CAPÍTULO I

Septiembre es el más duro de los meses en White Mountains. Los hoteles hoscos, vestigios de la tradición victoriana, están cerrados o a punto de cerrar; los moteles y los chalets de paso sólo tienen encendidos unas horas sus avisos de neón que anuncian habitaciones libres, pues sus dueños acababan cansándose y apagándolo para irse a dormir temprano. Las laderas de New Hampshire, tan populares entre los esquiadores, están ahora libres de nieve y de esquiadores, y las pistas de esquiar parecen grandes hendiduras de color pardusco junto a los funiculares inmóviles. El éxodo del «Día del Trabajo» ha liberado de tráfico casi todas las carreteras; pocos son los remolques y los automóviles con el techo cargado de equipaje que pasan por allí camino de Boston o de Nueva York. El invierno está ya echándose encima de las laderas frías y hostiles del monte Washington, en cuya cima hay un observatorio meteorológico que registra los vientos más veloces a que ha sido expuesta jamás montaña alguna en el mundo entero. Por allí andan a su placer los osos y los zorros. Dentro de algunas semanas, los cazadores, con sus guerreras escarlata o naranja brillante, llegarán en busca de venados o guacos, o de cualquier cosa que se les ponga a tiro y sea legalmente cazable. Los esquiadores vendrán más tarde, sedientos de nieve y ron caliente, y con ellos volverá la alegría del verano. Y, entonces, White Mountains cobrará nueva vida.

Era un triste día de mediados de septiembre del año 1961, el 19 de septiembre, para ser exactos. Aquel día, Barney Hill y su mujer, Betty, comenzaron el largo viaje desde la frontera canadiense por la carretera US 3, cruzando White Mountains, camino de Portsmouth, donde viven. La radio del coche, un «Chevrolet» Bel Air, modelo 1957, no descapotable, había advertido con toda claridad que un huracán que llegaba de la costa podría pasar por New Hampshire, suceso que en años anteriores había descuajado árboles y cubierto las carreteras de cables eléctricos de alta tensión. No habían llevado suficiente dinero para pagar los extras de su viaje de recreo, y lo poco que les quedaba había ido mermando peligrosamente durante el viaje que hicieron, sin prisas, a las cataratas del Niágara, volviendo luego por Montreal, ya camino de casa. Pasaron por la aduana canadiense-norteamericana sobre las nueve de aquella noche, zigzagueando, luego, por la solitaria carretera que cruza las altas montañas del noroeste del Estado de Vermont, territorio del que se dice que ha amenazado separarse no sólo del Estado de Vermont, sino también de los Estados Unidos. El tráfico rodado era escaso; los Hill vieron muy pocos coches hasta que llegaron a las deseadas luces de Colebrook, media hora después; Colebrook: es una antigua colonia de New Hampshire, fundada en 1770, que yace a la sombra del monte Monadnock, justo al otro lado del río, según se sale de Vermont. Las luces del pueblo, aunque fueron un alivio para ellos, después de las interminables vueltas y revueltas de la carretera, eran pocas. Una, solitaria, anunciaba la existencia de un solo restaurante, y ellos, pensando que quizá fuera aquélla la última oportunidad que se les presentaba de tomar algo caliente, decidieron dar la vuelta, porque ya lo habían pasado de largo.

El restaurante casi estaba vacío. Algunos chicos jóvenes se agrupaban en un rincón. Sólo una mujer, la camarera, pareció advertir que, en el restaurante silencioso, había entrado una pareja racialmente mixta: Barney, apuesto descendiente de un etíope libre, cuya abuela, nacida durante los años de la esclavitud, había sido educada en la casa del dueño de la plantación, de quien era hija Betty, cuya familia había comprado tres solares en York, Estado de Maine, en 1638, con la consecuencia de que uno de los compradores fue despedazado por los indios. A ambos les tenía sin cuidado la curiosidad que sus respectivos colores despertaban en los lugares públicos y ya ni siquiera la notaban, ni se sentían cohibidos por ella. El principal lazo que les unía desde que se conocieron era una serie de intereses intelectuales mutuos; juntos recorrían el Estado de New Hampshire defendiendo la causa de los derechos civiles. Barney había sido presidente de acción política de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) y, ahora era jefe del departamento de agravios legales, de la NAACP en Portsmouth; también era miembro del comité asesor de la Comisión de Derechos Civiles del Estado de New Hampshire y del comité directivo del Programa de Auxilio Social del Condado de Rockingham. Tanto él como su mujer muestran con orgullo el diploma que recibieron, por sus obras sociales, de manos de un dignatario estatal. Betty, ocupada en trabajos sociales en el Estado de New Hampshire, se dedica, después de las horas de trabajo, a sus cargos de subsecretaria y coordinadora de actividades comunales de la NAACP, y enlace entre las Naciones Unidas y la Iglesia Unitaria-Universalista a que pertenecen ambos en Portsmouth.

Pero lo que iba a ocurrirles a ambos en la noche del 19 de septiembre de 1961 no tenía nada que ver con su bien avenida vida matrimonial, ni con su entusiasmo por el progreso social. Sentados en la barra del restaurante de Colebrook mientras Barney comía una hamburguesa y Betty un pastel de chocolate, ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que les esperaba. Estuvieron poco tiempo, el necesario para fumar un cigarrillo y tomar una taza de café negro; luego, continuaron por la carretera US 3, de regreso al hogar.

La distancia de Colebrook a Portsmouth es de doscientos setenta y cuatro kilómetros, y la carretera US 3 es extraordinariamente suave y fácil, teniendo en cuenta lo profundo de las gargantas que tiene que sortear. Más al Sur, cerca de Plymouth, hay unos cuarenta y ocho kilómetros de autopista, capaz, entonces, para cuatro vehículos y, actualmente, para más, donde se puede aumentar la velocidad sin riesgo hasta unos cien kilómetros por hora. En las otras carreteras, Barney Hill solía llegar hasta ochenta y noventa kilómetros por hora, aunque, hay que reconocerlo, esta última velocidad era algo excesiva.

El reloj que se levanta sobre el restaurante de Colebrook marcaba las diez y cinco minutos cuando salieron.

