Así empezó esa perversión inevitable, el momento en que uno acaba siendo padre para su propio padre y asiste, fascinado, al trastorno de autoridades (el poder en las manos equivocadas) y a las obediencias desplazadas (el que era fuerte ahora es frágil, y admite las órdenes y las imposiciones). Sara, por supuesto, estaba ya con nosotros cuando a mi padre lo dieron de alta, de manera que pude apoyarme en ella para sortear esas primeras dificultades: el traslado del convaleciente a su propia cama, al ambiente de ese apartamento que parecía inhóspito y hasta agresivo comparado con la prestancia, las comodidades, la inteligencia de un cuarto de hospital. Para cuando regresamos a su apartamento, era como si su cuerpo de recién operado hubiera vuelto a reducirse: el trayecto entre la puerta del carro y su cama nos tomó unos quince minutos, porque mi padre no podía dar dos pasos sin asfixiarse, sin sentir que el corazón se le iba a estallar, y lo decía, pero decirlo también lo asfixiaba, y la paranoia empezaba de nuevo. Le dolía la pierna (el flanco de donde habían sacado la vena para hacer el puente), le dolía el pecho (como si los alambres fueran a reventar de un momento a otro), preguntaba si estábamos seguros de que las venas habían quedado bien cosidas (y el verbo, con su carga de oficios manuales, de artesanía, de pasatiempo chapucero, lo espantaba). Tan pronto como lo metimos entre las cobijas, pidió que cerráramos las cortinas pero que no lo dejáramos solo, y se acostó de lado, como un feto o un niño miedoso, tal vez por la costumbre del tubo metido entre sus costillas durante tantos días, tal vez por esa manera que tienen los cuerpos de recogerse cuando hay peligro.

Sara se encargó al principio de las inyecciones, y yo, más que dejarla hacer, la observaba con detenimiento: vestida con sus faldas negras que le daban a los tobillos, con sus botas hasta la rodilla y sus suéteres largos —vestida, en fin, como una mujer de cuarenta—, moviéndose por el apartamento de mi padre con sus caderas de nadadora, Sara negaba los tres hijos que había tenido, y viéndola por detrás nadie le habría imputado más años si no hubiera sido por el gris luminoso del pelo, por la moña perfecta como un ovillo de nylon: su silueta, y los detalles de esa silueta, eran la prueba rampante de la crisis por la que pasaba mi padre. En algún momento me pregunté si para él no sería demasiado el contraste, brusco pero ineluctable, entre la energía boyante de esta mujer y su propio, grosero deterioro; pero pronto fue evidente entre ellos una especie de complicidad, una corriente de connivencia que allí, en el teatro de cariños y solidaridades y afectos que es una convalecencia cualquiera, parecía hacerse más intensa. Había más de una razón para ello, según supe después: también Sara había tenido su cuota de médicos impertinentes. Unos diez años atrás, le habían descubierto un aneurisma, y ella, como la mujer voluntariosa y escéptica que era, había tomado una decisión en contra de lo que sus hijos parecían preferir: se negó a que la operaran. «Estoy muy vieja para que me abran el cráneo», había dicho, y el impertinente, tanto como sus colegas, había concedido que no era posible asegurar de ninguna forma el éxito de la operación, y confesado que entre los posibles resultados estaban la parálisis parcial y la reducción de por vida a un estado de permanente estupidez. El problema, sin embargo, no era ése, sino que Sara se había negado también a la otra opción propuesta por el médico: irse a vivir a tierra caliente, tan cerca del nivel del mar como fuera posible, porque en Bogotá los dos mil seiscientos metros de altura multiplicaban la presión con que su propia sangre amenazaba la pared adelgazada de una de sus venas. «Supongamos que me quedan diez años de vida», parece que dijo. «¿Los voy a pasar en la costa, a una hora por avión de mis hijos, de mis nietos? ¿O en uno de estos pueblos, La Mesa o Girardot, donde lo único que hay es gente semidesnuda y moscas del tamaño de un Volkswagen?» Así que se había quedado en Bogotá, consciente como estaba de que llevaba una bomba de tiempo en la cabeza y frecuentando los lugares de siempre, las librerías de siempre, los amigos de siempre.

Lo cierto es que había algo fascinante en la ostentosa familiaridad que circulaba entre ellos. Al tercer día de convalecencia, tan pronto como el portero anunció a Sara por el citófono, mi padre sacó de debajo de su plato la servilleta (que no había usado), me la entregó y me dictó una nota de bienvenida, de manera que Sara, al entrar, recibió la siguiente leyenda, escrita a la carrera con kilométrico azul: De la arteria anterior al antagónico aneurisma: vivan las veleidosas venas. Luego hubo otras asonancias, otras aliteraciones, pero esta primera servilleta sigue siendo la que mejor recuerdo, una especie de declaración de conducta ciudadana entre los dos viejos. Cuando yo llegaba a ver a mi padre después de ella, lo que encontraba no era la visita de una amiga a un enfermo, con toda su carga de preguntas preocupadas y respuestas agradecidas, sino un cuadro que parecía no haberse movido en siglos enteros: la mujer sentada en la silla, los ojos fijos en el crucigrama que estaba haciendo, y el enfermo acostado en su cama, tan quieto y tan solo como la figura de piedra en una tumba papal. Sara no me abrazaba, ni siquiera se paraba de su silla para saludarme, sino que me tomaba la cara entre dos manos secas, me jalaba hacia ella y me daba un beso en la mejilla —su sonrisa no enseñaba los dientes: era prudente, incrédula, reticente: no se entregaba—, y me hacía sentirme como si fuera yo el visitante (no el hijo), como si fuera ella quien hubiera cuidado a mi padre todos estos días (y ahora agradeciera mi visita: qué bueno verte, gracias por venir, gracias por acompañarnos). Mi padre, por su parte, se perdía en la niebla de sus medicinas y su agotamiento, y sin embargo ahora, liberado ya del tubo corrugado que antes le rompía la boca, su rostro había recuperado cierta normalidad, y me permitía por momentos sacarme de la cabeza la memoria de las costillas violadas y el drenaje de los pulmones.

Hasta ese momento, nunca me había parecido tan evidente que mi padre había entrado en sus últimos años. No podía moverse sin ayuda, pararse por su cuenta ni siquiera se le ocurría, hablar lo dejaba sin aliento, y allí estábamos Sara y yo para ayudarlo a ir al baño, para interpretar sus pocas palabras. A veces tosía; para que lo hiciera sin que el dolor le arrancara gritos que espantaban a los vecinos más atentos, Sara le ponía sobre el pecho una toalla enrollada y apretujada por dos franjas de cinta de enmascarar, la versión a escala de un viejo saco de dormir. En las mañanas se sentaba en calzoncillos sobre el inodoro y yo lo ayudaba a lavarse las axilas. Así acabé enfrentándome a la herida que antes había preferido evitar por miedo a la reacción de mi estómago; la primera vez, la memoria, que gusta de hacer estas cosas, sobrepuso la imagen del hombre empequeñecido y desnudo y vulnerable a la de cierta foto de juventud en la que aparecía mi padre parado como un guardia, las manos cruzadas detrás de la espalda y el pecho levantado. En esa imagen no sólo era negro su pelo, sino que ese pelo negro estaba por todas partes: cubría su pecho y su vientre liso, y también —esto no aparecía en la foto, pero yo lo sabía— buena parte de su espalda. Para la operación, las enfermeras le habían afeitado el pecho y se lo habían untado con un líquido amarillo; después de estos pocos días, el vello comenzaba a crecer de nuevo, y se había enquistado en algunos poros. Lo que yo veía entonces era la vertical inflamada del corte (un corte que no había sido sólo el del bisturí, sino también el de la sierra, aunque los huesos rotos no fueran visibles), del mismo rojo que los dos o tres quistes infectados, y levantada en ciertas zonas por la presión del alambre con que los cirujanos habían cerrado la ruptura del esternón. En ese momento sentí, sin falsa empatía, ese dolor puntual, el pinchazo del alambre —un cuerpo extraño— desde abajo de la piel dañada. Y sin embargo lo lavé; a lo largo de esos días, cada vez con mayor éxito, lo seguí lavando. Con una mano le sostenía los brazos en el aire, levantándolos por el codo, pues eran incapaces de levantarse a sí mismos; con la otra limpiaba los vellos lacios y olorosos de las axilas. Lo más difícil era enjuagar la zona. Al principio traté de hacerlo usando las manos como cuencos de agua, pero el agua se derramaba toda antes de tocar la piel de mi padre, y yo me sentía como un pintor inexperto que trata de pintar un techo. Entonces comencé a usar la esponja, más demorada pero también más suave. Mi padre, que permanecía mudo, por pudor o por franco desagrado, durante todo el proceso, acabó uno de esos días por pedirme que le echara un poco de desodorante, por favor, que termináramos ya con este asunto degradante, por favor, y que volviéramos a la cama, por favor, y rezáramos para que no me tocara lavarle partes más pudendas, por favor.

Todos los días, Sara le preguntaba si se le había movido el estómago. (No sé qué me sacudió más la primera vez que la oí: el eufemismo de adolescente o la intimidad que la pregunta, a pesar del eufemismo, revelaba.) Todos los días, yo me encargaba de la sinvastatina y de la aspirineta, nombres ridículos como los de todos los medicamentos, y a partir de un momento empecé a encargarme de las inyecciones. Una vez al día levantaba la camisa de su piyama, con una mano capturaba la carne floja de su cintura y con la otra clavaba en ella la jeringa. La aguja que desaparecía en la piel, los gritos de mi padre, mi propio pulso tembloroso —el pulgar que presiona para que salga de la jeringa (o para que entre en la carne) el líquido denso—, todo eso se volvió parte de un hábito chocante, porque no puede ser cómoda para nadie la rutina de infligir dolor. Lo de las inyecciones duró una semana; durante ese tiempo, fui su huésped. Me acostumbré a hacerlo en las mañanas, después de que mi padre despertara, pero antes de eso tenía el cuidado de hablarle de algo, de cualquier cosa, durante una media hora, para que su día no comenzara frente a una aguja. A media mañana venía una terapeuta que lo hacía sentarse en la cama, frente a ella, e imitar sus movimientos, al principio como si jugaran al juego del espejo y más tarde como si la mujer fuera, en verdad, la encargada de transmitirle al enfermo esos conocimientos que para el resto del mundo son innatos e instintivos, no aprendidos en cursos matutinos: cómo se levanta un brazo, cómo se yergue un tronco, cómo hacen un par de piernas para llevarlo a uno al baño. Poco a poco fui sabiendo que se llamaba Angelina, que era de Medellín pero había llegado a Bogotá después de terminar la carrera, y que no tenía menos de cuarenta ni más de cuarenta y nueve («nosotros, los del cuarto piso», dijo una vez). Hubiera querido preguntarle por qué, a su edad, no estaba casada, pero temí que me tomara a mal, porque el día de la primera sesión había entrado al apartamento como entra un toro en una plaza, significando a la vez que estaba aquí para hacer su trabajo y que no tenía tiempo de mirar ni ganas de ser mirada, aunque usara blusas de colores vivos con botones que parecían de nácar y aunque después no pareciera importarle demasiado si sus senos —si esos botones que se templaban sobre sus senos— rozaban la espalda de mi padre durante el masaje, o si de su pelo negrísimo, que lavaba todas las mañanas, escurrían gotas gruesas sobre la sábana destendida, sobre la almohada.

Fue uno de esos días, después de que Angelina ya se había despedido hasta la mañana siguiente (le quedaban apenas un par de días más de trabajo con mi padre y sus músculos problemáticos), que hablamos de lo ocurrido después del discurso del seis de agosto. Mi padre aprendía a moverse al mismo tiempo que aprendía a hablar conmigo. Tenerme como interlocutor, descubrió, implicaba otra manera de hablar, una manera distinta, osada, radicalmente riesgosa, porque su forma de dirigirse a mí había estado siempre dominada por la ironía o por la elipsis, esas estrategias de protección o de escondite, y ahora se daba cuenta de que era capaz de mirarme a los ojos y decirme frases directas, transparentes, literales. Pensé: si el preinfarto y la operación eran prerrequisito de nuestro diálogo, había que lanzar bendiciones sobre su anterior descendiente, había que armar altares para su cateterismo delator. Así fue como empezamos, sin previo aviso, a hablar de lo ocurrido tres años antes. «Quiero que te olvides de lo que te dije», dijo mi padre, «quiero que te olvides de lo que escribí. No soy bueno para pedir estas cosas, pero así es, quiero que borres mis comentarios, porque esto que me acaba de pasar es especial, un segundo turno, Gabriel. Me dieron un segundo turno, no cualquiera tiene tanta suerte, y esta vez quiero seguir como si no hubiera publicado la crítica, como si no hubiera llegado a hacer esto tan cobarde que nos hice». Se dio la vuelta, pesado y torpe y solemne como un buque de guerra cambiando de rumbo. «Claro, puede ser que esas cosas no sean corregibles, que lo de un segundo turno sea pura mentira, una de esas cosas que se inventan para engañar a los incautos. Ya se me ha ocurrido, no creas que soy tan pendejo. Pero no he querido admitirlo, Gabriel, y nadie me puede obligar a hacerlo, estar equivocados sigue siendo uno de nuestros derechos inalienables. Es que así tiene que ser, por lo menos para que uno pueda mantener cierta cordura. ¿Tú te lo puedes imaginar? ¿Te imaginas que uno no pueda corregir las cosas que dijo antes? No, eso es impensable, no creo que pudiera soportarlo. Antes me tomo la cicuta o me suicido en Calauria, o cualquiera de esos elegantes martirios panhelénicos.»

Lo vi sonreír, sin ganas. «¿Te duele?»

«Sí, claro. Pero el dolor está bien. Me hace darme cuenta, me hace notar las cosas.»

«¿Qué tienes que notar?»

«Que estoy vivo otra vez, Gabriel. Que todavía tengo cosas por hacer en este barrio.»

