde el Arsenale hacia el Ghetto. Era una ruta larga y difícil. En una época tan avanzada como 1840, pocos eran los canales provistos de pavimento, y la moda de rellenarlos aún no se había iniciado. Los distritos seguían preservados como las islas que siempre habían sido, apiñados alrededor de su iglesia, sus campi y sus pozos, hablando un dialecto que los diferenciaba de otros isleños de la ciudad.

Popi no apreciaba la ironía de que un hombre que se ganaba la vida con los canales pudiera detestarlos; pero así era. Eran unos canales para el cotilleo, en su opinión… Gondoleros que grababan en su memoria la dirección que uno visitaba, barqueros que tomaban nota de tu paso. Mendigos y holgazanes que merodeaban por los puentes, y en las más malsanas, sucias y oscuras curvas de un canal una inevitable vieja arpía estaba siempre retorciendo su cuello desde alguna habitación de lo alto para obtener una visión mejor. Uno tomaba una góndola sólo si deseaba ser observado… Visitando a un rico coleccionista de arte americano, por ejemplo. En caso contrario, utilizaba el pavimento, y daba un largo rodeo.

En el Ghetto encontró una base más firme para caminar, allí donde los judíos se habían apiñado detrás de su muralla. El aire estaba como cubierto por un plumón flotante, como una suave nieve, porque la gente de allí utilizaba grasa de oca, y apestaba más que las aguas residuales que ofendían a los visitantes de Venecia en otras partes de la ciudad. Olía a pescado pasado y andrajos, y a la acritud de los espacios confinados. Napoleón había hecho derribar las murallas, pero todo el mundo sabía que éstas aún existían en la mente veneciana; algunos judíos ricos se habían mudado, y unos pocos —muy pocos— empobrecidos gentiles habían alquilado habitaciones en el Ghetto. Pero, por lo demás, poco era lo que había cambiado en cuarenta años.

Popi siguió su renqueante camino sin mirar a derecha ni izquierda. Algo en sus modales hacía que las mujeres que trabajaban en sus portales retiraran los pies cuando él se acercaba; los hombres también se pegaban a la pared a su paso. Y no era que Popi pareciera un funcionario. Cuando los austríacos enviaban patrullas por las calles, la gente simplemente los veía pasar, ceñudos e imperturbables. Era, quizás, que él venía de la otra Venecia: una Venecia que se pudría bajo la dorada luz del atardecer y la fina filigrana de una fachada bizantina; una Venecia en la que los visitantes poco imaginativos nunca penetrarían, por más pobreza o desgracia que vieran, unos visitantes que dejarían deslizar la punta de sus dedos por el agua hasta que su solícito gondolero les indicara que sería mejor, quizás, que mantuvieran las manos sobre el regazo. ¿Cómo podían, cuando incluso los visitantes más curiosos de la ciudad, de mente más aguda, se dejaban seducir tan fácilmente por el atractivo de sus prostitutas y la baratura de sus appartamenti?

La gente del Ghetto se apartaba de Popi, un hombre de táleros y cruceros, de pequeñas cuentas que él llevaba rigurosamente en unos libros negros que tenían el poder de arruinar vidas.

Popi se detuvo. Se metió un cigarro en la boca y lo encendió con una cerilla, luego siguió su camino por la estrecha calle como un remolcador de vapor. Después de varios giros, que ejecutó sin detenerse, se introdujo en un portal bajo, cruzó un pequeño y oscuro corredor y encontró las escaleras. Empezó a subir, lentamente, hasta la cima.

Las escaleras eran oscuras. En cada rellano, estrechos pasajes irradiaban hacia una negrura más profunda, aliviada de vez en cuando por una pequeña abertura, sin cristal, que daba a un estrecho pozo de luz; en los pisos inferiores, la luz quedaba bloqueada por la basura acumulada de muchos siglos… plumas podridas, ratas desecadas, cagadas de paloma. Al llegar al quinto piso, Popi ignoró las escaleras y penetró en un corredor apenas lo bastante ancho para permitirle el paso. Agachándose, buscó a tientas su camino hasta que sus estiradas manos encontraron otro tramo de escalera, que subía y retrocedía por el camino que había venido. Se quitó el cigarro de la boca y se quedó apoyado contra la pared, recuperando el aliento. Entonces comenzó nuevamente a subir.

Apiñados en su estrecho espacio, los judíos habían construido sus casas más altas que cualquier otro pueblo del mundo.

Ahora, cuando se apoyaba contra la pared para recobrar el aliento, Popi notó que aquélla se hundía bajo su peso; otro trozo de yeso se desmigajó y cayó al suelo.

Finalmente, sosteniendo la colilla de su cigarro a nivel de los ojos, distinguió la puerta. Golpeó en ella con el borde de su palma, y la madera se abrió, permitiéndole ver la luz del sol.

Popi parpadeó y las lágrimas brotaron de sus ojos. El frío hedor de basura y alcantarillas que le había seguido a través del laberinto de escaleras y pasajes fue literalmente barrido por un irresistible olor dulzón de alcohol y descomposición, acompañado de una ráfaga de calor veraniego.

Tosió y cruzó el estrecho umbral.

Lo primero que Popi observó fueron las moscas. Se apiñaban en las claraboyas, y trepaban por el inclinado techo, zumbando y cayendo, arremolinándose en el polvo que se desprendía de sus alas. Con una exclamación de disgusto, se lanzó hacia la claraboya más próxima.

La habitación era un completo desorden: enmarañadas ropas de cama, botellas vacías, pedazos de pan esparcidos por el suelo. El caballete que habitualmente se levantaba bajo la ventana estaba tumbado. Sólo la caja de las pinturas y el bote con los pinceles estaban en su lugar. En medio de la habitación, desnudo sobre un alto taburete, se encontraba sentado el croata en persona.

Tenía un aspecto ceroso, inmóvil, sus ojos miraban al vacío. Sus estrechos hombros estaban echados hacia atrás. La espalda, recta.

El primer pensamiento de Popi fue que debía de estar muerto.

Se acercó unos pasos. El croata continuaba mirando fijamente. Sólo cuando estuvo lo bastante cerca para oler la piel del hombre, Popi se dio cuenta de que sus labios se movían imperceptible, horriblemente, como orugas sin pelos.

Popi dio un paso atrás. El croata, vivo, le repelía más que la idea del croata muerto.

A Popi no le faltaba imaginación. Podía decir, por ejemplo, que el croata estaba en alguna parte donde Popi y la bebida, y la peste y la pobreza de su vida no podían alcanzarlo. Estaba sentado como un príncipe en su trono, lanzando órdenes, quizás, a los invisibles favoritos que revoloteaban ante su vidriosa mirada.

Pero Popi era poco compasivo.

Chasqueó los dedos delante de aquellos ojos ciegos.

No ocurrió nada.

—Yo te reanimaré —murmuró. Le dio una chupada a su cigarro, bajó la resplandeciente punta hasta llegar al nivel de la desnuda barriga del croata, y la apagó en ella.

Abajo, en la calle, algunas personas creyeron oír un agudo grito. Pero las gaviotas estaban revoloteando encima de sus cabezas, así que no podían estar seguras.

13

Yashim estaba leyendo la última novela llegada de París, un relato bastante inverosímil de la vida de Alí Pachá de Janina, que le había enviado su vieja amiga, la Valide, la abuela del nuevo sultán. El tema le había pillado por sorpresa. Yashim se había acostumbrado a descubrir la vida parisiense en aquellas novelas. Leer Alí Pachá era más como atisbar a través de un ojo de cerradura, sólo para ver a otro ojo mirándote desde el lado contrario.

—Encuentro a ese Monsieur Dumas sympathique —le había dicho la Valide—. Su padre era un marqués francés. Su madre venía de Santo Domingo.

Yashim asintió. La propia Valide había nacido en otra isla caribeña, la Martinica. La extraordinaria historia de su llegada al harén del sultán otomano, y de su inexorable ascenso a la posición de Valide, o reina madre, hubiera desafiado la imaginación del propio Monsieur Dumas.

—La novela es una fruslería, Yashim —añadió la Valide—. Me temo que me mantuvo despierta toda la noche.

Yashim encontró la novela atiborrada de falsificaciones pero también sorprendentemente llena de energía. Era sin duda distinta de cualquier cosa que había leído en su vida. Quería discutirlo con la Valide, pero ir a verla estaba fuera de cuestión. Aun cuando ella no vivía en el palacio del sultán, la visita de Yashim no pasaría inadvertida; y el sultán esperaba que él estuviera en Venecia, tras la pista del Bellini.

Reshid tenía razón al insinuar que el encaprichamiento del sultán por una pintura que nunca había visto iría desapareciendo a medida que fuera profundizando en las responsabilidades del cargo. Sin embargo el engaño le preocupaba. No solamente la deslealtad, si es que lo era. Lo que tenía más importancia era la complicidad que compartía con Reshid Pachá, y la vaguedad del apoyo del mismo.

¿Y si, a fin de cuentas, Reshid creía que había ido a Venecia?

Era también una fastidiosa restricción. Se sentía en una especie de limbo en su propia ciudad. Leía, iba al hammam, cocinaba y comía, pero en su corazón sabía que simplemente estaba haciendo tiempo. Pasaron dos jueves sin la acostumbrada cena que solía preparar para su amigo Palieski. La segunda vez fue a un locanta en Pera, y se descubrió pidiendo un viejo plato de palacio, eksili kofte, albóndigas en una salsa de huevo y limón. Varias veces, también, se llegó hasta la embajada polaca, y en esas ocasiones indefectiblemente subió por los gastados escalones y llamó a la puerta, para ver si Martha tenía alguna noticia.

Sólo su visita a Malakian, en el Gran Bazar, había aliviado su sensación de inutilidad. Encontró al viejo armenio con las piernas cruzadas, como siempre, delante del pequeño cubículo que albergaba su misteriosa y fascinante colección de antigüedades, observando impasiblemente a las multitudes que discurrían por el cubierto callejón del mercado.

—¿Se encuentra usted bien, Malakian?

—No esperaba verle a usted, effendi. Estoy bien, gracias. —Dio una palmadita a un taburete vacío—. Tengo algo para usted. ¿Tomará café?

Cuando Yashim se sentaba, Malakian batió palmas y envió a un muchachito a correr entre la multitud.

La vida estaba retornando al Bazar, observó Yashim. La desaparición del sultán había arrojado un velo sobre la ciudad, como un eco de los tiempos en que la muerte de un sultán detenía en seco la vida y la ciudad esperaba a saber cuál de los hijos del sultán había conseguido hacerse con el trono de Osmán. Pero de eso hacía mucho tiempo, cuando los hijos de los sultanes estaban preparados para gobernar y para luchar. Esta vez no había habido ninguna competición.

El muchacho regresó con una bandeja que se balanceaba en sus manos. Malakian tomó el café y le tendió una taza a Yashim. Durante unos minutos charlaron de negocios.

—Se secó completamente —convino Malakian—. Muchas de las caravanas retrasaron su marcha. Pero el Bazar, también, estaba vacío, de modo que yo no podía comprar ni vender. —Se encogió de hombros—. Fue bueno tener un poco de calma. Pero están regresando de nuevo.

—¿Las caravanas?

—Usted comprende cómo es esto, effendi. Yo tengo sólo esta pequeña tienda… No tengo caravanas a mis órdenes. Pero los conductores encuentran alguna cosita y me la traen. Mire. Dos pistolas francesas. —Abrió una caja de madera y sacó las armas—. Vienen de Egipto, creo.

Yashim las tomó y examinó.

—Son de buena calidad. Pero viejas.

Malakian suspiró.

—Algunas cosas mejoran a medida que envejecen. Pero ¿y las armas…? Tiene razón. Siempre descubrimos nuevas maneras de matar.

Volvió a colocar las pistolas en su caja.

—Las venderé a un francés, para que pueda decir que su padre estuvo con Napoleón. Para usted, he encontrado esto.

Era un pequeño cuchillo con una hoja de diez centímetros y un mango de madera ceñido con cordel.

—Un cuchillo de cocina —murmuró Yashim—. Muy manejable.

Malakian se inclinó hacia delante y señaló la hoja veteada.

—Al igual que me pasó a mí, piensa que no es interesante. Pero luego vi esto.

Yashim dio la vuelta a la hoja y observó una débil inscripción en el chato borde.

—«Ammar me hizo» leyó lentamente, entrecerrando los ojos. El árabe de la inscripción se había gastado hasta quedar casi liso. —¿Qué es esto?

Malakian meneó la cabeza.

—Acero de Damasco.

—No es muy corriente —reconoció Yashim.

—¿Poco corriente? Excepcional, diría yo. Aquí, y aquí… para proteger el filo. Se oxida, desde luego. A cada lado, el acero blando… y, entre ellos, la verdadera hoja. ¿Ve cómo brilla? Incluso ahora sigue brillando. Un cuchillo sencillo como éste, ¿para cocinar? ¿Le gusta?

Yashim sonrió. El mejor acero del mundo. Una hoja apta para un guerrero… en la cocina. Por supuesto, le gustaba.

—Debe de haber sido fabricado para la cocina de un sultán.

—Desde luego. He oído que le gusta cocinar, así que le haré un regalo. Puede darme un cuarto de piastra.

—¿Un cuarto de piastra?

—Digamos, effendi, que no se puede regalar un cuchillo. Pero si me paga una monedita, todo estará bien.

Yashim metió la mano en el bolsillo. Todo el mundo tenía sus supersticiones.

—Gracias, Malakian. Lo conservaré como un tesoro.

—Debería usarlo —comentó Malakian—. Ha sido afilado.

Yashim asintió, conmovido por la generosidad del viejo tendero. Pero es que Aram Malakian era un hombre extraordinario. Todo lo que pasaba por sus manos… se convertía en conocimiento que se almacenaba en aquella enorme cabeza.

—¿Sabe algo sobre un pintor italiano? Se llamaba Bellini. Hace siglos, llegó a Estambul y pintó un retrato del Conquistador.

—Bellini, humm. —Malakian frunció el ceño y tiró de uno de los lóbulos de sus enormes orejas—. He oído ese nombre anteriormente, Mellini. Lo recuerdo.

—Hace cuatrocientos años —añadió Yashim.

Malakian le brindó una caústica sonrisa.

—No recuerdo a ese Bellini personalmente, effendi. Pero sí hay algo que recuerdo. —Desvió su mirada hacia el techo—. Metin Yamaluk.

—¿El calígrafo?

Malakian asintió.

—Y su padre y su abuelo antes que él, también, y los padres de éstos, hasta la época del sultán Ahmet, que creo que construyó la Mezquita Azul. La familia procedía de Esmirna.

Sólo vagamente podía recordar Yashim haberse encontrado con Yamaluk en el Palacio Topkapi, donde éste trabajaba en la sala de copia. Pero eso había sido años atrás, y el calígrafo debía de ser ya un anciano.

—¿Metin Yamaluk está vivo todavía?

—Si es la voluntad de Dios. Se retiró hace años, es cierto, pero aún trabaja. De hecho, su escritura es más elegante que nunca. Recuerdo que tenía un libro que a veces le gustaba mirar. Decía que lo reconfortaba… Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado, porque era un libro pagano, de imágenes, muy bien dibujado. Procedía de Topkapi, effendi.

Yashim frunció el ceño.

—¿Robado, quieres decir?

Malakian hizo una pausa y miró fijamente a Yashim.

—¡Robado! —escupió—. Este cuchillo, se lo regalo. ¿Cree que es… robado? ¿Se lo devolvemos a… quién, effendi? ¿Al sultán de Rum? ¿Al califa Harum al Rashid? ¿Al hijo del hijo de un cocinero?

—No, por supuesto, yo no quería decir…

Effendi. —Malakian se puso sus grandes manos sobre las rodillas y dejó descansar su peso en ellas—, cuando era un niño, jugaba al ajedrez con mi padrino. Era comerciante. Traficaba en Makú, en Astrakán y más arriba del Volga. Me hablaba sobre el juego de ajedrez que le había regalado su padre. Las piezas blancas estaban esculpidas en hueso de camello, las negras en ébano indio. De dónde procedían, no lo sé, quizás de Samarcanda o del antiguo Kiev. Él me dijo que cada pieza contenía en su interior, como en una pequeña jaula, una diminuta imagen de sí misma. Un rey dentro de un rey. Un peón en un peón. Podías verlo, y oír su ruido, pero no había manera de acceder a ello.

Suspiró y se frotó la oreja.

—Yo deseaba tanto ver ese tablero de ajedrez… Pero cuando le pregunté si podía traerlo a la casa me dijo que ya no lo tenía. Le pregunté que adonde había ido a parar, y él se limitó a sonreír y a encogerse de hombros. Vendido, o perdido, o robado… ¿Cuál de las tres cosas?, me preguntaba cada vez que se lo preguntaba.

—Quizás —dijo Yashim cautelosamente— sencillamente… olvidado.

El viejo armenio levantó su maciza cabeza.

—Mucho mejor, effendi. —Hizo un lento gesto que abarcaba las pistolas en su caja, el cuchillo, y las estanterías que tenía a sus espaldas—. Olvidado —dijo con su profunda voz.

—¿Quién sabe? —dijo Yashim lentamente—. Quizás algún día, Malakian, vendrá a ti un conductor de caravana con un tablero de ajedrez.

—Usted entiende más de lo que debe, effendi —dijo Malakian. Parecía triste—. Metin Yamaluk vive en Uskudar. Dijo que los dibujos estaban hechos por Bellini.

14

Palieski estaba en lo cierto cuando pensaba que Antonio Ruggerio se sentía decepcionado por el alojamiento que había escogido; pero el cicerone aún no lo había abandonado.

Se presentó a primera hora en el apartamento del americano, preocupado porque el signor Brett pudiera darle el esquinazo. No tenía por qué preocuparse.

—Quizás el signor preferiría que volviera dentro de… ¿una hora? —sugirió, en cuanto vio la somnolienta cara de Palieski.

—Pasa, pasa, Ruggerio. ¿Qué hora es?

Palieski se excusó para vestirse, dejando al veneciano sentado junto a la ventana del vestíbulo. No había nada en la habitación excepto una botella vacía de prosecco, un vaso, un ejemplar de Las vidas de Vasari y el espléndido sombrero de copa del caballero, descansando, junto al espejo de cuerpo entero, sobre una pequeña consola de mármol. Su brillante pelusilla había ya alentado a Ruggerio a sacar importantes conclusiones sobre el coleccionista americano.

Ruggerio se levantó y anduvo rígidamente por el vestíbulo, estirando mucho las piernas, las manos en la espalda. Finalmente se detuvo junto al sombrero e hizo algunas muecas ante el espejo, balanceándose suavemente sobre las puntas de los pies. Sacó la lengua. Movió la cabeza de un lado a otro. Lanzó una rápida y furtiva mirada a la puerta del dormitorio, y muy cautelosamente cogió el sombrero y se lo encasquetó en la cabeza.

¡Ah! ¡Qué sombrero! ¡Qué magnífico corte! Ruggerio volvió a mirar a la cerrada puerta, y luego a su imagen en el espejo. Hasta él podía decir qué diferencia establecía el sombrero: parecía más alto, más joven, más rico. Sí, era la clase de sombrero que necesitaba un hombre como él.

Se quitó el sombrero y miró en su interior para ver el nombre del creador. Verbier: Constantinopla.

Devolvió rápidamente el sombrero a la consola. Regresó a la ventana, donde Palieski lo encontró unos minutos más tarde hojeando el Vasari, examinando una dedicatoria escrita a mano en un lenguaje que él no conocía. Ruggerio cerró de golpe el libro y lo dejó a un lado.

Palieski lo recogió y lo dejó caer en su bolsillo.

—Desayuno, Ruggerio. Desayuno, y Bellini.

—¿Bellini? ¡Sin duda, maestro!

Mientras seguía a Palieski por la puerta, Ruggerio miró hacia atrás a la habitación con un desconcertante fruncimiento de cejas.

—¿El Rialto, signor?

Palieski consideró la propuesta.

—Más bien me gustaría algún lugar donde pudiéramos sentarnos, amigo mío. Pero caminemos, para variar. ¿Podemos?

—Desde luego, desde luego. Por favor, sígame. Pero tenga cuidado… las piedras son desiguales.

Palieski estaba encantado de moverse a pie. Por más que fuera desorientador, caminar por los estrechos callejones y fondamenta le hacía ver la forma de la ciudad de una manera que ir en góndola no le proporcionaba. En una góndola sólo se veía una pequeña parcela, balanceándose al ritmo de los remos y asombrándose, como muchos antes que él, ante la belleza de una vista o lo intrincado de un portal. En el agua siempre se sentía perdido; «en un mar de confusiones», como dicen los ingleses.

Caminaban en fila, Ruggerio encabezando la marcha. Fuera de los canales, Venecia no parecía ensoñadora. En los oscuros y estrechos patios, cada uno con su viejo pozo de piedra, niños bronceados se sentaban sobre las piedras seleccionando camarones en cestas, o ensartando cuentas; algunas nonnas sentadas en diminutos taburetes en una parcela soleada, se inclinaban sobre su costura con débiles ojos. Hombres morenos como gitanos estaban en sus talleres, pasando el cepillo, martilleando, cosiendo, haciendo un laborioso barullo que apenas se podía oír cuando se vagaba por los canales, demasiado bajos para atisbar en aquellas tiendas.

La hierba brotaba a través de las desiguales piedras, y había basura por todas partes. En una o dos ocasiones, un montón de sucios harapos se agitó y de él surgió una mano suplicando limosna. Aquél era el destino de los que no tenían ningún trabajo, y la visión hizo que Palieski se echara para atrás mientras buscaba monedas en el bolsillo. No estaba acostumbrado a eso. En Estambul semejantes mendigos abyectos no existían. En Venecia parecían estar por todas partes.

En las bocacalles, Palieski se detenía y miraba a su alrededor para orientarse. Observó que los edificios tenían una extraña manera de amortiguar y amplificar el sonido, de tal manera que el vivo eco infantil de un campo quedaba apagado mientras el sonido de un martilleo los seguía incesantemente sobre los puentes y callejones. A veces, cuando miraba hacia atrás, a los lugares por los que acababan de pasar, tenía la curiosa sensación de que los seguían. Otro truco de las sinuosas callejuelas, pensó.

—¡Signor Brett! —exclamó Ruggerio, cuando Palieski se detuvo por vigésima vez—. ¡Pienso que algún día usted escribirá un libro sobre Venecia!

Palieski sonrió y movió negativamente la cabeza.

—He oído que todo lo que se puede decir sobre Venecia ya ha sido dicho.

Ruggerio parecía afligido.

—Yo diría, signor, que, por el contrario, no hemos dicho bastante. Todo lo que se ha dicho y escrito sobre Venecia es solamente el comienzo de la primera página del primer capítulo del primer volumen —levantó un dedo— de la historia de La Serenísima. Cada veneciano tiene su propia Venecia… y cada visitante también. Y así hasta que la ciudad se hunda… ¡O termine el mundo!

Describió un pequeño floreo con el brazo. Palieski casi enrojeció, avergonzado.

—¿Y la República?

Ruggerio se llevó un dedo a los labios.

—Vayamos al café.

Al cabo de poco salieron a un campo donde había instaladas unas mesas y sillas al sol.

—Ahora podemos sentarnos y tomar nuestro desayuno —declaró Ruggerio. Pidió café y panecillos, queso y salami—. Pero esta mañana, signor… ¡Nada de grapa! —Soltó una risita, recordando el mal aspecto de Palieski en la puerta.