—Por lo que veo —había dicho Barney a Betty al subir ambos al coche—, llegaremos a casa a las dos y media de la madrugada. Lo más tarde, a las tres.

Betty asintió. Tenía confianza en la manera de conducir de Barney, aunque, a veces, le reñía por ir a excesiva velocidad. Era una noche clara y brillante, con Luna casi llena. Las estrellas relucían, como ocurre siempre en las montañas de New Hampshire cuando el cielo está libre de nubes, cuando la luz de las estrellas parece iluminar las cimas de las montañas con una extraña incandescencia. El coche corría suavemente hendiendo el aire nocturno; la carretera serpenteaba por el terreno llano de la parte superior del valle del río Connecticut, vieja tierra de pieles rojas y madereros, llena de historia y leyendas. Los cincuenta kilómetros al sur de Northumberland, donde los seguidores de Rogers se reunieron después del saqueo de Saint Francis, pasaron en seguida. Betty, entusiasta observadora del paisaje, gozaba del fulgor de la luna, que se reflejaba en el valle y las montañas lejanas, tanto al este de New Hampshire como al otro lado del río, en Vermont, al oeste. Delsey, la ruidosa perrita de los Hill, estaba silenciosa en el suelo del coche, junto a los pies de Betty. Cruzaron Lancaster, una aldea con una amplia calle mayor y bellas casas anteriores a la revolución, oscuras todas en aquella noche de septiembre. La US 3 continúa hacia el Sur, mientras el río Connecticut tuerce hacia el Oeste, ampliando el territorio del Estado de New Hampshire y reduciendo el de Vermont. Aquí, el valle amplio y suave ofrece un camino más incierto a través de las montañas de picos como filos del Pilot Range, descrita elocuentemente por un escritor, que la llama «gran muralla serpenteante que hace fantásticos juegos de luz y sombra con ayuda del sol, y que, al anochecer, adquiere los tonos más tiernos del color amatista oscuro».

Pero ahora, no había ni sol ni color amatista; sólo había la Luna luminosa, muy brillante y muy grande, y una carretera negra que parecía completamente desierta. A la izquierda de la luna, un poco debajo de ella, se veía una estrella muy brillante, «quizás un planeta», pensó Betty, a juzgar por su brillo constante. Justo al sur de Lancaster, aunque no consigue recordar la hora exacta, Betty vio con cierta alarma que encima de aquel planeta había aparecido otra estrella o planeta más grande. Estaba segura de que cuando miró la vez anterior no la había visto allí. Pero lo más curioso es que el nuevo visitante celestial parecía cada vez más grande y más brillante. Lo observó durante unos momentos, sin decir nada a su marido, que seguía sorteando curvas a través de las montañas. Por fin, en vista de que la extraña luz persistía, dio un suave codazo a Barney, quien aminoró un poco la velocidad y se asomó por la ventana derecha para verla.

—Cuando miré por primera vez —dijo más tarde Barney Hill— no me pareció que fuera nada de particular. Sólo se me ocurrió pensar que tenía cierto interés haber visto un satélite. Evidentemente, había cambiado de trayectoria y, ahora, parecía ir siguiendo la curva de la Tierra. Estaba bastante lejos, quiero decir que parecía una estrella en movimiento.

Siguieron su camino, mirando con frecuencia aquel objeto brillante, encontrando difícil decidir si se movía o si era el movimiento del coche lo que daba la impresión de que estaba moviéndose. El objeto desaparecía detrás de árboles o de la cima de una montaña para reaparecer de nuevo en cuanto pasaba la obstrucción. Delsey empezaba a mostrarse ligeramente inquieta y Betty dijo que quizá fuera mejor parar y dejarla bajarse del coche, aprovechando la oportunidad para observar mejor aquel objeto. Barney, entusiasta observador de aeroplanos, que, a veces, llevaba a sus dos hijos (habidos de un matrimonio anterior) a ver amerizar y despegar hidroaviones de pruebas en el lago Winnipesaukee, accedió y frenó el coche, aparcándolo a un lado de la carretera, donde gozarían de una visibilidad razonablemente libre de interferencias.

Había un bosque cerca, y Barney, persona algo inquieta y nerviosa, dijo que había que tener cuidado con los osos, siempre posibles en aquel territorio. Betty, que raras veces se preocupa o se rompe la cabeza por nada, se echó a reír y la cosa acabó así; puso el collar a Delsey y la llevó por el borde de la carretera. En aquel momento, pudo comprobar que la estrella o luz, o lo que fuese, se movía; no cabía la menor posibilidad de duda. Cuando Barney se reunió con ella, en la carretera, Betty le dio la correa de Delsey y volvió al coche. Cogió del asiento delantero unos binóculos marca «Crescent», de 7×50, que había llevado para ver mejor el paisaje, y, sobre todo, las cataratas del Niágara, que Betty Hill nunca había visto hasta entonces. Barney, viendo que aquella luz estaba moviéndose, llegó a la conclusión de que se trataba de un satélite errante.

Betty se llevó los binóculos a los ojos y los enfocó cuidadosamente. Lo que ambos estaban a punto de ver iba a cambiar para siempre el curso de sus vidas. Y, según ciertos observadores, iba a cambiar también el curso de la Historia del mundo.

La idea de irse de viaje había sido espontánea, y se le había ocurrido primero a Barney. Desde hacía algún tiempo, le había estado tocando el turno nocturno de la oficina de Correos de Boston, donde trabajaba como ayudante del expedidor. Le gustaba aquel trabajo, aunque no las horas ni el largo viaje nocturno desde Portsmouth a Boston: unos cien kilómetros de ida y otros cien de vuelta todas las noches. Ésto era particularmente fatigoso, pues no había trenes ni autobuses a la hora en que él tenía que empezar el trabajo. La fatiga de estos doscientos kilómetros diarios de viaje, pensaba Barney, habían enconado su úlcera, que estaba siendo sometida a tratamiento médico.

