Capítulo Cuatro

 

–¿Qué has hecho con el helipuerto? ¿Y no era ahí dónde estaba el hoyo número nueve? No sé si tu padre fue capaz de superarlo, o tu madre… Aunque me ofrecí a pagar por la ventana.

Lawrie nunca habría imaginado que un lujoso hotel rural para ricos le interesara a Jonas. Pero una vez allí, era evidente que se habían producido algunos cambios, aunque no supiera muy bien distinguirlos. Coombe End seguía teniendo el mismo aspecto que siempre. Era una casa señorial, en medio de una vasta extensión de terreno, con un bosque a sus espaldas y amplias praderas verdes que se fundían con el intenso azul del mar en el horizonte. Aun así, se advertía algo diferente, aparte del cambio de dueño y de que no quedara ni rastro del campo de golf y del helipuerto.

Tal vez fuera el aparcamiento. Además de algunos coches lujosos, había pequeños utilitarios, furgonetas y toda una variedad de autocaravanas. La última vez que había estado allí, solo había visto BMWs y Mercedes, además de algunas otras marcas tan lujosas y discretas como el hotel.

Lawrie no solía ver autocaravanas en Londres y le agradó verlas allí. Era absurdo. Las autocaravanas eran para hombres que se negaban a madurar. ¿Por qué la hacían sentir como si estuviera en casa?

Mientras Jonas conducía a Lawrie por un camino de grava hacia el lateral del edificio, la sensación de desconcierto aumentó. El jardín estaba en pleno esplendor, pero era más anárquico de lo que lo recordaba, con la hierba más alta y flores silvestres desperdigadas por doquier.

¿Y qué era aquello? La rosaleda de su madre había desaparecido, dejando sitio a un huerto con seis colmenas.

–¿Qué ha pasado con el orgullo y la alegría de tu madre?

–¿No te parece descuidado? –dijo Jonas, parodiando la voz de su madre.

Lawrie sacudió la cabeza, demasiado ocupada mirando a su alrededor como para contestarle, mientras subían los escalones de piedra que conducían a la doble puerta de entrada. Las pesadas y viejas puertas de roble seguían siendo las mismas, solo que habían sido lijadas y barnizadas. La placa de bronce había desaparecido. En su lugar colgaba un letrero tallado de madera en el que se leía: Hotel Boat House.

–Vamos, te lo enseñaré –dijo Jonas invitándola a pasar.

Luego, se hizo a un lado y le sostuvo la puerta. Lawrie dirigió una última mirada a la explanada de hierba y entró en el hotel.

Pocas veces había estado allí. Jonas había dejado su casa el día que había cumplido dieciséis años y se había ido a vivir a la autocaravana. Después de que se casaran, había convertido la planta superior del bar en un apartamento acogedor.

Pocas habían sido las veces en que su familia los había invitado a cenar y siempre habían sido encuentros formales y falsamente cordiales en el comedor del hotel. La prioridad de los padres de Jonas habían sido sus huéspedes, no su hijo y su esposa. Las cenas habían consistido en largas sucesiones de platos y horas de conversaciones banales, repletas de dardos envenenados.

Sus recuerdos hacían que la realidad resultase más impactante. Fuera, los cambios eran sutiles, pero dentro eran evidentes. Los paneles de madera del pasillo, los brocados y los terciopelos habían sido retirados, dejando al descubierto las formas de la vieja construcción ahora pintada en los tonos azules y verdes que tanto gustaban a Jonas.

–Se han empleado materiales de la zona –explicó Jonas–. Todo está hecho en Cornualles, desde los cuadros de las paredes hasta los vasos que hay detrás de la barra.

–Es asombroso –dijo Lawrie, observando el vestíbulo–. Me encanta. Es elegante, pero no frío. Resulta acogedor a pesar del tamaño.

–Ese es el efecto que buscaba. Siempre has sabido entenderlo.

