En la mañana del siete de abril de 1991, cuando mi padre me llamó para invitarme por primera vez a su apartamento de Chapinero, había caído sobre Bogotá un aguacero tal que las quebradas de los Cerros Orientales se desbordaron, y el agua bajó en tropel arrastrando ramas y tierra, tapando las alcantarillas, inundando las calles más angostas y levantando carros pequeños con la fuerza de la corriente, y llegó incluso a matar a una taxista desprevenida que se quedó atrapada, en circunstancias confusas, bajo el chasis de su propio taxi. La llamada en sí misma era por lo menos sorprendente; ese día, sin embargo, me pareció directamente ominosa, no sólo porque mi padre hubiera dejado de recibir visitas mucho tiempo atrás, sino porque la imagen de la ciudad sitiada por el agua, de las caravanas inmóviles y los semáforos dañados y las ambulancias presas y las emergencias desatendidas, hubiera bastado en circunstancias normales para convencerlo de que salir de visita era insensato, y pedir la visita de alguien era casi temerario. La escena de Bogotá desmadrada me dio la medida de la urgencia, me hizo sospechar que la invitación no era cuestión de cortesía y me sugirió una conclusión provisional: íbamos a hablar de libros. No de cualquier libro, por supuesto: hablaríamos del único publicado por mí hasta la fecha, un reportaje con título de documental para televisión —Una vida en el exilio, se llamaba— que contaba o trataba de contar la vida de Sara Guterman, hija de una familia judía y amiga nuestra de toda la vida, a partir de su llegada a Colombia durante los años treinta. En el momento de su aparición, en 1988, el libro había tenido cierta notoriedad, pero no por su tema ni por su calidad discutible, sino porque mi padre, un profesor de Oratoria que siempre rehusó acercarse a cualquier forma de periodismo, un lector de clásicos que despreciaba el hecho mismo de comentar literatura en la prensa, había publicado en el Magazín Dominical una crítica que lo destrozaba con algo muy parecido al ensañamiento. Se entenderá que después, cuando mi padre malvendió la casa de la familia y tomó en arrendamiento su refugio de falso soltero empedernido, no me extrañara enterarme de su trasteo por boca ajena, aunque fuera Sara Guterman —es decir, la boca menos ajena de mi vida— la encargada de ponerme al tanto.

De manera que lo más natural del mundo, la tarde en que llegué a verlo, fue pensar que me quería hablar de eso: que iba a corregir, con tres años de retraso, esa traición mínima y doméstica, sí, pero no por ello menos dolorosa. Lo que ocurrió fue muy distinto. Desde su poltrona autoritaria y amarilla, mientras cambiaba de canal con el pulgar solitario de su mano mutilada, este hombre envejecido y asustado y oloroso a sábanas sucias, cuya respiración silbaba como una cometa de papel, me contó, en el mismo tono que había usado toda su vida para repetir una anécdota sobre Demóstenes o Gaitán, que llevaba tres semanas visitando regularmente a un médico de la clínica San Pedro Claver, y que una inspección de su cuerpo de sesenta y siete años había revelado, en orden cronológico, una diabetes sin importancia, una arteria obstruida —la anterior descendiente— y la necesidad de una operación inmediata. Ahora sabía lo cerca que había estado de no existir más, y quería que yo también lo supiera. «Yo soy todo lo que tienes», me dijo. «Yo soy todo lo que te queda. Tu madre lleva quince años enterrada. Hubiera podido no llamarte, pero lo hice. ¿Sabes por qué? Porque después de mí estás solo. Porque si fueras un trapecista, yo sería tu única malla.» Pues bien, ahora que ha pasado el tiempo suficiente desde la muerte de mi padre y me he decidido por fin a organizar mi cabeza y mi escritorio, mis documentos y mis notas para la redacción de este informe, me ha parecido evidente que debo empezar de esta manera: recordando el día en que me llamó, en medio del invierno más intenso de mi vida adulta, no para detener el alejamiento en que nos habíamos embarcado, sino para sentirse menos solo cuando le abrieran el tórax con una sierra eléctrica y le cosieran al corazón enfermo una vena extirpada de su pierna derecha.

El asunto había comenzado tras un chequeo rutinario. El médico, un hombre con voz de soprano y cuerpo de jinete de carreras, le había dicho a mi padre que una leve diabetes no era del todo anormal ni demasiado preocupante a su edad: se trataba apenas de un desequilibrio predecible, y no iba a implicar inyecciones de insulina ni drogas de ningún tipo, pero sí ejercicio regular y una dieta rigurosa. Entonces, después de algunos días de salir juiciosamente a trotar, comenzó el dolor, una presencia delicada sobre el estómago, parecida más bien al aviso de una indigestión o a los estertores de un animal de felpa que mi padre se hubiera tragado. El médico ordenó nuevos exámenes, todavía generales pero más exhaustivos, y entre ellos una prueba de esfuerzo; mi padre, metido en calzoncillos largos y sueltos como zahones, caminó primero y trotó después sobre la alfombra sintética, esa alfombra fría que se renovaba a sí misma, y luego regresó al vestier diminuto (en el cual, me dijo, había tenido ganas de estirar los brazos, y, al darse cuenta de que el lugar era tan estrecho que podía tocar con los codos las paredes opuestas, tuvo un breve ataque de claustrofobia), y apenas se había puesto los pantalones de paño y comenzaba a abotonarse los puños de la camisa, pensando ya en irse y esperar a que una secretaria lo llamara para recoger el resultado del electrocardiograma, cuando el médico golpeó desde el otro lado de la puerta. Lo sentía mucho, decía, pero no le gustaba lo que había visto en los primeros resultados: iba a ser necesario hacer un cateterismo de inmediato, para confirmar los riesgos. Y se hizo, por supuesto, y los riesgos (por supuesto) se confirmaron: había una arteria obstruida.

«Noventa y nueve por ciento», dijo mi padre. «El infarto me iba a dar pasado mañana.»

«¿Por qué no te internaron ahí mismo?»

«Porque el tipo me vio muy nervioso, me imagino. Prefirió que me fuera a mi casa. Me mandó con instrucciones muy precisas, eso sí. Que no me moviera en todo el fin de semana. Que evitara excitaciones de cualquier tipo. Nada de sexo, sobre todo. Eso me dijo, imagínate.»

«¿Y tú qué le dijiste?»

«Que por eso no se preocupara, nada más. Tampoco le iba a contar mi vida.»

Al salir del consultorio, al tomar un taxi en el barullo de la calle veintiséis, mi padre apenas había comenzado a enfrentarse a la noción de estar enfermo. Iba a ser internado en un hospital sin un solo síntoma que delatara la urgencia de su estado, sin malestar distinto al frívolo dolor en la boca del estómago, y todo por orden de un cateterismo delator. Los balbuceos arrogantes del médico seguían moviéndose por su oído: «Si hubiera esperado tres días más para venir a verme, lo más probable es que en una semana lo estuviéramos enterrando». Era un viernes; la operación se programó para el jueves siguiente a las seis de la mañana. «Me pasé la noche pensando en que me iba a morir», me dijo, «y entonces te llamé. Eso me sorprendió, claro, pero ahora me sorprende más que hayas venido». Es posible que estuviera exagerando: mi padre sabía que nadie estaría dispuesto a considerar su muerte con tanta seriedad como su propio hijo, y a eso, a pensar en su muerte, dedicamos la tarde del domingo. Preparé un par de ensaladas, confirmé que hubiera jugo y agua en la nevera, y empecé a revisar junto con él la última declaración de renta. Tenía más plata de la que necesitaba; esto no quiere decir que tuviera mucha, sino que necesitaba poca. Sus únicos ingresos provenían de haberse pensionado por la Corte Suprema, y su capital, es decir, el precio que había recibido por malvender la casa en la que yo había crecido y mi madre había muerto, había sido invertido en certificados de depósito cuyo producto alcanzaba por sí solo a cubrir su arrendamiento y los gastos de la vida más ascética que yo había conocido nunca: una vida en la cual, hasta donde puedo dar fe, no participaban restaurantes ni conciertos ni otras formas, más o menos onerosas, del entretenimiento. No digo que si mi padre hubiera pasado una noche ocasional con una amante contratada me hubiera enterado de ello; pero cuando alguno de sus colegas intentaba sacarlo de su casa, llevarlo a comer con una mujer cualquiera, mi padre se negaba una vez y luego dejaba el teléfono descolgado para el resto de la tarde. «Ya he conocido a la gente que debía conocer en esta vida», me decía. «No necesito a nadie nuevo.» Una de esas veces, quien lo invitaba era una abogada de marcas y patentes tan joven que hubiera podido ser su hija, una de esas niñitas de pechos grandes y pocas lecturas que en cierto momento inevitable parecen curiosas por saber cómo es el sexo con hombres mayores. «¿Y te negaste?», le pregunté en ese momento. «Claro que me negué. Le dije que tenía una reunión política. “¿De qué partido?”, me preguntó ella. “Del partido onanista”, le dije yo. Y se fue muy tranquila para su casa, sin molestarme más. No sé si haya encontrado un diccionario a tiempo, pero parece que ha decidido dejarme en paz, porque no ha vuelto a invitarme a nada. O quién sabe, tal vez ya haya una demanda en mi contra, ¿no? Casi puedo ver las noticias, Profesor pervertido acosa a mujer joven con polisílabos bíblicos.»