—Da la casualidad, Ruggerio, de que pienso que una grapa me vendría bien —mintió Palieski, un poco forzadamente.

Ruggerio no se desconcertó.

—Ajá —dijo sonriendo, y luego, señalando al camarero—. Un’amaro, caro, per favore. Es algo mejor, signor Brett.

—Humm. —Palieski sacó su Vasari y lo dejó sobre la mesa.

Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores… —dijo Ruggerio, tocando la piel con el dedo índice—. Éste es un libro muy antiguo.

—Sí. Lo tengo… —Palieski hizo una pausa; había estado a punto de decir que lo había tenido toda su vida—. Desde hace mucho tiempo —terminó.

Ruggerio apartó la mirada.

—El desayuno llegará dentro de un momento, ¡y podrá probar el amaro! —Y después— añadió Palieski —quiero ver todos los Bellinis de Venecia. Me refiero a Gentile Bellini; no estoy interesado en el hermano.

Cogió el Vasari y distraídamente pasó las páginas. Cuanto más trataba de mirar la portada, con su título en polaco, más sentía que Ruggerio lo observaba. Al final, renunció.

—El Vasari no dice dónde están —dijo devolviendo el libro al bolsillo.

—Yo puedo ayudarlo —dijo Ruggerio—. Aquí está nuestro café… y su amaro.

El amaro llegó en una pequeña copa de pie alargado. Palieski la levantó con sospecha. Un licor marronoso, parecido a la melaza que olía a… ¿qué exactamente? A ajenjo. A anís. Se lo llevó a los labios.

—Repugnante —dijo, tras una momentánea pausa. Las punzadas de sus sienes se suavizaron. El efecto, supuso, de aquel peligroso licor—. Me gusta.

Se pasaron la mañana descubriendo las obras de Gentile Bellini. Palieski estaba impresionado por la cantidad de recursos que parecía poseer su compañero. Aunque Ruggerio parecía saber muy poco sobre Gentile Bellini, no tenía miedo de preguntar… y empezó en el Museo el Correr.

—¿Y Correr dejó todo esto para que nosotros lo miráramos? —preguntó Palieski. No estaba familiarizado con la idea de una galería pública. No había ninguna en Estambul. Y en Polonia, mucho tiempo atrás, uno simplemente dejaba una tarjeta en la casa privada de algún noble, y era invitado a echar una ojeada.

El director de la galería dio un resoplido.

—Algún día, signor Brett, el ejemplo del conde Correr será seguido en todo el mundo. Connaisseurs como él, con los medios y la visión para crear maravillosas colecciones, las ofrecerán al público… Quizás incluso en Nueva York.

—¿Por qué no? —respondió Palieski entusiásticamente—. ¡A fin de cuentas, no pueden llevárselas con ellos!

El director se echó atrás y comenzó a reír.

—¡Ja ja ja! Signor Brett, ¡tiene usted toda la razón del mundo!

Siguiendo los consejos del director, descubrieron tres Bellini a la hora del almuerzo; dos estaban en iglesias y uno colgaba en la Academia. Palieski los inspeccionó cuidadosamente buscando pruebas del estilo del maestro.

Almorzaron en Florian’s, donde se separaron ante la insistencia de Palieski. En el apartamento encontró una tarjeta informándolo de que el conde Barbieri tendría el honor de visitar al signor Brett a las seis en punto de aquella tarde, si la hora le resultaba conveniente.

Palieski se pasó la tarde dormitando en su lecho, pero se encontraba en su ventana antes de las seis para esperar la llegada de Gianfranco Barbieri.

Una góndola llegó majestuosamente a la puerta acuática trazando una graciosa curva. El gondolero la arrimó a la pared con su largo remo, las puertas del felze se abrieron de golpe, y un hombre de rubio cabello, ataviado con una elegante chaqueta, salió y desapareció abajo.

Mientras Palieski lo observaba, el gondolero deslizó el remo en su retorcido tolete y empujó la larga embarcación con despreocupación a través del canal. Por poco no choca con una pesada barcaza y otra góndola que venían en dirección contraria. Para un gondolero, pensó Palieski con admiración, estar a punto de chocar era, a pesar de todo, un fallo.

Se dirigió a la puerta y la abrió de un empujón.

15

Fuera lo que fuese lo que había supuesto Palieski, Antonio Ruggerio decía la verdad cuando presumía de pertenecer a una de las más antiguas familias de la República. Los Ruggerio habían estado presentes, si bien no de forma prominente, en el saqueo de Constantinopla en 1204, cuando las energías de la Cuarta Cruzada fueron inesperadamente desviadas para el enriquecimiento de La Serenísima. Miembros de su familia habían repartido sus huesos por todo el Mediterráneo… en Chipre, en las islas del Egeo, incluso en el África del norte. Pero durante muchos siglos los Ruggerio raras veces se habían aventurado más allá del Campo di San Barnaba, a orillas del Gran Canal, en cuya triste iglesia barroca eran bautizados, casados y despachados a una fosa común.

Los Ruggerio pertenecían a una clase especial de nobleza empobrecida, los llamados barnaboti, que habían perdido sus derechos a participar en la administración veneciana a comienzos del siglo XIV. Desde entonces, estas familias habían sobrevivido en el Campo, y en tanto a él, gracias a la caridad del Estado, que les proporcionaba diminutos apartamentos. Cada uno de éstos contenía una pequeña habitación, o casino, donde se había autorizado el juego, con lo que se permitía que los barnaboti se ganaran la vida con visitantes extranjeros de alto nivel.

Ni los franceses, ni los austríacos que llegaron después, habían compartido este sentido de obligación hacia los barnaboti. Los estipendios fueron retirados, y se introdujeron los alquileres. Aquellos barnaboti que eran demasiado orgullosos, demasiado viejos, o que simplemente no estaban cualificados para desempeñar un trabajo verdadero, vivían en la más miserable y degradante pobreza…

Después de un excelente almuerzo con su nuevo amigo, Antonio Ruggerio se dirigió rápidamente a pie al mercado del Rialto con tres liras rescatadas de la factura. El mercado estaba reduciendo su actividad, y había tomates estropeados, judías arrugadas, pan que era casi tierno.

Cuando Ruggerio se aproximaba, varios vendedores echaron mano de un puñado de verduras y las ofrecieron con un encogimiento de hombros y una sonrisa; si Ruggerio trataba de pagar lo rechazaban. «Más tarde, barone, otro día, quizás». Otros, solícitamente, lo ignoraban, indicando sin rencor —y con el especial tacto y gracia de los venecianos— que ya se habían desecho de sus sobrantes con otro barnaboto, o que no tenían nada que dar.

Sólo los carniceros, por la naturaleza onerosa de su comercio, esperaban invariablemente el pago por sus embutidos, su salami, sus pies de cerdo y sesos de becerro. En las carnicerías se aprovecha todo.

Ruggerio se marchó del mercado de verduras con una brazada de productos, y se pasó varios minutos examinando los puestos de los carniceros. Oía tintinear las liras en su bolsillo, y permanecía en respetuosa espera, lo que le ayudaba a hacer una selección.

—Los pulmones son muy buenos —observó uno de los vendedores, poniendo un trozo en su mano—. Y en este tiempo, con la hierba marchitándose, salen a un buen precio.

Ruggerio redondeó su expedición comprando un poco de harina de maíz para la polenta.

Cuidadosamente metió sus compras en una frágil caja de madera y se la llevó a casa.

—¿Qué ha pasado? —Su mujer parecía ansiosa—. ¿Te pagó?

—No, cara, no. —Ruggerio dejó la caja en la mesa de madera de pino junto a la ventana—. Creo que estaba cansado. Nos veremos mañana otra vez.

—Vaya.

—Es un trabajo duro, Rosetta. No puedo estar pegado a él noche y día.

—¿Por qué no? ¿Qué hace con su tiempo, que no puede compartirlo contigo… o con una mujer quizás?

—Inclinó la cabeza. —¿Sabes lo que quiero decir, Antonio?

Ruggerio extendió las manos.

—Es difícil.

—¿Difícil? ¿Qué clase de hombre es? Un americano. ¿No tienen mujeres en América?

Ruggerio avanzó su labio inferior.

—No estoy seguro de que sea un’americano.

—¿Qué se supone que significa eso?

Ruggerio empezó a vaciar la caja.

—No lo sé exactamente. Pero alguna cosa… sí, algunas cosas extrañas…

Rosetta se acercó para ayudar a su marido.

—¿Cosas extrañas, Antonio?

Ruggerio se echó hacia atrás y observó cómo su mujer dejaba las verduras sobre la mesa. Contó cinco tomates. Estaban partidos, pero eran frescos.

—Un libro que tiene. Un viejo ejemplar de Vasari. —Se encogió de hombros—. Y luego… No sé. Su sombrero.

—¿Su sombrero?

Ruggerio suspiró y se pasó las manos por el cabello.

—Yo conozco a los ricos, Rosetta. Cómo les gusta comer, los cuadros que les agradan. He dedicado mucho tiempo a estudiarlos, a fin de cuentas —añadió con orgullo. ¿Acaso los venecianos no habían nadado en las aguas del comercio durante mil años, valorando, analizando, satisfaciendo un deseo aquí, suprimiendo un exceso allá, compaginando a los hombres con sus deseos?—. Y sé cómo visten, Rosetta.

—¿Y pues?

—Los ricos se compran sus sombreros —y sus zapatos— en Londres. Quizás en París, si son franceses o jóvenes, o tienen negocios en la ciudad. Lleva tiempo hacer el sombrero de un hombre rico, cara.

—Estupendo. Así qué, ¿dónde se ha hecho hacer sus sombreros tu amigo? ¿En Nueva York?

—En Constantinopla.

—Ya veo.

Rosetta, después de todo, era veneciana también. «Constantinopla» era una palabra rica, llena de asociaciones: ciudad del oro, ciudad de fortunas perdidas, la imagen salvaje de la propia Venecia. Antaño los venecianos la habían tenido en la palma de la mano. Pero de eso hacía mucho, antes de que los Ruggerio y su clase hubieran encontrado su camino a San Barnaba. Estambul había sido el enemigo después de eso, el gato jugando con el ratón por todo el Egeo y el Adriático: la ciudad de sultanes y visires, de cuidadosos pactos y repentinas guerras.

No era, en la imaginación de Rosetta, especialmente famosa por sus sombreros.

16

Gianfranco Barbieri se pasó las manos por el cabello. Se disponía a llamar cuando la puerta se abrió.

—¿Conde Barbieri? —dijo el americano—. Es muy amable por su parte haber venido.

El conde sonrió, mostrando unos finos dientes.

—Me encantó recibir su tarjeta, signor Brett. ¿Estará usted confortablemente instalado en Venecia, confío?

Brett hizo una reverencia.

—He visto una docena de buenas iglesias, dos docenas de soldados… y un cuerpo en un canal.

Se echó para atrás con el fin de permitir a su huésped entrar en el apartamento.

Barbieri respondió con una indeterminada sonrisa y se acercó a la ventana, donde contempló el Gran Canal como si lo viera por primera vez.

—¿Champán?

Un taponazo, un chasquido; vino burbujeando y luego menguando en las amplias y poco profundas copas de cristal de Murano. A Barbieri le pareció como si los sonidos del canal se hubieran intensificado, sus colores y movimientos se hubieran hecho más vividos. Hacía muchos meses que no probaba auténtico champán.

Brett le tendió una copa, y brindaron.

—Lo siento —dijo Barbieri—. Una tragedia… Yo conocía a aquel hombre. No muy bien, comprenda usted, pero… —Lanzó un suspiro—. Estas cosas ocurren, incluso en Venecia. Confío en que un suceso desagradable como ése no estropee su estancia.

—Nada por el estilo —le aseguró Brett.

—Admiro su elección de la época, signor Brett. A menudo pienso que Venecia está en su mejor momento en esta época del año. El calor. La luz, ¿El Carnevale? Demasiado frío. —Tomó un sorbo de champán. Era muy bueno—. Pero usted debe de saber eso ya, tal vez.

—¿El Carnaval? No. Nunca había estado en Venecia, lamento decirlo.

—¿Procede usted de Nueva York?

—Tengo mi base en la ciudad, sí.

—En Venecia estamos un poco obsesionados con el pasado. Com’era, dov’era… Tal como era, dónde estaba… Un refrán muy veneciano… y dicho más bien demasiado a menudo, pienso. Me gustaría visitar su país algún día. Un joven país. Nosotros tendemos a olvidar que Venecia fue antaño una serie de fangosas islitas, habitadas por refugiados procedentes de tierra adentro. —Hizo un gesto hacia la ventana—. Al igual que usted hoy, signor Brett, tenemos que ir construyendo todo esto, poco a poco.

—Yo estaría orgulloso si hiciéramos a Nueva York la mitad de hermosa —dijo Brett.

—¿Quién sabe, signor Brett? Será otra clase de belleza, imagino. La belleza de la era de la máquina.

—Basada en el comercio.

—Desde luego. —Barbieri sonrió—. El comercio es una expresión muy pura de la energía humana. La moderna Venecia es apática, pobre y no produce arte. ¿Por qué? Porque no hay arte sin un mecenas. Y uno solo no es suficiente. Hace falta una ciudad opulenta y enérgica para producir hombres ricos, que luego rivalicen entre ellos para hacer salir lo que es hermoso. —Se tocó la cicatriz de su labio con la lengua—. ¿Hay hombres ricos en Nueva York?

—Cada día más —dijo Brett.

—Así fue en Venecia, antaño. Las especias, quizás, fueron lo que ahora sus pieles. —Se rió—. Perdóneme, he caído en mi propia trampa… Pensar como cualquier veneciano, en el pasado.

—Yo también pienso en él —dijo Brett.

—Desde luego. —Barbieri asintió seriamente—. Se pueden exagerar las comparaciones, y sin embargo —levantó las manos como si estuviera agarrando un globo—, no creo que Venecia hubiera llegado a convertirse en lo que es ahora sin hombres como nosotros.

—¿Como nosotros?

—Nosotros explotamos, en nuestra época, los tesoros que otros habían acumulado. Un león de Patras, para el Arsenale. Una columna de Acre… ¡a la Piazzetta! Incluso el cuerpo de San Marco… Lo trajimos de Alejandría. Vaya a la iglesia de San Marco, ¿y qué encontrará? Un diccionario geográfico. Una guía enloquecida, envejecida, de las ciudades del mundo antiguo. Mármoles preciosos, estatuas enigmáticas… Y todo ello metido en un edificio que reproduce el movimiento de las olas. Arrancamos los tesoros del Oriente, y con ellos, lenta, cautelosamente, forjamos nuestro estilo.

Hizo un gesto hacia la ventana.

—Pero los cogimos, en su mayor parte, de Estambul, Constantinopla, tal como se llamaba entonces. Saqueamos y peinamos una ciudad que no había sido vencida por la fuerza de las armas en ochocientos años.

—Ustedes, al menos, preservaron lo que se llevaron —dijo Brett—. Los caballos de bronce de Lisipo, por ejemplo.

—Y los huesos de los santos, y los relicarios, y el oro. Robamos cristal hecho en Antioquia, e iconos pintados por los apóstoles de Cristo. Antes habíamos sido urracas, signor Brett, arrebatando todo lo que estaba disponible, y era hermoso y brillante. En 1204 nos llevamos una prestigiosa biblioteca entera.

Brett asintió. Barbieri sonrió.

—Ustedes, signor Brett, son los venecianos ahora. Y Venecia es, por supuesto, Estambul. —Hizo una pausa—. Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?

Brett sirvió un poco más de champán.

—Es usted un cínico en el fondo, conde Barbieri.

—En absoluto. Quizás los Barbieri finalmente han producido un optimista.

—¿Un realista?

Barbieri sonrió.

—Es lo mismo.

17

Ordenaba las muertes sin emoción. Él no había sabido que morirían. Incluso cuando el asesino llegaba, incapaz de hablar, tendiéndole instrucciones escritas, había fingido para sí mismo que sería algo distinto.

Pero, por supuesto, cuando Boschini fue encontrado en el canal, muerto, ya no pudo fingir más.

Podía adaptarse.

Así era como tenía que ser en esta ciudad. Te adaptas o mueres.

Y al hombre se le daba bien aquello. Es lo que hacía, su modo de vida.

Se dijo a sí mismo que la gente que moría merecía morir.

18

Palieski retorció el alambre, y el corcho saltó con un estallido en su mano.

—Brillat-Savarin —dijo el conde Barbieri.

Palieski sabía exactamente a qué se refería el conde.

Brillat-Savarin, el gastrónomo francés, había establecido un hecho sensacional, que ponía en duda toda la sabiduría reconocida.

Después de la batalla de Waterloo, los regimientos británicos estacionados en la Champagne habían saqueado los lagares. Las botellas fueron abiertas, bebidas a grandes tragos y arrojadas a los setos; los buenos vinos desaparecieron indiscriminadamente. Cuando el orden fue restaurado, las bodegas de champán estaban arrasadas.

—Los champañeros pensaron que los británicos los habían arruinado —empezó a decir Palieski—. Hasta que cada club de Londres…

—¡Pidió otras doce docenas de cajas! —exclamó sonriendo Barbieri—. Los champañeros hicieron su fortuna.

—Es usted realmente un optimista, conde Barbieri.

—Un realista, signor Brett.

Palieski unió sus manos bajo la barbilla.

—Estoy buscando un Bellini.

Gianfranco Barbieri procedía de una larga estirpe de aristócratas venecianos que había sido educada, como los aristócratas en todas partes, para no revelar fácilmente sus sentimientos. Pero ahora abrió los ojos de par en par y dejó escapar un silbido.

—¡Bellini! No. Bassano, sí. Longhi, Ricci, Guardi, no serían demasiado problema. ¡Pero Bellini! Eso sería un milagro. —Sopló sobre las yemas de sus dedos, y rió—. Tendría que robarlo.

—Pues eso es lo que mi país desea —explicó Palieski—. Algo de primera categoría. Mejor una obra de un maestro como Bellini, que una galería completa de pintores menores.

—No, no. Debe usted empezar lentamente. Como nosotros.

Palieski se arrodilló en el asiento de la ventana y contempló el Gran Canal.

—Conde Barbieri —empezó—. Si, por algún golpe de fortuna, alguien en Venecia estuviera en disposición de sacar un Bellini al mercado —es una sugerencia hipotética—, usted estaría enterado, ¿no?

El conde se encogió de hombros.

—Si se ofreciera a través de los canales habituales, entonces sí, yo tendría conocimiento de ello. Pero en el caso de semejante cuadro… bueno. Esto es Venecia, signor Brett. No todo el tráfico pasa por el Gran Canal.

—Comprendo —dijo el americano.

Barbieri dejó su copa.

—Me esperan en la ópera, signor Brett. No hay motivo para sentirse decepcionado. Si algún Bellini fuera a aparecer repentinamente… Mientras tanto, puedo mostrarle a usted al menos tres obras que le encantarían. Provocarían un revuelo si fueran exhibidas en Londres o París. Y hay una cuarta, creo, que también le interesaría.

Se estrecharon las manos en la puerta.

—Su vecina es una vieja amiga mía. Carla d’Aspi d’Istria. Va a celebrar una pequeña reunión mañana por la noche. Mándele su tarjeta. Estoy seguro de que estará encantada de conocerlo.

Un poco más tarde, el signor Brett dio algunos pasos por el callejón hasta una gran puerta de color verde, donde entregó su tarjeta a su vecina.

En el camino de vuelta, miró dentro del café. Estaba hambriento. Algo olía bien. Pidió vino y un plato de arroz. Para asombro suyo, éste llegó con un aspecto negro, como si se hubiera quemado.

Risotto tinto de sepia —explicó la muchacha. Palieski se lo comió todo. Estaba delicioso. Pero era muy negro, y el americano no podía librarse completamente de la impresión de que le habían ofrecido la muerte en un plato.

19

Martha sirvió a Yashim un té en el salón del embajador. Había mantenido cerradas las ventanas, explicó, debido al polvo. La habitación estaba caliente, y dos moscas golpeaban soñolientamente contra los cristales de la ventana.

Yashim se dejó caer en su sillón habitual junto a la vacía chimenea y paseó su mirada. Estaba acostumbrado a ver un revoltijo de libros y papeles de Palieski esparcidos al azar sobre las mesas, butacas e incluso por el suelo. Ahora las gafas pincenez de lectura de Palieski descansaban pulcramente sobre un libro abierto encima de la mesa.

—Me pregunto cómo le irá, en el dar al-hab [2] —dijo Yashim cuando hubo dado las gracias por el té.

Martha apretó los labios y asintió.

—El señor me ha enviado una nota.

—¿Una nota? —Yashim se dio la vuelta en su sillón.

Una curiosa, casi cautelosa, expresión pasó por la seria cara de Martha, que empezó a limpiar el polvo del antepecho de la ventana, canturreando.

—Está en Venecia, effendi. Debe de ser muy hermoso.

—Así lo tengo entendido. —Hizo una pausa. Observó que la mano de Martha se deslizaba subrepticiamente a su pecho—. ¿Es de eso de lo que habla en su nota, Martha?

Ella captó su mirada y luego apartó los ojos.

—El escrito es muy breve, effendi.

Yashim movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, claro. Estoy bastante acostumbrado a sus escritos breves. ¿Y si tratáramos de leer lo que dice?

Veía el conflicto en la mente de Martha. Al final, ella asintió y sacó la nota de su chaqueta.

Estaba escrita en la mejor escritura clásica griega de Palieski, e ilustrada con dibujitos a tinta: Palieski sentado en su ventana, con una botella de vino, un gondolero que gesticulaba alegremente. Palieski con un pie en el muelle y el otro, improbablemente separado, sobre una góndola, y un hombre nadando con un sombrero de copa. Era una carta cariñosa y divertida, y terminaba con una exhortación a Martha para que cuidara de Yashim. Éste la leyó en voz alta, riendo ante las bromas de Palieski. Hasta Martha se permitió una sonrisa.

No hacía ninguna mención del Bellini, y no daba ninguna pista de cuándo volvería. Pero terminaba con la sugerencia de que Martha quizás se sentía sola en la casa vacía.

Martha recuperó la carta y la estudió, como si quisiera aprenderla de memoria. Luego volvió a metérsela en la chaqueta.

Effendi —dijo—, ¿cree usted que el señor se sentiría molesto si yo me fuera a casa hasta que él escriba para decir que va a volver? Podría seguir viniendo, cada uno o dos días; pero me temo que, sin su presencia, hay… no hay mucho que hacer para mí.

—Estoy seguro de que a sus padres les gustará verla.

Martha pareció complacida. Su familia vivía Bósforo arriba, en el pueblo griego de Karakoy. Yashim los había conocido, así como a sus hermanos. Tenía seis, y la adoraban.

—Gracias, effendi. Me iré esta tarde.

Yashim caminó lentamente de vuelta al Cuerno de Oro, bajando por las empinadas y retorcidas escaleras que salían desde la torre Gálata. A mitad de camino, percibió un murmullo poco familiar procedente de la costa, abajo.

Desde los escalones inferiores observó a una multitud reunida en torno al gigantesco plátano. Sus ramas arrojaban una inmensa sombra sobre la orilla del Cuerno de Oro, donde a los remeros de los botes les gustaba sentarse en un día sofocante, esperando a los clientes. Las ramas inferiores del árbol estaban festoneadas de harapos. Cada uno de éstos señalaba un acontecimiento, o un deseo —el nacimiento de un niño, quizás, un feliz viaje o una convalecencia—, un hábito que los griegos habían aprendido sin duda de los turcos, y que satisfacía a todo el mundo excepto a los ferocísimos mulás.