Su voz sonó casual, pero sus ojos la miraron con intensidad. Lawrie le sostuvo la mirada durante largos segundos. Tenía aquella expresión de aprobación que tanto le había gustado en otra época.

Claro que ya no necesitaba la aprobación de nadie.

–Algunos de mis clientes son propietarios de hoteles –dijo tratando de adoptar un tono profesional–. He visto todo tipo de decoraciones, algunas estupendas, otras alarmantes. Esta destaca, Jonas.

–Me alegro de que te guste. Vamos a ver qué opinas del resto. Por aquí.

Jonas se volvió y recorrió el suelo de madera en dirección al arco que daba al corredor principal de la planta baja.

Lawrie suspiró de alivio. Había conseguido volver a mostrarse profesional. Pero ¿por qué de repente sentía como si el sol se hubiera ocultado detrás de una nube?

Siguió a Jonas por el corredor y lo observó saludar a empleados y huéspedes con gran desenvoltura. Era curioso. Siempre se había sentido como un extraño en su propia casa y ahora se le veía muy a gusto.

Jonas la condujo hasta el viejo comedor. Era un espacio imponente, en el que destacaban los amplios ventanales. Aquella estancia también se había reformado con un estilo muy parecido al de la cafetería del puerto. Todos los encajes y la delicada porcelana habían sido sustituidos por maderas ligeras y coloridos manteles.

En un extremo había una gran mesa, llena de jarras, tazas de barro y bandejas con bizcochos y pastas.

–No quiero que los huéspedes pasen hambre –explicó Jonas.

Luego tomó un par de tazas, sirvió café y le dio una a Lawrie. Ella abrió la boca para negarse, pero la cerró al percibir el intenso y delicioso aroma.

Dio un primer sorbo y se preguntó por qué había dejado de tomar café. Estaba muy bueno y con la leche de Cornualles era la combinación perfecta de aquella amarga bebida. Dos cafés en dos días. Estaba volviendo a las malas costumbres.

Aunque el café era lo de menos.

Jonas se acercó a una ventana que estaba ligeramente abierta y por la que la suave brisa que entraba anunciaba la llegada del buen tiempo. El aire revolvió su pelo, haciéndolo parecer más joven y cercano. ¿Seguiría existiendo el impetuoso e inquieto muchacho con el que se había casado dentro de aquel hombre ambicioso y seguro de sí mismo?

Lawrie se había prometido no indagar. Los últimos nueve años, la vida de Jonas, sus negocios… Nada de aquello importaba. Conocer los detalles no le ayudaría con la tarea que tenía por delante y tampoco le ayudaría a mantener las distancias. Aun así, se moría de curiosidad.

Se acercó a la ventana y se quedó a su lado, consciente de su cercanía. Tragó saliva. El nudo del estómago le recordó su vulnerabilidad y la atracción que sentía y que no quería reconocer.

Miró hacia fuera, siguiendo la dirección de su mirada. Al fondo se veía el mar en calma y la brisa traía su olor. La necesidad de saber más, de volver a conocerlo de nuevo, se le hizo insoportable.

–¿Por qué aquí?

–¿Dónde si no? Esta habitación es perfecta como comedor por su buen acceso a la cocina. Hubiera sido una tontería cambiarla porque sí.

Lawrie sacudió la cabeza.

–No me refería a la habitación, me refería a toda la casa –dijo, consciente de que estaba preguntando más de lo que tenía derecho a saber–. Me refiero a aquí, a este lugar. Lo odiabas. Siempre que veníamos teníamos una discusión. Lo entendería si tus padres te lo hubieran regalado, pero no si fue idea tuya comprarlo y reformarlo. Te ha debido de costar una fortuna.

–Ya lo entiendo, quieres saber cuánto dinero tengo. ¿Te arrepientes de haberte divorciado?

–No me refiero a eso y lo sabes –protestó sonrojándose–. Nunca habría aceptado un penique.

–Esa es mi Lawrie.