Una noche, el 14 de septiembre de 1961, mientras se dirigía al trabajo, comenzó a pensar en hacer un viaje de descanso. Betty iba a tener una semana de vacaciones, y bien la necesitaba, pues era encargada de Auxilio Social en el Estado y tenía que bregar con ciento veinte casos distintos al mismo tiempo. Con un poco de suerte, Barney podría conseguir que le diesen parte de sus vacaciones en la misma fecha y descansar así, mientras le facilitaban los primeros resultados del examen a Rayos X que el médico había hecho de su úlcera. Durante aquella noche, mientras trabajaba, la idea fue cobrando forma en su mente. Le fue gustando más y más, mientras seguía con su rutina de siempre, en pie delante de los cuarenta encargados de seleccionar las cartas, gritando los números de las ciudades o sectores urbanos de que se compone Boston. Los empleados, mientras, iban echando las cartas a los buzones correspondientes, de donde caían a un clasificador móvil, del que otros empleados las pasarían a cestos para llevarlas a los montacargas, camino del mundo exterior. Barney, cuyo índice de inteligencia es muy alto, podía hacer cosas mucho más difíciles, pero, como les ocurre a muchos funcionarios administrativos, encontraba que la monotonía de este trabajo resultaba más que compensada por las ventajas que da trabajar para el Estado. Además, era un empleo seguro, que le dejaba tiempo sobrado para sus obras sociales, mucho más satisfactorias y difíciles. Salió de la oficina de Correos de Boston a las siete y treinta minutos, y fue en coche a Portsmouth, pensando sorprender a Betty con su idea. La idea por sí sola le hacía sentirse mejor. Aunque las duras realidades del invierno de New Hampshire eran cada vez más inminentes, las carreteras aún se encontraban libres de nieve y fáciles, y el tráfico sería escaso, ideal para ir de viaje sin prisas.

Planearon el viaje aquella misma mañana, mientras tomaban café caliente. Betty aceptó la idea sin discusiones. Pero en su presupuesto no había dinero para el viaje. Lo que más pesaba a Barney era que sus dos hijos no pudieran ir con ellos, porque ambos se habían unido fácilmente a su segundo hogar, con afecto mutuo y espontáneo entre ellos y Betty, cosa que Barney atribuía, con cierto humor avieso, a lo buena cocinera que era Betty.

La armonía total de aquel matrimonio racialmente mixto había sido conseguida con notable falta de esfuerzo. Betty estaba tan orgullosa de su liberalismo como de su viejo linaje de Nueva Inglaterra. «En mi familia» escribió en cierta ocasión, en una tesis «parece existir la creencia de que el objeto de nuestra vida es salvar el abismo entre el pasado y el futuro; por encima de este puente fluye todo el pasado, bueno o malo, para influir en el futuro, y el futuro del mundo depende de la individualidad y resistencia de ese puente».

A través de toda la historia de su familia, como indica la misma Betty, sus miembros han luchado por causas impopulares. Los de la rama apellidada Dow eran cuáqueros en 1672; fueron agredidos, golpeados y expulsados de Salisbury, Estado de Massachusetts, les robaron cuanto poseían y les incendiaron las casas. Antes de la guerra civil, eran entusiastas abolicionistas y se pusieron del lado de John Greenleaf Whittier cuando el pueblo de Amesbury, en el mismo Estado, le quemó la imprenta.

—El día más feliz de mi vida —dijo Betty en cierta ocasión— fue el día en que aprendí a leer. A partir de entonces, dejé de aburrirme.

Fue estudiante muy aplicada en la escuela (un edificio de una sola habitación) a que asistió en Kingston, New Hampshire. Con un solo maestro para los seis grados, Betty pudo ir progresando a su propio ritmo. Aún se acuerda de cuando enseñaba a dividir a los alumnos de cuarto grado estando ella todavía en el tercero, y también de que ganaba todas las competiciones, concursos de ortografía, papeles dramáticos y premios. Era una niña muy enérgica, a veces traviesa, siempre llena de proyectos para ganar dinero; recogía prímulas, fresas silvestres, frambuesas y arándanos que luego vendía con mucha ganancia. Era tan ávida lectora que su madre tuvo que prohibirle leer más de un libro diario. Cuando Betty cumplió los once años, en plena depresión económica, su madre echó a un lado las tradiciones familiares y fue a trabajar a una fábrica. Al principio, esto iba a ser provisional y sólo unas horas al día. El padre de Betty, el que ganaba el dinero, había caído enfermo, los ahorros habían ido gastándose y la herencia de su madre desapareció en un desfalco. Pero los organizadores sindicales que llegaban por aquel entonces a las ciudades industriales de Nueva Inglaterra acabaron dominando a la madre de Betty, dama llena de prejuicios raciales. Se unió a ellos y les ayudó a organizar y dirigir huelgas, acabando por formar parte del comité ejecutivo de un sindicato. Betty se sentía orgulloso de su madre, la veía a la cabeza de los grupos de huelguistas y temía que fuera víctima de alguna agresión o detenida por la policía. Durante este tiempo, la mesa familiar gemía, no bajo el peso de la comida, sino bajo las discusiones entre un tío que estaba ayudando a organizar un sindicato en Lynn, un amigo de la familia que estaba haciendo lo mismo en Lawrence, y la madre de Betty, que era fanática y exclusiva seguidora de la Federación Norteamericana del Trabajo. Aquellas escenas, con tanta huelga, tanta elección y tanto festejo, emocionaban a la pequeña Betty. Su padre, que ahora trabajaba en una fábrica de zapatos propiedad de otro tío, se mantenía estoicamente neutral.

Betty tuvo muy poco contacto por entonces con gente de color. En New Hampshire no había muchos negros, pero de pequeña vivió precisamente enfrente de un matrimonio mixto y oyó las frases venenosas con que sus condiscípulos zaherían, a sus espaldas, a la mujer negra. Más tarde, se sintió impresionada por algo que oyó decir a su madre: que hay gente a quien no son simpáticos los negros, pero es un error porque los negros son personas como los demás; si Betty oía a alguien insultar a los negros, su deber era defenderles sin la menor vacilación.

