LOS HORRORES DEL BOLCHEVISMO
Terribles experiencias de damas irlandesas
El representante de Reuter acaba de tener una entrevista con dos muchachas irlandesas, las señoritas May y Eileen Healy, recién llegadas a Londres, después de haber escapado de Kieff sólo con la ropa que llevaban puesta (finos trajes de lino).
Cuentan una terrible historia de vesania bolchevique, de la que fueron testigos presenciales. Dijeron que la tensión mental había sido atroz, hasta el punto de que una de ellas, la señorita Eileen Healy adelgazó siete kilos.
«En un edificio lateral, una especie de garaje, había una pared cubierta de sangre y sesos. En medio había un canal o drenaje, lleno de sangre congelada, y allí mismo, fuera en el jardín, ciento veintisiete cadáveres desnudos y mutilados, incluidos los de algunas mujeres, que habían arrojado a una fosa…
»Diez bolcheviques ocupaban habitaciones contiguas a las mías. Había un hermoso salón lleno de muebles valiosos. Noche tras noche organizaban allí orgías beodas de un carácter indescriptible con mujeres a las que traían de la ciudad, y yo permanecía en la cama con la puerta cerrada hasta que me quedaba dormida de puro agotamiento…
»El terrorismo de los rojos es muchísimo peor que cualquier cosa que yo haya leído, y a aquéllos de este país que crean que lo que cuento es exagerado yo sólo les diría que vayan y lo vean por sí mismos.
LA PSICOLOGÍA DEL TRIUNFO
Análisis del mariscal Foch
En una conversación con un representante del Echo de París, el mariscal Foch dijo que él había ganado la guerra evitando emociones innecesarias y conservando toda su fuerza para poder dedicarse así en cuerpo y alma a su tarea. «La guerra exige una mente ingeniosa, siempre alerta y un día llega la recompensa de la victoria. Que no me hablen de gloria, belleza, entusiasmo. Eso son manifestaciones verbales. Sólo existen hechos y sólo los hechos son de alguna utilidad. Un hecho útil, que me satisfizo, fue la firma del armisticio».
El mariscal Foch dijo como conclusión: «Sin intentar sacar a colación milagros sólo porque se otorgue a un hombre visión clara y porque después resulte que esa visión clara ha determinado movimientos preñados de enormes consecuencias en una guerra formidable, yo sostengo, de todos modos, que esta visión clara procede de una fuerza Providencial, en manos de la cual uno es un instrumento, y que la decisión victoriosa emana de lo alto, por la voluntad superior y divina».
Mil novecientos veinte. Una, dos, tres semanas de enero transcurrieron (tiempo frío, gris, niebla en las calles, nieve sucia bajo los pies) antes de que el comandante encontrara por fin otra carta de Sarah apoyada junto a las tostadas en la mesa del desayuno.
«Querido comandante —escribía—, hizo usted mal en leer aquella carta a pesar de que yo le dije que no lo hiciera. Estaba enferma cuando la escribí y tenía fiebre, como estoy segura que le decía. Pero no tiene usted por qué esperar que me disculpe, ya que me tomé la molestia de advertirle de que no la leyera. Si encontró en ella algo que no le gustó la culpa es suya. Respecto al señor Mulcahy, lamento mucho haber hecho burla de él pues es un tipo de persona bastante decente y yo exageré muchísimo. En cuanto a lo de ser salvada de la piara de cerdos irlandeses, como usted comentaba, puedo asegurarle que no hay realmente ninguna necesidad de eso pues ellos y yo estamos muy de acuerdo (quizá porque yo también pertenezco a esa piara). Por otra parte, en lo referente a Londres, estoy muy satisfecha de estar donde estoy. Sin embargo, debo agradecerle su oferta porque, aunque impropia, estoy segura de que la intención era buena».
«Ah —pensó el comandante, escarmentado—, se ha enfadado conmigo y piensa, sin duda, que siento desprecio hacia Kilnalough. Tal vez hubiese falta de tacto en mi carta». Y rápidamente escribió para disculparse, suplicándole que perdonase su falta de tacto. ¿No satisfaría ella de todos modos su curiosidad? Le devoraba el deseo de saber en qué había desembocado el asunto de Máire y Ripon. ¿Y qué era lo que las gemelas le habían hecho al padre O’Meara? ¿Y cómo estaba aguantando Edward toda aquella tensión?
Lo único que ella sabía (le respondió Sarah) era que Ripon y Máire estaban viviendo en Rathmines con un «pequeño» de camino. ¿Se había escapado él en mitad de la noche con su prometida? ¿Había sido expulsado de casa de su padre sin un penique? Nadie lo sabía con seguridad, pero circulaban en Kilnalough varias historias. De acuerdo con la que ella creía cierta (o le gustaba creer que lo era, en realidad), Ripon medio se había escapado y medio había sido expulsado. Lo que había sucedido (según esta historia) era que Edward le había dado una suma de dinero, le había llevado en coche a la estación de ferrocarril y le había metido en el tren para Dublín con órdenes estrictas de permanecer allí y no hacer ninguna tontería hasta que él, Edward, hubiese arreglado el asunto en Kilnalough. Hecho esto, había quedado en encontrarse con el señor Noonan en el Majestic para arreglar las cosas. Ripon, por su parte, había permitido que el tren le llevase hasta la siguiente estación del trayecto. Allí, tras una larga discusión, había conseguido finalmente que el jefe de estación le devolviese el resto del importe del billete hasta Dublín. Luego había regresado a toda prisa a Kilnalough, había saltado el muro del jardín de Noonan provocando un desmayo a la pobre Máire (ella pensó que se trataba de un quincallero), la había reanimado, la había informado de que estaba liberada (había sido «confinada en los cuarteles» por un padre de mentalidad castrense), la ayudó a hacer la maleta, sobornó a un individuo que estaba parado en la entrada al que supuso uno de los criados de Noonan (pero que sólo era un transeúnte que se había parado allí) y huyó por último con ella a la estación mientras su padre aún seguía en el Majestic. Según todas las versiones (o más bien, según esta versión concreta) el jefe de estación de Kilnalough estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón cuando el joven Ripon, al que había visto salir hacía poco en el último tren de Dublín, apareció a tiempo para coger el siguiente, en compañía de una dama oculta tras un grueso velo y cuyas amplias proporciones y rosados tobillos sugerían que tal vez no fuese imposible que se tratase de «cierta persona», y no diría más; pero cuando estaba ayudando a esa dama del velo a subir al vagón del tren, había captado «un soplo de algo no diferente al cloroformo…, aunque, en fin, no estoy diciendo con eso que fuese cloroformo ni tampoco que no lo fuese, por supuesto, ¡pero se parecía muchísimo!». Y, bueno, ésa era la historia que el comandante podía creer si le gustaba, y dado que los ingleses (o «el enemigo», como ella prefería considerarlos) eran tan literales, y siendo en particular el comandante tan literal como un pedazo de masa, ella no tenía la menor duda de que lo creería todo.
En cuanto a la agresión de las dos gemelas al padre O’Meara, se trataba de otra historia que el comandante podría probar a digerir. Al valeroso y digno padre O’Meara se le había metido en la cabeza visitar un día a Ripon, al que había estado preparando espiritualmente (el comandante, al ser un «protestante asqueroso» no entendería la necesidad de esto, estaba segura) para el matrimonio que se proponía contraer con la hija del molinero. Cuando iba subiendo en bicicleta por la entrada, pasó al lado de dos chicas idénticas de rostro tan radiante que al principio las había tomado por «ángeles del cielo» (se dice que esto lo explicaba más tarde, cuando se hallaba aún en estado de conmoción). Sin embargo, una de ellas hizo un comentario desagradable y él percibió enseguida su error y siguió pedaleando hasta dejarlas atrás, fuera de su campo de audición, preocupado en particular por el hecho de que una chica tan joven conociese tales palabras, aunque fuese hábito de Dios, frecuentemente observable aquí abajo, mezclar lo limpio y lo sucio, lo bueno y lo malo.
Antes de llegar a la puerta de entrada se había encontrado a Ripon en la orangerie, dedicado al parecer a reprender a una azorada muchacha con uniforme de doncella que había olvidado, sin duda, alguna tarea doméstica (aunque ella, Sarah, tenía su propia opinión sobre lo que el muy granuja estaba haciendo). Parece que Ripon se sorprendió mucho y le propuso dar un «paseo». Al padre O’Meara le resultaba difícil ir a su paso, pero después de los primeros cien metros o así el ritmo aminoró y Ripon le hizo unas cuantas preguntas distraídas sobre el catecismo. Luego, con cierta brusquedad, dijo que tenía que irse y se fue sin acompañar siquiera a su visitante de nuevo hasta su bicicleta. El bondadoso sacerdote, admitiendo para sí que se sentía más en su elemento con la etiqueta eclesiástica que con la social, perdonó prestamente al muchacho. Tras considerarlo detenidamente, perdonó también a la joven que le había dirigido aquella obscenidad. Con la mente ya en paz, regresó adonde estaba su vehículo y bajó pedaleando por el camino.
Según parece, aunque las versiones de esta versión concreta de la historia difieren, el desastre se abatió sobre él en algún punto del camino situado antes de llegar a la salida. Parece ser que iba pedaleando y se vio de pronto inmovilizado por un lazo que le lanzaron desde las ramas bajas de un roble. Según la versión más dramática de esa versión, se vio arrancado del sillín y quedó colgado y balanceándose suavemente en el aire mientras la bicicleta continuaba sola hasta ir a estrellarse en una mata de rododendros. Pero es más probable que el lazo corredizo no le alcanzase a él (por suerte, pues podría haberle desnucado) sino al sillín, cerrándose rápidamente y haciendo que la bicicleta se detuviese de una forma brusca, y el padre O’Meara resultase lanzado violentamente por encima del manillar. Aunque aturdido por la caída, se mostró dispuesto a jurar que cuando intentó torpemente ponerse en pie vio dos rostros angelicales que sonreían y le miraban desde arriba. Era un asunto para la policía, sin duda alguna. Se presentaron acusaciones de agresión en el juzgado, así como contra acusaciones de allanamiento (Ripon aseguró a su padre que el sacerdote no tenía nada que ver con él) y robo (habían sido arrancadas algunas manzanas de los árboles de la pomarada). Se estaban considerando también otros cargos y, si hubiese habido allí un juez para escucharlos, este súbito brote litigioso podría haber llegado a hacerse tan denso y confuso como para convertirse, en el plazo de unos cuantos días, en algo absolutamente irresoluble. Pero no había tal juez. El representante del opresor extranjero había recibido una serie de cartas amenazadoras del IRA y se había retirado prudentemente. Se esperaba que uno nuevo tomara posesión del cargo pero en ese impás andaban recorriendo las calles en libertad delincuentes de todo pelaje, incluidas las gemelas. De hecho el padre O’Meara se había enterado con satisfacción de que mientras él estaba aún quitándose la grava de sus arañadas palmas de las manos el padre de aquellas dos chicas violentas les había desnudado el trasero y azotado como si fuesen chicos; la noticia de esta retribución le apaciguó un poco. Sarah, por su parte, aunque debía confesar que las «odiosas diablillas» tenían cierto carácter, se identificaba plenamente con el desdichado sacerdote. Con aquellas dos chicas, decía, las cosas tenían por costumbre empezar de una forma divertida y acabar dolorosamente.
Bueno, ¿había satisfecho eso la curiosidad del comandante? Si quería oír las otras versiones, tendría que venir a Kilnalough, porque a ella le dolía ya la mano de tanto escribir. Y, bueno, en cuanto a su interés por Edward, no se habían visto últimamente… Desde la muerte de Angela, ella no tenía ya ninguna razón para ir al Majestic. De hecho, estaba aburrida, horrorosamente aburrida, y deseando que el comandante la entretuviera. «¡Diviértame, querido comandante, diviértame!». La vida era insoportable en Kilnalough.
Pero ¡un momento! Ella tenía una idea. El comandante debía contestar y decirle exactamente si creía las historias sobre Ripon y las gemelas o no. Debería hacerlo inmediatamente. Era esencial, porque así ella sabría qué clase de hombre era el comandante. Aunque, por supuesto, en realidad, eso ya lo sabía. De todos modos, debía escribirle y decírselo. Y, por cierto, tal vez le visitase en Londres finalmente. Había una posibilidad de que fuese a una clínica de Francia durante una temporada. Sus piernas habían mejorado mucho y casi había dejado de ser ya la «miserable inválida» que conoció el comandante. Pensaba en él todavía, a pesar de las cartas insulsas que le había escrito, con afecto y siempre suya.
El comandante no sabía qué hacer respecto a aquella carta. Si decía que creía las historias sobre Ripon y las gemelas, ella le acusaría de ser «tan literal como un pedazo de masa». Si decía que no, era casi seguro que le acusase de no tener sentido del humor ni imaginación. Después de deliberar unos días contestó diciendo que se creía alguna de las partes (y disfrutaba con las otras). Todo lo que recibió como respuesta fue una postal. En ella se le acusaba de haberse inclinado por una solución de compromiso, cautelosa y típicamente británica. Y concluía con las palabras: «¡Yo desprecio las soluciones de compromiso!».
Durante el período en que tenía lugar esta correspondencia la tía del comandante seguía manteniéndose en una etapa intermedia entre la vida y la muerte que a él le resultaba sumamente insatisfactoria. Cuando había tenido la primera hemorragia se había contratado a una enfermera de noche, una dama sombría de mediana edad que tenía la costumbre de instar a su tía a «afrontarlo con valor, querida mía», comentando que «el dolor de madame no durará siempre», o informándola de que su «única esperanza está en el Señor», mientras aportaba discretamente la cara para comer sin cesar durante toda la noche. Aunque la mayoría de los comentarios de esta mujer tenían un tono religioso y pocos de ellos eran consecutivos, hablaba de cuando en cuando de otras muertes que había presenciado, invariablemente las de damas de buena posición. Una de ellas, una tal señora Baxter, había «muerto en brazos de Jesús». Otra le había dado alimentos que no eran adecuados. Otra más tenía unas hijas muy bellas que «se iban a bailar mientras su madre agonizaba». Una historia que repetía con frecuencia era la de la encantadora y joven señora Perry, que padecía una tuberculosis muy avanzada, y cuyo marido, insaciable y bestial, había seguido exigiendo sus derechos maritales hasta el final mismo, obligándola a ella a abandonar la habitación de la enferma durante horas seguidas, de manera que con mucha frecuencia no se le permitía volver a confortar a aquella pobre víctima (que no se quejaba, sin embargo) casi hasta el amanecer. Mientras contaba esto, dirigía miradas sombrías al comandante como si él fuese el responsable.
Lo cierto es que esta historia le causó una impresión muy dolorosa al comandante. Se imaginó a la encantadora señora Perry y a su marido de una forma completamente distinta. Estaba seguro de que se amaban apasionadamente. ¿Qué otro motivo podría haber tenido el marido para hacer el amor a una mujer con tuberculosis? El acto físico del amor continuaba siendo el único frágil puente entre los dos. El comandante imaginaba las lentas noches de desesperación. Se preguntaba si el marido habría albergado también la esperanza de caer enfermo de tuberculosis. Una noche tuvo un sueño torturador sobre la señora Perry y a la mañana siguiente se sintió tan afectado que fue a ver a la enfermera de noche y la despidió con el salario de un mes. Pensó: «La verdad es que aún soy un hombre joven. Tengo tiempo suficiente para volverme morboso cuando me haga viejo».
Más o menos por entonces leyó sobre el asedio del cuartel de la policía real irlandesa de Ballytrain, media docena de policías desbordados por una horda inmensa de fenianos, un centenar de ellos, lo mismo que los derviches en Jartum. Edward les había llamado criminales individuales que andaban a la caza de lo que pudiesen conseguir. ¡Nunca, pensó el comandante con una sonrisa, nunca se había visto a tantos criminales individuales juntos en un sitio!
El comandante había invitado a Sarah a quedarse un tiempo en casa de su tía cuando pasase por Londres, camino de Francia. ¿No se consideraría esto impropio?, quiso saber ella. ¿Qué pensaría su tía? El comandante contestó que su tía no vería nada impropio en el hecho de que Sarah estuviese con ellos. En realidad, actuaría como dama de compañía (la única preocupación del comandante era que la anciana, después de haber sobrevivido tanto tiempo, muriese prematuramente ahora que eran necesarios sus servicios). Así que Sarah acabó llegando.
El comandante, hundido en un cenagal de desánimo, la mente tan seca y árida como la nieve helada del suelo de las calles, había estado esperando su llegada con indiferencia, incluso con un vago temor. Pero Sarah pareció haber dejado el lado malicioso de su carácter en Kilnalough. Era tan cariñosa y franca, estaba tan emocionada de encontrarse en Londres, tan evidentemente impresionada por los aires de autoridad y distinción del comandante en aquel nuevo entorno cuando se colgaba de su brazo (la seguridad con la que caminaba entonces le asombró) que enseguida se sintió desarmado. En los restaurantes tenía miedo a «desentonar». El comandante no debía dejarla utilizar el cuchillo y el tenedor equivocados porque se moriría de vergüenza.
