A la mañana siguiente había cesado el viento y un tibio sol otoñal bañaba la vieja masa de ladrillo y madera del Majestic.
La temperatura más templada hacía que el nido de almohadas del comandante en la habitación de la ropa blanca estuviera más caliente que nunca, casi ecuatorial en realidad. Era imposible abrir la ventana, puesto que se había hinchado con la lluvia y, además, la habían pintado cerrada muchos años atrás. El calor aumentaba. Al cabo de un par de horas de intensa reflexión sobre su relación con Sarah, su cuerpo desnudo brillaba como el de un salvaje, y se veía obligado a beber varios vasos de agua fría. Bien es verdad que más tarde, una vez preparada la comida y ajustadas las cocinas para la noche, disminuía el calor y hacía una temperatura más agradable. Pero para entonces él había agotado sus emociones, había escrito dos o tres cartas febriles con sudorosos hiatos sobre el papel donde la tinta se negaba a quedarse. En algunas de esas cartas, olvidando que no podía permitirse ser débil, capitulaba completamente («Sarah, la amo, tiene que volver conmigo, ay, el calor es insoportable»). Pero, afortunadamente, se controló lo suficiente para no enviarlas, pensando: «Ella sólo pensaría que soy un poco tonto».
—Nunca volveré a verte —masculló en voz alta una tarde, sentado en lo alto de un montón de mantas con un vaso de whisky y balanceando sus piernas húmedas y peludas. Pero en ese momento llamaron a la puerta.
—¿Quién es?
—Yo. ¿Puedo entrar? —era la voz de Charity.
—Desde luego que no —el comandante se bajó rápidamente de un salto y empezó a vestirse—. ¿Qué quieres?
—Esa chica quiere verle.
—¿Qué chica?
—Ésa por la que todos se interesan tanto. La de las manchas y la cojera.
—¿Te refieres a Sarah? Dile que bajaré inmediatamente.
Pero Charity aún estaba esperando en la puerta cuando él la abrió y le lanzó una mirada agria y reprobatoria.
—¿Cómo has sabido dónde estaba?
—Te vi entrar un día. Y ¿qué es lo que haces ahí dentro, eh?
Aunque hacía unos cuantos días que no se veían, Sarah parecía considerar su visita completamente normal. Le saludó como si no se diese cuenta del dolor que aquella separación le había causado. Estaba contenta. Estaba encantada de verle. Se había sentido muy mal sola. ¿Por qué no había ido a verla?
—¿Eh?
—He estado horrorosamente enferma (¡uf!, es asqueroso mencionar esas cosas). Podría haber venido al menos a animarme un poco.
—¿Fue una enfermedad innombrable? —preguntó alegremente el comandante, contagiado por el buen humor de ella.
—Todas las enfermedades son innombrables, Brendan, pero se lo diré de todos modos. Me pasé toda la noche vomitando. ¿No es repugnante?
El comandante se rió, aunque le desconcertase un poco aquella franqueza. Desde luego Sarah era un caso único.
Pero era irresistible. Parloteaba alegremente para él mientras paseaban cogidos del brazo de un lado a otro por la pista polvorienta del salón de baile. Sí, había hablado con el capitán Bolton… ¡Qué hombre tan extraño y tan frío! ¡Aquellos ojos azules que tenía! En Kilnalough decían que una vez se había quedado mirando un momento un vaso de agua de la mesa del padre O’Byrne y se había formado en el agua una capa de hielo de más de dos centímetros… ¡Oh, el comandante era imposible! Por supuesto que no era verdad literalmente, era verdad de otro modo distinto, ¿cómo iba a saber ella de qué modo era verdad? Y, y… el milagro, ¿había visto él el milagro después de la absurda escenita del Club de Golf? Bueno, ella había echado un vistazo a la imagen y no parecía haber mucha sangre manando por ninguna parte, sólo un par de manchas de color marrón, pero podrían haber sido de cualquier cosa, podrían haber sido, por ejemplo, de sopa de rabo de buey. Oh, bueno, si era blasfemia decir eso, entonces tanto mejor, tendría un pecado que confesar por una vez, lo que sería un bonito cambio, su vida era tan aburrida… Nunca se le ocurría ningún pecado que cometer, no digamos ya confesar, sobre todo cuando se encontraba mal y vomitaba sin parar, lo que la dejaba demasiado débil para cometer cualquier pecado… Y, dado que él, el comandante, era un «protestante asqueroso», no veía por qué tenía que preocuparse porque ella dijese algo blasfemo, en realidad, debería animarla a hacerlo, pero eso daba igual, qué era lo que ella quería decir, sí, ella quería saber todo, absolutamente todo lo que había pasado mientras había estado mala…
—¿Quiere decir qué es lo que ha pasado aquí?
—Por supuesto que me refiero a lo que ha pasado aquí. ¿Adónde cree usted que me refiero?
Pero al comandante no se le ocurría nada más que el hecho de que él había pasado tres días enteros ojeroso de amor por ella.
Por entonces estaban paseando por el salón de huéspedes, protegidos de la curiosidad de los jugadores de whist por una hilera de arbustos plantados en macetas y evacuados por Edward del Patio de las Palmas.
—Eche un vistazo a esto —dijo el comandante cogiendo un pesado y lujoso sofá que había en medio del salón junto a una mesa de nogal alabeado y desplazándolo a un lado. Bajo los tacos de madera del suelo de parqué había un inquietante abultamiento como un absceso gigante. Algo intentaba abrirse paso a la fuerza a través del suelo.
—¡Dios santo! ¿Qué es esto?
El comandante se arrodilló y retiró tres o cuatro de los tacos dejando al descubierto una muñeca peluda y blanca.
—Es una raíz. Sólo Dios sabe de dónde viene: probablemente del Patio de las Palmas, de uno de esos malditos chismes tropicales. Hay un hueco de más de medio metro entre este suelo y el techo de ladrillo de las bodegas, relleno de tierra y grava y empapado por alguna cañería o algún desagüe rotos.
—¿Por qué cree usted que quiere salir aquí en el salón?
—Busca alimento, supongo. En realidad debe de haber muchos más parecidos. Se estremece uno al pensar lo que pueden estar haciendo con los cimientos.
—¡Pobre Edward! Venga. Iremos a ver si encontramos más bultos sospechosos.
Se pusieron a buscar inmediatamente, yendo de una habitación a la siguiente, recorriendo pasillos, subiendo y bajando escaleras. Esta búsqueda de bultos se convirtió enseguida en un juego maravilloso. Los localizaron en las paredes y en el suelo y hasta en el techo. «¡Bulto!», gritaba Sarah alegremente y señalaba una superficie culpable. Y entonces el comandante tenía que ponerse de rodillas o apoyar la mejilla contra una pared fría y mirarla con la finalidad de comprobar. Aunque muchos de estos bultos resultaron imaginarios, cuando uno se ponía a buscarlos en el Majestic no había escasez de los auténticos. ¿Ocultaba alguno de aquellos bultos impetuosas raíces que proyectaba alguna de las ambiciosas plantas del Patio de las Palmas? Probablemente no. Sin embargo, sin levantar baldosas y hacer agujeros en el yeso era imposible estar seguro. De todos modos era muy divertido. Sarah estaba de un humor sumamente alegre y efervescente y, entre bulto y bulto, charlaban de todo tipo de encantadores disparates. ¿Qué haría ella sin su galante comandante? ¡Qué valiente debía ser para haber ganado todas aquellas medallas en la guerra! (¿qué medallas?, se preguntaba él, perplejo). Y ¿había visto alguna vez en su vida un tobillo de forma más delicada que los de ella?, preguntaba apoyándole una mano en el hombro y alzando el dobladillo de la falda para enseñarle no sólo el tobillo, sino hasta la rodilla. El motivo era que había sido una miserable inválida en una silla de ruedas toda su vida, y eso había impedido que se le formasen feos músculos como a una lechera. Y estaba loca, decía, de admiración por el bigote del comandante, que le recordaba un seto de aligustre que había visto en Phoenix Park. ¡Qué magnífica pareja hacían!, exclamó ella cuando sus imágenes gemelas flotaron sobre un espejo mugriento. ¡Qué magnífica pareja! El comandante reía y reía, tan feliz como un colegial. La tarde pasó deliciosamente.
Cansados al fin, se recostaron en uno de los lujosos sofás rojos del vestíbulo y se rieron del velo gris de polvo que se alzó como siempre y del reloj que había sobre la mesa de recepción que sólo indicaba la hora correcta, por accidente, una vez cada doce horas. Se estaba tranquilo allí y el lugar daba una extraña impresión de intimidad, como suele pasar en los espacios públicos cuando están desiertos. Al pie de las escaleras brillaba bajo la luz tenue la estatua de Venus.
Sarah, riendo aún, se inclinó y besó al comandante en el bigote, y después, más en serio y desde una posición mejor, en los labios. El comandante estaba derretido, pero con cautela, recordando el comentario que ella había hecho una vez de que su bigote sabía a ajo. Siguieron besándose durante unos minutos. Luego Sarah se incorporó bruscamente, separándose de él. El comandante se incorporó también para ver qué pasaba. Ella miraba por encima de su hombro con cara de susto. El comandante se volvió para ver qué ocurría.
Edward estaba a unos pasos de ellos observándoles. Era evidente que había llegado por uno de los pasillos, sus pasos amortiguados por la alfombra… Pero no, el suelo era de baldosas, no había ninguna alfombra, tenían que haberle oído llegar; quizá Sarah hubiese elegido aquel lugar precisamente porque allí se oía llegar a la gente. Edward siguió allí durante un brevísimo instante, el rostro inexpresivo. Luego se volvió y desapareció; los zapatos resonaron claramente sobre las baldosas.
Sarah se levantó precipitadamente. Cuando el comandante hizo lo mismo le empujó para que se sentara otra vez y dijo con aspereza: «No, espéreme aquí. Volveré enseguida». Y luego corrió detrás de Edward. El comandante se quedó solo.
El vestíbulo se había quedado muy silencioso. El comandante se levantó y se acercó a mirar en el pasillo. Estaba vacío. Escuchó, conteniendo el aliento. Oyó muy débilmente, o imaginó que oía, la voz de Sarah. Luego se cerró una puerta. Se quedó allí quieto unos minutos, después fue a sentarse otra vez. Pasó el tiempo. Sarah no volvía. «Esto es un poco excesivo, la verdad».
Ya llevaba media hora allí. El vestíbulo estaba silencioso y tranquilo. Nada se movía. Nadie venía ni se iba. Durante un rato jugó esperanzadamente con la idea de que Sarah pudiese haber olvidado que había dicho que volvería, que estaría esperándole ansiosamente en alguna otra parte del edificio. Pero no, abandonó esa idea. No tenía sentido. Qué se le iba a hacer.
Eligió el pasillo que llevaba lejos del estudio de Edward y cuando caminaba por él mecánicamente experimentó un intenso deseo de comer algo dulce. Llevaba en el bolsillo una chocolatina. La devoró rápidamente. Pero el ácido seguía corroyéndole el alma.
En este estado de sensibilidad exacerbada eligió una ruta familiar: a través de un bar mugriento que nadie visitaba nunca, de una puerta que parecía la de un armario que contenía un tramo de escalera de madera sin alfombra. Era como si le hubiesen despellejado vivo; el pensamiento de establecer contacto con alguien le resultaba insoportable. La palabra banal más liviana le haría lanzar un grito de dolor.
La escalera le llevó hasta una torrecilla redonda con muchas ventanas, con suelo de tablas de madera desnudas, completamente vacía salvo por un león tallado y un unicornio comidos de gusanos y colgando de un clavo. Aquel lugar estaba impregnado de un fuerte olor a col hervida y parecía de algún modo pertenecer al silencio.
Otra puerta conducía a una pasarela cubierta que salvaba nueve metros de aire vacío hasta otra torrecilla idéntica. Debajo se extendían los restos húmedos y sin sol de un jardín de rocas. El comandante se aventuró con circunspección por la pasarela, comprobando la solidez de las tablas con el pie antes de depositar ningún peso en ellas. No había ninguna ventana. Bandejas de listones con manzanas se alineaban desde el suelo hasta el techo dejándole sitio apenas para pasar de lado entre ellas. El olor de las manzanas era agobiante. Cogió una y olisqueó su piel grasienta y arrugada, y curiosamente ese aroma otoñal le resultó balsámico. La torrecilla del final de la pasarela estaba tan vacía como su hermana gemela. Unas escaleras le permitieron bajar de ella hasta una galería abierta en la que había un hombre de pie, con los codos en la barandilla de hierro, fumando un cigarrillo. Era el tutor.
—Hola.
El tutor se volvió hacia él y saludó con la cabeza sin sorpresa. Vestía un pantalón bombacho toscamente remendado y una chaqueta de tweed de abultados bolsillos con pliegues que le llegaban casi hasta las rodillas. Como la educación de las gemelas había cesado una vez más el comandante no podía recordar cuándo le había echado la vista encima por última vez. Raras veces se le veía por el hotel. Comía en alguna otra parte del edificio, quizá con los sirvientes. Era de suponer que aún seguía siendo responsable de preparar el estofado de cabezas de cordero para los perros. Si tenía otros deberes, el comandante los ignoraba. Lo más probable era que le hubiesen olvidado en aquella zona remota de la casa y que viviese una vida propia, aguardando días mejores.
—Vienen aquí todos los días al atardecer en esta época —le dijo.
El comandante se había unido a él en la barandilla y tras echar un vistazo alrededor se dio cuenta de dónde estaba. Debajo había un patio pavimentado lleno de basura y hojas muertas, aunque no había ningún árbol a la vista. Justo al doblar la esquina estaba la puerta de atrás de las cocinas. Más allá, al otro lado de la pared, seguro que estarían haraganeando los perros, tan aburridos como las damas de un harén, esperando que llegase alguien y les proporcionase algo de ejercicio. Inmediatamente debajo de la galería abrían su boca cuatro cubos de basura gigantes y malolientes. Había un grupo de viejas vestidas de negro hurgando en ellos con dedos tan nudosos como patas de gallina, con la cabeza y los hombros cubiertos por chales negros que ocultaban sus rostros.
—Están buscando comida. Suben de la playa todos los días al atardecer cuando empieza a anochecer… Pueden entrar sin problema por allí siempre que no haya marea alta. Se lo dije al señor Spencer, pero no ha hecho nada.
El comandante contempló las móviles figuras negras, oliendo el aroma perfumado del cigarrillo del tutor. Había estallado una discusión estridente e incoherente entre dos de las mujeres por un papel de periódico grasiento que contenía sobras y huesos. El comandante pensaba con desesperación mientras las observaba: «Ella no me quiere nada. Ella no me quiere nada».
Abajo la discusión quedó resuelta al fin. Una de las mujeres se retiró y, acuclillándose en el suelo, abrió el periódico para examinar lo que contenía, contando e inspeccionando cuidadosamente los fragmentos de carne. Cuando terminó, los guardó en un saco de harina vacío y volvió a los inmensos cubos de basura.
—Si quiere que le diga una cosa, la cocinera a veces tira a propósito comida que está en perfectas condiciones. Pueden hacer cualquier cosa si no se las vigila.
El comandante asintió. Toda su vida transcurriría sin Sarah. Aunque era ya casi de noche, las viejas brujas vestidas de negro, indiferentes a la angustia del comandante que colgaba como fruto amargo unos metros por encima de ellas, seguían rebuscando diestramente en la basura.
EL PRIMER MINISTRO E IRLANDA
El señor Lloyd George, hablando en el banquete del Ayuntamiento de Londres anoche, se refirió a la situación en Irlanda. Dijo: «Antes de que me siente, si me permiten ustedes, he de detenerme en uno de los pocos rincones agitados del imperio. Estoy seguro de que no imaginan ustedes a lo que me estoy refiriendo (risas)… A Irlanda (risas). Espero que pronto haya menos agitación. Ahora se da allí el espectáculo del asesinato organizado del género más cobarde (bien dicho, bien dicho), en que se dispara contra hombres que están desprevenidos, y lo hacen hombres que visten la indumentaria del ciudadano pacífico y a los que tratan como tales los agentes de la ley, hombres que disparan por la espalda y asesinan cobardemente (bien dicho, bien dicho).
»A menos que me equivoque en las medidas que hemos tomado, tenemos cogido por el cuello al asesino (bien, bien). Les pido que no presten demasiada atención a las versiones distorsionadas de sus correligionarios, que hacen descripciones detalladas del horror de lo que llaman represalias pero pasan por alto los horrores del asesinato (aplausos). Yo pido al público británico…, estoy seguro de que no es necesario pedírselo…, me disculpo por pedírselo…, que no debe dar crédito sin más a los que calumnian a hombres valientes (bien, bien) que persiguen al asesino en la oscuridad poniendo en peligro sus vidas (bien, bien).