Yashim oyó el chirrido de una sierra; se dio cuenta de que había hombres en el árbol. Se produjo un fuerte crujido, y una de las ramas cayó al suelo. La multitud lanzó un profundo gemido. Yashim estudió los rostros vueltos hacia el plátano: griegos, turcos, armenios, todos trabajadores, observando la lenta ejecución con ceñuda desesperación. A algunos incluso les corrían lágrimas por las mejillas.

Dos hombres atezados, vestidos con camisas rojas, empezaron a atacar la rama caída con sus hachas, quitando los brotes más pequeños. Yashim los reconoció como gitanos de los bosques de Belgrado. Trabajaban con rapidez, ignorando a la multitud que los rodeaba. Por el rabillo del ojo, Yashim captó un destello de luz del sol sobre metal: un destacamento de soldados a caballo se encontraba preparado para el combate más allá del árbol. Quizás las autoridades habían esperado disturbios.

Miró más cuidadosamente a la multitud. La mayoría de sus integrantes, supuso, eran barqueros para los que la caída del árbol era un presagio de los malos tiempos que iban a venir. ¿Qué sería de ellos cuando la gente pudiera andar desde Pera al viejo Estambul? Pero el árbol también era un viejo amigo que los había resguardado del calor y de la lluvia, que aceptaba sus donativos, que les traía suerte, hundiendo sus raíces cada vez más profundamente con cada década que transcurría en el rico cieno negro. Nadie había aparecido para contemplar la destrucción de la fuente, que, en definitiva, era sólo una obra del hombre. Pero el plátano era un regalo viviente de Dios.

Una segunda rama, de nueve metros de longitud o más, cayó con un crujido y una lluvia de ramitas partidas, y la multitud volvió a gemir. Durante un momento pareció como si fuera a lanzarse hacia delante. Yashim vio puños levantados, y oyó un grito. Alguien se adelantó y dirigió la palabra a los leñadores, que estaban todavía haciendo pedazos la primera rama. Estos escucharon pacientemente, mirando la maraña de ramitas y ramas que tenían a sus pies. Uno de ellos hizo un gesto, y los dos hombres reanudaron su trabajo. El hombre que los había interrumpido se volvió hacia atrás y se abrió camino entre la multitud.

Yashim lo observó: era un barquero griego, que se marchó renqueando a su bote varado en la fangosa orilla y se quedó allí, contemplando el cielo.

Yashim fue a su encuentro, bajando por los escalones:

—¿Me podrás llevar al otro lado del Fener, amigo?

El griego se apretó el cinto y escupió.

—Yo lo llevaré a Fener, o más allá, si lo desea.

Cuando se marchaban. Yashim volvió la cabeza. Dos ramas más habían caído, y el árbol parecía desfigurado. Yashim podía oír el chirrido de la sierra y el toc toc del hacha del leñador. Una yunta de caballos estaba tirando de las desnudas ramas.

El barquero movía sus remos, murmurando algo.

A un centenar de metros de distancia, Yashim distinguió un esquife de cuatro remos y color rojo cortando el Cuerno de Oro en un ángulo que pronto los llevaría a coincidir. Había un joven sentado en los cojines, al que Yashim reconoció como Reshid Pachá. Normalmente, él hubiera dado órdenes a su remero para que evitara la nave imperial, pero esta vez era diferente: sería mejor que Reshid lo viera. Se preguntó si el visir lo saludaría.

Efectivamente, cuando las dos embarcaciones se encontraron al alcance de la voz, Reshid Pachá se inclinó hacia delante e hizo una seña a sus barqueros. Los dos caiques se igualaron, y los barqueros descansaron sobre sus remos.

Yashim se llevó las yemas de los dedos respetuosamente a la frente y el pecho, mientras Reshid hacía lo mismo en su rostro escarlata.

—¡Cómo me alegro de verle, Yashim, en nuestra agradable ciudad! El joven inclinó la cabeza y guiñó el ojo. —El verano es una estación muy sana para estar aquí.

—Seguí el consejo de alguien con experiencia, Reshid Pachá —respondió Yashim cortésmente.

El joven sonrió con agrado.

—Muy bien, Yashim, le resultará conveniente, a largo plazo. De veras —añadió, disfrutando sin duda de la bromita—. He oído decir que algunas ciudades son verdaderamente peligrosas para la salud en esta época del año.

—Ninguna, espero, que esté bajo el manto de la protección de Alá, tanto en este mundo como en el próximo —repuso Yashim. Estaba seguro de que ninguno de los remeros podía comprender una conversación realizada en el pomposo lenguaje de la corte otomana.

—No, no seguro que no. Aquí todo está sereno. Pero uno oye muchas cosas sobre la muerte en, digamos, Venecia.

—¿En Venecia? —repitió Yashim.

—Bueno, bueno, eso no llegará aquí. Inshallah.[3]

Inshallah —respondió Yashim automáticamente. Una bandada de pardelas pasó volando, casi rozando las lisas aguas del Cuerno.

—Espero que pronto puedan darse las circunstancias para que pueda visitar al estimado pachá nuevamente…

Quería saber cuánto tiempo planeaba Reshid mantenerlo apartado. Quería visitar a la Valide.

El joven pachá asintió.

—Le enviaré a buscar, Yashim. Dentro de dos semanas, imagino, será un tiempo propicio para ambos. Estaré encantado de verlo.

Hizo un gesto con la mano a los barqueros, que hundieron sus remos.

—Verle, amigo mío, ha sido un gran placer para mí.

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y el caique zarpó.

Yashim contempló su marcha. ¡Dos semanas más! Hizo una seña a su barquero. Para sorpresa suya, el hombre estaba mirándolo con algo parecido a la ira.

—Debería haberle hablado sobre nosotros, effendi —dijo con amargura—. Debería al menos haberle pedido que salvara el árbol.

—¿No cree que habría dado lo mismo?

El barquero miró a Yashim ataviado con su sencilla capa marrón, y luego subió por el Cuerno, igual que la embarcación carmesí.

—Nada sorprende ya a Spyro —dijo.

20

El commissario Brunelli salió temprano de su casa de Dursodoro y se dirigió al traghetto, donde se detuvo para tomar un coretto. En días como éste, cuando su hijo se mostraba más difícil y rebelde a la hora del desayuno, el café entre su casa y la Procuratie era su único placer culpable. Aquella mañana se lo había servido un ceñudo muchacho que murmuraba alguna cosa para su coleto; todo gracias a una pequeña desavenencia en La Fenice la noche antes.

Lanzó un suspiro y apoyó los codos sobre el mostrador. La Fenice era el único lugar público de la ciudad donde se abría una grieta en la barrera entre austríacos y venecianos. Los austríacos ocupaban los palcos y los venecianos se distribuían por las butacas, pero al menos durante unas horas ambos bandos compartían el mismo espacio y aplaudían a los mismos artistas. Los conflictos, cuando empezaban, generalmente tenían lugar después de la función, cuando los amantes de la ópera salían en tropel del diminuto teatro camino del estrecho muelle. El suceso de la noche anterior, si había que prestar crédito a Paolo, había implicado a un oficial austríaco que había requisado una góndola reservada a una familia veneciana. Se produjo un altercado, al que los gondoleros se habían unido, antes de que el oficial, según la historia de Paolo, se hubiera alejado con su dama entre los silbidos y abucheos de la multitud. Sin duda existía otra versión de la misma, como Brunelli había intentado explicar a su hijo. Hasta los oficiales austríacos podían cometer un error.

Removió los dos terrones de azúcar en su tacita. Paolo fingía ver a todos los austríacos como unos arrogantes estúpidos, que pisoteaban los sentimientos del pueblo. Al mismo tiempo les atribuía completa omnisciencia, como si cualquier agravio por su parte fuera el fruto de una cuidadosa y brillante invención.

—¡Este chico no piensa! —exclamó Brunelli apelando a su mujer, después de que Paolo le hubiera escuchado hasta el final en un furioso silencio desde el otro lado de la mesa.

Su mujer le había desgreñado el cabello al joven.

—Es un niño —comentó ella.

—Bueno, me marcho —dijo Brunelli, retirando con un crujido su silla—. Tengo que hacer.

Para empeorar las cosas, Finkel estaría de malhumor hoy.

Brunelli se retrasó en su café todo lo que se atrevió, luego se encasquetó el sombrero y fue a buscar una góndola.

Veinte minutos más tarde entró en la Procuratie, pasando por debajo de la doble águila llorada de su último empleador, el emperador Francisco II. Bajo el águila, tal como se recordó, había un león de San Marco, santo patrono de la ciudad de Venecia, esculpido en piedra.

El Stadtmeister Gustav Finkel llegó quince minutos más tarde que Brunelli. Era un hombre bajito con una gran barriga, una cara roja y enormes patillas en forma de chuleta de cordero. Anduvo con paso militar por el pasillo y cerró la puerta de golpe a sus espaldas. Media hora más tarde, como de costumbre, dejó a un lado el último de sus papeles y pidió los informes de los comisarios.

A última hora de la mañana, una hora antes del almuerzo a lo sumo, podía llamar a algún subordinado para una revisión. Le gustaba que esas sesiones fueran breves.

—De modo que, Brunelli, parece como si su hombre hubiera sido asesinado por un secuaz… Un robo que resultó mal. ¿Es ésa también su conclusión?

Brunelli contempló esa sorprendente valoración.

—¿Un delincuente común, Stadtmeister?

Finkel se apoyó en la mesa con una expresión afligida en su rostro.

—No nos engañemos, commissario —empezó, empleando una frase que se había convertido en una broma clásica en la Procuratie—. Venecia quizás no sea una ciudad asociada con la violencia, pero existe un bajo y persistente nivel de insolencia, insubordinación, llámelo como quiera, que, si no se hace algo, puede muy fácilmente conducir en esa dirección. Me temo que la gente es muy infantil.

Brunelli asintió. Al Stadtmeister le quedaban sólo dos años de servicio antes de retirarse a la fangosa ciudad balneario en la que había decidido pasar los últimos años de su vida. Si el asesino del tratante de arte podía relacionarse con la afrenta a un oficial delante de La Fenice, y otros incidentes similares, entonces su informe final —que nunca sería leído— podía ser redactado y olvidado.

—Son infantiles —repitió el Stadtmeister—. Y no nos engañemos, estas cosas es más probable que sucedan a última hora de la noche, ¿no es cierto? ¿Y bien?

—¿Quiere usted decir, en la oscuridad? Supongo que es así, Stadtmeister.

—Sí, claro. Tome usted la noche pasada… Una fea escena frente a la ópera. Tendré que informar de ello, me temo. Si pudiera aplicar mis normas, yo haría que todo el mundo se quedase en casa después de las diez. Entonces, pocas serían las muestras que veríamos de este agotador comportamiento.

Incluso, el asesinato, reflexionó Brunelli, podía ser aceptado si era convenientemente presentado.

—¿Va usted a recomendar un toque de queda, Stadtmeister?

—Ya veremos —respondió cautelosamente el austríaco—. Mientras, ¿hay alguien del que sospeche usted que haya podido matar a su hombre?

—Aún no.

—Unmfff. Debería comprobar el registro portuario. Vea si algún barco ha zarpado estos últimos días. Podría tratarse de un marinero, sabe.

Brunelli no dijo nada. El puerto, así como la leve rebeldía del pueblo, era una de las explicaciones preferidas de Finkel para casi cada cosa desafortunada que sucedía en la ciudad, descartando el hecho de que Venecia, en estos tiempos, apenas era realmente un puerto. Los derechos portuarios austríacos y los aranceles de importación, junto con el abandono de los canales, lo habían procurado.

—¿Eso será todo, Stadtmeister?

El austríaco miró involuntariamente el reloj.

—Eso será todo por ahora, amunissnrio —dijo. Abrió un gran cajón de su escritorio e inclinó la cabeza sobre él, las manos apoyadas en sus patillas.

Brunelli hizo una reverencia y se retiró. El truco de mirar cuentas no lo engañaba. A lo más tardar, dentro de cinco minutos, el Stadtmeister Finkel iría por el corredor en busca de su góndola, y de su almuerzo.

21

Yashim cogió el cuchillo de la mesa y lo sopesó en la palma de su mano. Años de afilarlo habían reducido la hoja a una mínima expresión. Le había pedido al afilador que quitara la pequeña protuberancia donde la curva se encontraba con la recta, y ahora el peso del cuchillo se equilibraba entre sus dedos. Y el mango, supuso, era nuevo.

Había sabido lo que quería hacer en el momento en que vio las alcachofas en el tenderete de Giorgos. La aparición de las primeras y pequeñas alcachofas siempre compensaba, creía él, la desaparición de los espárragos.

—¡Es verano! —Giorgos blandió unas alcachofas morado-verdosas bajo la nariz de Yashim—. No tiene que esperar más, effendi. ¿Quiere que le ponga algunas?

Yashim, que tenía la sensación de que había estado esperando semanas, si no el verano, si al menos a que Palieski volviera a casa, compró una docena. Y compró también habas, cebollas tiernas, limones y un puñado de eneldo y perejil.

Ya en casa, partió el limón y exprimió el zumo de ambas mitades en un cuenco. Puso una cebolla sobre la tabla. Se preguntó cuántas manos habrían sostenido aquel cuchillo, y cuántas veces le habrían pedido que realizara la misma simple función, en Damasco, o en El Cairo. Sonriendo para sí, seccionó la cebolla por la mitad. Cortó entonces otra vez una de las mitades longitudinal y lateralmente, vigilando sus dedos mientras admiraba la finura de la hoja.

Puso una sartén sobre las brasas, vertió en ella unas gotas de aceite y depositó la cebolla cortada. Alargó la mano hacia un cacharro, para coger dos puñados de arroz. Desmenuzó las finas hierbas y las esparció por el arroz. Le echó un pellizco de azúcar y una taza de agua. Ésta empezó a borbotear; y entonces removió la sartén con una cuchara de madera. El agua hervía. Lo cubrió con una tapa.

Empezó a recortar las alcachofas.

El verano era bueno. Y el cuchillo, aún mejor.

Sonreía mientras deslizaba la hoja suavemente a través de las duras puntas de las hojas; dentro estaba la pelusa, que él quitó con una cuchara. Una a una, dejó caer las alcachofas en el agua de limón.

Pensó en Malakian, esperando a que aquel tablero de ajedrez apareciera algún día. Al menos él podía hacer que Malakian cenara por el cuarto de piastra que le había dado a cambio del cuchillo.

El arroz aún estaba un poco crudo, y lo sacó del fuego. Mientras se enfriaba deslizó su dedo pulgar por la suave piel del interior de las vainas de las habas, tratando de recordar su primer encuentro con el viejo calígrafo.

Metin Yamaluk había estado trabajando en un hermoso Corán. Probablemente había sido un regalo del viejo sultán a la Mezquita de la Victoria, construida en acción de gracias por su liberación de los jenízaros dieciséis años antes. Como todos los otomanos, Yashim sentía un respeto, que lindaba con la reverencia, por el arte de los encuadernadores; pero éste se moría, a pesar de todo. Durante muchos años, el ulema y los escribas se habían resistido con éxito a imprimir. Pero primero los griegos, y luego los judíos, habían instalado imprentas; y ahora el propio sultán había ordenado que algunas obras científicas fueran impresas en árabe. Algún día, supuso Yashim, imprimirían el propio Corán.

Suspiró y metió un dedo en el arroz. Sacó una alcachofa del agua, la sacudió hasta secarla y la rellenó, cogiendo el arroz con los dedos y apretándolo. A medida que cada una quedaba rellena con un montoncito de arroz, la ponía, boca abajo, en un cacharro de barro.

Cuando el cacharro estuvo lleno, desparramó sobre las alcachofas las judías y algunas zanahorias cortadas. Las roció con aceite, por uno y otro lado, y luego añadió un chorro de agua y el resto del eneldo y el perejil, a trocitos. Encima de todo exprimió otro limón.

Cubrió la sartén con un plato más pequeño, para hacer peso sobre las alcachofas, y colocó el cacharro de barro sobre las brasas. Puso el recipiente del arroz encima del plato. Estaría en una hora o menos. Él y Malakian se lo comerían más tarde, frío.

Tal vez después se dirigiría a Uskudar. Coger un esquife, disfrutar de las frescas brisas en el Bósforo, quizás detenerse a tomar el té en uno de los cafés que se alineaban en la orilla… Le gustaba ir allí. Era como un pequeño pueblo asiático, realmente, apenas una ciudad, pese a sus magníficas mezquitas. Y estaban Yamaluk y sus tesoros… ¿por qué no?

Quizás, de algún modo, el libro de Bellini ayudaría.

22

Si Estambul era una ciudad de perros, entonces Venecia —desde el arrogante símbolo de San Marco hasta el más humilde habitante de callejón o trabajador de astillero— era una ciudad de gatos. El león alado se alzaba solamente allí donde las autoridades austríacas habían considerado inconveniente quitarlo, pero los gatos corrientes de la ciudad seguían patrullando por las noches a través de los campi, los jardines y las ruinas de Venecia, en busca de comida.

Por larga tradición, las palomas de la plaza de San Marco, al igual que la nobleza empobrecida de San Barnaba, eran alimentadas por el Estado. Los gatos, en cambio, se valían por sí mismos. La mayoría vivían de las ratas que desde hacía mucho tiempo habían colonizado la ciudad, reproduciéndose fácilmente en los húmedos cimientos en proceso de derrumbamiento de las casas venecianas, bajo la putrefacta vegetación de los pequeños jardines cercados de los ricos, o en vacíos desvanes.

Una gata, cuando ha de parir su carnada, busca un lugar seco y tranquilo donde pueda criar sus gatitos sin que la molesten durante las primeras semanas. Un edificio vacío constituye un refugio ideal, incluso aunque, después de años de abandono y degradación, no sea del todo seguro. El Fondaco dei Turchi era ese tipo de edificio; grande, abandonado, con postigos, y en proceso de putrefacción, daba al Gran Canal y estaba situado a menos de un centenar de metros del confortable alojamiento de Palieski, un perpetuo recuerdo, para los venecianos, de la decadencia del comercio, y la desaparición del apogeo de su poder comercial. Los turcos, que antaño lo usaron como su caravansar, llenándolo de muselinas y sedas, gemas y preciosos metales, no le encontraron ningún otro uso una vez que la República hubo fenecido; corría el rumor de que el Fondaco —que rivalizaba con el Fondaco dei Tedeschi, no lejos de allí— había sido vendido, a un especulador veneciano.

La gata no estaba interesada en los rumores; tampoco apreciaba la arquitectura bizantina del viejo palacio, construido en el siglo XII en el estilo oriental de moda. Lo que le interesaba, mientras patrullaba por las oscuras escaleras e investigaba las vacías habitaciones, eran las madrigueras de ratas y montones de basura, restos de madera, papel y telas viejas que llenaban los rincones, zonas de verdosa humedad y yeso caído, y por encima de todo la distancia entre su cubil y otro, compuesto de un cabo de vela, una capa, un jarro y un plato en el cual la gata encontró unas migas de pan.

Las devoró con hambre y huyó.

23

Popi Eletro permanecía en su estudio de espaldas a la luz, agarrándose las solapas con sus rechonchos dedos, la cabeza levantada hacia un lado.

Resultaba sorprendente, pensó para sí, lo que los seres humanos podían soportar.

Se inclinó para acercarse a la tela.

Bien. Muy, muy bien. Incluso el barniz… Un triunfo.

Su expresión no cambió.

—El otro —dijo con voz ronca.

El croata levantó con ternura la tela del caballete, y la dejó apoyada contra la pared. Cogió otra y le quitó su envoltura de papel azul. Popi lo vio vacilar por un momento antes de dejarla sobre el caballete.

Popi le brindó una torva sonrisita, y empezó a buscar el defecto. Era solamente cuestión de fijarse. Desde que había encontrado a aquel croata silencioso e imbécil en una pequeña iglesia de la costa dálmata, había comprendido perfectamente los anhelos del croata.

Y poco después también había aprendido a reconocer sus patéticas evasiones.

Hacía cinco años que Popi decidió que una estancia en las islas istrias sería buena para su salud. El diagnóstico no lo hizo un médico; pero se reveló correcto. Un día, medio loco de aburrimiento, había caminado la larga milla que lo separaba de la iglesia de la colina, donde descubrió al croata pintando cuadros con un trozo de carboncillo en las escaleras de mármol.

Quedó asombrado. Popi Eletro, hasta entonces, no había prestado mucha consideración al arte; pero era una consideración que los venecianos llevan en la sangre. Observó las formas y figuras que fluían de las manos de aquel hombre como si fueran agua. De modo que cuando el croata, orgullosamente, lo condujo hasta el cura de la parroquia, y el cura le mostró lo que el croata podía dibujar y pintar sobre papel, Popi descubrió que aquello podía tener un interés comercial.

El arte, razonó Popi, podía hacerle ganar dinero.

—Es un don de Dios —decía el cura—. Es el único que posee… ¡pero un don que puede hacerle feliz!

Ahora Popi se inclinó hacia el cuadro. Un Canaletto perfecto… con un defecto.

Al final la cosa había sido muy fácil. Una noche llevó al croata a un bar de la ciudad y lo emborrachó, y por la mañana se encontraba a kilómetros de distancia de la pequeña y miserable iglesia y su pío sacerdote. El croata se mostró indeciso, pero también excitado. Popi le proporcionó papel y lápiz, y el hombre se entretuvo dibujando durante el camino a Venecia.

Popi tomó la habitación en el Ghetto. Vivieron allí juntos durante seis meses.

Popi había aprendido lo que hacía ponerse en mar cha al croata. Sus sencillos placeres.

Y las gaviotas gritaban exactamente de la misma manera.

24

Palieski apenas había terminado de desayunar cuando la doncella introdujo a un sirviente de librea que le preguntó si le importaría tomar café con la contessa d’Aspi d’Istria.

—¿Cómo? ¿Ahora?

El criado se inclinó.

—Si le resulta conveniente, signor. El Palazzo d’Aspi está justo en la puerta de al lado.

La Ca’ d’Aspi había sido construido en el siglo XVI por un antepasado de la contessa, un héroe de un enfrentamiento naval con la flota otomana que se había hecho muy rico importando masilla de la isla de Quíos. Era un palazzo de mediano tamaño, con cinco exuberantes ventanales góticos en cada planta y gran profusión de mármoles de colores empotrados en la fachada; contenía también muchas escenas bíblicas pintadas con la técnica del trompe l’oeil, un techo realizado por un discípulo de Tiepolo y, aparte de los magníficos apartamentos, un piano nobile donde la contessa recibía a los invitados.

La contessa había heredado, junto con el palazzo, casi un millar de acres de tierras de labrantío en el interior, y una villa palladiana cerca de Padua; pero la tierra no se había recuperado de las sucesivas invasiones de las tropas francesas y austríacas, que sacrificaron el ganado y permitieron que el complejo sistema de diques y canales se colapsara. La villa carecía de tejado.

El criado condujo a Palieski escaleras arriba hasta un pequeño vestíbulo decorado con frescos de cupidos vertiendo cornucopias de frutas en el regazo de lánguidas mujeres.

—Comunicaré a la contessa su llegada, signor Brett.

Pero la propia contessa se le adelantó, pues abrió la puerta de golpe, irrumpiendo en la habitación.