Y ¿cómo era posible que todos los comensales (¿cómo lo conseguía el propio comandante?) pareciesen tan cómodos y tranquilos delante de aquellos camareros augustos? Era un misterio para ella. ¡Y las señoras llevaban unos atuendos tan encantadores! ¿No se sentía el comandante avergonzado de que le viesen con un espantapájaros como ella? Todo lo contrario, el comandante estaba encantado de que le viesen con una muchacha tan bonita.
Las tiendas espléndidas, las calles elegantes… Divertido y conmovido por el entusiasmo de ella, el comandante se sorprendió viendo Londres con unos ojos nuevos y menos hastiados del mundo. Era absolutamente cierto, Londres podía ser un lugar muy atractivo si uno se permitía apreciarlo. A última hora del día, después de cenar, se sentaron a hablar delante del cálido fuego. Hablaron un rato de Kilnalough. El comandante estaba esperando oír más cosas del Majestic, pero Sarah no tenía nada que añadir a sus cartas. Ripon y Máire se habían casado ya y vivían en Rathmines, pero ella no sabía más que eso. Creía que Edward y Ripon no tenían ya ninguna relación. Había habido peleas terribles, pero ella no conocía los detalles. Hacía muchísimo que no veía a Edward, añadió, mirando fijamente las brasas brillantes de la chimenea. Y luego hizo una mueca y dijo que no quería hablar de Kilnalough, quería que el comandante le hablase de sí mismo. Y entonces el comandante, sintiéndose extrañamente en paz, se encontró con que se ponía hablar de la guerra. Poco a poco, empezaron a volver a él nombres y rostros al azar. Le habló a Sarah primero de una o dos cosas curiosas que habían sucedido: de un joven soldado al que habían encontrado muerto en su litera y que la única lesión que habían sido capaces de descubrir en él había sido un dedo roto; le habló de las conversaciones amistosas que tenían a gritos con los alemanes por encima de la tierra de nadie; de un hombre de un regimiento del comandante al que le habían volado una pierna y que se había sentado en el cráter de un obús y se había cosido él mismo las arterias y había sobrevivido. Estuvo contándole a Sarah incidentes que habían permanecido hasta entonces inmovilizados en un bloque de hielo. Estimulado por la cálida comprensión de ella podía hablar de cosas que apenas había sido capaz de repetirse a sí mismo hasta entonces. Un poco borracho y cansado, sentado allí delante de la luz vacilante del fuego de la chimenea, la burbuja de amargura de su mente empezó poco a poco a disolverse y corrieron por sus mejillas lágrimas en recuerdo de todos sus amigos muertos.
A la mañana siguiente Sarah partió hacia Francia. Le dijo al comandante que le enviaría su dirección.
El comandante le había escrito a Sarah una carta enorme, llena de confidencias, atestada de comentarios poéticos sobre la vida y el amor y todos los demás temas de este mundo. ¡Había encontrado por fin alguien con quien hablar! Había encontrado alguien que le entendía y compartía su visión de las cosas de este mundo. Todo aquello que por falta de un oyente había sido incapaz de decir durante los últimos cuatro o cinco años fue saliendo de su cabeza en un torrente de tinta negroazulada, todo a la vez. Las hojas de papel de las cartas llegaron a ser tantas que no cabían ya en un sobre normal y, no obstante, aún seguía teniendo más que decir. Cuando acabase, se vería obligado a envolverlo todo en un paquete de papel de estraza. No es que estuviese precisamente esperando a terminar la carta (porque el tipo de carta que el comandante estaba escribiendo raras veces se termina voluntariamente antes de que la parca nos ordene posar la pluma); su problema era más práctico que estético: no podía enviar su carta a Sarah por entregas porque ella había olvidado mandarle su dirección. Cuando fue pasando el tiempo, cuando el invierno se convirtió en primavera, el comandante fue perdiendo cada vez más la esperanza de que ella se acordase y rectificase su olvido. La riada de confidencias acabó reduciéndose a un hilo y finalmente se secó del todo. El comandante volvió a sentirse una vez más melancólico y sensible. Y el mundo gris volvió a ser tan gris como había sido siempre. A su debido tiempo murió su tía.
Mientras tanto, en Irlanda, los disturbios se sucedían intermitentemente, la situación mejoraba, luego empeoraba. El comandante no era capaz de verle sentido al asunto. Era como lanzarse al mar en una barquita: el movimiento de las olas hacía que fuese imposible saber lo que había recorrido uno en el agua; lo único que se podía hacer era mirar atrás para ver lo lejos que quedaba la costa. Así que en el caso de Irlanda lo único que se podía hacer era mirar atrás, hacia los días pacíficos de antes de la guerra. Y esos días parecían estar ya lejos, muy lejos.
DESCONTENTO INDIO
Informe de lord Hunter
Los periódicos indios recibidos por el correo indio, dice Reuter, contienen más información sobre las actas de la Comisión Hunter que está investigando los disturbios indios del último año. El tres de diciembre el capitán Doveton, que dirigió la aplicación de la ley marcial en Kasur, aunque admitió en su declaración haber ideado algunos pequeños castigos, castigos menos graves en la forma que las penas habituales de la ley marcial, negó que ordenase que algunas personas fuesen pintadas con cal, o que hiciese a la gente escribir en el suelo con la nariz…
Sir Chiman Lal Setalvad volvió a la cuestión de lo que se pensaba sobre la ley marcial. «¿Dice usted que a la gente le gustaba la ley marcial?», preguntó.
«Muchísimo», fue la respuesta del testigo.
Sir C. Setalvad: «¿Dice usted que a la gente le habría gustado que se hiciese prácticamente permanente?». «Daba esa impresión».
«¿Le dijeron eso, que los juicios sumarios eran cosas que les gustaban?». «Les gustaba que se juzgase a la gente por la ley marcial, sin ningún derecho a apelar. Preferían eso a que se gastase dinero en apelaciones».
Interrogado sobre lo que se decía de que se obligó a mujeres de carácter disoluto a presenciar la aplicación de penas de flagelación, el testigo dijo que era una tergiversación, aunque no fuese deliberada.
A continuación, el capitán Doveton dijo que respecto a su orden de exigir a los convictos que tocasen el suelo con la frente, él había oído que antes se hacía eso. No pretendía que fuese humillante.
El general Barrow dijo entonces, dirigiéndose a lord Hunter, que el testigo era un joven oficial que cumplía con su deber esforzándose el máximo posible en unas condiciones difíciles, pero que no era un delincuente.
El comandante regresó a Kilnalough a mediados de mayo, esperando lo peor. Desde principios de año el número de incidentes violentos había aumentado de forma constante. Acababa de publicarse una relación oficial de «atentados» atribuidos al Sinn Féin y el comandante la había leído con preocupación: cifraba el número total de asesinatos en el primer cuarto de año en treinta y seis; de «disparos contra personas», en ochenta y uno; se habían producido trescientos ochenta y nueve asaltos para conseguir armas, y había habido cuarenta y siete incendios provocados. Cansado del viaje, y nervioso a pesar del aspecto pacífico y familiar de la estación de Kilnalough, el comandante se sobresaltó mucho cuando alguien le posó una mano en el hombro. Se volvió rápidamente y se encontró la cara risueña y amistosa del jefe de estación, que quería informarle de que el doctor Ryan estaba esperando fuera en su automóvil y le llevaría al Majestic.
Con el doctor Ryan había un joven de dieciséis o diecisiete años, de pelo negro y rostro pálido y bello. El médico, al que apenas se le veía la cara, cubierta por una bufanda y un sombrero negro de ala ancha, murmuró una presentación. Era su nieto Padraig. Iban a tomar el té en el Majestic, añadió malhumorado, y Edward les había pedido que… En resumen: «Entre, hombre, hay sitio de sobra. Ya hemos esperado bastante».
Pronto empezaron a desfilar junto a ellos los largos y descuidados setos del Majestic; más allá se extendían los bosques, húmedos y espesos. Había un aire de desolación en aquel lado de la carretera que contrastaba con los muros de cantería y los campos limpiamente arados del otro lado. Pero un poco más allá hasta los campos de cultivo degeneraban; sin arar, los prados sin ganado, los patatales abandonados a las malas hierbas que tan vorazmente devoraban la tierra en el húmedo clima de Irlanda. Junto a una entrada que conducía a uno de aquellos campos de cultivo había un hombre de abrigo raído, parado, inmóvil como una roca, con los ojos fijos en el suelo. Ni siquiera los levantó cuando pasaron ellos. «¿Qué hacía aquel individuo allí plantado, inmóvil en un campo vacío, mirando al suelo?», se preguntó el comandante.
Edward debía de estar observándoles, porque apenas giraron con un leve derrape y se detuvieron junto a la estatua de la reina Victoria bajaba corriendo las escaleras a recibirles. El primero que salió del coche fue el comandante, Edward le estrechó la mano con firmeza, moviendo la boca pero incapaz de decir más que «¡Mi querido amigo!». Luego saludó a los demás.
Mientras Edward saludaba al doctor y a su nieto el comandante tuvo la oportunidad de ver cuánto había cambiado desde la última vez que se habían visto. Tenía la cara mucho más delgada y los contornos del cráneo más pronunciados; también en la conducta parecía extrañamente tenso, exageradamente alegre y voluble después de que finalizaran los saludos iniciales, y, sin embargo, al mismo tiempo parecía cansado y receloso, mientras se dedicaba a extraer al viejo del asiento delantero del automóvil (el doctor Ryan estaba cansado también, al parecer, pero su nieto resultaba tan ágil como una gacela). Edward, mientras tiraba con energía de los débiles miembros forcejeantes del médico, dijo que tenía que enseñarles una cosa, algo que les parecería magnífico, algo que estaba realmente fuera de la órbita normal del Majestic, algo que constituía, de hecho, una iniciativa nueva para él y para el hotel y que quizá, quién sabía, acabase siendo desde un punto de vista comercial el fundamento de algo grande. En una palabra, tenían que ir mientras aún hacía buen tiempo (si no les importaba aplazar el té por unos minutos), y deberían ir todos, antes de que empezase a llover, a ver… a sus cerdos.
El muchacho, Padraig, que se había permitido parecer ligeramente interesado ante aquel extravagante preámbulo, frunció los labios lúgubremente y no pareció nada emocionado con la perspectiva de ir a ver unos cerdos. En cuanto al doctor Ryan, pareció claramente enojado (o tal vez no había tenido tiempo aún de recuperarse de la indignidad de que se le sacara de su asiento a rastras por las solapas). «Ah, los cerdos —masculló malhumorado—. Vaya, hombre». Sus pesados y arrugados párpados se cerraron.
Apareció Rover, el viejo podenco, y olfateó la pernera del pantalón del comandante.
—Mire, le reconoce —exclamó alegremente Edward—. Reconoces a tu viejo amigo Brendan, ¿verdad, muchacho?
El perro meneó el rabo débilmente y, cuando se pusieron en marcha, siguió tras ellos, con el largo pelo del vientre apelmazado con barro seco.
Cuando doblaron la esquina de la casa, rasgó el silencio un grito prolongado que helaba la sangre.
—¿Qué demonios…?
—Los pavos reales —explicó Edward—. Normalmente sólo gritan al oscurecer o después de caer la noche. Me pregunto qué les pasará.
—Va a ponerse a llover otra vez en cualquier momento —dijo quejumbrosamente el doctor Ryan.
—¿Y dónde están, los pavos reales? —quiso saber Padraig—. ¿Podría coger unas cuantas plumas?
—Por supuesto. Recuérdamelo después del té.
El comandante miró hacia el mar, sobre el que una formación de nubes negra y enorme avanzaba hacia ellos procedente de la invisible costa galesa. Iba a llover.
—Tienen unas plumas hermosas, esas aves —musitó en voz alta—. ¿Por qué chillarían así?
La zona de aquel lado del hotel, explicaba Edward a Padraig, seguidos por el viejo que cojeaba tras ellos, hosco y malhumorado, unos cuantos pasos por detrás, era donde los huéspedes se divertían en los viejos tiempos. ¿A que era muy adecuado para ese propósito el hecho de que descendiese en una serie de amplias terrazas hacia el mar? Cada terraza había sido reservada para una actividad de recreo distinta. Aquel prado verde y llano por el que estaban pasando en aquel momento había sido reservado para el clock-golf y los bolos; el de abajo, para el tenis sobre hierba, una docena de pistas separadas, todas ellas de excelente calidad y, como las pistas de suelo duro de alrededor de los garajes, formando un ángulo que hacía que el sol poniente nunca deslumbrara al jugador. Y funcionaba, suponiendo, claro está, que ninguno de los invitados se viese impulsado por el deseo irracional de levantarse y hacer algo de ejercicio antes de, digamos, las once y media de la mañana (pero pocos de ellos, si es que alguno lo había hecho, añadió Edward con una risilla agria, se habían quejado de que les fastidiara el sol del amanecer, o eso tenía entendido, al menos). El suelo de aquellas pistas, el sistema de drenaje y la propia hierba habían sido importados de Inglaterra, instalados especialmente y con enorme cuidado con el objeto de emular el césped paradisíaco que cubría las pistas en Wimbledon. Edward podría haber continuado con su explicación pero en ese momento Padraig localizó un pavo real sentado en el muro roto que bajaba culebreando de una terraza a otra, protegiéndolas del viento del Norte. Mientras él se acercaba para investigar, Edward murmuró: «Un excelente muchacho, doctor, un excelente muchacho». Pero el agrio y viejo doctor se limitó a emitir un gruñido malhumorado, negándose a dejarse apaciguar.
Padraig regresó y bajaron todos por un tramo amplio e imponente de escaleras de piedra en las que se alineaban a intervalos urnas agrietadas que, aunque con escudos de armas, no contenían nada más regio que unos cuantos penachos de hierba, cardos y, en una de ellas, lo que parecía ser una planta de patatas. En las escaleras de piedra brotaban entre las grietas y las hendiduras hierbajos verdes incontrolados. En la terraza siguiente había un joven mirando al mar y sonriendo alegremente. Ante el ruido de pasos se volvió y, sonriendo y mirando al suelo, reanudó la tarea de cavar con la pala que tenía en la mano.
—Ah, hola, Seán —le dijo Edward.
—Buenos días, señor.
El comandante se dio cuenta con sorpresa de que el pie que, tras uno o dos movimientos protocolarios de cavado había pasado a apoyarse en la pala, estaba calzado con un zapato resplandeciente, la pernera del pantalón tenía pulcramente planchada la raya y echado sobre los hombros del joven y anudado a su cuello llevaba lo que parecía un jersey de criquet de Trinity.
—Oiga, Edward, tiene usted un jardinero muy elegante.
Pero Edward estaba ocupado explicándole a Padraig (que no mostraba ningún indicio de estar interesado) que allí la tierra no era adecuada para el cultivo de patatas: contenía gran cantidad de cal y retenía la humedad de tal manera que si llovía muy copiosamente las patatas se pudrían en el suelo, casi con seguridad, antes de que pudiesen sacarse y comerse. Teniendo en cuenta ese hecho, parecía haber sido un error cavar las pistas de tenis (pues, en una tentativa de hacer productiva la tierra, habían sido cavadas una o dos). En realidad, las que se habían dejado intactas habían olvidado sus aristocráticos orígenes y se habían «irlandesizado», la hierba delicada se había hecho gorda y suculenta en el clima húmedo, más adecuada para alimentar vacas que para asestar derechazos a la pelota de tenis. No es que eso importase mucho porque a las gemelas («mis dos hijas pequeñas, aproximadamente de tu edad») no parecía interesarles mucho el tenis.
—¿Tú juegas al tenis?
Padraig, tras su momento de entusiasmo por los pavos reales, se había puesto ceñudo una vez más.
—La verdad es que no. —Padraig detestaba todos los deportes; lo aseguró en un tono firme y satisfecho. Sobre todo los deportes que entrañaban un contacto con los cuerpos de otras personas.
—Pero el tenis… —empezó a decir Edward.
Después de llegar a la terraza más baja, contra la que el mar batía en frías y grises olas, giraron a la derecha, siguiendo un camino de grava por el borde del agua. Reseguían el camino unos setos de aligustre monstruosamente descuidados y terminaba en un cobertizo para botes, provisto de rampa, que daba al mar y las cuadernas de lo que había sido en tiempos un yate grande medio pudriéndose al aire; adosada al cobertizo había una construcción cuadrada más alta, que Edward dijo que había sido la pista de squash. (Y ¿qué era, quiso saber Padraig, una pista de «squash»? Fuese lo que fuese, el nombre daba una impresión muy desagradable). Era en la pista de squash donde parecía ser que Edward tenía sus cerdos. Abrió la puerta y entró, emitiendo sonidos arrulladores. Padraig le siguió, arrugando la nariz. El doctor Ryan lanzó un suspiro y volvió sus seniles y arrugados rasgos hacia el comandante.