–Sí, muy gracioso.

Jonas volvió a apoyarse en el marco de la ventana sin dejar de sonreír y dio un sorbo de su taza.

–Siempre fue muy fácil hacerte enfadar. Me alegro de que algunas cosas nunca cambien.

–¿Y bien? –insistió ella, aprovechando su buen humor–. ¿Cómo acabaste comprando Coombe End?

Jonas tardó en contestar y la expresión divertida de sus ojos desapareció.

–Esta fue mi casa durante una época, Lawrie. No fue una conspiración ni una compra hostil como se rumorea en el pueblo.

Lawrie hizo una mueca. No se había parado a pensar en el revuelo que el cambio de propietario debía de haber causado. Todo Trengarth sabía que no se llevaba bien con sus padres.

–¿Desde cuándo te importa lo que digan los demás?

En ese aspecto, ellos siempre habían sido diferentes. Ella, tímida y él, decididamente indiferente.

La mirada de Jonas se tornó fría.

–No me importa. La decisión de comprar Coombe End fue meramente empresarial. Siempre supe que este sitio podía ser mucho más. Se podía llegar en coche, en helicóptero, usar la playa privada, jugar al golf y volver a casa sin haber conocido Cornualles –explicó–. El tipo de sitio al que tu novio te llevaría.

–Exnovio –lo corrigió.

Sacudió la cabeza, negándose a reconocerlo, pero había algo de cierto en sus palabras. A Hugo le gustaban los hoteles de lujo, pero nunca se preocupaba de conocer el entorno ni la cultura local.

–Por supuesto –dijo Jonas, dejando la taza y apartándose de la ventana–. Ex. Venga vamos, hay mucho que hacer.

Lawrie se terminó el café y dejó la taza en la mesa más cercana antes de seguir a Jonas. Volvieron por el corredor hasta el vestíbulo y salieron para tomar la senda sinuosa que llevaba al bosque.

Una de las fuentes de ingresos de Coombe End durante el invierno habían sido las cacerías. Lawrie odiaba escuchar los tiros y ver a los pobres faisanes muertos que llevaban a la casa.

Jonas caminaba deprisa, con decisión, y Lawrie tuvo que acelerar el paso para seguir su ritmo. Al final de la senda, se detuvo bruscamente. De allí arrancaba una pista de hierba que se adentraba en la colina boscosa que bordeaba los jardines del hotel.

Lawrie a punto estuvo de darse de bruces con él.

–Podías haberme avisado.

Jonas la ignoró.

–Nunca lo odié –dijo él después de unos segundos, señalando hacia el bosque–. Siempre me encantó, pero quería que fuera algo diferente.

Retomó la marcha y Lawrie deseó haberse puesto unos zapatos más cómodos. Siempre le había gustado el caminar firme y vigoroso de Jonas, a diferencia del de Hugo que era más pausado.

Jonas no la miró cuando llegó a su lado, y continuó hablando como si no hubiera habido una pausa en la conversación. Era como si se alegrara de tener la oportunidad de explicarse. ¿Por qué no iba a hacerlo? Le había ido bien. No la había necesitado. En su posición, era lógico que estuviera satisfecho.

Lawrie apretó el puño, clavándose las uñas en la palma de la mano. No era así como quería que hubiera sido su regreso a Trengarth.

–Cuando mi padre tuvo el segundo infarto, ya había abierto veintisiete locales de Boat House en el suroeste. A la gente le gustaban nuestros productos: camisetas, tazas, toallas de playa. Así que, desde el punto de vista empresarial, tenía sentido expandir el negocio hacia el mundo de los hoteles.

Lawrie apartó sus pensamientos. Sentir lástima de sí misma nunca había ido con ella. No llevaba a ninguna parte.

–Sí, pero no me imagino yendo a mi cafetería favorita y pensar que estaría bien que ese sitio me diera alojamiento.