«Tienes que recuperarte», le dije. «Después habrá tiempo de hacer lo que quieras, pero primero tienes que salir de esta cama. Sólo eso va a tomarte unos cuantos meses.»

«¿Cuántos?»

«Los que hagan falta. No me vas a decir que ahora tienes prisa.»

«No, prisa no, para nada», dijo mi padre. «Pero es muy curioso, ¿no? Ahora que lo mencionas, me parece curioso. Es como si me la hubieran dado entera.»

«¿Qué cosa?»

«La segunda vida.»

Seis meses después, cuando ya mi padre estaba muerto y había sido cremado en los hornos de los Jardines de Paz, recordé el ambiente de esos días como si en ellos se hubiera cifrado todo lo que vino más tarde. Cuando mi padre me habló de las cosas que le quedaban por hacer, advertí de repente que estaba llorando, y el llanto —clínico y predecible— me tomó por sorpresa, como si no hubiera sido anunciado con suficiente detalle por los médicos. «Para él va a ser como si hubiera estado muerto», había dicho el doctor Raskovsky, no sin cierta condescendencia. «Puede que se deprima, que no quiera que le abran las cortinas, como un niño. Todo eso es normal, lo más normal del mundo.» Pues bien, no lo fue; el llanto de un padre casi nunca lo es. En ese momento no lo sabía, pero ese llanto se repetiría varias veces durante los días de convalecencia; desaparecería poco después, y en los seis meses siguientes (seis meses que fueron como un parto prematuro y fallido, seis meses que pasaron entre el día de la operación y el día en que mi padre viajó a Medellín, seis meses que cubrieron la recuperación, el comienzo de la segunda vida y sus consecuencias) ya nunca volvió a suceder. Pero la imagen de mi padre llorando se me ha quedado asociada sin remedio a su deseo de corregir palabras viejas, y, aunque no puedo probar que ése haya sido su razonamiento exacto —no he podido interrogarlo a él para escribir este libro, y he tenido que valerme de otros informantes—, tengo para mí que en ese momento mi padre pensó por primera vez lo que con tanto detalle y tan mala fortuna volvió a pensar más tarde: ésta es mi oportunidad. Su oportunidad de corregir errores, de subsanar faltas, de pedir perdones, porque le había sido otorgada una segunda vida, y la segunda vida, lo sabe todo el mundo, va siempre acompañada de la obligación impertinente de corregir la primera.

*

Los errores y sus correcciones sucedieron así:

En 1988, tan pronto como recibí mis copias de Una vida en el exilio, le llevé una a mi padre, la dejé en su portería y me senté a esperar una llamada o una carta anticuada y solemne y tal vez conmovedora. Cuando la carta o la llamada tardaron en llegar, llegué a considerar que el portero hubiera extraviado el paquete; pero antes de que tuviera tiempo de pasar por el edificio y confirmar lo contrario, me llegó el rumor de los comentarios de mi padre.

¿Fueron en realidad tan impredecibles como me parecieron a mí? ¿O era cierto, como pensé a veces durante los años siguientes, que cualquiera los hubiera visto venir con sólo quitarse de la cara la venda de las relaciones familiares? El kit de profeta —las herramientas de la predicción— estaba a mi alcance. Desde siempre, mi decisión de escribir sobre cosas actuales había obligado a mi padre a sarcasmos inofensivos, pero que no por eso habían dejado de incomodarme; nada le generaba tanta desconfianza como alguien que se dedica a lo contemporáneo: dicha por él, la palabra sonaba a insulto. Prefería tratar con Cicerón y con Herodoto; la actualidad le parecía una práctica sospechosa, casi infantil, y si no perpetraba sus opiniones en público era por una especie de vergüenza secreta, o más bien por evitar una situación en la que se viera obligado a admitir que también él había leído, en su momento, Todos los hombres del presidente. Pero nada de eso permitía prever su descontento. El primero de sus comentarios, o el primero, al menos, de que tuve noticia, lo hizo mi padre en un sitio lo bastante abierto como para que me hiciera daño: no escogió una reunión de colegas, ni siquiera una charla de corredor, sino que esperó a encontrarse frente a todo el grupo de asistentes a su seminario; y ni siquiera escogió un epigrama de su autoría (que los tenía, y muy venenosos), sino que prefirió plagiar a un inglés del siglo dieciocho.

«El librito es muy original y muy bueno», dijo. «Pero la parte que es buena no es original, y la parte que es original no es buena.»

Como tenía que suceder, y como acaso él esperaba que sucediera, uno de los seminaristas repitió el comentario, y la cadena de las infidencias, que en Colombia es tan eficaz cuando se trata de arruinar a alguien, le llegó en poco tiempo a un conocido mío. Luego, con esa compasión falsa y mezquina que suelen tener quienes delatan, ese conocido, un redactor de Judiciales de El Siglo, muy consciente del poco respeto que me merecía, reprodujo para mí la frase, utilizando precisiones de buen actor y escrutando sin disimulo las reacciones de mi cara. Lo primero que imaginé fue la carcajada de mi padre, la cabeza que se echa hacia atrás como la de un caballo relinchando, la voz de barítono que resuena en el auditorio y por las oficinas y es capaz de atravesar puertas de madera: esa risa, y el muñón de su mano derecha buscando un bolsillo, eran las marcas de su victoria, y se repetían cada vez que hacía un buen chiste igual que se repetían los párpados apretados y sobre todo el desdén, el talentoso desdén. Como un buitre, mi padre podía encontrar de un vistazo los puntos débiles del contrincante, los vacíos de su retórica o las inseguridades de su persona, y lanzarse sobre ellos; lo imprevisto fue que usara ese talento contra mí, aunque a veces no le faltara razón a sus quejas. «Las fotos. Las fotos son lo más irritante. Que aparezcan en las revistas los actores de telenovela, que aparezcan los vallenateros», solía decir a quien quisiera escucharlo. «¿Pero un periodista serio? ¿Qué carajos hace un periodista serio en una revista de masas? ¿Para qué necesitan los lectores saber cómo es su cara, si tiene gafas o no, si tiene veinte años o noventa? Va mal un país cuando la juventud es un salvoconducto, no digamos ya una virtud literaria. ¿Han leído ustedes las críticas sobre el libro? El joven periodista para aquí, el joven periodista para allá. Carajo, ¿es que en este país no hay nadie capaz de decir si escribe bien o mal?»

Pero algo me decía que no eran las fotos lo que en realidad lo incomodaba, sino que sus objeciones eran más de fondo. Yo había tocado algo sagrado en su vida, pensé en ese momento, una especie de tótem particular: Sara. Me había metido con Sara, y eso, por reglas que no alcanzaba a dilucidar (es decir, por reglas de un juego que nadie me había explicado: ésta se volvió la metáfora más útil para pensar en las reacciones de mi padre frente al libro), era inaceptable. «¿Es eso?», le pregunté a Sara uno de esos días. «¿Eres tema tabú, eres una película triple X? ¿Por qué no me lo advertiste?» «Pero qué tonterías, Gabriel», me dijo ella, como espantando una mosca. «Parece que no lo conocieras. Parece que no supieras cómo se pone cuando en el mundo falta una tilde.» No era imposible que tuviera razón, por supuesto, pero no quedé satisfecho (en mi libro faltaban muchas cosas, pero las tildes habían quedado bien puestas). Querida Sara, escribí en una hoja de cuaderno cuadriculado que metí en un sobre de correo aéreo, porque fue el único que tuve a mano, y mandé por correo local, en vez de ir a dejarlo yo mismo. Si te sorprende tanto como a mí la actitud de mi papá, me gustaría que habláramos del asunto. Si no te sorprende tanto, me gustaría todavía más. Mejor dicho: después de todas nuestras entrevistas, hay una pregunta que se me quedó en el tintero. Por qué, en doscientas páginas de declaraciones, no aparece mi papá. Contéstala, por favor, en no más de treinta líneas. Gracias. Sara me respondió también por correo y de inmediato (es decir, su sobre me llegó en tres días). Al abrir el sobre, encontré una de sus tarjetas de visita. Sí sale. Página 101, líneas 14 a 23. Y eso que me diste 30. Así que me debes 21. Busqué el libro, busqué la página, leí: «No era sólo aprender una lengua. Era comprar arroz y cocinarlo, pero también saber qué hacer si alguien se enferma; cómo reaccionar si alguien los insultaba, para evitar que volviera a ocurrir, pero también saber hasta dónde podían insultar ellos. Si a Peter Guterman lo llamaban “polaco de mierda”, era preciso saber las implicaciones de la frase. O, como decía un amigo de la familia Guterman, “dónde terminaba el error geográfico y dónde empezaba el escatológico”». Más allá de que fuera cierto (sí, ahí estaba mi padre, presente sólo con su sonrisa como el gato de Cheshire), lo evidente era que Sara no estaba dispuesta a tomarme en serio. Fue entonces que decidí acudir a las fuentes, darle una sorpresa al ofendido: pasaría sin avisar por su seminario del día siguiente, igual que lo había hecho tantas veces mientras todavía era estudiante, y lo invitaría después de clase a tomarnos un trago en el Hotel Tequendama y a hablar del libro frente a frente y, si era necesario, con los guantes puestos. Y allí estuve al día siguiente, puntualmente sentado en la silla de la última fila, junto a los vidrios traslúcidos, junto a la luz amarilla que llegaba del Centro Internacional.

Pero terminó la clase sin que me atreviera a hablarle.

Regresé al día siguiente, y también al siguiente, y también al siguiente. Y no le hablé. No pude hablarle.

Pasaron nueve días, nueve días de presencia clandestina en clase de mi padre, antes de que algo (no mi voluntad, desde luego) rompiera con la inercia de la situación. Ya para entonces los demás alumnos se habían acostumbrado a mi presencia; me toleraban, sin reconocerme, como se tolera la presencia de un diletante en un encuentro de iniciados. Ese día, según recuerdo, había menos gente que en otras oportunidades. Parecía evidente, sin embargo, que eran menos los alumnos de últimos años y más los recién graduados, un collage de caras imberbes salpicado en ciertos lugares por unas pocas corbatas, unos pocos maletines, unas pocas miradas atentas o maduras. La luz del salón había sido siempre insuficiente, pero ese día uno de los tubos de neón chisporroteó hasta extinguirse poco después de que mi padre acomodara su abrigo sobre el espaldar de la silla. Así, en la penumbra esmerilada del neón blanco, todas las caras eran ojerosas, y también la del profesor; algunas caras (no la del profesor) bostezaban. Uno de los alumnos cuya nuca me iba a servir de paisaje durante la clase me llamó la atención, y tardé un instante en comprender por qué: sobre su pupitre había un libro, y estoy seguro de que me atoré —aunque nadie lo haya notado— al darme cuenta de que era el mío. (El título, más que legible, era insolente; mi propio nombre parecía gritarme desde el rectángulo demasiado colorido de la portada.) El aire era una mezcla de polvo de tiza y de sudor acumulado —el sudor de tantos asistentes a tantas conferencias a lo largo del día—; mi padre estaba lejos, con la mano buena aferrada a la botonera de su saco en uno de esos gestos de especie napoleónica. Saludó en dos palabras. No necesitó más para generar una ola de silencio aterrado, para dejar las sillas paralizadas y los ojos abiertos.

Comenzó la clase hablando de uno de sus discursos predilectos: «Sobre la corona» no era sólo el mejor discurso de Demóstenes; era además un texto revolucionario, aunque ese adjetivo se aplicara a otras cosas hoy en día, un texto que había modificado el oficio de hablar en público tanto como la pólvora modificó la guerra. Contó mi padre cómo lo había aprendido de memoria siendo muy joven —un breve interludio autobiográfico, nada usual en este hombre celoso de su intimidad, pero tampoco algo para sorprenderse; o eso me parecía, por lo menos, bajo la curiosa penumbra de esa noche—, y dijo que la mejor manera de memorizar las palabras de otro era conseguir un trabajo lejos de donde uno vivía, como él, que a los veinte años había aprovechado las huelgas simultáneas de los transportadores y los trabajadores de las petroleras, y durante tres meses aceptó, por ochenta y cinco pesos mensuales, conducir un camión de combustible entre las plantas de la Troco en Barranca y los compradores de Bogotá. Era una anécdota que yo había escuchado ya varias veces; en mi adolescencia, el relato había tenido el sabor legendario del hombre en la carretera, pero había algo obsceno o exhibicionista en su recuento público. «En esos trayectos aprendí más de un texto importante», dijo. «Eran muchas horas de carretera, y el ayudante que me asignaron resultó ser lo más parecido a un mudo que he conocido en la vida. Pero no era un estudiante sin plata, como yo, ni tampoco un minero, sino el hijo del dueño del camión, un perfecto inútil que se limitaba a escucharme cuando no estaba dormido. Pues bien, manejando un camión lleno de gasolina me aprendí buena parte de “Sobre la corona”, un discurso muy particular, porque es el discurso de un hombre que ha fracasado en su carrera política, y que al final de su vida se ve obligado a defenderse. Y sin haberlo buscado, eso es lo peor. Sólo porque a uno de sus aliados políticos le dio por proponer que se le premiara, mientras que otro, un enemigo, un tal Esquines, se oponía. Ésa era la situación. Demóstenes, pobre, ni siquiera había buscado que lo condecoraran. Y le tocó esa tarea imposible —imposible para todos, por supuesto, salvo para los más grandes. Cualquier senador se hubiera achicado. Esquines mismo habría salido corriendo de puro espanto. Convencer al público de la nobleza de los propios errores, justificar desastres de los que uno es responsable, hacer la apología de una vida que tal vez se sepa equivocada, ¿no es lo más difícil del mundo? ¿No se merecía Demóstenes la corona por el mero hecho de examinar su pasado y someterlo a juicio?» Mi padre sacó del bolsillo del pecho un cuadrado plano y perfecto y luminoso, un pañuelo de neón, y se secó la frente, no barriéndola, sino con delicadas palmaditas.