Y eso fue lo que hizo. Mientras ella estudiaba segundo curso en la Universidad de New Hampshire, donde cursaban sus estudios desde 1937, ingresó una chica negra de Wilmington, Estado de Delaware, ante la consternación de profesores y estudiantes. En los años treinta, la integración racial era un problema incluso en las Universidades de los Estados del Norte. Betty solía encontrar a Ann siempre sola en el pasillo o en el cuarto de fumar, despreciada por las demás estudiantes; no dijo nada al principio, pero se sentía indignada. Cuando Ann salía del cuarto de fumar, las otras chicas solían comentar en voz alta que lo mejor sería que se fuese a su casa de una vez y, entonces, Betty se sentía hervir de indignación. Por fin, en una de estas ocasiones, se levantó, fue hacia Ann y la invitó a ver su alcoba.

Así comenzó la integración de Ann, pero el proceso fue largo y duro. A veces, Betty tenía que impedirle casi por la fuerza que se fuese de la Universidad. Tenía que forcejear con Ann para que dejase de hacer las maletas. Ann acabó con muy buenas notas. Fue a la Universidad de Harvard y, ahora, es profesora en una Universidad del Sur.

Aunque las raíces del matrimonio de Betty y Barney yacen quizás en la actitud mental que refleja este incidente, los problemas raciales de su vida cotidiana son mínimos. Barney, a veces, parece temer que no le dejen entrar en sitios públicos, como hoteles, restaurantes o mítines. Pero la gente les tiene simpatía, todos les aceptan y su vida social privada es casi demasiado activa. «Para mí» dijo Betty, en cierta ocasión, a una amiga «esto tiene la misma importancia que si fulano tiene los ojos azules o negros. Todo el mundo quiere conocernos, todos quieren invitarnos a sitios. Tenemos incluso que limitar nuestra vida social, porque, si no, no haríamos otra cosa que ir de un sitio a otro sin cesar».

El viaje que iba a dejar tan profunda huella en sus vidas fue planeado con rapidez y tranquilidad. La falta de dinero contante fue compensada en parte por Betty, que tuvo la idea de pedir prestada a un amigo una nevera de automóvil; de esta manera, reducían el gasto de tener que comer en restaurantes durante el viaje. Barney, olvidando por el momento el régimen a que le tenía sujeto su úlcera, bebió un vaso de zumo de naranja, comió seis tajadas de tocino y dos huevos pasados por agua mientras estudiaba los mapas de las carreteras por donde tendrían que ir. Irían sin prisa, evitando los atajos, visitarían las cataratas del Niágara, pero sin dedicarles demasiado tiempo; luego, irían por Montreal y, de allí, regresarían a Portsmouth. Mientras Betty salía a comprar provisiones, Barney fue a echar la siesta para recuperar fuerzas después de realizar su trabajo nocturno en la oficina de Correos de Boston.

Por la tarde, terminaron de hacer casi todo el equipaje, llenaron la nevera del automóvil de comida y la pusieron a congelar; a las ocho de aquella noche, estaban ya en la cama. La aguja del despertador señalaba las cuatro de la madrugada.

Barney, madrugador empedernido, fue el primero en levantarse, pero, pocos momentos después, Betty ya tenía el café hirviendo y sólo les faltaba terminar de hacer el equipaje. Llenando el baúl del coche, Barney cogió un saquito de abono de huesos molidos y lo apartó, sin sacarlo de allí; Betty había comprado el abono para usarlo en el jardín, durante las vacaciones y casi daba igual dejarlo donde estaba porque ocupaba poco espacio. Más tarde, comprobarían que este artículo tan corriente en toda casa con jardín iba a ser causa de insólita especulación y examen.

Era una mañana clara y estimulante, característica de New Hampshire, se pusieron en marcha, anotando los kilómetros en el velocímetro para perder, luego, la tira de papel, cosa que siempre le ocurría a Barney. Tomaron la carretera 4, hacia Concord, llenos de optimismo. Barney, al volante, rompió a cantar roncamente ¡Oh, what a beautiful morning! Betty, a quien gustaba oír cantar a Barney, sonrió. Barney, que quería complacer a Betty, devolvió la sonrisa. No había el menor indicio de lo que iba a ocurrir; y también es cierto que no podía haberlo. Ningún incidente de esta índole iba a quedar tan bien documentado.

El objeto que vieron en el cielo, cerca de la carretera 3, cuatro noches más tarde, al sur de Lancaster, New Hampshire, continuó su errática trayectoria, mientras ellos pasaban por Whitfield y por la aldea de Twin Mountain. Se detuvieron brevemente varias veces y para entonces ya Barney estaba francamente perplejo. Su única teoría, aparte de que se tratase de un satélite, era que fuese una estrella, pero fue inmediatamente descartada porque habían comprobado que se movía, cambiando de trayectoria de la manera más extraña. En una de las paradas, pocos kilómetros al norte de Cannon Mountain, Betty había dicho:

—Barney, si crees de verdad que eso es un satélite o una estrella es que has perdido el juicio.

A simple vista, Barney comprendía que Betty tenía razón. Era evidente ahora que no se trataba de un objeto celestial; de eso, estaba seguro.

—Nos hemos equivocado, Betty —dijo—. Es un avión comercial. Probablemente, va a Canadá.

Volvió a subirse al coche y continuaron el viaje. Betty, que estaba sentada atrás, siguió observando el objeto, mientras Barney conducía hacia la carretera 3. Ella pensaba que cada vez se volvía más brillante y mayor, y su perplejidad y curiosidad iban aumentando. Barney lo veía, a veces, por el parabrisas, pero lo que más le preocupaba ahora era que algún coche se le echase encima por una de las curvas, muy frecuentes en aquel trayecto del camino.

La idea de que aquello era un avión comercial camino de Canadá le tranquilizó; por un momento, había temido que se tratase de algún fenómeno inexplicable. La carretera estaba completamente desierta; llevaban kilómetros sin ver un solo coche o camión; estaban completamente solos en aquellas profundidades a altas horas de la noche. Hay gente en el norte de New Hampshire capaz de dejarse matar antes que arriesgarse de noche por esas carreteras; este temor o, más bien, superstición, es antiguo. En invierno, hay un grupo espontáneo, llamado «Los Ángeles Azules» que patrulla las carreteras en busca de automóviles congelados o averiados. Es lo más fácil del mundo morirse de frío en esos parajes solitarios, y la policía del Estado no puede, materialmente, vigilar todo el territorio, dada su extensión, con la frecuencia y asiduidad que haría falta. Barney, cada vez más preocupado y perplejo a pesar de sus consoladoras teorías, esperaba ver de un momento a otro algún policía motorizado o, por lo menos, otro automóvil, para detenerse un momento y cambiar impresiones con el conductor.