—Puaj, he andado demasiado sin meterme nada en el cuerpo. Es mucho para un hombre de ochenta años.
Antes de entrar, el comandante se volvió a mirar hacia el hotel, que desde allí quedaba mucho más cerca; el terreno se precipitaba bruscamente y un ala almenada del edificio colgaba casi directamente encima. Pero la voz de Edward desde el interior de la pista de squash le llamaba para que entrara a contemplar sus beldades, sus tres notables cochinillos. El edificio consistía en una pequeña antecámara y un enorme espacio rectangular con paredes blancas desconchadas y un suelo de madera podrido. El tejado era de un cristal verdoso que llenaba el lugar de una turbia luz submarina. Además, Edward había encendido dos faroles de viento que colgaban de grandes brazos metálicos remachados en las paredes; vertían su luz sobre montones de paja, barro, excremento y comistrajos. El hedor era insoportable.
Los cochinillos, de un rosa brillante bajo la cascada de luz de los faroles, cabrioleaban alrededor de Edward, que estaba arrodillado en un montón de paja humeante, esforzándose todo lo posible por hacerles cosquillas en la barriga, aunque ellos estaban en tal éxtasis de excitación que apenas se quedaban quietos un momento, mordisqueándole y chupándole los dedos y echándosele encima de los zapatos.
—Mírenlos, ¿han visto alguna vez en su vida unos animalitos tan maravillosos? Vamos, vamos, tranquilizaos un poco y mostrad a vuestros visitantes lo bien que sabéis portaros. Mire, Brendan, éste es Mooney, éste es Johnston y el que le está oliendo el calcetín es O’Brien. Los alimentamos principalmente con dulces rancios de panadería, los que no han vendido. Una vez por semana recibimos un par de sacos que nos mandan de Dublín en el tren: tartas heladas, panecillos y bollos de pasas, suizos, ¡bueno, de todo!, bizcochos de limón, rosquillas de almendra, dameros, tarta de Madeira… Muchos están tan frescos que no le importaría a uno comérselos.
Edward, que miraba con ternura a los gordos y rosados animales que aún seguían girando y saltando alrededor de sus pies, se volvió hacia el comandante para buscar corroboración.
El comandante se aclaró la garganta para hacer un comentario favorable sobre los cochinillos. Pero se lo impidieron un gruñido y un grito que rompía los tímpanos. Era Rover, por supuesto, que les había seguido a la pista de squash sin que se dieran cuenta. Durante unos instantes se produjo un caos mientras los otros dos cochinillos se unían a los chillidos y Edward intentaba tranquilizarlos. El cerdito Mooney, que nunca habría sospechado que alguna criatura de este mundo pudiese desearle mal y quizá pensase que el viejo podenco no era más que otro cerdo un poco peludo, había efectuado juguetonamente una cabriola que le había hecho aterrizar al alcance de los agudos dientes del perro. Éste le había administrado un doloroso mordisco. Durante un instante el ruido penetrante, la figura servil de Edward, los faroles balanceantes y el asfixiante hedor amoniacal se combinaron todos con el cansancio del viaje, de manera que el comandante se preguntó si no se le habría transtornado el juicio.
Sacó la cabeza por la puerta y aspiró una gran bocanada de aire fresco y sin perfumar. El alivio fue extraordinario. Se oyó un rumor de pasos. Una muchacha pechugona que vestía un delantal se dirigía hacia ellos caminando por el sendero.
—¿El amo? —preguntó—. ¿Está ahí? Hay un caballero en la puerta.
El comandante asintió y entró otra vez en el edificio para decirle a Edward que estaban buscándole. Los cochinillos ya se habían calmado y estaban tumbados en hilera ofreciendo sus vientres para que se los rascaran. Edward se puso de pie con una mueca de enojo y dijo: «Bueno, ¿por qué no se quedan aquí un ratito entretenidos mirando a los cerdos y vienen luego a la casa cuando hayan terminado para tomar el té? Les veré allí en unos minutos. —Tras lo cual se fue rápidamente. Al cabo de un momento volvió para decir—: Por cierto, ¿les importaría apagar los faroles antes de irse?». Luego volvió a marcharse.
El doctor Ryan y el comandante intercambiaron una mirada pero no dijeron nada. Padraig hizo un gesto agrio y empezó a limpiarse una bota con un puñado de paja limpio. Los tres cerditos, que se daban cuenta gradualmente de que el flujo de placer sobre sus gordos y rosados vientres había quedado interrumpido, se incorporaron y se sentaron. Sus tres visitantes los miraron hoscamente hasta que, uno a uno, los animales se fueron hasta un montón de barro y paja rezumante del rincón más lejano del corral, donde se instalaron dando la espalda a la franja de lata. Desde allí miraban con recelo y alarma a aquellas criaturas hostiles que (en apariencia, al menos) tanto se parecían a su amado Edward.
El comandante, cuando consideró que habían contemplado a los animales durante un período de tiempo adecuado, apagó las luces (lo que volvió a los cerditos grises como ratas) y condujo al doctor y a su nieto al aire fresco. El anciano caballero parecía muy cansado y sus movimientos se habían hecho más temblorosos y vacilantes que nunca. Empezaron a subir en silencio hacia la silueta nebulosa y amenazadora del Majestic, con el viejo apoyándose pesadamente en el frágil hombro de su nieto y en el bastón. «La verdad es —pensó el comandante— que ha sido una falta de consideración terrible la de Edward, hacer bajar hasta allí al “vejestorio senil” para esa tontería suya de los cerdos».
Se detuvieron para descansar en un tramo de escaleras de piedra entre dos terrazas. Habían alcanzado altura suficiente para que el comandante pudiese divisar ya el panorama por encima de la faja de tierra de parque hacia el suroeste y, más allá, hacia el prado. Desde la terraza de más arriba, o desde una situada por encima de ésa, deberían verse claramente las granjas de los arrendatarios y las colinas onduladas que había tras ellas. Las casas de labranza (las recordaba perfectamente) estarían agrupadas allí en las verdes laderas y parecerían, a aquella distancia, como grises terrones de azúcar.
Tomaron un corto atajo que cruzaba la penúltima terraza y que les condujo hasta una inmensa piscina; era espléndida y, por alguna razón, el comandante no la había visto hasta entonces. Había aquí y allá brillantes mosaicos azules visibles a través del liquen verde que velaba sus lados y cruzaron ante el esqueleto blanco y desmigajado de una tabla de salto; junto a ella había un trampolín colgando sobre el agua negra, en cuya superficie, por accidente o por diseño, se veían verdes discos de nenúfares. «Debe de ser agua fresca —pensó el comandante—. Tal vez agua de lluvia».
Mientras él observaba, algo se movió poderosamente bajo la superficie. «Parece que podría haber buena pesca. Lucios, no me sorprendería que los hubiese. Lástima que Edward no tenga un cocinero decente».
Al doblar un recodo de la piscina llegó hasta ellos durante un instante un reflejo del cielo en el agua que dejó a los nenúfares flotando en azul celeste. El comandante volvió a mirar atrás para ver si asomaba algún pez, pero la superficie estaba lisa y cristalina. Se sintió tentado de volver y probar el trampolín para ver si estaba podrido o no. Seguro que sí lo estaba. Y era lo que correspondía. Desde allí los jóvenes a la moda, sus antiguos camaradas de armas, tras uno, dos, tres pasos, habían dado un salto de carpa en el azul celeste. Había algo conmovedor en aquel vestigio de una juventud feliz; el comandante se sintió, en cualquier caso, conmovido.
Ya se encontraban en el último tramo de escaleras y pronto estarían sentados en los sillones tomando el té.
—¡Hemos escalado el Matterhorn, doctor! —pero el anciano, con la cabeza y los hombros inclinados hacia delante sobre el pecho, estaba demasiado exhausto para contestar.
El comandante miró hacia el prado y, por supuesto, allí estaban las casas de labranza esparcidas como grises terrones de azúcar en los campos ondulados y mullidos. Mucho más cerca, sin embargo (de hecho, lo bastante para haber resultado visibles desde la terraza más baja si hubiesen mirado con más atención), no lejos del muro de piedra plana que separaba el parque del prado, había un hombre con un abrigo andrajoso de pie, inmóvil, situado de cara al Majestic pero con los ojos fijos en el suelo. El comandante se preguntó si sería el mismo hombre que había visto antes y, mientras entraban y sus pasos resonaban bajo la gran cúpula de cristal del salón de baile, se le ocurrió la idea incongruente pero inquietante de que quizá aquel hombre tampoco pondría objeción alguna a compartir algunos de aquellos dulces casi frescos con los cochinillos de Edward. Antes de ir a lavarse y a cambiarse de camisa le dijo a Edward que había un tipo rondando por allí por el prado y se envió a Murphy a decirle al tipo aquél que se largara. Era probable que se tratara de esa pesadilla de toda la gente respetable de Irlanda, de un quincallero.
Entró siguiendo un impulso. Estaba muy oscuro. Las gruesas cortinas aún seguían medio echadas, como las había dejado él seis meses atrás, y sólo dejaban que penetrase un levísimo brillo de trémula luz. Las botellas y los vasos de la barra brillaban en las sombras; había un fuerte olor a gato y movimientos silenciosos en la oscuridad. Al alzar la vista se sobresaltó un instante al divisar un par de brillantes ojos amarillentos desencarnados que le miraban desde el techo. Cuando se acercó a la ventana para abrir las cortinas, se dio cuenta de que la habitación hervía de gatos.
Estaban por todas partes, recorriendo nerviosos la alfombra en todas direcciones; amontonados juntos en tumbonas formando masas de piel al azar; enroscados individualmente en los taburetes de la barra. Se desplazaban con delicadeza entre las botellas y los vasos. Cabezas afiladas y temerosas le atisbaban desde detrás de sillas, mesas y cualquier otro objeto capaz de brindar refugio. Había incluso un animal enorme color naranja muy por encima de él, pilotando los cuernos desplegados de una cabeza de ciervo fijada a la pared (debía ser el propietario de los ojos amarillos resplandecientes que le habían sobresaltado poco antes). Durante unos instantes, al comandante le causó cierta repugnancia aquella multitud peluda antes de que la habitación se disolviese abruptamente en una percusión estremecedora de estornudos. Cayó lentamente a su alrededor una fina cascada color gris. «Vaya, maldita sea, ¿de dónde demonios procederá esta colección? Todos los gatos de Kilnalough deben estar utilizando el Majestic para criar, y no todos ellos son salvajes, además». De hecho, encabezados por el gato gigante anaranjado que se había lanzado pesadamente al aire y había aterrizado en el respaldo de una silla y luego se había deslizado hasta el suelo, estaban todos avanzando hacia él y emitiendo un ruido de lo más temible. Pronto estuvo hundido hasta las canillas en una alfombra hirviente de piel.
Pero se movió bruscamente y los animales se dispersaron observándole con temor. El olor se había hecho nauseabundo. Intentó abrir la ventana pero el marco de madera debía de haberse hinchado con la humedad. Estaba encajado, era inamovible. A punto de irse ya, vio el sobre que había en la barra. Era la carta que Angela le había dado a Edward el día del funeral; su nombre estaba escrito en el sobre con aquella letra precisa que tan familiar había sido para él en otros tiempos. Pensó en aquella carta olvidada allí durante los largos meses que había estado fuera, el último mensaje para él de Angela, con los gatos multiplicándose a su alrededor, las estaciones sucediéndose. La abrió desazonado, pero no la leyó. Era demasiado larga. La guardó en el bolsillo y, con tristeza, se abrió camino entre los gatos hacia la puerta.
Edward recibió al comandante en el Patio de las Palmas con un nuevo acceso de entusiasmo, como si los escasos minutos que habían transcurrido hubiesen sido otra larga separación más. En cuanto el comandante atravesó la nueva y asombrosa espesura de bambú que amenazaba con bloquear por entero la entrada (pues también allí se habían ido sucediendo las estaciones), se levantó diciendo: «Aquí está, en persona. Venga, venga y explique por qué no se ha mantenido en contacto con nosotros todo este tiempo…, ¿eh? ¡Oigamos sus excusas, vamos! Seguro que nuestro buen amigo ha estado demasiado ocupado persiguiendo a las damas para acordarse de nosotros. ¿Qué piensa usted, doctor? ¿Qué le parece a usted un amigo que no es capaz de escribir cartas? Poca cosa es como amigo, ¿verdad? Y tengo la impresión de que además ha engordado. Lo que necesita es cabalgar un poco, diría yo, y salir unas cuantas mañanas temprano con una escopeta y un perro. ¿Qué me dice usted a eso, Brendan? No estaría mal, ¿verdad? Yo ya sabía que tarde o temprano se acabaría cansando de la ciudad. Ahora venga, cuéntenos todas las noticias, amigo. Siéntese aquí para que podamos verle bien. Sí, ésa parece bastante sólida. Acérquela un poco y le haré los honores. Bueno, sí, ya ve, tengo que hacerlo todo yo mismo últimamente, estoy convirtiéndome en una vieja, sí, señor, una auténtica vieja. Hemos empezado ya. No le importará, ¿verdad? No íbamos a dejar que el té se enfriara…
Mientras el comandante sorbía su té y observaba con curiosidad aquel entorno escasamente familiar que le rodeaba, Edward le lanzaba preguntas, saltando de un tema a otro, las más de las veces sin esperar respuestas. Tal era su estado de excitación que apenas podía estarse quieto. No hacía más que levantarse bruscamente a cada momento para hacer ajustes innecesarios en la mesa.
—¿Cómo estuvo Ascot este año? —decía a gritos, alegremente, poniendo a todos una cucharilla de más—. Habrá estado usted allí. Vamos, no me diga que no estuvo. ¿Sí? ¿Sí? No, espere un momento y pruebe un poco de éste a ver si le gusta. Conseguí que el hombre de Fox me lo hiciese, una mezcla especial, de mi invención, pensé que la probaría con usted, a ver si le gusta. No, espere, tome primero un trozo de tarta. De Bewley. Dicen que es muy buena, yo no entiendo mucho de tartas, pero dicen que es buena. ¿Le he dicho que he vuelto a la ciencia? No hay que dejar que el viejo cerebro se oxide, ¿verdad? Cuerpo y mente. Cuerpo y mente. Cuerpo y alma, como diría Sammy. Yo nunca he tenido tiempo para Ascot, Brendan. Ascot es para las damas, solía decir mi padre, los hombres sólo están allí como loros disecados. A mí que me den una carrera sencilla a campo través, lo prefiero sin ninguna duda, en eso no hay nada que no tenga sentido. A veces dejaba que la pobre Angela y su madre me obligaran a ir. (Pobre Angela, pensó el comandante al oír su nombre, sintiendo un remoto dolor compasivo por las hojas de papel dobladas que llevaba en el bolsillo del pecho). Pero no me interesaba. Ahora dígame, joven, ¿qué tomará usted? Otro trozo de tarta para poner un poco de músculo en el esqueleto, ¿eh? ¿Y usted, doctor? ¿Más té? Bueno, Brendan, yo no sé, francamente, hacia dónde va este país. ¿Se han vuelto locos allá en Londres? Díganos, usted acaba de llegar de allí, ¿se han vuelto locos o qué? Los malditos fenianos se dedican a asesinar impunemente. Y lo último es lo de apoderarse de las tierras. Esos artículos tan compasivos en los periódicos por lo que llaman «el hambre de tierra en el oeste». ¿Sabe usted lo que es eso? Están obligando a la gente a entregar la tierra a punta de pistola por una miseria…
—¡No seas imbécil, Edward! —dijo claramente el médico.
—Ahí lo tiene, Brendan —continuó Edward hoscamente—, ve lo que le digo. El buen doctor y yo hemos tenido ya unas palabras sobre esto. ¿Sabe usted que hasta han estado intentándolo conmigo?
Y poniéndose de pie bruscamente una vez más, cogió un cuchillo de partir pan y empezó a cortar el follaje con él como si se tratase de un machete. Y era cierto que la espesura de helechos, plantas trepadoras, gomeros y sólo Dios sabía qué se había hecho tan exuberante como para que no se la tomase a broma. Antes la mayoría de las sillas y mesas habían estado asequibles aquí y allá, en lagos comunicados por una red de senderos, pero ahora todas salvo unas pocas habían quedado bloqueadas por aquella marea verde incontenible. Mientras Edward cortaba ramaje con el cuchillo del pan el comandante, ansioso por cambiar de tema, comentó cortésmente que nunca en su vida había visto que las plantas de interior «se diesen» tan bien. Edward, cuya exuberancia se estaba apagando bruscamente, murmuró algo confuso sobre el sistema de riego, luego algo más sobre el alcantarillado y la fosa séptica. «Un trabajo endiablado —decía refiriéndose a algo impreciso— y, francamente, el gasto…»; luego, tras apartar a patadas con un suspiro las hojas y ramas cortadas formando un montón con ellas al lado de la mesa, se derrumbó en su silla de nuevo.