Me alegró ver que no parecía molestarlo el murmullo sostenido de los movimientos: las sillas contra el piso, los roces de las ropas, los papeles que se arrancan o se arrugan. Su voz, acaso, se imponía a esas nimias distracciones, y también su figura. Era elegante sin ser solemne, firme sin ser autoritario, y eso era bien visible; mucho más, de hecho, que yo mismo. Mi padre no se había dado cuenta de mi presencia. No la había constatado como otras veces; miraba al frente, a un punto perdido por encima de mi cabeza, en la pared o en la ventana. «Veo que hay un invitado hoy»; «voy a aprovechar para presentarles a alguien». Nada de eso llegó a decir; entonces, mientras lo escuchaba explicar cómo Demóstenes invocaba a los dioses al comenzar su discurso —«la intención es crear un ambiente casi religioso que influya en el ánimo de quienes lo escuchan, porque le conviene que lo juzguen los dioses, no los hombres»—, tuve la inequívoca sensación de la invisibilidad. Yo había dejado de existir en ese momento preciso; yo, Gabriel Santoro hijo, me acababa de evaporar en esa fecha histórica (que ya no recuerdo) y en ese lugar definido, el salón de actos de la Corte Suprema de Justicia, carrera séptima con calle veintiocho. Me vi de repente enredado en ese malentendido: tal vez él no me había visto (después de todo, estaba oscuro y yo era el último); tal vez había escogido ignorarme, y no era posible hacerme notar sin quedar en ridículo y, lo que era más grave, sin interrumpir la clase. Pero tenía que correr el riesgo, pensé; en ese instante, saber si mi padre me ignoraba a propósito acaparó mi atención, mi diezmada inteligencia. Y cuando estaba a punto de preguntar algo, cualquier cosa —por qué Demóstenes insulta de manera tan violenta a Esquines y llama esclavo a su padre, o para qué comienza a hablar, sin que venga a cuento, de las viejas batallas de Maratón y Salamina—, cuando estaba a punto de romper con esas preguntas el hechizo de la invisibilidad o de la inexistencia, mi padre había comenzado nuevamente a contar acerca de otros tiempos, de los tiempos de su juventud, cuando hablar era importante y lo que uno decía podía cambiar la vida de la gente, y sólo yo supe entonces que sus palabras eran para mí, que me buscaban y me perseguían con la terquedad de un misil teledirigido. El profesor Santoro me hablaba a través de un filtro: los alumnos lo escuchaban sin percatarse de que mi padre los utilizaba como un ventrílocuo utiliza a su muñeco. «Ninguno de ustedes ha sentido eso, ese poder terrible, el poder de acabar con alguien. Yo siempre he querido saber qué se siente. En esa época todos teníamos el poder, pero no todos sabíamos que lo teníamos. Sólo algunos lo utilizaron. Fueron miles, por supuesto: miles de personas que acusaron, que delataron, que informaron. Pero esos miles de informantes eran apenas una parte, una fracción mínima de la gente que habría podido informar si hubiera querido hacerlo. ¿Cómo lo sé? Lo sé porque el sistema de las listas negras les dio poder a los débiles, y los débiles son mayoría. Eso fue la vida durante esos años: una dictadura de la debilidad. La dictadura del resentimiento, o, por lo menos, del resentimiento según Nietzsche: el odio de los naturalmente débiles contra los naturalmente fuertes.» Se abrieron los cuadernos, los alumnos anotaron la referencia; uno, a mi lado, subrayó Federico Nietzsche con dos líneas, sí, y con el nombre en español. «No recuerdo cuándo supe del primer caso de delación justificada. En cambio, recuerdo bien a un italiano que se vistió de luto en un entierro, y luego fue incluido en la lista negra por vestir el uniforme del fascismo. Pero no he venido a hablar de esos casos, sino a guardar silencio. No he venido a hablar de mi experiencia. No he venido a hablar del gigantesco error, del malentendido, de lo que sufrimos mi familia y yo por ese error, por ese malentendido. El momento en que mi vida quedó embargada: no he venido a hablar de eso. Mi beca suspendida, la pensión de mi padre cerrada como una llave de agua, los demasiados meses en que mi madre no tuvo con qué vivir: no he venido a hablar de eso. Puedo contarles tal vez que el trabajo como chofer de camión me permitió seguir con la carrera. Puedo contarles que Demóstenes, el gran Demóstenes, me permitió seguir con la vida. Pero no he venido a romper el silencio. No he venido a romper el pacto. No he venido a ejercer la queja barata, ni a erigirme en víctima de la historia, ni a hacer un inventario de los modos que la vida tiene en Colombia para arruinar a la gente. ¿Una broma hecha a destiempo y en presencia de la gente equivocada? No voy a hablar de eso. ¿La inclusión de mi nombre en ese documento de inquisidores? No voy a dar detalles, no voy a ahondar en el asunto, porque no es ésa mi intención. Llevo ya varios años enseñando a hablar a la gente, y hoy quiero hablarles de lo que no se dice, de lo que está más allá del relato, del recuento, de la referencia. Yo no puedo evitar que otros hablen si lo creen útil o necesario. Por eso no hablaré contra los parásitos, esas criaturas que aprovechan para sus propios fines la experiencia de quienes hemos preferido no hablar. No hablaré de esos escribidores de segunda, muchos de los cuales ni siquiera habían nacido cuando terminó la guerra, que ahora andan por ahí hablando de la guerra, y de la gente que sufrió durante la guerra. Ignoran el valor de quienes no han querido hablar: no lo aprenderán de mí. Ignoran que se necesita fuerza para no usufructuar el propio sufrimiento: no lo aprenderán de mí. Ignoran, sobre todo, que usufructuar el ajeno es uno de los más bajos oficios de la humanidad. Y no, no, no lo aprenderán de mí. Las cosas que no saben las habrán de aprender por su cuenta. Hoy he venido a guardar silencio y a proteger el silencio que otros han guardado. No hablaré…» Y efectivamente, no habló. No habló de un título en particular, ni de un autor; pero el sistema de ventrilocuismo que había instalado en su salón de clases se había transformado de repente en un reflector de búsqueda, y la violencia del haz luminoso me caía encima. Las acusaciones del ventrílocuo-reflector me habían tomado por sorpresa, tanto así que mi cabeza había pasado por alto las revelaciones sobre el pasado de mi padre —un hombre perseguido, una víctima de acusaciones injustas por culpa de una broma sin importancia, un comentario frívolo, un sarcasmo inocente cuyo contenido ya había comenzado a tomar varias formas en mi cabeza— y se concentraba en la posible defensa de mi derecho a hacer preguntas, y, por supuesto, del derecho de Sara Guterman a contestarlas. Pero el auditorio no era el escenario más propicio para ese debate, así que comencé a considerar la mejor forma de evadirme (la forma de hacerlo sin llamar la atención, o la forma de llamar la atención sin delatar mi identidad para los asistentes, sin echar por tierra la poca dignidad que me quedaba), cuando mi padre descolgó su abrigo del espaldar, con un movimiento poco diestro, y al hacerlo el interior de la manga se enredó con el espaldar de la silla y la silla cayó sobre el piso de madera soltando un retumbo agresivo. Sólo entonces entendí que el tono controlado y la superficie bien medida de las palabras de mi padre cubrían, o por lo menos disimulaban, un desorden interno, y por primera vez en la vida asocié la noción de descontrol a un comportamiento de mi padre. Pero él ya había salido. La clase había terminado.

Tuve que tomarme el tiempo de reponerme igual que quien acaba de sufrir un accidente —el peatón que sale de las sombras, el freno, el choque violento—, porque me sentí mareado. Metí la cabeza entre las manos y el ruido de los estudiantes levantándose se aplacó. Salí, busqué a mi padre y no vi a nadie, di una vuelta frente al edificio, bajo la luz insuficiente del andén, y hubiera podido jurar que lo vi atravesar la séptima entre buses y busetas, trotar con el abrigo doblado sobre el brazo, a pesar de que hacía frío, hacia el Centro Internacional, pero al segundo siguiente la ilusión se había deshecho: no era él. (Esa confusión momentánea funcionó como un símbolo de mala literatura. Ya está, pensé. Ya he comenzado a ver a mi padre donde no está, a confundirlo con la imagen que tengo de él, ya he comenzado a desaprender su silueta, pues me he dado cuenta de que deberé desaprender su vida: una revelación, una revelación de mierda, y ya mi padre es un holograma grosero, un fantasma en las calles.) Al voltearme y empezar a caminar hacia el sur, pensando en llegar a la primera calle que bajara a la séptima y así doblar las posibilidades de conseguir un taxi a esas horas, me crucé con un alumno. La luz del alumbrado público le daba de espaldas —un santo y su halo— y tardé en reconocerlo: era el estudiante que tenía mi libro; ya al comienzo de la clase me había perturbado la atención fetichista que le prestaba a mi padre, y ahora se preocupaba, al parecer, por confirmar esa atención.

«Usté es el junior, ¿no?», me dijo. «Su viejo es mucho berraco, hermano, qué suerte la suya. Ojalá hubiera más hijueputas como él.»

Media hora después llegué a la casa de mi padre, el senior, el berraco, el desconocido. Pero él debía de haber cogido una ruta más lenta, porque no estaba todavía, así que crucé la calle y en la esquina de enfrente me puse a esperarlo, sentado sobre uno de esos mojones que hay en todo Bogotá, esas piedras angulares, rugosas como una runa celta, con las cuales se marcaban antes las direcciones y que por alguna razón no se han quitado, aunque muchas de ellas tengan ya leyendas incorrectas (carrera donde debería decir avenida, 19 donde debería decir 30). Y todo ese tiempo, mientras me moría de frío y miraba cómo una nube sucia y amarillenta se tragaba el cielo nocturno, estuve pensando: ¿Por qué no me había hablado nunca de lo sucedido? ¿Y qué había sucedido? ¿Cuál era la broma hecha a destiempo, la que alguien se había tomado demasiado en serio? ¿Quién era el personaje sin humor que había hecho la acusación, quién era el informante? ¿Se lo habría contado alguna vez a mi madre? ¿Habría alguien más que conociera esos hechos? Eso fue lo primero que le pregunté cuando llegó con el botón del cuello desabrochado (el desorden que pugna por salir a la superficie) y toleró sin entusiasmo que yo lo siguiera hasta arriba y me sentara cuando él se sentó. También le pregunté si me había visto; le pregunté si, tras verme, me había reconocido. Él prefirió contestar mis preguntas en desorden. «Claro que sí», me dijo, «vi que estabas allá detrás, sentado desde el principio. Siempre te he visto. A veces te lo hago saber, otras no. Llevas toda la semana allá sentado, Gabriel, ¿cómo no iba a darme cuenta?».

«Me hubiera gustado saber», insistí entonces. «Nunca me contaste. Nunca me hablaste de eso.»

«Y nunca te voy a hablar», me dijo. No parecía que reprimiera nada; nada parecía moverse allá adentro, pero allí estaba el desajuste, y yo lo sabía. «La memoria no es pública, Gabriel. Eso es lo que ni tú ni Sara han entendido. Ustedes han hecho públicas cosas que muchos queríamos olvidadas. Ustedes han recordado cosas que a muchos nos costó mucho tiempo perder de vista. La gente está hablando de las listas, otra vez se habla de la cobardía de ciertos delatores, de la angustia de los injustamente delatados… Y los que habían hecho las paces con ese pasado, los que a punta de rezar o de fingir habían llegado a cierta conciliación, ahora están otra vez al comienzo de la carrera. Las listas negras, el Hotel Sabaneta, los informantes. Todas palabras que mucha gente tachó de sus diccionarios, y aquí llegas tú, paladín de la historia, para hacerte el valiente despertando cosas que la inmensa mayoría prefiere ver dormidas. ¿Por qué no te lo había contado? No, ésa es la pregunta equivocada, pregúntate mejor por qué hablar de lo que no lo merece. ¿Por qué lo de hoy? ¿Por qué callar en público como lo hice hoy? ¿Fue para darte una lección, para que te dieras cuenta de la nobleza oculta de tu padre, esa cursilería? ¿Fue para invitar a la gente a que olvide tu libro, a que haga como si no se hubiera publicado? No sé, ambas intenciones me parecen infantiles, absurdas y además quiméricas, una batalla perdida. Pero una cosa quiero que sepas: habría hecho lo mismo si no te hubiera visto. No voy a hablar de esas denuncias, pero te puedo decir una cosa: en una realidad paralela yo te hubiera denunciado a ti y a tu libro parasitario, tu libro explotador, tu libro intruso. Eso es lo único claro en todo esto: los hombres que se han quedado callados no se merecían que les infligieras ese reportaje. Callarse no es agradable, exige carácter, pero tú no entiendes eso, tú, con la misma arrogancia de todos los demás periodistas que en el mundo han sido, tú te creíste que el mundo no podía prescindir de la vida de Sara. Tú te has creído que sabes lo que es este país, que este país y su gente han dejado de tener misterios para ti, porque te parece que Sara lo es todo, que la has conocido a ella y nos has conocido a todos. Por eso te habría denunciado, por estafador, además de por mentiroso. Sí, lo habría hecho aunque no te hubiera visto. Y de todas formas, ¿para qué fuiste? ¿Por qué no avisaste? No, no me contestes, si ya me lo imagino. Fuiste para que habláramos del libro, ¿verdad? Fuiste a que te diera mi opinión. Y también estás aquí para eso, en el fondo quieres todavía que te hable de ti mismo. Todavía crees que voy a felicitarte, que voy a animarte y decirte que naciste para escribir sobre la vida de Sara, o más bien que Sara nació y pasó por toda su vida, por los nazis y el exilio, por la época de la guerra en un país extraño, por cuarenta años de vivir en esta ciudad donde la gente se mata por costumbre, para que tú ahora te sientes cómodamente con una grabadora y le hagas preguntas imbéciles y escribas doscientas páginas y todos comencemos a masturbarnos de puro contentos. Qué bueno eres, ¿no? Eso es lo que esperas que diga la gente. Para eso lo escribiste, para que todos sepan lo bueno y lo compasivo que eres, lo indignado que estás con estas cosas terribles que le pasaron a la humanidad, ¿no? Mírenme, admírenme, yo estoy del lado de los buenos, yo condeno, yo denuncio. Léanme, quiéranme, denme premios a la compasión, a la bondad. ¿Quieres mi opinión? Mi opinión es que tenías todo el derecho de averiguar, de preguntar, incluso de escribir, pero no de publicar. Mi opinión es que debiste guardar el manuscrito en un cajón y echarle llave, y tratar de que la llave se perdiera. Mi opinión es que debiste olvidarte del asunto y lo vas a hacer ahora, aunque sea demasiado tarde, porque todo el mundo va a hacerlo, todos van a olvidar tu libro a la vuelta de dos meses. Es así de simple, no tengo más que decir. Mi opinión es que tu libro es una mierda.»