La primera impresión de Palieski fue que un Tiepolo había cobrado vida, la Belleza misma quizás, descendiendo de su nube. Llevaba una falda de montar de color marrón, una ceñida blusa blanca y una chaqueta masculina. Iba descalza y apoyaba su mano en la cadera. En su mano sostenía un florete. Respiraba con dificultad.

¿Signor Brett? —Saludó con el florete, y sonrió—. Carla d’Aspi d’Istria. Muy amable por su parte haber venido.

Palieski tartamudeó un saludo.

La contessa era alta y estrecha de hombros, incluso con su chaqueta de hombre. Su cintura era esbelta. Tenía la suave tez de una mujer mucho más joven, bajo una mata de largos rizos rubios para conseguir los cuales, un verano tras otro, se sentaba en el tejado con el cabello empapado en zumo de limón y un sombrero para proteger su piel del sol. Esta mañana llevaba el cabello recogido atrás con una cinta; pero algunos dispersos rizos se habían escapado, y uno de ellos se le había pegado a la frente por el sudor. Parecía sofocada, y sus azules ojos centelleaban bajo unos oscuros párpados. Aunque su rubio cabello y ojos azules formaban parte del clásico canon de belleza veneciano, la mujer poseía la recta, bien definida nariz, y el grueso labio superior, de una griega. A Palieski le recordó a algunas preciosas mujeres del linaje de los fanariotas de Estambul, la vieja aristocracia griega. Sólo su boca era quizás demasiado ancha. Sugería… Bueno, Palieski no estaba muy se guro de lo que sugería. Y cuando sonreía era perfecta.

Y ahora estaba sonriendo.

—Pase usted, signor. Como puede ver, estaba practicando mi arte. Practico esgrima… ¿Le sorprende?

—Creo que todo en usted me sorprende, madame.

Ella se rió.

—¿Cómo es eso?

Palieski la siguió hasta el salón. Éste era enorme, de techo alto y poseía cuatro largos ventanales que daban al Canal, así como un suelo de reluciente mármol de colores.

—Yo esperaba que la contessa fuera una vieja dama con unos impertinentes, y montones de diminutas cucharillas —dijo Palieski.

Carla meneó la cabeza.

—No es el estilo d’Aspi, en absoluto. —Movió la punta de su florete y la sostuvo junto al pecho de Palieski—. Morimos jóvenes.

Palieski cogió el florete por el botón de su punta y lo apartó.

—Espero que no sea luchando.

Ella se encogió de hombros y le quitó el florete de los dedos.

Señaló a la pared del otro lado de la habitación, donde aparecía alineado un despliegue de armas sobre una gran chimenea con dosel: relucientes cimitarras curvadas como cejas levantadas, dos grupos, colocados en forma de abanico, de largos mosquetes, y un cuadro triunfal de picas y lanzas y pequeños escudos repujados. Una robusta vara dorada se alzaba de la barroca colección de armas, rematada por una curiosa disposición de tres bolas de latón, una encima de otra, por orden de tamaño.

—¡Un estandarte jenízaro! —exclamó Palieski.

Ella lo miró con curiosidad.

—Cogimos estas armas en el Peloponeso. Un antepasado mío luchó con Morosini.

Palieski asintió con expresión ausente. Hacía mucho tiempo, de niño, se había pasado horas jugando con aquellas armas en la gran mansión de Cracovia… recuerdos marciales capturados a los turcos en Viena en 683.

—Ahora es usted el que me sorprende —prosiguió ella—. No creía que fuera usted un experto en armas otomanas, signor Brett.

Palieski hizo un gesto de rechazo.

—He estado en Estambul, eso es todo —respondió.

—Yo nací allí —dijo Carla.

Touché —dijo Palieski.

Carla ladeó la cabeza, observándolo críticamente.

—¿Practica usted la esgrima, signor?

Palieski sonrió.

—Hace mucho tiempo.

—Muy bien —dijo ella con una sonrisa. Señaló un carrito que contenía una colección de floretes, máscaras y petos.

—No, no, madame —dijo Palieski riendo—. Hace treinta años que no combato. Me vencería usted.

—Usted realmente no piensa eso, signor Brett.

Palieski parpadeó. Otro punto a favor de la contessa. No pensaba realmente que ella lo ganara. Pero ahora se sintió menos seguro.

—Al mejor de cinco puntos, signor. Un asalto amistoso.

—Yo… Nunca se me dio bien el florete, madame.

—Complázcame, signor Brett. Un ejercicio de entrenamiento. Cinco puntos. Luego podemos tomar café.

Palieski se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una mesilla con ruedas. Se colocó el medio peto, se lo abrochó por el costado y seleccionó un florete.

«Eres un estúpido —se dijo—. Un viejo estúpido».

Tenía la hoja en el aire antes de darse cuenta de que no poseía botón en su punta.

La contessa deslizó la máscara sobre su cabeza.

Palieski eligió otra arma, comprobó el botón y sopesó el arma. Se puso su máscara.

Carla se apartó de él, levantó la mano, florete en sixte, sus desnudos pies apuntando hacia delante. La mujer bajo la mirada, y golpeó con el talón izquierdo en el suelo de mármol.

Se quedó inmóvil, esperando a su oponente.

Palieski fue a su encuentro y tan pronto como sus floretes se tocaron adoptó su posición.

Inmediatamente comprendió que no se hallaba en condiciones. Le faltaba la flexibilidad de la joven, que había girado su cintura para presentarle el blanco más estrecho. Eso tuvo el efecto de subrayar su figura, y Palieski frunció el ceño.

Levantó su mano izquierda.

«En la muñeca —pensó—. Todo está en la muñeca».

En garde —murmuró Carla.

Cruzaron las espadas. Palieski hizo una finta a quarte, Clara paró en sixte, él devolvió y ella se zafó siguiendo el movimiento con un rápido paso hacia delante y una simple estocada en quarte.

Ella retrocedió.

En garde.

Palieski apretó los labios. El ataque había sido un error. Esta vez permitió a la mujer llevarlo a cabo, confiando en sus paradas y reforzando su defensa mientras trataba de acostumbrarse a la sensación del arma en su mano.

Había transcurrido mucho tiempo, tal como él había dicho.

Esta vez ella necesitó cuatro intentos para tocarlo.

Mejor.

En garde.

La acción residía por completo en la muñeca, y Carla se movía con ligereza, ganando terreno y abriendo camino con rapidez y confianza. Por dos veces Palieski fue capaz de parar y rechazar una finta a sixte.

Él llevó su estocada a quarte hasta la empuñadura, y empujó con fuerza. El brazo de la mujer subió volando y ella saltó hacia atrás. Palieski la oyó reír.

—¡Vaya, un húsar!

Palieski rechinó los dientes y no dijo nada.

Ella se abrió en octave, hizo una finta a sixte —su favorita— y luego siguió con un ataque bajo en septime que Palieski consiguió —por muy poco— parar, devolviendo a octave antes de que ella parara en octave y desviara la punta de su florete a un lado.

Ella hizo una fleche y ganó el punto.

El asalto era suyo.

Palieski, sin nada que perder, se encontró relajado. Había perdido, ¿y qué?

—En garde.

Ella inició el ataque con la finta a sixte, pero esta vez Palieski la estaba esperando. Paró con un ataque indirecto que dio en el blanco y la alcanzó en el pecho.

Touché —murmuró.

Carla arqueó el cuerpo y deslizó sus manos a lo largo de su pierna, hasta el suelo.

Palieski levantó el florete.

—En garde.

El florete de Carla se alzó en guardia, y la mujer avanzó con una finta a octave.

Palieski había previsto la finta… y ella había imaginado que lo haría. Ahora ella lo pilló por sorpresa asestando un golpe a su hoja. Liberándose con delicadeza colocó la punta de su florete limpiamente en el centro del pecho de Palieski.

Sostuvo allí la hoja, curvada, durante una fracción de segundo más largo de lo necesario.

Entonces se quitó la máscara y se sacudió el cabello sobre los hombros.

—La esgrima… es como una conversación, ¿no está de acuerdo?

Sus ojos azules estaban llenos de malicia.

—¿Qué ha aprendido sobre mí, signor Brett?

Palieski hizo una profunda aspiración y asintió con la cabeza.

—No entrega usted mucho, madame… Ni puntos, ni rasgos personales.

—Debe de haber algo. ¿O soy demasiado fría?

—¿Fría? Creo que es usted controlada. Muy segura de sí. Un poco peligrosa quizás… para usted misma y para los demás.

Ella estaba contemplando el dibujo de mármol rosa, verde y gris trazado en el suelo.

—¿Para mí misma? No estoy segura de entenderlo.

Palieski parecía pensativo. La mayoría de la gente, reflexionó, huía del dolor. Pero difícilmente podía él decirle a la contessa lo que había sentido respecto de ella. Aunque fuera cierto.

—Quizás si supiera por qué los d’Aspi mueren jóvenes, madame…

—¡Ja! —La mujer lo consideró en silencio por un momento—. En cuanto a usted, signor Brett, puedo decir que Nueva York no es el lugar donde usted aprendió a practicar la esgrima. O sería mejor decir donde usted aprendió a manejar una espada. —Hizo una pausa, lo bastante larga para medir su reacción—. Yo practico durante una hora al día… y usted me ganó un punto. Pero justo en este momento, usted deseaba luchar a sable, estoy segura.

Palieski se encogió de hombros.

—Aprendí malos hábitos. Fue hace mucho.

Ella deslizó la punta del dedo por la línea de su mejilla.

—Un sabreur —dijo pensativamente—. ¿La guerra de 1812, quizás? ¿Servía en la caballería a lo largo de la frontera canadiense?

La ironía era ineludible.

Palieski dirigió su mirada al suelo.

—Este dibujo… Usted lo emplea, ¿verdad? Para esgrimir.

Notó que ella lo observaba. Al cabo de un momento la mujer dijo:

—Es usted muy perspicaz, signor Brett. Sí, lo utilizo.

Me ayuda a concentrarme. A mantener el control, como dice usted.

Palieski asintió. El dibujo consistía de un nudo sin fin, tejido a partir de cuatro triángulos en un cuadrado.

—¿Es veneciano?

—¿No lo reconoce usted?

Palieski negó con la cabeza.

—Es muy hermoso.

—Sí. —Carla tiró de la campanilla para pedir un café—. Y también una grapa, Antonio, para el signor Brett. —Sonrió—. Siempre he imaginado que los húsares beben grapa… pero, signor Brett, creo que le estoy haciendo enfadar. —Entrecerró los párpados—. Perdóneme.

—Los húsares… son unos patanes —explicó Palieski—. Yo espero que no me encuentre usted demasiado tosco.

Ella soltó una carcajada y se cubrió la boca con la mano.

—Estaba siendo elogiosa. ¿No dicen los húsares que siempre hacen correr a la gente… a los hombres en fuga, y a las mujeres hacia sus brazos?

Palieski esbozó una débil sonrisa.

—Digan lo que digan, madame, eso sólo es cierto de los lanceros.

Ella le brindó una sonrisa casi tierna.

—Los lanceros…

—Me estaba usted hablando sobre el dibujo del suelo —dijo él con incomodidad.

—El Diagrama del Arenero —dijo Carla—. Tiene otros nombres… Éste procede del intento de Arquímedes por calcular el tamaño del universo. —Sonrió—. Ahora ya lo sabe usted… Y aquí está su café.

Palieski tomó la grapa y volvió a dejar el vaso sobre la bandeja. Se bebió el café de pie, como ella. Apenas había un solo mueble en el salón.

—Barbieri me dijo que andaba usted de caza por Venecia, en busca de algo raro.

«Pues sí que he encontrado algo —pensó Palieski—, a ti». En voz alta dijo:

—Sí, mencioné a Bellini, y él se rió de mí. Dijo que tendríamos que robarlo.

—¿Robarlo? ¿Un hombre respetable como el conde Barbieri?

—Parecía una broma.

Ella le dirigió una leve sonrisa.

—No sabía que el conde fuera capaz de hacer una broma si hay dinero en juego. Pero ¿Bellini? Admiro su ambición, signor… aunque dudo de que tenga usted éxito.

—Quizás no. Era sólo un rumor. Estaba actuando bajo un impulso.

—Sí, signor Brett. Eso puedo creerlo.

—Adivinó usted mucho de mi esgrima, madame.

—Quizás antes. Fue la manera en que aceptó usted mi desafío. A fin de cuentas, vino usted aquí esperando tomar café con una vieja dama —añadió con una carcajada—. Me alegro de que me concediera un asalto. Fue… galante. Espero que vuelva usted. Yo practico cada mañana, a esta hora.

Palieski se inclinó.

—Pero venga esta noche también —dijo ella alargando su mano. Palieski se la llevó a los labios—. A las siete en punto. El conde Barbieri estará aquí. Nunca se sabe, signor, tal vez haya robado ya un Bellini.

25

El croata estaba empeorando. Sus enfados, sus abandonos, se estaban haciendo mas frecuentes. Hasta sus productos era menos fiables. Dentro de uno o dos años, consideró Popi, podría resultarle inútil.

Finalmente descubrió el detalle: la vaga figura de un hombre con sombrero de copa, de pie, en una ventana que daba al Gran Canal.

Dibujado obviamente del natural… lo que de él siempre veía el croata. Nadie había usado sombrero de copa en tiempos de Canaletto.

Popi levantó su dedo índice lentamente, de modo que el croata pudiera verlo, y señaló la anacrónica imagen.

—Cambia ese sombrero —dijo. No pensaba que, después de todo ese tiempo, necesitaría decir, o hacer, nada más.

El croata ni siquiera echó una mirada al cuadro. Simplemente miró a Popi con una expresión de hosca decepción.

—Cambia ese sombrero —dijo Popi lentamente—. Luego barnizaremos el cuadro. Y después, amigo mío, dos botellas —concluyó, levantando significativamente los dedos.

El croata miró los dedos y después, por primera vez, el cuadro. Se mostró de acuerdo.

El soborno de Popi funcionaba. Dos botellas… Si mantenía su parte del trato, el croata estaría incapacitado durante una semana. Pero al menos Popi tendría algo que vender al americano. No podía esperar.

—Llévalo directamente al estudio —dijo Popi.

El croata levantó el cuadro y lo trasladó a la habitación trasera, donde Popi guardaba sus pinturas y barnices.

Popi se sentó a su mesa y empezó a escribir una carta dirigida a S. Brett, connaisseur. Había que concertar una cita —si el signor Brett no veía inconveniente— para algún momento de la siguiente semana.

Cuando el barniz de los Canalettos se hubiera secado.

26

Palieski se marchó a casa a cambiarse de camisa, y se pasó unos minutos delante del espejo con los codos extendidos y las manos sobre el pecho, flexionando el torso de un lado a otro.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Eres un idiota, mister Brett!

Había una nota en la mesa bajo el espejo. Era de Ruggerio, que lamentaba no poder acompañar al signor Brett aquel día. Sugería diversos lugares que podía gustarle visitar por su cuenta —ninguno de ellos, notó Palieski con diversión, implicaba un gran desembolso de dinero—, así como la posibilidad de que pudieran visitar los talleres de Murano juntos, al día siguiente.

—¡Los talleres de Murano! ¡Un veinte por ciento de comisión y un almuerzo decente!

Pero ¿por qué debía dejar que Ruggerio lo llevara a ninguna parte? ¿Por qué no ir por su propia cuenta? Una pausada excursión a través de la laguna era lo mínimo que se merecía tras su enérgico asalto con la contessa d’Aspi d’Istria.

Pero mientras la góndola avanzaba sobre las tranquilas aguas azules de la laguna, y Palieski volvía la cabeza para tener una visión mejor de la ciudad, recordó algo sobre un monasterio armenio y cambió de opinión. El gondolero parecía dudar. Cuando le había dicho de ir a Murano, él decidió ir a visitar un café en la isla mientras su padrone hacía un tour por los talleres de vidrio. Palieski, equivocándose sobre el motivo de su indecisión, prometió pagarle diez liras más. El gondolero accedió a renunciar a los placeres de Murano y llevar a su cliente a San Lazzaro.

Lo cierto es que Palieski, sin darse cuenta, estaba sintiendo nostalgia. Muchas noches había pasado con su amigo Yashim bebiendo vodka y llorando por su perdida tierra natal, desgarrada por la codicia y la brutalidad de sus enemigos. Sin embargo, el anhelo de Polonia de Palieski, aunque auténtico y profundo, era más bien una ilusión en él. No era visceral. Como sí estaba resultando ser su sentimiento hacia Estambul.

En otra ciudad —París, digamos, o incluso Nueva York— el sentimiento podría haber sido aliviado por la excitación de la novedad. Pero, en Venecia, Palieski estaba constantemente tropezando con recuerdos de la ciudad que él llamaba su hogar. Venecia, en la mentalidad europea, era ya una ciudad medio oriental; y ciertamente aquella urbe le hacía sentirse aturdido a Palieski, como si estuviera contemplando una escena familiar por el extremo inadecuado del telescopio. Paseando por los estrechos callejones tras la estela de Ruggerio, quedaba impactado por algún aspecto gracioso… de Estambul… el esfuerzo de un gato, por ejemplo, para capturar un murciélago en el crepúsculo; o por una columna de pórfido sin duda arrancada de la misma ruina clásica que Constantino había saqueado para su ciudad siglos antes. A veces se le ocurría en la forma y lo apagado de un dintel; o podía ser el sonido de los monjes ortodoxos cantando en San Giorgio dei Greci. Era incluso un rompecabezas decidir si Venecia o Estambul tenían más niños limpiabotas, todos andrajosos, todos iguales, puestos en cuclillas en el pavimento detrás de sus cajitas de madera.

En el Campo dei Mori había visto un relieve de un camello conducido por un hombre con turbante, y casi rompió a llorar, sin saber por qué; y se había quedado mirando tristemente el arruinado esqueleto del Fondaco dei Turchi, en el Gran Canal, durante casi una hora, saboreando su decadencia, y su ventanaje bizantino en proceso de derrumbe. Con sus obstruidas arcadas y tapiadas ventanas, el viejo palazzo de los mercaderes otomanos parecía el superviviente de algún largo asedio.

Para empeorar las cosas, él estaba asumiendo la identidad de un extranjero, y un norteamericano por añadidura. Echaba de menos su embajada. Medio cubierta por las enredaderas y necesitada de un tejado nuevo, era todavía un lugar confortable para un hombre que disfrutaba de su propia compañía y la de sus libros. A estas alturas había leído ya tres veces el Vasari, y estaba empezando a sentir una especie de limitación mental debido a la prolongada relación con el autor, como si se hubiera pasado una semana entera comiendo sólo patatas. Echaba de menos a sus amigos. Aquí en Venecia estaba siendo acosado de la manera más cortés e implacable por camareros y gondoleros y patronas pidiendo… bueno, dinero, ciertamente; pero él poseía bastante de eso. Lo que lo agotaba era que le exigiera que tomara una decisión. En casa sólo tenía que pensar en un té, o un coñac, después de cenar, y aparecía allí en su mano.

Martha lo iría a buscar para él; en ocasiones antes incluso de que él lo hubiera pedido.

Se quitó la chistera y dejó que la brisa le desordenara el cabello.

Venecia, vista desde la laguna, era demasiado plana para parecerse a Estambul, aunque la prominencia de Santa Maria della Salute, su gran cúpula blanca, recordaba las cúpulas de Estambul; y los tejados parecían apiñados y de color naranja, como los tejados de las casas que atestaban las orillas del Cuerno de Oro.

Se puso una mano a modo de visera para cubrir los ojos de la luz y miró al frente, a una baja pared de color rojo rematada por una enredadera que casi milagrosamente crecía de la laguna. La góndola avanzaba con rapidez, sin hacer ruido, mientras Palieski contemplaba casi ciegamente la sonrosada aparición, perdido en sus pensamientos.

Una hora más tarde, se preguntó por qué había ido a Venecia. El resplandor de la laguna le había dado dolor de cabeza; ahora esforzaba los ojos para ver los tesoros que el amable sacerdote armenio estaba amorosamente desplegando para su inspección en el oscuro scriptorium. Al principio, los millares de viejos volúmenes en sus estanterías lo habían animado; pero, a fin de cuentas, todos estaban escritos en armenio, excepto un hermoso Corán. Era un regalo al monasterio de la familia d’Aspi, observó Palieski. Sus páginas estaban decoradas con zarcillos y flores de lis, y en el frontispicio una reproducción del dibujo del suelo de la contessa. Palieski se dio cuenta de que le temblaban las manos.

Pidió un vaso de agua, lo cual momentáneamente interrumpió el discurso del amable sacerdote; salió al jardín del monasterio a beberlo, y se sentó durante unos momentos bajo un árbol a la sombra.

—Venga, signor —dijo el cura suavemente—. Le llevaré a ver al padre Aristo, que está realizando una obra maravillosa. Nuestro primer diccionario armenio-inglés. El gran poeta lord Byron pidió que se hiciera. Descanse en paz. Estudió aquí durante casi un año.

—Me temo que no me encuentro muy bien —dijo Palieski. Y luego, para que no pareciera descortés, añadió—: ¿Byron estudió aquí?

—Cada semana, effendi. Quería aprender armenio, para bien cultivar su mente. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero me temo que no era un estudiante aplicado.

Palieski se puso de pie. Se sentía mareado.

—¿Puede usted decirme dónde encontrar a mi gondolero?

El sacerdote asintió, decepcionado.

—Lo llevaré con él, si lo prefiere.

—Gracias. —Palieski metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes—. Ha sido usted muy amable.

Cruzaron una puerta y llegaron al embarcadero. Una vez en la góndola, Palieski se relajó y cerró los ojos.

Se desabrochó la chaqueta, para sentir la brisa, y se recostó en los cojines. La siguiente vez que abrió los ojos se encontró en el Gran Canal nuevamente. Debía de haberse dormido. Tenía las manos frías.

De regreso en su apartamento hizo una pausa para recoger una tarjeta de debajo del espejo en el vestíbulo, y para quitarse los zapatos, antes de precipitarse de cabeza a su cama. Leyó la tarjeta de lado. Era de la Contessa d’Aspi d’Istria, repitiendo su invitación a la recepción de aquella noche. Al cabo de unos minutos alargó la mano y se subió el cubrecama. Y en un momento estuvo dormido.

27

En la piano nobile de la Ca’ d’Aspi, las copas de cristal centelleaban bajo la luz de centenares de velas instaladas en candelabros de cristal, todas ellas reflejadas en los jaspeados espejos que se alineaban en las paredes. En el centro de la gran sala, una pesada mantelería bordada colgaba en pliegues de la mesa, como esculpida en piedra. Las cortinas estaban descorridas. A medida que avanzaba la noche, el cristal de las altas ventanas también contribuía a reflejar la brillantez de la habitación. Desde fuera, en el Gran Canal, parecía como si todo el palazzo estuviera en llamas.

El Stadtmeister Finkel, en una góndola de camino de vuelta a su gorda y rubia esposa, vio las luces y suspiró. Una cosa era segura: ni el Stadtmeister, ni su superior, ni ningún miembro de la administración austríaca asistiría nunca a una fiesta veneciana, dada por un veneciano. Hacia sólo un año, en el Carnaval, el Hauptmann había inaugurado él mismo un baile en la Procuratie, al que ni un solo nativo se había dignado asistir. Los elegantes oficiales se habían quedado allí esperando con sus blancos guantes e inmaculados uniformes como bigotudos bailarines despechados mientras la banda tocaba mazurcas y las velas ardían en sus soportes.

Muy débilmente ahora, oyó los acordes de un cuarteto, flotando a través de una ventana abierta.

Der Teufel! —gruñó, girando su grueso cuello para dirigirse al gondolero—. ¿Por qué vamos tan despacio?