–Pero tu cafetería favorita está cerca de donde vives o trabajas –señaló–. Somos conocidos por la población local, pero, en verano, el setenta por ciento de nuestros clientes son turistas. Aunque solo un pequeño porcentaje de esas personas quieran disfrutar de la experiencia de pasar unas vacaciones con nosotros, habrá merecido la pena.

Lo miró fascinada. Hablaba como cualquiera de sus clientes.

–Cuando se me ocurrió la idea, estaba preparando una presentación sobre expansión de marcas para mi MBA.

¿Un MBA? ¿Tenía un máster en Administración de Empresas? No estaba mal para un muchacho que había abandonado los estudios con dieciséis años. ¿Alguna vez lo había imaginado capaz de aquello? Se sintió avergonzada. Quizá tenía razón, quizá lo había subestimado.

Jonas le dirigió una sonrisa cálida y confidente, una sonrisa que le recordó sus conversaciones hasta altas horas de la madrugada, compartiendo sueños y planes. No recordaba haber hablado así con Hugo.

–Por suerte, siempre había imaginado lo que haría con este sitio si hubiera estado a mi cargo. He mantenido el alto nivel del hotel, pero he aprovechado el bosque y el campo de golf de una manera más eficiente. Enseguida empecé a recoger beneficios.

Jonas llegó a lo alto de la pequeña colina y se detuvo para que ella recuperara el aliento. Se le veía ilusionado.

Lawrie miró hacia abajo.

–¿Qué demonios…?

Al otro lado de la colina había un claro con ocho círculos de algodón blanco parecidos a pequeñas carpas de circo.

–Acampadas de lujo –dijo él en tono serio, a pesar de la expresión divertida de sus ojos–. Vamos, tú eres una chica de ciudad. ¿No es esto lo que la clase media londinense entiende por una escapada al campo?

–¿Has montado tiendas de campaña en el bosque? ¿Lo saben tus padres? A tu padre le dará el tercer infarto cuando vea esto.

–Son tiendas de campaña de lujo, perfectamente equipadas –le aseguró–. Los huéspedes tienen los mismos servicios que en el hotel, incluyendo cuartos de baño privados y comida del restaurante, aunque también cuentan con barbacoas. Tienen camas, armarios para colgar su ropa, butacas, alfombras, calefacción… Para mí, eso no es acampar, pero es lo que a la gente le gusta. Los campistas de toda la vida están en lo que antes era el campo de golf, y tienen a su disposición duchas y aseos. Según algunas páginas web especializadas, es uno de los mejores campings de Cornualles.

–Eso es bueno. ¿Tienes algo más, casas en los árboles, cuevas?

Él sonrió y Lawrie sintió un nudo en el estómago.

–Algunas autocaravanas desperdigadas por aquí y por allí.

–Por supuesto, no podían faltar.

Jonas la miró y de repente su mirada se volvió intensa.

–Se ha puesto de moda como viaje de luna de miel. Los recién casados tienen garantizada la privacidad.

Se quedó sin respiración al mirarlo y la piel se le puso de gallina.

–El espacio es un poco reducido, ¿no?

–Nos aseguramos de que tengan una estancia agradable: camas grandes, buenas sábanas y se les sirven cestas con comida.

–Has pensado en todo.

La suya había sido una luna de miel muy diferente, con un saco de dormir, un par de mantas, una botella de champán, la luna, las estrellas y el sonido de las olas. Y siempre, el uno al lado del otro. Caricias, labios, manos, cuerpos entrelazados… Lawrie tragó saliva. ¿Cómo era posible que aquellos recuerdos, profundamente enterrados, salieran a relucir cada vez que aquel hombre hablaba?