—Y a la larga, qué importa en realidad —le oyó murmurar el comandante muy suavemente, y se quedó con la boca abierta, mirando hacia arriba, hacia la gran claraboya que había sobre ellos, bloqueada también por la vegetación. Rover, que había estado dormitando con la barbilla sobre el empeine del comandante, se levantó a inspeccionar el montón de hojas y ramas, alzó una pata para rociarlas con unas cuantas gotas de orina y luego, abrumado por la inercia, se enroscó al lado del comandante a dormitar un poco más.
Hubo un largo silencio mientras seguían allí sentados en la verdosa oscuridad. El viejo estaba inmóvil, profundamente hundido en un sillón, igual que le recordaba el comandante de su primera visita y, según todas las apariencias, profundamente dormido detrás de los párpados cerrados. El comandante se dio cuenta consternado de que la bragueta del anciano estaba abierta; sobresalía de ella un pliegue de franela como el relleno de una muñeca rota. ¡Caramba! Alguien debería habérselo indicado al pobre viejo; a su edad no se le podía reprochar un descuido como aquél. ¿Y por qué no se le había ocurrido a nadie quitarle el sombrero? Tenía un aspecto ridículo allí sentado junto a la mesa del té con aquel sombrero puesto (aunque era verdad que el follaje le hacía sentirse a uno como si estuviese al aire libre).
—Dijo usted que podría coger unas plumas de pavo real —se quejó Padraig, pero Edward no le contestó y volvió a caer el silencio sobre ellos.
Hasta que se hizo audible un leve rumor, como de alguien que se estuviese abriendo paso cautelosamente por uno de los senderos que cruzaban la espesura. Antes, recordó el comandante, había un camino que llevaba desde un extremo del Patio de las Palmeras hasta el otro (donde había una escalera de caracol que bajaba a las bodegas). Parecía, a juzgar por el rumor de hojas que se acercaba cada vez más, que aquel sendero continuaba siendo practicable aunque pareciese no serlo. El ruido de movimiento se detuvo un instante muy cerca, y se oyó un hondo suspiro, una larga exhalación de aliento, casi un gemido. Luego el ruido se oyó de nuevo. De un momento a otro alguien aparecería, surgiendo de detrás de un arbusto tropical extraordinariamente frondoso que parecía haber atravesado con sus raíces las baldosas del suelo hasta la rezumante oscuridad de más abajo. Aquel rumor de pasos seguía siendo lo único que se oía. Hasta el médico pareció haber dejado de respirar. El comandante intentó ver más allá del tronco peludo, curvado y reticular de aquel arbusto, para identificar (entre aceitosas y suculentas hojas, grandes como platos) la diminuta figura que avanzaba muy despacio arrastrando los pies. Era la anciana señora Rappaport.
Se detuvo en el claro que había delante de la mesa del té y la miró con ojos apagados.
—¡Edward!
Edward no dijo nada, continuó allí sentado como si estuviese hecho de piedra.
—Edward, sé que estás ahí —repitió la anciana en un tono estridente—. ¡Edward!
Edward parecía angustiado pero no decía nada. Tras una larga pausa la anciana se dio la vuelta y empezó a desplazarse de nuevo. Oyeron, durante lo que pareció un siglo, el rumor menguante de su avance seguido de un prolongado forcejeo con el bosquecillo de brotes de bambú. El comandante, mientras escuchaba la lucha de la anciana por intentar librarse de la red de bambú, se preguntaba si debería acudir en su ayuda. Pero finalmente la lucha cesó. La señora Rappaport había conseguido llegar al salón de los huéspedes.
Volvió el silencio y al comandante le pareció que la penumbra verdosa se había convertido ya en una oscuridad insoportable. Si al menos hubiese funcionado el famoso generador «Haz Más», podrían haber barrido aquella oscuridad acuosa con una riada purificadora de luz eléctrica. Miró a su alrededor buscando la lámpara de pie que Angela había encendido una vez en aquella misma espesura, pero aunque debía hallarse, sin duda, todavía en algún lugar próximo (pocas cosas se cambiaban deliberadamente en el Majestic) no había ya medio alguno de saber cuál de aquellos arbustos frondosos poseía un tronco tubular metálico y una corola de cristal.
—¿Ha comido usted suficiente, amigo mío?
—¿Eh? —dijo el comandante.
Pero Edward estaba hablando con el perro. De todos modos, al cabo un momento, como si el sonido de su propia voz le hubiese impulsado a la actividad, se agitó con desasosiego y miró a sus invitados. Se levantó un instante, sin echar hacia atrás la silla, luego volvió a sentarse.
—Me alegro de saber que es usted todo un deportista —le dijo a Padraig con un esfuerzo—. Es bueno para un joven…, el criquet, el hockey y demás. La verdad es que yo nunca he sido muy bueno en el criquet… Demasiado impaciente con el asunto, supongo yo.
—Yo odio el criquet —dijo Padraig hoscamente.
Sirviese o no este intercambio de pareceres para despejar la atmósfera, lo cierto es que el doctor Ryan empezó también a hablar, aunque tan bajo que el comandante sólo consiguió saber que hablaba pero no lo que estaba diciendo. Tardó un tiempo en darse cuenta de que el anciano había empezado a hablarle a Edward, de manera áspera, confortante y consoladora, de alguien que había muerto. Y tardó aún un poco más en darse cuenta de que ese alguien era Angela, como si se hubiese muerto sólo unas horas antes en vez de hacía unos meses.
La gente es insustancial, entendió que decía el anciano, un médico debería tener motivos para saber eso mejor que nadie. Están con nosotros durante un tiempo y luego desaparecen y no se puede hacer nada para evitarlo. No hay que dejar que eso te amargue ni te hunda, porque en realidad no tiene sentido. No hay ninguna salida posible para nadie y hay que aceptar el hecho de que una persona («Tú incluido, Edward, y el comandante y este chico también»), una persona es sólo una cosa muy temporal y provisional, lo mismo que lo es el amor que uno siente por ella… Así que Edward debía entender que aquella joven que acababa de morir, su amada hija Angela, a la cual él, el doctor Ryan, había ayudado a traer al mundo, incluso en el apogeo de su juventud y su salud, era intemporal e insustancial porque… la gente es insustancial. No dura siempre, no perdura. Era algo que un médico tenía buenos motivos para saber. La gente no perdura, nunca.
Edward se echó a reír cordialmente y dijo, encendiendo una vela: «Me acuerdo yo de una vez que unos tipos de Trinity me pidieron que fuese con ellos a practicar lanzamientos (a mí me gustaba mantenerme en forma durante las vacaciones) y yo tenía por entonces, maldita sea, tantos pájaros en la cabeza que me inventé la historia fantástica de que era un lanzador tremendo. Bueno, tenían las redes puestas contra la pared, claro. La primera pelota que lancé (estaba bateando un tipo que se llamaba Moore, que jugó más tarde con los Gentleman de Irlanda), la primera pelota, nada menos, ¡no sólo pasó limpiamente, la condenada, por encima del bateador, por encima de la red, por encima de la pared, sino que fue a dar en el techo de un coche de caballos en Nassau Street y siguió luego hasta la mitad de Dawson Street! ¡Vaya que sí! Menudo lanzamiento aquél. Me puse rojo como un tomate, como pueden comprender y, Dios santo, cómo se rieron de mí. Después de aquello me limité a los guantes, claro está». Tras un burbujeo de alegría, Edward fue apagándose gradualmente una vez más.
El comandante había sacado, siguiendo un impulso, la carta de Angela del bolsillo y (dominado por la curiosidad y un vago temor a lo que pudiese contener) estaba forzando la vista en la penumbra iluminada por las velas para leerla, mientras el médico iniciaba un monólogo incoherente y divagatorio hablando de que había un nuevo espíritu en Irlanda (era evidente que el anciano estaba tan exhausto y su mente tan ofuscada que no sabía ya dónde estaba ni de qué estaba hablando).
Sí, era como él pensaba, Queridísimo Brendan (la letra regular, línea tras línea como pequeñas olas batiendo incesantes en una costa suave). En mi tocador (el espejo, los cepillos, los joyeros, incluso una foto de él). Desde la ventana de mi dormitorio puedo ver… Pero ¿qué podía ver ella? Sólo dos olmos y un roble, que se decía que tenía ciento cincuenta años, el segundo o tercer árbol más viejo de la finca, el borde de un camino por el que a veces vagaban los perros, pero a aquella distancia ella apenas podía reconocerlos… ¿Foch o Fritz? ¿Collie o Flash? Estaban demasiado lejos, en cierto modo (pensó el comandante) eran ya demasiado particulares… La atención de ella sólo podía fijarse ya en una generalidad como la rotación de los planetas. Pero a las once y doce minutos vino el médico y él y Angela tuvieron una larga charla que, pese a todo, no impidió que ella se diese cuenta de que uno de los botones de su chaleco estaba colgando de un hilo y de que llevaba una gran mancha en la chaqueta de lo que no podía ser más que papilla… (El médico entre tanto murmuraba en el tono quejumbroso de un anciano cansado: «Hay un nuevo espíritu en Irlanda; puedo sentirlo, ¿saben?, y lo veo en todas partes. Los británicos están acabados aquí. Es algo de lo que ya no hay duda, hace veinte años que no la hay. Lo único que hay ya es un inmenso ejército que mantendrá Irlanda bajo el yugo británico. Si siguieses mi consejo, Edward, cederías graciosamente ahora mientras aún puedes, les darías la tierra que están pidiendo, porque, si no lo haces, te la quitarán de todos modos. Parnell fue el último hombre que podría haber preservado algún tipo de vida para los británicos en Irlanda, pero los malditos imbéciles no se dieron cuenta, ¡creyeron que era su enemigo! Que se fastidien. No me dan ninguna pena, han vivido aquí durante generaciones como elegantes figuras decorativas sin pensar nunca en los sufrimientos de la gente. Ahora es su turno y no voy a derramar ni una lágrima por ellos. Ay, cómo han cambiado las cosas desde que yo era niño, la gente no parece la misma, habría que ser tonto para no darse cuenta»).
«Pero es una carta enorme —pensó el comandante, sobrecogido, sopesando el montón de papel arrugado que tenía en la mano—. Tuvo que ser un esfuerzo prodigioso el solo hecho de escribir una carta así estando debilitada por la enfermedad, y no pudiendo alimentarse adecuadamente —pensó con un estremecimiento en las bandejas con comida intacta que subían y bajaban por las escaleras—, y tanto detalle resulta insoportable».
(«Por supuesto, yo era un niño entonces, demasiado pequeño para recordarlo, pero mi padre lo había visto y también mis tíos, que en paz descansen, eran hombres viejos antes de los treinta por la preocupación y el problema. Me acuerdo de cómo hablaba la gente de ello, ¿saben? Debió de ser voluntad de Dios, decían. Él lo envió para castigarlos, ¿comprendéis? Así que ¿qué puede hacer un hombre ante eso? Seguro que tendremos que ir a otro país, decía él, a América en un barco, porque en Irlanda nunca haremos nada de provecho; moriremos, seguro que no habrá manera de evitarlo… Hombre, decía yo, ¿qué necesidad hay de irse? El hambre se ha acabado ya y hay alimento suficiente. Pero seguro que volverá otra vez, decía él, nunca se sabe, es mejor marcharse. Según lord Harry, en aquellos tiempos la gente se iba tan deprisa que algunos hasta se morían de hambre allí, en los muelles de Nueva York. En Irlanda no hay salida posible, te decían…»).
—En Irlanda no hay salida posible —ratificó Edward, haciéndole un guiño al comandante, que pensaba: «Tanto detalle es insoportable». El diseño de la alfombra, sobre la que los pies blancos de la paciente, aún continuaban pisando día tras día, mañana y tarde, para efectuar sus abluciones… hasta que llegó inevitablemente el día (él había estado aguardándolo con desesperación), hasta que llegó inevitablemente la página en la que la jarra y el cuenco y la esponja vinieron hasta ella por la alfombra y la alfombra salió de su mundo y ella estuvo dispuesta a abandonar su mundo. «Tanto detalle es claramente insoportable, desde luego», pensó el comandante, mientras Edward alargaba la mano en la oscuridad para comprobar si la gorda panza de la tetera estaba aún caliente, pasándole, al mismo tiempo, abstraído, el azucarero al médico, que no lo necesitaba para nada y murmuraba palabras incoherentes en el sentido de que si Edward o cualquier otro se riesen de lo que él estaba diciendo era porque él o ellos era o eran unos canallas y necios británicos (una parte del cerebro del comandante se había mantenido de servicio para corregir la gramática mientras pensaba: «La verdad es que cuando llegué e intenté besarle la mano ella se apartó de mí como podría haberse apartado de un zafio desconocido»).
—Aquéllos eran los buenos tiempos —proclamó abstraído Edward, quizá pensando en el día en que había lanzado una bola de criquet hasta Dawson Street.
—¡Por supuesto que no lo eran! —replicó el médico.
¿Por qué tendría entonces que escribir todo esto? Página tras página para alguien a quien apenas conocía. La caligrafía regular e incansable seguía con su murmullo rítmico. Sólo en las últimas páginas empezaba a vacilar un poco.
No me moriré ahora.
Brendan, si muero, ¿quién cuidará de ti cuando yo me haya ido?
Y había numerosas observaciones más, trazadas con una letra débil, que el comandante no tenía valor para descifrar.
—La gente es insustancial —murmuró el médico, mientras su cabeza ensombrerada caía somnolienta sobre el pecho—. No dura eternamente. Por supuesto, a la larga, da igual.
Estaba firmada, sin la matización habitual de la «prometida que te quiere», sólo ponía: Angela.
—El amigo se nos ha quedado dormido —dijo Edward—. Hay que ver qué tonterías dice. Me temo que está poniéndose un poco…, ya me entiende usted.
Luego se puso de pie y gritó ensordecedoramente a Murphy que trajese más velas porque todo estaba infernalmente oscuro. El comandante volvió a guardarse la carta en el bolsillo. Al bajar la vista, descubrió consternado que su propia bragueta estaba desabrochada. Se apresuró a abrochársela antes de que llegase Murphy con más velas.
—¿Puedo coger unas plumas de pavo real? —reclamó Padraig obstinadamente—. Usted me lo prometió.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo Edward afablemente—. Mira, por qué no vas y les pides unas cuantas a las gemelas; estoy seguro de que ellas tienen muchas. Murphy, muéstrale a este joven dónde puede encontrar a las gemelas.
Cuando Padraig se fue con Murphy, el comandante preguntó:
—¿Qué están haciendo en casa las gemelas? ¿No deberían estar en el colegio?
—Las mandaron a casa —contestó sombríamente Edward—. Eran un incordio en el colegio.
Suspiró después de decir esto pero no explicó más.
Esperaron en silencio el regreso de Padraig. Finalmente, oyeron los golpeteos y sacudidas que anunciaban su llegada. Instantes después surgió de la oscuridad. El comandante le miró detenidamente. Estaba rojo e indignado y parecía a punto de llorar. Tenía el pelo revuelto y la camisa por fuera. Apretaba en una mano un puñado de plumas de pavo real.
Edward le miró con preocupación, pareció a punto de decir algo pero cambió de idea. Por último, volvió a suspirar y dijo que creía que ya era hora de despertar al médico y mandarle a casa.
Antes de irse, el médico, restaurado por su breve siesta y recordando ya por qué estaba allí, dijo:
—Por última vez, Edward, ¿llegarás a un acuerdo con los campesinos sobre la tierra, por tu propio bien además de por el suyo?
—Hasta ahora he recibido dos cartas amenazadoras. Se las he entregado las dos al inspector del distrito. Da la casualidad de que hay una ley en el país que protege la propiedad privada de las personas y no tengo ninguna intención de ceder ante las amenazas.
—¿Es ésa tu última palabra?
—Sí —replicó secamente Edward.
LENIN Y POLONIA
«Para liberarla de sus opresores»
El París Matin dice: «Se ha transmitido desde Moscú un mensaje telegráfico proclamando en términos que toda Rusia se está preparando para luchar contra Polonia. El seis de mayo la mayor parte de la guarnición de Moscú, formada por ciento veinte mil hombres, abandonó la capital soviética camino del frente del Dniéper. Lenin y Trotski se dirigieron a las tropas. Lenin dijo: “No queremos luchar contra Polonia pero la liberaremos de sus opresores. ¡Muerte a los terratenientes polacos! ¡Viva la República polaca de obreros y campesinos!”».
TERRORISMO CERCA DE KILKENNY
Damas aterrorizadas por hombres armados
El domingo por la noche, ya tarde, se produjo una alarma considerable en Kilkenny ante la noticia del «asalto» en Troyswood, a kilómetro y medio de la población, llevado a cabo por hombres enmascarados y armados con revólveres, a una serie de automóviles y coches de caballos que transportaban a damas y caballeros, entre los que figuraban el comandante J. B. Loftus, diputado y juez de paz Mount Loftus y sir Hercules Langrishe, Bart, Knocktopher Abbey, a un baile en la casa del capitán J. E. St. George, C. R., Kilrush House, Freshford, a unos dieciséis kilómetros de Kilkenny. La carretera había sido bloqueada con una barricada formada por grandes piedras.