Tras haber dado a la banda la señal de que empezara la música, la contessa abrió del todo una ventana y se quedó allí durante un momento, mirando fuera.

Se apartó entonces de la ventana para dar una radiante bienvenida al hombre que acababa de entrar en la sala.

Dottore… Me alegro de que sea usted. Con un poco de suerte, le tendré para mí durante unos minutos. De alguna manera en estas ocasiones uno siempre consigue hablar con la persona con quien quiere hablar. Vamos, siéntese en la ventana conmigo. En Venecia —añadió, con un repentino cambio de tono— nunca nos cansamos de la vista, al menos.

El profesor, un hombre bajo y robusto con una hermosa cabeza de ondulado cabello gris, levantó un vaso de la bandeja de un criado. Habló en un tono bajo a la contessa, que de vez en cuando se retorcía las manos.

—¡Idiotas! —murmuró la mujer—. ¡Eso es barbarie!

El profesor extendió las manos con tristeza.

—¿Qué hacer? Los austríacos nunca han sido rechazados. En Praga, en Cracovia, pueden coger lo que quieran. Destruir lo que les plazca. Y el emperador se comportará como un nuevo Napoleón. No creo que se sintiera feliz cuando los caballos de San Marco regresaron de París.

La contessa cerró los puños.

—Veremos las bandieras esta noche, dottore. Attilio y su hermano no tienen miedo de actuar. Pero el dinero, sí.

Se retorció las manos.

La habitación se estaba llenando. Por el rabillo del ojo, la mujer descubrió a un hombre que se encontraba con aire inseguro en el dintel. Era alto, pálido y de buen aspecto; sus ropas eran inmaculadas. La contessa giró en redondo y alargó las manos, con una encantadora sonrisa.

—¡Signor Brett! Qué maravilloso que haya usted venido. Mira, Tommaseo, ¡ahora somos vecinos! Pero sí… El signor Brett ha venido directamente de América, para compartir mi vista. ¿No es así?

Se rió, y la luz jugueteó en sus ojos. Palieski sonrió.

—De haber sabido que podía compartir una vista con usted, madame, hubiera salido de América antes.

Basta, signor —dijo la contessa levantando una mano, pero parecía encantada.

La mujer le tocó en el brazo.

—Deje que le presente a Tommaseo Zen… Es un ermitaño, pero por esta noche lo hemos podido arrastrar hasta aquí. Vive en Burano.

Chasqueó los dedos, y un vaso de prosecco apareció delante de Palieski. Antes de darse cuenta, estaba charlando con un tranquilo joven sobre la flora y la fauna de la laguna, y su vaso estaba vacío. Un criado se materializó con una botella.

—Es un tipo de almeja, también —estaba diciendo el joven—, que es único de la laguna. Existe sólo aquí, y, según tengo entendido, también en la desembocadura del río Cantón, en China.

—Quizás Marco Polo… —empezó a decir Palieski, y luego se detuvo. Una oleada de agotamiento se apoderó de él. Luchó por un momento para permanecer de pie, y se apretó el frío cristal de su copa contra la mejilla.

Signor Brett, creo que ya conoce usted al conde Barbieri, ¿no?

Palieski se dio la vuelta. La habitación giraba vertiginosamente. Murmuró un saludo y estrechó manos.

—El signor Brett me estuvo contando cosas muy interesantes sobre su país —dijo Barbieri.

La contessa sonrió.

—¡Dígame, amico! Díganos… ¿Qué hay de América que usted adore?

Palieski se concentró en los labios de la mujer.

—Muchas cosas —dijo con cautela—. Es un maravilloso país.

Se dio cuenta de que un silencio se había extendido por el auditorio.

—Es un país muy grande —empezó. ¿Qué había dicho el día anterior?—. Somos un pueblo de educación independiente. Que sabe comer bien. —Vio que alguien levantaba un dedo y lo agitaba hacia la multitud—. Igual que aquí, ¡en Venecia!

Era su dedo. Lo cerró de golpe y se llevó el puño a la espalda.

—Tenemos grandes ciudades, también, como Venecia —añadió, recordando—. Nueva Orleans es como Venecia. Boston es como Venecia. Nueva York es como Venecia.

Esto seguramente no era cierto, pensó para sí.

Se balanceó sobre sus talones y paseó su mirada por los reunidos, que estaban pendientes de cada una de sus palabras.

—Como Venecia… pero sin canales.

—¿Y arte?

—Ciertamente. En vez de canales, el pueblo norteamericano tiene un deseo de arte.

La contessa parecía sorprendida. Le tomó del brazo y lo llevó a un lado.

—Me temo que lo estamos atormentando con nuestras tontas preguntas. Perdóneme.

—No, no… Es sólo… —Palieski sintió que ella le apretaba el brazo—. Un poco de sol, contessa. Me he pasado el día en la laguna. —Meneó la cabeza—. Pienso que más bien necesito un descanso.

—Pero, signor Brett, debemos excusarnos. Mandaré a Antonio que lo acompañe a casa. Cuando se sienta mejor, por favor, vuelva a visitarme.

Palieski inclinó la cabeza.

—Eso sería delicioso —murmuró. Ahora mismo, lo único que deseaba era echarse.

Una vez fuera, en la escalera, se sintió más tranquilo. Antonio, el criado, sostenía su sombrero sobre su brazo y lo acompañó escaleras abajo hasta la calle. En la puerta de su edificio, Palieski buscó la llave y encontró unas monedas.

—No, signor. Grazie a dei —dijo Antonio con una espléndida sonrisa y se marchó.

El embajador se tambaleó al entrar en el vestíbulo y se apoyó pesadamente durante un momento contra la pared. Se frotó la frente, antes de bajar por las escaleras lentamente, zozobrando como un borracho. Debía haberse quedado en la cama, desde luego… Pero entonces no habría vuelto a ver a la contessa. ¡Qué persona más encantadora! ¡Y él se había estado quejando de que todo el mundo en Venecia quería alguna cosa de él!

Giró la llave en la cerradura de su apartamento, pero la puerta estaba atascada; lo intentó de nuevo, y se abrió de golpe.

Se quitó de una patada los zapatos y cruzó tambaleándose la habitación, desprendiéndose de las ropas mientras andaba.

Stanislaw Palieski, embajador polaco en la Sublime Puerta, alias S. Brett, connaisseur, retiró la ropa de la cama y se derrumbó en ella, completamente desnudo.

Exactamente igual que la mujer que descubrió allí.

—¡Ah! Caro mío —dijo ella extendiendo sus pecosos brazos—. Pensaba que tendría que esperar demasiado, demasiado, tiempo.

Le pareció a Palieski que la presentación había sido algo directa, a lo sumo.

Lanzó un gemido, y antes de que su cabeza llegara a la almohada, se quedó totalmente dormido.

28

Apenas a un centenar de metros de donde una frustrada cortesana se encontraba incorporada en la cama de Palieski, con los brazos cruzados y una expresión ceñuda en su bonita cara, el conde Barbieri se estaba despidiendo de la contessa.

—Lo lamento, Carla, pero tengo algunos asuntos que arreglar.

—¿Algunos asuntos? Qué misterioso es usted, Barbieri.

El conde no echó de menos la ausencia de una sonrisa. Se disponía a contestar, pero lo pensó mejor. En vez de ello, le besó la mano a la mujer.

—Le deseo buena fortuna —dijo mirando hacia las mesas que los criados ya habían instalado.

—Nos veremos la próxima vez, entonces —repuso ella, y se dio la vuelta.

Abajo, el conde se dirigió a su góndola. El malecón crujió y por un momento el hombre hizo una pausa, alzando la vista hacia las estrellas. Rozando la esbelta estaca de amarre con una mano, se subió con ligereza a la frágil nave y se sentó, recostándose en los cojines. Había hecho bien en marcharse mientras la noche aún era hermosa. Antes de empezar a perder dinero.

Barbieri levantó la cabeza y contempló las estrellas.

Notó la suave inclinación de la embarcación cuando el gondolero ocupó su lugar en la cubierta detrás de él.

Arriba, la contessa estaba dirigiendo a sus invitados a las mesas de juego.

La góndola se apartó de su amarradero con un suave suspiro. La luz procedente de las ventanas de la contessa ribeteó la oscura superficie del canal; sobre su cabeza, las estrellas colgaban brillantemente en un cielo sin luna. En ninguna otra ciudad del mundo, estaba pensando el conde, podía uno apreciar tan bien los cielos.

Era una reflexión conveniente para un hombre que iba a morir.

Porque llevar a remo una góndola no es fácil, y la garganta del conde ofrecía un blanco inmaculado.

El asesino dejó que el remo se deslizara silenciosamente dentro del agua, y sacó su cuchillo de la funda.

29

Estambul, donde Palieski había vivido tantos años, se consideraba una ciudad saludable; un viento que soplaba de los Dardanelos, incluso en verano, agitaba y purificaba el aire; mientras que la rápida corriente del Bósforo, bajando desde el mar Negro, actuaba como un perpetuo canal de desagüe.

Quizás eso se debía a que, en 1204, el anciano y ciego dux Enrico Dándolo había propuesto trasladar Venecia entera a las costas del Cuerno de Oro. Acababa de conquistar Constantinopla con ayuda de los cruzados, y la posibilidad no volvería a presentarse. Su propuesta fue rechazada.

Venecia, según la sabiduría imperante, era un lugar malsano. Miasmas, que conllevaban el riesgo de enfermedad, se alzaban de unos perezosos rii, obstruidos, como generalmente estaban, por basura en putrefacción y excrementos. El paso de una góndola agitaba las profundidades de estas pequeñas alcantarillas a cielo abierto, y ocasionalmente levantaban un hedor. Todo el mundo sabía que esos malos olores, si eran inhalados, resultaban peligrosos.

Era también una ciudad de peste; o lo había sido, cuando traficaba con los puertos orientales. En aquellos tiempos, Venecia había sido famosa por San Lazaretto, la isla donde los recién llegados podían ser confinados durante cuarenta días… la quarentina. Ahora el lazareto albergaba el monasterio armenio, y con la declinación del comercio, y frente a la indiferencia oficial, las leyes de cuarentena habían sido suspendidas. De manera que pocos barcos se preocupaban de pagar los derechos de fondeo austríacos para entrar en la laguna con la incierta esperanza de comerciar con una empobrecida población donde se había permitido que las estrictas reglas de una antaño vigorosa República cayeran en desuso. Había quedado como una ciudad de ratas… Aquellas suaves zambullidas que Palieski oía a veces bajo sus ventanas por la noche eran prueba de ello; pero la plaga —la peste bubónica de la Europa medieval— no había, de hecho, estallado en Venecia durante muchos años. Sólo el cólera seguía siendo un problema recurrente.

¡El cólera! Palieski despertó la mañana siguiente a un resplandeciente cielo azul y con retortijones de estómago. Lanzó un gemido, tuvo un sudor frío y medio supuso que se iba a morir. Un extranjero sin amigos en una ciudad extraña. Desaparecería del registro sin que nadie se acordara de él, yacería bajo una lápida —si alguien le pagaba una— inscrito con un hombre ficticio. De haber vivido, pensó, podría haber sido al menos capaz de iniciar una relación con la contessa, incluso, quizás convertirse en su amigo. Pero la mujer se olvidaría de él cuando muriera, desde luego.

Tales pensamientos —el calor— sus enmarañadas sábanas —los gritos de los hombres sanos que pasaban por el canal afuera— no hicieron más que oprimir su ánimo. Estaba también inexplicablemente atormentado por un oscuro y ensoñador recuerdo de haber encontrado a una extraña en su cama, algo que lo preocupaba: ¿estaba perdiendo la razón también?

Se llevó las manos a la cabeza.

Entonces se abrió la puerta y aquella misma mujer pareció entrar limpiamente vestida, llevando un humeante bol de sopa de pollo.

Guardate! —dijo ella—. ¡Mirad!

Palieski se revolvió bajo sus ropas, revivido por el olor del caldo. La mujer que lo había traído era regordeta y morena; tenía unas manos pequeñas y una cara tan dulce como la de una madona, de transparentes ojos castaños, impertinente nariz y un hoyuelo en medio de la barbilla. Arrastró una silla hasta la cama y se sentó.

Él la miró. Ella hundió la cuchara en la sopa. Él hizo un débil esfuerzo por llegar a la cuchara, pero ella lo rechazó e hizo un gesto desaprobador, de modo que él volvió a recostarse contra las almohadas y dejó que ella le llevara la cuchara a los labios.

Si el olor de la sopa lo había revivido, la sopa misma perfeccionó la cura.

¡Un exceso de sol! Un dolor de cabeza, quizás un escalofrío; nada más. Por supuesto… ¡Aquella ridícula expedición a los armenios, a través de la laguna, al calor del día! No era extraño que estuviera pachucho. Y luego, vino espumoso en un estómago vacío. Había despertado hambriento, eso era todo.

Y ahora esa maravillosa joven lo había curado. Volvió la cabeza.

—No sé tu nombre.

—Maria —respondió ella, con una sonrisa. Palieski alargó la mano y la puso sobre la rodilla de la mujer.

—Maria —graznó—. ¡Qué nombre más precioso! ¿Y, sabes, Maria? Me siento mucho, mucho mejor ahora.

30

—¿Qué quiere que le diga?

La mujer se encontraba de pie junto a la ventana, donde la noche anterior se había sentado con el dottore, charlando de leones de piedra.

—Para mí, commissario, ésta es mi casa. Éstos son mis amigos.

Brunelli sintió que el calor fluía hacia sus mejillas.

—Podría señalarle que uno de sus amigos ha sido asesinado —gruñó.

Su vista cayó sobre una monstruosa exposición de armamento bárbaro sobre la chimenea. Picas, alfanjes, sables… todo ello, sin duda, arrebatado a los cadáveres de los turcos caídos, en algún lejano campo de batalla dejado de la mano de Dios. Era improbable, pensó, que fuera cual fuese el vástago de la casa d’Aspi que había luchado aquel día, los hubiera matado personalmente. Eso habría sido una tarea para los hombres corrientes, los soldados comunes, los venecianos que lucharon y que sucumbieron, venecianos que no figuran en ningún registro.

—Lo que piense usted de mí, o del trabajo que hago, carece de importancia —añadió Brunelli—. Oigo lo mismo de mi hijo.

La contessa le lanzó una mirada de desprecio.

—Incluso su hijo…

—Mi hijo es joven. No entiende, creo, lo que significa la muerte. No entiende lo que es la justicia.

La contessa no dijo nada, simplemente se envolvió los brazos con más fuerza en torno de su cuerpo y miró fijamente por la ventana.

—Justicia —repitió él pesadamente. Brunelli podía suponer lo que la mujer estaba pensando. Todos esos aristócratas eran iguales. Siempre suponiendo que la ley era para la gente vulgar como él. Y que seguían soñando con los tiempos en que controlaban la República… Excepto que se daban por vencidos, también, al primer disparo—. Creo que el conde mismo hubiera deseado eso.

La contessa se llevó la palma de la mano a la boca. Brunelli vio que sus hombros subían y bajaban. Al cabo de un rato se secó los ojos con los dedos.

—¿Y el gondolero, commissario?

—Sumamente magullado. No recuerda nada —dijo Brunelli bruscamente—. ¿Estaban cerradas sus puertas?

Se produjo una pausa. Finalmente la contessa dijo:

—No era necesario. Antonio estaba al pie de la escalera para recibir a los invitados.

—¿Y conducirlos arriba?

—Sí.

Cualquiera, pensó el commissario, podría haber entrado por la puerta de la calle y caminado hasta el malecón, mientras el criado acompañaba a los invitados arriba.

—El conde… ¿fue el primero en marchar?

—Se fue temprano. Dijo que tenía algo que hacer.

—¿Sabe usted qué?

—No. Y lo… lo acusé de ser misterioso —dijo la contessa con voz inexpresiva.

—¿A qué hora cree usted que se marchó?

—¿A qué hora? ¿Importa eso, commissario?, a las nueve, a las diez. Nos disponíamos a jugar a cartas. —Levantó la barbilla agresivamente. ¿Por qué no dice usted, digamos, a las nueve y media? Póngalo concreto. A sus superiores les gustará eso.

Brunelli la ignoró.

—¿Esperaba usted que el conde jugara?

—Naturalmente.

Brunelli hizo una pausa.

—Las apuestas… ¿eran altas o bajas?

Venecia había inventado el casino. Huelga decir que nadie jugaba con garbanzos.

—Usted probablemente las consideraría altas. Mil liras, más o menos.

Brunelli asintió. Había esperado más.

—¿Y el conde Barbieri podía permitirse gastar ese dinero?

Ella dejó escapar una risita.

—No huía de las mesas, commissario.

Se oyó un golpecito en la puerta.

Avanti!

Scorlotti, el ayudante de Brunelli, entró en la habitación con indecisión. Vio a la contessa y se inclinó.

—Tengo algo de que informar, commissario.

Brunelli llevó a Scorlotti aparte y hablaron en voz baja.

—Eso es todo, Scorlotti, gracias.

Cuando el policía hubo salido, el commissario se volvió nuevamente hacia la contessa.

—Creo que esto es todo por el momento.

—¿Por el momento?

—A menos que haya algo más que usted desee decirme ahora. Sobre Barbieri, quizás. —Hizo una pausa—. ¿Alguna cosa… no sé, desacostumbrada, sobre la noche de ayer, por ejemplo?

Algo, pensó Brunelli, cambió momentáneamente en la expresión de la contessa.

Él esperó, paciente como un gato ante la madriguera de un ratón.

—Yo… No se me ocurre nada.

Él percibió su reticencia.

—Podría ser cualquier cosa… Incluso trivial. ¿Una observación? ¿Un invitado que no apareció como era costumbre en él?

—No. No exactamente —dijo ella con lentitud. Levantó una mano para retorcer uno de sus rizos alrededor del dedo—. Un norteamericano. No se encontraba muy bien, creo.

—¿Perdió a las cartas?

—No, no. Se marchó mucho antes… —Sus ojos se ensancharon—. Se fue antes que el conde.

Brunelli se quedó en silencio un rato.

—¿Y el nombre de ese norteamericano, contessa?

Pero ya sabía la respuesta.

31

Yashim empujó la puerta que daba a un pequeño patio adoquinado. Había tiestos de romero y salvia apoyados contra las enjabelgadas paredes, y en un rincón crecía un limonero que arrojaba sombra sobre una mesa y un banco de madera. Más allá del árbol había un largo biombo de madera con delgadas baquetillas pintadas de azul que le recordaron a Yashim una casa de té que había visitado una vez, en Tashkent.

Del árbol colgaba una jaula, dentro de la cual había un pajarillo.

Yashim apoyó su espalda contra la puerta y sonrió para sí. A través del cristal pudo ver las plumas y los pinceles de los calígrafos metidos en tarros, en el antepecho de la ventana.

Cruzó el patio y llamó con indecisión a la semiacristalada puerta. No acudió nadie, de modo que apoyó sus brazos contra el cristal y atisbo dentro. Se veían libros alineados en las paredes. Y también un bajo diván tapizado lleno de cojines, y delante de éste una mesa con una gran lámpara de aceite en un extremo. Un taco de papel reposaba sobre la mesa, con algunas plumas y una botella de tinta. Junto a la tinta había una cajita de madera. Se divisaba una puerta en la parte trasera de la habitación, que estaba cerrada. Era azul, como el biombo.

Parecía una sala de trabajo… un tranquilo estudio. No había signo alguno de que alguien estuviera trabajando. Yashim probó la puerta, pero estaba cerrada.

Dio un paso hacia atrás y vio el banco junto la pared. Se sentó.

Entonces se abrió la puerta de la calle.

32

Ella había dejado caer su pañuelo antes de ver a Yashim; ahora lo recogió y se tapó la cara con él, pero no antes de que Yashim hubiera podido ver los mismos pronunciados pómulos y la amplia boca que él recordaba de quince años atrás; sus ojos eran los de su madre, supuso.

Se puso de pie.

—Perdóneme, hanum. Yo soy Yashim lala… conocí a Yamaluk effendi en el Palacio Topkapi, hace muchos años.

Ella vaciló con el pañuelo. Lala, era el apelativo honorífico que Yashim con frecuencia usaba: guardián, tío. Se daba a cierta clase de hombres que no eran exactamente hombres. Y Mehila hanum no era ninguna muchachita pecosa. Más baja y rechoncha que su padre, era madre y abuela, también. Pero conocía las costumbres de palacio.

Dejó caer su pañuelo.

—Me ha dado usted un susto, Yashim lala, sentado ahí —dijo—. Pensé que era mi padre.

—Lo siento, hanum. No tenía intención de entrometerme. Al no responder nadie a la puerta, miré dentro. Me temo que quedé impresionado por la belleza de este lugar.

—Es… muy tranquilo —la voz de la mujer sonaba inquieta.

—Yo había esperado hablar con su estimado padre —dijo Yashim apresuradamente. Se sentía torpe—. Puedo venir en otro momento.

Mehila hanum cerró la puerta de la calle y avanzó unos pasos por el patio.

—No le había visto a usted antes, Yashim effendi. ¿Es usted amigo suyo?

—Nos conocíamos, hanum. Vengo como amigo.

—Yamaluk effendi murió hace un mes.

—Mis condolencias, hanum. Lamento oír eso.

Un silencio se instaló entre ellos.

—La paz de Dios esté con él. No quisiera inmiscuirme en su pena.

Yashim pasó por el lado de la mujer, hacia la puerta.

—No es ninguna intrusión. Era un hombre viejo. Yo… podría mostrarle la habitación donde trabajaba.

Había orgullo en su voz. Yashim se dio la vuelta.

—Me sentiría muy honrado —dijo simplemente.

—Mi nombre es Mehila —dijo ella—. Mi madre murió al dar a luz a Matun, mi hermanito. Éste murió cuando tenía ocho años. Yo tenía catorce entonces.

Cuando ella se dio la vuelta para descorrer el cerrojo, Yashim empezó a comprender. Yamaluk había sido su padre y su madre. Sin embargo, ella había tenido que cuidar de él también.

—Éste es el cuchillo para los pinceles. Este dawat —el tintero— es de laca persa. Guardamos el mejor papel aquí, protegido del sol.

La mujer lo guió alrededor de la habitación, señalando los artículos del oficio de su padre, tocándolos con sus fuertes dedos.

Los dedos de un calígrafo. Tenía las manos de su padre.

—Me han dicho que su padre hizo algunos de sus mejores trabajos después de retirarse de Topkapi —comentó Yashim—. Como si hubiera redescubierto su energía.

—No me corresponde a mí decirlo —dijo ella rápidamente—. Le gustaba trabajar aquí.

—¿Pulverizaba usted sus pigmentos para él, Mehila hanum?

Ella no respondió. Yashim se inclinó sobre el papel de la mesa, y quedó inmediatamente impresionado por la fluida fuerza de la caligrafía, el hermoso y cuidadoso colorido de los márgenes. Reconoció la sura del Corán.

Hizo una aspiración. La tinta, pensó, estaba todavía fresca.

—¿Está prohibido —preguntó Yashim lentamente— que una mujer transcriba la palabra de Dios, cuando lo hace tan bien como cualquier hombre?

Sus ojos se encontraron.

—No está prohibido —respondió ella—. Pero lo hice para él.

Yashim bajó la mirada. Yamaluk había adiestrado a su hija, y ésta lo había igualado. Ahora Yamaluk estaba muerto y éste podría ser el último Corán de la mujer.