»Me dicen que el resultado de las medidas que estamos tomando es que hemos tenido más asesinatos que nunca en las últimas semanas. ¿Por qué? Antes de que se tomasen esas medidas, en amplios sectores de Irlanda la policía estaba prácticamente encerrada en sus cuarteles. No se atrevían a salir. Imperaba el terror. Tuvimos que reorganizar la policía. Cuando los hombres están en refugios subterráneos, las bajas no son tan grandes como cuando salen a enfrentarse al peligro. Y la policía está ahora buscando el peligro con el fin de aplastarlo (bien, bien). Y creedme, lo está haciendo. Está cogiendo a quien hay que coger. Está dispersando a los terroristas.
»Si es necesario enviar más fuerzas, las buscaremos (bien, bien), pues la civilización no puede permitir un desafío de este tipo a las normas básicas de su existencia (bien, bien). Estos hombres que se entregan a tales asesinatos dicen que es una guerra. Si es una guerra, entonces no pueden quejarse, en realidad, si aplicáramos algunas de las normas de la guerra (sonoros vítores). En la guerra si hay hombres que penetran vestidos de paisano detrás de las líneas del frente provistos de armas asesinas, con el propósito de utilizarlas siempre que puedan con impunidad, se les ejecuta sumariamente (bien, bien). En la guerra se ejecuta sumariamente a los que llevan balas explosivas. Si se trata de una guerra, deben aplicarse las leyes de la guerra. Pero hasta que no se consiga sofocar esta conspiración no hay esperanza alguna de paz auténtica ni de conciliación en Irlanda, y todo el mundo desea paz y conciliación…, en términos justos…, justos para Irlanda, sí, pero justos también para Inglaterra (bien, bien). Estamos ofreciendo a Irlanda no sometimiento, sino igualdad. Estamos ofreciendo a Irlanda no servidumbre, sino una asociación. Una asociación honorable, una asociación en este imperio que está en la cúspide de su poder, una asociación con este imperio en el día más glorioso de su historia». (Vítores sonoros y prolongados).
El comandante debería haber salido ya para Italia, pero no lo había hecho, por supuesto. Había leído una carta de Cook contestando a diversas preguntas sobre trenes, hoteles y vapores que él no recordaba haber formulado. Leyó diligentemente dos veces el mensaje, pero al cabo de cinco minutos era incapaz de recordar una sola palabra de él. Era ya casi finales de noviembre. Gélidas corrientes danzaban por las habitaciones y los pasillos del Majestic y hacían que su aliento helado subiera por las perneras de los pantalones, cuando el comandante se sentaba en el vestíbulo.
Tras considerar un poco el asunto, escribió una carta a Sarah preguntándole si podrían verse en algún momento para aclarar las cosas… Pero no recibió respuesta. Así que le escribió otra carta diciendo que, fuesen cuales fuesen sus virtudes, la constancia no figuraba entre ellas (no es que ella hubiese afirmado jamás que figurase). La única conclusión a la que él podía llegar, resolvía, era que no había habido más que un simple y anticuado coqueteo, cosa que estaba bien, por supuesto, si era eso lo que ella quería que fuese. Poco después escribió otra carta desmintiendo la de antes, que, lamentaba decirlo, había escrito dominado por un talante amargo. Ninguna de estas cartas subsiguientes recibió respuesta, sin embargo, y él pensó: «Lo único que he conseguido hacer es tener una discusión conmigo mismo en estas cartas. Creerá que estoy completamente loco». Y se prohibió escribir más cartas. A finales de noviembre, una mañana, cuando se vestía, se sintió extremadamente deprimido y se le fueron cayendo uno a uno los botones de la camisa, como las hojas de una planta moribunda.
Ése fue también un período malo para Rover, que estaba siendo suplantado gradualmente como el favorito entre el harén de perros. Se estaba quedando ciego; se le volvieron los ojos de un azul lechoso y, a veces, chocaba con el mobiliario. Los olores que emitía cuando se sentaba a los pies de los jugadores de whist empezaron a ser cada vez más el aroma de la putrefacción. Él, como el comandante, había disfrutado siempre trotando de habitación en habitación, recorriendo los pasillos de una planta o de otra. Pero ahora, siempre que se aventuraba a subir las escaleras para olisquear por las plantas de arriba, lo más probable era que se encontrarse con una horda implacable de gatos que le perseguían por los pasillos hasta dejarle al borde de la extenuación. El comandante lo había visto más de una vez jadeando y agotado, precipitándose aterrado por un tramo de escaleras a causa de alguna sombría amenaza que acechaba en el descansillo de arriba. No tardó en adquirir el hábito de gruñir siempre que veía una sombra… Luego, como las sombras aumentaban a medida que iba perdiendo la vista, se enfurecía y ladraba ferozmente asediado por pesadillas implacables incluso a plena luz del día. Por mucho que abriese los ojos, la oscuridad llena de gatos continuaba aproximándose a él más y más día tras día.
Se había convocado a otro perro del patio para que compartiera su puesto, un lebrel afgano de patas largas y flacas y lindos rizos dorados. Poco a poco este animal usurpó el afecto que se dispensaba a Rover. Aunque la verdad es que tenía ciertos malos hábitos. Si uno conseguía adormilarse en un sofá después de comer a pesar de las corrientes, era bastante probable que le despertase bruscamente una lengua húmeda y cálida que le lamía la mejilla. Pero a algunas de las señoras eso no parecía importarles. Además, comparado con Rover, olía a rosas.
Cuando llegó diciembre sucedió en el Majestic una cosa curiosa: empezaron a aparecer más huéspedes en un goteo constante. Siempre había habido algún que otro huésped esporádico yendo y viniendo; alguien que se quedaba empantanado en Kilnalough y se veía obligado a pasar la noche allí antes de irse a Dublín por la mañana. Así, el número de señoras (y hubo incluso unos cuantos caballeros) empezó a aumentar notoriamente. Fue un poco antes de que el comandante se diese cuenta de que venían para… ¡las Navidades! Y pensó sin poder evitarlo que tendrían suerte si lejos de disfrutar de unas felices Navidades no se les caía el hotel encima. Probablemente tenían alguna idea sobre lo que podían esperar. Tal vez hubiesen oído que el lugar no era lo que solía ser; pero es difícil romper con los hábitos de toda una vida. Había muchas personas ya de edad que tenían sus escasos recuerdos de infancia, cálidos y gloriosos, vinculados al Majestic y, aunque supiesen que no era ya el hotel que había sido, les resultaba difícil no acudir a él.
Al principio, el comandante procuraba a veces estar pendiente cuando llegaban (ni Edward ni Murphy ni ninguno de los criados estaba) para amortiguar el golpe. Pero no tardó en comprender que era mejor mantenerse alejado como todos los demás. Los recién llegados se las arreglaban solos de una forma u otra. Y resultaba menos embarazoso no interponerse en su camino. De todos modos, el comandante les dirigía un pensamiento amistoso cuando se detenían en la andrajosa magnificencia del vestíbulo junto a su montaña de equipaje, probablemente en silencio a la espera de que llegase alguien, escuchando, quizá, el ruidoso tictac del reloj que había sobre la mesa de recepción (al que el comandante había dado cuerda como un mensaje de bienvenida), y preguntándose si podría ser realmente esa hora (que, por supuesto, no podía ser) o mirando con recelo el tablero numerado con las pesadas llaves de las habitaciones que parecían, lúgubremente, estar casi todas allí. La única cosa del hotel que estaba toda allí, podrían decir más tarde, incluidos Edward y el personal.
Se quedaban allí mirando a su alrededor, los polvorientos querubines dorados y los rojos y lujosos sofás y el candelero mugriento de la estatua de Venus. Mientras esperaban incómodamente a que acudiese alguien (porque Murphy se habría esfumado en lo más profundo de la selva del Patio de las Palmas al ver que subía por el camino un carruaje cargado de pesadas maletas), saboreando el conocimiento agridulce de que nada es invulnerable al paso del tiempo, al cambio y a la decadencia, ni siquiera los recuerdos que uno ha atesorado más ferozmente.
La relación del comandante con Edward había empeorado claramente como consecuencia de aquellos besos que había presenciado en el vestíbulo. No sólo estaba el comandante celoso de Edward, sino que Edward parecía estar celoso de él, un hecho que durante un breve espacio de tiempo ayudó al comandante a extraer un pequeño confort de la frialdad de Edward. Un día recibió, sin embargo, una sorpresa desagradable cuando Edward le dijo de pronto:
—Ah, por cierto, Sarah se ha ido un par de semanas.
—¿Ah, sí?
—Me dijo que se lo dijera. Y que le diera las gracias por sus cartas.
El comandante asintió sosegadamente y se fue, pero estaba sangrando por dentro. Había sido traicionado otra vez.
Fuese cual fuese la satisfacción que hubiese procurado a Edward atormentar al comandante, parecía estar cualquier cosa menos alegre. Reaccionó, además, al aumento del número de huéspedes manteniéndose más ausente que nunca. Aunque sus apariciones en el desayuno y en la cena a última hora del día se mantuvieron inflexibles, raras veces se le veía ya durante el resto del día. En una ocasión le cuchicheó al comandante (tal vez estuviese momentáneamente avergonzado de sí mismo por revelar sádicamente el hecho de que Sarah le había hecho partícipe de las cartas del comandante), como una especie de explicación indirecta de todo, que estaba dedicándose a sus estudios biológicos. El comandante se había fijado ya en los paquetes de libros y de equipamiento que habían empezado a llegar de Dublín. Se había tropezado una o dos veces con Edward en un dormitorio remoto rodeado de libros y de documentos. En otra ocasión, se lo encontró en su laboratorio improvisado, instalado en el baño adjunto a la suite nupcial de la primera planta. Temeroso de que Edward pensase que estaba espiándole se retiró rápidamente, pero no sin que pudiera ver antes un microscopio en la mesa, junto al baño de mármol negro y de un dorado descascarillado en el que debía haberse desprendido de sus ilusiones de amor más de una novia del siglo pasado. Al lado del microscopio había un montón de portaobjetos de cristal, un mechero Bunsen, unos tarros que contenían un fluido verdoso, unos cuantos tallos de apio en estado de descomposición y un ratón muerto. No estaba claro si el ratón había expirado allí casualmente, de forma accidental, o si formaba parte de los experimentos de Edward.
El comandante estaba preocupado no sólo porque Edward había pasado a mostrarse malhumorado, hostil y extraño de nuevo, sino también por razones más prácticas. No era tarea suya en realidad dirigir el hotel. Pero el hotel necesitaba muchísimo que alguien lo dirigiera. Aunque hubiese un aumento del número de huéspedes que llegaban (lo que era bastante malo, ya que nadie parecía quererlos) hubo también unas cuantas defecciones entre los habituales, lo que significaba que la vida en el Majestic estaba rebasando los límites de lo que podía tomarse a broma. El comandante se aventuró a sugerir a Edward que si se iba alguno más de los habituales, podría muy bien iniciarse una estampida que dejase el hotel vacío después de Navidad.
—¿Lo dice usted de veras? —preguntó Edward, animándose por un instante. Pero luego añadió—: Algunos de ellos no tienen ningún sitio adonde ir. —Y adoptó de nuevo un aire displicente, volviendo al libro que estaba leyendo.
—Ah, bueno, ya veo que, en realidad, usted quiere que se vayan… —replicó irritado el comandante.
Lo que más le preocupaba al comandante era que el Majestic estaba literalmente empezando a desmoronarse. Edward no se esforzaba lo más mínimo por arreglar las cosas. El comandante suponía que tal como él veía la situación (si es que en realidad la veía) resultaba bastante lógico. Al fin y al cabo, el hotel tenía más de trescientas habitaciones. Aunque la mitad del edificio se desplomase aún seguiría teniendo ciento cincuenta, que era más que suficiente para que pudieran vivir él mismo y las gemelas y los criados y cualquier otro que sobreviviese a la estrangulación de la actividad del hotel. Por otra parte, los huéspedes, por mucho que pudiesen protestar, se adaptaban notablemente bien a la existencia nómada de trasladarse de un habitación a otra siempre que diese la casualidad de que les fallasen las cañerías o el mobiliario.
Ciertamente, los servicios habían ido de mal en peor (no es que el comandante lo advirtiese ya). El follaje evacuado del Patio de las Palmas parecía estar apoderándose ahora del salón de huéspedes; todos los espejos estaban más velados y mugrientos que nunca; las lámparas de gas que habían ardido hasta hacía poco en las escaleras y en los pasillos habían dejado ya de funcionar, de manera que las señoras tenían que hacer a tientas el camino a la cama con el corazón repiqueteando; la sopa del comedor iba haciéndose más clara y más fría a medida que pasaban los días, y como cada vez más se dejaba a la cocinera que se las arreglara como pudiera, aparecían con mayor frecuencia en el menú el beicon y la col seguidos de manzanas asadas; fuera en los terrenos del recinto se cayó un pino alto y aplastó un invernadero con un estruendo tan terrible que dos de las damas (la señorita Devere y la señora Archibald Bradley) hicieron inmediatamente el equipaje; en las pocas pistas de tenis que quedaban continuó su avance un tipo de trébol particularmente duro y prolífico, de manera que si alguien había estado pensando jugar al tenis (cosa que nadie se planteaba) se habrían encontrado con que ni un servicio lanzado con máxima potencia se habría elevado más de unos centímetros del suelo. Pero Edward parecía esos días como ajeno a todo y si uno de los recién llegados acudía a él a protestar casi parecía que no escuchase, aunque asentía rápidamente con la cabeza diciendo de vez en cuando con avidez: «De veras, ¿quiere que se le devuelva el dinero? —O murmuraba chupando la pipa y mirándose los zapatos—: Vaya, qué fatalidad. Permítame asegurarle que no se le hará ningún cargo por ello… porque, claro, nadie podría…», y su voz se apagaba.
Un día extemporáneamente cálido la M gigante de majestic se desprendió de la fachada del edificio y cayó cuatro plantas demoliendo una mesita en la que una dama muy anciana y muy sorda, que acababa de llegar para pasar las Navidades, había decidido tomar el té disfrutando de un sol tibio que era casi como el del verano. Había apartado la vista un momento, le explicó a Edward hablando muy alto (casi gritando, en realidad), para intentar acordarse de dónde estaba instalado en los viejos tiempos el reloj floral. Cerró los ojos unos instantes. ¡Cuando volvió a su té, ya no estaba allí! Lo había hecho pedazos aquel extraño trozo de hierro colado en forma de gaviota (afortunadamente no se había dado cuenta ni había adivinado de dónde procedía). Edward hizo un leve esfuerzo por adentrarse en el silencio submarino en el que vivía la anciana, murmurando una disculpa y mesándose inquieto su enmarañado cabello canoso. Ella quería una explicación, dijo, haciendo caso omiso de las palabras de Edward (que, en realidad, no podía oír), pero se mostró apaciguada, sin embargo, al ver que los labios de él se movían y que su expresión indicaba alarma. Siguió refunfuñando un rato hasta que se hizo evidente que su principal queja era que junto con la mesa había sido destruido su té. Parecía ser que había pasado una buena parte de la tarde recorriendo lejanos pasillos con la esperanza de encontrar a alguien dispuesto a servirle el té que había pedido. Al final se había tropezado con Murphy, que estaba echando un sueñecito en una otomana azul regio, detrás de una pantalla de helechos en un remoto cuarto de estar (era probable que él fuese la única persona que conociese su existencia hasta aquel momento). Se vio despertado por el pinchazo en el pecho de un pesado bastón que llevaba consigo la anciana para impulsar su frágil cuerpo a lo largo de la vasta extensión brillante y polvorienta del salón de baile. Amedrentado por esta experiencia, fue él mismo a prepararle el té. Después de perderse un par de veces en el camino de vuelta y de parar para descansar a intervalos frecuentes, ella consiguió por fin regresar a la galería. ¡Y después, aquel té, tan duramente ganado, había sido pulverizado por un trozo retorcido de metal que parecía haber caído del cielo! No había derecho.
Edward ordenó que le llevaran otro té y, alzando la vista y mirando angustiado las otras letras precariamente fijadas al edificio, le sugirió que tal vez sería mejor que corriese un poco la silla en la galería hacia donde había una vista mejor.
Una de las consecuencias de este incidente fue que Edward pareció abandonar cualquier ambición que aún pudiese albergar de dirigir el Majestic como un hotel. Señaló, en cierto modo, el final del período durante el que los huéspedes habrían podido considerarse estimulados a acudir allí. Pero no cerró sus puertas y, aunque no se les animase a hacerlo, siguió recibiendo un goteo de huéspedes navideños que solicitaban hospitalidad.
El comandante, por desgracia, era incapaz de adoptar la misma indiferencia que Edward. Se preocupaba por todo, por los gatos que proliferaban en las plantas de arriba, por el estado lamentable del tejado (cuando llovía, las alfombras del último piso chapoteaban al pisarlas), por el estado de los cimientos, por la fosa séptica, por la hiedra que avanzaba como una epidemia verde por las paredes exteriores (alguien le explicó que, lejos de mantener unido el edificio, como él esperaba, aceleraría su desmoronamiento). Es verdad que los nervios del comandante se hallaban muy debilitados; se preguntaba, a veces, si no estaría siendo indebidamente alarmista: el Majestic se había conservado en magnífico estado afrontando todas las inclemencias del tiempo durante muchos años. Sin embargo, poco después, se cayó del remate del tejado al patio de los perros una pieza ornamental de estuco del tamaño de un hombre. Medio metro más a la izquierda y habría aplastado a Foch, un perro salchicha de pelo largo.