Hacia las once, se acercaban ya a la enorme y sombría silueta de Cannon Mountain, que se levantaba al Oeste, a su derecha. Barney aminoró la velocidad junto a un apartadero, desde donde se veía un vasto paisaje hacía el Oeste, y se puso a observar la extraña luz móvil. Con gran asombro, advirtió que había dado una vuelta brusca, del Norte, su dirección hasta entonces, al Oeste, completando luego el giro y dirigiéndose directamente hacia ellos.

Barney frenó bruscamente el coche, y lo llevó hacia el apartadero.

—Sea lo que sea, Barney —dijo Betty— lo importante es que sigue allí arriba y que continúa siguiéndonos y que, además, se nos está echando encima.

—Por fuerza tiene que ser un avión —dijo Barney. Estaban los dos en el apartadero, mirando la luz, que cada vez era más intensa—. Un avión de pasajeros.

—¿Daría vueltas de esa manera un avión de pasajeros? —preguntó Betty.

—Pues, entonces, será una avioneta. Eso es, una avioneta con cazadores que se ha perdido.

—No es la temporada de caza —dijo Betty, mientras Barney le quitaba los binóculos de la mano.

—Y, además, no se oye absolutamente nada.

Tampoco Barney oía nada, aunque sentía desesperados deseos de oír algo.

—Puede ser un helicóptero —dijo, enfocando los binóculos. Estaba seguro de que no lo era, pero buscaba mentalmente cualquier explicación que tuviera sentido—. El viento estará llevando el ruido en dirección contraria.

—No hace viento, Barney. Esta noche no hace viento, de sobra lo sabes.

Con ayuda de los binóculos, Barney distinguía ahora una sombra parecida al fuselaje de un avión, aunque no veía las alas. También creyó ver una serie de luces parpadeando a lo largo del fuselaje, si es que era un fuselaje, alternativamente. Cuando Betty le cogió los binóculos, el objeto pasó por delante de la luna, de perfil. Parecía estar emitiendo unos finos dardos de luz de colores diversos que giraban en tomo a un objeto cuya forma, a aquella distancia, recordaba la de un cigarro puro. Justo un momento antes, había cambiado de velocidad, de lenta a rápida y, ahora, la aminoraba de nuevo, pasando por delante de la luna. Las luces seguían parpadeando persistentemente: rojo, ámbar, verde, azul. Betty se volvió hacia Barney, diciéndole que volviera a mirar.

—Por fuerza tiene que ser un avión —dijo Barney—. Quizás un avión militar. Un avión de reconocimiento. A lo mejor, es un avión que se ha perdido.

Estaba empezando a sentirse irritado o, mejor dicho, a desahogar su irritación en Betty, que rehusaba aceptar una explicación racional. En cierta ocasión, varios años antes, en 1957, la hermana y los padres de Betty le habían dicho que habían visto con toda claridad un objeto volante no identificado en Kingston, New Hampshire, donde vivían. Betty, que tenía plena confianza en la buena fe de su hermana y en su capacidad de observación, le creía. Barney ni lo creía ni dejaba de creerlo; aquel tema le dejaba indiferente, no le interesaba ni poco ni mucho. En cierto modo, después de oír aquella historia, se sentía más escéptico sobre la existencia de esos objetos volantes. Se dijo que Betty, por primera vez en cinco años, se disponía a mencionar de nuevo la visión de su hermana; pero no fue así.

Junto a ellos, la perrita gemía y daba muestras de miedo. Betty dio los binóculos a Barney, cogió a Delsey, la llevó al coche, y la encerró en él. Barney volvió a enfocar los binóculos, lamentando no poder cambiar impresiones con algún otro conductor. Sobre todo, lo que él quería era oír algún ruido. El zumbido de una hélice o el silbido de un avión de propulsión a chorro. Pero no se oía nada. Por primera vez, sintió que estaba siendo observado, que el objeto se estaba acercando de verdad a él y tratando de rodearle. «Si fuese un avión militar —pensaba— no haría esto». Y su mente retrocedió en el tiempo, a unos años antes, cuando un avión de propulsión a chorro le pasó zumbando muy cerca, rompió la barrera del sonido y rasgó el aire con una explosión.

Volviendo al coche, Barney le dijo a Betty que le parecía que aquel avión les había visto y estaba jugando a asustarles. Hizo cuanto pudo para que Betty no advirtiese que tenía miedo, pues esto, ni a sí mismo le gustaba confesárselo. Continuaron conduciendo hacia Cannon Mountain a una velocidad de sólo ocho kilómetros por hora, mientras el objeto se movía de manera desconcertante en el cielo. La única luz que veían desde hacía mucho tiempo en la cima de la montaña relucía en la punta del funicular silencioso y cerrado, o quizás no fuera un funicular, sino un restaurante. Se detuvieron de nuevo al pie de la montaña, momentáneamente, mientras el objeto daba una vuelta brusca y desaparecía. En el mismo instante, se apagó inexplicablemente la luz de la cima de la montaña. Betty miró el reloj de pulsera al mismo tiempo, preguntándose si habrían cerrado el restaurante. No veía bien la esfera del reloj a la luz de los mandos del coche, de modo que no pudo averiguar la hora exacta. Se dijo que, si había gente allí arriba, tenía que estar viendo muy claramente aquel objeto.

Cuando el coche arrancó de nuevo, pasando junto a la silueta oscura de «El Viejo de la Montaña», el objeto volvió a aparecer, deslizándose silencioso y lento, paralelo al coche, al Oeste, del lado de Vermont. Allí había más árboles y era más difícil observar ininterrumpidamente el objeto, que seguía deslizándose por encima de las copas. Allí estaba, moviéndose al mismo ritmo que ellos. Cerca del apartadero, desde donde se ve un torrente que es atracción turística, se detuvieron de nuevo y entonces, casi pudieron verlo con toda claridad; pero en seguida volvieron a interponerse los árboles.