Lo acompañé hasta las seis o siete y volví a mi casa, pensando durante todo el trayecto en lo que acababa de ocurrir, en el curioso giro del hijo conociendo la casa de su padre. ¿Eran dos habitaciones —el salón y un dormitorio— o había un estudio en alguna parte? No pude ver más que una biblioteca de tríplex blanco recostada con descuido a la pared que daba a la calle cuarenta y nueve, junto a una ventana por cuyos barrotes apenas entraba la luz. ¿Dónde estaban sus libros? ¿Dónde estaban las placas y las bandejas de plata con las cuales los demás se habían empeñado en distinguir su carrera a través de los años? ¿Dónde trabajaba él, dónde leía, dónde escuchaba ese disco —Los maestros cantores de Nuremberg, un título que yo desconocía— cuya carátula estaba extraviada sobre el mesón de la cocina? El apartamento parecía anclado en los años setenta: la alfombra anaranjada y marrón; la silla blanca de fibra de vidrio en la cual me hundí mientras mi padre recordaba y describía para mí el mapa del cateterismo (sus delgadas autopistas, sus carreteras secundarias); el baño cerrado y sin ventanas, iluminado tan sólo por un par de rectángulos de plástico traslúcido sobre el techo (uno de los cuales estaba roto, y por el hueco alcancé a ver los estertores de dos tubos de neón que parecían a punto de fundirse). Había restos de espuma jabonosa en el lavamanos verde, la ducha era oscura y no olía bien, y del marco de aluminio colgaban dos calzoncillos recién lavados. ¿Los había lavado él mismo? ¿No venía nadie a ayudarle? Abrí cajones y puertas con cierre de imán, y encontré mejorales, una caja de alka-seltzer y una brocha de afeitar embadurnada de óxido y que nadie había usado en mucho tiempo. Había gotas de orina en el inodoro y en el piso: gotas amarillas y olorosas, delatoras de una próstata desgastada. Y había, sobre la tapa del tanque, debajo de una caja de kleenex, una copia de mi libro. Me pregunté, por supuesto, si no sería ésa su forma de sugerir que su opinión no había cambiado en estos años. «El periodismo favorece el tránsito intestinal», imaginé que me decía. «¿Acaso nadie te lo explicó en la facultad?»

Al llegar hice algunas llamadas, aunque fuera ya demasiado tarde para anular la operación o para hacer caso de segundas opiniones, formuladas, además, a través del teléfono y sin el auxilio de documentos, exámenes, radiografías. En todo caso, no me tranquilizó demasiado hablar con Jorge Mor, un cardiólogo de la Shaio que había sido amigo mío desde tiempos del colegio. Cuando lo llamé, Jorge confirmó lo que el médico de la San Pedro Claver había dicho: confirmó el diagnóstico, y también la necesidad de operar de urgencia, y también la suerte de haber descubierto el asunto por casualidad, antes de que el corazón asfixiado de mi padre hiciera lo que tenía pensado hacer y se quedara quieto de repente y sin avisar. «Duérmase tranquilo, hermano», me dijo Jorge. «Es la versión más fácil de una operación difícil. Nada saca con preocuparse de aquí al jueves.» «¿Pero qué puede salir mal?», insistí. «Todo puede salir mal, Gabriel, todo puede salir mal en cualquier operación del mundo. Pero ésta hay que hacerla, y es relativamente sencilla. ¿Quiere que vaya y se lo explique?» «Claro que no», le dije. «Cómo se le ocurre.» Pero tal vez si hubiera aceptado la propuesta me habría quedado hablando con Jorge hasta que fuera el momento de dormir. Habríamos hablado de la operación; me habría dormido a una hora tardía, después de un par de tragos somníferos. En cambio, acabé por acostarme a las diez de la noche, y poco antes de las tres de la mañana descubrí que estaba todavía despierto y más asustado de lo que había creído.

Me salí de la cama, busqué en el bolsillo del pantalón el bulto de la billetera, y desparramé el contenido bajo la caperuza de la lámpara. Un par de meses antes de que cumpliera los dieciocho, mi padre me había entregado un rectángulo de cartulina, azul oscuro por un lado y blanco por el otro, que le daba derecho a ser enterrado junto a mi madre en los Jardines de Paz —y ahí estaba el logotipo del cementerio, letras como lirios—, y me había pedido que lo guardara en un lugar seguro. En ese momento, como le hubiera sucedido a cualquier otro adolescente, no se me ocurrió mejor cosa que meterlo en mi billetera; y ahí se había quedado todo este tiempo, entre la cédula y la tarjeta militar, con su aspecto de obituario y el nombre escrito a máquina sobre un adhesivo ya gastado. «Uno nunca sabe», me había dicho mi padre al dármela. «Cualquier día nos toca una bomba, y yo quiero que sepas qué hacer conmigo.» El tiempo de las bombas y de los atentados, una década entera en la que vivimos con plena conciencia de que volver a la casa en las noches era cosa de suerte, estaba lejos todavía; si en efecto nos hubiera tocado una bomba, la posesión de esa tarjeta no me habría dado más luces ni más indicaciones acerca del tratamiento de los muertos. Ahora se me ocurría que la tarjeta, amarillenta y gastada, se parecía a las maquetas que adornan las billeteras nuevas, y ningún extraño la hubiera visto como lo que en verdad era: una tumba plastificada. Y así, considerando la posibilidad de que hubiera llegado el momento de usarla, no por bombas ni atentados, sino por las hechuras previsibles de un corazón viejo, me quedé dormido.

Lo internaron a las cinco de la tarde siguiente. A lo largo de esas primeras horas, metido ya en su bata verde, mi padre respondió a las preguntas del anestesiólogo y firmó los documentos blancos del Seguro Social y los tricolores del seguro de vida (una bandera patria de colores desteñidos), y a lo largo del martes y del miércoles habló y siguió hablando, exigiendo certezas, pidiendo informaciones y a su vez informando, sentado sobre el colchón alto y regio de la cama de aluminio y reducido, sin embargo, al frágil papel de quien sabe menos que su interlocutor. Esas tres noches me quedé con él. Le aseguré, una y otra vez, que todo iba a salir bien. Vi el hematoma con la forma de La Guajira sobre su muslo, y le aseguré que todo iba a salir bien. Y el jueves en la madrugada, después de afeitarle el pecho y ambas piernas, tres hombres y una mujer se lo llevaron a la sala de operaciones del segundo piso, acostado y por primera vez silencioso y ostentosamente desnudo bajo su bata desechable. Lo acompañé hasta que una enfermera, la misma que había mirado más de una vez y sin disimulo el sexo comatoso del paciente, me pidió que me apartara y me dijo, con una palmadita olorosa a amoniaco, lo mismo que yo le había dicho a él: «No se preocupe, señor. Todo va a salir bien». Pero añadió: «Si Dios quiere».