El comandante fue en busca de Edward, deseoso de informarle de esto. El laboratorio había sido evacuado de la suite nupcial; Edward había instalado su mesa en el mismísimo centro del salón de baile. Se necesitaba espacio para que el pensamiento pudiera expandirse, explicó. En el cuarto de baño se sentía agobiado, se le quedaban constreñidas las ideas, se negaban a fluir libremente.
Mientras el comandante le informaba de aquel suceso que había resultado casi fatal para el perro Foch y Edward cogió el ratón muerto y empezó a apretarle el tórax con aire ausente entre el pulgar y el índice como si se tratase de un trozo de caucho.
—No le dio, ¿verdad? —comentó alegremente—. Bueno, eso fue un golpe de suerte.
—¿No sería mejor que viniese un albañil y echase un vistazo al edificio?
—Es una buena idea. Espero que haya algún tipo en Kilnalough que haga ese tipo de cosas. Me pondré en contacto con él.
Esa noche el comandante soñó que estaba en un dirigible. El capitán y la tripulación habían caído por la borda, dejando solos a la señora Rice y a él. Más tarde apareció la señora Rappaport, vestida con el uniforme de uno de los regimientos regulares bávaros, y acompañada de su gato anaranjado, que era tan grande ya como una oveja. Afortunadamente ella tomó el mando y, después de bombardear Dublín, les condujo de nuevo a tierra felizmente.
No apareció ningún albañil. En vez de eso, llegó balanceándose en una bicicleta por la entrada una muchacha guapa y gordita que llevaba un sombrero de paja sobre sus tiesas coletas. Era Viola O’Neill, que venía a jugar con las gemelas. Las gemelas le dieron un beso desganado en la mejilla y se la llevaron escaleras arriba. Al irse, sus ojos se demoraron desconcertantemente en el comandante, que estaba en el vestíbulo escuchando comprensivo a un viejo caballero que no llevaba zapatos, sólo calcetines. El comandante observó cómo la mano blanca y fina de la muchacha iba subiendo espiral tras espiral de la escalera y emitió un suspiro melancólico. «¿Por qué no podría Sarah quererme así?».
—¿Tiene usted alguna idea de dónde podrían estar? —preguntó el anciano caballero malhumoradamente por segunda o tercera vez.
—¿Dónde podrían estar? ¿A qué se refiere? —El pensamiento del comandante se había extraviado de nuevo—. Ah, sí, por supuesto, ha perdido usted sus zapatos. Lo investigaré.
El anciano caballero, un recién llegado al Majestic, había dejado los zapatos en la puerta de su dormitorio. ¡No sólo no se los habían limpiado, sino que habían desaparecido! Y el resto de sus zapatos estaban en un baúl que aún no habían traído de la estación del tren. El comandante le dejó en el vestíbulo y fue a decirle a Murphy que preguntara a las criadas.
Ese mismo día, más tarde, mientras buscaba lánguidamente los zapatos por una de las plantas superiores, abrió una puerta y le recibieron gritos de sorpresa y disgusto: a través de una niebla azul de humo de cigarrillo divisó tres figuras en combinación. Cerró la puerta de nuevo discretamente. Se quedó impresionado, sin embargo, y pensó: «Tengo que decírselo a Edward. Si esas chicas siguen por el camino que han emprendido…», pero estaba enfadado con él y no veía por qué tenía él que educar a sus hijas si Edward, que era su padre, no lo hacía; ¡era obligación suya! Además, en estos tiempos las jovencitas…
El asunto de los zapatos se aclaró en el transcurso de la tarde. Al parecer la cocinera, cuando bajaba a preparar el desayuno, los había visto en la puerta de la habitación de aquel caballero y supuso como es natural que quería deshacerse de ellos… ¡Un par de zapatos en perfecto estado! Los cogió y se los dio a Seán Murphy, que estuvo cavando enérgicamente con los zapatos puestos toda la mañana.
Al final de la primera semana de diciembre, Padraig fue enviado también al Majestic a visitar a las gemelas, no por el anciano doctor Ryan sino por su padre que resultaba que no sólo era un unionista empecinado sino también una especie de esnob. El comandante interceptó a Padraig (que parecía pálido y nervioso: era evidente que tenía muy pocas ganas de ver a las gemelas) para preguntarle por su abuelo.
—Oh, está bastante bien. Hace tanto ya que no le veo. Tiene una cocinera y una doncella pero no deja entrar a casi nadie en casa.
—¿Aún no se habla con tus padres?
Padraig asintió.
—Es muy obstinado y tiene muy mal genio. Le ha dicho a mi padre que es un traidor a Irlanda por apoyar a los británicos de la manera en que lo hace.
—No sabía que fuese un feniano.
—Bueno, no hay que tomárselo a mal. Es muy viejo —dijo Padraig, mirando inquieto y parpadeante hacia el descansillo de arriba, donde habían aparecido en la barandilla tres lindos rostros.
—Bueno, aquí está vuestro invitado —les dijo el comandante con firmeza—. Espero que cuidéis de él adecuadamente y os comportéis como es debido.
Padraig subió las escaleras como un condenado a muerte, las chicas le cogieron y se lo llevaron rápidamente. El comandante pasó a ocuparse de sus asuntos.
Curiosamente, Padraig pareció disfrutar. Reapareció, alegre y confiado, al día siguiente, y también al otro. Pronto se convirtió en un visitante asiduo. «Tal vez fuese sólo cuestión de romper el hielo», reflexionó el comandante.
Los nervios del comandante se hallaban una vez más en un estado deplorable. Casi no podía soportar abrir el periódico, porque parecía que la guerra, de la que pensaba haber escapado, le hubiese perseguido y atrapado finalmente. Se había impuesto la ley marcial en Cork, Tipperary, Kerry y Limerick. La noche del 11 de diciembre, Cork fue saqueado por los auxiliares, oficiales y soldados, después de que una patrulla sufriese una emboscada. El comandante se había acordado al leerlo de que Edward le había dicho una vez que daría la bienvenida a un holocausto, que le gustaría verlo todo destruido y en ruinas para que los irlandeses supiesen de verdad lo que significaba la destrucción. Leyó sobre las llamas escarlata que iluminaron el cielo de la noche cuando el distrito comercial de Cork fue incendiado: las mangueras de los bomberos cortadas con hachas; militares y policías uniformados recorriendo las calles haciendo eses en medio de las llamas con los productos del pillaje; auxiliares borrachos con whisky robado cantando y bailando con chicas locales en medio del humo. Se decía que el reloj de la torre del ayuntamiento, que se elevaba en medio de un océano de llamas y de humo, continuó dando la hora hasta el amanecer, en que se desplomó finalmente en el infierno.
El sueño del comandante era tan breve y agitado como lo había sido durante su convalecencia en el hospital, salpicado de pesadillas que le hacían volver continuamente a las trincheras. Cualquier ruido agudo, el sonido de un libro que se deja caer sobre una mesa o el de un plato, le hacía agacharse involuntariamente como un recluta. Durante el día, a menos que estuviese al aire libre o en la seguridad y el calor de la habitación de la ropa blanca, se sentía forzado a mantenerse en movimiento de habitación en habitación, de pasillo en pasillo, subiendo y bajando escaleras. El comandante consideraba que esta actitud compulsiva podría proceder del miedo irracional a que un proyectil de mortero para trincheras estuviese a punto de caer en el lugar en donde había estado un momento antes, a explosiones invisibles que le perseguían desde el salón hasta el comedor, la biblioteca, la sala de billares, por todas partes, permitiéndole siempre escapar por una fracción de segundo. «Tengo que controlarme porque si no Edward se dará cuenta de que estoy portándome como un cobarde».
Necesitaba alguna distracción…, ir al teatro. Consultó el Irish Times. En el Gaiety se estaba representando Charley’s Aunt, que tenía fama de ser muy divertida; el anuncio decía que era «capaz de hacer reír a un gato». Pero el comandante sospechaba pesaroso que con él no funcionaría. Además, había una nota especial que decía que la representación terminaría ya de noche, a las nueve y cuarto, y la idea de disfrutar de unas cuantas risas rápidas para tener que recorrer después a toda prisa las calles sin ley no le apetecía. De todos modos, tenía que cuidar de sí mismo. Se obligó a permanecer sentado en el mismo sitio durante toda una mañana. Las señoras, rechazadas con tono irritado, le observaban a distancia y suponían, en susurros ofendidos, que se había «levantado con mal pie». Después de comer, una vez satisfecha su ansia más urgente de movimiento, hacía todo lo posible por recuperar su favor.
Poco antes de la hora del té paseaba con las manos en los bolsillos por un pasillo de la tercera planta (desde que se le había hundido un pie en una de las tablas del suelo, raras veces se aventuraba más arriba) cuando al fondo se abrió una puerta, de la que brotó una tormenta de risas seguida de pasos y de rumor de faldas. Unos instantes después chocó con una chica delgada y morena que doblaba la esquina corriendo y riéndose. Como la luz era tenue, el comandante no la vio hasta el último momento. Chocó con ella y tuvo que cogerla para que no cayera.
—¡Perdone!
La risa de la chica se convirtió en sorpresa y disgusto. Se soltó de él y retrocedió torpemente. El comandante la miró a aquella media luz. Llevaba un vestido encantador de terciopelo negro con puños blancos de encaje y un cuello blanco almidonado del que se alzaba otro, rojo y esbelto, y una cara delicada y fruncida. Flotaba en el aire un perfume fragante. De pronto la muchacha volvió a entrar corriendo en la habitación de la que había salido la risa. Hubo cierto cuchicheo urgente (se trataba de las gemelas y de Viola, por supuesto) y luego la hilaridad se hizo mayor que nunca. El comandante, riendo también, asomó la cabeza por la puerta. Se había dado cuenta de que la «chica» era Padraig.
—¿Qué te parece, Brendan? ¿No resulta una chica espléndida?
—Estamos todas terriblemente celosas de él.
El comandante, sonriendo (aunque un poquito irritado aún por el placer que había experimentado acariciando aquel blando cuerpo «femenino» un momento antes), se mostró de acuerdo en que el terciopelo negro le sentaba muy bien. Tardaron un rato en convencer al avergonzado Padraig para que saliera del vestidor adjunto, en el que se había encerrado. De hecho, hizo falta una cuantía notable de zalamerías de las chicas y una apelación cordial del comandante para que accediese a mostrarse de nuevo. ¡Y cómo se rieron luego cuando Charity le alzó el bajo de la falda para enseñarle al comandante qué tobillos tan esbeltos y bien torneados tenía! ¡Y el pelo era tan fino y con un rizado tan natural que si se lo dejaba crecer un poco más no tendría ninguna necesidad de llevar peluca! Además, según una revista que ellas habían leído, en Londres había chicas que se cortaban el pelo y lo llevaban tan corto como los hombres.
—Así que con ese pelo suave tan encantador que tiene…
—Y esa piel y ese color…
—Y esos ojos oscuros con esas pestañas tan largas…
—Y mis tobillos, no los olvidéis —añadió Padraig.
—¡Y sus tobillos, por supuesto, no tenemos que olvidarlos, y sus manos, hay que ver qué delicadas y blancas son! —gritó con entusiasmo Viola.
Hubo un momento de silencio después de este comentario, tal vez para reflejar que había, en realidad, unas cuantas diferencias, pequeñas pero básicas (aunque de una chica bien educada como Viola podría esperarse que no supiese mucho sobre ellas). Sin embargo, el buen humor general era tal que pronto todos prodigaron de nuevo risas y felicitaciones y Faith mostró al ruborizado pero satisfecho Padraig cómo debía caminar una chica: se trataba de algo parecido a deslizarse, explicaron las gemelas (ellas debían saberlo, ya que habían estado en bastantes colegios distintos, y tenían bastantes clases de urbanidad a sus espaldas). Le hicieron caminar a un lado y a otro con un libro en equilibrio sobre la cabeza hasta que pudo hacerlo sin que se le cayese. Demostró tener una aptitud natural espléndida y pronto le colocaron un vaso de agua en seguro equilibrio encima del libro, sin que derramase ni una gota.
Luego alguien decidió que Padraig debería dar una vuelta por el hotel para ver si alguna de las señoras le reconocía. ¡Debía ir del brazo del comandante! ¡Qué idea genial! Pero el comandante resultó ser un aguafiestas y se negó en redondo.
—Oh, oh, ¿porqué? —suplicaron las niñas.
—Porque.
—¿Porque qué?
—Sólo porque.
Y no hubo modo de hacerle cambiar de idea. Normalmente las gemelas conseguían convencerle sin dificultad, sólo con decirle que les parecía guapo e interesante, que se parecía a Alcock, por ejemplo, o a Brown. Pero esta vez, por alguna razón, se mostró inflexible. Bueno, no importa. ¡Le llevarían ellas mismas a dar una vuelta!
El comandante, como el aguafiestas que era, intentó disuadirlas, pero no defendió su causa con demasiada elocuencia. Se limitó a señalar que, aunque una broma era una broma, uno no se podía exceder, y cosas por el estilo. Padraig, sugirió esperanzadamente, debía volver a ponerse su ropa y luego todos debían pensar en un juego distinto.
—¡Pero ya lleva puesta su ropa! —gritaron indignadas las chicas—. ¡El comandante es demasiado aburrido!
—Sí, ya la llevo puesta —dijo también Padraig.
¿Había acaso razones reales, querían saber las chicas, formulando su pregunta cuidadosamente, como si se dirigiesen a un idiota, por las que no se debería llevar a Padraig a dar una vuelta por el hotel? Bueno, sí, había razones, pero eran tan nebulosas que al comandante le resultaba difícil especificarlas. No eran desde luego lo bastante tangibles para satisfacer a las chicas.
Así que se emprendió la gira, con Viola a la cabeza dando largos pasos con sus botas abotonadas, exhibiendo sus perlados dientes, como el joven protagonista de una comedia. La seguía Padraig con una gemela en cada brazo, riendo o cuchicheando cosas al oído; parecía tan radiante como Juana de Arco y dispuesto a responder a cualquier cosa que la situación pudiese plantear.
Y resultó que tuvo un éxito enorme con las señoras, lo que hizo pensar al comandante que probablemente las gemelas tuviesen razón: él era un cascarrabias y un mala sombra y un aguafiestas. ¡Cuánto le alabaron! Le dieron palmaditas en los hombros y le besaron en la frente y le hicieron pequeños ajustes en la peluca, que era la única parte que «estropeaba bastante el efecto», en su opinión (era una peluca de teatro barata robada por Faith en la asociación teatral de algún colegio). Buscaron en sus bolsos de mano y le dieron chocolatinas con ese sabor mohoso a perfume y a naftalina tan peculiar que siempre tienen las señoras mayores. Era admirable, pensaban, cómo Padraig parecía saber por instinto qué era exactamente lo que tenía que hacer, mantener las rodillas juntas y sentarse derecho y todo eso. Estaban tan encantadas con él, en realidad, que se resistían a dejarle continuar su gira y le hicieron prometer que volvería. Él dijo que de acuerdo, por supuesto, y no tardó mucho en volver.
El resto de la gira había resultado ser una especie de anticlímax. Se dirigió con su cortejo al salón de baile y dio varias vueltas alrededor del laboratorio improvisado de Edward. Pero Edward estaba absolutamente entregado a la tarea de montar un extraño artilugio con cánulas, tubos, un viejo barómetro de reloj con un cilindro giratorio y una aguja marcadora, y piezas de caucho, evidentemente para un experimento que quería realizar. Así que no les prestó ninguna atención. Las sirvientas, por supuesto, le sonrieron mostrando sus hoyuelos, pero eran demasiado tímidas para hablarle, así que no sirvió de nada. Curiosamente, el señor Norton no mostró el menor interés; se limitó a alzar la vista del periódico y a levantar sus viejas y pícaras cejas. Había que aceptar que después de su vida de libertinaje debía de haber captado la diferencia entre Padraig y el objeto real, así que esa pobre reacción enfrió un poco su entusiasmo. Vuelta, pues, a las señoras, para que restaurasen su seguridad. En conjunto, y teniendo en cuenta, como se debe hacer, los pros y los contras, tenían razones para sentirse satisfechos.
Para entonces, desgraciadamente, era hora ya de que Padraig se fuese a casa a cenar así que tenía que cambiarse y ponerse su otra ropa. Pero volvería otra vez al día siguiente; había aún muchísimos vestidos distintos para probarse. Toda la ropa de Angela, en realidad, que las gemelas aún se negaban obstinadamente a ponerse. Viola tuvo que irse a casa también y dijo que acompañaría a Padraig hasta la suya. Con toda la emoción y la diversión que habían vivido, con toda aquella sana alegría, uno tendía a olvidar que en aquella época los caminos podían ser peligrosos.