Y sucedió lo impensable: mi padre cometió un error. El hombre que hablaba en párrafos corregidos, que se comunicaba a lo largo de un día normal en holandesas listas para publicarse, mezcló los papeles, confundió los objetivos, olvidó el parlamento y no tuvo un apuntador a mano. El hombre que vaticinó el olvido de mi libro perdió el control y acabó haciendo todo lo posible para que mi libro fuera recordado. Por sus propios méritos, Una vida en el exilio habría logrado pasar desapercibido; mi padre —o más bien su reacción desmedida, impetuosa, irreflexiva— se encargó de poner el libro en el centro de la escena, y de lanzar todos los reflectores sobre él. «Va a publicar una reseña», me avisó Sara. «Por favor, dile que no lo haga, dile que así no se hacen las cosas.» Respondí: «No voy a decirle nada. Que haga lo que le parezca». «Pero es que está loco. Se volvió loco, te juro. La reseña es terrible.» «No me importa.» «Tienes que convencerlo, te va a hacer daño. Dile que el libro es un accidente. Hazle caer en cuenta. Dile que publicarla va en contra de sus intereses. Si la publica, va a llamar la atención de la gente. Explícale eso. No se ha dado cuenta. Esto se puede evitar.» Le pregunté entonces por qué le preocupaba tanto. «Porque esto les va a hacer daño, Gabriel. No me gusta que se hagan daño, yo los quiero a ambos.» La explicación me pareció curiosa; o, mejor, me pareció superflua, y por eso incompleta. «Tú prefieres que no se hable del libro», le dije a Sara. «No es verdad. Prefiero que él no hable del libro. Prefiero que no hable así del libro. Va en contra tuya, pero no es eso. Es que todo esto es contrario a sus propias intenciones, ¿te das cuenta?» «Claro que me doy cuenta. Y qué.» «Que nunca le había visto una reacción tan patológica. Quién sabe qué vendrá después. Esto no es Gabriel.» «Dime una cosa, Sara. ¿Tú sabías?» «¿Sabía qué?» «No te hagas la boba. ¿Tú sabías? Y si sabías, ¿por qué no está eso en el libro? ¿Por qué no me lo contaste durante las entrevistas?» Es una vieja estrategia de debate cuyo nombre he olvidado: si tu oponente exige algo, responde con exigencias más agresivas. «¿Por qué me lo han ocultado? ¿Por qué me has dado informaciones incompletas?»

La reseña apareció a los pocos días:

Como tema de su primer libro, el periodista Gabriel Santoro ha escogido uno de los más difíciles y, al mismo tiempo, de los más ajetreados. La emigración judía de los años treinta ha sido, durante varias décadas, la comidilla de tantos redactores como cupos ha habido en las academias de redacción. Santoro ha querido, sin duda, parecer osado; habrá escuchado que la osadía es una de las virtudes del periodista. Pero escribir un libro sobre el Holocausto, en estos tiempos que corren, es tan osado como dispararle a un pato dormido.

El autor de Una vida en el exilio ha juzgado que el mero anuncio de su tema —una mujer que escapa de Hitler siendo una niña y acaba por quedarse en nuestro país— era suficiente para generar el terror y/o la lástima. Ha juzgado, también, que un estilo torpe y monótono podría pasar por directo y económico. En resumidas cuentas: ha contado con la desatención del lector. A veces peca por sentimentalismo: la protagonista es una mujer «hecha de miedos y de silencios deliberados». A veces peca por palabrerío: en Colombia, el padre se siente «lejano y bienvenido, aceptado y extraño». Cualquiera notará que la metáfora y el quiasmo pretendían reforzar las ideas; cualquiera notará que sólo consiguen debilitarlas. No son éstos los únicos eventos en que eso sucede.

Por supuesto que todo funcionaría mejor si la intención en general no resultara tan marcadamente oportunista. Pero el autor nos cuenta que emigrar es malo, que el exilio es cruel, que un hombre desterrado (o, en este caso, una mujer) no será nunca el mismo. Los lugares comunes de la sociología construyen las páginas del libro, y en cambio las verdades más sugerentes, la capacidad de los hombres para reinventarse, para rehacer su destino, siguen sumergidas. No le han interesado al autor; quizás sea por eso que el libro no nos interesa a nosotros.

Al final, Una vida en el exilio resulta poco más que un ejercicio: un ejercicio meritorio, dirán algunos (aunque ignoro con qué razones), pero ejercicio al fin y al cabo. No señalaré que los tropos son baratos, que el ethos es cuestionable, que las emociones son de segunda mano. Diré, en cambio, que el conjunto es fallido. La sentencia es más clara y más directa que el mejor inventario de falencias, cuya redacción, al fin y al cabo, sería tan fútil como agotadora.

El texto iba suscrito por las iniciales GS. No hubo lector que no reconociera el nombre al cual correspondían.

Para diciembre de 1991, es decir, tres años después de esas palabras, la recuperación de mi padre era ya total, y después de varias conversaciones, y de la evocación de esas escenas, la corrección de sus palabras equivocadas parecía definitiva. Los domingos, Sara nos invitaba a comer ajiaco con pollo, no preparado por ella, sino pedido a domicilio y enviado en bolsas parecidas a las que sirven para cargar pescados vivos, en las cuales iban la crema de leche y las alcaparras y la mazorca, empacadas por aparte en una cajita de icopor. El hecho de haber armado una rutina de vida y de que en ella estuviera presente su hijo, en calidad de partícipe y no de testigo o de fiscal, era para mi padre una confirmación y casi un premio (las palmaditas en la espalda de un maestro satisfecho): «Si era necesario que me abrieran como una rana para que pudiéramos vernos los domingos, pues bueno, yo pago el precio con gusto. Es más, hubiera pagado el doble, sí señor. Hasta cuatro angioplastias hubiera pagado, con tal de comerme este ajiaco con esta compañía». Sara vivía en un apartamento demasiado amplio para las necesidades de la única habitante: era una especie de gran nido de águila empotrado en el piso quince de un edificio de la calle veintiocho, enfrente, o más bien encima, de la plaza de toros, y tenía ventanas sobre dos flancos, de manera que en los días limpios se alcanzaba a ver, sacando la cabeza por la ventana, el manchón de témpera azul de Monserrate, y por otra ventana, si uno miraba hacia abajo, el disco pardo y rugoso de la arena. El comedor había caído en desuso, como suele suceder en casa de los solitarios, y ahora le servía a Sara como tablero para armar rompecabezas de paisajes alpinos divididos en tres mil piezas, así que los comensales nos servíamos el ajiaco en platos hondos y lo llevábamos en bandejas y lo comíamos en la sala, y poníamos, para acompañar el almuerzo, el concierto que la HJCK estuviera transmitiendo en ese momento. A medida que pasaban las semanas, se iba haciendo más posible y menos sorprendente que termináramos de comer sin habernos hablado en todo el rato, gozando nuestra compañía de maneras que no era necesario verbalizar, ni siquiera señalar por medio de los códigos usuales, las sonrisas simpáticas o las miradas de cortesía. En esos momentos, yo solía pensar: Estos dos son todo lo que tengo. Ésta es mi familia.

El domingo en que mi padre nos habló a Sara y a mí de Angelina, la terapeuta, y de lo que estaba ocurriendo con ella, no era un domingo cualquiera, porque la temporada de novenas estaba por comenzar, y así, mientras en el resto de Bogotá los católicos se preparaban para sentarse junto a un pesebre y leer las oraciones de un librito rosado que en otra época regalaban en Los Tres Elefantes, Sara se empeñaba en que sacáramos de los armarios el árbol de Navidad de sus nietos y la ayudáramos a armarlo en una esquina de la sala. «Eso me pasa por liberal», me había dicho una vez. «Yo sólo quería educar a mis hijos sin religiones de ningún tipo, y fíjate, acabaron haciendo las mismas bobadas cristianas que el resto del mundo. Puestos a eso, mejor seguir con mis bobadas judías, ¿no? Mamá no quería que me casara como me casé. Me decía: vas a acabar convirtiéndote, vas a perder tu identidad. Nunca le creí, y ahora mírame: tengo que armar el condenado arbolito. Si no lo hago ya, después no hay quien se aguante a mis hijos. Que estas cosas son importantes, mamá. Que las tradiciones y los símbolos. Puras excusas. Lo que quieren es ahorrarse el trabajo de leñador que es armar una vaina de éstas.» Y mi padre y yo, que tras la muerte de mi madre fuimos dejando de lado estas prácticas de árboles y burros y bueyes y espejos que simulan lagos y musgo que simula pasto y niños plásticos acostados sobre paja de mentiras, nosotros que habíamos desarrollado juntos un desinterés cariñoso por toda la parafernalia de la Navidad bogotana, nos encontramos de repente arrodillados sobre la alfombra, poniendo las ramas de un árbol en orden de tamaño y extendiendo la hoja de instrucciones entre nuestras rodillas. El trabajo no era sencillo y la carga de ironía que llevaba no era poca, y tal vez por eso lo hicimos con menos reticencia de la predecible, una especie de quién hubiera dicho o de si nos viera tal persona. Sara había comenzado a hablar de sus nietos. Ésa era una zona que mi libro no había tocado, porque era inasequible; por más que Sara se hubiera esforzado, jamás habría podido explicar ese tránsito entre su propia infancia alemana y la que vivían sus nietos. Si sus hijos eran extraños, sus nietos lo eran doblemente, gente tan alejada de Emmerich, y de la sinagoga de Emmerich, como era posible. «¿Cuántos años tiene el menor?», pregunté.

«Catorce. Trece. Por ahí.»

«Catorce», repetí. «La misma que tenías tú cuando llegaste.»

Sara lo consideró, pareció no haberse percatado de eso antes. «Exacto», dijo, pero luego se quedó callada, organizando con sus manos viejas las esferas verdes y amarillas y rojas de cristal quebradizo, escarchadas o no, opacas o traslúcidas, que iba a colgar en el árbol cuando mi padre y yo lo termináramos. «Los demás ven a sus hijos y se ven en ellos», dijo. «Tu papá se ve en ti, se verá en tus hijos. A mí eso no me va a pasar, somos distintos. No sé si importe.»

«Bueno, también está la genética», dijo mi padre.

«Cómo así.»

«Ellos se parecen a ti, y eso, para su desgracia, es definitivo.»

Esa tarde, mi padre parecía invulnerable a las marcas de su pasado. Se acordaba de las palabras que esa semana se rezarían en todas partes, esos versos que siempre le habían provocado carcajadas genuinas: Rey de las naciones / Emmanuel preclaro / De Israel anhelo / Pastor del rebaño. Los recitaba (porque los conocía de memoria, todos los versos de todos los días de la novena, y también algunas de las Oraciones), y ensamblaba una rama en el tronco del árbol, y luego los volvía a recitar, y tomaba otra rama y le daba vueltas para averiguar dónde encajaba. Y todo el tiempo parecía contento, como si estas fiestas, a las que siempre había sido inmune, de repente lo afectaran. Y entonces confirmé la intuición que había tenido antes: una de las consecuencias de la segunda vida era una nostalgia brutal, la noción, tan democrática, tan asequible a todo el mundo y al mismo tiempo tan sorpresiva, del tiempo perdido, aunque en ese tiempo hayamos sufrido más que en el presente. Lo confirmé gracias a mis grabaciones, que en ese momento y en ese instante parecieron justificar cada segundo que había invertido en ese curioso fetichismo: conservar la voz ajena.

Para otro de esos domingos yo había tenido el mal tino de traer a casa de Sara uno de los casetes que guardaba como un secreto de estado. Después de servirnos el café, les había pedido que se sentaran alrededor del equipo de sonido e hicieran silencio, y en el espacio abierto que hacía las veces de salón los tres habíamos escuchado a Sara hablar de su hotel. «La guerra estaba en el hotel, la llevábamos en los bolsillos», le oímos decir. «Yo no puedo contarte todas las cosas que vi, porque hay gente que está viva todavía, y yo no soy ninguna delatora, ni quiero destruir reputaciones ni levantar tierra donde nadie quiere que se levante. Pero si pudiera, si estuviéramos solos en el mundo, tú y yo, en esta casa, si hubiera caído una bomba y Colombia ya no existiera y sólo existiéramos nosotros, y tú me preguntaras qué cosas pasaron, yo te las podría contar todas… Luego ya no te gustaría haberlas sabido. A uno lo contaminan esos conocimientos, Gabriel, no sé cómo decirlo mejor, pero es así. Si me lo hubieran preguntado, yo hubiera dicho: prefiero cerrar los ojos, no ver esas cosas. Y nadie me lo preguntó, claro, quién iba a tener esa delicadeza. A pesar de que mi familia fuera la dueña del hotel, ¿no? Porque si en el mundo hubiera lógica, un ángel de la Anunciación habría debido aparecerse en el Nueva Europa y avisarle a mi papá que pasaría esto, que pasaría aquello. No, lógica no: justicia. Un aviso hubiera sido apenas justo, pero claro, uno con esas cosas no puede contar, esa cláusula no está en el contrato. Los contratos los redactan allá arriba y uno firma sin chistar, y después pasan cosas y con quién habla uno si no está conforme… En fin, no puedo hablarte de todo, pero puedo hablarte del hotel, del hotel y de la guerra y de lo que eso generó en mi vida, porque uno también es los espacios en que ha crecido.