El nombre de mi padre lo reconoce cualquiera, y no sólo porque sea el mismo que firma este libro (sí, mi padre era un ejemplar de esa especie tan predecible: los que confían tanto en los logros de su vida que no temen bautizar a sus hijos con su propio nombre), sino porque Gabriel Santoro fue el hombre que dictó, durante más de veinte años, el famoso Seminario de Oratoria de la Corte Suprema de Justicia, y también quien pronunció en 1988 el discurso de conmemoración de los 450 años de Bogotá, ese texto legendario que llegó a ser comparado con los mejores ejemplos de retórica colombiana, desde Bolívar a Gaitán. «Gabriel Santoro, heredero del Caudillo Liberal», fue el titular de una publicación oficial que nadie lee y nadie conoce, pero que le dio a mi padre una de las grandes satisfacciones de su vida reciente. No era para menos, por supuesto, porque de Gaitán había aprendido todo: había asistido a todos sus discursos; había plagiado sus métodos. Antes de los veinte años, por ejemplo, había comenzado a ponerse los corsés de mi abuela, para crear el efecto de la faja que Gaitán llevaba cuando tenía que hablar en espacios abiertos. «La faja le hacía presión en el diafragma», explicaba mi padre en sus clases, «y la voz salía más fuerte y más grave y más resistente. Uno podía estar a doscientos metros de la tarima, con Gaitán hablando sin micrófonos de ningún tipo, a puro pulmón, y se le entendía perfecto». La explicación iba acompañada de la pantomima, porque mi padre era un imitador excepcional (pero donde Gaitán levantaba el índice de la mano derecha, apuntando al cielo, mi padre levantaba el muñón lustroso). «Pueblo: ¡Por la restauración moral de la República! Pueblo: ¡Por vuestra victoria! Pueblo: ¡Por la derrota de la oligarquía!» Pausa; pregunta falsamente amable de mi padre: «¿Quién puede decirme por qué nos conmueve esta serie de frases, dónde radica su efectividad?». Un asistente incauto: «Nos conmueve por las ideas de…». Mi padre: «Nada de ideas. Las ideas no importan, las ideas las tiene cualquier bestia, y éstas, en particular, no son ideas, sino eslóganes. No, la serie nos conmueve y nos convence por la repetición de la misma cláusula al comienzo de las invocaciones, algo que ustedes, de ahora en adelante, llamarán anáfora, si me hacen el favor. Y al que me vuelva a hablar de ideas, lo paso por las armas».

Yo solía ir a esas clases por el mero placer de verlo encarnar a Gaitán o a quien fuera (otros guiñoles más o menos asiduos eran Rojas Pinilla y Lleras Restrepo), y, como es evidente, me acostumbré a mirarlo, a mirar sus formas de boxeador retirado, los huesos grandes —la mandíbula y los pómulos, la geometría imponente de la espalda— que llenaban con suficiencia sus vestidos, las cejas tan largas que se le metían en los ojos y a veces parecían barrer sus párpados como bambalinas rotas, y las manos, siempre y sobre todo las manos. La izquierda era tan gruesa y los dedos tan largos que podía levantar un balón de fútbol apretándolo entre las yemas; la derecha no era más que un muñón arrugado en el que sólo quedaba el asta del pulgar erecto. Mi padre tenía unos doce años, y estaba solo en la casa de sus abuelos en Tunja, cuando tres hombres de machete y pantalones arremangados entraron por una ventana de la cocina, oliendo a aguardiente y a ruana mojada y gritando mueras al Partido Liberal, y no encontraron a mi abuelo, que era candidato a la gobernación de Boyacá y sería emboscado unos meses más tarde en Sogamoso, sino a su hijo, un niño que estaba todavía en piyama a pesar de que eran más de las nueve de la mañana. Uno de ellos lo persiguió, lo vio tropezar con la tierra amontonada y enredarse con el pasto crecido del potrero vecino; después de un machetazo, lo dio por muerto. Mi padre había levantado una mano para protegerse, y la hoja oxidada le cortó cuatro dedos. María Rosa, la cocinera de la casa, se preocupó al no verlo llegar para el almuerzo, y acabó por encontrarlo un par de horas después del machetazo, a tiempo para evitar que muriera desangrado. Pero esto último no lo recordaba mi padre, sino que se lo contaron después, igual que le contaron de sus fiebres y de las incoherencias que decía —mezclas curiosas entre la gente de los machetes y los piratas de Salgari— en medio de la alucinación de las fiebres. Tuvo que aprender de nuevo a escribir, esta vez con la mano izquierda, pero nunca logró la soltura debida, y a veces yo pensaba, sin llegar a decirlo, que su caligrafía desamarrada y deforme, esas mayúsculas de niño pequeño que encabezaban breves escuadrones de garrapatas, era la única razón por la cual no había escrito un libro propio en su vida un hombre que había pasado los días entre los libros de los otros. Su material eran las palabras pronunciadas y leídas, pero nunca escritas por su mano. Se sentía torpe manejando una pluma y era incapaz de operar un teclado: escribir era un memorando de su invalidez, de su defecto, de su vergüenza. Y viéndolo humillar a sus estudiantes menos dotados, viéndolo azotarlos con sus sarcasmos violentos, yo solía pensar: te estás vengando. Ésta es tu venganza.

Pero nada de eso parecía tener consecuencia alguna en el mundo real, donde el éxito de mi padre era imparable como una calumnia. El seminario empezó a ser solicitado por penalistas expertos y por abogados de multinacionales, por estudiantes de postgrado y por jueces en uso de jubilación, y hubo un momento en que a este viejo profesor de conocimientos inútiles y técnicas superfluas le fue preciso implementar, entre su escritorio y su biblioteca, una especie de repisa colonial y kitsch en la cual se fueron apilando, detrás de la barandita de pilares barrigones, las bandejas de plata y los diplomas de cartón, de papel con marca de agua, de imitaciones de pergamino, y también trofeos de aglomerado con escudos vistosos de aluminio en colores. A GABRIEL SANTORO, EN RECONOCIMIENTO A VEINTE AÑOS DE LABOR PEDAGÓGICA… CERTIFICA QUE EL DOCTOR GABRIEL SANTORO, EN VIRTUD DE SUS MÉRITOS CIVILES… LA ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ, EN HOMENAJE AL DOCTOR GABRIEL SANTORO… Ahí, en esa especie de santuario de vacas sagradas, pasaba los días la vaca sagrada que era mi padre. Sí, ésa era su reputación: mi padre lo supo cuando lo llamaron de la Alcaldía para ofrecerle el discurso, es decir, para pedirle que pronunciara lugares comunes frente a políticos aburridos. Este profesor pacífico —habrán pensado— rellenaría los formularios tácitos del evento. Mi padre no les dio nada de lo que esperaban.

No habló de 1538. No habló de nuestro ilustre fundador, don Gonzalo Jiménez de Quesada, con cuya estatua recubierta de mierda de palomas él se cruzaba cada vez que iba a tomarse un carajillo en el Café Pasaje. No habló de las doce casitas ni del chorro de Quevedo, el lugar donde se había fundado la ciudad, que mi padre, según decía, no podía mencionar sin que le invadiera la cabeza la imagen de un poeta orinando. En contravía de la tradición conmemorativa en Colombia (este país al que le ha gustado siempre conmemorarlo todo), mi padre no hizo de su discurso una versión politizada de las cartillas infantiles. No cumplió los pactos; traicionó las expectativas de unos doscientos políticos, hombres pacíficos que sólo deseaban dejarse llevar durante un rato por las espantosas inercias del optimismo y ser libres enseguida de ir a pasar con su familia la fiesta del siete de agosto. Yo estaba presente, por supuesto. Yo oí las palabras espetadas a través de micrófonos mediocres; vi los rostros de quienes escuchaban, y noté el momento en que algunos dejaron de mirar al orador para mirarse entre sí: los ceños imperturbables, los cuellos rígidos, las manos argolladas alisando las corbatas. Después, todos comentarían el coraje que implicaba pronunciar esas palabras, el acto de contrición profunda, de honestidad intrépida que había en cada una de esas frases —todo lo cual, estoy seguro, carecía de importancia para mi padre, que sólo quería desempolvar sus fusiles y disparar sus mejores tiros en presencia de una audiencia selecta—, pero ninguno de ellos, sin embargo, pudo reconocer el valor de aquel raro ejemplar de retórica: un proemio valiente, porque renunciaba a invocar la simpatía del auditorio («No estoy aquí para celebrar nada»), una narrativa basada en la confrontación («Esta ciudad ha sido traicionada. La han traicionado ustedes durante casi medio milenio»), una conclusión elegante que comenzaba con el tópico más prestante de la oratoria clásica («Hubo un tiempo en que hablar de esta ciudad era posible»). Y luego ese último párrafo, que más tarde sirvió de mina de epígrafes para varias publicaciones oficiales y fue repetido en todos los periódicos como se repite el Yo bajaré tranquilo al sepulcro o el Coronel, salve usted la patria.

En alguna parte de Platón leemos: «Los campos y los árboles no me enseñan nada, pero sí lo hace la gente de una ciudad». Ciudadanos, yo les propongo aprender de la nuestra. Ciudadanos, yo les propongo emprender la reconstrucción política y moral de Bogotá. Conseguiremos la resurrección a través de nuestra industria, nuestra perseverancia, nuestra voluntad. A sus cuatrocientos cincuenta años, Bogotá es una ciudad joven y todavía por hacerse. Olvidarlo, ciudadanos, es condenar nuestra propia supervivencia. No olviden, ciudadanos, ni dejen que olvidemos.