Algunos de los vehículos no pararon inmediatamente cuando se lo ordenaron y se efectuaron varios disparos, pero nadie resultó herido, aunque algunos de los pasajeros dicen que las balas les pasaron muy cerca.
Todos los que iban a la fiesta, que vestían trajes de noche y de etiqueta, fueron obligados a amontonarse en una zanja mientras se efectuaba la destrucción de los motores, y algunas de las damas pasaron mucho miedo. Poco después llegaron más coches de caballos y los asaltantes se esfumaron, dejando que sus víctimas volviesen a casa como pudiesen.
Ayer por la mañana había seis automóviles alineados a un lado de la carretera y los motores parecían haber sido destrozados con algún instrumento romo y pesado. En el lugar al que los asaltantes llevaron a conductores y pasajeros había restos de cajas de chocolatinas y de paquetes de cigarrillos.
Pocas cosas habían cambiado en el estudio de Edward desde que el comandante lo había visto en su primer día en Kilnalough, cuando habían ido a armarse contra «el feniano que andaba rondando». La misma masa sólidamente enmarañada de equipamiento deportivo seguía en el sofá. El cajón que contenía municiones aún estaba en el suelo, aunque el gato persa (que desdeñaba juiciosamente la comunidad del bar Imperial) lo había abandonado en favor del mayor confort de un enorme jersey de un blanco grisáceo que yacía en un rincón como una oveja muerta. De la ventana llegó un sonido firme y chirriante: el comandante se asomó para investigar. En el patio de abajo había un círculo de ladrillo y sobre él una inmensa rueda de carreta en posición horizontal con gastados mangos de madera; dos hombres laboraban con esos mangos, con las cabezas inclinadas por el esfuerzo, dando vueltas y vueltas, batallando como caballos de mina.
—¿Qué demonios están haciendo?
—Bombear agua hasta los depósitos del tejado. El otro pozo que hay junto a las cocinas es de agua potable, y se llena con un arroyo subterráneo. Un agua magnífica, aunque por alguna razón sabe raro en una taza de té. Tal vez se haya dado cuenta usted, Brendan, de que a veces aparecen objetos extraños en el agua del baño. No se puede evitar. Una de las viejas damas se estaba quejando el otro día de que había encontrado un sapo muerto. Mejor que uno vivo, me imagino yo. —Luego añadió sin cambiar de tono—: La vida ha sido un infierno estos últimos meses.
—Quería preguntarle por Ripon. Tengo entendido que están viviendo en Rathmines.
—Ripon es un caso perdido —dijo Edward sombríamente—. No quiero volver a oír mencionar su nombre. No se trata de que escogiese a una chica católica, no es sólo eso. No soy tan estrecho de miras como para no saber que hay gente decente entre los católicos de Irlanda, y mucha, además. Habría puesto fin a esa relación si hubiese podido, por supuesto, porque los matrimonios mixtos no resultan bien en este país, o por una parte o por la otra. Además, no quiero que nietos míos sean educados creyendo en todas las paparruchas malsanas que les enseñan. De todos modos, si hubiese sido eso lo que de verdad quería el chico no me habría interpuesto en su camino. Podría haber acudido a mí y habérmelo explicado, de hombre a hombre. Sabía muy bien que podía hacerlo. Puede que yo sea un viejo anticuado pero no soy un tirano… —Hizo una pausa y miró malhumorado su reloj; hubo un momento de silencio, luego dijo—: Venga conmigo a la casa del guarda. Hay algo que quiero enseñarle.
Se pusieron los sombreros y emprendieron el camino. El tiempo era suave, estaba nublado; aunque no había llovido había un olor a hierba húmeda que el comandante consideraba ya siempre que era el verdadero olor del campo irlandés.
—Ripon es un caso perdido —repitió Edward—. Supongo que todo el mundo lo sabía menos yo. Supongo que usted se dio cuenta de ello, Brendan, en cuanto le echó la vista encima…
—Bueno, no —murmuró comedidamente el comandante, pero Edward no le estaba escuchando.
—Dedicarse a hacer eso a mis espaldas, eso que hizo… El muy sinvergüenza, con una jovencita inocente (¡y católica, además!), poniéndola en un aprieto como si se tratase de una simple criada, eso es algo con lo que no puedo estar de acuerdo. Me ha deshonrado a mí y ha deshonrado a sus hermanas.
Siguieron andando en silencio. El comandante podía oír el sordo y constante estruendo del mar que llegaba desde algún lugar situado detrás de los árboles que se espesaban en denso bosque, enmarañados de maleza y ensartados de zarzas como cables trampa. Llegaron al final del camino y se hizo visible la casa en ruinas del guarda. Edward condujo al comandante por entre unos matorrales hasta el lado del edificio que daba a la carretera. Allí, muy arriba, en la parte del muro que aún no había ocupado la hiedra, había un cartel pegado.
—¿Qué le parece el descaro?
El comandante se acercó para leerlo.
1. En vista de que los espías y traidores conocidos como la Policía Real Irlandesa trabajan para mantener este país en manos del enemigo, y en vista de que dichos espías y sabuesos están conspirando con el enemigo para matar con bombas y bayonetas y con otras agresiones a un pueblo pacífico, respetuoso de la ley y amante de la libertad.
2. En vista de eso, denunciamos y condenamos aquí a los antes mencionados espías y traidores y hacemos una advertencia solemne a los posibles reclutas del peligro que corren si se incorporan a la PRI. Todas las naciones están de acuerdo en cómo se debe castigar a los traidores. Es una pena que cuenta con la sanción de Dios y de los hombres.
Por orden del C. G. M.
EJÉRCITO REPUBLICANO IRLANDÉS
El comandante había leído sobre estos carteles en los periódicos pero era la primera vez que le ponía la vista encima a uno de ellos.
—Esos granujas vienen furtivamente durante la noche, cuando creen que no corren peligro. Murphy debería ya estar aquí; le dije que trajese algo para quitarlo.
—Pero lo que yo no entiendo —dijo el comandante con una sonrisa— es cómo pueden pensar que «los antes mencionados espías y sabuesos» vayan a dedicarse a conspirar precisamente en la entrada del Majestic. Podrían buscar sin problema un sitio más visible.
—Tenemos unos cuantos chicos jóvenes parando en el hotel en este momento —le explicó Edward—. Ex oficiales del ejército traídos de Inglaterra para echar una mano a la PRI. Se supone que son los primeros de una nueva fuerza auxiliar que están empezando a reclutar. Usted no les habrá visto aún, supongo, porque les he alojado solos en el ala del Príncipe Consorte. No se llevaban bien con las señoras. El ala del Príncipe Consorte está encima de los establos, no se puede ver desde aquí, claro está. Tienen su propio comedor y todo lo que necesitan. Al principio les teníamos en el edificio principal, pero eran bastante escandalosos, son jóvenes, en realidad (aunque han puesto su granito de arena, no crea usted, han estado en las trincheras)… El problema era que estaban molestando continuamente a las señoras; uno de ellos no hacía más que sacar una bayoneta y fingir que iba a cortarles el cuello, pero no son malos chicos. Supongo que se los encontrará usted por ahí. Utilizan a veces la pista de tenis. Ah, ahí está Murphy.
Había aparecido Murphy, portando una azada. Edward le indicó que debía arrancar el cartel y el viejo criado avanzó hacia la casa del guarda blandiendo débilmente su herramienta. Pero el cartel estaba pegado demasiado alto y quedaba fuera de su alcance.
—Necesitamos algo a lo que podamos subirnos —dijo el comandante.
—Tiene usted razón —dijo Edward—. Venga aquí, Murphy. Comandante, usted páseme la azada cuando me haya subido sobre sus hombros.
Le entregó la azada al comandante.
—Venga, hombre, que no tenemos todo el día —añadió dirigiéndose al decrépito criado, que avanzaba arrastrando los pies y mostrando claros indicios de renuencia. El comandante contempló dubitativamente sus frágiles hombros.
—Tal vez sería mejor buscar una escalera en algún sitio.
—Tonterías. Ahora no te muevas, Murphy. Agárrate al tronco de este árbol mientras me subo a tus hombros. Por el amor de Dios, hombre, no haremos nada si te encoges así cada vez que te toco.
Pero una y otra vez, justo cuando parecía que Edward estaba a punto de colocar su zapato resplandeciente y su pierna sobre los flacos hombros del viejo criado, éste se encogía ante la expectativa. Edward le puso verde por no tener aguante y le ordenó no ser tan delicado. Pero todo fue en vano. Al final tuvieron que dejar el letrero donde estaba. Edward emprendió furioso el camino de regreso. Murphy, con el alivio escrito en todos sus cavernosos rasgos, se esfumó entre los árboles. Y al comandante se le dejó abandonado a sus propios recursos.
Pasó la tarde en compañía de las gemelas. Había un conflicto entre ellas y Edward; el comandante no sabía cuál era el motivo, pero sospechaba que tenía algo que ver con el hecho de que las hubiesen mandado a casa del colegio. En cualquier caso, Edward estaba adoptando una actitud firme con ellas (o así se lo había dicho al comandante). Cualquier desobediencia o falta de respeto debería comunicársele inmediatamente a él y se las trataría como se merecían.
Parte de su castigo consistía, al parecer, en pasar la tarde con el comandante (a quien la idea le había ofendido); debían ir con él en el Daimler y enseñarle dónde quedaba exactamente un famoso río truchero. El comandante no estaba demasiado interesado por la pesca, pero no tenía nada mejor que hacer. Faith y Charity, pese al aire compungido de arrepentimiento, estaban notablemente guapas con sus vestidos azul marino y su escote de encaje blanco alrededor de sus esbeltos cuellos. El comandante les compadecía.
—¿Cuál es cuál y cómo puedo saberlo?
—Yo soy Charity y ella es Faith —dijo una de ellas—. Faith tiene más —añadió, señalando el pecho de Faith. Sonreían las dos desvaídamente.
Durante la tarde, mientras recorrían en coche las colinas bajas y onduladas, las gemelas iban sentadas en el asiento de atrás en actitudes de humilde abatimiento, los esbeltos dedos alzados para enredar las cintas trenzadas de terciopelo, cada una de ellas la imagen especular de la otra. «¡Qué chicas tan encantadoras! Edward está siendo demasiado duro con ellas».
Pero modificó esta opinión unos días más tarde. Como castigo adicional Edward había ordenado que el tutor, Evans, les diese una clase diaria en el estudio. Una tarde que pasaba por delante de la puerta abierta, el comandante se detuvo a escuchar.
—¿Cómo dice usted en francés, señor Evans, «Se me están cayendo los botones de la chaqueta y necesito un cuello limpio»? —preguntaba inocentemente una de las gemelas.
—¿Cómo dice usted «Tengo delirios de grandeza»?
—¿Qué significa «amavi puellam»?
—¿Cómo dice usted en latín, señor Evans, «Mi cara pálida y pastosa se está poniendo toda roja»?
—Sáqueme punta al lápiz, Evans, porque se me ha roto otra vez.
—Como sigan así informaré a su padre.
—¿Como sigamos cómo? Sólo estamos haciendo preguntas.
—¿Es que no se nos permite siquiera hacer preguntas?
El comandante continuó su camino. Había oído suficiente.
Después, esa misma tarde, mientras daba un paseo con la anciana señorita Johnston por el Jardín Chino («Si quiere que le diga la verdad, en mi opinión se trata de un Jardín Chino Irlandés», dijo la señorita Johnston con una inhalación, contemplando los densos lechos de hierbas enredadas y flores añejas), se cruzaron en su camino con un joven de guerrera caqui, pantalones de montar y polainas, que llevaba a la cabeza una boina escocesa con la enseña del arpa coronada de la PRI. Atrajo la mirada del comandante la bandolera que el joven llevaba cruzada al pecho y el cinturón de cuero negro con una vaina de bayoneta; sobre el muslo derecho descansaba una funda abierta de revólver. Resultaba chocante, en cierto modo, encontrarse a aquel hombre en el pacífico laberinto del jardín, un agudo y desagradable recordatorio de los incidentes sobre los que el comandante había leído en los periódicos pero nunca había podido visualizar del todo, lo mismo que no podía visualizar la muerte del anciano de Ballsbridge que había presenciado. Cuando se cruzaron, el joven sonrió sardónicamente y, guiñando un ojo al comandante, se pasó un dedo por el cuello de oreja a oreja.
—¡Granuja! —chilló indignada la señorita Johnston—. ¡Pensar que la PRI está admitiendo jóvenes como éste!
Y fueron necesarias todas las consideradas preguntas del comandante sobre sus sobrinos, sus sobrinas y su estado de salud («Sabañones incluso en mitad del verano en este hotel, comandante. No he conocido nunca corrientes de aire como éstas…») para alisar su encrespado plumaje.
Y, sin embargo, eran todos ex oficiales, aquellos hombres, según le aseguró más tarde Edward. Pero había que tener en cuenta que ser un oficial en 1920 no era lo mismo que ser un oficial en 1914. Muchos de la vieja escuela (cuyas cualidades de bravura, obediencia firme al cumplimiento del deber, caballerosidad, etcétera, habían actuado como otras tantas pieles de plátano en el camino de la supervivencia) habían desaparecido en el holocausto y había que sustituirles. Era también cierto que aquellos hombres nuevos, y el gran número de ellos que no tardarían en seguirles para unas escasas seis semanas de adiestramiento policial en el Curragh, figuraban entre los peor situados de todos los innumerables oficiales desmovilizados que se encontraban ahora con que tenían que volver a ganarse la vida. De todas maneras, aunque uno se mostrase indulgente (y Edward estaba siempre dispuesto a hacerlo con hombres que habían servido en las trincheras), había límites. El oficial de la vieja escuela era siempre un caballero, jamás habría llegado al extremo de asustar a las señoras. Eso pensaba Edward. ¿Qué pensaba el comandante?
El comandante estaba de acuerdo, pero pensaba para sí que a aquellos «hombres de las trincheras», a los que se pagaba una libra al día por mantener a raya a unos cuantos irlandeses salvajes, era muy posible que les costase tomarse las cosas demasiado en serio…, fuese a los irlandeses, a las ancianas o a sí mismos.
Al mismo tiempo se sentía perturbado por su presencia. Aquellos hombres (individualmente eran encantadores, le explicó Edward) resultaban impredecibles y estaban distanciados aún de las normas aceptadas de la vida en época de paz. Aunque no es que pudiese considerarse por entonces que Irlanda estaba muy en paz. Unos días después, cuando pasaba por el ala del Príncipe Consorte vio estallar una ventana en una chispeante explosión de esquirlas, apareció luego una cabeza riendo y después una mano extendida para ver si llovía. De vez en cuando se oían también algunos disparos y risas en los largos anocheceres de verano; Edward había instalado una pista de tiro en el claro que había detrás de la casa del guarda donde estaba el letrero del IRA. Ese letrero se había disuelto enseguida bajo una granizada de balas y colgaba en tiras irreconocibles. Un día el comandante encontró un conejo muerto en el borde del césped. Estaba acribillado a balazos.
Daba la casualidad de que aquel conejo había sido un favorito del comandante. Viejo y gordo, había sido domesticado parcialmente por las gemelas cuando eran pequeñas. Ellas habían perdido interés por él, claro está, al hacerse mayores y no se acordaban ya de alimentarle. Pero el conejo no había olvidado los tiempos dorados de zanahorias y hojas de diente de león. Más y más delgado con el paso del tiempo, había continuado, sin embargo, rondando los límites del bosque como un amante abandonado. ¡Pobre conejo! Conmovido y furioso (aunque los «hombres de las trincheras» no tenían por qué saber que aquél no era un conejo silvestre), el comandante fue a comunicar la noticia a las gemelas, que estaban abajo junto a las pistas de tenis intentando convencer a Seán Murphy para que les enseñase a conducir el Standard (aunque Edward lo había prohibido hasta que fuesen mayores). No les afectó gran cosa la noticia, en contra de lo que el comandante esperaba.
—¿Podemos comerlo? —quisieron saber.
—Está ya enterrado.
—Podríamos desenterrarlo —sugirió Faith—. ¿No dan buena suerte las patas de conejo?
Pero el comandante dijo que se le había olvidado dónde estaba la tumba.
—¿Estaba muy agujereado por las balas?
—¿Qué quieres decir? ¿Que si le hicieron mucho daño?
—No, no es eso, es que estaba pensando que podría hacerme un gorro de piel —dijo Charity—, si no tenía demasiados agujeros.
—Oye, Brendan, tú no eres muy bueno en aritmética, ¿verdad? Papi nos ha puesto a ese horrible tutor y ahora amenaza con revisar nuestros deberes una vez corregidos.
—Probad con el señor Norton. Tiene fama de ser bueno en esas cosas.
El señor Norton era un hombre de setenta y tantos, un recién llegado al Majestic; tenía fama, una fama estimulada por él mismo, de haber sido un genio matemático, al que había despojado en su juventud, sin embargo, de energía y fortuna su debilidad por las mujeres bellas.
