Capítulo Siete
–Vaya.
¿Desde cuándo era tan difícil respirar? Lawrie se dobló hacia delante, sintiendo una punzada de dolor en el costado. Tenía que reconocer que una carrera de quince kilómetros había sido un reto demasiado ambicioso. Claro que correr fuera con todas aquellas cuestas y el viento en contra, era todo un reto.
Se irguió y, sin apartar la mano del costado, entornó los ojos para contemplar la puesta de sol. Por otro lado, a pesar de que la cinta en la que solía correr tuviera pantallas, ninguna imagen podía igualar la espectacular vista hacia el mar azul que tenía delante.
Dio un largo y merecido trago de agua, y continuó a ritmo de trote hacia la senda del acantilado que llevaba hasta el pueblo. Si seguía hasta el puerto, podría pasarse por Boat House y recompensar su esfuerzo antes de volver a casa.
«Sigue, sigue, imagina ese café, visualízalo», pensó tratando de darse ánimos.
Además, si Jonas estaba trabajando allí, eso también era un incentivo. El dolor se le olvidó al recordar la noche anterior y sonrió. Había sido otra noche ardiente, de besos y lentas caricias, con sus cuerpos entrelazados.
El pulso se le aceleró, sin tener nada que ver con el ejercicio que estaba haciendo.
Apretó el paso, moviendo los brazos al mismo ritmo. No iba a pensar en ello, no iba a deleitarse en aquel momento en el que el día daba paso a la noche. No iba a recordar la excitación que la invadía cuando, sentada en la terraza con un libro, bajo el sol de la tarde, fingía no oír el motor de su coche cuando llegaba.
El tiempo pasaba rápido. Le quedaba menos de un mes en Trengarth y no quería cuestionarse dónde acabaría aquello. Estaba disfrutando el momento.
Nada de aquello lo tenía planeado y, por una vez en la vida, se estaba dejando llevar. ¿Acaso no era esa la finalidad de aquel descanso obligado? Pronto, todo volvería a la normalidad.
Empezando por ese día. Iba a tener su primera entrevista. Todo había pasado muy deprisa. Apenas habían transcurrido unos días desde que la llamaran y ya tenía concertada una entrevista cara a cara en Nueva York.
Era perfecto. Hugo y sus socios se darían cuenta de lo que valía. Ya se imaginaba los comentarios. «¿Lawrie Bennett? En Nueva York, ahora trabaja para un prestigioso despacho».
Estaba emocionada, como si se hubiera quitado una carga de encima. Que le hubieran propuesto un puesto como aquel significaba que su reputación seguía intacta.
Lawrie aminoró la marcha al llegar a la senda del acantilado, y empezó a descender hacia el pueblo. A sus pies se extendían las casas de piedra. ¿Cuál sería la de Jonas? No la había llevado a su casa y no iba a autoinvitarse, pero tenía que admitir que sentía curiosidad.
¿Cuál sería? Se empezó a fijar en las ventanas y en los detalles, buscando alguna pista. No importaba, se dijo, pero aun así no pudo evitar intentar encontrar alguna señal de él.
La bocina de un coche la sobresaltó y se detuvo en seco.
Lawrie se volvió, con los brazos en jarras, preparada para la batalla, pero al ver a Jonas en aquel deportivo, con la capota bajada, se le secó la boca. Se sonrojó, miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie alrededor, y cruzó la estrecha calle hasta llegar al coche.
–Silencio o te oirá la gente –dijo inclinándose sobre la ventanilla.
Él arqueó una ceja y Lawrie entrelazó sus manos para evitar darle una bofetada o besarlo. Cualquiera de las dos cosas habría sido inapropiada.
–Da igual –replicó Jonas acercándose a ella–. Que piensen lo que quieran.
–Odio los cotilleos y, más aún, ser el centro de atención.
–No somos más que un jefe que se ha encontrado con la encargada de organizar su festival –dijo esbozando una sonrisa.