Mi padre habló de reconstrucción y de moral y de perseverancia, y lo hizo sin ruborizarse, porque se fijaba menos en lo dicho que en la figura usada para decirlo. Después comentaría: «La última frase es una estupidez, pero el alejandrino es bonito. Quedó bien ahí, ¿no te parece?».

El discurso entero duró dieciséis minutos con veinte segundos —según mi cronómetro y sin contar los aplausos emocionados—, una franja apenas mínima de ese sábado seis de agosto de 1988 en que Bogotá cumplía cuatrocientos cincuenta años, la independencia de Colombia cumplía ciento sesenta y nueve años menos un día, la muerte de mi madre cumplía doce años, siete meses y veintiún días, y yo, que cumplía veintisiete años, siete meses y cuatro días, me veía de repente abrumado por el convencimiento de la invulnerabilidad, y todo parecía indicarme que allí donde estábamos mi padre y yo, cada uno al mando de su propia vida de éxito, nada podría pasarnos nunca, porque la conspiración de las cosas (eso que llamamos suerte) estaba de nuestro lado, y de ahí en adelante nos esperaba poco más que un inventario de logros, filas y filas de esas mayúsculas grandilocuentes: el Orgullo de los Amigos, la Envidia de los Enemigos, la Misión Cumplida. No tengo que decirlo, pero lo voy a decir: esas predicciones estaban completamente equivocadas. Publiqué un libro, un libro inocente, y ya nada volvió a ser lo mismo.

No sé en qué momento me pareció evidente que la experiencia de Sara Guterman sería la materia de un libro escrito por mí, ni cuándo esa epifanía me sugirió que el oficio prestigioso de cronista de la realidad estaba diseñado a mi medida, o yo a la suya. (No era cierto. Fui uno más en ese oficio que nunca es prestigioso; fui una promesa incumplida, ese delicado eufemismo.) Al principio, cuando comencé a investigar sobre su vida, me di cuenta de que sabía muy poco de ella; y al mismo tiempo, sin embargo, de que mis conocimientos sobrepasaban lo predecible o lo normal, pues Sara había frecuentado el comedor de mi casa desde que yo tenía memoria, y las anécdotas de su conversación, que siempre era generosa, se me habían quedado en la cabeza. Hasta el momento en que surgió mi proyecto, yo nunca había oído hablar de Emmerich, el pueblito alemán donde había nacido Sara. La fecha de su nacimiento (1924) apenas me parecía menos superflua que la de su llegada a Colombia (1938); el hecho de que su esposo fuera colombiano y sus hijos fueran colombianos y fueran colombianos sus nietos, y el hecho de que ella hubiera vivido en Colombia los últimos cincuenta años de su vida, me sirvieron para llenar una ficha bibliográfica y sentir la inevitable corporeidad de los datos —de una persona se pueden decir muchas cosas, pero sólo cuando desenvainamos fechas y lugares empieza esa persona a existir—, pero su utilidad no pasó de ahí. Con fechas, lugares y otras informaciones se llenaron varias entrevistas cuyo rasgo más notorio fue la facilidad con que Sara me habló, sin parábolas ni rodeos, como si hubiera esperado toda la vida para contar esas cosas. Yo preguntaba; ella, menos que responder, se confesaba; los intercambios acababan por ser lo más parecido a un interrogatorio forense. ¿Se llamaba Sara Guterman, había nacido en el 24, había llegado a Colombia en el 38?

Sí, todo eso era correcto.

¿Qué recordaba de sus últimos días en Emmerich?

Un cierto bienestar, primero que todo. Su familia vivía gracias a una fábrica de papel de lija, y no de cualquier manera, sino con algo que se hubiera podido llamar holgura. Sara tardaría más de treinta años en comprender el bienestar que esa fábrica les procuraba. También recordaba una niñez frívola. Y luego, tal vez después del primer boicot que afectó a la fábrica (Sara no había cumplido los diez años, pero levantarse para ir a la escuela y encontrar a su padre en casa todavía le causó una impresión profunda), la aparición del miedo, y una especie de fascinación por la novedad del sentimiento.

¿Cómo fue la salida de Alemania?

Una noche de octubre de 1937, la operadora del pueblo llamó a casa de la familia y les avisó que su arresto había sido previsto para el día siguiente. Parece que se había enterado de ello transfiriendo otra llamada, igual que había sucedido con el adulterio de la señora Maier (Sara no recordaba el nombre de pila de la mujer adúltera). La familia huyó esa misma noche, por el famoso camino verde de Holanda, hacia un refugio en el campo. Allí estuvieron escondidos varias semanas. Sólo Sara salió del escondite: fue para hacer el recorrido inverso hacia Hagen, donde vivían los abuelos, y contarles lo que estaba sucediendo (la familia creyó que una niña de trece años tenía más posibilidades de viajar impunemente). Del tren en que viajó —era el tren rápido en esa época— recordaba un detalle particular: iba tomando consomé, que en ese tiempo era algo novedoso, y el proceso del cubito que uno metía en agua caliente la fascinaba. La acomodaron en un compartimiento donde todos fumaban, y un hombre negro se sentó junto a ella y le dijo que él no fumaba, pero que siempre se sentaba donde viera humo, porque los fumadores tenían mejor conversación y la gente que no fuma no suele hablar en todo el trayecto.

¿No era riesgoso volver a entrar en Alemania?

Sí, mucho. Poco antes de llegar se percató de que un joven de unos veinte años se había metido al compartimiento de al lado y la seguía cada vez que ella se escapaba al comedor para tomar consomé. Temió, por supuesto, que fuera alguien de la Gestapo, porque eso era lo que se temía en esa época, y al llegar a la estación de Hagen se bajó del tren, pasó junto al tío que la esperaba y en lugar de saludarlo le preguntó dónde quedaba el baño, y él, por fortuna, comprendió lo que ocurría, siguió el juego, acompañó a la jovencita al fondo de la estación y entró con ella a pesar de las protestas de dos mujeres. Allí dentro, Sara le contó a su tío que la familia estaba a salvo y que sin embargo su padre había decidido ya irse de Alemania. Fue la primera vez que mencionó el hecho de irse. Mientras oía la noticia, el tío rasgaba con la mano un cartel que alguien, probablemente un viajero al que le sobraba equipaje, había pegado allí: Munchener Fasching. 300 Kunstlerfeste. Sara le preguntó a su tío si había que hacer cambios para ir de Hagen a Munich, o si había trenes directos. Su tío no dijo nada.

¿Por qué Colombia?

Por un anuncio. Meses atrás, el padre de Sara había visto en un periódico el anuncio de venta de una fábrica de quesos en Duitama (una ciudad desconocida), Colombia (un país primitivo). Aprovechando que todavía se podía, es decir, que las leyes no se lo impedían, decidió viajar para ver la fábrica en persona y regresó a Alemania diciendo que aquello era una empresa casi impensable, que la fábrica era rudimentaria y sólo tres muchachas estaban empleadas, y que sin embargo iba a ser preciso considerar el viaje. Y cuando se dio la emergencia, el viaje fue considerado. En enero de 1938, Sara y su abuela llegaron en barco a Barranquilla y esperaron al resto de la familia, y recibieron desde aquí las noticias de las persecuciones, los arrestos de los amigos y de los conocidos, todas las cosas de las que se habían salvado y —lo cual parecía todavía más sorprendente— seguirían salvándose en el exilio. Un par de semanas después volaron entre Barranquilla y el aeropuerto de Techo (en un bimotor Boeing de la SCADTA, según le informaron más tarde, cuando, con dieciséis o diecisiete años, empezó a hacer preguntas para reconstruir los días de su llegada), y luego, desde la Estación de la Sabana, tomaron el tren que las llevó a lo que para ese momento no era más que el pueblo de los quesos.

¿Qué recordaba de ese trayecto en el tren colombiano?

Su tía Rotem, una vieja casi calva y cuya autoridad, a los ojos de Sara, era disminuida por su calvicie, se quejó durante todo el trayecto. La pobre vieja nunca comprendió que la primera clase, en este tren, quedara en la parte de atrás; nunca comprendió que la niña, viajando por tierra en el nuevo país, se metiera de narices en un álbum de arte contemporáneo, un cuaderno de papel traslúcido que había sido de su primo y había llegado por error en el equipaje, en lugar de comentar las montañas y las plantaciones y el color de los ríos. La niña miraba las reproducciones y no sabía que en algunos casos —el de Chagall, por ejemplo— los originales ya no existían, porque habían sido quemados.