Yashim miró a su alrededor en silencio. Yamaluk —o tal vez su hija— trabajaban en diseños geométricos también, trazando dibujos de hermosos colores. Yashim sabía que representaban los misterios de la Creación, y eran intentos de revelar una forma subyacente. Los azulejos de Iznik que él había rescatado se inspiraban en la misma tradición.

Se detuvo ante un iridiscente esquema de doce flores que resplandecían en los bordes de un círculo.

—El Árbol de la Vida —dijo Mehila sonriendo.

—¿Y éste?

—Es un esquema astronómico. Muy antiguo. No tiene nombre.

—¿Y éste? Lo había visto antes.

—Sí… Es griego. Lo llamamos el Diagrama del Arenero, y es de Arquímedes.

Yashim asintió. Sabía algo del matemático, que fue estúpidamente muerto por un soldado romano en Siracusa, ocho siglos antes del nacimiento del Profeta, la paz sea con él. No sabía que el diagrama le perteneciera.

—Parece familiar, a pesar de todo.

Mehila siguió el dibujo con los ojos.

—A los griegos, quiero decir, a los griegos posteriores, de los tiempos bizantinos, les gustaba el diagrama, así que quizás lo ha visto usted en alguna parte de la ciudad.

No había necesidad de preguntar a qué ciudad se refería. Para los bizantinos, como para los otomanos, sólo había una ciudad. Un Estambul.

—Mírelo como un diagrama de posibilidades. Exploradas e inexploradas.

Yashim estudió la figura.

—Pero ¿no podría ser eso infinito?

—Las posibilidades no son infinitas. Sólo las imposibilidades. El reino de lo posible tiene límites. Los granos de un puñado de arena pueden contarse. Está dentro de lo posible.

Yashim asintió. Ambos salieron al patio.

—¿Su padre vivía solo?

Mehila sonrió.

—Jamás estaba solo mientras tuviera sus libros. Y nosotros vivíamos muy cerca. Siempre era bienvenido en nuestra casa.

—Tenía un jardín precioso —dijo Yashim.

—Le encantaba el limonero. Se sentaba allí durante horas por la tarde, effendi —dijo la mujer. Tuvo un pequeño escalofrío—. Por eso me dio usted un susto, al estar sentado ahí. Fue precisamente… donde lo encontré.

—Lo siento, hanum. Pero éste es un lugar de paz sublime.

Mehila se mordió el pulgar, y apartó la mirada.

—Supongo que sí.

—Era un lugar que él amaba, su familia allí cerca, sus libros. —Yashim trataba de tranquilizarla—. Es una dulce manera de morir para un anciano.

—No lo sé, effendi. Me gustaría creerlo. Parecía… Parecía… tenía muy mal aspecto. Parecía asustado. Los ojos abiertos. Muy asustado.

Se llevó el puño a la boca.

Yashim la miró a los ojos.

—Lo siento —dijo. No había nada más que decir; no se podía decir nada. El conocimiento de la muerte era un lazo sobreentendido entre todos ellos—. ¿En qué estaba trabajando?

—No trabajaba mucho. Tenía su discurso que escribir… Trabajaba en eso.

—¿Discurso?

—Escribía un discurso para celebrar el acceso al trono del joven sultán. Era muy hermoso. Lo escribía en caracteres cúficos.

Yashim conocía el estilo; las letras árabes puntiagudas y afiladas.

—¿La escritura de un guerrero?

Ella sonrió.

—Mi padre decía que eso sugeriría las responsabilidades del poder. El sultán ya no es un niño. Comprendería.

—¿El sultán conocía el discurso?

—Mi padre se lo ofreció en persona —dijo ella con orgullo.

Yashim asintió, contenta por ella y por el viejo; contento de que el nuevo sultán hubiera tenido la gracia de recibirlo… Pero había una última cosa.

—Me dijeron que su padre tenía un maravilloso libro de dibujos. Hecho por un veneciano.

Mehila lo miró de modo incisivo.

—¿Le dijeron? ¿Quién se lo dijo?

—Aram Malakian. Su amigo. Y mío.

—Malakian —repitió ella. Entonces su tono se endureció—. ¿Y le habló Malakian también a usted del diagrama?

Yashim parpadeó.

—Perdóneme, hanum. ¿El diagrama?

Ella lo miró atentamente.

—El Diagrama del Arenero. —Hizo un gesto señalando la habitación del calígrafo—. Lo que acabamos de hablar.

Yashim le devolvió la mirada.

—Lo siento. No comprendo.

Mehila suspiró y dejó caer los hombros.

—No, Yashim effendi debería excusarme. Y Malakian es un hombre bueno. —Se mordió la mejilla—. La muerte de mi padre es aún demasiado reciente para mí. El diagrama estaba en el álbum, que él adoraba. El álbum de Bellini. —Vaciló—. Me preguntaba si se lo había llevado para mostrárselo al sultán.

—¿Lo hizo?

Ella encogió los hombros.

—No lo sé. No me enteré de que había desaparecido hasta la muerte de mi padre. —Frunció el ceño y añadió—: Pero no lo creo así. Vino de palacio hace años a nuestra familia. Pienso que si se lo hubiera llevado a mostrárselo al sultán… —su voz se fue apagando.

—En efecto… El sultán podría haberle agradecido el solícito regalo. —Yashim frunció el entrecejo—. Pero ¿no puede usted encontrarlo?

Ella esbozó una resplandeciente sonrisa.

—Aparecerá, inshallah.

Inshallah. —Yashim se inclinó—. Le estoy agradecido, hanum. Lamento no haber podido ver a su padre, pero ha sido un honor para mí conocer a su hija.

En su camino hacia la orilla, pasó por delante de una pequeña mezquita y entró en ella.

Cuando se arrodilló sobre la alfombra y levantó la mirada, vio que en el interior de la cúpula estaba escrito No hay más Dios que Alá, en negro contra el blanco yeso. Inclinó la cabeza y murmuró una plegaria por los difuntos.

Cuando levantó nuevamente la cabeza descubrió a un imán sentado tras el biombo, leyendo el Corán.

El imán le hizo un gesto con la cabeza.

—La inscripción… ¿es de Yamaluk effendi? —preguntó Yashim.

—Ciertamente, effendi. Una luz que se fue de nuestro mundo.

—He conocido a su honorable hija, imán. Ella dijo que él murió… de una manera extraña.

El imán apretó los labios.

—Yamaluk effendi no temía a la muerte.

—¿Pero?

—Pero el temor de Dios estaba en su rostro cuando murió. —Colocó su dedo sobre el libro—. Lo siento por su hija. Su padre debió de morir después de que ella lo dejara, una noche. Por la mañana ya estaba frío. Sufrió una apoplejía, supongo. Bueno, fue rápido. Dios es misericordioso, effendi.

—Dios es realmente misericordioso, imán —repuso Yashim, con preocupación.

33

Palieski oyó la llamada en su puerta y bajó gateando de la cama. Sería Ruggerio, supuso, mientras se ponía su batín. Ruggerio presionando al rico norteamericano para que lo llevara nuevamente a almorzar.

Palieski tardó un momento en casar el fornido hombre con el rostro arrugado que tenía en su memoria.

—Entre, commissario —dijo disimulando y abriendo la puerta de par en par. Una oleada de malestar del día anterior se apoderó de él. Se sintió como un fugitivo acosado sin amigos.

El commissario se dirigió a la ventana y contempló el Gran Canal.

Le sorprendía a Palieski que, al igual que Barbieri, el hombre fuera incapaz de apartar los ojos del canal. Uno pensaría que la novedad había desaparecido a estas alturas.

—¿Puedo servirlo en algo, commissario?

Brunelli lanzó un gruñido.

—Para un hombre que ha estado en Venecia sólo unos pocos días, parece que está usted causando bastante impresión, signor Brett. —Se dio la vuelta—. No estoy seguro de si es exactamente la impresión que usted deseaba.

Palieski frunció el ceño y no dijo nada.

—La otra noche —continuó Brunelli—, usted pensó que yo había venido a comprobar su bona fides. Le dije a usted que para eso me habían enviado, pero no que fuera por eso por lo que yo he venido. ¿Recuerda?

—Tenía usted un cuerpo en el canal. Yo había visto cómo lo retiraban. No serví de mucha ayuda, me temo.

—Eso no es problema, signor Brett. Excepto que ahora, sabe usted, tengo otro.

—Tiene otro —repitió Palieski, desconcertado. Era la tarea del commissario, suponía, tratar con los cuerpos en los canales. ¿Por qué venía a verlo a él?

—A este segundo hombre, creo, usted lo conocía. Era el conde Barbieri.

La mano de Palieski subió hasta su boca.

—¡Santo Dios! ¿Qué hora es? Lo olvidé completamente… Se suponía que íbamos a vernos a las once.

Brunelli lo miró a los ojos y lentamente movió la cabeza en un gesto negativo.

—No se verá con Barbieri, signor. Y, debería añadir, es casi mediodía.

Si Brett era un mentiroso, pensó, era muy bueno.

Un hombre más simple —el Stadtmeister, por ejemplo— podría haber sacado la evidente conclusión de que el signor Brett no era de fiar. «No nos engañemos —podría haber dicho el Stadtmeister—. Cuando el río suena…» Pero Brunelli, a diferencia de su jefe, no era un hombre simple. Se había pasado demasiados años considerando su propia motivación, y ahora siempre descubría lo que motivaba a las otras personas. Era un patriota veneciano, nacido y criado en esas atestadas islas, y creía que Venecia con toda su grandeza y decadencia, con todos sus estados de ánimo, con su dulzura y su maldad, le ofrecía un escenario sólido y suficiente. Torcello, digamos, o Burano, o los tramos más alejados de la laguna, estaban entre bastidores; la tierra firme apenas si estaba en el mismo teatro.

Era un patriota veneciano que había hecho un voto de lealtad al emperador Habsburgo. Esa paradoja enfurecía a su hijo, como él había reconocido a la contessa. Pero Paolo era también simple, porque era joven, y no se había enfrentado a diferentes opciones. Paolo no había tomado decisiones.

Brunelli tomó una, ahora.

—El conde Barbieri fue asesinado anoche, cuando salía de la fiesta de la contessa —dijo—. Fue atacado en su góndola. Le cortaron la cabeza con un cuchillo.

Palieski se sentó en una silla apoyada contra la pared.

—Qué cosa más horrible.

—La cabeza de Barbieri fue descubierta esta mañana por un sacristán en la iglesia de San Paolo, no lejos de allí. El sacristán la encontró en el altar, en un platillo de comunión.

Palieski miró al commissario.

—¿Cómo san Juan Bautista?

Brunelli lanzó un gruñido.

—Sí. No lo había pensado de esa manera.

—Pero ¿qué podría significar?

—No tengo la menor idea.

Brunelli ocupó el asiento de la ventana, y él y Palieski se inclinaron hacia delante, apoyándose en el codo, mirándose mutuamente. Al cabo de una pausa, ambos rompieron a hablar al mismo tiempo.

—¿Cree usted que yo…?

—No creo que usted…

Palieski fue el primero en recuperarse.

—Yo no maté al conde Barbieri, commissario. Por el contrario, estaba esperando hacer negocios con él.

—Estoy pensando en mi informe —dijo Brunelli con toda franqueza—. Usted vio a Barbieri en la fiesta de la contessa, luego se marchó, temprano. Algunas personas —un magistrado, por ejemplo— podría preguntarse adonde fue usted.

—Volví aquí. Me sentía enfermo… Un golpe de sol creo.

—Humm. —El commissario parecía preocupado—. Supongo que nadie le vio a usted más tarde, ¿no?

—¿Más tarde? No.

Palieski vacilaba. Poseía un código, y creía que debía ser fiel a él, incluso cuando tenía problemas.

Especialmente, quizás, cuando tenía problemas. ¿De qué servía el código, si no?

—Me temo que no puedo demostrar que estaba aquí —dijo rígidamente.

Brunelli lanzó un suspiro.

—Es una lástima, signor Brett.

Sus ojos se encontraron. En el aquel momento, la puerta de la habitación se abrió y una joven entró. Se sujetaba una aguja en el cabello.

—Pero yo sí sé, commissario, que este caballero se encontraba aquí. —Sonrió con dulzura—. Estuve con él toda la noche.

34

Stanislaw Palieski cerró la puerta al amistoso commissario y se volvió hacia la huésped no invitada. La mujer parecía muy bonita con la luz iluminándole en el cabello.

—Estoy en deuda contigo, Maria —dijo—. Me temo que éste es un asunto terrible.

Maria asintió con una sonrisa. La primera regla, le habían dicho, era mantener a su caballero en buen estado de ánimo. Hasta la llegada del policía, lo había estado haciendo bastante bien, pensó.

—Podríamos dar un paseíto —sugirió.

Se dirigieron al sur, del brazo, hacia el Zattere. Los canales eran más anchos por esos lugares; los pavimentos, lisos. Aquí y allá, exuberantes rosas se desparramaban sobre sus cabezas desde los amurallados jardines.

Los mendigos estaban sentados en los portales, al sol, suplicando limosna. Por las ventanas abiertas salían los sonidos de personas comiendo; los de cacharros y cuchillos; alguien, en alguna parte, estaba tocando una flauta.

Palieski había pasado la mitad de su vida en Estambul, y ahora la presión de un brazo de mujer sobre el suyo, el ritmo de sus pasos, más pequeños —al principio torpes pero luego agradables—, su musical parloteo (cuando uno se detenía a escucharlo era poco más que eso), le devolvía inesperadamente a otro país, mucho tiempo atrás.

Sintió la mano de la joven en su nuca.

—¿Te encuentras bien, caro mió?

Palieski se pellizcó en el puente de la nariz. Durante un instante cegador había visto a otra mujer con los ojos de su mente, y sentido la presión de su brazo en el suyo.

—Perdóname, María.

—Vamos. Ya hemos llegado —dijo María. Doblaron la esquina y allí estaba el Zattere, con la larga y baja silueta de La Giudecca al otro lado del agua, la iglesia de San Giorgio, y las velas pardas de las barcazas colgando en el aire del verano.

—Dime, Maria —dijo Palieski—. ¿De dónde eres?

Ella le apretó el brazo.

—De Venecia, tonto.

—Pero anoche… ¿Cómo es que viniste?

Maria asintió con la cabeza.

—Fue la signora Ruggerio. Dijo que debía.

Palieski soltó una débil risita. Ruggerio, por supuesto.

—Me alegro de que lo hicieras.

Maria volvió a apretarle el brazo.

—¿Puedo tomar un helado? —dijo alegremente.

35

Como muchos venecianos, Brunelli creía que los venecianos comen mejor que cualesquiera otros ciudadanos del mundo; y, como muchos venecianos, también él creía que comía mejor que nadie en Venecia, gracias a su esposa.

Aquella mañana, antes de que tuviera noticias de lo ocurrido al infortunado Barbieri, su mujer le había anunciado su intención de cocinar seppie con nero para el almuerzo. Ella sabía que Brunelli estaba descontento con su hijo. Seppie con nero era un plato favorito para los dos, y ella esperaba que sus diferencias podían resolverse frente a un cuenco de humeante líquido.

—Llegas tarde, papa —dijo Paolo, cuando Brunelli apareció.

Carla miró a su marido. Éste sonrió.

—Si llego tarde, Paolo, es porque he estado trabajando. No holgazaneando por la piazza, charlando y fumando puros.

—Pero, papa, tu trabajo es charlar también. Lo mismo que el mío.

—Humm. —Brunelli se sentó a la mesa y cerró los ojos—. Lo huelo. Huelo a seppie con nero —susurró.

36

En los tiempos de la República, los asuntos de Estado eran discutidos por el Consejo de los Trescientos, elegidos entre las familias nobles. Ningún otro veneciano tenía influencia alguna sobre la política de la República.

La verdadera autoridad se hacía recaer en un Consejo de los Diez, elegido entre miembros del Senado. Los diez gobernaban en nombre del dux.

Detrás de los Diez, manejando los resortes del poder absoluto, sin posible apelación, estaba el Consejo de los Tres.

Todo esto, un sistema de gobierno absoluto mediante un gabinete secreto, fue barrido por Napoleón. En 1797, una guardia de honor de infantería croata que se marchaba hizo unos disparos de saludo como despedida; los senadores, presa del pánico, instantáneamente votaron el final de su existencia, y huyeron de la cámara.

Pero aún sobrevivía un vestigio del viejo gobierno.

Mientras el amigo de la contessa lamentaba la pérdida de los viejos leones de piedra de San Marco, había uno, al menos, cuyo futuro parecía asegurado, incluso bajo los Habsburgo. En la parte trasera del Palacio del Dux, en un estrecho callejón de lisas paredes sin ventanas, una cabeza de león de piedra estaba adherida a la pared, sus ojos mirando fijamente, su boca abierta.

Dentro de esta boca, la bocca di leone, los ciudadanos corrientes siempre se habían sentido alentados a depositar información que sería útil para el Consejo de los Tres. La información, aportada anónimamente, era investigada y, si demostraba ser interesante, podía ser utilizada inmediatamente… O simplemente archivada en expedientes que el Estado Veneciano conservaba sobre todos sus ciudadanos, y más si eran importantes. Un tufillo de traición, una deshonesta práctica comercial, una ruptura de contrato, una infidelidad conyugal. El conocimiento oculto era la herramienta por la que los venecianos gobernaban su Estado. El conocimiento del mundo en general los había hecho ricos. El conocimiento de sí mismos, esperaban ellos, los mantendría a salvo.

No era, después de todo, una república muy progresista; por eso estalló cuando Napoleón la tocó, como una burbuja de cristal de Murano.

Lejos de suprimir la boca del terrible león en nombre de la Libertad, los franceses la habían ampliado; la denuncia anónima también se convirtió en el instrumento del gobierno revolucionario en París.

Y los austríacos, que nunca fueron unos reformadores demasiado celosos, y preferían dejar las cosas en buena parte tal como las habían hallado, pronto se dedicaron a inspeccionar regularmente la bocca di leone. Naturalmente, no encontraron mucho; el pueblo de Venecia era en general reticente a proporcionar información a sus gobernantes extranjeros.

Pero los viejos hábitos se resisten a desaparecer.

Venecia fue la primera ciudad de Europa en tener alumbrado público, pero el callejón de la parte de atrás del Palacio del Dux estaba casi a oscuras cuando, hacia las diez de la noche, una sombra se deslizó por delante de la bocca di leone.

La sombra planeó a lo largo del callejón sin una pausa, pero el león fue alimentado con un rombo de papel, muy pequeño y estrechamente enrollado.

37

Palieski observó como Maria se lamía un resto de helado de su labio superior.

Una lenta procesión de barcazas con velas manchadas por la herrumbre seguía su camino a lo largo de La Giudecca. Los barcos extranjeros que venían de alta mar eran raros. Palieski recordaba las grandes goletas de tres mástiles y las fragatas que a menudo atestaban el Bósforo, allá en casa. Aquí la navegación era estrictamente local: chalanas procedentes de la laguna, transbordadores de las islas empujados por cuatro hombres con largo remos, un enorme y cubierto burchiello, o barcaza de pasajeros, y una multitud de naves más pequeñas —lanchas, esquifes y la ocasional góndola— salpicaban las plácidas aguas azules, rutilando despreocupadamente a la luz de la última hora de la tarde.

En el Zattere, la passegiata había ya empezado. Parejas deambulando del bracete, sus hijos zigzagueando a su alrededor entre la multitud; viejos que golpeaban los adoquines con su bastón, deteniéndose de vez en cuando para admirar la vista, o saludar a un amigo; grupos de jóvenes con sus chisteras inclinadas en un aire desenfadado, holgazaneando en los puentes; los omnipresentes uniformes grises de los oficiales austríacos; una matrona andando majestuosamente con dos muchachas a remolque, que lanzaban miradas furtivas a los holgazanes.

Palieski desvió la mirada de los labios de Maria y observó a una harapienta muchacha con una bandeja de cerillas, abriéndose camino a través de las mesas. Palpó en su bolsillo buscando una monedita.

Entonces se quedó helado.

—¡Maria! —susurró con urgencia—. ¡Pellízcame!

Maria giró la cabeza y sonrió con coquetería.

—Aquí no, tonto.

Palieski inclinó la cabeza. Había sido una visión momentánea y fugitiva… No podía estar seguro. ¿Compston, en Venecia? Pero ¿por qué no? El joven seguidor de Byron… Era exactamente donde uno esperaría encontrarlo, con la embajada británica de Estambul en sus vacaciones veraniegas. Al menos, si se trataba de Compston, no había sido descubierto. No se habían cruzado sus miradas.

No obstante, la mirada de Palieski, pese a su levedad, debía de haber dejado alguna impresión, porque, segundos más tarde, una carnosa mano se apoyó en el hombro de Palieski.

—¡Vaya! ¡Excelencia! ¡Esto es demasiado fantástico!

Levantando la mirada con una torva sonrisa, Palieski descubrió unas greñas de rubio cabello bajo un sombrero de copa, y bajo ellas, la abierta, rubicunda, faz del tercer secretario del embajador de Su Majestad británica ante la Sublime Puerta.

—Compston —soltó secamente, en un tono bajo, Palieski—. Yo no estoy aquí. Usted no me ha visto.

El joven parpadeó.

Y entonces, para horror de Palieski, de pronto se convirtieron en tres.

—¿Has encontrado a un amigo, George? —Otro inglés, también rubio, algo mayor que Compston: Ben Fizerly. Fizerly registró la presencia de Maria, y abrió unos ojos desorbitados—. Éste, amigos míos, diría… Vaya, ¡es Palieski!

Se estrecharon las manos.

El tercer miembro del grupo no era inglés. Era alto y muy bien parecido, de piel cetrina y una estrecha línea de bigote a través de su labio superior. Sus ojos, al igual que su cabello, eran negros.

—Éste es el conde Palieski, Tibor —dijo Compston—; conde, Tibor Károly. Está en la Embajada Imperial en Estambul.

Los talones de Tibor chasquearon, y el hombre se inclinó rápidamente. Compston parecía embarazado. Parecía que había comprendido la situación.

Palieski, por su parte, estaba pensando a toda velocidad. Maldijo sus condenados recuerdos cariñosos, ¡no debería haber paseado por el Zattere a esa hora! Y maldijo su mala suerte, también. A Compston, solo, podía haberlo manejado; incluso a Fizerly también. Pero ¿a Károly? Károly era húngaro. Podría simpatizar… pero quizás no. El hecho de que estuviera en la embajada, trabajando para la monarquía Habsburgo, lo vinculaba con la gente que Palieski más quería evitar.

—¿Nos acompañarán, queridos amigos? Maria estará encantada de encontrar a alguien de su edad. —Palieski hizo un gesto señalando las sillas, haciendo tiempo—. ¿Siguiendo la pista de su señoría, Compston?

Éste enrojeció.

—Venecia, ya sabe. La Serenísima y todo eso —murmuró— y, bueno, ejem. —Miró por encima del hombro de Palieski a Maria, que estaba sentada con las manos juntas sobre su regazo. Había terminado el helado.

El rubor de Compston se acentuó.

—Conozco en Venecia a alguien que afirma que nadó con Byron —dijo Palieski—. ¿Le gustaría conocerlo, quizás?

Antes de que Compston pudiera responder, Fizerly se inclinó hacia delante.

—Para ser sincero, señor, estoy tan harto de ese Byron como un hombre puede estarlo. Y Tibor también, estoy seguro. De todas maneras, nos vamos mañana, a las nueve.

—¿Para Estambul?

—Así es.