Un poco más allá del torrente, pasaron junto a un pequeño motel, el primer signo de vida que veían desde hacía muchos kilómetros. Aquel edificio acogedor les reanimó algo, aunque Barney, con los ojos fijos ya en las curvas de la carretera ya en el objeto que surcaba el cielo, apenas se fijó en él. Betty vio un signo luminoso de la Asociación Automovilística Estadounidense y la luz de una ventana solitaria. Un hombre bebía en la puerta de una de las cabañas, y Betty pensó que sería facilísimo resolver aquel problema allí mismo parando y yendo a pasar la noche al motel. Estaba pensando esto, pero no se lo dijo a Barney. Su curiosidad por aquel objeto se había vuelto irreprimible y estaba decidida a averiguar lo que era. Ya Barney estaba empezando a irritarla, tratando de negar incluso su existencia. Barney concentraba su atención en las curvas, por si algún otro coche venía en dirección opuesta, tratando, al mismo tiempo, de no perder de vista el objeto, que, ahora, había dado otra vuelta y estaba casi enfrente de ellos, sobre la carretera.

Para entonces, ya se veía que estaba sólo a unos cientos de metros de altura y era enorme. Desde más lejos, le había parecido a Betty que giraba sobre sí mismo; ahora, estaba inmóvil y el juego de luces había cambiado: ahora, en vez de una serie de luces parpadeantes y multicolores se veía un brillo blanco y continúo. A pesar de las vibraciones del coche, Betty se llevó los binóculos a los ojos y volvió a mirar.

Contuvo el aliento súbita e involuntariamente, porque vio, con toda claridad, una doble hilera de ventanas. Sin los binóculos, parecía más bien una franja continua de luz, pero ahora no cabía la menor duda de que se trataba de un vehículo volante de enormes proporciones, aunque era imposible calcular su tamaño por no saber ni la altitud ni la distancia exacta que mediaba entre ellos. Luego, lentamente, una luz roja se encendió en el lado izquierdo del objeto, seguida de otra parecida en el derecho.

—Barney —dijo Betty— la verdad es que no sé por qué tratas de no mirarlo. Para el coche y míralo.

—Cuando frene, ya habrá desaparecido —dijo Barney.

Pero no había la menor convicción en sus palabras.

—Barney, tienes que parar. No volverás a ver una cosa como ésta en toda tu vida.

Barney miró por el parabrisas y pudo verlo ahora con toda claridad: estaba a unos sesenta metros de altura, pensó, y seguía acercándose. Una curva que hacía la carretera a la izquierda situó al objeto a su derecha del coche, pero la distancia siguió siendo la misma. A la derecha, no lejos del sur del lugar llamado Indian Head, donde otro histórico rostro de piedra contempla las montañas y los valles, Barney vio dos tipis comerciales de imitación en un sitio donde había un centro turístico, ahora cerrado, llamado Natureland. Allí, durante el verano, cientos de chicos correteaban al sol con sus padres. En aquel momento, sin embargo, estaba silencioso como una tumba.

Barney paró el coche casi en el centro de la carretera, sin pensar, debido a su incertidumbre y perplejidad, que pudiera echársele encima algún otro automóvil.

—Bueno, dame los binóculos —dijo. A Betty le irritó el tono de su voz. Parecía como si estuviera llevándole la corriente.

Barney bajó del coche, con el motor aún en marcha, y apoyó el brazo en la portezuela. El objeto había dado otra vuelta, esta vez en dirección a ellos, y se cernía silencioso en el aire a la distancia de una manzana de casas y a la altura de dos árboles puestos uno encima del otro. Estaba inclinado y, por primera vez, pudieron ver su verdadera forma: era como una torta luminosa. Pero las vibraciones del motor le impedían estarse quieto, y la visión se desdibujaba.

Se apartó un poco del coche para ver mejor.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —preguntó Betty.

Por primera vez en todo aquel tiempo su voz parecía llena de excitación. Barney confesó luego con toda franqueza que sintió miedo, quizá porque Betty se excitaba muy raras veces y quizá, también, por la proximidad de aquel objeto extraño y completamente silencioso, que desafiaba casi todas las leyes de la aerodinámica.

—Es un aeroplano o algo por el estilo —cortó Barney.

—De acuerdo —dijo Betty— es un avión. Pero, ¿cuándo has visto tú un avión con dos luces rojas? Yo siempre creí que los aviones tenían una luz roja y otra verde.

—Es que no pude verlo bien —dijo él—, el coche vibraba y hacía temblar los binóculos.

Se apartó unos pasos más y volvió a enfocarlo. Mientras lo hacía, el enorme objeto —su diámetro tenía la misma anchura que la distancia entre dos de los postes del teléfono a lo largo de la carretera, como dijo más tarde Barney— dio silenciosamente una vuelta completa sobre la carretera, quedando a sólo unos treinta metros de distancia de ellos. La doble hilera de ventanas era ahora perfectamente visible.

Barney estaba muy asustado, pero, sin saber por qué, cruzó la carretera, se adentró luego por el campo, y avanzó directamente hacia el objeto. Ahora, el enorme disco estaba inclinado en ángulo hacia Barney; dos proyecciones, semejantes a atetas de pez, salían por ambos lados, y tenían luces rojas en los extremos. Las ventanas parecían convexas, en torno al vehículo, en torno al perímetro del disco grueso y en forma de torta. Seguía sin oírse el menor ruido. Lleno de agitación, pero poseído aún de un irresistible impulso de acercarse más y más al vehículo, Barney continuó avanzando por el campo, llegando a sólo quince metros de distancia de él, que había descendido hasta la altura de las copas de los árboles.

Barney no calculó su tamaño, pero se dijo que era tan grande como un avión de pasajeros de propulsión a chorro, o mayor quizá.