¿Cuáles fueron sus primeras impresiones al llegar a Duitama?

Le gustaron varias cosas: el barro que se formaba en la puerta de la casa, el nombre de la fábrica de quesos (Córcega, esa palabra de sabores franceses, y que además invocaba los encantos de un mar tan cercano a su lugar de nacimiento, el Mediterráneo que había visto en postales), la pintura que había que frotar sobre el queso gouda para distinguirlo, las mínimas burlas de que la hicieron víctima sus compañeras de colegio durante los primeros meses, y el hecho de que las monjas de La Presentación, que no parecían comprender la testaruda ignorancia de la niñita, se desencajaran de la dicha hablando de la Muerte y la Resurrección, del Viernes Santo y la Llegada de Nuestro Señor, y en cambio se hubieran atorado con suspiros de escándalo cuando encontraron a Sara explicándoles a las hijas del abogado Barreto, viejo amigo del ex presidente Olaya Herrera, el asunto de la circuncisión.

Y así fue que a finales de 1987 redacté un par de páginas, y me sorprendí al buscar entre papeles viejos la ficha bibliográfica en la cual había anotado, años atrás, una especie de curso rápido de escritura proporcionado de oficio por mi padre al enterarse de que yo había comenzado a escribir mi tesis de grado. «Primero: Todo lo que suene bien para el oído, está bien para el texto. Segundo: En caso de duda, remitirse al punto primero.» Igual que había sucedido en la época de la tesis, esa tarjeta, pegada con un chinche a la pared, frente a mi escritorio, funcionó como un amuleto, un vudú contra el miedo. En esas páginas estaba apenas un fragmento de esa vida contada; estaba, por ejemplo, la forma en que los soldados encarcelaron al padre de Sara, Peter Guterman; estaban los soldados, que rompieron contra la pared un busto de yeso y abrieron con cuchillos las poltronas de cuero, pero sin éxito, porque las cédulas que buscaban no estaban en ninguna parte de la casa, sino que se arrugaban bajo la faja de la madre, y ocho días más tarde, cuando Peter Guterman quedó libre pero sin pasaporte, les sirvieron para atravesar la frontera y embarcarse, con carro y todo, en Ijmuiden, un puerto de canal a pocos minutos de Amsterdam. Pero lo más importante de esas dos páginas era otra cosa: en ellas había la confirmación de que todo aquello podía ser contado, la sugerencia de que podía ser yo quien lo hiciera, y la promesa de esa satisfacción curiosa: darle forma a la vida de los demás, robar lo que les ha pasado, que siempre es desordenado y confuso, y ponerle un orden sobre el papel; justificar, de alguna manera más o menos honorable, la curiosidad que he sentido siempre por cada emanación de los cuerpos ajenos (desde las ideas hasta la regla) y que me ha llevado, por una especie de compulsión interna, a violar secretos, a contar cosas que me habían confiado, a interesarme en los demás como un amigo cuando en el fondo los estoy entrevistando como un vulgar reportero. Pero nunca he sabido dónde termina la amistad y empieza el reportaje.

Con Sara, por supuesto, la cosa no fue distinta. A lo largo de varios días seguí interrogándola, y lo hice con tanta dedicación, o con insistencia tan morbosa, que comencé a dividirme, a vivir la vida sucedánea y vicaria de mi entrevistada y mi vida cotidiana y original como si fueran distintas, y no un relato imbricado en una realidad. Asistí al espectáculo fascinante de la memoria guardada en recipientes: Sara conservaba carpetas llenas de documentos, una especie de testimonio de su paso por el mundo tan legítimo y material como un cobertizo fabricado con la madera de su propia tierra. Había carpetas de plástico abiertas, carpetas de plástico y con solapa, carpetas de cartulina con elástico y sin él, carpetas de colores pastel y otras blancas pero sucias y otras negras, carpetas que dormían allí sin muchas pretensiones pero preparadas y bien dispuestas para ejercer su papel de pandoras de segunda. En las noches, casi siempre hacia el final de la conversación, Sara guardaba las carpetas, sacaba del equipo la cinta sobre la cual había impreso su voz durante las últimas horas, ponía un disco de canciones alemanas de los años treinta (Veronika, der Lenz ist da y también Mein kleiner grüner Kaktus) y me invitaba a tomarme un trago en silencio, mientras oíamos música vieja. Me gustaba pensar que desde afuera, desde un apartamento cuyo inquilino curioso nos espiara, ésta sería la imagen: un rectángulo fluorescente y dos figuras, una mujer bien acomodada en las cercanías de la vejez y un hombre más joven, un alumno o quizás un hijo, y en todo caso alguien que escucha y se ha acostumbrado a hacerlo. Ése era yo: callaba y escuchaba, pero no era su hijo; tomaba notas, porque en eso consistía mi trabajo. Y pensaba que más tarde, en el momento adecuado, cuando ya la materia de su relato hubiera terminado, cuando los apuntes se hubieran tomado y se hubieran visto los documentos y oído las opiniones, me sentaría frente al dossier del caso, de mi caso, e impondría el orden: ¿no era éste el único privilegio del cronista?

Por esos días, Sara me preguntó por qué quería escribir sobre su vida, y pensé que hubiera sido fácil evadir la pregunta o arrojar una ocurrencia cualquiera, pero que responder con algo parecido a la verdad era tan esencial para mí como parecía serlo, en ese momento, para ella. Le hubiera podido decir que había cosas de las que necesitaba percatarme. Que ciertas zonas de mi experiencia (en mi país, con mi gente, en este tiempo que me tocó en suerte) se me habían escapado, generalmente por estar mi atención ocupada en otras más banales, y quería evitar que eso siguiera sucediendo. Darme cuenta: ésa era mi intención, sencilla y pretenciosa al mismo tiempo; y pensar en el pasado, obligar a alguien a recordarlo, era una manera de hacerlo, un pulso librado contra la entropía, un intento de que el desorden del mundo, cuyo único destino es siempre un desorden más intenso, fuera detenido, puesto en grilletes, por una vez derrotado. Le hubiera podido decir esto o parte de esto; en mi favor señalo que evité esas mentiras grandilocuentes y escogí mentiras más humildes, o, más bien, verdades incompletas. «Quiero su aprobación, Sara», le dije. «Quiero que me mire con respeto. Es lo que más me ha importado en la vida.» Iba a completar la verdad incompleta, a hablarle a Sara de la frase con que mi padre la describió una vez —«es mi hermana en la sombra», me dijo, «sin ella no hubiera sobrevivido ni una semana en este mundo de locos»—, pero no llegué a hacerlo. Sara me interrumpió. «Entiendo», dijo. «Entiendo perfectamente.» Y no insistí, porque me parecía apenas normal que la hermana en la sombra lo entendiera todo sin mayores explicaciones; pero anoté en una ficha bibliográfica: Título de parte: «La hermana en la sombra». Nunca llegué a usarlo, sin embargo, porque mi padre no fue mencionado ni en las entrevistas ni en el libro mismo, a pesar de haber formado parte importante —por lo que se veía, al menos— del exilio de Sara Guterman.

Publiqué Una vida en el exilio en noviembre de 1988, tres meses después del famoso discurso de mi padre. El siguiente es el primer capítulo del libro. Iba titulado, en letra cursiva y en cuerpo generoso, con una frase-recipiente, cuatro palabras que se han ido llenando con los años y que hoy, mientras escribo, amenazan con desbordarse: El Hotel Nueva Europa.

Lo primero que hizo Peter Guterman al llegar a Duitama fue pintar la casa y construir un segundo piso. Allí, separados por un rellano estrecho, estaban su oficina y su recámara, dispuestas tal como habían estado en la casa de Emmerich. Siempre le había gustado mantener el trabajo y la familia a pocos metros de distancia; además, la idea de empezar una nueva vida en un sitio viejo le parecía un irrespeto a su suerte. Así que se dedicó a remodelar. Mientras tanto, los demás alemanes, los de Tunja o los de Sogamoso, le aconsejaban en todos los tonos que no arreglara tanto una casa que no le pertenecía.

—Apenas la tenga bonita —le decían—, el dueño se la va a pedir. Aquí hay que tener cuidado, porque los colombianos son unos tramposos.

Y así fue: el dueño les reclamó la casa; adujo un comprador ficticio y apenas si se disculpó por los inconvenientes. La familia Guterman, que no había cumplido seis meses en Colombia, ya tenía que mudarse de nuevo. Pero entonces ocurrió el primer golpe de buena fortuna. Por esos días se celebraba algo en Tunja. La ciudad estaba repleta de gente importante. Un suizo, un negociante de Berna que andaba gestionando la implantación de laboratorios farmacéuticos en Colombia, se había vuelto amigo de la familia; un día, a eso de las diez, llegó a su casa sin anunciarse.