»Me preguntas si me arrepiento de algo. Todo el mundo se arrepiente de algo, ¿no? Pero tú me lo preguntas y ahí mismo se me viene a la cabeza la cara de la vieja Lehder. Era una de las alemanas de Mompós. Así les decíamos a los alemanes nazis de Mompós. Algunos habían sido clientes habituales del hotel antes de 1940, varios habían conocido a Eduardo Santos. Mucho mejor que yo, además. Por eso fue tan raro, Gabriel. Por eso fue tan sorprendente que esta mujer fuera a buscarme. Era a principios de 1945. Fue a buscarme para pedirme que intercediera a favor de su marido. Dijo así, yo no tengo la culpa, dijo que intercediera a favor. El señor Lehder acababa de ser recluido en el Hotel Sabaneta. No, me niego a hablar de “campo de concentración”, el lenguaje no nos puede hacer estas trampas. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. El asunto es que la señora Lehder vivía sola en su casa de Mompós, sus empleados se habían ido, le habían cortado la luz. Y el marido en el Sabaneta. Por eso vino a buscarme, para que la ayudara. Le dije que se largara del hotel, tal vez con mejor educación, pero igual fue eso lo que le dije. Y ella me habló del hijo que tenía en la Wehrmacht, un jovencito de su edad, me decía, es casi un niño, peleó en Leningrado hasta que lo hirieron, sólo quiero que me deje quedarme para oír radio, saber si alguien tiene noticias de mi hijo, si murió de frío en Leningrado, señorita Guterman, parece que los soldados tienen que orinarse en los pantalones para sentir un poco de calor. Yo le dije que no. Ni siquiera la dejé sentarse a oír radio. Después supe que los Lehder habían encontrado a un abogado amigo del Ministerio de Relaciones Exteriores, y así pudieron regresar a Berlín. En cualquier caso, me acuerdo de eso, de haberme negado a que la vieja Lehder se sentara a ver si alguien le hablaba de su soldadito. Me importaba un carajo el soldadito y también la vieja Lehder. Pero lo más grave no es eso. Lo más grave es que hoy tampoco la ayudaría. Me preguntas si me arrepiento de algo y pienso en eso, pero la manera de repararlo, hoy, sería que no hubiera ocurrido. No habría otra manera. Porque si ocurriera otra vez, yo haría lo mismo. Sí, no lo pensaría dos veces. Es terrible, pero es así.»

El poder de las grabaciones. Esa tarde, escuchándolas, mi padre envejeció veinte años: pensaría acaso, como pensaba yo, que cada frase de Sara Guterman evocaba la traición de que había sido víctima, cada frase la contenía, pero también conseguía vaciarla de significado, pues ni yo ni Sara podíamos aprehender su experiencia, sentir lo que había sentido de joven. No pidió nunca que apagáramos el equipo, ni que cambiáramos el casete, ni se paró con algún pretexto para escapar al baño o a la cocina. Soportó sin decir nada esa grabación que le resultaba por lo menos incómoda y a veces incluso dolorosa, porque revivía para él las circunstancias que durante tanto tiempo había mantenido en secreto y a las cuales, bajo el acicate de mi libro, había aludido en público, para desasosiego (y a veces admiración) de sus estudiantes; la soportó como había soportado el cateterismo, con los ojos bien abiertos y fijos en la lámpara colgante, en el cable esmirriado, en la caperuza metálica. Cuando terminó la voz de la primera cara y pregunté si querían oír la otra, él dijo que no, gracias, que pusiéramos algo de música y conversáramos un rato, Gabriel, ¿no era mejor aprovechar estos momentos para hablar? Su voz de cometa de papel me resultó apenas audible; en una frase, mi padre se las arregló para quejarse, llamar la atención como un adolescente malcriado, y, en general, soltar sobre el ambiente la autoridad de sus pataletas: si había cosas que él prefería olvidar, era incomprensible y hasta obsceno que otros quisiéramos recordarlas. Y el resto de la tarde, la compañía de ese anciano amargado y pálido, que me hubiera molestado tratándose de un extraño, al tratarse de mi padre me pareció lastimosa y patética. Eso descubrí esa tarde: que mi padre era incapaz de lidiar con los hechos de su propia vida, que la noción de su pasado le picaba como una semilla de fresa metida entre los dientes. Esas conversaciones grabadas cinco años antes (sobre cosas ocurridas hacía ya medio siglo) lo minaron desde dentro y le chuparon la sangre, lo dejaron agotado como si acabara de salir de la sala de cirugía.

Pero en la tarde de la que hablo, mi padre había vuelto a ser el tren que era antes, su cabeza volvía a funcionar como en sus mejores días, y la hipótesis del segundo turno parecía una evidencia grande como un caballo en la sala. Yo recordaba las palabras grabadas, levantaba la cabeza para ver a los otros comensales —mi familia—, y pensaba eso que siempre es increíble: esto les pasó a ustedes. Esto, que pasó hace medio siglo, les pasó a ustedes, y aquí están ustedes, vivos todavía, fungiendo como testimonio tangible de hechos y circunstancias que quizás morirán cuando ustedes mueran, como si ustedes fueran los últimos seres humanos capaces de bailar un baile andino que nadie conoce, o como si supieran de memoria la letra de una canción que nunca se ha puesto por escrito y que se perderá para el mundo cuando ustedes la olviden. ¿Y en qué estado físico vivían esos receptáculos de la memoria? ¿Qué tan deteriorados estaban, qué tanto tiempo tenía el mundo para intentar sacarles sus conocimientos? Cada movimiento, cada palabra de mi padre era una banderita y llevaba este eslogan: tranquilos todos, que aquí no ha pasado nada. Y Sara, al parecer, opinaba lo mismo.

«La verdad es que quedaste como nuevo», le decía Sara a mi padre, «a ver si me va a tocar a mí también hacerme una cosa de ésas.»

«¿Que no hay reencarnación?», decía mi padre. «¿Que no hay karma? Ya de eso no me convence nadie, mi querida, yo a partir de ahora me declaro hinduista.»

«Es que no lo soporto», dijo Sara. «Hasta me veo más vieja a tu lado.»

Era una mínima exageración, por supuesto, porque Sara, vestida con pantalones anchos de lino y un camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas, seguía viéndose tan maciza como si la mitad de sus años le hubiera sido condonada por buena conducta. Parecía haberse instalado en cierta cómoda soledad; parecía resignada a que los días le pasaran por encima y dispuesta a levantar la cabeza, con algo que hubiera podido llamarse sumisión pero también costumbre, para verlos pasar. Su cara subrayaba los años que había vivido sin más responsabilidad que su propio sustento. En los lóbulos de sus orejas había perforaciones para aretes, pero no había aretes; llevaba gafas bifocales para leer, el marco dorado y discreto, el lente de un color cobrizo. Su cuerpo, me pareció, había vivido a un ritmo distinto: en él no estaba el tiempo, ni el cansancio de la piel; en él, claro, no estaban las tensiones, ni la manera en que el dolor marca la cara de la gente, araña los ojos y les obliga a usar lentes bifocales, crispa las comisuras de los labios y surca el cuello como un azadón. O era quizás más preciso hablar de memoria: el cuerpo de Sara acumulaba tiempo, pero no tenía memoria. Sara guardaba su memoria en lugares apartados: en cajas y en carpetas y fotografías, y en los casetes de los cuales yo era custodio, que parecían absorber la historia de Sara y a la vez hurtársela a su cuerpo. Los casetes de Dorian Guterman. Las carpetas de Sara Gray.

En cuanto a él, no era falsa la idea de que en esos seis meses la transformación había sido notoria. Yo sabía que una de las consecuencias inmediatas de la operación era una brusca invasión de oxígeno en un corazón desacostumbrado, y, por lo tanto, niveles de energía cuya existencia ya ha olvidado el paciente, pero viéndolo a través de los ojos de la anfitriona, mirándolo como lo miraba su contemporánea, pensé que sí, que era cierto el lugar común, que mi padre había quedado como nuevo. Durante esos últimos meses yo habría olvidado su condición si no hubiera sido por el blasón guerrero del corte de su pecho, ese memorando del cuerpo, y por las restricciones impuestas antes de la operación, que seguían vigentes —aunque sólo mi padre permanecía consciente de sus disciplinas privadas— y que salían a la superficie en los almuerzos y en las comidas, tal y como salieron esa tarde, mientras comíamos ajiaco en ese apartamento navideño desde donde podía verse Monserrate.

«¿Y qué vas a hacer ahora?», dijo Sara. «¿Qué vas a hacer con tu vida nueva?»

«Por lo pronto, no cantar victoria. O más bien cantarla, pero muy pasito. Tengo que cuidarme mucho para seguir como estoy, la dieta es estricta pero hay que seguirla. Está bien, esto de tener veinte años otra vez.»

«Qué tipo tan insoportable. Algo te va a pasar, por arrogante.»

Gabriel Santoro, el nuevo. Gabriel Santoro, versión corregida y aumentada. El orador reencarnado se paró de repente y cruzó la sala recto y decidido como una mosca, llegó a la estantería de madera y su mano izquierda cogió un sobre de cartón del tamaño de una invitación de matrimonio y con el pulgar del muñón sacó el disco del sobre y lo puso sobre el tocadiscos y puso la palanca en 78 r.p.m. y bajó la aguja, y entonces empezaron a sonar las canciones alemanas que Sara me había hecho escuchar años atrás.

Veronika, der Lenz ist da,

die Mädchen singen Tralala,

die ganze Welt ist wie verhext,

Veronika, der Spargel wächst.

Yo había cerrado los ojos y me había recostado en el sofá, y comenzaba a dejarme llevar por la modorra del almuerzo, por la pesadez del ajiaco en una tarde de domingo, cuando creí darme cuenta de que mi padre estaba cantando, y rechacé la idea, por improbable y fantasiosa, y enseguida me pareció otra vez oír su voz por debajo de la música vieja y de la estática de los parlantes y de los instrumentos de los años treinta. Abrí los ojos y lo vi, en efecto, abrazando a Sara (que se había puesto a lavar los platos) y cantando en alemán. El que no lo hubiera visto cantar más de tres veces en toda la vida fue menos raro que verlo cantar en una lengua que desconocía, y de inmediato recordé una escena de cuando era niño. Durante unos meses, mi padre había tenido que ponerse una peluca y cambiarse las gafas y usar corbatín en vez de corbata: el hecho simple de pertenecer a la Corte Suprema, aunque no fuera juez sino satélite, lo había vuelto interesante, y había recibido ya sus primeras amenazas de secuestro, un par de llamadas de esas que son tan comunes en Bogotá y a las que nos hemos acostumbrado a no hacer demasiado caso. Pues bien, la primera vez que llegó a casa disfrazado, saludó desde las escaleras como hacía siempre, y yo, al salir, me encontré con esa figura desconocida, y tuve miedo: un miedo breve y desvirtuado enseguida, pero miedo al fin y al cabo. Algo parecido pasó cuando lo vi mover la boca y sacar sonidos extraños. Era, en verdad, otra persona, un segundo Gabriel Santoro.

Veronika, die Welt ist grün,

drum lass uns in die Wälder ziehn.

Sogar der liebe, gute, alte Grosspapa,

sagt zu der lieben, guten, alten Grossmama.

Cuando los viejos volvieron a sentarse en la sala, uno o el otro notó mi cara de espanto, y me explicaron al alimón que a eso, entre otras cosas, se había dedicado mi padre durante los últimos meses. «¿Te parece absurdo?», dijo él. «Porque a mí sí, te lo confieso. Aprender una lengua nueva a los sesenta y pico, ¿para qué? ¿Para qué, si la que ya tengo tampoco me sirve de gran cosa? Estoy jubilado, estoy jubilado de mi lengua. Y esto es lo que hacemos los jubilados, buscar otro trabajo. Si nos dan una segunda vida, pues más todavía.» Fue entonces, en medio de las disquisiciones sobre esa manera de reinventarse, en medio del espectáculo de sus palabras remodeladas, en medio de las frases cantadas de cuyo sentido me enteraría más tarde, que mi padre nos habló a Sara y a mí de Angelina, de cómo había llegado a conocerla mejor en estos meses —era lógico, tras tanto tiempo de verla diariamente y recibir sus masajes—, de cómo se había seguido viendo con ella después de terminada la terapia y restaurada su salud. Eso nos contó. Mi padre el sobreviviente. Mi padre, capaz de reinventarse.

«Me estoy acostando con ella. Llevamos dos meses viéndonos.»

«¿Cuántos años tiene?», preguntó Sara.

«Cuarenta y cuatro. Cuarenta y cinco. Ya no me acuerdo. Me lo dijo, pero no me acuerdo.»

«Y no tiene a nadie, ¿verdad?»

«¿Cómo sabes que no tiene a nadie?»

«Porque si tuviera, alguien se lo estaría echando en cara. Que está prohibido acostarse con viejos. Que la diferencia de edades. Cualquier cosa. Debe de tener una buena historia.»

«Ya empezaste», dijo mi padre. «No hay historia.»

«Claro que sí, no me vengas con cuentos. Primero, no tiene a nadie que le haga reclamos. Segundo, te pones evasivo cuando te lo pregunto. Esta mujer tiene una historia del carajo. ¿Ha sufrido mucho?»

«Bueno, sí. Qué pasta de inquisidora tienes, Sara Guterman. Sí, ha tenido una vida de mierda, esta pobre. Los papás estaban en la bomba de Los Tres Elefantes.»