De nuevo en el coche, Betty no advirtió al principio que Barney se alejaba de ella. Estaba pensando que no era prudente estacionar el coche allí, en mitad de la carretera, aunque no hubiese curvas cerca. El coche no estaba ni a la izquierda ni a la derecha, estaba precisamente sobre la línea blanca que marcaba el centro de la carretera. Pensó que lo mejor sería estar alerta, por si aparecían faros delante o detrás del coche, mientras lo llevaba a un lado. Es lo que estaba haciendo cuando, de pronto, se dio cuenta de que Barney había desaparecido campo adentro. Instintivamente, llamó:

—¡Barney! —gritó—. ¡Barney, idiota, vuelve aquí! —Si no volvía en seguida, se dijo, ella misma iría a buscarle—. ¡Barney! ¿Qué te pasa? ¿Es que no me oyes?

No recibió respuesta y empezó a bajarse del coche; la portezuela del lado del volante estaba abierta.

En pleno campo, cerca de un puesto de verduras cerrado, junto a un manzano nudoso, estaba Barney con los binóculos en el rostro; luego, se quedó muy quieto.

Detrás de las ventanas, Barney veía figuras, por lo menos, media docena de seres vivos. Parecían estar apoyados contra las ventanas transparentes, mientras el objeto descendía hacia él. Estaban agrupados, mirándole. Advirtió vagamente que iban de uniforme. Betty, a casi sesenta metros de distancia de su marido, le gritaba desde el coche, pero Barney no recuerda haberla oído. Se diría que los binóculos se le habían pegado a los ojos. Luego, como obedeciendo a alguna señal inaudible e invisible, todos los tripulantes del disco se apartaron de la ventana, y se colocaron frente a un gran tablero situado a unos pasos de distancia de la hilera de ventanas.

Sólo quedó uno, mirando a Barney: era, sin duda, uno de los jefes. Con ayuda de los binóculos, Barney vio cómo los otros se movían en torno a lo que parecía un centro de mandos, en el fondo. Lentamente, el vehículo fue descendiendo, unos centímetros cada vez. Las aletas con las luces rojas en la punta aún salieron más a ambos lados; y de la parte inferior también salió algo que quizá fuera una escala, pero Barney no estaba seguro de ello. Barney reajustó los binóculos, enfocándolos sobre el único rostro que seguía pegarlo a la ventana. En este instante, su memoria pareció debilitarse y recuerda muy vagamente los acontecimientos. Aunque ignoraba el motivo de esa idea, estaba seguro de que iba a ser capturado. Trató de apartarse los binóculos del rostro, pero no lo consiguió. A medida que su visión iba haciéndose más clara, los ojos del único miembro de la tripulación que seguía mirándole fijamente se le clavaban en el cerebro. Barney nunca había visto unos ojos como aquéllos. Haciendo uso de toda su energía, se arrancó, por fin, los binóculos del rostro y fue corriendo y gritando hacia donde estaban Betty y el coche. Arrojó los binóculos al asiento, dando casi con ellos a Betty, que se había quedado sentada al verle correr por la dura superficie de la carretera, aunque ya iba a bajarse del coche.

Barney estaba al borde de la histeria. Puso el coche en marcha y arrancó a toda velocidad, gritando que estaba seguro de que iban a ser capturados. Ordenó a Betty que mirase por la ventanilla para ver dónde estaba aquel objeto. Betty miró y no vio nada. El objeto había desaparecido. Alargando el cuello, miró encima del coche, pero tampoco vio absolutamente nada. El extraño vehículo se había desvanecido. Pero también habían desaparecido las estrellas, que, unos segundos antes, brillaban tanto. Barney seguía chillando que estaba seguro de que el disco estaba precisamente encima de ellos.

Betty volvió a mirar, pero lo único que veía era la más completa oscuridad. Se asomó a la ventanilla trasera, pero tampoco vio nada, excepto las estrellas, que eran perfectamente visibles por aquella ventanilla. En aquel momento, oyeron un «bip-bip» extraño, como producido electrónicamente. Todo el coche parecía vibrar con él. Era un ritmo irregular: «Bip… bip… bip, bip, bip», que parecía salir de detrás del coche, de la parte trasera del cuerpo del vehículo.

Barney preguntó:

—¿Qué ruido es ése?

Betty respondió:

—No lo sé.

Ambos comenzaron a sumirse en una extraña y cosquilleante somnolencia. A partir de aquel momento, quedaron como cubiertos por una especie de neblina.

Algo más tarde, aunque no supieron decir exactamente cuándo, el «bip-bip» volvió a sonar. Sólo advertían que eran dos sonidos paralelos, separados entre sí por un espacio de tiempo de cuya longitud no tenían la menor idea, cómo tampoco la tenían de lo que había sucedido, ni del tiempo que había tardado en suceder.

A medida que el segundo «bip» se iba haciendo más sonoro, los Hill fueron recuperando lentamente la conciencia. Aún estaban en el coche, y el coche estaba en movimiento, con Barney al volante. Ambos estaban silenciosos, entumecidos, y como sonámbulos. Al principio, siguieron el viaje en silencio, mirando a la carretera para ver dónde estaban. Un letrero les indicó que estaban cerca de Ashland, a unos cincuenta y seis kilómetros al sur de Indian Head, donde había sonado por primera vez el inexplicable «bip». En aquellos primeros instantes de consciencia, Betty recuerda vagamente haberle dicho a su marido:

—¿Qué? ¿Crees, ahora, en los platillos volantes?

Y Barney recuerda haber respondido:

—¡No digas tonterías! Naturalmente que no.

Pero ninguno de los dos consigue recordar más detalles que éste, hasta que llegaron a la autopista nueva: US 93. Poco después de entrar en ella, Betty despertó súbitamente de su somnolencia y señaló un letrero que decía:

CONCORD - 17 MILLAS

—Aquí es donde estamos, Barney —dijo—. Ahora, ya lo sabes. También Barney recuerda que su mente se aclaró en aquel momento. Ni siquiera recuerda haberse sentido inquieto o turbado durante los cincuenta y seis kilómetros que median entre Indian Head y Ashland, de cuyo trayecto no parecía recordar nada.

Siguieron hacia Concord, sin decirse apenas palabra. Sin embargo, decidieron que la experiencia sufrida en Indian Head era tan extraña, tan increíble, que lo mejor era no hablar de ella con nadie.