—Necesito un intérprete —le dijo a Peter Guterman—. Es más que una negociación importante. Es cuestión de vida o muerte.

Al señor Guterman no se le ocurrió nada mejor que ofrecer a su hija, la única en la familia que podía hablar en español además de entenderlo. Sara tuvo que obedecer al suizo. Sabía perfectamente que la voluntad de un adulto, y de un adulto que era amigo del padre, era ley para una adolescente como ella. Por otro lado, en ese tipo de situaciones siempre se sentía insegura: nunca, desde su llegada, había logrado sentirse a gusto con las reglas tácitas de la sociedad anfitriona. Este hombre era europeo, como ella. ¿En qué cambiaban sus costumbres al cruzar el Atlántico? ¿Debía saludarlo como lo hubiera saludado en Emmerich? Pero este hombre, en Emmerich, no la habría sabido mirar a la cara. Sara no olvidaba los desprecios ocasionales que había alcanzado a conocer en esos últimos años, ni lo que ocurría en la cara de los gentiles cuando hablaban de su padre.

Llegó al almuerzo, y resultó que el hombre para el cual convertiría al español las palabras del suizo era el presidente Eduardo Santos, amigo reconocido de la colonia alemana; y ahí estaba Santos, a quien tanto respetaba el padre de Sara, apretando la mano de la intérprete adolescente, preguntándole cómo estaba, felicitándola por la calidad de su español. «Desde ese momento me sentí comprometida para siempre con el Partido Liberal», diría Sara muchos años después, con un tono agudo de ironía. «Así he sido siempre. Tres frases hechas y caigo rendida.» Interpretó durante un almuerzo de dos horas (y en otras dos ya había olvidado para siempre el contenido de las palabras interpretadas), y al final le mencionó a Santos lo del trasteo.

—Estamos cansados de ir de casa en casa —le dijo—. Es como vivir por turnos.

—Pues monten un hotel —dijo Santos—. Así serán ustedes los que desalojen a los demás.

Pero el asunto no podía ser así de fácil. Ya para ese momento los extranjeros no podían ejercer, sin previa autorización, oficios distintos a los que habían declarado al entrar al país. Sara se lo señaló al presidente.

—Ah, por eso no se preocupe —fue la respuesta—. De los permisos me encargo yo.

Y un año después, vendida la fábrica de quesos con ganancias generosas, abrieron en Duitama el Hotel Pensión Nueva Europa. Un hotel a cuya inauguración asistiera el presidente de la República (pensó todo el mundo) estaba destinado a una carrera de éxito.

El padre de Sara había tenido la intención de bautizarlo con su nombre, Hotel Pensión Guterman, pero sus socios le hicieron saber que un apellido como el suyo era en ese momento la peor manera de comenzar un negocio. Apenas unos meses antes, una compañía bogotana de taxis había contratado como choferes a siete refugiados judíos; los taxistas de Bogotá habían organizado una elaborada campaña en su contra, y por todas partes, en las vitrinas de las tiendas del centro, en las ventanas de los taxis y de algún tranvía, podían verse pancartas con la leyenda APOYAMOS A LOS CHOFERES EN SU CAMPAÑA ANTIPOLACOS. Aquélla fue la primera noticia de que la nueva vida no iba a ser más fácil que la de antes. Cuando los Guterman se enteraron de lo ocurrido con los taxistas, el desconsuelo del padre fue tan intenso que la familia llegó a temer algo grave. (Después de todo, uno de sus amigos ya se había colgado en su casa de Bonn, poco después del pogrom del 38.) Peter Guterman hablaba con recelo del gentilicio que la voz pública le asignaba: le había costado varios años acostumbrarse a la pérdida de la ciudadanía alemana, como si se tratara de un objeto que se le hubiera extraviado por error, una llave caída de un bolsillo. No se quejaba, pero desarrolló la costumbre de recortar las estadísticas que aparecían de forma regular en las páginas interiores de la prensa bogotana: «Puerto: Buenaventura. Vapor: Bodegraven. Judíos: 47. Distribución: Alemanes (33), austriacos (10), yugoeslavos (3), checoslovacos (1)». En su cuaderno de recortes había vapores finlandeses, como el Vindlon, y españoles, como el Santa María. Peter Guterman estaba atento a esas noticias como si en los vapores llegara parte de su familia. Pero Sara sabía que esos recortes eran, menos que esquelas familiares, telegramas de emergencia, verdaderas denuncias de la incomodidad que los recién llegados generaban entre los locales. Lo importante es que el asunto terminó por justificar el nombre del hotel. Los socios de Peter Guterman eran colombianos; la palabra Europa sonaba para ellos como una panacea en tres sílabas. En una carta que luego pasó a la historia privada de la familia, a ese anecdotario con que todas las tías y las abuelas del mundo llenan las comidas domésticas como si se tratara de transmitir sangre limpia a los descendientes, su padre les decía: «No logro comprender cuál es la fascinación de ustedes por el nombre de una vaca». Y ellos leían la carta y reían; y la siguieron leyendo, y siguieron doblándose de la risa, durante mucho tiempo.

El Hotel Nueva Europa quedaba en una de esas casas coloniales que habían sido claustros desde la Independencia y luego fueron heredadas por seminarios o comunidades religiosas sin mayor interés en mantenerlas. Todas las construcciones eran iguales: todas tenían un patio interior, y en el centro del patio, la estatua del fundador de la orden o de un santo cualquiera. En el futuro hotel, Bartolomé de las Casas era la estatua que presidía el marco, pero el fraile cedió su lugar a una fuente de piedra tan pronto como se dio la posibilidad. La fuente del Nueva Europa era una piscina redonda tan grande que una persona podía acostarse en ella —en los años de vida del hotel, más de un borracho lo hizo— y en la que el agua recogía el sabor de la piedra y del musgo acumulado junto a las paredes. El agua estuvo al principio llena de peces pequeños, bailarinas y dorados; luego, de monedas que se iban oxidando con el tiempo. Antes de los peces, sin embargo, no había nada: nada más que agua y una pileta que se llenaba de pájaros en las mañanas, tantos que era necesario espantarlos a escobazos, porque no a todos los clientes les gustaban. Y había que darles gusto a los clientes: el lugar no era barato. Peter Guterman cobraba dos pesos con cincuenta por un día con cinco comidas, mientras el Regis, el otro hotel del momento y de la zona, cobraba un peso menos. Pero el Nueva Europa nunca dejó de estar lleno; lleno, sobre todo, de políticos y de extranjeros. Jorge Eliécer Gaitán (que, dicho sea de paso, odiaba a los pájaros con la misma pasión que ponía en sus discursos) y Miguel López Pumarejo se contaban entre sus clientes más asiduos. Lucas Caballero no era político ni era extranjero, pero iba al hotel cada vez que podía. Antes de viajar mandaba un telegrama que siempre era el mismo, palabra por palabra.

LLEGADA JUEVES PRÓXIMO STOP

SOLICITO PIEZA SIN GLOBOS STOP

Los globos a los que se refería eran los edredones de plumas, que a Klim no le gustaban. Prefería cobijas de lana pesada, de esas que acumulan polvo y hacen estornudar a los alérgicos. Peter Guterman mandaba preparar su pieza con esas indicaciones, ordenando en alemán y con tanta urgencia que las empleadas del hotel, niñas de Sogamoso y de Duitama, alcanzaron a aprender algunas palabras básicas. Jerpeter, le decían. Sí, Jerpeter. Ahorita mismo, Jerpeter. El señor Guterman, maniático de profesión, comprendía y aceptaba las manías de sus clientes más apreciados. (Cuando esperaba a Gaitán, hacía poner un espantapájaros entre las tejas de la casona, aunque para él eso rompiera con el gusto folclórico de los techos.) Sara tenía que intervenir todo el tiempo, oficiar como traductora y conciliadora, porque a su padre el español le costó un trabajo horrible desde el principio, y nunca llegó a dominarlo como era debido; y, como además se trataba de un hombre acostumbrado a criterios de eficiencia imposibles, perdía la paciencia muy a menudo, y llegaba a pegar unos gritos de fiera enjaulada que dejaban a las empleadas llorando toda la tarde. Peter Guterman no era un hombre nervioso; pero lo ponía nervioso el hecho de ver que el presidente, los candidatos a la presidencia, los periodistas más importantes de la capital, se pelearan los cuartos de su hotel. Sara, que con el tiempo había comenzado a intuir mejor el carácter de su nuevo país, trataba de explicarle a su padre que los nerviosos eran ellos; que éste era un país donde un hombre manda la parada por el hecho de venir del norte; que para la mitad de sus huéspedes, pomposos y arribistas, estar en el hotel era de alguna manera estar en el extranjero. Así era: una habitación en el hotel de la familia Guterman era, para la mayoría de aquellos criollos pretenciosos, la única oportunidad de ver el mundo, el único papel de importancia que podían tener en su minúscula obrita de teatro.