«¿Tan reciente?»

«Tan reciente.»

«¿Vivían aquí?»

«No. Habían venido desde Medellín a visitarla. Alcanzaron a saludarla, eso sí, y luego se fueron a comprar unas medias veladas. La mamá necesitaba unas medias veladas. Los Tres Elefantes era lo más cerca. Hace poco pasamos por ahí en un taxi. No me acuerdo adónde íbamos, pero cuando llegamos Angelina tenía las manos dormidas, la boca reseca. Y esa tarde le dio un poco de fiebre. Todavía le da tan duro. El hermano vive en la costa, no se hablan.»

«¿Y a qué horas te ha contado todo eso?», pregunté.

«Yo soy viejo, Gabriel. Chapado a la antigua. Me gusta hablar después del sexo.»

«Bueno, bueno, no seas impúdico», dijo Sara. «Yo no me he ido, sigo aquí, o acaso es que me volví invisible.»

Le di a mi padre un par de palmadas sobre la rodilla, y su tono cambió: dejó la ironía a un lado; se hizo dócil. «No sabía qué ibas a opinar», dijo. «¿Te das cuenta?»

«De qué.»

«De que ésta es la primera vez en la vida que te hablo de algo parecido», dijo, «y lo hago para contarte lo que te estoy contando».

«Y sin darnos tiempo a los demás de taparnos los oídos», dijo Sara. Enseguida preguntó: «¿Se ha quedado en tu casa?».

«Nunca jamás. Y no creas que no se lo he propuesto. Es muy independiente, no le gusta dormir en otras camas. A mí eso me va bien, ni que decir tiene. Pero ahora le dio por invitarme a Medellín.»

«¿Cuándo?»

«Ya. Mejor dicho, para pasar las fiestas. Nos vamos el próximo fin de semana y nos devolvemos el dos o el tres de enero. Todo eso si le dan permiso, claro. Es que la explotan como a una bestia, te juro. Es la semana de fin de año, y ella se la tiene que pelear con las uñas.»

Se quedó pensando.

«Me voy a Medellín con ella», dijo entonces. «A pasar Navidad y Año Nuevo con ella. Me voy con ella. Caray, es verdad que suena rarísimo.»

«Raro no, suena ridículo», dijo Sara. «Pero bueno, todos los adolescentes son ridículos.»

«Hay una cosita, eso sí», me dijo mi padre. «Necesitamos tu carro. Mejor dicho, no lo necesitamos, pero le dije a Angelina que es una bobada coger un bus cuando tú nos puedes prestar tu carro. Si puedes, claro. Si no lo vas a necesitar, si no es problema.»

Le dije que no lo iba a necesitar, aunque era mentira; le dije que no era problema, en parte porque todo él, su voz y sus maneras, me hablaba con un afecto inédito, como si le pidiera un favor especial a un amigo especial.

«Coge el carro y no te preocupes», le dije. «Vete a Medellín, pasa rico, saludes a Angelina.»

«¿Seguro?»

«Me quedo con Sara. Ella me invita a pasar Navidad y Año Nuevo.»

«Sí señor», dijo ella. «Vete tranquilo. No nos haces falta. Nos vamos a quedar aquí, vamos a armar nuestra propia fiesta. Tomando lo que tú no puedes tomar, comiendo grasa saturada y hablando de ti a tus espaldas.»

«Pues por mí perfecto», dijo mi padre. «Eso a mis espaldas no suele importarles.»

«¿Tú vas a manejar?», dijo Sara.

«No todo el tiempo. Mi mano tiende a volverse un factor de riesgo en carreteras como ésa. La mayor parte le tocará a ella, supongo. No me consta que lo haga bien, pero tiene su pase en regla, y además quién dijo que hay que manejar bien para manejar en Colombia. ¿Qué tan peligrosa puede ser? Yo no me puedo poner con exigencias, a Virgilio regalado no se le mira el diente.»

«¿Cómo así?», le pregunté. «¿La idea es tuya?»

«Qué diente ni qué nada», dijo Sara. «Delirios de juventud, se llama esto.»

«Ah, el monstruo verde se hace presente entre nosotros. ¿Estás celosa, Sarita?»

«Celosa no, deja de decir bobadas. Pero estoy vieja, y tú también, no te hagas. Haciendo viajes de ocho horas por carretera. Haciendo el amor con niñas de colegio. Te va a dar un infarto, Gabriel.»

«Pues valdrá la pena.»

«En serio», dije yo. «¿Qué opina ella?»

«Que un copiloto cualquiera es un buen copiloto.»

«No, de tu edad. ¿Qué opina de tu edad?»

«Le parece perfecto. Bueno, supongo que le parece perfecto, no le he preguntado. Regla fundamental del interrogatorio forense: uno no hace preguntas cuyas respuestas no quiere oír, cuídate de las preguntas boomerang, que decían los antiguos. No, yo no quiero respuestas que vengan a darme en el cogote. Tampoco le he preguntado qué piensa de mi mano, si le molesta, si tiene que hacer esfuerzos para olvidarse. ¿Qué quieres que te diga? Soy un buen tipo, no le voy a hacer daño, y sólo eso debe de parecerle una fortuna. Es estúpido, pero me dan ganas de cuidarla. Tiene cuarenta y cuatro y yo quiero cuidarla. Ella está convencida de que el mundo es una mierda, de que todos nacen con el único objetivo de hacerle pasar un mal rato. No es la primera vez que oigo este argumento, pero nunca me había tocado tan de cerca. Y me paso el día y la mitad de la noche convenciéndola de lo contrario, Platón, homo homini Deus, todas esas cosas, a ella que no coge un libro ni por error. Miren que yo he vivido mucho, he visto lo que hay que ver. Pero esto es de lejos, muy de lejos, la cosa más impredecible que me ha pasado en la vida.»

Olvidó que a la vida le gusta superarse a sí misma. La vida (la segunda vida) tardó una semana en recordárselo, y lo hizo con lujo de detalles.

Ahora me gusta pensar y repensar en esa semana, porque es lo más parecido que tengo a la inocencia, a un estado de gracia, porque al terminarse esa semana se cerró toda una idea de lo que debe ser el mundo. En ese momento este libro no existía. Todavía no podía existir, por supuesto, porque este libro es una herencia generada por la muerte de mi padre, el hombre que mientras vivía despreció mi trabajo (escribir sobre vidas ajenas) y que después de muerto me dejó como legado el tema de su propia vida. Yo soy el sucesor de mi padre y soy también el ejecutor testamentario.

Mientras escribo compruebo que en el curso de varios meses se han acumulado sobre mi escritorio, más que las cosas y los papeles que necesito para reconstruir la historia, las cosas y los papeles que prueban la existencia de la historia y que pueden corregir mi memoria si fuera necesario. No soy escéptico por naturaleza, pero tampoco soy ingenuo, y sé muy bien de qué magias baratas puede valerse la memoria cuando le conviene, y también, al mismo tiempo, sé que lo pasado no es inmóvil ni está fijo, a pesar de la ilusión de los documentos: tantas fotografías y cartas y filmaciones que permiten pensar en la inmutabilidad de lo ya visto, lo ya escuchado, lo ya leído. No: nada de eso es definitivo. Basta un hecho nimio, algo que en el gran marco de las cosas consideraríamos intrascendente, para que la carta que contaba frivolidades pase a condicionar nuestras vidas, para que el hombre inocente de la fotografía resulte haber sido siempre nuestro peor enemigo.

Mi escritorio es el mismo que fue de mi madre. La madera se ha reblandecido a fuerza de embadurnarla con líquido de muebles, pero ésa es la única estrategia que se me ha ocurrido para proteger esta mole (que parece recién tallada a partir de un tronco mojado) del ataque de los gorgojos. Hay huellas de vasos que ya nada, salvo la lija, puede corregir. Hay esquinas picadas o desportilladas, y más de una vez me he clavado una astilla por no cuidar en dónde arrastro la mano. Y hay, sobre todo, cosas, cosas cuya función principal es probatoria. De vez en cuando cojo uno de los casetes y confirmo que siguen allí, que todavía contienen la voz de Sara Guterman. Cojo una revista de 1985 y leo algún párrafo: «Con el ataque japonés de la base estadounidense de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, Colombia decidió por fin romper relaciones con los países del Eje…». Cojo el discurso de diciembre del 41, con el que Santos rompió relaciones con el Eje: «Nosotros estamos con nuestros amigos, y estamos firmemente con ellos. Nosotros cumpliremos el papel que nos corresponde en esta política de solidaridad continental y sin odio para nadie…». Cojo una carta de mi padre a Sara, una carta de Sara a mi padre, un discurso de Demóstenes: éstas son mis pruebas. Soy sucesor, soy ejecutor y soy también fiscal, pero antes he sido archivista, he sido organizador. Mirando hacia atrás —y atrás, aclaremos, quiere decir tanto un par de años como medio siglo— los hechos cobran forma, un cierto diseño: significan algo, algo que no necesariamente viene dado. Para escribir sobre mi padre me he visto obligado a leer ciertas cosas que a pesar de su tutoría no había leído nunca. Demóstenes y Cicerón son lo más evidente, casi un cliché. Julio César no era menos predecible. Esos libros son también pruebas perentorias, y cada uno de ellos obra en mi expediente, con todas las anotaciones que haya hecho mi padre. El problema es que interpretarlos no está a mi alcance. Cuando mi padre anota, al lado del discurso de Bruto, «¿Del verbo al sustantivo? Aquí perdiste», ignoro qué habrá querido decir. Me siento más cómodo en los hechos; y la muerte, por supuesto, es el hecho más denso, más significativo, menos susceptible de ser pervertido o malversado por interpretaciones distintas, versiones relativas, lecturas. La regla dice que la muerte es tan definitiva como puede llegar a serlo algo sobre la tierra. Por eso es tan incómodo que un hombre cambie después de muerto, y por eso es que se escriben biografías y memorias, esas formas baratas y democráticas de la momificación.

El proceso de momificación de mi padre sólo fue posible a partir del veintitrés de diciembre de 1991, cuando sucedió el accidente. En ese momento yo estaba en mi casa, cómodo y tranquilo y acostado con una amiga, T, una mujer que conozco desde que yo tenía quince años y ella doce, con quien suelo encontrarme cada dos o tres meses para hacer el amor y ver una película, pues, a pesar de que ella esté casada y relativamente contenta, siempre hemos tenido la idea de que en otra vida hubiéramos podido estar juntos, y eso nos hubiera gustado. Yo sigo viendo a T como una niña, y acaso hay en eso una perversión que ambos nos permitimos durante unas horas. Nos tocamos, nos acostamos, vemos una película y a veces volvemos a acostarnos después de la película, pero no siempre, y luego T se da una ducha, se seca el pelo con un secador que compré sólo para ella, y se va para su casa. Así fue esa noche: según mis cálculos, estábamos viendo la película, y tal vez Marlon Brando estuviera muriendo de un infarto en medio de un huerto y a la vista de su nieto, pero es posible que la película ya se hubiera acabado y yo estuviera buscando la boca de T, que es amplia y siempre está fría. A veces se me ha llegado a ocurrir la posibilidad de esa coincidencia: que T se hubiera sentado encima de mí y estuviera bajando y subiendo sobre mi erección como suele hacerlo, justo en el momento en que mi carro (manejado por mi padre) y un bus del Expreso Bolivariano (manejado por un tal Luis Javier Velilla) se desbarrancaban juntos a pocos kilómetros de Medellín, en la vía a Las Palmas. El carro salía de Medellín; el bus llegaba. Cinco pasajeros sobrevivieron al accidente. Nunca entenderé que mi padre, el gran sobreviviente, no estuviera entre ellos.

Las preguntas boomerang comenzaron a acumularse casi de inmediato en mi cabeza, y yo, con negligencia que el profesor de retórica me hubiera reprochado, permití que eso ocurriera. ¿Qué estaba haciendo mi padre en la carretera a Las Palmas, es decir, devolviéndose de Medellín? ¿Por qué manejaba de noche, si conocía la pésima reputación que tenía esa carretera? ¿Por qué no había dejado que Angelina manejara? Estas preguntas (las más físicas, las más circunstanciales) y las otras, las relacionadas con la culpa del accidente (las más susceptibles, pensé en ese momento, de regresar por detrás y darme en el cogote), llegaron en tropel y sin anunciarse cuando recibí la llamada de Sara y la escuché contarme la noticia, o más bien leerla palabra por palabra del periódico, mientras yo la escuchaba con cierta distracción y un efímero lamento altruista, como suele escucharse la noticia de una muerte ajena en Colombia. Enseguida me dijo que el nombre de mi padre estaba en la lista del periódico. «No puede ser», dije, todavía de pie junto a la mesa de noche. «Él está en Medellín. Él no se devuelve hasta enero.»

«Ahí está la placa del carro, Gabriel, y está el nombre», dijo ella; no lloraba, pero tenía la voz gangosa y desigual de quien acaba de hacerlo. «Yo también quería que fuera un error. Lo siento mucho, Gabriel.»

«¿Y ella? ¿Estaba con él?»

«Quién sabe.»

«Si no estaba con él, de pronto no era él. De pronto es otra persona, Sara.»

«No es otra persona. Lo siento tanto.»