—Ya le hemos preguntado…
—Pero siempre quiere que nos sentemos en sus rodillas como si fuéramos niñas.
—Y le huele muy mal el aliento.
Como el bar Imperial lo había convertido en inhabitable la colonia de gatos, el comandante cogía a veces uno de los automóviles de Edward y se iba a Kilnalough al atardecer a tomar algo en el Club de Golf. Uno de aquellos días se encontró allí a Chico O’Neill, el abogado, que le saludó como un viejo amigo, aunque hacía ya casi un año del desfile del Día de la Paz en que se habían visto por última vez. El aspecto de O’Neill había cambiado espectacularmente y el comandante apenas podía reconocer ya al inválido tímido y huesudo que le había sido presentado en el té de Angela. Vestido con una chaqueta de tweed ancha de voluminosos bolsillos, parecía más hinchado y agresivo que nunca. Había una irritación latente en aquel hombre que le hacía sentirse a uno incómodo cuando hablaba con él; daba la sensación de que era capaz en cualquier momento de abandonar completamente la racionalidad y poner fin a la discusión con un gancho. El comandante observaba allí sentado cómo se le tensaban los haces de músculos de la mandíbula mientras hablaba: acababa de hacer dieciocho hoyos, le decía, y nunca en su vida se había sentido mejor. Una ducha caliente, una copa, y ahora se iba a casa a disfrutar de una buena cena. Se descolgó del hombro la bolsa de golf y la posó en un sillón, sin mostrar la menor impaciencia por irse. El comandante, al mirar la bolsa de golf, vio, entre un número siete, un jigger y la voluminosa cabeza de madera de un número uno lo que al principio creyó que era un palo sin cabeza… Pero no, era el cañón de un fusil.
—No se anda usted con bromas, ¿eh?
—Ya veo que no ha estado usted leyendo los periódicos, comandante. A un par de tipos del ejército los mataron a tiros en el campo de golf de Tipperary el otro día. Eran hombres desarmados. No tenían ninguna posibilidad, ninguna protección, nadie pasaba por allí. Los fenianos son muy valientes cuando los otros tipos no tienen armas. Si saben que estás armado, corren como conejos.
El comandante sólo ojeaba los periódicos en aquellos días, cansado de intentar comprender una situación que desafiaba la comprensión, una guerra sin batallas ni trincheras. ¿Por qué debería molestarse uno con los detalles: los asaltos para conseguir armas, los tiroteos contra policías, las intimidaciones? ¿Qué podía uno aprender de los detalles del caos? Pero de cuando en cuando se daba cuenta, con una sensación de alarma, de que, pese a toda su falta de pauta, la situación era diferente y siempre un poco peor.
O’Neill, satisfecho con la mirada de consternación del comandante, había pasado a explicar confidencialmente que no había ninguna necesidad de preocuparse.
—Todo esto va a arreglarse en cinco o seis semanas, puede creerme.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el comandante esperanzadamente, pensando que tal vez O’Neill hubiese oído algo.
—Dos razones —proclamó O’Neill—. Una, están llegando refuerzos de Inglaterra con esta nueva campaña de reclutamiento. Dos, debido al carácter del pueblo irlandés. Los irlandeses son de genio vivo pero no se aferran durante mucho tiempo al rencor. Tienen buen corazón en el fondo, ¿sabe usted? Además, son demasiado incompetentes para llegar a ninguna parte solos…, me refiero, claro está, a los sureños; la gente del Ulster son harina de otro costal. Además, los mejores dirigentes de Irlanda han sido ingleses; mire a Parnell.
—Sí, sí, desde luego —concordó dubitativamente el comandante—. Tiene que arreglarse pronto. Eso es lo que decíamos siempre en las trincheras —añadió con una leve sonrisa.
—Por supuesto, por supuesto —dijo O’Neill, sin percibir la ironía del comandante—. Puede usted creerme. He estado ahora precisamente tomando una copa con los muchachos del ejército que tenemos aquí y no creo que ésos vayan a consentirle muchos disparates al cerdito irlandés.
—¿Se refiere usted a los hombres que se alojan en el Majestic? No creía que tuviesen mucho tiempo para nosotros los locales.
—Son unos chicos magníficos, puede usted creerme —replicó O’Neill, que estaba ya quitándose la voluminosa chaqueta y mostraba menos indicios de marcharse que nunca—. Es sólo que no saben, en realidad, en quién pueden confiar aquí y, francamente, no se lo reprocho. Venga conmigo al bar y se los presentaré.
—No es necesario, gracias de todos modos… —objetó el comandante, pero O’Neill se había puesto ya de pie y le hacía señas imperiosamente con un antebrazo tan gordo como una pata de cordero. El comandante le siguió a regañadientes. Los zapatos claveteados de O’Neill tintinearon en los mosaicos del pasillo y se clavaron en la madera gastada del vestuario donde un caballero gordo y desnudo se frotaba vigorosamente el tembloroso trasero con una toalla. Cruzaron por los vestuarios y entraron en el Bar de Socios.
—Perdone un momento —dijo el comandante—. Hay una persona a la que debo saludar.
El señor Devlin, pulcro y sonriente, se dirigía apresuradamente hacia él. Estaba encantado de ver al comandante una vez más entre ellos y quería darle las gracias por lo amable que había sido con su hija Sarah en su viaje camino de Francia y cómo estaba la tía del comandante que había sido tan buena… («¡Oh, ha fallecido! Lo lamento muchísimo, de veras»). ¿Y estaba el propio comandante mejor de salud de lo que había estado? Debía de haber sido un gran golpe y un dolor terrible para él perder a su tía de aquel modo… Y en cuanto a Sarah, estaba a punto de volver y él sabía que se alegraría mucho de ver al comandante, tanto como se alegraba él, y, además, probablemente se encontrasen allí de ahora en adelante porque él tenía ahora «un trabajito que hacer» en aquel lugar. Hizo una pausa, expectante.
—¿Ah, sí?
Sí, pasaría un tiempo considerable allí hacia el final del día, porque había sido elegido tesorero, figuraba en el tablón de anuncios, el comandante probablemente no había tenido oportunidad de verlo aún.
—Y todo gracias a la influencia de cierta persona que ha sido muy buena conmigo y con mi familia, muy buena, no diré más. Es un gran honor.
Los «hombres de las trincheras», cuatro de ellos, estaban sentados en la curva de la barra junto a la ventana mirando hacia fuera, hacia el campo de dieciocho hoyos y la ladera de la calle que ascendía suavemente hasta él. Ninguno de los socios, aparte de O’Neill, estaba sentado cerca de ellos y por una buena razón. El comandante había oído decir que provocaron cierta consternación instalándose allí sin invitación; había un vestíbulo disponible para señoras y para los que no eran socios (siempre que fuesen respetables); el secretario les había indicado afablemente este detalle con ocasión de su primera visita. Ellos habían escuchado con educación; no habían hecho una escena. Pero a pesar de todo, el problema era que tampoco se habían movido de allí. Al secretario se le había congelado la sonrisa en los labios, pero claro, como les explicó a los miembros del comité en una reunión especial, aquellos tipos estaban allí, al fin y al cabo, arriesgando sus vidas para mantener la ley y el orden en Irlanda (por no mencionar el hecho de que daba la casualidad, además, de que estaban armados hasta los dientes), así que no había por qué tratarles con demasiada dureza, sacarles de allí por las orejas y todo eso. El comité había considerado el problema y había dado con una solución brillante en su simplicidad. A los «hombres de las trincheras» se les invitaría a convertirse en socios. Así que se envió allí al secretario a proponerles sin demora la generosa invitación… Pero había vuelto casi inmediatamente con la noticia de que habían rechazado la oferta. Habían escuchado educadamente una vez más mientras él hablaba de cuotas, normas, derechos y obligaciones de los socios y luego habían dicho: «No, gracias». Era ridículo, todo el mundo estaba de acuerdo en que lo era. De todos modos, las razones que había para no tratarles con dureza, la de que estaban arriesgando sus vidas para mantener la ley y el orden, además de la otra, seguían en pie y no eran cosas que se pudiesen ignorar así como así. Al final, tras mucha discusión, se había colocado un cartel en el tablero de noticias anunciando que el personal de alta graduación de la PRI había sido declarado miembro honorario durante el período que durase la emergencia (no se podía, claro está, abrir las puertas a una horda de individuos de graduaciones inferiores, aunque hubiese entre ellos tipos magníficos, sin lugar a dudas). El comandante, a quien el secretario le parecía un asno pomposo, había disfrutado mucho con todo este asunto. Pero ahora que veía a aquellos hombres sentados allí, fríos y tranquilos, tenía que admitir que no le habría gustado ser la persona a la que le asignasen la tarea de ordenarles que se marchasen.
—Vuelvo otra vez como la falsa moneda —dijo O’Neill con estremecedora cordialidad—. Quiero que conozcan a un viejo amigo, el comandante Archer. Bueno, me pregunto si puedo recordar bien los nombres… capitán Bolton, tenientes… Vamos a ver, Pike, Berry y Foster-Smith. ¿Qué les parece mi memoria, eh?
—Sargentos por el momento, abuelo —dijo Foster-Smith, al que los dientes prominentes y el escaso pelo daban una apariencia ridícula; era muy poca cosa, le colgaban los pantalones en pliegues desde unos muslos que no eran más gruesos que botellas de vino.
Pike era aquel cuya cabeza había visto el comandante aparecer por la ventana rota en el Majestic; parecía un tipo jovial, pero los ojos encima de unos pómulos rollizos azulados mostraban una inteligencia inquietante y su risa frecuente parecía protocolaria. Berry era más joven que los otros; tenía el cabello rubio rojizo tan corto que se le erizaba como las púas de un cepillo.
—Una pequeña degradación —estaba diciendo—. No nos codeamos tanto con oficiales ahora que hemos pasado a la sucia Investigación Operativa.
Miraba maliciosamente al comandante. Todo el mundo se rió salvo el capitán Bolton, que sólo sonrió levemente. O’Neill, rojo de alegría, se rió más fuerte que nadie.
Los ojos del capitán Bolton miraban alternativamente a los tenientes y hacia el comandante, de un modo distante e indiferente. Había algo en su potente mandíbula que al comandante le resultaba familiar; tardó unos instantes en comprender lo que era. Aquellos rasgos fuertes y regulares (un rostro sin ninguna identidad determinada) eran los que había observado que elegían con frecuencia los escultores para los monumentos a los caídos. Podría imaginarse fácilmente a Bolton inmovilizado en bronce en alguna postura heroica. Un casco en la cabeza, una bandera de bronce en la mano, cubriendo a unos cuantos camaradas de bronce que agonizaban en torno a sus rodillas… Pero el capitán Bolton estaba muy vivo y lo demostró diciéndole al camarero en un tono suave:
—Otra ronda, venga, rápido, irlandesito, feniano asqueroso, y apúntala en la cuenta…
—Y mándasela al rey —añadió Pike—. Si él no la paga, mándasela al lord de los limpiacristales.
O’Neill explicó la razón por la que les presentaba al comandante: a saber, el hecho de que fuesen vecinos. El comandante vivía también bajo el techo de Edward Spencer en el Majestic.
—Spencer tiene dos hijas preciosas —dijo Foster-Smith, sin mostrar el menor interés por la información de O’Neill.
—Yo también tengo una hija preciosa —ofreció O’Neill con un guiño dirigido a todos—. ¿Quieren ver una foto?
Y tras una breve búsqueda sacó una maltrecha foto de Viola. Mientras los «hombres de las trincheras» la estudiaban, O’Neill hizo otro nuevo guiño, esta vez al comandante. El comandante dio la vuelta para irse. Cuando ya salía, Bolton le gritó:
—Dígale a la abuelita que la próxima vez que la cojamos la cortaremos en pedacitos y la meteremos en un saco.
Resonaron risas tras él, mientras cruzaba por el vestuario vacío camino del vestíbulo. Antes de llegar a la entrada, O’Neill, que le había seguido con rapidez, le cogió por el brazo y le preguntó anhelante:
—¿Qué piensa usted de ellos? Les harán pensar un poco más las cosas a los fenianos, ¿no cree?
—Estoy seguro de que sí —dijo fríamente el comandante—. Pero puede resultar peor el remedio que la enfermedad.
Después de su encuentro con O’Neill, el comandante subió cansinamente las escaleras hasta el salón de té del primer piso. Estaba vacío a aquella hora, pero había una galería con una vista espléndida al campo de golf y, más allá, a los trigales que bordeaban la carretera hasta Valebridge. El sol estaba ya bajo en el cielo y sobre la hierba ondulante iban arrastrándose a lo lejos negras sombras. Abajo, junto a las escaleras de la casa del club, cuatro rezagados se disponían a salir para iniciar el primer tee. La brisa les hinchaba los pantalones bombachos mientras esperaban. Aún había tiempo aquel día para nueve hoyos, o dieciocho si no era uno demasiado exigente con la menguante luz.
Cuando se alejaron del edificio del club, se materializó en torno a ellos gran número de hombres y muchachos andrajosos con un lastimero y penetrante clamor. Algunos de aquellos harapientos personajes eran tan viejos y estaban tan doblados que apenas podían caminar tras ellos para insistir en sus peticiones, otros eran sólo niños, un poco más grandes que las bolsas de golf que tenían la esperanza de llevar. Los golfistas les examinaron detenidamente y efectuaron su selección. Los que resultaron rechazados se retiraron desconsoladamente a las sombras desde donde habían estado acechando. Había ya pocas esperanzas de que otro grupo se pusiera a jugar aquel día.
El comandante suspiró, se estiró, bostezó y después se fue a casa, desazonado por el hecho de que ancianos y niños tuvieran que andar rondando de noche por el edificio del club hasta tan tarde, con la esperanza de ganar una moneda de seis peniques. Pensó: «La verdad es que debería hacerse algo al respecto». Pero ¿qué hacer?
LA SITUACIÓN DE IRLANDA
Una conspiración contra Inglaterra
Al votarse ayer el último debate de la Cámara de los Comunes, sir Edward Carson dijo que no podía dejar de pensar que los pueblos inglés y escocés (tenía la esperanza de equivocarse) habían empezado a despreocuparse del todo de lo que pasaba en Irlanda. Consideraba que unos cuantos años atrás no habrían soportado que policías que servían al rey fuesen abatidos a tiros como perros un día tras otro y que soldados que habían combatido en el frente fuesen tratados al volver a casa como delincuentes, porque habían desempeñado su heroico servicio sin que existiese gran cosa para asegurar su protección. Era difícil comprender la parálisis que se había apoderado del pueblo de Inglaterra en relación con esos crímenes. Había pruebas abundantes de que existía una relación entre lo que estaba pasando en Irlanda y lo que estaba pasando en Egipto y en la India. Todo ello formaba parte de un plan, claramente establecido, para reducir a Gran Bretaña sólo al territorio que ocupaba aquí y a quitarle todas las llaves de un gran imperio. Si investigasen bien, descubrirían que los mismos americano-irlandeses que estaban manejando este asunto en Irlanda, y que visitaron el país el año anterior, tenían una Oficina Irlandesa, una Oficina Egipcia y una Oficina India en Nueva York. Era algo bien sabido. La prensa americana había revelado que existía esta gran conspiración (de la que el Sinn Féin constituía sólo una parte) no por amor a Irlanda, sino por odio a Gran Bretaña, fomentada en todas partes por los alemanes… Él creía que toda esta campaña de asesinatos, o gran parte de ella, estaba dirigida desde América, y creía que los fondos procedían principalmente de allí.
CORTAN EL PELO A UNA CHICA
Una nueva forma de liberar a Irlanda
Los jueces condenaron enérgicamente el ultraje de que fue víctima Bridget Keegan cerca de Tuam, cuando hombres enmascarados entraron en casa de su padre a altas horas de la noche y le cortaron el pelo.
El señor Golding, funcionario público, que compareció en nombre de la Corona, dijo que era un acto canallesco. Siete hombres entraron en casa de la joven hacia las doce y cuarto de la noche. Uno de ellos tenía un revólver y los demás llevaban objetos que parecían revólveres. Cogieron a la chica, que se había desmayado, la sacaron al patio en camisón y le cortaron el pelo con unas tijeras de podar, diciéndole a su hermana, a la que amenazaron con el mismo destino, que aquello era lo que se conseguía saliendo con soldados ingleses. El que manejaba las tijeras cantaba mientras le cortaba el pelo: «Estamos decididos a conseguir una Irlanda libre».
Lo único que puedo decir yo, dijo el señor Golding, es que Dios proteja a Irlanda si éstos son los actos de los irlandeses, y que Dios proteja a Irlanda si éstos son los hombres que van a liberarla.