Ella se mordió el labio. No iba a besarlo en público, por mucho que lo deseara. Sostuvo su mirada, hipnotizada por sus ojos azules. No supo si sentirse aliviada o decepcionada al ver que se recostaba en el asiento.
–Iba a recogerte. Pensé que te vendría bien que te llevara al aeropuerto. Pero ya veo que estás aquí. No pretendo ofenderte, pero no sé si esa ropa de deporte es la adecuada para viajar en avión. Si quieres ir a cambiarte, puedo llevarte. Si prefieres terminar la carrera, puedo recogerte en diez minutos.
–Si tanta prisa tienes, será mejor que me lleves –dijo Lawrie abriendo la puerta y entrando en el coche–. Iba a ir en mi coche, pero acepto el ofrecimiento. ¿Seguro que tienes tiempo?
–De hecho, me pilla de camino, por eso te lo pregunto. Voy camino a Dorset para conocer unos sitios de los que me han hablado y tengo que pasar por Plymouth, por eso pensé en llevarte.
Así que no iba expresamente a llevarla. Claro que, ¿por qué debería hacerlo? Era ridículo sentirse decepcionada.
–Es muy amable de tu parte.
–No es nada –contestó él apartándose el pelo de los ojos–. Como te digo, tenía que pasar por el aeropuerto de todas formas.
Ninguno de los dos dijo nada de camino a su casa. Nada más llegar, Lawrie se bajó rápidamente. El ambiente entre ellos se había vuelto tenso.
–Estaré lista en cinco minutos –anunció y se dirigió veloz hacia la puerta trasera.
Le costó meter la llave en la cerradura y suspiró de alivio al conseguir abrir la puerta. Se dirigió directamente al baño, se quitó la ropa sudada y se metió en la ducha.
La sensación de decepción volvió a asaltarla mientras se enjabonaba el pelo. ¿Qué más daba si la llevaba al aeropuerto a propósito o porque tenía que pasar por allí? Fuera como fuese, la llevaría a su destino. Su viaje a Nueva York sería breve, apenas unos días, pero estaría lejos de Cornualles, del festival y de Jonas. Lo cual era bueno porque sus vidas estaban empezando a entrelazarse. Aquella entrevista era un recordatorio de que lo suyo tenía una fecha límite, algo que ninguno debería olvidar.
Había sido una dulce tortura verla desaparecer a la vuelta de la esquina. Jonas había tenido que contenerse para quedarse en el coche y no seguirla hasta la ducha.
Tomó su café y le dio un sorbo.
Aquello era temporal. Siempre había habido química entre ellos, incluso cuando lo suyo había dejado de funcionar. Ambos estaban solteros y era una tontería no dejarse llevar solo por lo que había habido entre ellos.
Además, ambos sabían que aquello era una aventura de verano. No había nada que decir ni que demostrar. Todo estaba bajo control.
Le había dicho que tardaría cinco minutos, pero se hizo a la idea de que sería media hora, así que bajó la capota y se dispuso a leer el periódico. Quince minutos más tarde, la vio aparecer con una pequeña maleta de viaje, el maletín del ordenador y el bolso.
Jonas se aferró al volante al sentir que el pulso se le aceleraba. Llevaba el pelo mojado peinado hacia atrás y su vestido entallado dejaba al descubierto sus hombros y brazos.
Contuvo un gruñido. Tenía por delante dos horas de viaje e iba a ser difícil concentrarse con ella al lado.
–¿Dejan volar con eso? Te vendría bien una chaqueta –dijo y ella sonrió, mostrándole el chal que llevaba en el bolso–. Vamos, métete en el coche. Es posible que encontremos tráfico.
El potente deportivo avanzaba por la estrecha carretera que unía Trengarth con el resto del condado. Lawrie se recostó en el asiento de cuero y dejó que el viento le revolviera el pelo mientras observaba el paisaje. A lo lejos, se seguía divisando el azul del mar, pero enseguida se adentrarían en los montes de granito de Bodmin Moor.