—Además, nadie lo creería —dijo Barney—. Apenas consigo creerlo yo mismo.

Betty asintió. Cerca de Concord, buscaron un sitio donde tomar una taza de café, pero no había nada abierto. Aún confusos y sin hablar, continuaron conduciendo. Volvían ahora hacia el Este, por la carretera 4, cruzando el Estado, hacia el océano y, por lo tanto, hacia Portsmouth. Justo en las afueras de Portsmouth, vieron que la aurora rayaba de blanco el cielo hacia el Este. Condujeron por entre las calles de la ciudad dormida, en la que aún no se movía nadie. Pero los pájaros gorjeaban ya y era casi de día cuando llegaron a casa. Barney miró el reloj, pero éste se había parado, y, poco después, Betty vio que también se había parado el suyo. Dentro de la casa, el reloj de la cocina marcaba las cinco y unos minutos de la madrugada.

—Parece que hemos llegado a casa un poco más tarde de lo que habíamos previsto —dijo Barney.

Betty llevó a Delsey para que diese su paseo matutino mientras Barney descargaba el coche. Los pájaros cantaban ahora en coro, formando un sonoro telón de fondo para los pensamientos de Betty, obsesionada aún por lo ocurrido aquella noche. Barney también estaba pensativo. Hablaron poco. Por alguna razón que ella misma no se supo explicar, Betty pidió a su marido que llevase el equipaje al cobertizo de atrás, en lugar de entrarlo en la casa. Barney lo hizo así y, luego, fue a ver si se había dejado algo en el coche. Al recoger los binóculos, notó por primera vez una cosa inusitada: la correa que la noche anterior había rodeado su cuello estaba ahora rota por la mitad; la ruptura era limpia y reciente.

Desde Concord hasta allí, durante el silencioso viaje, Betty y Barney habían mirado al cielo a intervalos regulares, preguntándose si aquel extraño objeto reaparecería. Incluso después de entrar en su casa, un edificio de esquinas rojas, rodeado de un pequeño jardín, situado en el centro de Portsmouth, iban los dos, sin darse cuenta, a la ventana de cuando en cuando, para mirar el cielo matutino.

Ambos notaban una sensación extraña, viscosa. Se sentaron en la cocina, ante una taza de café, pero, antes, Barney había ido al baño para examinarse el bajo vientre, que, sin que él supiese por qué, le picaba. Dos años después, seguía sin explicarse qué le movió a hacer esto.

Cuando salió del baño, pasaron revista de nuevo a lo sucedido y volvieron a prometerse no hablar de ello con nadie. La segunda parte del viaje les resultaba extrañamente vaga: no conseguían recordar casi nada del trayecto entre Indian Head y Ashland. Recordaban fragmentariamente haber cruzado Plymouth, justo antes de la segunda serie de «bips». A Barney le inquietaba y confundía que el extraño vehículo no hiciese ruido. Trataba de clasificarlo mentalmente como un aeroplano, a pesar de su aspecto inusitado y de la sensación extraterrestre de que les había llenado a los dos.

Recordaban distintamente dos series de «bips», pero el intervalo entre ambas les tenía perplejos. Betty, reconfortada por una taza de café bien cargado, recordó muy vagamente algunas de las cosas que habían ocurrido después de pasar Indian Head. Recordaba haber visto en la carretera un letrero que dividía a las ciudades de Lincoln y North Woodstock, pero era una impresión momentánea y fragmentaria. Recordaba, también, haber pasado junto a una tienda en la ciudad de North Woodstock, pero era una impresión aislada. Los dos recordaban muy vagamente una forma lunar grande y luminosa que parecía tocar la carretera, como posada bajo los pinos. Betty, haciendo esfuerzos por recordar, creía que Barney había dado una vuelta brusca, saliendo de la carretera 3, pero no conseguía localizar el sitio. Cuando los dos vieron el objeto en forma de luna, Barney recordaba vagamente haber dicho a Betty:

—¡Otra vez, santo Dios!

Betty recuerda la reacción que experimentó cuando Barney negó que aquello pudiera ser un objeto volante no identificado. Pensó: «Barney es así, cuando le asusta alguna cosa u ocurre algo que no le gusta, se encoge de hombros y se dice que no ha ocurrido nada». Hasta cierto punto, el mismo Barney reconoce que esto es verdad.

Ambos están de acuerdo en que volvieron a la plena posesión de sus sentidos en la carretera US 93, junto a un letrero donde ponía que faltaban unas veintisiete millas para llegar a Concord. Antes de esto, sólo recuerdan una cosa: la imagen fragmentaria de las calles oscuras de Plymouth, unos diez kilómetros al norte de Ashland, donde tuvo lugar la segunda serie de «bips».

—Cuando llegamos a nuestra casa —dijo Barney más adelante— y Betty salió a pasear al perro por el patio, me bajé del coche y empecé a sacar lo que había en él. Betty me dijo que tirase al cubo de la basura la comida que quedaba en la nevera y que pusiera las demás cosas fuera de la casa. Yo tenía mucha prisa por terminar de ponerlo todo en el cobertizo de atrás para poder ir a tomar un baño; en cuanto me vi en el baño, cogí un espejo y me puse a examinarme el cuerpo. Y no sé por qué la verdad, ni lo sabía tampoco entonces, pero me sentía como sucio. Era una suciedad diferente de la que suele acumulársele a uno en el cuerpo a consecuencia de un viaje, algo viscoso. Betty y yo fuimos a la ventana y, entonces, abrí la puerta trasera y ambos miramos al cielo. Fui, luego, a la alcoba y miré a mi alrededor. No sé cómo describirlo, era como si alguien flotase en la atmósfera. No quiero decir que ese alguien estuviese allí, con nosotros, era más bien la sensación de que había ocurrido algo muy extraño.

Inmediatamente después de un desayuno ligero, se metieron en la cama, y durmieron de un tirón. Tenían la esperanza de que el incidente se desvaneciese rápidamente de su memoria y pasase a ser tan sólo una de esas interesantes anécdotas que algún día le gusta a uno contar a la gente. No sabían que, por el contrario, iba a afectar profundamente sus vidas durante muchos años.