—Que lástima. Se perderán la noche en Venecia. —Palieski levantó la cabeza—. ¡Pero ésta es una ocasión, caballeros! ¿Quizás —si no es que estén comprometidos— me permitirán que los entretenga? Tengo un apartamento sobre el Gran Canal… y un poco de excelente champán.

—¡Vaya, señor! Pero, de veras, no quisiéramos ser una molestia…

—Ninguna molestia, Compston. Será un placer para mí. ¡Camarero, grapa, por favor! Ahora caballeros, propongo un brindis. —Hizo una pausa, levantando el dedo como un director de banda, mientras el camarero dejaba la botella y cinco vasitos sobre la mesa—. Por ti, querida mía, y por ustedes, amigos… y por tanto: ¡estambuliotas todos!

Todos bebieron. Palieski volvió a llenar los vasos y brindaron por La Serenísima, por la natación de Byron, y finalmente por la noche que los aguardaba, antes de que la botella estuviera vacía.

—¡A las góndolas, amigos míos!

Bajaron al embarcadero, el joven inglés sofocado y animado; hasta los ojos de Károly estaba brillantes, cuando los dirigía a la muchacha que acompañaba a Palieski.

—Maria —dijo Palieski, cuando los dos estuvieron instalados en la embarcación delantera. Venecia, se dio cuenta Palieski, tenía una ventaja sobre Estambul, al menos—, Maria, te dejaré en el Rialto.

La mujer hizo un puchero de decepción.

—Pero quiero que vengas dentro de una hora, más o menos.

—Ya veo.

—Con un par de amigas tuyas.

—¿Amigas mías?

Ella lo miró, y enarcó una ceja.

—Maria, querida. Te estoy pidiendo que arregles una sencilla y tradicional orgía veneciana.

38

¡Pop! ¡Pop! Los corchos volaron; los muchachos estaban extasiados.

—¡Vaya, Palieski! —Los ojos de Compston brillaban—. ¡Vaya!

—Por Venecia —propuso Palieski. Bebieron otra vez. Palieski les llenó las copas.

—¿Y qué es Venecia, caballeros? La ciudad del placer. Máscaras, bailes, las noches de Arabia renacidas —un lugar de amor, y de mugre, de arte elevado… y bajos deseos.

Los jóvenes se rieron con disimulo.

—¿Me atrevería a decir que han estado ustedes en el Palacio del Dux? ¿En la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni? ¿Y en la Academia? Por supuesto, por supuesto. Por el arte, caballeros. ¡Por la gloria de Bellini, y Tiepolo y Ticiano!

—¡Por el arte! —corearon todos entusiásticamente.

—A decir verdad —dijo Compston—, he visto todo el arte que pudiera desear.

Fizerly asintió.

—Y escribiéndolo todo para contárselo a las damas de casa. Un poco agotador, Palieski.

—¿Károly?

Pero el conde Károly, igualmente, parecía haber flaqueado bajo el diluvio de arte veneciano.

—Es todo muy antiguo —dijo—. Nada nuevo.

Palieski asintió.

—Tiene usted razón. Es todo viejo. Maravilloso, pero congelado. ¡Por la congelada Venecia!

Todos bebieron.

—Todo esto está muy bien para usted, Palieski —declaró Compston con un guiño.

—Creo que tiene usted razón, mister Compston —dijo Károly—. La Venecia del conde Palieski no parece estar toda congelada.

Le lanzó a su anfitrión una fría sonrisa.

—Caballeros, he arreglado para ustedes un encuentro con algunas encantadoras jóvenes amigas mías —continuó Palieski tranquilamente—. Creo que las oigo ya en las escaleras.

Se fue hacia la puerta y la abrió de par en par.

—Aquí están, en efecto. Por favor, consideren mi hogar como si fuera el suyo.

Salió al rellano. Maria le dio un golpecito con el abanico, y sonrió.

Los tres jóvenes se pusieron de pie, cuando Maria y sus amigas entraron en la habitación, riendo.

Avanti, sorelle!

39

Era poco antes de las ocho cuando Palieski regresaba a su apartamento, desde el hotel donde había pasado la noche.

Encontró a tres jóvenes de hinchados rostros forcejeando con su ropa interior.

—Hemos de volver al consulado —gimió Compston, cubriéndose los ojos de la luz—. A recoger nuestras cosas. —Sacó su reloj de bolsillo y lo miró; una expresión de horror se extendió por sus enrojecidos rasgos—. ¡Oh, Dios mío! ¡Fizerly! ¡Disponemos sólo de media hora!

—Me he cuidado de todo —dijo Palieski animadamente—. He hecho enviar las cosas al barco.

Los ojos de Compston se llenaron de lágrimas.

—Palieski, viejo amigo. No… no sé qué decir. Es usted el tipo más estupendo que he conocido nunca.

40

El Stadtmeister se estremeció. ¿Una cabeza sobre una bandeja? ¿Una góndola a la deriva con un tronco cortado en su interior? Era extraño, perverso… Como todo en esa espantosa ciudad, envuelta en la niebla, a la deriva en su horrible y plana laguna. ¡Oh, las montañas, donde el agua era clara y uno podía recorrer a pie los bosques con adecuadas rocas bajo los pies! Y donde un antiguo Stadtmeister al servicio del emperador era una figura respetada y temida.

Frunció el ceño, y echó ligeramente los hombros hacia atrás.

—No llevo viviendo entre estos latinos tantos años, Herr Vosper, sin haber logrado algunas intuiciones sobre la mente veneciana.

Vosper juntó sus talones. E hizo un breve asentimiento con la cabeza, que también podría haber sido una inclinación.

—Se trata, y creo poder decirlo sin temor a una contradicción, de una mente degenerada. Aquí y allá se encuentras representantes del viejo tipo, pero desgraciadamente son raros.

Juntó las yemas de sus dedos y contempló el techo.

—Con el fin de comprender las características representativas de un pueblo, ¿cuáles son los indicios preliminares que deben establecerse, Herr Vosper?

—Discúlpeme, Stadtmeister —replicó Vosper, moviendo los pies con incomodidad—. Me temo que no comprendo la pregunta.

El Stadtmeister suspiró.

—¿Cuál es la influencia más importante?

—El clima, señor.

—Porque las gentes del norte son altos y rubios, como abedules, sí. Trabajan con dureza, en equipo. El hielo exige un trabajo de equipo incesante. Las gentes del sur son morenos y bajos. Son más indolentes también.

—Sí, señor.

—Podemos observar ese fenómeno operando tanto a gran como a pequeña escala, Herr Vosper. El tipo nórdico, y el tipo mediterráneo. A escala más pequeña, es cierto, en un grado menor, la península italiana meridional está principalmente asociada con la indolencia y la deshonestidad, mientras que la gente de las regiones del norte —de la que Venecia forma parte— son trabajadores más duros y honestos. ¿Me sigue?

Vosper asintió. Él mismo podía haber hecho ese discurso.

—Pero debemos tener en cuenta la interacción entre la gente y la pequeña escala, como entre el movimiento de los hombres y la Historia. ¡Debemos —y lo haremos— tener en cuenta esto!

Se inclinó hacia delante. Su rostro se estaba poniendo rojo.

—¡Y esto es lo que los idiotas anticlimáticos no tratarán de entender! La ciencia es un sistema sutil, Herr Vosper. Sutil pero irrefutable, cuando se admite la evidencia. —Cerró los puños y los presionó sobre su mesa forrada en piel—. La interacción es un elemento crucial en el sistema. ¿Cómo, si no, pueden cambiar los hombres?

Hizo una pausa, para considerar su propia pregunta retórica.

—Todo el tiempo que los venecianos representaron al tipo norteño dentro de su pequeño mundo, nadie los igualó en cuanto a perspicacia y conducta íntegra. Pero durante varios siglos se han visto arrastrados hasta penetrar en la órbita de la gran masa terrestre norteña que es Europa. Y se han convertido, en este sentido, en sureños. ¿Tengo razón?

—Completamente, Stadtmeister.

—De modo que uno observa la corrupción en la mente veneciana como cosa normal. No podemos culparlos del todo por ello; aunque creo que los venecianos deben también de haberse casado con demasiados sureños, para perjuicio suyo. Observe, Vosper, cómo degeneran los rasgos. Lo que antaño fue perspicacia comercial hoy se ha convertido en simple astucia. La osada iniciativa comercial de la República… ¿ha desaparecido? No exactamente. Simplemente ha degenerado, por un lado en una capacidad de sentir pequeños celos, por otro, en una afición a las cosas brillantes y bonitas. ¡Bah! Vemos a los venecianos de hoy como niños, Herr Vosper. Aprecian la pompa, el brillo y las mujeres bonitas. Humm. En el pasado, los venecianos fueron famosos por su previsión, pero ¿y ahora? No nos engañemos, Herr Vosper. Piensan en la siguiente hora, ¡en el día siguiente, como mucho!

—Efectivamente, Stadtmeister. Y usted una vez mencionó que alguien fue el representante de ese viejo tipo, olvidé su nombre. ¿Farinelli?

—Falier. Un dux.

—Pero el nuevo veneciano era Casanova.

—Tal vez dije eso, Herr Vosper, sí —dijo malhumoradamente el Stadtmeister. ¿Sería posible que Vosper se estuviera riendo de él? Casanova era el único autor veneciano que había leído, muchos años antes, en una traducción que, ávidamente, pasó de mano en mano en el comedor de oficiales.

Pero los inexpresivos ojos azules de Vosper no revelaban nada. Era un buen hombre, pensó Finkel; bueno, de cepa alpina, de habla alemana también. Un punto de altitud, por supuesto, suavizaba la teoría climática general.

—Fíjese en mis palabras, Herr Vosper —dijo, proyectando un dedo a través de la mesa—. Éste será un crimen pasional. Cherchez la femme —añadió, y luego, al ver una mirada de incomprensión en la cara de su subordinado—: Cuestión de faldas. Después de eso, podemos descubrir a la rival, y todo quedará claro. —Se irguió en su asiento, y metió el estómago—. Como digo, es necesario comprender la mente veneciana. Tal como es ahora.

Vosper parecía inseguro.

—¿No se ocupa de eso el signor Brunelli, Stadtmeister Finkel?

—Herr Vosper, a ver si nos entendemos. Usted trabaja para mí. Y a través mío, para el Kaiser. —Hizo una pausa, para disfrutar con la feliz yuxtaposición—. No cuestionamos nuestras órdenes.

—Por supuesto que no, Stadtmeister.

—Muy bien.

Cuando Vosper se hubo marchado, el Stadtmeister Finkel se permitió relajarse en su silla. No tenía nada contra Brunelli. Era un buen oficial, sin duda, y menos propenso que otros de su clase y nación a dejar que la suave niebla de la laguna penetrara en su mente; pero ahí estaba. Vosper, era al igual que él, un forastero… ¿Y Brunelli? Na und. Un hombre era el producto de su clima.

Cogió un pedazo de papel de su mesa y lo miró entrecerrando los ojos, desconcertado. La escritura era muy pequeña y estaba escrita en un lenguaje que Gustav Finkel, Stadtmeister von Venedig, sólo comprendía imperfectamente.

No contenía, hasta donde él podía juzgar, nada nuevo; nada en lo que él tuviera derecho a involucrarse.

Alguien estaba asustado.

Rasgó el papel en pedacitos, y los echó en el cesto de los papeles viejos.

41

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Tienes problemas, verdad?

—¿Problemas? Estoy perfectamente, gracias a ti.

—Eso es lo que quiero decir, tonto. Te habrías dejado pillar por ese asesinato si yo no hubiera intervenido. ¿Qué pretendías con eso? Yo estuve aquí toda la noche. Y ahora —añadió— se trata de una historia diferente.

Palieski había enrojecido, hasta donde era capaz de enrojecer.

—No es asunto tuyo, Maria. No quería que el commissario te metiera en problemas. —Hizo una pausa, y la joven le lanzó una divertida mirada como para decir: «Tú no podías meterme en problemas»—: ¿Qué quieres decir con una historia diferente?

—Bueno. Me preguntaba, pensaba quizás que estabas salvando tu reputación, signor Brett. Pero a juzgar por lo que deduje anoche, el signor Brett no tiene ninguna reputación que perder.

Palieski se desperezó y se levantó de la silla.

—Ya veo.

—Yo no hablo inglés, así que no pude comprender lo que los muchachos estaban diciendo exactamente. Pero Tibor —era mi elección, tenía bastante buen aspecto— dijo algunas cosas en francés, y eso lo entendí un poquito.

Palieski se sintió cansado.

—¿Y qué entendiste, Maria?

Maria apretó los labios humorísticamente.

—No sé quién es el signor Brett, pero tú eres un conde polaco. Eres el embajador polaco en Estambul. Vamos, sé que es verdad.

Palieski pasó largo rato de pie junto a la ventana, mirando fuera.

—No sé lo que te parece —dijo finalmente—. Hace mucho tiempo, antes incluso de que tú hubieras nacido, había un país desplegado en torno de un río, el Vístula. Tenía, ¿qué? Ciudades, villas, pueblos, pequeñas granjas. Colinas y montañas, también. Pero, sobre todo, llanuras, y marismas, y grandes y profundos bosques a los que daba miedo ir de noche, Maria. Podía haber lobos en ellos. Pero habitantes de los bosques, también, y hombres que quemaban carbón durante toda la noche. Y cuando nevaba, había gente envuelta en pieles, silbando en la oscuridad sobre trineos, riendo y contando historias. Y hablaban la lengua que yo aprendí a hablar, la gente de las ciudades y los habitantes de los bosques, y de las personas que se movían en la oscuridad también.

Maria se estremeció, con delicia.

—No fue exactamente como Venecia, Maria, cuando vinieron y se lo llevaron todo. Venecia es una ciudad, y no puedes cambiar eso. Puedes ir desde el Arsenale hasta el Dorsoduro con el mismo chiste, y todo el mundo se reirá excepto los austríacos. Pero los austríacos cogieron una parte de mi país, y los prusianos cogieron otra, y los rusos cogieron más que nadie porque son grandes y fieros como osos en el bosque. Venecia sólo puede desaparecer si se hunde en la laguna. Pero Polonia se esfumará si la gente olvida. Necesita a todo del que pueda echar mano. Incluso yo, quizás, siendo embajador en Estambul.

Se frotó la barbilla.

—El hecho es, Maria, que yo sólo vine aquí para hacer un favor a un amigo. Si me entregas a las autoridades, lo lamentaré. No por mí… Eso no me preocupa. Por las personas que recuerdo de los bosques, y las ciudades y los trineos por la noche.

Se dio la vuelta, y, para sorpresa suya, vio lágrimas en los ojos de la mujer.

Caro mió —dijo ella con tristeza, alzándose para deslizar los brazos alrededor de su pecho—. Estar contigo es como una noche en La Fenice. —Apretó la mejilla contra el hombro de Palieski—. ¡Nunca te traicionaré!

«Gracias a Dios por la opera», pensó Palieski, dando una palmada en el bonito hombro desnudo de la muchacha.

42

La contessa, según Antonio, el criado, estaba indispuesta. Palieski ya se había esperado eso. La muerte de Barbieri —bueno, su asesinato— debía de haberla trastornado.

Palieski almorzó en una mesa exterior en uno de los pequeños restaurantes frente al Rialto, desde donde podía ver el Gran Canal con la hilera de palazzi que se alineaban en la orilla opuesta.

En conjunto era una vista bonita aunque insatisfactoria, en la cual los ojos eran invitados a deslizarse, como una góndola, a lo largo de un único plano; una vista que carecía de profundidad. Incluso el agua servía solamente para reflejar la bóveda de bonitos colores que se extendía sobre la cabeza.

Estaba acostumbrado a la dinámica mezcolanza de las calles de Estambul, donde balcones cubiertos sobresalían sobre la calle, y edificios enteros se proyectaban hacia delante en los pisos superiores; a veces, filas enteras de casas estaban construidas de manera irregular, como los pliegues de una concertina. En Venecia los constructores prestaban su atención a las ventanas, esculpiéndolas en formas extraordinarias, y al revestimiento de las paredes; pero la hendidura era sólo una simple sugerencia, una especie de truco de la luz.

Venecia era teatro, de muchas maneras. Hasta sus edificios parecían decorados pintados.

Se bebió su prosecco y trató, por vigésima vez, de encontrar sentido a su posición. No había hecho progreso alguno sobre la búsqueda del Bellini. Si la información del sultán era correcta, y el cuadro había realmente reaparecido en Venecia, se trataba de una venta muy lenta. Barbieri había parecido sugerir la posibilidad de un robo. Pero él nunca había mencionado el retrato de Mehmet II.

Si Barbieri hubiera sabido de alguien que tratara de vender el cuadro, probablemente se hubiera ofrecido a negociar —por una comisión— para que Palieski lo comprara. Pero no había hecho ninguna oferta. Por lo tanto, no sabía nada al respecto. Y ahora, curiosamente, estaba muerto… Igual que el tratante de arte cuyo cadáver Palieski había visto flotando en el canal la mañana de su llegada.

Era una coincidencia que dos tratantes de arte murieran, en curiosas circunstancias, con una semana de diferencia.

En lo más recóndito de su mente existía un incómodo pensamiento: ¿Era posible que la coincidencia se extendiera hasta su propia llegada a Venecia?

El camarero trajo una plata de frutti di mare: ostras, almejas, gambas y media langosta. Palieski se comió las ostras apresuradamente, disfrutando del fuerte sabor de mar y esperando que lo ayudaran a clarificar su mente.

Le hubiera gustado hablar con alguien, discutirlo a fondo. Pensó en Yashim, esperando pacientemente en Estambul. ¡Cómo deseaba que Yashim estuviera allí, ahora, con él! Todo había parecido bastante sencillo cuando se despidieron. El plan Brett —las tarjetas impresas— las expediciones a sastres y sombrereros y artesanos de botas en La Grande Rue de Pera. Burlar a la burocracia de los Habsburgo había parecido lo más fácil, lo más satisfactorio del mundo. Unas pocas semanas en Venecia, unas pocas presentaciones; un trato, o no, según y cómo… y basta!, como los italianos podrían decir. A casa de nuevo.

En vez de eso había tenido asesinatos, la policía, a Compston y sus amigos, un ataque de fiebre…

Y, pensó, algo más también: la sensación de no controlar completamente su propio destino. Como un actor en una obra, pronunciando unas líneas que no eran, en realidad, las suyas.

Agarró la langosta y la pinchó con un tenedor, para sacar la suculenta y blanca cola.

No sabía nada del tipo del canal. El hombre ya estaba muerto cuando él llegó. Exprimió un trozo de limón sobre la fría langosta.

En cuanto a Barbieri, se habían visto una vez; dos, si se tenía en cuenta el breve encuentro en el palazzo de la contessa. Si alguien, por la razón que fuera, había tratado de impedir que Palieski obtuviera información sobre Bellini… Bueno, eso no tenía sentido. Barbieri realmente no sabía nada. ¿Y quién querría impedirle que hiciera una oferta por el cuadro? Un cuadro que, cada vez estaba más seguro de ello, no existía.

Lo cual le devolvió a su propia situación en la ciudad. Los muchachos de las embajadas de Estambul se encontraban a salvo en alta mar. Transcurriría una semana, al menos, antes de que ninguno de ellos pudiera informar a los austríacos en Estambul, y otra semana hasta que la información llegara a las autoridades en Venecia. Él simplemente tenía que confiar en Maria y sus amigos. En cuanto al commissario, Brunelli, era difícil juzgar si —y de qué, exactamente— tenía sospechas.

Dos semanas más tarde. De todos modos, él le debía eso a Yashim. Después sería peligroso permanecer en Venecia; y si para entonces no había conseguido descubrir nada sobre el Bellini, podía ser que el cuadro no estuviera disponible, o no existiera.

Un hombre al que Palieski no había visto en su vida se dejó caer de pronto en una silla a su lado.

Signor Brett —dijo el extraño—. Tengo entendido que está usted buscando un Bellini.

Palieski se sobresaltó.

—Da la casualidad de que así es, en efecto.

—En ese caso, signor, quizás yo pueda ayudarlo.

43

—¿No es un cuadro cualquiera lo que está usted buscando, signor?

—No —negó Palieski—. No es un cuadro cualquiera.

El hombre sonrió.

—Pero yo me he hecho preguntas al respecto.

Hurgó en el bolsillo de su pecho y sacó una tarjeta. La miró.

Connaisseur, eso significa mucho.

Palieski le observó; la tarjeta, reconoció, era suya.

—Pero también… nada.

El hombre dejó caer bruscamente la tarjeta sobre la mesa.

La expresión de Palieski no cambió. Miró al hombre. Éste estaba bastante gordo, y tenía unas mejillas suaves, y pequeños y húmedos labios. Sus ojos eran grandes y negros. Llevaba la cabeza completamente afeitada.

—¿Juega usted con ventaja, signor…?

El fornido individuo lo miró durante un largo rato antes de responder.

—Si le gusta, signor Alfredo. Eso no es importante, signor Brett.

Se produjo una pausa más ligera, como si hubiera estado mirando otra vez la tarjeta para comprobar.

—Bellini fue a Estambul en 1479 —dijo Palieski—. Pintó un retrato de Mehmet el Conquistador, que más tarde desapareció.

Alfredo suspiró.

—Soy un hombrecillo muy poco importante, signor Brett. Por favor, me gustaría que me entendiera. No puedo venderle un cuadro. Tengo hijos. Tengo una esposa. Mis padres viven con nosotros, y mi padre se ha quedado ciego.

Asintió como para agradecer la posible simpatía.

Palieski no dijo nada.

—Trabajo para otro hombre, un hombre muy grande, signor Brett. Muchas personas en esta ciudad le enseñarán obras de artistas inferiores. Puede usted comprar un Canaletto muy barato aquí.

—No estoy interesado en un Canaletto barato —dijo Palieski.

Alfredo juntó con fuerza sus manos.

—Claro que no. De lo contrario, signor Brett, no estaríamos hablando. Deje que le diga algo sobre Venecia. Parece pobre, ¿verdad?, triste, y como remendada, y gris, incluso en un hermoso día como éste. Una ciudad sin ingresos. Pero no se equivoque. Venecia es también una ciudad de extraordinaria riqueza… Como nuestros amigos de Viena saben muy bien.

Puso su dedo sobre la mesa y lo mantuvo allí.

—Estamos rodeados, signor Brett, de incontables tesoros. ¿Conoce usted el Museo Correr?

—Sí.

—¿Qué le gustó de allí?

La pregunta sorprendió a Palieski.

—Me gustó el Carpaccio —dijo, después de reflexionar un momento—. Las Cortesanas.

El hombre sonrió.

—A mí también, signor Brett. Coincido con su elección. El conde Correr era un hombre rico, un hombre de gusto y relaciones. ¿Le sorprendería saber que él consideraba ese cuadro un pobre ejemplo del arte del maestro? Hablando relativamente, desde luego. Correr lo sabía bien… Había visto cosas que nunca podría volver a encontrar.

»Sabemos que durante mil años, Venecia estuvo saqueando el mundo. Con su riqueza, era capaz de producir sus propios maestros también. Esta ciudad nunca fue capturada, nunca fue saqueada. Trescientas familias manejaban las riendas del poder —y el acceso a la riqueza— en todos esos años. Oh, sí, los corsos cogieron cosas que pertenecían a este lugar —los caballos de bronce de San Marco, los Veroneses y Tizianos de las iglesias. Grandes, enormes, robos… ¿para qué? Para simbolizar su dominio del Véneto. Un triunfo pagano, nada más. No hubo ningún expolio de los palazzi. Quizás, de haber tenido más tiempo… ¿quién sabe? Los austríacos… aquí y allá, intentan llevarse obras de arte de la ciudad. Pero el mundo los está mirando. Mientras tanto la vieja nobleza se ha vuelto más lista.