Porque el Nueva Europa fue, ante todo, un lugar de reunión de extranjeros. Norteamericanos, españoles, alemanes, italianos, gente de todas partes. Colombia, que no había sido nunca un país de inmigrantes, en ese momento y en ese lugar parecía serlo. Estaban los que llegaron a principios de siglo para buscar dinero, porque habían oído que en estos países suramericanos todo estaba por hacer; los que llegaron escapando de la Gran Guerra, la mayoría alemanes que se habían desperdigado por el mundo tratando de ganarse la vida, porque en su país eso ya había dejado de ser posible; estaban los judíos. De manera que éste resultó ser, ni más ni menos, un país de escapados. Y todo ese país perseguido había acabado por meterse en el Hotel Pensión Nueva Europa, como si se tratara de una verdadera Cámara de Representantes del mundo desplazado, un Museo Universal del Auswanderer; y a veces se sentía así en realidad, porque los huéspedes se reunían todas las tardes en el salón de abajo para oír, por la radio, las noticias de la guerra. Había enfrentamientos, había cruces de palabras, como era lógico, pero de formas prudentes, porque Peter Guterman se las arregló muy pronto para que la gente dejara la política en la recepción. Ésa era su frase; todo el mundo la recordaba, porque fue una de las pocas cosas que el dueño del hotel aprendió a decir de corrido: «Bitte, tú las políticas en recepción dejas», les decía a los que iban llegando, sin darles tiempo ni siquiera de descargar las maletas para inscribirse en el registro, y la gente aceptaba ese pacto porque para todo el mundo era más cómoda la tregua momentánea que agarrarse a golpes con los vecinos de mesa cada vez que bajaran a comer. Pero tal vez no fuera ésa la razón. Tal vez fuera cierto que allí, en ese hotel del otro lado del mundo, se sentaban a la mesa personas que en su país de origen habrían reventado a pedradas las ventanas de la recepción. ¿Qué los unía? ¿Qué neutralizaba los odios despiadados que llegaban al Nueva Europa como noticias de otra vida?

Y es que durante esos primeros años la guerra era para ser oída por radio, un triste espectáculo de otras tierras. «Fue después que ocurrió lo de las listas negras, lo de los hoteles convertidos en encierros de lujo», dice Sara, refiriéndose a los campos de concentración para ciudadanos del Eje. «Sí, eso pasó después. Fue después que la guerra del otro lado del mar se les metió al cuarto a los que estaban de éste. Éramos tan inocentes, nos creíamos a salvo. Todo el mundo te lo puede confirmar. Todo el mundo lo recuerda muy bien: era muy difícil ser alemán en esa época.» En el hotel de la familia Guterman pasaron cosas que destruyeron familias, que trastocaron vidas, que arruinaron destinos; pero nada de eso fue visible hasta mucho más tarde, cuando había pasado el tiempo y se comenzaban a notar los destinos arruinados y las vidas trastocadas. En todas partes —en Bogotá, en Cúcuta, en Barranquilla, en pueblos miserables como Santander de Quilichao— era igual; había lugares, sin embargo, que operaban como agujeros negros, invocando el caos, absorbiendo de uno lo peor que uno tenía. El hotel de los Guterman, sobre todo en cierta época, había sido uno de ellos. «Sólo pensar en eso da lástima —dice Sara Guterman ahora, evocando esos sucesos cuarenta y cinco años después—. Un lugar tan bonito, tan querido por la gente, y en el cual pueden pasar cosas tan horribles». ¿Y qué cosas eran ésas? «Es como dice la Biblia. Los hijos contra los padres, los padres contra los hijos, los hermanos contra los hermanos.»

Por supuesto que escribir palabras como Auswanderer o listas negras exige o debería exigir una garantía hipotecaria de parte de quien escribe. Palabras hipotecadas: el libro estaba lleno de ellas. Esto lo sé ahora, pero entonces apenas lo sospechaba: en manuscrito, estas páginas habían tenido un aspecto tan pacífico y neutral que uno nunca las hubiera considerado capaces de incomodar a nadie, menos aún de provocar disputas; su versión impresa y empastada, en cambio, fue una especie de coctel molotov listo para caer en medio de la casa Santoro.

«Ah, Santoro», dijo el doctor Raskovsky cuando una enfermera lo interceptó para preguntarle por el resultado de la cirugía. «Gabriel de nombre, ¿no es verdad? Sí, nos fue muy bien. Espéreme aquí. En un rato ya podemos entrar a ver al paciente.» ¿Pero entonces nos había ido bien? ¿Entonces el operado estaba vivo? «Vivo no, más que vivo, mucho más», dijo el médico, yéndose ya y hablando de memoria. «Viera el corazón que tiene, es como una lechuga de grande.» Y después de esa especie de mareo que me golpeó cuando escuché la noticia, ocurrió algo curioso: no supe si mi nombre, pronunciado por el médico, se refería al paciente o al hijo del paciente. Busqué un baño para lavarme la cara antes de entrar a Cuidados Intensivos. Lo hice pensando en mi padre, en que no fuera a verme así, porque no pude recordar la última vez que uno de los dos había visto al otro tan descompuesto. Frente al espejo me quité la chaqueta, vi dos mariposas de sudor debajo de las axilas, y me sorprendí pensando en las axilas del doctor Raskovsky, como si fuéramos conocidos íntimos; y después, mientras aguardaba a que mi padre se despertara, me pareció detestable esa intimidad que yo no había buscado, quizás porque mi padre mismo me había entrenado para no sentirme nunca en deuda con nadie. Ni siquiera con el responsable de que siguiera vivo.

A pesar de que el doctor hubiera hablado en plural, acabé por entrar solo a la sala de Cuidados Intensivos, esa habitación de tortura. Los monitores titilaban como lechuzas en las paredes y sobre mesas rodantes; había seis camas, dispuestas en simetrías odiosas y separadas por tabiques opacos como los separadores de un baño público, cuyas barandillas de aluminio reflejaban los destellos de las luces de neón. Los monitores pitaban cada uno a su ritmo, las respiradoras respiraban, y en una de esas camas, la última del lado izquierdo, la única que daba de frente al tablero donde las enfermeras escribían con plumones rojos y negros las indicaciones del día, estaba mi padre, respirando por un tubo grisáceo y corrugado que le llenaba la boca. Levanté la bata y vi por segunda vez en un día (después de no haberlo visto nunca en toda una vida) el sexo de mi padre, acostado sobre la ingle, casi a la altura de su mano mutilada, y circuncidado, como no lo estoy yo. Le habían metido una sonda para no tener que molestarlo cuando orinara. Así era: mi padre se comunicaba con el mundo por medio de tubos de plástico. Y por medio de electrodos dispuestos como las manchas de un pelaje sobre su pecho, sobre su frente. Y por medio de agujas: la que le inyectaba calmantes y antibióticos desaparecía en su cuello, la del suero en la vena de su brazo izquierdo. Me senté en un banco redondo y lo saludé. «Hola, papá. Ya terminó todo, ya salió bien.» Él no podía oírme. «Yo te lo dije, ¿te acuerdas? Te dije que iba a salir bien, y ya está. Ya terminó todo. Ya salimos de eso.» Su respiradora funcionaba, su monitor seguía pulsando, pero él se había ausentado. El catéter del cuello estaba pegado con esparadrapo a la cara, y le estiraba la carne floja de las mejillas (de sus mejillas de sesenta y siete años). El efecto subrayaba el agotamiento de su piel, de sus tejidos, y yo, cerrando apenas los ojos, podía ver la cámara rápida de su descomposición, contar los radicales libres como si pasaran caminando por el puente de la carrera treinta. Había otra imagen que traté de evocar, por ver qué podía aprender de ella: la de un corazón de plástico del tamaño de un puño cerrado, en el cual aparecían venas y arterias marcadas en relieve, que había durado un mes entero sobre el escritorio de mi profesor de biología.