Pronto fue hora de cenar en el Majestic y los huéspedes empezaron a reunirse en el comedor. Hacía frío allí. Soplaba del mar un viento fuerte del este que se filtraba por las grietas que había entre las contraventanas, y movía las pesadas cortinas hacia delante y hacia atrás como espectadores impacientes en las sombras. En los candelabros de plata ramificados chispeaban constantemente las llamas pasando del amarillo al azul bajo la presión de las corrientes; la luz que aportaban era complementada por un quinqué en cada mesa. Podía uno ver su propio aliento frente a la oscuridad del entorno; la sopera en la mesa eructaba vapor como una locomotora.
Las señoras esperaban temblando encogidas bajo capas de chales y estolas, los dedos enterrados en manguitos, amontonándose todas alrededor de la quejumbrosa chimenea en la que ardían sin calor inmensos trozos de turba mal cortada. De cuando en cuando una mala corriente de humo acre y blanquecino hacía retroceder a las damas, que apartaban la cara, pero aquella bocanada de humo acababa ascendiendo en la oscuridad y el olor a ceniza de turba hacía que la habitación pareciese ligeramente más caldeada. La chimenea gruñía lastimeramente y todo el mundo esperaba que llegase Edward.
Tenía por costumbre aparecer puntualmente a las siete. Salvo cuando daba la casualidad de que estaba fuera todo el día. El comandante no tenía noticia de que hubiese dejado nunca de asistir a la cena. Esta puntualidad de Edward era como la columna vertebral del hotel: parecía mantener integrado y en pie todo el lugar. Podían volar las tejas del tejado con un viento fuerte, podían dejar de funcionar las lámparas de gas en los descansillos, pero la aparición de Edward en la cena era algo inmutable. ¿Habría pasado algo? ¿Habría habido un accidente? A las siete y diez apareció una de las doncellas con una nota en la que se preguntaba al comandante si no le importaría hacerse cargo. Edward estaba ocupado. Las señoras intercambiaron miradas significativas. Una cosa era (decían aquellas miradas) estar en las trincheras con tu comandante en jefe, y otra completamente distinta era estar allí cuando se sabía que el comandante en jefe estaba calentándose delante de un fuego acogedor en algún otro sitio alejado de las líneas del frente.
Mientras Angela estaba aún viva, los Spencer habían comido en una mesa separada, en el otro extremo del comedor de los huéspedes, pero ahora, unidos por la muerte, el caos creciente y el avance del invierno, comían todos juntos en dos mesas largas, Edward normalmente en la cabecera de una y el comandante en la de la otra. El comandante, de acuerdo con el ritual, se hizo con la pesada campanilla y la tocó vigorosamente, cruzando luego hasta la puertecita oculta en los paneles de roble. La mantuvo abierta y esperó a que saliese la señora Rappaport. Lo hizo, seguida del «gatito» anaranjado (convertido ya en un gato sumamente corpulento). Cogió el brazo del comandante y se dejó conducir hasta la mesa. El comandante la ayudó en silencio a sentarse en la silla del extremo de la mesa más próximo al fuego, le ató al cuello una servilleta y le puso en la mano una cuchara de plata. Había un taburete junto a su silla para el gato, que recientemente se había hecho ya demasiado grande y molesto para que estuviese en su regazo mientras ella comía. Habían ocurrido desastres; había caído sopa caliente sobre su lomo listado; en una ocasión, mientras el gato dormía plácidamente, un trozo de pastel de carne muy caliente se había deslizado del tenedor y le había caído en una oreja como una cataplasma.
El comandante bendijo la mesa y ocupó su asiento situado en el otro extremo.
—¿Dónde está papi? —cuchicheó Faith.
La boca del comandante formuló bajo la tupida mata del bigote las palabras: «Ocupado. Come».
—¿Ocupado en qué?
El comandante frunció el ceño pero no ofreció ninguna respuesta. Poco importaba lo que Edward estuviese haciendo. Lo importante era que había incumplido una de sus propias normas.
—Anímate, Brendan —dijo Charity, y estiró la mano por debajo de la mesa para darle una palmada en la rodilla. El comandante se puso más ceñudo que nunca y, llevándose a la boca una cucharada de sopa gris tibia, se la tragó con un leve estremecimiento, como una medicina. «Ha incumplido una de sus normas —pensó de nuevo, no sin una cierta satisfacción sombría—. Está empezando a desmoronarse».
Al día siguiente Edward estuvo a ratos impaciente, irascible y resignado. Sus experimentos tropezaban a cada paso. El problema parecía ser que Murphy, con el que quería ensayarlos, no mostraba buena disposición.
—El hombre no tiene la menor idea de las exigencias de la investigación científica —decía. El comandante detectó aquella expresión del que se burla de sí mismo cruzando fugazmente los rasgos leoninos de Edward. Pero luego su rostro se endureció y añadió irritado—: Dentro de poco los malditos criados nos darán órdenes a nosotros.
—¿Qué es exactamente este artefacto?
En la mesa de Edward había un cilindro giratorio de la escala de un barómetro parcialmente desmontado. Las plumillas de tinta habían sido desplazadas para conectarlas a una maraña de cables y tubos de goma; uno de los tubos estaba unido a un embudo de cristal que contenía agua y un flotador de madera, que terminaba en un globo de goma deshinchado.
—He estado intentando reproducir algunos experimentos que hizo Cannon antes de la guerra sobre el hambre y la sed. Fue el tipo que descubrió que los retortijones del hambre proceden de una contracción periódica del estómago. Hizo que uno de sus alumnos se tragase un globo como éste, que se hincha después, claro está. Luego, con cada contracción, el globo se comprimía en el estómago, expulsando aire a lo largo de este tubo, que se pasa a través del esófago, haciendo que el flotador se eleve al aumentar el nivel del agua. Realmente muy ingenioso. El problema es que el maldito Murphy se niega en redondo a tragarse ese condenado globo.
—Ah.
—La cuestión es que Cannon utilizó un joven para sus experimentos. Yo quería ver si el período medio de sesenta segundos entre contracción y contracción sería diferente en un hombre viejo como Murphy.
El comandante, con las manos en los bolsillos, examinaba lúgubremente la máquina de Edward. No había en su mesa rastro alguno del ratón muerto. Era de suponer que lo habían devorado los gatos durante la noche.
—Tuve un montón de problemas para montar todo esto —añadió Edward con resentimiento—. Uno se siente mal cuando le dejan colgado en el último momento.
—Mire, Edward, quería preguntarle por lo del albañil. ¿Ha encontrado usted alguno?
—¿Quién? Ah, sí, tiene usted toda la razón. Se me fue completamente de la cabeza. Gracias por recordármelo. Me ocuparé de ello hoy mismo.
Edward frunció el ceño y se levantó, cogiendo un tarro graduado de cristal que se fue pasando distraídamente de una mano a otra. Finalmente, dijo:
—Hay otro experimento que me gustaría hacer… Es sobre la sed. Hay muchas otras condiciones que provocan sed aparte de la simple falta de agua: las heridas, por ejemplo. Los hombres gravemente heridos suelen quejarse de una sed terrible. Lo que me interesa en concreto, sin embargo, es la sensación de estar sediento por el miedo, la boca seca y todo eso. Hay montones de casos registrados pero, que yo sepa, nadie ha llegado a medirlo nunca.
—¿Cómo puede medirse?
—Todo es cuestión de medir la cantidad de saliva disponible en la boca en un estado normal, cotidiano, y compararlo con la cantidad de saliva que se produce cuando uno está dominado por el miedo. —El rostro de Edward se animó ligeramente—. Esto podría ser una aportación pequeña pero significativa al conocimiento científico. Por supuesto, Murphy está ya muy raro y no tengo ganas de que le dé un ataque al corazón…
—Procure no olvidarse de lo del albañil, ¿eh? No queremos que el edificio se venga abajo.
—Me ocuparé de ello inmediatamente.
El comandante abandonó el salón de baile sin ninguna esperanza, dejando a Edward con sus cavilaciones.
Fueron transcurriendo los días y acercándose la Navidad sin que se hubiese tomado ninguna iniciativa sobre los adornos navideños. Las señoras estaban enfurruñadas y abatidas ante la perspectiva incómoda de pasar las fiestas en el Majestic. La señorita Staveley hablaba abiertamente de irse a hospedar en el Hibernian de Dublín, donde se hacían las cosas como se tenían que hacer. Podría haberse ido, además, si no hubiese sido de conocimiento general en el Majestic que los fenianos violaban todos los días de la semana a señoras respetables en Dublín; de hecho, la tía de la amiga de alguien, sin ir más lejos, había sido violada el otro día por un feniano que se había hecho pasar por un masajista con licencia. La señorita Staveley no tenía ningún deseo de sufrir un destino similar, así que se quedó en el Majestic, pero de mala gana.
Finalmente, el comandante decidió que había que hacer algo, así que llevó a las gemelas, a Viola, a Padraig y a Seán Murphy al parque a recoger acebo y muérdago, mientras él, por su parte, cortaba un árbol de Navidad enclenque y desnudo que había visto cerca de la casa del guarda. Las damas se alegraron al ver aquella actividad y no tardaron en colaborar haciendo adornos de papel. El salón de huéspedes se convirtió en una colmena de laboriosidad. La señorita Johnston organizó la expedición de compra más grande y más drástica que había tenido lugar hasta la fecha, y volvió de Kilnalough con gran acopio de adornos de cristal y cintas coloreadas. A su debido tiempo este entusiasmo se extendió a todo el mundo, criados y huéspedes por igual; hasta los recién llegados se aprestaron diligentemente a echar una mano. Las señoras experimentaron una alegre metamorfosis, demostraron estar llenas de energía, tarareando y cantando mientras trabajaban, estirándose con manos temblorosas para colocar el muérdago estratégicamente sobre las puertas o subiéndose intrépidas en temblorosas escaleras para colgar serpentinas de papel coloreado. El comandante las observaba y admiraba su audacia. Siempre que una escalera empezaba a tener un ataque de temblores, acudía corriendo y la anclaba firmemente, pero luego podía empezar a temblar otra escalera en el otro extremo del salón y se limitaba a observar impotente, con esa mezcla de resentimiento y admiración que uno siente cuando contempla a los artistas del trapecio volar peligrosamente de aquí para allá bajo el techo del circo.
Sólo hubo una baja. Una de las damas menos prominentes, la señora Bates, se cayó de un taburete alto cuando intentaba depositar un hada de cristal encima del reloj de pie del estudio y se rompió la cadera. Por un insólito golpe de suerte dio la casualidad de que había un joven médico que iba camino de Dublín y se había hospedado en el hotel aquella noche. Se hizo cargo de todo y la señora Bates desapareció antes de que su destino tuviese tiempo de afectar a la moral de sus compañeros de hospedaje. El comandante fue pocos días después en un coche a visitarla a la enfermería de Valebridge, pero ya era demasiado tarde. Había contraído una neumonía y había muerto. «Pobre señora Bates». Con los pies hundidos hasta el tobillo en las hojas secas, el comandante se quedó un instante a la salida de la enfermería y se chupó distraídamente el bigote.
En medio de toda esta alegre actividad y esta confusión, Edward se movía como un sonámbulo, silencioso y remoto. Si se le decía: «¿Dónde está el martillo?» o «¿Ha visto mis tijeras?», movía la cabeza sin decir palabra, sin molestarse siquiera en entender. Parecía no darse cuenta de que las paredes mugrientas que le rodeaban estaban floreciendo con colores festivos. Permanecía donde estaba, en su mesa, en medio del cavernoso salón de baile, despanzurrado en un sillón con un libro abierto sobre las rodillas. Las damas, sobrecogidas por su silencio, pasaban de puntillas bordeando el perímetro de la habitación, mientras ejecutaban sus decoraciones. Un día la señorita Archer se acercó al comandante y le dijo: «Tiene una escopeta».
—¿Quién tiene una escopeta?
—Edward. Está en su mesa del salón de baile.
—Dios santo, ¿para qué quiere una escopeta?
Todos se miraron consternados. Más tarde, cuando Edward estaba afuera visitando a sus lechones, el comandante se acercó a echar un vistazo. Era la pura verdad. En la mesa de Edward había una escopeta, abierta y descargada. Junto a ella había una rana muerta panza arriba con las patas alzadas al aire, mostrando un estómago blanco y fofo.
Durante todo este tiempo Padraig y Viola O’Neill visitaban a diario el Majestic y deambulaban por allí con las gemelas, que se habían cansado enseguida de ayudar con los adornos. Ellas continuaban con su juego de vestir a Padraig como a una chica. Sacaron toda la ropa de Angela de sus baúles, armarios y cajas de embalaje; los vestidos que le valían a él estaban puestos en un montón y los que no, en otro. Durante un tiempo, esta actividad les resultó bastante apasionante, pero pronto terminaron la tarea. Justo cuando el interés estaba empezando a esfumarse de nuevo, Viola recordó que aún tenían que considerar el resto de las prendas de vestir de Padraig, la ropa interior, las enaguas, los corsés, etcétera. Pronto estaban todos trajinando entre risas con los corchetes y tirando de los cordones de los corsés de Angela. No es que el cuerpo bien formado de Padraig necesitase ningún correctivo artificial, claro está, pero decidieron que por qué no hacer las cosas apropiadamente. Después de un día o dos intentando convencer al comandante de que subiese hasta allí y echase un vistazo a Padraig, ataviado con prendas diversas, una camisola, un camisón y el traje de baño estilo 1908 de Angela (invitaciones todas ellas que el comandante rechazó con firmeza), empezó a perder interés también la cuestión de la ropa interior. Era evidente que había llegado la hora de buscar un nuevo juego.
Las chicas deambularon sin rumbo por allí durante los tres o cuatro días siguientes, diciendo a todo el mundo que estaban aburridas y pidiendo dinero para poder escapar a Dublín y que las violaran, como a todas las demás (no estaban demasiado seguras de lo que esto significaba, pero parecía interesante). Padraig, sin embargo, seguía disfrazándose y sentándose con las señoras o deslizándose por los pasillos con faldas susurrantes. De hecho, se había convertido en algo tan familiar que casi nadie le prestaba ya atención, salvo para dirigirle, por ejemplo, una sonrisa distraída o un «Sí, querida…, ése es un vestido encantador». La verdad era que la mayoría de las señoras, probablemente, se habían olvidado de que no era, en realidad, una chica.
Sólo en una ocasión provocó una reacción impactante: el señor Norton tuvo una inesperada explosión de cólera un día y gritó: «¡Apártate de mi vista, pequeño cerdo indecente!». Todo el mundo consideró que se trataba de una conducta inadmisible, pero el señor Norton siempre había sido considerado zafio y vulgar, a pesar de su talento matemático. A Padraig se le mimó en especial ese día para compensar sus sentimientos heridos.
Una brillante y fría tarde de diciembre, el comandante se tropezó con Padraig en uno de los descansillos de arriba, que estaba tristemente junto a una ventana. Vestía un traje de noche relumbrante de raso azul pastel con guantes a juego y lucía en el cuello un collar de perlas. El comandante se compadeció de él. Parecía muy solitario. Se acercó con un suspiro a la ventana para ver lo que estaba mirando. La vista era casi idéntica a la que había desde la habitación de Angela: allí estaban sus «dos olmos y un roble», un roble al que se atribuían ciento cincuenta años, el borde de un sendero por el que vagaban a veces los perros, y más allá, más allá de lo que habían sido capaces de describir los ojos nebulosos de Angela, el terreno descendía hacia un bosque. Las gemelas y Viola subían de aquel bosque, escoltadas por un par de jóvenes auxiliares que reían y saltaban a su alrededor, lanzando al aire sus gorras como escolares. Las chicas se mantenían estrechamente unidas pero a pesar de eso parecían encantadas. Habían encontrado un nuevo juego.
A lo largo de los días que siguieron el comandante les vio juntos a todos una o dos veces más, paseando y riendo en algún lugar distante del recinto. A veces Padraig estaba también por allí, no con ellos, sino enfurruñado y expectante a cierta distancia (ignorándoles, sin embargo, cuando le gritaban). El comandante chasqueó la lengua. La verdad es que debería contarle a Edward que las gemelas andaban por allí con los jóvenes auxiliares. ¡Pero durante aquellos días era completamente inútil decirle algo! Además, Edward estaba aprovechándose de su buen corazón, no había duda alguna, dejaba que él lo hiciese todo mientras se divertía troceando ratas en el salón de baile. La depresión cayó sobre el comandante como una manta de niebla, asfixiándole. ¡Qué días tan atroces eran aquéllos! El futuro de las islas Británicas nunca había parecido tan deprimente desde la invasión de los romanos; había problemas en todas partes. El último golpe demoledor llegó justo dos días antes de Navidad con la noticia de que, a pesar de la valerosa resistencia de Hobbs y Hendren, Inglaterra había sido derrotada en el primer partido internacional, en Australia, por el asombroso total de trescientas setenta y siete carreras.