–¿Lawrie?
Se sobresaltó al oír su nombre.
–Lo siento, estaba ensimismada.
–Sí, sé reconocer esa mirada distraída. ¿Dónde estabas, en algún consejo de administración en Nueva York?
–Estaba pensando en lo bonito que es esto.
Esta vez fue él el que se quedó en silencio, con gesto melancólico, mientras avanzaban por aquellos caminos de campo hasta la carretera principal. De repente, el silencio se hizo incómodo y, después de un largo minuto, Lawrie trató de buscar un tema de conversación.
Parecían haber dado un paso atrás. Durante los últimos días, todo había ido bien entre ellos. Por el día, eran compañeros de trabajo, por la noche, amantes.
De repente, no sabía muy bien qué decir.
–¿Visitarás a tus padres aprovechando que estarás en Dorset?
De todos los temas posibles, ¿por qué había tenido que preguntar sobre eso?
–No creo que tenga tiempo.
–Pasarás por donde viven, ¿no? Al menos, podrías ir a tomar algo con ellos.
No dijo nada, pero se le pusieron blancos los nudillos de tanto apretar el volante. Lawrie volvió a intentarlo, a pesar de que una voz en su interior le decía que no era asunto suyo.
–Seguramente conozcan los sitios que vas a ir a ver y te pueden dar su opinión. Puede ser interesante conocer el parecer de la gente de la zona, aunque luego no lo tengas en cuenta.
Jonas permaneció en silencio. Lawrie lo miró de soslayo, pensando que estaría enfadado. Pero permanecía impasible. Odiaba aquella manera que tenía de abstraerse.
¿Por qué se empeñaba en insistir? Quizá porque pensaba que podía hacer algo por arreglar aquella relación.
–Si entendieran cómo trabajas, lo mucho que amas Coombe End, que tus cambios no son más que la evolución de su esfuerzo y no una traición, quizá las cosas entre vosotros irían mejor.
–¿Qué te hace pensar que eso me gustaría?
Lawrie abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Cómo decirle que lo comprendía mejor de lo que él pensaba, que sabía lo mucho que la indiferencia de sus padres lo marcaba y cuánto ansiaba su respeto?
–Vas a estar en la zona –dijo ella por fin–. ¿Tan difícil te resulta ir a ver a tus padres?
Jonas no contestó y siguieron el camino en silencio. Lawrie miraba por la ventanilla sin ver el paisaje y se sintió aliviada cuando llegaron al aeropuerto.
–Muchas gracias.
Él no contestó. Salió del coche, abrió el maletero, sacó la maleta y el maletín del ordenador mientras ella se bajaba y se alisaba la falda del vestido.
–¿A qué hora tienes la conexión?
Ella se quedó mirando y apartó sus pensamientos.
–Dos horas después de que llegue a Heathrow. Creo que tengo tiempo suficiente para pasar el control de seguridad.
–Avísame si hay algún cambio en tu vuelo de vuelta. Si no, aquí estaré.
–No tienes por qué venir a recogerme.
–Lo sé.
–De acuerdo, entonces –dijo ella recogiendo sus maletas y sonrió–. Gracias, Jonas.
–Buena suerte. Estarían locos si no te ofrecieran el puesto.
–Eso espero. Adiós.
Dio un paso adelante y le dio un beso, inhalando su olor. No pudo evitar sentir una presión en el pecho.
Él permaneció inmóvil.
–Adiós.
Lawrie se quedó donde estaba sin saber muy bien a qué estaba esperando ni por qué sentía aquel repentino nudo en el estómago. Respiró hondo, sonrió por última vez y se volvió hacia la puerta de la terminal.
–¿Lawrie?
Se detuvo y se volvió, esperanzada.
–Haremos un trato. Yo iré a visitar a mis padres y tú mandarás un correo electrónico a tu madre.
–No tengo su correo electrónico.
–Te lo mandaré.