—¿Más lista?

—Estos viejos y tristes edificios —Alfredo hizo un gesto vago hacia el canal— con sus ventanas cerradas, parecen descarnados, medio abandonados. Una ciudad en decadencia… desde luego. —Se inclinó hacia delante—. Pero si usted pudiera ver lo que hay realmente detrás de esas paredes, no a la vista, sino en un desván cualquiera, bajo una alfombra persa, o guardado en un desastrado baúl… Bueno, no necesito decirle, signor Brett, que se volvería medio loco de gozo… y deseo.

Palieski recordó el palazzo de la contessa: le había parecido desnudo… pero quizás era sólo una fachada, una cautelosa reacción frente a los peligros representados por la ocupación extranjera. Había pueblos en la Tracia, y Macedonia, recordó, que apenas si parecían pueblos: eran sólo montones de basura. Estaban habitados, según información fidedigna, por personas que hacían todo lo posible por disimular su riqueza, la mejor manera de evadir los impuestos.

Alfredo se inclinó hacia delante.

—Hay tesoros en Venecia que incluso sus propietarios no saben que existen —dijo empleando un tono bajo, como de admiración—. Pero a veces, signor Brett, esos tesoros salen a la luz.

—¿Su patrono sabe de esas cosas ocultas?

Alfredo se encogió de hombros, como si la cuestión no mereciera ser discutida.

—Y le diría más. Un palazzo, querido signor, no es una tienda. La vieja nobleza de Venecia no son tenderos, que etiquetan sus piezas para la venta. Y tienen discreción. Debe usted comprender que esos tesoros pertenecen en cierto modo al patrimonio de Venecia, aunque hoy esté caída. Pertenecen a las antiguas familias. Constituyen una historia de una casa, y de las personas que han vivido ahí. —Hizo una pausa, frunció el ceño, y buscó la adecuada explicación—. Ajá… Esas piezas pueden compararse con una hija hermosa. Su matrimonio, cuando abandona la casa, no se deja al azar. Es un asunto que merece una completa y delicada atención.

Palieski asintió. Se preguntó si el signor Brett, de Nueva York, pese a toda su riqueza, era exactamente el tipo de partido que un patricio veneciano consideraría adecuado para su hija… Aunque ésta estuviera hecha de tela y óleo.

Alfredo pareció haber leído sus pensamientos.

—Mi patrón comprende estas delicadas cuestiones —dijo—. Yo pensaba, antes de que lo enviaran a usted, que su caso era desesperado. En Venecia uno puede comprar… ¿qué? Cualquier cosa… un amigo, una mujer, una bonita casa. —Miraba a Palieski mientras hablaba, y Palieski enrojeció ligeramente—. Pero ¿una obra de arte? Eso es diferente.

Alfredo levantó la cabeza.

—Deje que le hable con franqueza. Mi patrón no se siente feliz de verlo a usted en Venecia. Es usted algo nuevo, signor. Durante muchos años, hemos arreglado los asuntos entre nuestros clientes —sus clientes, quiero decir— y sus amigos venecianos. Son obras muy importantes, y los precios son, bueno… ¿quién puede pagar? ¿Los franceses? Humm. Algunos. Algunos rusos. Algunos otros, suecos, príncipes, sí. Pero los ingleses… Ésos son los mejores. El famoso Byron, ¡bah! Pero sí los amigos de Byron. Señores, como él, con palazzi propios. Durante muchos años hemos tratado con esos hombres. Sólo con ellos, diría yo.

—Y ahora apreciarían ustedes un poco de competición.

Alfredo sonrió.

—Nos comprende usted muy bien, signor.

Palieski hizo un gesto al camarero.

—Dos coñacs —dijo. Y dirigiéndose a Alfredo, añadió—: Ustedes no saben nada de mí.

Alfredo se rió para sorpresa de Palieski. Esperó mientras el camarero servía el coñac en dos enormes copas.

—Exagera usted, signor Brett. Creo que se sorprendería de lo mucho que sabemos sobre usted.

Deslizó una mano bajo el vientre de su copa y la agitó para que el acaramelado líquido dejara un brillo aceitoso en el interior; luego la levantó hasta su nariz e inhaló, profundamente.

—Pero, en realidad, no importa en absoluto. El suyo es un país grande, signor Brett, como creo que usted ya ha hecho notar.

Palieski levantó la mirada y sus ojos se encontraron.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de hablar —dijo Alfredo. Inclinó su copa hacia Palieski—. Por Bellini —dijo suavemente. Luego, sin esperar una respuesta, se bebió el licor y se puso de pie.

—No hemos discutido sobre Bellini, signor Alfredo —dijo Palieski.

—Yo siempre he hablado de Bellini, signor Brett.

Se dio la vuelta para marcharse, luego se detuvo y volvió la cabeza.

—Nos volveremos a ver. La nota está pagada —añadió, con una leve sonrisa.

Dicho lo cual se marchó a través de un arco de la galería con dos rápidas zancadas.

—Mutis a la derecha —murmuró Palieski para sí—. Signor Brett, en escena, bebiendo coñac.

Bajó la mirada y reconoció la lista que había estado escribiendo, comparando las opciones.

Rompió la lista en pedacitos. Tras lo cual, se puso de pie y se dirigió al borde del canal, donde dejó caer los trocitos al agua.

—Telón.

No era lo que había esperado. Le hacía sentirse incómodo.

Asustado.

No acudiría a la cita, pensó.

44

Signor Brett.

Palieski miró a su alrededor y reconoció a Alfredo. Anduvieron al paso un momento. Ninguno de los dos le decía nada al otro, hasta que Alfredo señaló un pontón.

Se acercó a la barandilla y se inclinó por encima de ella, contemplando La Giudecca, y luego se giró hacia Palieski y sonrió.

—¿Qué sabe usted de los Bellini, signor Brett? Como familia, quiero decir.

—¿Los Bellini? El padre se llamaba Jacopo. Buen pintor, muy considerado en su tiempo. Dos hijos… Gentile y Giovanni. Vasari dice que eran muy cariñosos. Giovanni estaba trabajando en los frescos del Palacio del Dux cuando llegó la invitación de Mehmet para el mejor pintor veneciano, y Vasari sugiere que el Senado consideró que no podrían prescindir de él. De manera que enviaron a Gentile.

—Oh, yo pienso que Gentile era bastante bueno para el trabajo, signor Brett. Debemos concederle eso. Cuando Bellini se marchó, Mehmet le otorgó un título.

—Él no utilizaba ese título.

—Por supuesto que no. Mehmet también le regaló un cinto de oro, cargado de monedas. La familia Bellini lo guardó durante muchos años.

Palieski se inclinó sobre la barandilla.

—¿Y bien?

Signor Brett. —Alfredo parecía divertido—. Mi patrón ha hablado con cierta extensión con el propietario del cuadro que usted busca.

—¿El retrato de Mehmet el Conquistador? ¿De Gentile Bellini?

—Mi patrón lo vio hace unos meses. Y de nuevo, esta mañana. Antes de eso… Bueno, tiene que ver con aquellas monedas de oro, signor Brett, y también con Tiziano, su Titian. Era discípulo de Bellini.

—De Giovanni, seguramente —Palieski no se había pasado horas enteras leyendo y releyendo el Vasari para nada.

—De Giovanni, sí. Pero era una familia muy unida, signor Brett. Y pienso —algo muy importante— que deberíamos recordar lo unidos que estaban los venecianos y los otomanos. Cuando Venecia enviaba un bailio a Estambul, enviaba el mejor. Y había muchos otros comerciantes también.

—¿Alguien compró el cuadro y lo trajo de vuelta?

—Alguien que habría reconocido la calidad de la obra.

—¿Quién?

Alfredo sonrió y extendió las manos.

—Un poco demasiado directo, signor. No puedo decirle el nombre ahora… Pero, por supuesto, a su debido tiempo…

—¿Y cuál es el trato?

—Dieciséis mil cruceros. Casi seis mil esterlinas, si lo prefiere usted.

Palieski volvió a la barandilla. ¡Seis mil libras esterlinas! Suficiente, supuso, para mantener un palazzo toda la vida, con un gondolero aguardando permanentemente. Menos de lo que el sultán gastaba en un mes en velas, también, sin duda.

—No quiero influir en usted —comentó Alfredo—. Créame, comprendo que es un montón de dinero. Pero mi patrón ha vendido muchos cuadros por bastante más. Bellini no está de moda, para ser sincero. Tiepolo, Tiziano, Veronese… muy bien. Vendimos un Tiziano, el año pasado, a un inglés por quince mil libras.

Palieski asintió imperceptiblemente. Había hecho algunos deberes. Alfredo decía la verdad.

—Las modas cambian —observó el tratante—. Canaletto, antaño, dos mil, tres mil. Ahora puede usted comprarlo por ochocientas. Siempre hay otro, si se pierde uno. —Se encogió de hombros—. Pero un Bellini… Eso, signor Brett, puede usted comprarlo sólo una vez. Si me lo permite, lo dejaré con sus pensamientos. Puede usted encontrarme en el pequeño bar de Costa… está cerca del final, bajando por una escalera. La tarde se está enfriando.

Se estrecharon las manos.

—Gracias, Alfredo. Déme cinco minutos.

Los italianos, pensó para sí, siempre temerosos del frío. Luego recordó algo en lo que no había pensado en muchos años… Un compañero al que quería, un hombre que bromeaba y era generoso y que sabía luchar. Pero cuando Ranieri hubo perdido su caballo en la larga retirada, murió antes de que Palieski lo encontrara, rígido y azul, en la nieve rusa.

Resopló y se apoyó en la barandilla. La luz del sol iba abandonando poco a poco La Giudecca, dejando en la sombra las agujas y las viejas y descoloridas fachadas de las casas. Una marea más gris estaba avanzando desde el este y las quietas aguas iban perdiendo sus destellos. Se instalaba la habitual luz grisácea que reina en todas las ciudades a principio del crepúsculo, cuando pierden su belleza y aún no han ganado la enjoyada y reluciente presencia de la noche.

Encorvó su cuerpo contra la baranda, pensando en otra época, cuando el sol sobre Italia había instigado promesas y esperanzas: las promesas de un tirano y las esperanzas de hombres sencillos. Él nunca había esperado volver, ¿verdad? Las gesticulaciones, y las imprecaciones, pronto olvidadas; el staccato musical del lenguaje, y, bajo sus manos, el desgarrador hueco de una espalda de mujer mientras caminaban juntos bajo las luces de la noche.

Ahora estaba de vuelta y pronto se marcharía.

Se ajustó el pañuelo al cuello, preguntándose si los italianos tendrían razón, y si había una frialdad en el crepúsculo.

Seis mil libras esterlinas. Yashim estaría encantado.

Y un hombre en una vinatería, dispuesto a negociar.

Stanislaw Palieski dio una golpecitos a la barandilla y regresó al Zattere, dirigiéndose a través de él hacia un cielo cada vez más oscuro.

45

El signor Ruggerio, al salir de su casa en San Barbera para comprar un purito en la tienda de la esquina, se quedó sorprendido al verse acompañado por dos hombres, de quienes tenía el vago recuerdo de que lo sujetaron por los brazos y le sugirieron que fuera a tomar una copa con ellos, en algún lugar fuera del campo.

Algún lugar, de hecho, más allá de cierta red de callejones, una definida isla de barro, pilotajes y pavimentos entrecruzada de pequeños canales, y que constituía la parroquia de San Barbera.

Lo llevaron sobre un puente.

Le dieron a beber un vaso de vino.

—Él tiene dinero —dijo Ruggerio, tragándose prudentemente su envidia junto con su tinto… Porque a nadie le gusta perder un cliente—. Eso por supuesto. La cuestión es, ¿de dónde viene?

A los hombres, al parecer, les gustaba la forma en que él hablaba.

—Eso es para usted, barone —dijo uno de ellos en la puerta del bar, sacando de su bolsillo del pecho un puro envuelto en un billete—. Espero que pueda usted encontrar su camino de vuelta a casa.

—Ya saben ustedes cómo son las cosas, caballeros —replicó Ruggerio nerviosamente—. A mi edad, uno empieza a olvidarlo todo.

Uno de los hombres alargó la mano y le pellizcó la mejilla a Ruggerio.

—Me encanta oírlo, barone —dijo—. Que duerma bien.

46

Palieski regresó lentamente a pie a su apartamento. Se le había ocurrido, extraña e irónicamente, que podría hacerse con seis mil libras.

De vez en cuando oía pasos que se aproximaban; una oscura figura surgía del estrecho pasaje, su sombra alargándose a cada paso, y pasaba por delante de él con su ahogado saludo. A veces oía pasos a su espalda. Caminaba lentamente, saboreando el dinero, y los dejaba pasar.

Seis mil libras servirían para comprar un pequeño ejército, o una biblioteca o a un asesino. Se hizo preguntas al respecto. Se preguntó, también, cómo sería poseer un periódico, quizás en Francia; ediciones en polaco y francés; artículos sobre poesía y música, y, por encima de todo, la verdad sobre Polonia y los polacos. Mickiewicz era un buen poeta. Herzen… Contribuiría al bando de Rusia. Sí, seis mil libras darían para mucho en la diáspora, en buhardillas y salones.

Pero, por otra parte, no lo bastante. ¿Mejor, quizás, ir a Nueva York, como signor Brett, vendiendo Canalettos a los nuevos ricos? Esbozó una amplia sonrisa y torció a la izquierda. ¡Australia! Una nueva vida. Una nueva vida, sin duda, pero inclusos en sus sueños no estaba claro qué vida podía llevar en Australia.

Seis mil. Dos derrochadas en opio procedente de Bengala; otras dos en un velero. Vendido en China. ¡Taipan Palieski, el hombre más rico de Amoy! Dejó escapar una risita.

Se oyeron pasos nuevamente en los adoquines, a su espalda.

Se detuvo para mirar a su alrededor y no consiguió reconocer el callejón. No había luces más allá. Comprendió que había doblado por una esquina errónea; para asegurarse se dirigió al extremo del callejón y se encontró mirando a través de una arcada a una serie de fangosos escalones y a un canal.

Giró en redondo, y empezó a deshacer lo andado, oyendo el desigual eco de sus pasos en la oscuridad.

47

Maria estaba tranquilamente sentada en una silla cuando vio que se giraba el pomo de la puerta.

El primero de los hombres tenía una cicatriz que le iba desde el ojo hasta la boca; era delgado, y Maria supuso que andaría por los cuarenta o cuarenta y cinco años. El otro era más joven, más grande, y tenía los ojos hinchados. Su aspecto era de bebedor.

Ninguno de los dos parecía un amigo del signor Brett.

—¿Esperando a alguien?

El hombre de la cicatriz permanecía en el dintel, dándose golpecitos con sus guantes en el dorso de la mano. Parecía irritado.

—Estoy esperando al signor Brett —respondió secamente Maria—. ¿A quién, si no? Eh, no pueden entrar aquí —añadió, mientras el grandote pasaba por su lado y se acercaba a la ventana a mirar fuera.

El hombre de la cicatriz la ignoró. Cerró la puerta a sus espaldas.

Maria sintió miedo.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?

El hombre de la cicatriz se acercó a ella y la miró a la cara.

—Háblanos de tu novio, bonita —dijo.

Maria avanzó su labio.

—No hay nada que decir. Es americano.

—¿Americano? Oh, oh. Eso no es lo que he oído, bonita. ¿A que no sabes dónde compra sus sombreros?

—¿Sus sombreros?

—Ya has oído lo que he dicho. En Estambul, Constantinopla. ¿Has oído hablar de Constantinopla? Espero que sí. No creo que seas estúpida.

—No sé de qué están hablando ustedes —dijo Maria.

El hombre de la cicatriz se quedó mirándola fijamente a la cara. Sus ojos carecían de expresión.

Sin previa advertencia, echó la mano hacia atrás y la golpeó con fuerza en la mejilla.

Maria lanzó un grito y se tambaleó.

—No me gustan las mujeres que mienten —dijo—. No me gustan las putas.

—Yo no soy…

El hombre la volvió a golpear.

Maria levantó la mirada. Las luces de las velas eran enormes y borrosas. Se sentía mareada.

—Ésta es su habitación —dijo Maria con voz espesa. Podía sentir el sabor de la sangre en la boca—. Fuera de aquí. —Parecía bebida; las sienes le latían con fuerza—. Fuera de aquí.

Se oyó un débil silbido; el hombre de la cicatriz apuntó con un dedo a Maria, que estaba rodillas en el suelo.

Maria trató de moverse, pero el otro hombre, el silencioso, la cogió de los brazos y se los dobló brutalmente por detrás de su espalda.

—Una palabra más y puedes despedirte de tu amante con un beso.

El tipo de la cicatriz se acercó a la chimenea y apagó la vela con los dedos.

El hombre silencioso la empujó delante de él, hacia la puerta. Una vez en ella miró a Maria y dijo:

—¿Dónde está tu toca?

Ella movió la cabeza negativamente. Él se fue adentro y reapareció con ella, aplastada en su mano.

—Ahora vamos a hacer que parezcas bonita. —Le puso la toca en la cabeza y se la ató alrededor de la barbilla—. Vamos a bajar a la calle y si haces un movimiento, o un sonido, te meteré esta hoja entre las costillas. Un empujón, y la retuerzo hasta el fondo, carissima.

La mujer era bien consciente de que bajaban por las escaleras: tenía un brazo tras su espalda y el dolor que sentía con cada escalón le hacía desear gritar. Quería sollozar, pero sentía los pulmones paralizados. Apretó los labios, y salieron a la noche.

Otro hombre se unió a ellos en la esquina.

—Un poco de información —dijo el de la cicatriz—. Pero ahora mismo no habla nuestra lengua muy bien. Creo que puedo cambiarlo.

El recién llegado gruñó:

—¿Está limpio el lugar? El hombre dice que tiene que ser limpio.

—Sólo quedaba este resto de suciedad —le respondió el de la cicatriz—. Pero la hemos sacado.

El hombre deshizo su pañuelo. El de la cicatriz lo utilizó para vendar los ojos a Maria, quitando y volviendo a colocarle su toca.

—Vamos. Y tú, cara… recuerda lo que he dicho. Mantén la cabeza baja.

Caminaron, o fueron dando tumbos, durante unos minutos. Maria perdió todo sentido de la dirección. En una ocasión el hombre que la sujetaba tiró de ella hacia atrás tan bruscamente que casi se cayó. Notó que se partía el talón de su zapato. El hombre tiró de ella enderezándola por el cabello. Maria supuso que estaban evitando a los transeúntes, pero no podía gritar. Finalmente cruzaron un terreno accidentado, y ella pudo oír algo que chirriaba; luego el hedor de moho, como si estuvieran en un sótano, el aire era húmedo y fétido.

Sus manos estaban atadas detrás de su espalda y la empujaron hacia delante violentamente. Se golpeó la espinilla con un borde agudo y dio un traspié, girando la cabeza para evitar golpearse el rostro con el suelo de piedra.

Una puerta se cerró de golpe.

Maria estaba sola.

Lentamente empezó a avanzar por el suelo, a rastras. Encontró una pared y se acurrucó contra ella, las rodillas levantadas hasta su barbilla. El frío no tardó en filtrarse a través de su tenue vestido de muselina, y la mujer empezó a temblar incontroladamente.

48

Palieski rodeó cuidadosamente el oscuro bulto de harapos amontonados contra el escalón y la pared del último puente, y miró adelante para ver si el restaurante seguía abierto.

A la débil luz de la calle distinguió una pareja. Había otro hombre a su lado, caminando por la estrecha calle. El hombre parecía estar borracho.

Dentro del restaurante se quitó la chaqueta y encargó una botella de Barolo. El local estaba casi vacío, y le pidió al camarero alguna cosa fácil, algo rápido. No quería ser culpable de que se acostaran tarde.

El camarero sonrió.

—Estamos a su disposición, signor Brett. Lo que usted desee comer. Por favor.

Palieski pidió un plato de hígado de ternera.

—Unos minutos, señor. Su vino.

Su primer pensamiento al regresar a casa fue para las cartas de crédito que Yashim le había proporcionado. Encendió una vela y hurgó en su maleta hasta descubrirlas, cinco gruesas y muy dobladas hojas de papel, de la clase más fina y legal.

El dinero, observó, debía retirarse en Trieste en vez de Venecia, en dos bancos distintos.

Enarcó irónicamente la ceja al ver esto: Venecia, donde se había inventado el crédito, ya no podía proporcionar fondos a un viajero. Alfredo tenía razón: era una ciudad con capital, de alguna clase, y ningún ingreso.

Vendiéndose su herencia, trocito a trocito.

Se desnudó, se subió a su cama y alargó la mano en busca del Vasari que había dejado sobre la mesa en su siesta. Sus dedos se cerraron sobre el fino aire, y miró a su alrededor, sorprendido. Era como si el libro hubiera saltado de su presa para caer unas pulgadas más allá.

El somier crujió cuando él se inclinó.

¡El Vasari! ¡Otra vez!

Cambió de idea, sopló la vela y en unos minutos se quedó dormido.

49

Enjambres de mendigos se estaban retirando de sus puestos al caer la noche.

Algunos eran trasladados por amigos caritativos; pero los famosos mendigos sin piernas de San Marco, que utilizaban nada más que las puntas de sus dedos para desplazarse, se impulsaban hacia un callejón lateral donde era liberados de la tabla rodante por un fiel sirviente, y lenta y dolorosamente se ponían de pie, mientras crujían sus articulaciones.

Un furioso soldado alemán, enrojecido por la falsa piedad y el vino, se dirigió renqueando sobre una pierna de madera hacia una de las más tristes vinaterías de la ciudad. Una espectral mujer, sobrenaturalmente flaca, y que agarraba sobre su pecho a un diminuto y desnutrido bebé, vestido con una camisita, metió al niño, de cabeza, en una bolsa. Estaba hecho solamente de cera y madera, y la mujer se fue a preparar la cena para su marido y sus cinco hijos auténticos.

En toda Venecia, bajo la cobertura de la oscuridad, se estaban realizando pequeños milagros. Por toda la ciudad la gente encontraba lenguas, miembros, parientes y apetitos. Los cojos caminaban; los débiles cargaban con sus camas; los idiotas y los locos, con miradas de inocente astucia, contaban sus ganancias y encontraban su camino hacia una jarra de vino o un plato de polenta.

En el puente de Palieski, el montón de harapos se agitó también. Lo que emergió de su nido fue un hombre; tenía llagas en su afeitado cráneo, y una sucia barba amarillenta. Orinó en el canal, luego se encaminó penosamente hacia el callejón, agarrando unos pocos cruceros en una mugrienta mano.

Nadie se cruzó con él. Al otro lado del siguiente puente, divisó alguna cosa bonita en el suelo y se detuvo a recogerla.

Era un pequeño objeto puntiagudo hecho de duro cuero rojo, y por unos momentos lo sostuvo ante sus ojos como si estuviera calculando su valor. Pero incluso en Venecia, entre los más pobres de los pobres, un tacón no vale nada sin su zapato; el mendigo escupió y siguió para adelante.

Más tarde, tras comer un trozo de polenta, guardándose la otra mitad, regresó a su puente.

Se acurrucó profundamente en su lecho de harapos y observó soñolientamente las idas y venidas de la calle.