Y luego llegó el día de Navidad, que, al menos en principio, resultó ser más alegre de lo que nadie tenía derecho a esperar. Edward, que pensaba que se pasaría el día en el salón de baile con sus ratas ignorando la festividad, sorprendió a todo el mundo por cómo se afanaba de aquí para allá dedicando saludos alegres a todo aquel que se cruzaba en su camino. Su buen talante persistió a lo largo del servicio religioso matutino en la iglesia: cantó animadamente los himnos navideños y asintió varias veces con la cabeza durante el sermón (el placer y la virtud que proporciona el ofrecer la otra mejilla). Lanzó miradas radiantes a los bancos de alrededor y sonrió con indulgencia a los niños pequeños que se agitaban impacientes junto a sus padres. Es cierto que habló demasiado alto después, a la puerta de la iglesia, y de nuevo durante la reunión para tomar un jerez en el vestíbulo antes de comer, pero ¡comparado con lo que se podría haber esperado…! El comandante lanzó un suspiro de alivio sincero, aunque provisional.
Después de la comida se le ocurrió preguntarle a Padraig cómo estaba el doctor Ryan. Hacía muchísimo tiempo que no sabía nada del anciano.
—Oh, más o menos igual.
—¿Aún no ha hecho las paces con sus padres?
—No.
Padraig movió la cabeza. Estaba incómodo. Sus padres le habían regalado unos guantes de boxeo para Navidad y los llevaba colgados al cuello por los cordones como unas manos cortadas e hinchadas. Había llegado dos días antes para pasar las vacaciones con sus padres un muchacho gordo y bajo de pantalones cortos que se llamaba Dermot, al que le habían regalado también guantes de boxeo por una singular mala suerte. Las gemelas, ayudadas por dos atentos jóvenes de pelo rizado vestidos de paisano (a los que el comandante identificó, sin embargo, como los auxiliares del jardín), estaban intentando cruelmente organizar un combate por la tarde entre él y Padraig, un combate que ninguno de los dos deseaba.
A media tarde el comandante cogió el Standard y fue hasta la casa del médico para ver cómo estaba. Padraig había accedido al principio a acompañarle con la esperanza de evitar el combate de boxeo con Dermot. Pero luego la madre de Dermot había intervenido diciendo que quería que su hijo «guardase» algunos de sus juguetes para el día siguiente, porque si no se aburriría enseguida y se quejaría de que no tenía nada que hacer. Después de un período de reflexión, Dermot decidió reservar los guantes de boxeo. Además, como la señorita Archer señaló con mucho tacto, no estaba bien pelear el día de Navidad, ese tipo de cosas deberían aplazarse hasta el día de San Esteban.
—Muy bien, pues —dijo Matthews (uno de los jóvenes de cabello rizado)—, el combate de boxeo será mañana.
El otro joven de cabello rizado se llamaba Mortimer y sus rizos eran casi tan rubios como los de las gemelas. Tenía, además, unos ojos azules francos, buenos modales y una sonrisa agradable, por no mencionar el hecho de que había ido a un colegio privado. Estaba claro para el comandante que Mortimer no debía su graduación sólo a la escasez de oficiales a causa de la guerra: aquel joven tenía claramente madera de oficial y seguro que se podía confiar en que mantuviese controlado a su compañero, que mostraba un talante más dudoso. El comandante se sentía aliviado por esto… Era imposible saber lo que podrían llegar a hacer las gemelas con un poco de estímulo.
Los dos jóvenes, haciendo un guiño a Padraig, se llevaron a las gemelas a jugar al touch rugby al salón de baile con Viola y otro joven, utilizando como balón un viejo oso de felpa que pertenecía a las gemelas. Dermot y Padraig intercambiaron tímidamente una mirada de mutua antipatía y desesperación.
El comandante encontró al doctor Ryan en casa y solo, tal como esperaba. Lo que no esperaba era que el anciano estuviese en la cocina intentando afanosamente preparar su comida de Navidad. Dónde demonios estaban los malditos criados, quiso saber el comandante. No había derecho a que dejasen a un hombre de su edad arreglárselas solo.
—Yo les ordené que se fuesen a casa —masculló el médico.
—Pero ¡por qué demonios! ¡No puede prepararse usted la comida! ¿Y qué me dice de su familia?
El enfrentamiento con la familia persistía, al parecer.
—¡Unionistas!
—Mire, por qué no viene al Majestic conmigo… Podríamos llevarnos si quiere ese pollo suyo y que el personal de la cocina lo prepare.
Pero el viejo era obstinado. ¡Había jurado que no volvería a acercarse a aquel lugar! ¡No se sentaría con los británicos! ¡No tendría a sus compatriotas irlandeses trabajando para llenarle el estómago, mientras ellos no tenían nada que meter en el suyo! El comandante escuchaba consternado estos disparates. ¡El anciano se estaba convirtiendo en un bolchevique en su decrepitud!
Mientras hablaban, el doctor Ryan raspaba débilmente una patata intentando pelarla. ¡Un hombre de su clase pelando patatas! Esto era demasiado para el comandante. Apartó al anciano, le arrebató la patata y se puso a pelarla, y luego peló otra y otra (por entonces ya se había quitado la chaqueta). El doctor Ryan, que se resistía a dejarle en paz, iba y venía de la despensa con cosas.
—¿No se quedará a comer conmigo, comandante? —pero el comandante había comido ya; lo único que le interesaba era procurar que el médico comiera. Aun así, podría quedarse a probar un poco, a ver qué tal quedaba. Y la preparación de la comida acabó absorbiéndole, aunque afortunadamente se trataba de una tarea que no planteaba grandes dificultades ya que los sirvientes habían dejado el pollo ya relleno y sólo había que ponerlo en el horno. Ah, pero no había nada de pan, sólo los restos de uno de molde, duro como el acero, que estaba sirviendo de pisapapeles en el estudio del médico. Tendrían que conformarse con patatas y coles de Bruselas. Así que se puso a trabajar de nuevo. Pero todo aquel pelar y trocear le llevó un siglo, y el doctor Ryan no hacía más que intentar ayudarle, estorbándole y dándole consejos, como si él no supiese lo que estaba haciendo, lo que era más de lo que podía soportar el exasperado y sudoroso comandante.
—Oiga, ¿por qué no se sienta y me lo deja a mí? —explotó al fin.
Pero el anciano se había puesto también de mal humor. Probablemente tuviese hambre, aunque dijese que no la tenía. Además, había empezado a divagar… Pronto llegaría Fanny, decía, con su madre y su padre, les esperaba para Navidad. El comandante no sabía quién era Fanny. Supuso que debía de ser la esposa del médico, muerta, sin embargo, desde hacía cuarenta años o más. Pero no llegaba nadie, lo que, dadas las circunstancias, tal vez fuese mejor.
El médico pareció darse cuenta de que estaba molestando y se fue, pero regresó casi inmediatamente con dos vasos de vino y una botella de jerez. Así que tuvieron que beber y desearse mutuamente feliz Navidad… Sin embargo, mientras el pollo estaba en el horno y ellos esperando con una vaga desesperación (al comandante le había entrado también un hambre terrible, como si llevase días sin comer) a que aquel condenado pollo se hiciese de una vez, el viejo médico, aunque era evidente que estaba intentando ser amable con él, no hacía más que exclamar «¡Inglés sinvergüenza!». Lo que afligía considerablemente al comandante.
Pronto invadió la cocina un aroma tentador, el olor a pollo asado. Esto sólo consiguió agudizar más aún su hambre y su malhumor y, además, todavía quedaba muchísimo trabajo que hacer. Era el momento, calculó el comandante, de poner a hervir las verduras. ¿Habría que echarle sal al agua?
—¡Inglés sinvergüenza! —mascullaba malhumorado el médico. Pero, tras un repentino cambio de humor murmuró casi con ternura que el comandante no debía preocuparse, que la vida era un asunto efímero en el mejor de los casos, él tenía buenos motivos para saberlo, llevaba sesenta años ejerciendo de médico… Luego se fue al lavabo, pues el tiempo frío y el oporto que había estado bebiendo le provocaban incontinencia, y volvió diciendo que la gente es insustancial, en realidad, no perdura. El mismo ya no duraría mucho, pero eso era una ley de la naturaleza, el cuerpo se desgasta… El comandante tampoco duraría muchísimo más, pero había que aceptarlo y dejar sitio a los hijos y a los nietos… Él lo había aceptado porque no había tenido más remedio, hacía mucho, cuando era joven aún, de la edad del comandante. Pero aquí le interrumpió la necesidad de ir una vez más al lavabo, aunque había estado allí hacía un momento, y el comandante pinchó desesperadamente con un tenedor las patatas y las coles de Bruselas que estaban aún duras como piedras. Extraño, dijo el médico a su regreso, pensar que una mujer hermosa que parecía sólida, sólida como el granito, no era en realidad más sólida que la cerilla que enciendes, el brotar de una llama, oscuridad antes y oscuridad después… La gente es insustancial, no perdura… Y siguió divagando, mientras el comandante apretaba los dientes y pinchaba las verduras con el tenedor.
Por fin todo estuvo listo y se sentaron a comer en la mesa de la cocina. Brindaron una vez más y, en realidad, pensó el comandante cuando empezaron a comer, el guiso no estaba demasiado mal teniendo en cuenta las circunstancias, aunque las patatas tendrían que haberse hecho un poquito más. Pero el médico estaba cansado y comió muy poco, el vino le provocó sueño, sin duda. El comandante le ayudó a sentarse otra vez en su sillón de la otra habitación y arregló el fuego, rebajándolo con cisco húmedo para que durase toda la velada. Luego cortó un trocito de la pechuga del pollo y lo dejó en un plato junto al anciano con una copa de oporto, por si tenía hambre más tarde. El doctor Ryan estaba adormilado ya, con la cabeza apoyada en una de las orejas del sillón. El comandante se despidió y dijo que volvería al día siguiente y que tal vez llevase a Padraig. El anciano, sin abrir los ojos, emitió con un murmullo una leve respuesta que podría haber sido: «¡Inglés sinvergüenza!».
¡Edward le había pegado un tiro a Murphy con la escopeta! Se había vuelto loco y había intentado matar al viejo criado. No había sido capaz de soportar la presión.
El chaparrón duró toda la tarde, así que los caminos estaban flanqueados de charcos burbujeantes; las ruedas del Standard lanzaban grandes olas que salpicaban los setos y los muros de piedra. Pero los ojos del comandante estaban fijos en la serpenteante ruta que tenía delante, pendiente de cualquier signo de emboscada. Ninguna persona civilizada se escondería detrás de un seto en medio de un chaparrón pensando en la remota posibilidad de que pasara por allí un ex oficial del ejército británico. Pero ¿eran civilizados los irlandeses? El comandante no estaba dispuesto a arriesgar su vida dando por supuesto que lo eran.
Sin embargo, llegó al Majestic sin incidentes. Fue al entrar alegremente en el vestíbulo y verse rodeado de rostros pálidos y excitados cuando comprendió que había pasado algo. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo, así que durante unos instantes fue incapaz de comprender de qué se trataba. Edward había llamado a Murphy hacía más o menos una hora. Tras una discusión breve y acalorada, un estruendo terrible resonó en todo el edificio. Pocos minutos después Murphy había salido tambaleándose del salón de baile más muerto que vivo (aunque físicamente ileso) y estaba tumbado en algún sitio.
—¿Dónde está Edward?
—Aún está en el salón de baile. Pero sería mejor que no fuese usted allí.
—No hay problema. Probablemente fuese sólo un accidente. Trataré de hablar con él.
En el salón de baile había aún luz suficiente, gracias a la cúpula de cristal del techo, como para que el comandante viese a Edward sentado a su mesa en medio de la pista. Estaba escribiendo rápidamente en la primera hoja de una gruesa pila de papeles; tenía al lado muchas hojas arrugadas más, ya escritas. Mientras el comandante observaba, Edward llegó al final de una hoja, la echó a un lado sin esperar a que la tinta se secara e inmediatamente empezó a escribir en otra; la punta de la pluma hacía un leve ruido áspero, apenas audible por el estruendo sordo y constante de la lluvia que tamborileaba en la cúpula de cristal.
El comandante avanzó unos cuantos pasos. Esparcidos por el suelo de parqué alrededor de la mesa de Edward, había unos cuantos tintineantes tarros de mermelada, dos o tres de los cuales rebosaban ya. Pero todavía hacían falta más tarros de mermelada, porque en muchos puntos del salón se habían formado charcos relumbrantes.
—Edward —el comandante avanzó con precaución—. ¿Qué es todo eso que me acaban de decir de que le disparó usted a Murphy con la escopeta?
—¿Eh? Ah, es usted, Brendan. Tenga cuidado por dónde camina. Entra un poco de lluvia. Aguarde, buscaré algo de luz.
Cruzó hasta el piano de cola y volvió con varios candelabros que dispuso en batería alrededor de la mesa en que escribía. Prendió una cerilla y fue encendiendo una vela tras otra hasta que su escritorio brilló como un faro en la creciente oscuridad.
—Fue sólo un experimento. ¿Están alborotados por eso?
—Un poco, sí. No puede reprochárselo.
—Lo superarán. En cuanto a Murphy, tuvo que ser una conmoción, lo admito. No había otro modo de hacerlo. Pero le di un par de libras, así que supongo que no tiene ninguna queja. Estará perfectamente en una hora o dos.
Edward parecía tranquilo y satisfecho de sí mismo. Las luces de las velas, sin embargo, hacían destacar los surcos y arrugas de su rostro con intenso relieve, dándole un aire lívido y demente.
—Nunca se ha hecho antes. Nunca se ha medido, en realidad, es decir, respecto a la ciencia no ha existido, estrictamente hablando, hasta ahora. Muchos informes subjetivos, pero eso en ciencia no sirve. Si quiere usted mi opinión, Brendan, nadie se ha atrevido a hacerlo antes. En el libro de Cannon, La sabiduría del cuerpo, se habla de un hombre al que capturaron unos bandidos chinos y creyó que iban a matarle. Se le quedó la boca seca, claro, pero no se molestó en determinar cuánto… Supongo que era también un científico. De todos modos, parece comprensible.
—Quiere decir que amenazó usted a Murphy con dispararle.
—Él me creyó también. Se puso blanco como el papel. Tuve miedo durante un momento de que se me fuese a desmayar, lo que habría estropeado todo el asunto. Tuve que hablarle durante un rato para que pudiera recuperar el control de sí mismo, aunque no demasiado. Le dije lo primero que se me pasó por la cabeza, que su servicio había sido insatisfactorio y todo eso, y que había que resolver ese asunto. Luego apreté los dos gatillos. El ruido fue infernal, hasta yo me asusté. Había retirado la munición, claro, así que eran sólo los cartuchos. Aun así, cayó una nube de yeso del techo… —Señaló hacia un rincón de la habitación donde el comandante vio como una capa de nieve brillando en las sombras—. Hay que arreglar esto un poco.
Edward carraspeó y se levantó cuando las gotas de lluvia de una nueva gotera del techo cayeron en la zona iluminada y tamborilearon sobre el vientre blanco de la rana que estaba junto al tintero. Cogió uno de los tarros de mermelada del suelo, apartó a un lado la rana con él y volvió a sentarse.
—Después, dejé la escopeta y conseguí que escupiese toda la saliva que pudo en la probeta graduada. ¿Puede creerse usted que sólo produjo cuatro centímetros cúbicos? ¡Es increíble! Mire, eche un vistazo. Es posible que haya un poco más porque me temo que cayeron en el vaso unas cuantas gotas de lluvia sin que me diera cuenta.
El comandante miró dubitativamente la espuma blanca del tarro graduado.
—Estoy redactando un artículo para enviarlo a la Royal Society. Quizá le gustase verlo antes de que lo envíe.
—Sí, me gustaría —dijo el comandante.
Sobre ellos, contra el borborteo fluido y resonante de la oscuridad, la intensidad de la lluvia aumentaba.
—Siempre he querido hacer una aportación, aunque fuese pequeña —dijo Edward.
El comandante no dijo nada. Escucharon juntos el ruido constante y musical de las gotas que caían en los tarros graduados que les rodeaban.
Mil novecientos veintiuno. Siguió lloviendo casi sin interrupción en Año Nuevo. La mayoría de los huéspedes de temporada había desaparecido, manifiestamente insatisfechos con la estancia. Pero ¡oh, si hubiesen sabido (pensaba el comandante) hasta qué punto podría haber sido, fácilmente, muchísimo peor de lo que había sido! Él por su parte estaba tan endurecido que ya no le resultaba fácil preocuparse por cuestiones como habitaciones frías y comida fría, toallas sucias y sábanas húmedas. Además, aún no se le había olvidado del todo lo de que el perro Foch hubiese escapado por muy poco. Aquellas cosas, comparadas con la muerte misma, se volvían insignificantes.