Lawrie se quedó pensativa, buscando otra excusa.
–¿Asustada? –preguntó él en tono reconfortante.
–Un poco –contestó sin querer admitir la verdad–. No sé, Jonas. Prefiero tenerla lejos.
–Te entiendo. Es solo un paso, no tiene por qué haber más.
–De acuerdo.
–Bien, te veré dentro de cuatro días.
Cinco horas más tarde, Lawrie se acomodó en su asiento, con el ordenador colocado en la mesa plegable y la pantalla individual bloqueándola del resto del mundo. El hecho de que aquel bufete le pagara el billete en clase business era un buen presagio.
Además, así llegaría a Nueva York descansada y preparada para la entrevista. Aunque había estado buscando información sobre aquel despacho, apenas había leído nada.
En vez de eso, había dedicado una hora a escribir un mensaje a su madre. Lawrie volvió a leer lo poco que había escrito y suspiró. Había intentado ser cortés, conciliadora, pero sus palabras sonaban acusadoras.
Desesperada, borró aquellas líneas y volvió a escribir unas frases como si se estuviera dirigiendo a alguien que no conociera.
Al fin y al cabo, así era. ¿Sería capaz de reconocerla si la tuviera sentada al lado? Habían pasado años. ¿Le habría dolido dejar a su única hija en Trengarth y no haberla vuelto a ver? ¿Se habría preguntado alguna vez si había hecho lo correcto, se habría arrepentido?
Se preguntó cómo le estaría yendo a Jonas con sus padres, si estaría teniendo más suerte que ella.
Sacudió la cabeza apartando aquellos pensamientos. Debería estarse preparando para la entrevista. Aquella era su gran oportunidad.
Pero ¿por qué se sentía tan vacía?
Lawrie miró las nubes a través de la ventanilla. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso estaba dejando que un surfero de ojos azules trastocara sus planes, al igual que había hecho doce años antes?
No podía repetir los mismos errores del pasado. De niña, había planeado toda su vida, y casarse nada más acabar el instituto y marchar a la universidad recién casada no formaba parte de aquellos planes. Pero le había dicho que sí.
Lawrie jugueteó con un mechón de pelo. Había sentido una inmensa alegría cuando le había pedido matrimonio. Nunca se había vuelto a sentir así, ni cuando había terminado la universidad, ni cuando la habían contratado en uno de los mejores bufetes de la ciudad. Tampoco cuando Hugo le había propuesto matrimonio.
Sacudió la cabeza y volvió a colocarse el mechón en la coleta.
–Por el amor de Dios, madura –se dijo en voz alta.
Estaba en un avión, camino a la entrevista del trabajo de sus sueños y ¿qué? ¿No le parecía suficiente?
Lo era todo. Tenía que recordarlo: lo era todo.
Jonas detuvo el coche y, antes de comprobar la dirección en su teléfono móvil, supo que estaba en el lugar correcto. Estaba en una calle llena de árboles, con una hilera de casas adosadas de los años treinta, todas pintadas de blanco y con jardines impecables, cada una con una cancela de hierro en el camino de acceso. No se veía a nadie.
¿Qué estaba haciendo allí? No sería bienvenido. Aunque a sus padres les gustaran las sorpresas, su repentina visita no les produciría ninguna alegría.
Pero había hecho un trato. Aunque ya no conociera tan bien a Lawrie Bennett, sabía que le faltaba algo. Aquella desesperada necesidad por integrarse, por tener el control, por seguir sus planes…
Ya en una ocasión había intentado llenar ese vacío. Quizá alguien de Nueva York consiguiera darle todo lo que necesitaba, si conseguía superar sus miedos. Si conseguía hacer eso por su exesposa, quizá su matrimonio no hubiera sido un desastre después de todo.
Sintió una punzada de dolor al imaginarla con otro. Uno de los dos merecía ser feliz. ¿Y qué pasaba con él? Sonrió con amargura. Tenía sus momentos. Cuando un negocio iba bien, cuando daba con un acorde, cuando contemplaba un café lleno de clientes, cuando una ola era perfecta…
Aquellos momentos eran agradables, no pedía más.