–He tenido mucho tiempo para planearlo mientras veía a mis padres atendiendo a un montón de idiotas millonarios a quienes les daba igual donde estuvieran –dijo volviendo a adoptar su actitud de empresario–. Este lugar es precioso y solo un puñado de personas podían disfrutarlo. Pero una vez aquí, no tenían ni idea de lo que había al otro lado de los muros. Al hacerlo accesible a campistas, todo el mundo tiene la oportunidad de disfrutar de este sitio, independientemente de su presupuesto. Organizamos excursiones, alquilamos bicicletas y les facilitamos transporte. Toda la comida que servimos procede de la zona y, siempre que es posible, contratamos a gente de aquí.

Lawrie rio, sacudiendo la cabeza.

–Increíble –dijo y, sin pensárselo, puso una mano sobre el brazo de Jonas.

Sintió su fuerza bajo la camisa. ¿Cuántas veces le habría acariciado el brazo nada más salir del mar, cautivada por la fuerza de sus músculos?

–Me alegro de que te guste.

Jonas dio un paso atrás, apartándose de su roce.

–El hotel no es solo el lugar de celebración del festival, también le da un carácter especial. Es importante que eso lo entiendas. ¿Seguimos?

Jonas enfiló de vuelta hacia el hotel. Ella sintió un escalofrío, a pesar de que era un día cálido y de que llevaba una chaqueta de lana. Si siguiera con Hugo y aún tuviera trabajo, ver a Jonas no habría significado nada aparte de una cierta nostalgia. Se sentía vulnerable, probablemente eso fuera todo.

–Tienes razón, es el lugar perfecto para celebrar el festival –dijo, recuperando su actitud profesional–. ¿Qué otros cambios has hecho?

Él se percató del cambio y la observó mientras se abrochaba la chaqueta y se apartaba el pelo de la cara, dedicándole una sonrisa cortés.

Continuaron charlando de regreso al hotel, aunque Lawrie apenas seguía la conversación. Su cabeza daba vueltas. No había sido fácil regresar y, menos aún, encontrarse con que todo seguía igual.

Volver a la cabaña de su abuela había sido como entrar en el túnel del tiempo. Durante los dos primeros días, mientras se curaba de sus heridas, ya se había dado cuenta de que Trengarth no había cambiado.

En su cumpleaños, había estado paseando por el puerto recordando el pasado. Había confiado en encontrar Boat House en su ubicación original, con Jonas detrás de la barra, un poco más viejo y con la mente puesta en acordes de guitarra, olas y diversión.

Había pretendido validar sus decisiones, confirmar que, aunque el presente fuera inestable, las elecciones del pasado habían sido las correctas. Siempre había pensado que había sido Jonas el que la había retenido allí, pero ¿y si había sido ella la que le había frenado a él?

Era evidente que estaba mejor sin ella. Lo cual era bueno porque, a pesar de todo, ella también estaba mejor sin él, o lo estaría en cuanto decidiera qué iba a hacer.

De nuevo, la preocupación volvió a asaltarla. Le quedaban pocas semanas para que se hiciera efectivo el despido. En ese tiempo, tenía que conseguir un trabajo mucho mejor que el anterior para dar sentido a aquel paso en su carrera y volver a poner en marcha su plan. Tenía que demostrarle a Hugo y a sus socios que podía trabajar en un sitio mejor que su bufete.

Una vez de vuelta en la recepción, se volvió hacia Jonas.

–Ha sido fascinante, Jonas. Estoy deseando empezar. Enséñame dónde voy a trabajar para ponerme en marcha.

Él sonrió. Era una sonrisa cómplice y reconfortante que haría que cualquier mujer se rindiera en sus brazos. Pero Lawrie Bennett estaba hecha de otra pasta.

Se irguió y lo miró desafiante.

–Seguramente, tendrás muchas cosas que hacer –añadió.

–Me alegro de que el trabajo siga siendo tu prioridad, Lawrie –observó él, sonriendo aún más–. La entrada del personal está por detrás, pero puedes usar la principal.

De nuevo, Lawrie siguió a Jonas por detrás del elegante mostrador de la recepción hasta una puerta que conducía a las oficinas, las cocinas y los dormitorios de los empleados.