A pesar de que seguía haciendo mal tiempo, Edward se negó a retirarse del salón de baile. El comandante se asomó unas cuantas veces para ver cómo estaba y le vio sentado allí, diseccionando tranquilamente un sapo debajo de un paraguas. Los tarros graduados habían proliferado a su alrededor, de manera que ahora, si se escuchaba con atención, se oía una sinfonía de gotas contra el rumor de fondo de la percusión de la lluvia. En cuanto al sapo, evocaba en el comandante, con absoluto horror, imágenes que aún veía en sus pesadillas. De hecho, pese a su similitud con un sapo podría haber sido mermelada de fresa sacada de uno de los tarros y extendida muy fina sobre la losa de mármol de Edward. Las señoras no tenían ya más recurso que apretar los dientes y sobrevivir lo mejor posible a las atroces semanas que mediaban entre Navidad y Pascua, y mantener la nariz por encima de la superficie de una manera u otra hasta que volvieran a los árboles las hojas verdes. A Padraig, hacía unos cuantos días que no se le veía. Aunque por entonces Dermot ya había vuelto al colegio con sus guantes de boxeo, los dos jóvenes auxiliares, Matthews y Mortimer, aseguraban que habían encontrado otro posible contrincante para él, el hijo de un granjero de la zona, un tipo que, aunque sólo tenía doce años, decían que se afeitaba dos veces al día. El comandante, por su parte, no podía evitar que el principio del nuevo año le llenase del optimismo irracional de un joven. Tal vez 1921 fuese el año en que se casase (con Sarah, naturalmente, ya que el matrimonio con cualquier otra era absolutamente inconcebible), pero aunque no lo hiciese (y no podía eludir el hecho desagradable de que por el momento no supiese siquiera dónde estaba ella), aunque no lo hiciese, era de todos modos un nuevo año. Era indudable que sucedería algo nuevo.
Además, cualquier nuevo año era un regalo que el comandante tenía la sensación de que en realidad no se merecía. Aunque el Weekly Irish Times no publicase ya aquellas fotos oscuras de hombres muertos en la primera página, por haber decidido ya los últimos rezagados si morir o vivir (y habiéndose muerto ya los que estaban muriéndose), aún tenía la misma sensación grata pero recelosa. «Debe procurar esforzarse por todos los demás, no sólo por usted», le había dicho una vez en el hospital un amable médico escocés, intentando inducirle a salir de las zonas frías de pesadumbre e indiferencia donde su mente había decidido perderse. Pero, por supuesto, eso era más fácil decirlo que hacerlo, sobre todo en el Majestic.
Siguió haciendo un frío gélido durante los días siguientes. Levantarse de la cama por la mañana y darse un baño con una corriente helada gimiendo por debajo de la puerta se convirtió en un calvario. Al comandante le castañeteaban los dientes y pensaba con desazón física en la luz del sol y en Italia. La gente hablaba poco durante este tiempo frío; las señoras se acurrucaban encogidas en pequeños bultos y apretaban los labios para preservar cualquier partícula de calor que hubiera en sus cuerpos. Llegó y pasó el día de Reyes, pero nadie pensó en retirar los adornos de Navidad. Había que mantener los brazos firmemente pegados al cuerpo durante aquellos días; alzarlos un instante podía significar que te traspasase la gélida espada de la neumonía.
No sólo fue una mala época para las damas. También Padraig estaba desesperado. Su padre había pensado darle empleo como aprendiz de oficinista en el despacho de un abogado de Dublín, una perspectiva que ninguna persona con sensibilidad podía soportar. Faith le explicó al comandante que Padraig andaba diciéndoles a las señoras que prefería vestirse con una capa escarlata y saltar desde las almenas del Majestic. El comandante le dijo que le dijera que ni se le ocurriera acercarse a las almenas, que no eran seguras. La fachada ornamental podía venirse abajo en cualquier momento.
Una brillante mañana de febrero, el comandante, ataviado con unos mitones y un pasamontañas, estaba sentado en el salón de huéspedes leyendo los desastres del día en el Irish Times. Alzó la vista y vio que había entrado Edward. Dio un brusco respingo. ¡Junto a Edward estaba Sarah! Pálida y tensa, parecía desgraciada. Edward miraba sin ver más allá de ella, pero movía los labios rápidamente como si le hablase en voz baja. Sólo permitió durante un instante, cuando llegaba al final de lo que estaba diciendo, que sus ojos se centraran en la cara de ella antes de retirarse a examinar una vez más los extremos vacíos de la habitación. Sarah estaba protestando amargamente por algo. El comandante bajó la vista y fingió estar absorto en el periódico. Sarah siguió hablando con Edward cerca del fuego unos instantes más. El comandante se dio cuenta de que su mirada se había posado en él una o dos veces, como si esperase el momento en que alzase la vista y sus miradas se encontrasen. Sin embargo, siguió escrutando el Irish Times, con el ceño fruncido de concentración. Luego se percató de que ella y Edward se alejaban de nuevo entre las sillas y las mesas camino de la puerta. Cuando se permitió por fin alzar la vista, ya no estaban allí. «¡Qué tonto soy! Habría sido mucho mejor que me hubiese acercado a ella y hubiese hecho algún comentario alegre y luego me hubiese ido otra vez, para que se diese cuenta de lo poco que significa para mí desde que le dijo a Edward lo de las cartas que le escribí».
Los experimentos de Edward languidecían una vez más. Su sapo, desplegado invitadoramente en la mesa de mármol, había sido devorado durante la noche por los omnipresentes gatos. Era evidente que no les había detenido el hecho de que hubiese estado marinado en formol, lo cual le había proporcionado un color negro azulado, más parecido a la mermelada de ciruela damascena que a la de fresa. Edward aún se sentaba entre sus libros e instrumentos, perdido en sus pensamientos, con la cara inexpresiva. Pero, a veces, su seriedad dejaba paso bruscamente a accesos de hilaridad; volvió a dedicarse a gastar bromas de carácter festivo. Para el comandante, que no tenía ningún sentido del humor, las bromas eran desagradables en el curso normal de las cosas; cuando hacía frío resultaban insoportables, no le quedaba a uno energía, la verdad, para lidiar con ellas. Sin embargo, se veía obligado a vigilar constantemente a Edward, con bromas o sin ellas; de hecho, tenía que seguirle, recorrer los helados pasillos, dar paseos por los terrenos del Majestic siempre que Edward iba a comunicarse con sus lechones, o pasar repetidamente por las ventanas del salón de baile para asegurarse de que aún seguía en su escritorio. La razón era, por supuesto, que tarde o temprano Sarah volvería a visitar a Edward. El honor exigía que el comandante aprovechase la oportunidad para hacerle algún comentario informal que indicase su indiferencia.
Los tres se encontraron de pronto en uno de los pasajes de altos setos de aligustre del Jardín Chino.
—Hola, Brendan —dijo ella con una sonrisa.
—Oh, hola… Has vuelto, ¿eh? —contestó con despreocupación el comandante, palideciendo. Aunque estaba preparado para aquel encuentro inevitable, le causaba una conmoción terrible. Estaba muy guapa con su abrigo de invierno de gruesa lana gris ribeteado con piel de rata almizclera, los dedos hundidos en un manguito de piel y las orejas tapadas con un gorro de piel. Miraba fijamente al comandante, desconcertándole. Para evitar su mirada se dio la vuelta y echó a andar en la misma dirección en la que ellos iban.
También pareció desconcertado durante unos instantes el propio Edward; estaba hablando con animación pero había dejado de hacerlo bruscamente al ver al comandante. Y parecía nervioso hasta que su mirada se posó en un bebedero de pájaros con la forma de una concha gigante ofrecida por una ninfa de cemento. Su cuerpo estaba desnudo, sin más vestimenta que algunos parches de liquen de un verde amarillento en el estómago y debajo de los brazos; tenía roto un pie y del muñón del tobillo salía un alambre oxidado. El comandante la examinó con fingido interés.
En la concha se había acumulado gran cantidad de nieve y Edward estaba formando diligentemente con ella una bola que hizo ademán de tirarle jocosamente a Sarah.
—¡Oh, por el amor de Dios! —murmuró ella irritada.
Un poco más allá llegaron a la balaustrada de la terraza desde la que podían ver la piscina helada. Las gemelas habían hecho un tobogán en el hielo deslizándose una y otra vez a lo largo de un sendero para hacerlo resbaladizo. Allí estaban entonces trajinando, con las faldas alzadas hasta las rodillas, bajando por la hierba escarchada y saltando por el borde de la piscina para patinar con los cuerpos graciosamente flexionados hasta el otro lado. Ellos se detuvieron un momento a observar este juego, luego Edward lanzó su bola de nieve cuando Charity saltaba hacia delante sobre el hielo. Aunque no le dio, la sobresaltó, le hizo perder el equilibrio y cayó sentada pesadamente. Edward se rió y no tardó en estallar una batalla de bolas de nieve. Sarah olvidó su malhumor y pronto sus finos dedos dejaron el calor del manguito para hundirse en la nieve gélida.
Al comandante no le gustaban nada estas cosas pero se unió a ellos a pesar de todo. Sarah y Edward estaban disfrutando tanto… Además, no quería que Sarah pensara que no sabía divertirse. Pronto recibió su recompensa. Una bola de nieve lanzada por una de las gemelas le alcanzó en la oreja y le provocó un zumbido en la cabeza. Se retiró ante esto, riendo como un buen deportista, pero molesto, sin embargo, tapándose con la palma de la mano el oído afectado. Faith se disculpó después: las gemelas habían aprendido en una escuela dura y ponían piedras en el centro de sus bolas de nieve. Pero la que había alcanzado al comandante iba dirigida a Sarah, no a él. Faith lo sentía muchísimo.
—Dios santo, ¿por qué a Sarah? —preguntó el comandante, asombrado de que una chica tan encantadora pudiese no agradarle a alguien.
—Oh, porque es una fresca puñetera —dijo Faith vagamente—. Anda siempre detrás de papá.
El comandante frunció el ceño entonces, para mostrar que desaprobaba la palabra malsonante. Lo frunció más tarde también cuando pensó en aquello. ¡Cuánto deseaba que fuese de él y no de Edward de quien anduviese detrás Sarah…!
¿Qué estaba pasando en realidad entre Edward y Sarah? Aún iba al Majestic con bastante frecuencia, pero tanto ella como Edward parecían siempre muy adustos últimamente. No se comportaban en absoluto como amantes. Aunque el comandante había demostrado ampliamente su indiferencia, aún no podía evitar andar pendiente de la pareja, con la esperanza de tener más oportunidades de demostrarla. Un día, cuando iba detrás de ellos por un pasillo oscuro, oyó exclamar a Edward: «¡Tú no eres la única mujer de Kilnalough!».
—¿Qué otra mujer te miraría a ti dos veces? —se mofó Sarah en un tono que el comandante reconoció demasiado bien. Después de eso dejó de ir al Majestic.
PROBLEMAS EN LA INDIA
El centro del creciente desasosiego indio parece haber pasado del Punjab a las Provincias Unidas. Aquí, en el distrito de Oudh, ha ido creciendo durante el mes pasado una grave agitación relacionada con la propiedad de la tierra. Ha dado origen a explosiones de violencia y las Provincias Unidas están atravesando hoy una crisis que no difiere de la que alcanzó su fase más aguda en Irlanda hace cuarenta años. La causa de todo el problema es el odio a los terratenientes y es indudable que los campesinos tienen muchas quejas.
El problema de las Provincias Unidas ha proporcionado una oportunidad excepcional al señor Gandhi. El objetivo de éste es la expulsión de los británicos de la India, y dará la bienvenida a la ayuda de los trabajadores del campo de Fyazabad tan efusivamente como si fuesen sijs del Punjab o brahmanes de Madrás. A menos que se resuelva la disputa rápidamente, la agitación conseguirá convencer a los revoltosos de que su verdadero enemigo es el Imperio británico…
Por todo el Punjab, en Delhi y ahora hasta en Calcuta, este «patriota» fanático ha proclamado su boicot al dominio británico. Ha transformado aldeas pacíficas en hervideros de intriga y sedición, y sus lugartenientes, con sus convincentes sofisterías, han incendiado la imaginación de los jóvenes indios con ideas locas. El señor Gandhi es el causante de los disturbios de su país. La India seguirá hirviendo de descontento mientras se le permita predicar su evangelio.
LA NECESIDAD SUPREMA
Irlanda está siendo reducida a polvo entre las dos ruedas de molino del crimen y el castigo. Para aquellos cuyo sentido del horror no se ha visto mermado por los acontecimientos recientes, el periódico de cada día se ha convertido en una pesadilla. El golpe mortal deliberado y la bala perdida en el ataque o la defensa no perdonan ni el sexo ni la edad. La noche del domingo fue asesinada en Mallow la esposa de un agente de policía y el propio agente quedó gravemente herido. Inmediatamente después, en un enfrentamiento con las fuerzas de la Corona, un hombre resultó muerto y siete resultaron heridos. La vida humana es más barata hoy en Munster que en México. La explosión de bombas se ha convertido en un sonido habitual en Dublín, donde ayer hubo otro ataque a un coche de policía en Merrion Square… Creemos que una petición nacional para que cesen el asesinato y la anarquía, hecha con una sola voz por nuestras iglesias, nuestros periódicos, nuestros organismos públicos, nuestros sindicatos agrarios, nuestras cámaras de comercio, sería el heraldo de un nuevo día de esperanza y paz para Irlanda.
El comandante estaba perfectamente insensibilizado a los horrores diarios de los que informaba el periódico. Había llegado a acostumbrarse a ellos lo mismo que había llegado a acostumbrarse con anterioridad a la descarga de artillería del amanecer. Suponía que todo llegaría a su fin algún día, de una manera u otra, porque la situación no era en modo alguno estática sino que, por el contrario, seguía empeorando. «Tiene que empeorar antes de que pueda mejorar», comentó una de las señoras que estaba habituada a mirar el lado positivo de las cosas. A principios de enero se informó de que el siniestro De Valera había vuelto a Irlanda desde América, viajando, según los diversos rumores, en un submarino alemán, en un hidroavión o en un lujoso yate. Poco después se habló de negociaciones de paz entre él y Lloyd George, pero pasaron unos días que se convirtieron en semanas y no se había oído nada más. En vez de eso, el comandante se felicitó por no haber cedido al deseo de ir al teatro a Dublín; un hombre que estaba sentado en el patio de butacas del Empire había recibido un tiro en el pecho mientras veía la pantomima La casa que construyó Jack. El anuncio del espectáculo del Irish Times llevaba el lema: «Ni un instante de aburrimiento desde que se alza el telón hasta que se baja». Entre tanto el equipo de criquet inglés seguía perdiendo partidos internacionales en Australia por márgenes inmensos.
A mediados de febrero apareció en el Majestic una joven viuda. Se llamaba Frances Roche. Aunque no exactamente bella, era una señora joven agradable, sin aires ni finezas, el tipo de persona en la que uno se siente inclinado a confiar instintivamente. Su marido había muerto al principio de la guerra dejándola en una posición desahogada, un hecho que le otorgaba un prestigio considerable en el Majestic. Pero ella no se aprovechaba de eso. Era igual de amable con la empobrecida señorita Bagley que con la rica señorita Staveley. Ciertamente, provocó ciertas críticas porque en determinados aspectos tendía a ser «moderna» y a carecer de refinamiento. Pero fue bien recibida en términos generales.
Había llegado acompañada de su madre, la señora Bates, que era en todos los aspectos una versión más vieja y más corpulenta de ella misma, aunque mucho menos moderna. Era, sin embargo, muy callada. Escuchaba y sonreía, pero difícilmente se la oía pronunciar una sílaba. Siempre había más escasez de oyentes que de hablantes en el Majestic, y la nueva señora Bates (a diferencia de la vieja señora Bates que se había caído del taburete antes de Navidad y hacía mucho que había pasado a mejor vida) era tan popular como su hija. Pero fue por la hija, claro está, por la que un día empezó Edward a mostrar interés.
El comandante tardó un tiempo en darse cuenta de lo que Edward se proponía, en parte porque le resultaba imposible creer que algún hombre en su sano juicio pudiese preferir a la señora Roche, por encantadora que fuese, antes que a Sarah (pero luego recordó el comentario burlón que había oído y llegó a la conclusión de que Edward estaba considerándolo un reto); y en parte, también, porque el método del galanteo de Edward era bastante extraño, pues consistía en insinuaciones tan discretas que resultaban prácticamente imperceptibles para todos menos para él. Por ejemplo, trataba a la señora Roche con decorosa ceremonia y entablaba, sin embargo, largas conversaciones con su madre, las cuales pronto se convirtieron (dado que la señora Bates sólo se permitía una esporádica sonrisa o un movimiento de cabeza en señal de asentimiento) en una serie bastante frenética de preguntas y respuestas, todas aportadas por el propio Edward. «Ah, veo que está usted interesada en ese cuadro de allí —decía si la mirada de la señora Bates se apartaba de su rostro—. Muestra al rey Guillermo cruzando el Boyne después de la famosa batalla… con el humo del fondo y demás… —Y luego, moviendo la cabeza—: Se estará preguntando usted por qué era exactamente todo eso, supongo, aparte del aspecto religioso. Bueno, me temo que ahí me ha cogido usted. Tenemos que preguntarle a Chico O’Neill. Seguro que él lo sabe todo». «¿Siempre tenemos un invierno tan duro en Kilnalough? Bueno, déjeme ver: si no recuerdo mal, el año pasado y el año anterior…», y así, sucesivamente.