Yo tenía en la mano izquierda una camiseta blanca con una fotografía trucada del mar Caribe y la leyenda Colombia nuestra, y en la derecha una planchita de viaje, un aparato del tamaño de un puño que había conseguido rebajado en una tienda de electrodomésticos de Sanandresito. Acababa de planchar la camiseta y había desconectado la plancha, pero después de colgar, al sentarme distraídamente sobre mis sábanas destendidas, me la puse sobre las piernas, y el quemón fue brutal. Para cuando me vestí, entre la incredulidad y el mareo, y pedí un taxi, sobre mi rodilla se había formado una ampolla oblonga del color de la leche aguada. La telefonista que me atendió me dio dos cifras, un código y el número de identificación de mi móvil, esas estrategias de seguridad con que los bogotanos más ingenuos confiamos en burlar a los atracadores; pero mi padre acababa de morir —el dolor de la piel quemada no hacía sino recordármelo, como un testimonio de los dos cuerpos, el suyo y el de su amante, tal vez quemados también, la piel convertida en una sola bolsa de agua blanca—, y al montarme al taxi me di cuenta de que había olvidado los números que debía pronunciar para que el hombre me aceptara. «¿Código?», decía y repetía el taxista, y decían lo mismo su bozo brillante de sudor, sus ojos achinados. De repente tuve miedo de que algo me pasara, empecé a respirar con dificultad y apenas tuve tiempo de pensar, en medio del intenso dolor físico, de la pérdida que acaba de invadir mi vida y de la oscuridad de mis demás razonamientos, que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad.

Me bajé otra vez del taxi. Le dije al taxista que me esperara un segundo, por favor, pero no debió de oírme: tan pronto como me vio acostarme sobre el andén, prendió el carro y arrancó. Sobre un muro cercano había geranios; me recordaron, como era predecible, las paredes de las casas que se ven bajando hacia Medellín por la vía a Las Palmas, y en cuanto me vino esta imagen me vino también el primer bolo de náusea. Me arrodillé junto al muro y vomité una flema del color del óxido, delgada y casi inodora (no había comido nada esa mañana), y me incorporé tan pronto como sentí que mis piernas, que se vuelven frágiles cuando vomito, serían capaces de acompañarme, porque me pareció que la mínima dignidad de soportar de pie esas experiencias —la visión de los edificios con sus ventanas cayéndome encima, la presión de la ropa sobre el pecho— me ayudaría de alguna manera a atravesar esa semana en la cual Sara, misericordiosa y más valiente que yo, se haría cargo de los trámites con la soltura de un enterrador profesional, pero con la simpatía que un enterrador ha perdido para siempre. Uno de sus hijos me llamó por esos días. «¿Por qué no se ocupa usted de estas cosas?», me dijo por teléfono. «Mi mamá no está para encargarse de muertos ajenos, eso debería ser obvio.» Pensé en una forma curiosa de los celos, porque Sara duplicaba las medidas que había tomado con la muerte de su marido; al hijo, eso no parecía gustarle demasiado. Pero Sara no le hizo caso. Sara siguió haciendo lo que era preciso hacer. Redactó el anuncio para los dos periódicos de Bogotá, los que todos los bogotanos abrimos para ver a qué muertes habremos de asistir durante el día, y decidió, por razones que no parecía tener muy claras, excluirse del texto, a pesar de que yo le había pedido que invitara conmigo. Así que Gabriel Santoro invitó a las exequias de Gabriel Santoro; y en el redoble de nombres y apellidos hubo algo solitario y triste, porque a muchos de los asistentes a la misa, gente que no me conocía, les dio la impresión de una errata de imprenta. Sara se disculparía muchas veces por no haber puesto el segundo apellido, como es de uso en este país que siempre le había resultado extraño. Por supuesto, eso hubiera evitado cualquier confusión; pero no la culpé, no hubiera podido culparla. Ella había asumido incluso las diligencias más frívolas, que son, por eso mismo (porque nos apartan de la gravedad, de la solemnidad, del rito), las más dolorosas, y, tras un comentario suelto en el que yo había mencionado que preferiría cremar el cuerpo por miedo al dolor renovado de las visitas y los aniversarios en el cementerio y las flores compradas en la autopista, Sara había negociado con los administradores de Jardines de Paz y logrado que nos cambiaran el lote —el lote cuyo título yo había cargado tantos años en mi billetera como otros cargan el teléfono arrugado de la primera novia— por los derechos de cremación.

Las ceremonias se llevaron a cabo el jueves siguiente. La misa, en la iglesia penumbrosa de Cristo Rey, fue un portento de vacuidad religiosa, un inventario de sinsentidos en el cual algunos parecían encontrar sosiego. «Nuestro hermano», decía el cura, y miraba de nuevo sus papeles para refrescar la memoria, «nuestro hermano Gabriel Santoro ha muerto para vivir en nosotros. Nosotros, por medio del amor de Cristo, de su generosidad infinita y eterna, vivimos en él». Más tarde me enteraría de que antes de la misa había estado preguntando por mí, buscándome para entrevistarme, y Sara lo había atendido en mi lugar. El cura se le había acercado con una libretita de cuero negro en la mano, abierta y presta como la de un periodista. «¿Cómo era el difunto?», le preguntó a Sara. Ella, acostumbrada como estaba a estos trámites, contestó con las señas públicas de un zodiaco: era amable, cariñoso, familiar, caritativo. El cura tomó nota, estrechó la mano de Sara, y ella lo vio regresar a la sacristía. «Quienes conocimos a Gabriel», dijo después, desde el micrófono, «sabemos de su carácter amable y familiar, del infinito cariño que prodigaba a los suyos, de la inagotable caridad con que se entregaba a propios y extraños. El Señor lo tenga en su santo reino». Y el mar de cabezas asentía: todos estaban de acuerdo, el muerto había sido tan buena persona. «Reunirnos aquí, para evocar la memoria de nuestro hermano, es también preguntarnos cómo perpetuaremos lo que él ha dejado en nosotros; es medir la intensidad de la pérdida, y el consuelo de la resurrección…» El cura hizo en público la pregunta que yo me había hecho en privado tantas veces, no sólo desde el instante en que supe que mi padre ya no estaba, sino desde mucho antes, y sus palabras me parecieron intrusas. Pensé en el posible legado de mi padre; sentí al principio que no había recibido nada, nada salvo el nombre, salvo el timbre de la voz; pero terminé por considerar que de muchas formas mi vida no era distinta de la suya: era una mera prolongación, un curioso seudópodo.

Tres colegas de mi padre me ayudaron a levantar el ataúd —sin ventanilla de ningún tipo, según lo convenido con Sara— y llevarlo hasta la puerta de la iglesia; entonces, una cuadrilla de hombres enlutados nos cortó el camino; hubo ajetreo de papeles, el ataúd descansó sobre una montura dorada, y un desconocido comenzó a leer. Sostenía el papel con una mano argollada (argollada en tres dedos). El hombre era vocero de la Alcaldía Mayor de Bogotá; al final de cada frase sus talones se separaban dos o tres centímetros del suelo, como si intentara empinarse para ver mejor.

Señoras, señores, amigos, compatriotas todos:

Gabriel Santoro, el prócer, pensador, catedrático y amigo, representaba a su edad avanzada al hombre ecuánime y honesto, estandarte o paradigma, porque en todos los momentos de su vida se distinguió por el patriotismo puro y noble, su integridad moral, la personalidad y el temperamento recios, su devoción y afecto a la ideología, el estricto y cabal cumplimiento de sus deberes y, además, por el gesto cordial, afectuoso, de sus relaciones humanas.

Nacido en Santa Fe de Bogotá, tierra ubérrima de ilustres prosapias, Sogamoso fue cuna de sus ancestros y luz de su claro entendimiento. Formado para la política, la ciencia y la cultura en hogar de cristianas virtudes, las cultivó y aquilató con esmerada unción, como era de usanza en las sociedades que practicaban las ideas sanas con profundas convicciones. La religión, los principios de la ideal filosofía, eran centro, nervio y motor de su intelecto, proyectado éste con efluvios de grandeza hacia el inmediato porvenir. Y por supuesto la fe acrecentó en su espíritu la íntima cercanía de Dios, con cuyo temor la sabiduría y la paz del alma reflejaban el milagro vivo de la persona selecta, digna y civilizada.

Y con todo ello, aspirando con olores de eternidad los aires próceros y el incienso de la santa inspiración patriótica, con la alegría de la juvenil y atlética estampa, elegante y erguida, trascendió a las aulas de su Alma Máter, que lo recibió cual faro que orienta en estos días de oscuros designios y equívocos presagios. Solícito, disciplinado y laborioso, con la majestad propia del hombre de bien, Gabriel Santoro rendía culto a la filosofía perenne, tranquilo el ademán de gran orador, iluminada la pupila del caudillo, fija ella en los horizontes de la patria amada. En ese entorno identificamos los bogotanos a Gabriel Santoro para ubicarlo, haciéndole honor a su trayectoria eximia, en el panteón de los próceres de la patria.

Pues su vida, desde el egregio instante en que obtuvo sus títulos como jurisprudente de mérito, no dejó nunca de asumir el rol del guía en la tormenta, formando generaciones de hombres de recto obrar y diáfanas ideas, y transmitiendo el tesoro más ilustre de nuestra especie, la lengua que reverenciamos con su práctica cada día de nuestras vidas. Y por todo ello será reconocido en los anales de nuestra patria, puesto que en estos mismos instantes de dolor ejemplar la patria prepara la oficialidad de su reconocimiento y sus decretos honrarán al doctor Gabriel Santoro con la Medalla al Mérito Civil. Así se comunicará y se cumplirá en los términos y con las formalidades a que haya lugar en derecho.

Paz en la tumba del insigne maestro y epónimo repúblico, doctor Gabriel Santoro. Las banderas tricolores se agitan en el cielo, festivas y alegres, dándole la feliz bienvenida al orador y al hombre. Brille para él la luz perpetua.

Santa Fe de Bogotá, a los veintiséis días del mes de diciembre de 1991.

En ese instante, cuando el discurso cesó y la caja resbaló sobre la alfombra fucsia del carro fúnebre y el chofer cerró la puerta, poniendo todo el cuidado posible en evitar mi mirada, la gente comenzó a caminar hacia mí, a murmurar pésames y estirar manos abiertas que salían de mangas negras, y la retórica plomiza del orador de turno (esos anacolutos, esos gerundios subversivos, el tintineo incómodo de esas esdrújulas) fue la menor de mis preocupaciones. En todo caso, esto lo recuerdo bien: yo no quería saludar a nadie, porque en mi mano derecha estaba vivo todavía el peso de mi padre y de su ataúd, y me había encaprichado con la idea de hacer perdurar unos minutos más la presión sobre mi palma de la manija de cobre. Después, por una de esas curiosas asociaciones de que es capaz una mente bajo presión, pensé en las manijas y en la alfombra del carro fúnebre cuando el ataúd empezó a entrar en el horno del cementerio. La compuerta del horno era de cobre y las manijas del ataúd eran de cobre. El calor en la recámara, alrededor de las flores y de su olor putrefacto, de las cintas blancas, de las letras doradas de las cintas blancas, no era distinto del que había sentido en el parqueadero de la funeraria, con el sol golpeando el paño grueso de mi saco y mi cuello sudoroso. Y ahora, al tiempo que me dejaba agobiar por esas pequeñas molestias, pensaba en mi padre muerto. En algún momento creí que nunca, mientras viviera, podría pensar en otra cosa. Estaba solo; no había nadie más entre mi propia muerte y yo. Rellenando los formularios de la cremación había escrito, por primera vez en mucho tiempo, el nombre completo de mi padre, y me había estremecido el automatismo de mi mano, que había memorizado esos movimientos a través de años de escribir Gabriel Santoro, pero siempre refiriéndose a mí, no a un muerto. El contenido de mi propio nombre, aquello que nos parece inmutable (aunque no sea más que por la fuerza de la costumbre), se estaba transformando. De todos los cambios a que nos sometemos durante una vida —pensé, o creo haber pensado—, de todos los cambios que nos son impuestos, ¿cuál podía ser más violento?

En esa caja, detrás de la compuerta, estaba su cuerpo. No podía saber en qué estado, no podía saber qué daño le había hecho el accidente, ni había querido averiguar las causas de la muerte. Tal vez se había desnucado, tal vez había muerto de asfixia, o tal vez, como una pasajera de la cual ya se tenían noticias, aplastado por la carrocería, y tal vez el impacto del carro (contra la montaña, o el bus, o un tronco cualquiera) lo había proyectado hacia delante con tanta fuerza que su cinturón o el timón o el tablero le habían roto el pecho. Los médicos habían dicho que los huesos del tórax tardarían un año en regenerarse tras la operación; ahora, el corte de la sierra irritaba mi imaginación mucho menos que las imágenes invocadas del accidente. Y en pocos minutos, después de las ropas y la piel, después de los tejidos blandos —los ojos, la lengua, los testículos—, después del corazón renovado, esos huesos serían fundidos por el calor del horno. ¿Qué temperatura hacía allí adentro? ¿Cuánto tardaba todo el proceso, la transformación de un profesor de retórica en polvo para llenar urnas? ¿Quedaría fundido también el alambre que los cirujanos habían implantado en los huesos del pecho? Y mientras pensaba en eso la poca gente que había venido al espectáculo de la cremación se me seguía acercando, y el envaramiento de mis manos y de mis palabras cansadas volvía a capturarme, como demostrando una vez más lo que siempre he sabido y jamás fue necesario demostrarme: que no estoy entrenado para lamentar la muerte, pues nunca nadie me enseñó palabras de duelo ni comportamientos de luto. Entonces una mujer se acercó para saludarme —para traspasarme su inventario personal de frases de consuelo, de significativos abrazos, de solidaridad prêt-à-porter—, y sólo cuando la tuve a un metro de distancia reconocí a Angelina, que nos había acompañado en silencio durante todo el día, tímida y medio escondida, reacia a participar en ninguna de las ceremonias, como si la avergonzara ser lo que sería para siempre: la última amante del muerto.