A las cuatro de la tarde me pidieron que me fuera, aunque no llevaba más de diez minutos con el enfermo, pero volví al día siguiente, a primera hora, y después de enfrentarme a la burocracia agresiva de la San Pedro —el paso por Gerencia, la solicitud de una ficha permanente que incluía mi nombre y mi cédula y que debí llevar bien visible sobre el pecho, la declaración de ser el único pariente del enfermo y, por lo tanto, el único visitante—, me quedé hasta pasadas las doce, cuando me echó la misma enfermera que me había echado la tarde anterior: una mujer de maquillaje grueso cuya frente sudaba todo el tiempo. Para esa segunda visita, mi padre ya comenzaba a despertarse. Ésa fue una de las novedades. La otra me la relató la enfermera como si respondiera a las preguntas de un examen. «Se le trató de quitar el respirador. No respondió bien. Le entró agua a los pulmones, se desmayó, pero ya se ha recuperado un poco.» Había un tubo más hiriendo el cuerpo de mi padre: se llenaba de agua con sangre y la evacuaba en una bolsa con números para medir. Sí: lo estaban drenando. Le había entrado agua a los pulmones y lo estaban drenando. Se quejaba de varios dolores, pero ninguno tan intenso como el que le producía el tubo inserto en sus costillas, que lo obligaba a acostarse casi de lado a pesar de que esa posición, precisamente, era la que resultaba más dolorosa para su pecho abierto. El dolor no lo dejaba hablar: a veces su cara se fruncía en muecas espantosas; a veces descansaba, sin glosar lo que sentía, sin mirarme. No hablaba; y el tubo en su boca daba a sus quejidos un tono que en otra parte habría sido cómico. La enfermera venía, le cambiaba el oxígeno, revisaba la bolsa de drenaje y se volvía a ir. Una vez se quedó tres minutos exactos, mientras le tomaba la temperatura, y me preguntó qué le había pasado a mi padre en la mano.

«Y a usted qué le importa», le dije. «Haga su trabajo, mejor, y no sea metida.»

No volvió a hacerme más preguntas, ni ese primer día ni los días que siguieron, durante los cuales la rutina se repitió: copé las horas de visita, aprovechando que mi padre se había empeñado en mantener la operación en secreto, con lo cual ni familiares ni amigos vendrían a solidarizarse. Y sin embargo, algo parecía indicar que ése ya no era el estado ideal de las cosas. «¿No hay nadie afuera?», fue lo primero que me preguntó a la mañana del tercer día, tan pronto como le quitaron el tubo de la boca. «No, papá, nadie.» Y al empezar el turno de visitas de la tarde, volvió a señalar la puerta y preguntar, a través de la nube de su dopaje, si alguien había venido. «No», le dije. «Nadie ha venido a molestarte.» «Me he quedado solo», dijo él. «Me las he arreglado para quedarme solo. En eso me he esforzado, he puesto todo mi empeño. Y mira, me ha salido perfecto, no cualquiera puede, mira la sala de espera, quod erat demostrandum.» Se quedó callado un rato, porque hablar le costaba esfuerzo. «Cómo me gustaría que ella estuviera aquí», dijo entonces. Tardé un segundo en comprender que se refería a mi madre, no a Sara. «Ella me hubiera acompañado bien, era buena compañera. Cómo era de buena, Gabriel. Yo no sé si tú te acuerdes, no tienes por qué acordarte, yo no sé si un niño se da cuenta de esas cosas. Pero era muy buena. Y un tipo como yo con ella, imagínate. Las vueltas que da la vida. Nunca la merecí. Ella se murió y no me dio tiempo de merecerla. Eso es lo que pienso cuando pienso en ella.» Yo, en cambio, pensaba en la pulmonía mal diagnosticada, pensaba en las maquinaciones clandestinas del cáncer; pensaba, sobre todo, en el día en que mis padres recibieron el diagnóstico definitivo. Me había estado masturbando frente a un catálogo de ropa interior, y la impresión de la coincidencia entre la enfermedad y una de mis primeras eyaculaciones fue tan agresiva que pasé esa noche con fiebre, y el domingo siguiente, cuando por primera vez en mi vida pisé una iglesia, tuve la mala idea de confesarme, y al cura le pareció evidente que mis perversiones eran responsables de lo que le estaba sucediendo a mi madre. Sólo mucho después, bien metido y hasta cómodo en eso que llaman mayoría de edad, pude aceptar mi inocencia y comprender que la enfermedad no había sido un castigo del cielo ni la sanción correspondiente a mi pecado. Pero nunca le hablé de eso a mi padre, y el escenario abigarrado de Cuidados Intensivos, ese hotelucho de mal agüero, no parecía el momento ideal para esas franquezas. «Soñé con ella», me estaba diciendo mi padre. «No tienes que contarme», le dije, «descansa, no hables tanto». Pero ya era demasiado tarde: había comenzado a hablar. «Soñé que iba al cine», dijo. En la platea, sentada tres filas más adelante, estaba una mujer muy parecida a mi madre. La película era Esclavo de su pasión, lo cual era incongruente con la sala y también con la audiencia; durante la escena en la que Paul Henreid camina solo por un barrio pobre de Londres (es una escena silenciosa y nocturna), mi padre ya no pudo más. Desde la oscuridad del pasillo, arrodillado para no molestar a la gente, distinguió el perfil de su esposa en los lapsos de luz de la película. «¿Dónde estabas?», le preguntó. «Creíamos que te habías muerto.» «No estoy muerta, Gabriel, qué bobadas dices.» «Pero creíamos. Creíamos que te habías muerto de cáncer.» «Qué bobos son ambos», dijo mi madre. «Cuando vaya a morirme les aviso.» Uno de los cuadros más sombríos apareció entonces en la pantalla, tal vez el cielo negro o una pared de ladrillo. La platea se oscureció. Cuando se hizo de día en la película, mi madre estaba caminando entre las sillas hacia la salida del teatro, sin tocar las piernas de la gente sentada. Su cabeza de mármol se dio vuelta para mirar a mi padre antes de salir, y su mano le decía adiós.

«Me pregunto si querrá decir algo», dijo mi padre. Y yo iba a contestarle que no —tú sabes bastante bien, iba a decirle en tono más bien impaciente, que los sueños no quieren decir nada, no dejes que la operación te llene la cabeza de supersticiones, se trata de impulsos eléctricos y nada más, la sinapsis de unas neuronas desordenadas y confundidas— cuando el operado tomó una bocanada de aire, entreabrió los ojos y dijo: «Tal vez podríamos avisarle a Sara».

«Sí», le dije. «Si tú quieres.»

«Yo no», dijo. «Es más por ella, si no le avisamos quién se la aguanta después.»

No puedo decir que me haya sorprendido. El hecho de que ambos la hubiéramos evocado en espacio de pocos días era, menos que una coincidencia para gentes supersticiosas, un síntoma de esa discreta importancia que ella tenía en nuestras vidas; me llegó de nuevo la intuición que había tenido varias veces acerca de esa mujer, la noción de que Sara Guterman no era la amiga inocua que parecía, esa extranjera inofensiva y casi invisible, sino que había algo más detrás de su imagen, y era conmovedora la confianza que mi padre siempre le había tenido a esa imagen. «Esta misma noche la llamo», dije. «Le va a dar mucho gusto, eso seguro.» Estuve a punto de decir le va a dar mucho gusto que hayas sobrevivido, pero me contuve a tiempo, porque enfrentar a mi padre con la noción de supervivencia podía ser más nocivo incluso que una supervivencia fallida. Eso era él: un superviviente. Había sobrevivido a los hombres de los machetes, a su corazón —ese músculo caprichoso—, y, si pudiera hablarme de esto, diría que había sobrevivido también a esta ciudad en donde cada paisaje es un memento mori. Como un secuestrado que ha sido liberado de su secuestro, como una mujer que se salva de una bomba por cambiar su itinerario a última hora (por no hacer sus compras en los Tres Elefantes, por preferir almorzar con un amigo que ir al Centro 93), mi padre había sobrevivido. Pero de repente me encontré preguntándome: ¿para qué? ¿Para qué quiere seguir viviendo un hombre del cual se podría decir que a sus sesenta y siete años era ya un elemento superfluo, alguien que había cumplido su ciclo, alguien que ya no tenía nada pendiente en el mundo? Su vida ya no parecía guardar mucho sentido; por lo menos, pensé, no el sentido que él hubiera querido proporcionarle. Viéndolo tan reducido, nadie, ni siquiera su propio hijo, hubiera adivinado la revolución privada que se estaba comenzando a formar en su cabeza.