La presencia de Edward a la hora de cenar había pasado a ser extremadamente errática. Lo más probable era que se contentase con comer con el plato en las rodillas en cualquier lugar del hotel en que Murphy, portando una bandeja, diera la casualidad que le encontrase. Pero en aquella época aparecía puntualmente e incluso adquirió el hábito de acompañar a la señora Roche a una silla del extremo de la mesa en que él se sentaba, desalojando así a la anciana señora Rappaport y haciendo que ésta se sentara en la mesa del comandante. Estaban demasiado lejos para hablar entre ellos, por supuesto, pero su posición…, ¡uno a cada extremo de la mesa!, les daba un aire tal de estar en famille que a Edward le resultaba claramente embarazoso que se hiciesen tan patentes sus intenciones. Para su evidente sorpresa, Frances Roche no mostró el menor indicio de que se diese cuenta de ellas, charlando amigablemente como hacía siempre con las señoras que se sentaban a ambos lados. No había el menor asomo de rubores ni de mareos ni de miradas tiernas (algunas de las miradas que le dirigían a Edward las señoras, por otra parte, habrían agriado la leche). ¿Era la señora Roche un poco estúpida tal vez? Puede que Edward se lo hubiese preguntado. Es indudable que, como científico, debería haber sabido que las señoras jóvenes no funcionaban ya, psicológicamente hablando, de la misma forma que cuando él era joven: no se desmayaban en una situación difícil («en realidad —pensaba lúgubremente el comandante—, la joven moderna era más probable que te pegase un puñetazo en la mandíbula»). Pero la señora Roche parecía que no se daba cuenta de que estaba en una situación delicada.
Edward no estaba llegando a ninguna parte. Le gustase o no, tendría que hacer más brutalmente francas aún sus insinuaciones si quería resolver aquel problema. Así interpretó, en realidad, el comandante el hecho de que Murphy recibiese orden de colocar la sopera y los platos en el extremo de la mesa de la señora Roche, de manera que tuviese que servir ella la comida. Y ella sirvió la comida, con las pupilas dilatadas de Edward fijas en sus rasgos vulgares, intentando hallar en ellos algún rastro de conciencia. Pero la señora Roche servía aquel caldo traslúcido que humeaba levemente en un plato tras otro, como si estuviese haciendo la cosa más natural del mundo, algo que no dejaba de ajustarse, por otra parte, a la realidad.
Edward estaba empezando ya a desanimarse y cavilaba sombríamente en su extremo de la mesa. El comandante se daba cuenta de que estaba desconcertado. Daba pena. Pero, luego, el comandante pensó en Sarah y endureció su corazón mientras volvía a rebuscar con un suspiro en el guiso acuoso de su plato un trozo de carne que fuese apropiado para el gato anaranjado de la señora Rappaport, que sentado en su taburete le miraba con ojos ácidos e inexpresivos.
La maniobra siguiente fue llevar a la señora Roche a pasear por la tarde en el Daimler. Estos paseos tendían a ser tediosos y repetitivos porque, con el país tan revuelto, no era prudente alejarse mucho. Solían estar presentes las gemelas, reclutadas para hacer de carabinas de su padre al precio de violentas escenas y enfurruñamientos. Se hacían comentarios sarcásticos sobre las bellezas del campo. Peor aún, las gemelas se habían convertido recientemente en especialistas en el tema de las relaciones sexuales, gracias a un volumen forrado con papel marrón que les había prestado uno de los jóvenes auxiliares. Tendían a adoptar, en consecuencia, una visión desengañada de todas las relaciones entre hombres y mujeres, y esta visión se extendía, incluso, a los paseos vespertinos de su padre en el coche. «Oh, por el amor de Dios, cógela, papi —oía el comandante asombrado que Faith le susurraba a su hermana—. ¡Túmbala de espaldas, es lo que ella quiere!».
Pero Edward, por supuesto, no hacía nada de eso y, gradualmente, aunque la señora Roche continuó sentándose al otro extremo de su mesa, los paseos en coche de la tarde disminuyeron en frecuencia y acabaron olvidados.
«Uno necesita de vez en cuando escapar de la compañía de las mujeres a un lugar del que las mujeres estén excluidas. A menos que tenga hermanas o proceda de las clases más bajas, un joven inglés es probable que crezca exclusivamente entre varones. En una etapa posterior de la vida no está sencillamente acostumbrado a una elevada dosis de compañía femenina. Y es indudable que, si el caballero inglés es respetado en el mundo entero por su cortesía con el sexo más delicado, es debido a que procura proveerse de un espacio en el que pueda estar solo en compañía de otros hombres». Estas cosas pensaba el comandante una noche de helada iluminada por la luna mientras estaba sentado en la sala de armas con Edward.
Había un gran silencio. No se movía nada en la casa ni en los árboles de fuera. Edward miraba absorto al fuego, disfrutando de un raro instante de tranquilidad. De repente, una hojita de roble de yeso blanco se desprendió de una corona en el oscuro techo ornamental y se hizo pedazos en las baldosas junto a los pies de Edward. Esto le sobresaltó y le hizo mirar al techo.
—Tenemos que hacer algo realmente con este viejo edificio, Brendan. Necesita urgentemente reparaciones. No se puede uno quedar con los brazos cruzados dejando que las cosas se vengan abajo.
El comandante alzó las cejas dubitativamente pero no dijo nada. Se acordó de la indiferencia que Edward mostró con el trozo de la fachada que casi había aplastado al perro Foch. En comparación con aquello, la desintegración del yeso del techo era trivial. Pero Edward había empezado a interesarse por lo que estaba diciendo.
—Hay tantas cosas que están mal en este lugar que no tiene nada de raro que recibamos quejas de algunos de los huéspedes (porque recibimos quejas, Brendan, a veces). Sólo Dios sabe cuándo fue la última vez que dimos una mano de pintura y empapelamos las paredes, por no mencionar cosas como arreglar ventanas rotas y sustituir algunas de esas cortinas viejas que han invadido las polillas… También hay que echar un vistazo al tejado, tengo entendido que cayó una auténtica cascada de agua por una de las escaleras del servicio durante aquellos días de lluvia que tuvimos por Navidad. Y, por supuesto, hay que volver a colocar allá arriba esa M… Resulta absurdo tal como está… «AJESTIC»… ¿Quién ha oído nunca semejante palabra?… Y asegurarse de que no se caiga ninguna de las otras letras… Al fin y al cabo, si uno ha de dirigir un hotel, hay que procurar que sea un hotel bueno, ¿no le parece?
—Estoy completamente de acuerdo —dijo el comandante con un suspiro, dudando de que el entusiasmo de Edward durase lo suficiente como para convertirse en acción—. Yo diría que lo primero que habría que hacer es asegurarse de que no le caiga a alguien un trozo de pared en la cabeza.
—¡Por supuesto! Ahí está el asunto. Poner de nuevo en pie este viejo edificio. Podríamos limpiar la piscina y tal vez conseguir que ese condenado generador «Haz Más» vuelva a funcionar…
—Y quizá los Baños Turcos —añadió el comandante, al que en ese momento le apetecía tomar un baño turco y estaba dispuesto a incorporarse al fantaseo de Edward. Éste estaba hablando en serio, sin embargo.
—Los Baños Turcos podrían plantearnos un pequeño problema, en realidad. Intentamos ponerlos de nuevo en marcha hace unos años pero fue un desastre. Las calderas se estropearon y antes de que nadie se diese cuenta de lo que estaba pasando media docena de huéspedes habían sufrido congestión térmica… Hubo que sacarlos de allí, cocidos como langostas…
—Bueno, tenemos que hacer algo con el Patio de las Palmas antes de que socave los cimientos. Y la pista de squash…
—Ah, sí, y la pista de squash. Por supuesto tendría que encontrar otro sitio para los lechones, pero eso no es difícil. En realidad, este lugar tiene todos los servicios, lo único que hace falta es arreglar las cosas. Aunque, tal como está el país, tal vez no sea éste el mejor momento para que venga aquí gente de Inglaterra. Con un poco de suerte, a principios de temporada deberían estar controladas las cosas… He oído que el Castillo de Dublín tiene un plan para empezar a fusilar fenianos por lista hasta que dejen de atacar a la policía… Podríamos poner un anuncio en The Times y hacer algo con las pistas de tenis. Es una lástima que no se utilicen.
Edward se había puesto ya de pie y le brillaban los ojos de entusiasmo. Mientras hablaba, tintineaban las monedas sueltas que tenía en el bolsillo, lo que hizo que el comandante se preguntase de dónde saldría el dinero para toda aquella espléndida reconstrucción. Pero el entusiasmo de Edward era contagioso. ¿Cómo era posible que no hubiese pensado antes en todo aquello? No lo entendía. ¡Había abierto los ojos! El Majestic no era ninguna fantasía. Era una cosa sólida. ¡Estaba allí! Tenía todo lo necesario, tenía, en realidad, más que la mayoría de los sitios: tenía luz eléctrica. Incluso tenía una reputación firmemente asentada como un lugar lujoso y elegante…, empañada, sin duda, pero una reputación de todos modos.
El comandante escuchaba, dubitativo de nuevo, cómo hablaba emocionado Edward. A sus pies, Rover se agitó y ladró temerosamente, atisbando con ojos ciegos en la oscuridad amenazadora que le rodeaba. ¡Pobre perro! El comandante bajó una mano tranquilizadora para acariciar aquella oreja sedosa ansiosamente alzada. Rover se permitió tumbarse de nuevo en el suelo y bostezó, emitiendo un aroma aterrador.
Edward estaba demasiado excitado para dormir. Era todo lo que el comandante podía hacer para impedirle iniciar allí inmediatamente una excursión por el edificio, cuaderno en mano, sacando de sus camas a albañiles y carpinteros, fontaneros, pintores y vidrieros. Cuando el comandante subió poco después las escaleras hacia su cama, dejó a Edward vagando de una habitación silenciosa y dormida a otra, alzando candelabros para mirar con ojos inspirados las paredes cubiertas de telarañas y las polvorientas cortinas de brocado que, después de todos los años que llevaban allí colocadas, aún brillaban oscuramente con su grueso hilo dorado, tejido en la tela gastada y polvorienta, como el hilo de la esperanza que va desde la juventud hasta la madurez.
Edward siguió moviéndose por la casa, caminando silenciosamente como un fantasma, mirando y mirando, con el corazón latiendo con fuerza y los ojos llenos de lágrimas. Se sentó en el brazo de un sillón, como si estuviese borracho, inundado de entusiasmo, mirando a su alrededor, mirando aquella casa que en cierto modo no había visto realmente nunca. Y continuó durante un rato sentado allí con lágrimas de alegría rodando por las mejillas, pensando en su esposa, en Angela y en su amigo el comandante. Estuvo sentado allí hasta que las velas quedaron reducidas a finas obleas líquidas de cera. De pronto, le asaltó el pensamiento de que debería dar un baile, un baile espléndido, el tipo de baile que se celebraba allí en los viejos tiempos. Su emoción alcanzó nuevas alturas. ¡Eso señalaría el renacimiento del Majestic! Tenía que ir y decírselo al comandante inmediatamente, despertarle si era necesario. Se celebrará en el Majestic de Kilnalough un Baile de Primavera. Se solicita el placer de su compañía… Le encantó la delicadeza formal de esta frase. El placer de su compañía.
Del parque llegó, apagado, el grito solitario y estremecedor de un pavo real. Por un instante el sonido de aquel grito le perturbó…, doloroso, desesperado. Cuando se puso de pie, un movimiento amenazador surgió de las sombras tenebrosamente balanceantes. Pero no era más que uno de los miembros de la multitud de gatos, que andaba por allí con la finalidad de cazar o aparearse en el interminable bosque de mobiliario del Majestic.
Una noche de finales de marzo Edward y el comandante estaban juntos en el vestíbulo; este último fumando un delgado puro habano, el primero sin apartar la vista receloso del camino. El comandante vestía impecablemente un frac y una corbata blanca. Era evidente que tanto él como su sastre eran hombres de gran distinción. También Edward llevaba un frac, pero de corte más antiguo, lo que era extraño si se tiene en cuenta lo mucho que cuidaba normalmente de su apariencia. Además, los contornos de su cuerpo habían cambiado un poco con el paso de los años transcurridos desde que el sastre había hecho su trabajo: los años se revelaban en las señales de tensión horizontales donde la parte superior de los pantalones rodeaba el estómago, en la garra severa con que la chaqueta le apretaba los hombros de una axila a otra, empujando los brazos hacia fuera de un modo pingüinesco. Sin embargo, era una figura imponente. El frac se correspondía con sus rasgos leoninos, curtidos y marcados, a los que daba una perspectiva civilizada. Hacía que pareciese al mismo tiempo fiero e inofensivo, un león en una jaula. Hasta el clavel rojo que llevaba en el ojal causaba una cierta sorpresa al verlo puesto en la persona de Edward, era como si se estuviera de pronto ante un boxeador profesional que llevase una flor en la oreja.
—Parece que ahí viene alguien.
Por el camino subía un Bentley y daba una amplia vuelta, a ritmo de paseo, por delante de la estatua de la reina Victoria. En las ventanillas se veía un pálido atisbo de rostros que miraban hacia el hotel.
—Esto es muy raro. Se dan la vuelta y se van. No creerá usted que habrán cambiado de opinión en el último momento, ¿verdad?
Pero el comandante no contestó. No estaba preocupado porque algunos huéspedes no se decidieran a entrar allí fuera en la oscuridad. Estaba escuchando atentamente. ¿Acababa de oír unos graves y ominosos maullidos procedentes de algún lugar remoto del interior del edificio?
¡Aquellos condenados gatos, cuántos problemas habían causado! Primero intentaron echarlos de las plantas superiores con palos de escoba, barriéndolos de las habitaciones y llevándolos a lo largo de los pasillos y por las escaleras hasta el patio. Pero es imposible controlar un rebaño de gatos; cada uno de ellos decide adónde quiere ir. Se empieza con una grey peluda enorme, aterrada y resentida. Pero luego, rápidos como el rayo, dan la vuelta o se cuelan por entre las piernas o saltan por encima de la cabeza de uno en un relampagueo, se suben por las cortinas o encima de un armario ropero y se sientan allí y te escupen cuando intentas alcanzarlos con tu palo de escoba y el resto de la grey se dispersa. Puede uno sentirse afortunado si consigue acompañar hasta la puerta a un viejo guerrero color naranja lleno de cicatrices, al que probablemente vuelva a encontrar esperando en lo alto de las escaleras, porque se ha colado otra vez por una ventana rota o por el tubo de una chimenea.
—Vaya, parece que vuelven.
El Bentley había reaparecido en la medialuna de grava iluminada, dando lentamente marcha atrás, tras haberse encontrado con un inmenso De Dion-Bouton en el estrecho camino. Ambos automóviles pararon esta vez y descendieron de ellos sus ocupantes, así que Edward abrió la puerta y se desplazó hacia las escaleras con una sonrisa de bienvenida en los labios. El comandante volvió a oír a lo lejos, mientras le seguía, aquella ominosa música ratonera, y recordó la idea genial de Edward: «¡Hay que traer los perros del patio e instalarlos en las plantas superiores, eso nos librará de los malditos gatos!». Bueno, lo habían probado, por supuesto. Pero había sido un completo fracaso. Los perros se habían dedicado a andar por allí incómodamente en pequeños grupos, haciendo pocos esfuerzos por perseguir a los gatos pero defecando monstruosamente en las alfombras. Y de noche ladraban como almas en pena, sin dejar dormir a nadie. Al final se les había vuelto a llevar al patio, meneando el rabo de alivio. Estaba muy claro que aquello no era lo suyo.
El comandante estrechaba manos repetidamente y sonreía cuando le presentaban a alguien. Llegaban más vehículos. Sonaban alegremente las bocinas. Los Hammond, los FitzPatrick, los Craig con hijo y nuera, los Russell de Maryborough, los Porter, los FitzHerber y los FitzSimon, las chicas de los Maudsley, Annie y Fanny, de Kingstown, la señorita Carol Feldman, los Odlum y los O’Brien, los Alien y los Douglass y los Prendergast y los Kirwan y los Carrutherse y la señorita Bridget O’Toole… Al comandante empezó a darle vueltas la cabeza y se le quedó inmovilizada la sonrisa.
«No se mata a tiros a los gatos —pensaba mientras su mano cansada estrechaba la de sir Joshua Smiley y hacía una cordial inclinación a su fea camada de hijas—, no se mata a tiros a los gatos; a otros cuadrúpedos los puedes matar a tiros sin reparos, pero a los gatos, no». De todos modos, ¿qué otra cosa se podía hacer? Había que librarse de aquellas benditas criaturas de un modo u otro (la distante música ratonera se estaba haciendo intensa entre tanto; sonaba como un coro completo de machos, podía oírlo perfectamente incluso por encima de la barahúnda de los clientes que llegaban)…
Así que un día él y Edward se armaron de valor para subir las escaleras con revólveres. El hedor a eucalipto de los gatos era apabullante, hasta tal punto se había apoderado de las plantas superiores. Ay, los chillidos eran terribles, desquiciantes, como si una matanza de niños se estuviese llevando a cabo, pero había que hacerlo por el bien del Majestic.