CONTINÚA LA AGITACIÓN AGRARIA
Apelación de un obispo católico
El Muy Reverendo doctor O’Dea, obispo católico de Galway, predicando en Killanin, donde administró la confirmación, instó a la gente a mantenerse unida y en calma, y sobre todo a obrar siempre de acuerdo con las normas de justicia establecidas por la Iglesia y los preceptos de honradez que establecen los mandamientos. Con respecto a los tiroteos y atentados poco tenía que decir. Los disparos con armas de fuego eran siempre peligrosos, y aunque se disparase sin la menor intención de matar o de herir, ¿acaso no eran amenazas? ¿No amenazaban los disparos hechos al aire y acaso no era pecaminosa la amenaza? En cuanto a lo de apoderarse de la tierra, continuó su ilustrísima, todo lo que diré es esto: «No dejemos que el amor a la tierra o a las riquezas o a cualquier otra cosa de este mundo, nos haga quebrantar la ley de Dios, porque la tierra manchada con la sangre de Dios es una tierra que se obtiene ilícitamente y pesa sobre ella la maldición de Dios».
Un día o dos después de la visita del comandante al Club de Golf, Edward reunió a su personal y a lo que quedaba de su familia para hacer una declaración importante. El comandante estaba presente también, así como algunas de las viejas damas. De hecho, unas cuantas (especialmente las señoritas Bagley, Archer y Porteous) llevaban viviendo tanto tiempo en el Majestic y en unas circunstancias de penuria tal que en cierto modo, dado que Edward no se sentía ya capaz de sacar a colación con ellas el tema del pago de facturas, se habían metamorfoseado en miembros de la familia. Esta situación era insatisfactoria para Edward, no tan rico ya como había sido anteriormente. Pero no puede uno arrojar a una señora anciana a mendigar por las calles para poder sobrevivir. Además, cualquier discusión sobre dinero le resultaba desagradable. En cuanto a lo de pedirle a una señora sin más ni más que pagase su factura, antes habría sido capaz de incurrir en sodomía. Su único recurso, tal como lo veía claramente el comandante, era hacerles la vida tan desagradable que deseasen irse por voluntad propia. Pero, naturalmente, era demasiado caballeroso para hacer esto deliberadamente, a pesar de que sus gastos nunca parecían dejar de crecer. Dadas las circunstancias, probablemente fuese una buena cosa que, incluso en el mejor de los casos, la incomodidad de vivir en el Majestic se aproximase a lo insoportable.
La mirada de Edward vagó distraídamente por la habitación mientras aguardaba a que llegase todo el mundo. Hasta reprimió un bostezo; no parecía en absoluto alguien a punto de hacer un anuncio importante. Cuando por fin se hizo el silencio en la habitación, carraspeó. El sólo quería decir, dijo, que estaba a punto de (se detuvo un instante para dejar que sus palabras calasen en los oyentes), a punto de iniciar un programa de ahorro.
¿Un «programa de ahorro»? Las señoras intercambiaron miradas interrogantes, como diciendo que ellas tenían la impresión de que ese programa de ahorro se había iniciado ya, que llevaba en marcha bastante tiempo, en realidad. Algunos de los criados también dieron muestras de alarma: ¿significaba eso que iban a perder su empleo? Había tanta gente sin trabajo en aquel momento que parecía más que probable que un día te tocase el turno. La cocinera, que tenía una casa llena de familiares borrachos que mantener en uno de los barrios pobres de Dublín, emitió un gemido inaudible; la enorme fachada de su pecho empezó a subir y bajar rápidamente. Evans se puso pálido y los forúnculos del cuello le brillaron como cerezas encima del borde raído de su cuello duro. Sólo una o dos de las doncellas más jóvenes que habían llegado hacía muy poco «del campo» se ruborizaron tímidamente y sonrieron aceptando la situación, lo mismo que habrían hecho incluso en el caso de que Edward hubiese decretado que tenían que ser azotadas. En cuanto a Murphy, inmovilizado hasta entonces en una sólida letargia, se puso tan nervioso que sus ojos corrían de un lado a otro de la alfombra como ratones aterrados.
Edward carraspeó. Esperaban que continuase, que ampliase y explicase…, pero no, no decía nada. Se hizo audible el pesado tictac del reloj de pared. Finalmente, suspiró y añadió: ¿alguien tenía alguna pregunta?
Bueno, no, no había ninguna. La insatisfacción imperante se intensificó, sin embargo, y la señorita Bagley parecía muy enfadada. La verdad es que una no sabía por dónde empezar con sus preguntas cuando se proponía algo tan descabellado como un «programa de ahorro». En los viejos tiempos… Se hizo de nuevo el silencio. Fue interrumpido por la anciana señora Rappaport, que estaba sentada muy recta como siempre en una mecedora junto a la chimenea vacía, con un gorro de encaje fijado a su delicado cabello gris. Empezó a mecerse malhumorada hacia delante y hacia atrás, cada vez más rápido, hasta que finalmente gritó: «¡Es escandaloso!». Y todo el mundo se animó un poco.
Pero con la abuela Rappaport nunca podía uno saber con seguridad si ella ya se había hecho cargo del tema que se estaba considerando o si lo que hacía era hablar de algo completamente distinto. Edward decidió ignorarla y dijo que, muy bien, era todo lo que quería decir y que, por supuesto, les agradecía su cooperación. Con lo que fueron despedidos, sin saber aún qué comodidades duramente ganadas iban a roer las pequeñas ratas del ahorro.
Edward era, claro está, el tipo de persona para la cual palabras y hechos son la misma cosa. Tal vez considerase, caviló el comandante, que bastaba con anunciar el programa de ahorro sin que fuese necesario llevarlo a la práctica. Pero esa tarde, mientras el comandante estaba paseando con él después de comer por la terraza del salón de baile, vieron a las gemelas pescando en la piscina con una raqueta de tenis vieja. Fueron convocadas con brusquedad.
—Venid aquí y veamos lo altas que sois. ¡Oh, vamos, ponte derecha, chica! ¿Necesitáis ropa?
—Sí, papi. La que tenemos está destrozada, sobre todo la mía.
—La mía está peor.
—La mía está diez veces, veinte veces, cien veces peor… —Charity mostró el codo remendado de su chaqueta de punto—, un millón de veces peor.
—¿Cuánto tiempo hace que lleváis la ropa que tenéis?
—Hace siglos.
—Un billón de años.
—Está bien, seguidme. Venga usted también, comandante, para que haga de juez.
Edward volvió atrás cruzando el mugriento desierto del salón de baile y ellos le siguieron, subieron por una misteriosa escalera, una escalera raras veces utilizada, a juzgar por las telas de araña que adornaban la barandilla. Las gemelas agobiaban a Edward con preguntas mientras subían: ¿qué ropa era aquélla? ¿Había estado en Dublín en las tiendas? ¿Era ropa de Switzer o de Pim o de Brown Thomas o de dónde? ¿Cómo sabía él su talla? ¿Había tenido en cuenta que Faith tenía un poco más de pecho? Edward no contestaba nada; estaba rojo y sin aliento. Cuando se adentraron por un pasillo, le dijo en un murmullo al comandante:
—Me estoy haciendo viejo. Tengo que tomarme las cosas con calma últimamente.
Las gemelas se habían adelantado corriendo; cada paso que daban levantaba un soplo de polvo en la alfombra, de manera que sus huellas parecían humo, brillaban en las franjas de luz del sol de la tarde que se filtraban a través de las puertas entreabiertas. Las tablas del suelo sueltas crujían y se movían amenazadoramente.
—Si me cae encima, además, la podredumbre seca, estoy listo —continuó Edward como si aún estuviese hablando de su salud.
—¿Cómo?
—Este condenado lugar se me caería encima.
Ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés… La habitación siguiente no tenía ningún número de latón atornillado a la puerta, aunque sí que había habido uno en otro tiempo; su sombra oscura se mantenía presente sobre la madera barnizada. Fue en esa puerta en la que Edward se detuvo. Sacó una llave del bolsillo y la abrió.
—¿Aquí dentro? —exclamó Charity, desconcertada. La habitación estaba oscura, Edward cruzó hasta la ventana y abrió los postigos cerrados. Bruscamente, todo adquirió forma, color y significado. Aunque el comandante no había estado nunca allí, todo lo que veía le era absolutamente familiar. Sabía de quién había sido aquella habitación. Se le encogió el corazón.
Las gemelas nunca habían estado allí. La habitación parecía estar ocupada. Miraban a su alrededor con curiosidad pero su emoción empezaba ya a enturbiarse y a convertirse en recelo. Miraban la cama sin hacer, las sábanas y el edredón retirados descuidadamente como si la doncella no hubiese tenido tiempo para hacerlo de la forma adecuada. Arrugaron la nariz ante la jarra y el cuenco, la esponja seca tan dura como la piedra pómez que había al lado. Contemplaron sus reflejos encantadores en el espejo y examinaron el tocador con los cepillos de plata y el marco también de plata que contenía una foto de, bueno…, habían descubierto ya la verdad, pero por un instante se quedaron mudas de incredulidad.
—Bueno, veamos… ¿Dónde…? —dijo tranquilamente Edward. Mientras él hablaba, el comandante captó una sombra de dolor, como si le hubiesen herido detrás de los ojos («Pero ¿por qué tuvo que traerme a mí?», se preguntó con amargura). Edward se acercó al armario y lo abrió experimentalmente. Estaba vacío. Una polilla grande y blanca salió volando cansinamente y fue desplazándose por el aire hasta que desapareció víctima de un remate malévolo de la raqueta de tenis de Faith. Quedó colgando en la habitación un soplo de polvo de sus alas.
—Papi, ¿cómo has podido? —gritó Charity—. ¡No pretenderás que nosotras nos pongamos las cosas de Angela! Edward no dijo nada, pero su rostro se ensombreció cuando se dio la vuelta y buscó por la habitación. Su mirada se posó en un baúl de roble oscuro y brillante que, para la imaginación excitada del comandante, se parecía notablemente a un ataúd. Era, en realidad, un viejo baúl de novia que probablemente había pertenecido a los Spencer a lo largo de varias generaciones. Edward había alzado el viejo cierre de metal y levantado la tapa; estaba forrado por dentro con otro tipo de madera, más clara y fragante, tal vez madera de cedro. Se levantó otra tapa. En un instante Edward estaba sacando montones de prendas de ropa pulcramente doblada y colocándolas en la alfombra.
—No podemos, papi, es demasiado espeluznante —insistió Faith, frotando las cuerdas de la raqueta de tenis en la ropa blanca para eliminar fragmentos de polilla.
—La ropa de un cadáver no —suplicaba Charity—. Es horroroso. Sólo la idea hace que me sienta ya rara.
—Tenemos que ahorrar dinero, queridas niñas. Ahora sed buenas chicas y quitaos la ropa para que podáis probaros esto. Si no os queda bien, tendréis que conseguir que la cocinera trabaje con la aguja y el hilo… Me han dicho que es muy hábil para esas cosas. Además, os irá bien recibir unas cuantas lecciones suyas mientras tengáis la oportunidad, porque no parece que hayáis aprendido muchas cosas en el colegio… Cualquier día tendréis una casa propia y quizá, no sé, tal como van las cosas no tendréis siempre criados que cuiden de vosotras. En cualquier caso —añadió débilmente—, un poco de costura nunca le hizo daño a nadie.
—Creo que me voy a desmayar —dijo torvamente Faith y se sentó pesadamente en la cama, haciendo crujir los muelles.
—¡Uf! Te estás sentando en el lecho de muerte de un cadáver, Faithy.
—Si no habláis de Angela con respeto —replicó Edward—, os daré una zurra y os mandaré a vuestras habitaciones.
—¿Por qué yo? Fue Catty la que lo dijo —protestó gruñona Faith—. Y es más, yo estoy sintiéndome mal y es probable que empiece a vomitar en cualquier momento.
—Faith, no seas repugnante —dijo Charity, sonriendo a pesar de sí misma—. Estás empezando a hacerme sentir rara también.
—Callaos las dos y coged uno de estos vestidos antes de que pierda la paciencia. Están prácticamente nuevos y algunos nunca se usaron.
—¿Cuáles? —preguntó Faith dubitativamente, pinchando el montón de ropa con su raqueta de tenis.
El comandante había encendido la pipa y estaba observando a las gemelas que rebuscaban en el montón de ropa, sacando vestidos para ver qué aspecto tenían. Estaba claro (era una de las innumerables cosas que el comandante nunca había sabido sobre ella) que Angela había vestido de una forma extravagante. Casi todas sus prendas tenían pliegues en capas horizontales descendentes; había un grueso vestido de tarde con crisantemos de terciopelo estampados que llegaba hasta el suelo y se arrastraba por detrás en un faldón; había gruesos vestidos de lana llenos de adornos demasiado elegantes, con gran cantidad de alamares y bordados; había un vestido de noche de raso azul con una banda de terciopelo negro que arrastraba detrás una especie de faja; había un vestido de tafetán negro o seda chiné con una enorme cantidad de galones; había una capa y un manguito de piel de topo.
—¡Oh, es todo tan horriblemente anticuado!
—Vamos, no tenemos todo el día —les decía Edward—. Decidíos. Si no elegís uno de esos vestidos cada una en treinta segundos, los elegiré yo por vosotras.
Ante esta amenaza, las gemelas hicieron su elección a regañadientes: Charity un sencillo vestido de lino azul con cuello blanco de organdí, Faith un vestido de tarde de punto de seda con falda hasta los tobillos, cinturón dorado de cordón y borlas.
—Me siento un poco mareada, papi…
Pero a Edward estaba ya agotándosele claramente la paciencia y las gemelas se retiraron hoscamente para cambiarse.
El comandante, arrellanado en un sillón, estaba pensando si podría pedirle a Edward aquella foto suya que había en el tocador (una foto hecha en Brighton en 1916 que mostraba a un joven relativamente despreocupado que guardaba escasa semejanza con la cabeza estoicamente adusta que le acompañaba últimamente en el espejo). Quería aquella foto sólo para retirarla de la habitación, de la proximidad de los cepillos del pelo y de otras reliquias, para destruirla. No sabía por qué deseaba hacer eso. En cualquier caso, tenía miedo a que una petición de ese género pudiese disgustar a Edward.
Éste se había arrodillado entre los montones de ropa y rebuscaba en ellos abstraído.
—¡Pobre Angie! Hay montones de ropa más en algún sitio: enaguas y bragas y corsés y demás… Le gustaba la ropa, solía comprar cosas que nadie había llevado nunca aquí en el campo.
Sacó un vestido de terciopelo negro que se hinchó vacuamente en sus manos, sin Angela.
—Éste lo llevó el día de su presentación en la residencia del virrey. Fuimos en plan de broma hasta Phoenix Park en el tranvía en vez de alquilar un carruaje, los dos emperifollados. ¡Cómo nos miraba la gente! Nos divertimos mucho, ¿sabe?, fingiendo ser socialistas. Angie decía que le daba vergüenza que la vieran llegar en el tranvía, pero después se reía de ello como una buena deportista.
Se levantó y fue a mirarse melancólicamente en el espejo, cogiendo uno de los cepillos de plata (de un azul grisáceo empañado por los meses de abandono) y pasando el pulgar por las púas.
—Son sólo niñas y no importa en realidad la ropa que lleven con tal de que les abrigue lo suficiente —añadió a la defensiva—. Hay que conseguir un poco de dinero estirando de aquí y de allá de una forma u otra para poder echarle una mano a ese condenado de Ripon.
—¿Es ése el motivo?
—Bueno, usted mismo dijo que con una esposa que mantener necesitaría algo de dinero para empezar.
El comandante no recordaba haber dicho tal cosa, pero no creía que sirviese de nada desmentirlo.
—Pero ¿no cree usted que su esposa tendrá algo?
—Lo dudo. De todos modos, Ripon, pese a las faltas que tenga, no es de los que aceptan limosna. En algunos sentidos, ¿sabe usted?, es también una astilla del viejo tronco. Supongo que debería vender todos estos cepillos y estas cosas también. A la pobre Angie ya no le sirven de mucho. Estas baratijas podrían valer algo. Pero no soporto hacerlo.
Cayeron en un lúgubre silencio. Hasta que de pronto Edward empezó a hablar otra vez, con un suspiro:
—¿Sabe usted?, la única época de mi vida en que fui realmente feliz… —Pero en ese momento entraron las gemelas.
—¡Vaya! ¿Verdad que están elegantes? —exclamó Edward con sincera admiración—. Bueno, ¿qué le parece a usted esto, Brendan? ¿No están preciosas?
El comandante tuvo que darle la razón. Las gemelas estaban más encantadoras que nunca allí plantadas, idénticas, enfadadas, alzando las dos las faldas en unos puñitos cerrados. Emitieron las dos un gemido simultáneo.
—¡Pero parecemos unos bichos raros, papi!
—No podemos llevar esto. La gente se morirá de risa con nosotras.
—Tonterías, estáis absolutamente encantadoras, podéis creerme. Las señoritas sabían vestirse antes de la guerra.
—Papi, no puede ser que quieras que parezcamos bichos raros —suplicó Faith, al borde de las lágrimas.
—¡Esto es demasiado! ¡Me niego, sencillamente me niego!
—¡Faith, te lo advertí! ¡Charity! A vuestras habitaciones inmediatamente —gritó Edward, perdiendo el control. Su cólera impresionó lo suficiente a las gemelas para aplacarlas. Le miraron furiosas lacrimosamente durante un instante y luego salieron de estampida.