Llevaba un pañolón que le servía bien de camuflaje, negro y suelto como la chilaba de un beduino, y su rostro lavado, bajo la tela, volvía a ser el de una mujer con la cual cualquier hombre maduro se hubiera podido encaprichar. Había decidido venir tan pronto como logró confirmar que mi padre estaba, en efecto, entre los muertos; el accidente le había dañado la Navidad, me decía con cierto desapego (me pareció que se protegía de su propia tristeza), pero no iba a dejar que le dañara el Año Nuevo, eso sí que no, y apenas pudiera se iría de vacaciones a alguna parte, tan lejos de todo esto como fuera posible. Fue ella quien me hizo percatarme, al salir del cementerio, de que yo no tenía llaves del apartamento de mi padre, y ella sí. Habría seguramente cosas que me gustaría recuperar, sugirió, y era poco probable, más bien imposible, que nos viéramos de nuevo. A ella no le importaría acompañarme y devolverme las llaves, siguió diciendo en tono de conciliadora profesional, siempre y cuando yo le permitiera quedarse un rato en el apartamento, mientras también ella empacaba sacos, anillos, revistas del corazón y hasta sobres de sacarina que se habían ido quedando dispersos por ahí en el curso de seis meses de citas con mi padre, y que ahora no tenía ningún sentido desechar.

«Mire, la verdad es que hoy mismo tengo poca cabeza», le dije. «Pero encontrémonos mañana, y así tenemos todo el tiempo que queramos.»

Y eso hicimos. Al día siguiente, a comienzos de la tarde, Angelina y yo entrábamos juntos al apartamento de mi padre y nos sentábamos a conversar con el aire y las maneras de unos mellizos extraviados. Habíamos encontrado la puerta cerrada con doble llave: era la puerta de alguien que ha salido de viaje. Adentro, la impresión fue la misma: las cortinas cerradas, los platos limpios sobre una rejilla de madera y un vaso sucio en el lavaplatos (el jugo de naranja que uno se toma antes de salir muy temprano, pensando en desayunar por el camino). Yo me había sentado en la poltrona amarilla, y ella, tras alisarse la falda con las manos (un movimiento que palpó sus nalgas, sus muslos), en una de las sillas del comedor. La luz lechosa de la calle manchaba su cara, libre ya de la sombra de la chilaba, con las sombras de los barrotes. Cuando un carro pasaba por la cuarenta y nueve, el reflejo de su panorámico se proyectaba sobre el techo del apartamento, móvil, luminoso, un foco en busca de presos fugados. «Yo le pedí que no se fuera», me decía Angelina. «Y él como si lloviera. Es que a esa hora, ¿sí ve?, cómo iba a irse tan tarde, es que en esa carretera se han desbarrancado tres buses, por lo menos. Claro que se lo dije. Yo se lo dije y él no me hizo caso.» Hablaba con el rostro endurecido y una voz que parecía acusar a mi padre o sugerir que todo esto era su culpa. «Tres buses no, muchos más, un montón. El último fue hace poquito. Se mató todo el mundo.»

«Pero en éste no», le dije. «¿No sabía? Hay gente que quedó viva.»

«No he querido ver periódicos, me duele mucho. Pero me cuentan cosas, allá la gente me cuenta cosas aunque yo no quiera, no hay manera de que a uno lo respeten.»

«¿Qué cosas?»

«Pues bobadas, nada más.»

«¿Qué bobadas?»

«Por ejemplo que el bus iba con las luces apagadas, sólo tenía prendidos los bombillitos anaranjados de arriba, ¿sí sabe cuáles? Eso es la mierda de las cosas que salen en los periódicos, yo no sé quién era el chofer, pero ya lo odio a ese hijueputa, de pronto hasta tuvo la culpa.»

«No diga eso. Lo de la culpa… en fin, no sé si importe demasiado.»

«Pues a usté puede no importarle. Pero uno quiere saber, ¿no? ¿Qué tal que la culpa haya sido de Gabriel?»

«Él ha manejado toda su vida por carretera. Ha manejado camiones grandes como una casa. No creo que haya tenido la culpa.»

«¿Qué camiones?»

«Camiones de la Troco.»

«¿Y eso qué quiere decir?»

Ya le estaba hablando como si fuéramos hermanos. Como si ella tuviera que conocer igual que yo la vida entera de mi padre.

«Nada», dije. «Es un nombre de empresa. Como cualquier otro nombre. No quiere decir nada.»

Angelina se quedó pensando.

«Mentiroso», dijo entonces. «Gabriel quiere decir guerrero de Dios.»

«¿Ah, sí? ¿Y Angelina qué quiere decir?»

«No sé. Angelina es Angelina.»

Cerró los ojos. Los apretó como si le ardieran.

«Es que acababa de salir», dijo. «¿Por qué tenía que irse a esas horas? Los hombres son tan tercos, nunca hacen caso.»

«¿Y usted?»

«¿Yo qué?»

«¿Por qué no estaba con él?»

«Ah», dijo ella. Una pausa. Después: «Pues porque no».

«¿Por qué no?»

«Él no me dejó que lo acompañara. Era cosa suya.»

«Qué cosa.»

«Cosa suya.»

«Qué cosa.»

«Ay, no sé», dijo Angelina, enfadada y algo inquieta. «No me haga más preguntas, no sea cansón. Mire que yo no me metía en la vida de él, si apenas nos conocíamos.»

«Pero eran novios.»

No era la palabra correcta, por supuesto. Angelina no se burló de mí, pero hubiera podido hacerlo.

«Novios, novios, suena tan lindo, ¿no?, como de novela de las diez. ¿Eso dice la gente de nosotros, que éramos novios? Es lindo, creo que me gustaría, aunque ya para qué. A él le importaba más que a mí eso de los nombres, me preguntaba todo el tiempo que nosotros qué éramos.»

«Y qué eran.»

«Increíble, usté es igualito, el palo y la astilla, ¿no es así que se dice? No sé, nos acostábamos de vez en cuando, nos acompañábamos, yo creo que nos queríamos un poco, en seis meses uno alcanza a quererse un poquito. Yo lo quería, eso sí seguro, pero así es la vida, ¿cierto? Usté ya está grandecito, Gabriel, ya sabe que uno no se acuesta con los demás y empieza ahí mismo a meterse en su vida. Si él se quiere ir yo qué le voy a hacer, pues nada, dejarlo que se vaya.»

«Pero es que a esas horas», dije.

«Qué pasa. Sí, a mí me hubiera gustado acompañarlo y matarme con él, muy romántico. Pero él no me invitó, qué quiere que haga.»

«Además Medellín. Qué carajos fue a hacer allá, esa ciudad no le gustaba, le tenía antipatía.»

«Pero si no la conocía.»

«Le tenía antipatía de todas formas.»

«Ay, pues tan charro», dijo Angelina. «Tenerle antipatía a sitios que no conoce.» Y luego: «Que no conocía».

Comenzó a llorar, discreta, calladamente. Yo no lo habría notado si no hubiera sido por el gesto del dedo índice que barrió la línea de sus pestañas y enseguida fue a limpiarse la pestañina sobre la falda. «Muy bobito pues», dijo Angelina. Era normal que llorara como se llora en los días que siguen a una muerte, cuando el mundo entero es poco más que un lugar ahuecado, y la violencia de la pérdida parece inmanejable, pero no pude no pensar que su llanto quieto, desprovisto de escándalo y de todo desconsuelo, tenía cualidades distintas, y entonces se me ocurrió por primera vez que Angelina me ocultaba algo, y de inmediato lo vi, lo vi como si estuviera escrito en luces de neón sobre un edificio apagado: mi padre la había herido. Era resentimiento lo que había en su llanto, no tristeza. Mi padre la había herido. Me parecía increíble.

«¿Y tenían proyectos?», pregunté.

Angelina me miró (o más bien me miraron sus ojos de azagaya, separados de su cuerpo) con algo que era incertidumbre pero también hostilidad, como si fuera una niña y yo estuviera tratando de estafarla en una tienda.

«Cuáles proyectos», dijo.

«Para irse a vivir juntos, no sé, para que él se quedara en Medellín. A mí él no me dijo gran cosa, ¿sabe?, un día salió con lo del viaje. Así, sin anestesia. Que se iba con usted a pasar las fiestas, eso fue todo lo que me dijo. Nada más.»

«Pues entonces nada más. Navidad y Año Nuevo, ésos eran los proyectos.»

«¿Y después?»

«Miralo a éste. Después nada. Por qué me hace tantas preguntas, si se puede saber.»

«Perdóneme, Angelina. Es que él…»

«¿Por qué tengo yo que saber qué le pasaba por la cabeza? ¿Acaso soy adivina?»

«No, claro. No le pido…»

«¿Usté sabe qué estoy pensando en este momento? A ver, a ver si es tan berraco. ¿Qué estoy pensando?»

Piensa en la herida, me dije. Piensa en que todos quieren herirla. Y el hombre que parecía ser distinto también la ha herido. Pero no lo dije, entre otras cosas porque no hubiera podido probarlo, porque me resultaba imposible imaginar las circunstancias de esa herida.

«¿Qué estoy pensando?», repitió ella.

«No sé.»

«No, ¿verdad? Vea, ¿y entonces por qué le parece que yo puedo saber lo que pensaba su papá? Claro, facilito que hubiera sido así, ¿no? Saber uno lo que piensan los demás, muy bacano. ¿Pues sabe qué? Si usté pudiera ver lo que piensan los demás, no saldría de su casa de puro miedo.»

Angelina se defendió, aunque no tuviera muy claro de qué se defendía. Yo, por mi parte, lo dejé de ese tamaño; acepté que una disputa, o un rencor, o un desacuerdo entre mi padre y su amante (cuya resolución interrumpe la muerte, esa gran entrometida), no eran de mi incumbencia; acepté que lo menos importante de la muerte de mi padre era el hecho de que hubiera muerto en un accidente de tránsito, y lo menos importante de este accidente era su lugar o la distribución de responsabilidades. Así que pasamos el resto de la tarde haciendo lo que habíamos previsto: ella recogió sus cosas, cada señal de su paso por la vida de un muerto, y se despidió con un apretón de manos distante y formal, tal vez consciente de lo que me había dicho en el cementerio: nunca nos volveríamos a ver, porque no había ninguna razón en el mundo para que eso sucediera. La vi bajar las escaleras caminando despacio, llevando bajo el brazo izquierdo una caja de cartón que habíamos vaciado de periódicos para meter en ella sacarina y sacos y revistas, una cachucha de béisbol que mi padre le había prohibido desde que la vio usarla por primera vez, y una bolsa plástica llena de sus bálsamos para el pelo, sus cremas de algas y sus paquetes de toallas higiénicas. Cerré la puerta cuando la escuché despedirse del portero; luego, durante una o dos horas más, me paseé por el apartamento, abriendo cajones, compuertas, armarios, levantando camisas y escudriñando por detrás de los libros, con todos los movimientos de alguien que busca un tesoro escondido pero sin la intención de encontrarlo: más bien queriendo evitar que mi padre hubiera guardado ahorros o documentos valiosos en algún lugar secreto y que después, cuando se hiciera lo que fuera necesario con este sitio, los documentos o los ahorros se perdieran entre los desperdicios o algún avispado se los robara. Así fue como encontré una boleta vieja para un concierto de Leonardo Favio, junto a una caja de condones en desorden, y, a pesar de los tonos desgastados del papel, supe que el año del concierto era el de la muerte de mi madre, lo que explicaba sin duda que mi padre se hubiera sometido a la tortura insoportable de la balada popular; y así fue como me di cuenta, mientras revisaba la colección exigua y diletante de discos análogos —algunos todavía con sus forros intactos de papel de seda—, de que no había casetes en esta casa, porque no había el aparato para ponerlos, y me asaltó una noción que no había considerado hasta ese momento: de mi padre quedaban uno o dos textos, pero su voz no estaba grabada en ningún sitio. No volvería a oír su voz.

Días después, en la casa de Sara Guterman, adonde había ido a pasar Año Nuevo, volví a pensar en esa mínima tragedia, y se lo dije. Sara me regaló toda la simpatía de que fue capaz, pero, como era evidente, no pudo contradecirme ni desvirtuar el hecho de que la memoria de mi padre iría desapareciendo poco a poco, y su desaparición se cifraría en circunstancias tan impalpables como la inexistencia de una grabación, al mismo tiempo que la voz de ella había quedado para siempre consignada generosamente en una decena de casetes. Su televisión estaba encendida, porque habíamos acordado que haríamos poco caso de las uvas y los brindis y los calzones amarillos, y pasaríamos de un año al siguiente viendo cómo lo celebraban otras ciudades, y ahí estaban las imágenes, los cielos negros cubiertos de repente de fuegos artificiales densos y luminosos como algodón de dulce, el ruido y los abrazos, los relojes cobrando un protagonismo absoluto en Delhi, en Moscú, en París, en Madrid, en Nueva York, en Bogotá, y la gente de esas ciudades coreando una cuenta regresiva que en esos instantes era lo más importante del universo. Ninguna ciudad alemana había hecho parte del inventario televisivo, y pensé en preguntarle a Sara si había en Alemania —o en Bélgica, o en Austria— alguien a quien ella hubiera querido felicitar, familiares o amigos con los cuales ella estaría en este momento si no viviera aquí sino allá, si nunca hubiera emigrado. Estaba a punto de entrar en ese peligroso pasatiempo, la especulación sobre una vida alterna, y de agradecerle enseguida por su compañía de esta noche que yo no hubiera sido capaz de pasar solo, cuando me cortó a mitad de mi frase y me puso la mano en el brazo, y el Año Nuevo más largo de mi vida quedó formalmente inaugurado en ese momento: Sara empezó a hablarme de los rumores que habían corrido esa semana en ciertos medios bogotanos, según los cuales Angelina había aceptado una buena cantidad de plata de una revista importante cuyo nombre todavía se ignoraba, y a cambio iba a revelar en una entrevista que Gabriel Santoro, el hombre que fue honrado durante su entierro y sería condecorado por decreto en el futuro cercano, el abogado que se había distinguido como orador durante treinta años no sólo por su talento sino por el intenso contenido moral de su práctica, no era en realidad lo que todos habían pensado: era un impostor, un mentiroso y un amante desleal. «Con esto todo cambia», me dijo Sara. «Porque hay cosas que prefiero contarte yo misma, y no que las vayas leyendo por ahí.»