A Edward esos días le temblaba una mano; erró completamente el tiro varias veces, a pesar de sus largas horas de práctica en el campo de tiro que había abajo junto a la casa del guarda. Sólo en dos ocasiones dio a los gatos contra los que disparó. Fue el comandante quien tuvo que localizar a los gemebundos animales y rematarlos. Todo esto creó un desastre terrible: sangre en las alfombras, allí para siempre, imposible de eliminar, sesos en las colchas, manchas canallescas en las paredes e incluso en el techo. Edward, en su nerviosismo, tiroteó un par de cristales de las ventanas y provocó que una gran voluta de yeso con las palabras «Semper fidelis» cayese a plomo contra el suelo, llevándose con ella una jardinera medio podrida con alegres azafranes de primavera de una de las habitaciones de las damas situada dos plantas por debajo. Edward, disculpándose por su mala puntería, había insistido en recoger todos los cadáveres y meterlos en un saco que había llevado con ese fin. Después de recogerlos entre los dos se echó el saco al hombro y bajó las escaleras. El comandante le siguió, tintineando en la palma de la mano los casquillos de metal vacíos. Cuando llegaron a la segunda planta, el saco estaba soltando ya gotas de un rojo oscuro. Por suerte la alfombra también era roja. Las gotas apenas se notaban.
La sonrisa del comandante se había convertido ya en una dolorosa mueca. Una persona tras otra; saludaba a todo el que se presentase delante de él del mismo modo mecánico. Aunque el Káiser Bill le hubiese estrechado de pronto la mano probablemente se habría limitado a sonreír y murmurar: «Me alegra mucho que haya podido venir». Pero de pronto, abruptamente, el comandante sobresaltó a la corpulenta y venerable lady Devereux (una prima segunda del virrey) con una brillante sonrisa y una exuberante salutación. Acababa de comprender en aquel momento qué era aquel maullar aterrador que había estado perturbándole tanto: era sólo la orquesta que estaba afinando los instrumentos en el lejano salón de baile. Afinado todo a la perfección, o tan cerca de ella como podría uno pedir, todos ellos se juntaron finalmente e interpretaban un animado vals, cuyas notas llegaban gratamente al vestíbulo. Al oír este sonido, muchos de los huéspedes, que fueron recibidos por lacayos alquilados que llevaban bandejas de champán, y que se demoraron charlando más sombríamente de lo que se esperaba, se alegraron un poco, como si pensasen que algo que estaban temiéndose pudiese, al fin y al cabo, no resultar tan malo como habían supuesto. Se produjo entonces un movimiento perceptible, un aventurarse hacia el interior lejos de aquella antecámara amistosa, hacia la suave noche de primavera.
Pero al comandante aún seguían estrechándole repetidamente la mano. «Hay aquí un público realmente espléndido. Puede que no resulte tan mal después de todo. —Y luego musitó—: ¿Por qué la gente de fuera es siempre mucho más distinguida que la gente de Irlanda? —Sus ojos se posaron en la figura lustre del señor Robert Cumming, un visitante de Carolina del Norte, que charlaba con el señor Russell McCormmach y la bella señorita Bond de Escocia—. ¡Qué corteses y distinguidos son! (Hacen parecer bueyes a los irlandeses). ¡Con qué naturalidad visten su ropa de etiqueta! ¿Qué será de toda esta gente maravillosa? —se preguntó, mirando extasiado el rostro encantador de la señorita Bond, sus ojos claros y su sonrisa deliciosa, a la alegre y encantadora señora Margaret Dobbs que acababa de entrar en aquel momento, los jóvenes rostros que giraban en torno a él—. ¿Qué le pasa a esta gente? Nunca se hacen viejos, es indudable. Se desvanecen de pronto un día. Se convierten por arte de magia en algo diferente, totalmente diferente. De manera que en cierto momento hay una joven encantadora y en el momento siguiente otra criatura, tan diferente de ella como una rana del renacuajo que era antes. ¿En qué nos convertiremos todos nosotros?», cavilaba (incluyéndose, porque, al fin y al cabo, sabía que también él era muy apuesto). Y esta pregunta no contestada le dejó de un humor melancólico que le resultaba bastante grato, porque era, claro está, un problema que no tenía que afrontar inmediatamente. (Un día desapareceremos. ¡Pero en este momento qué encantadores somos!).
Llegaron Ripon y su esposa y, mientras Edward les recibía, tan tieso como si se tratase de gente a la que apenas conociese, el comandante llegó a la conclusión de que su optimismo respecto al éxito del baile de Edward tal vez había sido prematuro. La gente joven era maravillosa, por supuesto, pero había ¡tan poca! Y los jóvenes eran absolutamente vitales, el comandante lo sabía por experiencia, para el éxito de un baile.
En ese momento llegó un gran número de jóvenes apuestos. La gente de más edad que aún estaba en el vestíbulo se volvió para mirar a aquellos recién llegados y se sintieron alegres de nuevo. La presencia de la juventud, reflexionó el comandante, levantaba muy a menudo el ánimo (aunque a regañadientes) de la gente mayor. Pero el comandante no estaba demasiado animado, aunque su mano derecha estuviese agradecida por la oportunidad de hacer un descanso. Para recibir a aquellos jóvenes bastaba con un seco movimiento de cabeza. Edward había invitado aproximadamente a dos docenas de los ex oficiales que había entre los auxiliares, y aquella escasez crónica de jóvenes que padecía Europa se sentía también allí en Irlanda (cuyas clases dirigentes no habían esperado, en cierta medida, al reclutamiento obligatorio que nunca llegó). El resultado era éste: uno tenía que arreglárselas con los jóvenes que habían sobrevivido, fuesen de la calidad que fuesen.
—Estás encantadora, querida mía.
Charity le tiraba de la manga. Ella y Faith llevaban dos vestidos de un espléndido miriñaque blanco con aros; algo demasiado anticuado incluso para proceder del guardarropa de Angela, y que habían descubierto, con gritos de entusiasmo, guardado en un baúl olvidado, que había dejado atrás algún huésped de otra época. La experiencia que habían adquirido disfrazando a Padraig había dado a las gemelas una idea de las posibilidades espectaculares de las prendas de vestir; en vez de enfurruñarse ante la perspectiva de no estar a la moda se habían puesto a trabajar con hilo y aguja, con el resultado de que si sus rostros hubiesen sido lo suficientemente serios y tristes podrían muy bien haber pasado por las elegantes y endogámicas hijas de un rey español loco.
—Es la abuelita. Se ha puesto terriblemente terca. Y no hay manera de convencerla.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Ven, por favor, e inténtalo. ¡Debes venir, Brendan! Será demasiado vergonzoso. Todo el mundo se morirá de risa…
El comandante accedió a regañadientes; quería estar por allí para recibir a Sarah cuando llegase. Tras echar un vistazo rápido fuera para asegurarse de que no venía, siguió a Charity por las escaleras hasta la suite de habitaciones que ocupaba la señora Rappaport en la primera planta. La vieja dama estaba sentada muy derecha delante del tocador, con una doncella muy nerviosa a su lado.
—Bueno, señora Rappaport, ¿qué es esto que he oído de que está usted en peligro? ¡Nunca en mi vida he oído una historia semejante! Puedo asegurarle que nadie se propone tocarle ni un solo pelo de la cabeza.
La anciana dama llevaba un vestido largo de terciopelo negro que (según había oído el comandante) había formado parte de su ajuar pero que ella consideraba que no había utilizado lo suficiente; la tela era completamente impropia para el clima de la India, pero cuando ella y su marido regresaron al clima más templado de las islas Británicas, se había esfumado ya su juventud, llevándose con ella la mayoría de los actos sociales para los que podría haber sido apropiado. Curiosamente, sin modificación alguna, seguía quedándole perfectamente (a diferencia del traje del pobre Edward). Esto sólo podría atribuirse a su hábito implacable de sentarse muy derecha y prescindir de todo género de intemperancia. Resultaba extraño pensar que las proporciones de su cuerpo siguiesen inalterables dentro de todo aquel terciopelo negro, unas proporciones que, como era de suponer (difícilmente habían sido su dote), le parecerían en otros tiempos irresistibles al viejo general Rappaport.
La doncella, Faith y Charity le miraban expectantes, esperando que hiciera un milagro. Él dejó de mirar el espléndido colgante que la vieja dama llevaba alrededor de su marchito cuello y fijó la vista con un suspiro en la gastada pistolera de cuero que colgaba del cinturón que se había colocado alrededor de la cintura aterciopelada. Cogió una silla y se sentó frente a ella, repitiendo en tono tranquilizador que no había, en realidad, ningún peligro, absolutamente ninguno. Además, aunque hubiese habido alguno, entre los asistentes al baile había todo un pelotón de jóvenes policías. ¡Que un solo feniano se atreviese siquiera a estornudar y ya vería! Sería esposado en un abrir y cerrar de ojos al piano de cola más cercano.
—Sé razonable, Brendan —suplicó Faith, al borde de las lágrimas—. Ella no tiene ni la menor idea de lo que le estás diciendo. ¿No puedes ponerte firme con ella? Va a acabarse el baile antes de que encontremos alguien con quien bailar…
—Escucha, estoy haciendo todo lo que puedo —replicó el comandante, ofendido—. Además, si tú vas a interrumpirme… Por qué no bajáis y le decís a la señorita Archer que suba. Ella sabrá lo que hay que hacer, espero. O a la señora Roche si no podéis encontrar a la señorita Archer.
Las gemelas no necesitaron que lo dijese dos veces. Apretaron sus miriñaques para poder salir por la puerta y corrieron hinchadas como globos bajando las escaleras de tres en tres. El comandante se volvió a la señora Rappaport. Eran muy pocas las nuevas ideas que conseguían ya penetrar en su mente, y cuando una lo conseguía tendía a preocuparla. Fue sumamente desafortunado, por tanto, que cuando alguien le mencionó ocasionalmente los «disturbios» unos días antes, su mente retrocediese a sólo Dios sabía qué solitario puesto militar indio en medio de ninguna parte con una chusma de nativos a las puertas vociferantes, gesticulantes, desesperadamente indignos de confianza; fue necesario distribuir armas entre las mujeres, enseñarles a utilizar un revólver y recordarles que debían reservar la última bala para ellas mismas. Y ahora, sesenta años después, en la única noche que importaba en muchos años, la anciana dama recordó su elemental adiestramiento militar, buscó el revólver de su difunto marido y, con labios temblorosos, se lo ciñó a la cintura.
Mientras el comandante razonaba con ella amablemente y acercaba más su silla con la intención de desarmarla cuando fuese el momento adecuado, el odioso gato anaranjado saltó ágilmente fuera de la sombrerera en la que había estado durmiendo, se estiró voluptuosamente y se encogió para saltar de nuevo sobre el regazo de la anciana. Se aposentó allí, tapando la hebilla del cinturón que el comandante tenía la esperanza de poder abrir. Fijó en el comandante una mirada agria y hostil. Parecía una situación desesperada. Pero en ese momento llamaron a la puerta y entró la señorita Archer, seguida de la señora Roche, las dos serenas y capaces.
—No se le puede permitir que baje llevando eso porque si no las gemelas se morirán de vergüenza —explicó el comandante y luego se fue apresuradamente, dejando el asunto en sus manos.
Desde aquel momento de inspiración de Edward en que vagó por el edificio a la luz de una vela hacía un mes se había hecho muchísimo trabajo en el Majestic. Los zapatos de baile de charol del comandante pisaban ya una alfombra nueva con varillas nuevas en la escalera, una alfombra gruesa y de un rojo sangre (lo que era una buena cosa, ya que a medida que bajaban por ella se apreciaba que el saco de los gatos había derramado por allí más copiosamente su mórbido líquido). Ciertamente, esa alfombra acababa abruptamente al alcanzar el primer descansillo y daba paso a la vieja, gastada y descolorida… Pero en teoría podría haber acabado justo al doblar la primera curva de la barandilla, el último punto que podía divisarse desde cualquier parte del vestíbulo, a menos que se subiese uno en una silla. Era un tributo al carácter generoso de Edward el que no se le hubiese ocurrido una idea tan mezquina. Además, aunque los asistentes subían a veces las escaleras sin que se les invitase a hacerlo, sólo por curiosidad, no tenían en realidad por qué subir hasta allí.
El comandante se detuvo un momento al pie de las escaleras y examinó el vestíbulo, que, aunque estaba vacío en aquel momento, se hallaba brillantemente iluminado, en primer lugar por la áspera luz de la antorcha que había sido sacada de su soporte de hierro junto a las escaleras, empapada y encendida como si diera una llameante bienvenida a los asistentes; en segundo lugar por un gran candelabro de noventa y seis brazos que había sido anteriormente convertido en eléctrico y que ahora, con el fallo del generador «Haz Más», había vuelto a su antigua forma: se habían ablandado y encajado velas donde había sido necesario, en las puntas sin vida de los portalámparas. Además, se habían colgado por todas partes quinqués con cristales coloreados y en la gran chimenea abierta ardía un fuego de leña.
Todo este derroche de luz lo recogían y reflejaban las baldosas enceradas y pulidas del suelo (que habían sido rejuntadas concienzudamente para que no tintineasen bajo los pies); la luz brillaba en las mejillas doradas de los querubines, que fueron desempolvados y que sostenían espejos (que estaban, sin embargo, desconchándose aún por detrás de su cristal pulimentado). Los grandes sofás que había arrimados a las paredes fueron arrastrados hasta las escaleras una mañana y se sacudieron con un sacudidor de alfombras, lo que hizo que se elevase una niebla gris tan densa como para enmascarar el sol y convertirlo en un pálido disco ámbar, hasta que finalmente no se alzó ya más polvo. Los sofás brillaban ahora con un tono rojo cereza oscuro bajo las hojas de roble doradas y las borlas, y podía uno sentarse en ellos sin estornudar. La superficie de la mesa de la recepción parecía un estanque de agua oscura; si alguien se hubiese apoyado en ella para firmar el registro, habría visto sus propios y distinguidos rasgos mirándole como si se tratase de un antiguo retrato muy barnizado.
La mirada del comandante volvió de nuevo, con cierta inquietud, hacia la llama danzarina de la antorcha al pie de las escaleras. No estaba acostumbrado a que se permitiese que ardiera una llama sin protección, en medio de una habitación, aunque estaba bastante segura y firmemente fijada, y después de todo, abajo había baldosas y encima sólo el vacío en espiral de la escalera. A la altura de su codo, cerca de la antorcha, el rostro graciosamente inclinado de Venus había adquirido una pícara vitalidad con el baile de luces y sombras. Cuántos problemas había tenido, caviló el comandante, para conseguir restaurar la delicada y brillante pureza del mármol blanco; aquel depósito de polvo que le había ido creciendo como cabello negro en la cabeza y en el cuello, en los hombros y en las laderas de los pechos, se había abierto camino también en las hendiduras de aquella parca vestimenta marmórea suya que no alcanzaba a vestirla. ¡Completamente imposible llegar hasta ella con un plumero! Pero Edward y él, fanáticos y perfeccionistas, decidieron que tenía que estar blanca como la nieve; no se conformarían con menos. Así que convocaron a Seán Murphy y entre los tres, con los ojos desorbitados y las venas hinchadas, la alzaron de su pedestal y la llevaron hasta la puerta, y con ella a cuestas bajaron hasta las cocinas y entraron en la lavandería, donde estaban esperándola las criadas con cepillos de fregar y un humeante baño jabonoso. Ellas se pusieron a trabajar, ruborizándose y riéndose disimuladamente y tomando el pelo a Seán Murphy como si lo que estaban haciendo fuese algo indecente. Luego, enjuagada y secada y envuelta en toallas limpias, volvieron a ponerla en su sitio.
¡Su limpieza de primavera había sido divertida! El comandante sonreía recordándolo. Pero su sonrisa se desvaneció cuando su mirada vagaba por el brillante tablero de ajedrez blanco y negro del suelo de baldosas, porque sobre una blanca que quedaba en el centro mismo del vestíbulo había una gorda rata gris. Sobresaltada por el movimiento del comandante, se refugió casi inmediatamente debajo de uno de los sofás y se perdió de vista. El comandante frunció el ceño y se dirigió al salón de baile. Aquello era algo que no habían previsto cuando subieron a recoger su lúgubre cosecha de gatos. ¡Aquellos gatos no habían estado alimentándose del aire! Fluía por la casa una corriente gris constante de alimento: ratas de las bodegas y del estanque, ratones del campo y del pajar. Un gato, aunque sea salvaje e incontrolable, siempre puede hacerse pasar por un animal doméstico, pero las ratas no. Afortunadamente aún había un residuo considerable de apetito en los pisos más altos. Tal vez las ratas se mantuviesen ocultas hasta que acabase el baile y se marchase todo el mundo.