–Tengo un despacho aquí, pero prefiero trabajar en el puerto. No sé si es porque yo mismo decoré ese despacho o porque fue allí donde todo empezó –dijo encogiéndose de hombros.

–¿No vives en el apartamento de tus padres?

–Oh, cielo, no –respondió sorprendido por la pregunta–. Este sitio necesita unos cuantos encargados y algunos de ellos viven aquí. El director general y su familia lo ocupan actualmente. Hace unos años compré una casa frente al mar. Es una de las casas de pescadores que hay junto al puerto. Te gustaría.

Lawrie asintió, manteniendo una actitud fría e interesada a pesar de la punzada de dolor que sintió. Siempre había querido tener una de aquellas casas de piedra cercanas al puerto. Muchas noches, había paseado con Jonas por allí a la luz de la luna, con las manos entrelazadas, eligiendo sus favoritas e intercambiando ideas sobre cómo las decorarían.

Ahora, él vivía en una de aquellas casas, sin ella.

Era ridículo sentirse herida. Después de todo, había estado compartiendo un precioso piso con un hombre durante los últimos cinco años. En breve, confiaba en estar en un apartamento nuevo de su propiedad. Aun así, la idea de que Jonas viviera en la casa de sus sueños de juventud le producía una gran melancolía.

Jonas había abierto la puerta de un despacho y le hizo una señal para que pasara. Rápidamente apartó sus pensamientos y entró en aquella amplia habitación en la que destacaban dos grandes ventanas de guillotina con un banco entre ellas, un escritorio, una mesa de juntas y un sofá.

–Este se supone que es mi despacho –le explicó–. Pero nunca lo uso, así que puedes disponer de él. Como ya te he dicho, creo que lo más conveniente es que trabajes aquí. Ya sabes que las bandas que vienen a tocar se quedarán en el hotel, así como los invitados VIP y el personal indispensable. La mayoría de los asistentes se hospedan en el campamento, así como en otros campings y establecimientos de la zona.

Lawrie asintió. Lo había leído todo en el informe, pero le resultaba difícil de entender.

Jonas había organizado el primer festival mientras ella cursaba su primer año en Oxford, con el fin de recaudar fondos para una organización benéfica que luchaba contra la contaminación del mar y las playas. El primer festival, en el que las bandas habían tocado gratis, había durado una noche y los asistentes habían dormido en la misma playa. Como no podía ser de otra manera, la comida había sido servida por Boat House. Lawrie había pensado asistir, pero en el último momento, había decidido quedarse en Londres, en donde estaba haciendo unas prácticas durante el verano.

Su negativa a asistir al tercer festival había provocado una fuerte discusión en su ya precaria relación. Había hecho las maletas en la víspera de su vigésimo primer cumpleaños, y se había marchado a Londres para hacer otras prácticas. Al final de ese verano, había regresado a Oxford para cursar su cuarto y último año en la universidad. Nunca más había vuelto a Cornualles hasta la semana anterior.

Aquel modesto festival se había convertido en todo un acontecimiento, al igual que Boat House, el negocio de Jonas. Todo era mucho más complicado, muy diferente a la vida sencilla que recordaba. Tres noches, treinta y seis bandas, actividades familiares, miles de asistentes y una importante recaudación de fondos, y todo ello gracias a lo mejor de la música, la comida y la literatura de Cornualles. Era sobrecogedor.

Pero no estaba dispuesta a reconocerlo ante el imponente hombre que tenía ante ella. A Lawrie nunca le había gustado pedir ayuda y no iba a empezar a hacerlo ahora.

–Es estupendo, Jonas –dijo–. De ahora en adelante, me ocuparé yo.

–Tengo fe en ti –le aseguró–. Ya sabes dónde me tienes si me necesitas.

Ella asintió, a pesar de que ya había tomado una decisión. De ninguna manera iba a necesitarlo. Aquello tenía que hacerlo sola, como siempre lo había hecho todo.