Suspiró y comprobó en la pantalla la señal latente que le indicaba un camino a la izquierda. Estaba seguro de que aquel no iba a ser un momento agradable, pero había prometido hacerlo.
Y él siempre cumplía sus promesas.
¿Por qué a sus padres les gustaban las tazas tan pequeñas y las sillas tan incómodas? Aquel papel de la pared era espantoso. ¿Y qué daño les haría sonreír?
El silencio se prolongó. Ninguno parecía dispuesto a romperlo. La distancia entre ellos era tan grande que nadie parecía dispuesto a acortarla.
–Bueno, pasaba por aquí…
–¿De dónde vienes?
¿Por qué le daba la impresión de que su madre sonaba recelosa? Claro que hacía cuatro años que no iba a verlos. La última vez había sido para contarles que les había comprado el hotel.
–He ido a dejar a Lawrie al aeropuerto.
–¿Lawrie? ¿Volvéis a estar juntos?
En aquel instante, reconoció que la emoción que sentía era esperanza. Incluso su padre había levantado la vista de la taza de té, mostrando un repentino interés. Lawrie era lo único que habían aprobado de su vida y no se habían sorprendido cuando había roto con él.
–Este verano, está trabajando para mí. Es algo temporal antes de que se mude a Nueva York. Y no, no estamos juntos.
No era mentira. Fuera lo que fuese que había entre ellos, no habían retomado su relación.
–Vaya.
La decepción de su madre era evidente. Jonas miró a su alrededor, desesperado por ver algo que le diera pie a sacar conversación: un jarrón, una acuarela… Pero faltaba algo, siempre había faltado algo. Y no era simplemente una cuestión de diferencia de gustos.
–¿Por qué no tenéis fotos? –preguntó bruscamente.
No había nada personal en aquella estancia.
Su madre se sonrojó, abrió la boca para decir algo, pero enseguida la cerró.
–¿Papá?
Jonas miró a su padre, que miraba fijamente el fondo de su taza para evitar encontrarse con su mirada. La ira que llevaba tanto tiempo conteniendo, amenazaba con estallar. Tragó saliva e intentó mantener la calma.
–Sé que no soy el hijo que os hubiera gustado tener, pero… ¿Ni una foto?
–Déjalo, Jonas –dijo su padre, dejando la taza en la mesa.
–¿Por qué? –insistió.
No estaba dispuesto a dejarlo. Llevaba muchos años soportando su desaprobación y su silencio, su negativa a relacionarse con él. Quería respuestas.
–Sé que no os gusta mi vida, que no he aprovechado las oportunidades que me habéis dado y que suspender los exámenes del instituto no fue lo más inteligente.
Esbozó una sonrisa, pero no consiguió nada a cambio. Su padre se contenía y su madre estaba pálida.
–Pero –continuó decidido a que esta vez lo escucharan a él– tengo un MBA y un negocio con mucho éxito. Tengo mi propia casa, soy un buen jefe y participo en obras benéficas. No sé qué he hecho para que nunca me hayáis considerado lo suficientemente bueno –añadió y su voz se quebró.
Ya lo había dicho.
Su madre se puso de pie, pálida.
–No puedo soportarlo, Jonas.
Se quedó mirándola estupefacto. ¿Eran lágrimas lo que veía en sus ojos?
–Lo siento, no puedo.
Durante un breve segundo, apoyó la mano en su hombro antes de salir presurosa de la habitación.
Había esperado encontrar indiferencia, ira e incluso alguna charla sobre lo que siempre había sido, pero aquella tensión que se respiraba era insoportable. Allí estaba pasando algo muy serio.
Jonas miró a su padre, que parecía confundido a la vez que asustado.
–¿Papá? ¿Qué está pasando? Creo que merezco saber la verdad, ¿no?