El compasivo comandante corrió tras ellas y les dio una chocolatina a cada una (últimamente, siempre llevaba chocolatinas en los bolsillos para los niños andrajosos y hambrientos con los que se encontraba en sus paseos). Ellas miraron las chocolatinas, soltaron un bufido, pero al final las aceptaron.
Al día siguiente el comandante se las encontró en un salón desierto investigando en un montón de sombreros, manguitos, boas y zapatos. Los sombreros eran de un exotismo y una suntuosidad desesperantes, le dijeron malhumoradas. ¿Quién podía ponerse cosas como aquéllas?
—¡Mira éste! —Faith le enseñó un sombrero de fieltro de ala ancha envuelto en metros de raso anaranjado con un pájaro pegado en la parte de atrás.
—O éste, parece una granja completa —dijo, tirándole otro sombrero de paja de Livorno de color negro, salpicado con una selva de plumas de águila pescadora y espigas de avena auténticas. Los boas, sin embargo, parecían gustarles; de hecho, el comandante tuvo que intervenir para resolver una disputa sobre un majestuoso boa magenta de plumas de gallo. Fue para Charity con la condición de que Faith pudiera quedarse con un conjunto a juego de sombrero, estola y un manguito de plumas de pavo real (el manguito tenía hasta un pico y unos ojos pardos de cristal vigilantes), y pudiese elegir, además, la primera entre las sombrillas de seda. Finalmente, las gemelas hicieron otro descubrimiento: ¡los zapatos de Angela les iban perfectamente! Pero, por desgracia, dio la casualidad de que la señora Rappaport se enteró de lo de los zapatos y organizó una escena horrorosa. ¡Tenían que llevar botas abotonadas hasta las pantorrillas por el bien de sus tobillos! Si no, parecerían lecheras cuando se hiciesen mayores. La vieja dama consiguió el apoyo de Edward en esta cuestión (aunque, a decir verdad, él estaba perdiendo interés por la ropa de las gemelas) y quedaron prohibidos los zapatos. Las gemelas se enfadaron mucho y se negaron durante días a acercarse siquiera a su abuela. Pero finalmente todo se olvidó y nadie (salvo el comandante) pareció advertir que habían vuelto a ponerse los zapatos de Angela. Por supuesto nadie pensó en mencionar el hecho a la anciana señora Rappaport.
Este incidente señaló el principio y, en realidad, también el final de la campaña de ahorro de Edward. La pura verdad era que las viejas damas tenían razón: era como si estuviese ya en marcha un plan de ahorro. No quedaba mucho con lo que poder ahorrar. Ciertamente, se podía echar a unos cuantos sirvientes, pero se les pagaba tan poco, en realidad, que casi no merecía la pena. Además, el hotel se hallaba ya en tal estado que resultaba escasamente habitable. ¿Qué pasaría si, además, se echaba a parte del servicio? Bueno, probablemente no sería muy distinto, en el fondo, porque el problema de mantener limpio el lugar hacía mucho que había sobrepasado el punto en que Murphy y las muchachas coloradas «del campo» pudiesen influir significativamente en él, incluso en el caso de que hubiesen querido (y no es que lo desearan con demasiado empeño).
Murphy había estado comportándose de una forma extraña últimamente. En la reunión que había convocado Edward había mostrado indicios de un terror abyecto ante la posibilidad de que sus parcos ingresos se viesen afectados por el plan de ahorro previsto. Pero ahora había llegado a oídos del comandante uno o dos rumores extraordinarios sobre la conducta truculenta del anciano criado; rumores que, por supuesto, difícilmente podría creer cualquiera que hubiese puesto la vista encima al sujeto en cuestión.
De acuerdo con una historia que hacía circular la señorita Staveley, una de las damas más viejas y más sordas pero no de las menos charlatanas del hotel, a Murphy se le había pedido que la ayudara a subir las escaleras hasta su habitación del primer piso donde ella tenía la impresión de que podrían encontrar sus quevedos. Aquel bribón insolente había dicho con todo descaro que sería mejor que se quedase donde estaba. Y luego se había alejado de ella por un pasillo solitario riendo entre dientes. Ella, incapaz de dar crédito a sus oídos (era, desde luego, claramente dura de ellos), había esperado que volviese. Pero no había habido la menor señal de Murphy. Había desaparecido por los oscuros recovecos del interior y era tarea inútil buscarle (nadie, ni siquiera las gemelas, ni incluso el propio Edward, conocía la geografía de aquel edificio inmenso y laberíntico mejor que Murphy, que se había pasado la vida en él). La señorita Staveley había tardado dos días en volver a ponerle la vista encima, y por entonces había encontrado ya los quevedos en su cesto de costura y había vuelto a perderlos (en esta ocasión se reclutó al comandante para auxiliar en la búsqueda y los encontró en la nariz de la estatua de Venus del vestíbulo). Este rumor llegó hasta Edward, que regañó a Murphy. Pero Murphy negó todo conocimiento del asunto y era evidente que no sabía lo que eran unos quevedos; parecía tener una vaga idea de que se trataba de una forma censurable de ropa interior utilizada por damas extranjeras. Había que admitir, además, que la señorita Staveley… Edward se dio una palmada en la frente y puso los ojos en blanco.
Pero a pesar de lo que podría decirse sobre la señorita Staveley uno se veía obligado a añadir que pagaba sus facturas regularmente. Eso la convertía en una persona de peso entre los huéspedes del Majestic. Por confusa que pudiese parecer a veces su percepción del mundo, se la escuchaba siempre con respeto. Otro rumor, fomentado en este caso por el señor Norton, el «genio» matemático, sostenía que era un hecho bien sabido que Murphy se dedicaba a hablar sediciosamente en bares y tabernas. La señorita Johnston comentó con desánimo: «Es indudable que ese hombre horrible acabará matándonos a todos en nuestras camas», pero era difícil que alguien considerase a Murphy una amenaza seria, ni siquiera ahíto de whisky y de bolchevismo como se decía que andaba. De todos modos las viejas damas y el comandante estaban de acuerdo en que era un signo de los tiempos. ¡Y qué tiempos tan terribles aquéllos! En ningún punto de la historia reciente, reflexionaba el comandante (que estaba retrepado en un sillón en un grato letargo después de comer), en ningún punto de los últimos doscientos o trescientos años habían estado tan amenazados los principios de las personas decentes, y la civilización, en una condición tan vulnerable y tan próxima a la desintegración. No tenía uno más que abrir el periódico…
Otro signo de los tiempos era el estado de abandono de los campos que había alrededor del Majestic. No se habían sembrado durante la primavera debido a la disputa de Edward con los arrendatarios, y mostraban ahora una pelambre de malas hierbas verde y tupida. El comandante veía a veces niños harapientos arrastrándose sin rumbo por aquellos campos en una lúgubre búsqueda de algo comestible: un poco de trigo que se hubiese sembrado solo de la cosecha del año anterior o una planta descarriada de patatas. También Edward parecía agobiado por aquella visión y aunque dijese: «Toda la culpa la tienen ellos. Les dije a esos mendigos estúpidos lo que pasaría si no sembraban esos campos», no hacía nada por ahuyentar a los niños e, incluso, un día envió a Seán Murphy con un barreño lleno de fruta caída de la pomarada. Los niños huyeron, por supuesto, al verle y se vio obligado a dejar el barreño allí en medio del campo. Cuando volvió a por él, media hora después, estaba vacío.
—A veces me pregunto —comentó el comandante— qué pasaría si se cogiese a uno de esos arrapiezos lo suficientemente pequeño, se le enseñase a comportarse, y se le enviase a un colegio de personas decentes. ¿Cree usted que podría notarse la diferencia entre él y el hijo de un caballero?
—Sería como vestir a un mono con un traje completo —contestó secamente Edward.
AMRITSAR
Las conclusiones de la Comisión Hunter sobre los disturbios en el Punjab en la primavera del año pasado se dieron a conocer anoche en la forma de un «Libro Azul»… la carrera del general Dyer como militar ha terminado. Todos los miembros de la Comisión admiten que era necesario disparar. Hasta los indios reconocen que los disturbios no podrían haberse sofocado por ningún otro medio. Condenaron, sin embargo, al general Dyer, en primer lugar, por disparar sin advertir y, en segundo lugar, por seguir disparando cuando había desaparecido la necesidad de una actuación drástica… Seis meses después de un acontecimiento es muy fácil sopesar sus circunstancias en un equilibrio delicado y asignar aprobación y culpa. Es indudable que el general Dyer actuó irreflexivamente; pero es probable que no tuviese más de dos minutos para decidirse. Se enfrentó a una chusma oriental fanática, cegada por un frenesí antieuropeo. Sabía que dependía de él la seguridad de centenares de mujeres y jóvenes blancas. Acertadamente o no, creyó que estaba en juego el destino de la India. En consecuencia, dio orden de disparar. Estamos de acuerdo en que se excedió en sus atribuciones. La orden de «arrastrarse» fue sencillamente estúpida. El general Dyer no era ningún político ni un moralista. Era un militar y, además, un angloindio. Pensaba en la memsahib que había sido agredida, y en la India la memsahib es sacrosanta. El «Informe Hunter» tendrá consecuencias de largo alcance en la India. No estamos seguros ni mucho menos de que vaya a aligerar la tarea del gobierno indio. La condena del general Dyer, aunque inevitable y rigurosamente correcta, se recordará en la India cuando su desdichada decisión lleve mucho tiempo olvidada.
NOCHE DE TERROR EN DERRY
Feroces combates en las calles
Bandas armadas de unionistas y fenianos tomaron posesión de las calles y los disparos de fusiles y revólveres se oyeron casi ininterrumpidamente durante la mayor parte de la noche. Nuestro corresponsal en Londonderry dice en un telegrama de anoche: «La noche del sábado tuvieron lugar los disturbios más feroces y mortíferos de los tiempos modernos en Londonderry, durante los cuales resultaron varias personas muertas y muchas heridas. Imperó durante toda la noche una situación del mayor terrorismo. La mañana del domingo se produjeron saqueos a amplia escala y hubo algunos casos de incendios provocados y tentativas de otros más».
GUARDIAS DE ASALTO
DE CONNAUGHT EN LA INDIA
Un mensaje de Reuter procedente de Simla afirma que tres cuartas partes de los miembros de los Guardias de Asalto de Connaught de Jullundar se negaron a cumplir órdenes y abandonaron las armas tras recibir un correo que daba noticia de los sucesos de Irlanda…
En el destacamento de Jutogh, a unos diez kilómetros de Simla, la calma es absoluta. Se considera que todo el asunto se debe exclusivamente a motivos políticos y a la agitación del Sinn Féin.
En Kilnalough, como en el resto de Irlanda, llovió durante todo el mes de julio. Las granjas estaban ya vacías y sólo quedaban en ellas dos o tres ancianos, porque el resto de los trabajadores se habían esfumado tras su tentativa abortada de inducir a Edward mediante amenazas a que les cediera la propiedad. Fue, sin duda, gracias al hecho de que un contingente de Policía Auxiliar estuviese destinado en el Majestic por lo que Edward se libró de acosos, agresiones y daños. Otros propietarios de tierras de diversas partes del país estaban cediendo prudentemente a las demandas que se les formulaban en ese período, pero Edward se mantenía inflexible y despectivo. Dada la situación del país y la frecuencia de los ataques terroristas, cualquier peón agrícola vengativo con un arma podría haber abatido a Edward de un tiro con total impunidad. Entre tanto, sin embargo (siempre que pudiese encontrar hombres dispuestos a recogerle la cosecha), Edward aún disponía de dos exiguos trigales en lenta maduración.
El comandante podía verlos desde la ventana de su habitación; se extendían por las suaves laderas de un valle, uno a cada lado, separados sólo por un camino de carros lleno de baches que bordeaba la granja y seguía luego hasta unirse a la carretera de Kilnalough. El trigo, de un verde pálido a principios de agosto, parecía ir haciéndose un poco más rubio mañana a mañana. El comandante había llevado consigo unos prismáticos excelentes, hechos en Alemania, que había retirado del enorme pecho agujereado de un apopléjico oficial prusiano de bigotes encerados al que se había encontrado tumbado cabeza abajo en el cráter de un obús. Utilizaba toda las mañanas aquellos prismáticos para examinar el campo del entorno y le causaba un placer especial contemplar la superficie brillante e iridiscente del trigo mientras se ondulada a un lado y a otro a lo largo del valle, en olas de almíbar.
«Qué extraño —pensó una mañana—. ¿Cómo habrá llegado eso ahí?». Se trataba de una gran piedra en la que nunca se había fijado antes y que había aparecido en el borde de uno de los trigales. ¿Por qué se tomaría alguien la molestia de transportar un pedrusco tan pesado como aquél hasta el borde de un trigal? Decidió dar un paseo hasta allí aquel mismo día, más tarde.
Pero inmediatamente después de comer se abalanzaron sobre él las gemelas. Querían que fuese «el hombre» mientras ellas practicaban unos nuevos pasos de baile; parecían estar deseosas de aprender en particular El Joy Trot y El Vampiro. Habían conseguido que les prestara un gramófono y unos discos nuevos el bueno del señor Norton, cuya implacable persecución de la juventud resultaba verdaderamente asombrosa cuando consideraba uno su decrepitud física. Al principio, el señor Norton había dicho que «el hombre» debería ser él a cambio del uso del gramófono. Pero a las gemelas no les entusiasmaba esta idea. Se descubrió, además, que el ritmo era demasiado vivo para las articulaciones artríticas del señor Norton y las gemelas se negaron en redondo a bailar a media velocidad como él proponía. Un poco contrariado, se conformó con un «apretón». Cada una de las gemelas, sucesivamente, recibía un abrazo tan fuerte que quedaba vaciada de aire con un gruñido, mientras el comandante fruncía el ceño y soplaba en su pipa, preguntándose si debería intervenir o no. Pero finalmente el señor Norton las dejó en paz y se sentó melancólicamente a observar los torpes intentos del comandante de hacer lo que le decían las gemelas. Desgraciadamente, el comandante era un bailarín muy pobre y le resultaba difícil aprender los nuevos pasos. No es que hubiese nada particularmente difícil en el one-step o en el foxtrot, eran algo notablemente parecido a caminar; la dificultad estribaba en coordinar los movimientos con los de la pareja. A veces tenía también problemas en los giros.
—Con la pipa no —dijo Faith, quitándosela de la boca y poniéndola a un lado mientras Charity se ocupaba diligentemente de darle al manubrio del gramófono—. Vamos, cógeme más fuerte, por el amor de Dios.
—Bueno, ya te dije que no era demasiado bueno en estas cosas —murmuró el comandante, anonadado por la retirada de su pipa—. Ahora déjame que entienda esto bien.
—¡Adelante con el pie derecho!
—Ah…
—¡Dios santo!
—Perdona, me he hecho un lío.
—Será mejor que me dejes dirigir a mí. Ahora limítate a atender al ritmo y no te molestes en mirarte los pies… ¡Oh, es un caso perdido!
Pero al comandante, aunque tenía conciencia de que estaba sonando música, le impedía oírla, al principio, el roce de sus propios pies en el mugriento suelo del salón de baile e intentaba escuchar en vano algo que pudiese indicarle cuándo debía efectuar sus movimientos. Había empezado con una mano que cedía suavemente en su palma callosa y otra posada como vilano en su hombro; pero al cabo de unos instantes estaba siendo dirigido, empujado y arrastrado sin ceremonia a un lado y a otro, primero por una gemela, luego por la otra. Para ser unas criaturas tan esbeltas y delicadas eran asombrosamente fuertes, la verdad. Cuando Charity derramó una caja de agujas de gramófono y se metió debajo del piano a recogerlas, el comandante vislumbró involuntariamente la parte de atrás de sus muslos lisos y suavemente musculados y (mientras foxtrotaba rápidamente hacia delante para bloquear aquella visión perturbadora a la ávida mirada del señor Norton) se sorprendió pensando que, físicamente al menos, no podía uno en realidad seguir llamándola niña.
Por entonces el comandante estaba empezando a calentarse y a cogerle el truco al asunto y no necesitaba ya que le arrastraran ni le empujaran tanto. Cambiaron el disco por By the Silver Sea y, mientras él disfrutaba de un descanso las chicas bailaron juntas la mar de bien, desempeñando el papel del «hombre» por turnos.
—Unas niñas encantadoras, ¿verdad? —cuchicheó el señor Norton ásperamente al comandante, que estaba sentado junto a él—. Inocentes como palomas.
El comandante estaba observándolas también con admiración mientras giraban en redondo remolineando las faldas y meneando los tobillos en el aire y haciendo toda clase de cosas divertidas y fantásticas sin perder nunca el ritmo ni tropezar una con otra. Con el ejercicio (el comandante cambió la aguja y dio cuerda él mismo al gramófono todo lo rápido que pudo, para que no tuvieran que interrumpir aquella placentera demostración) se pusieron ruborosas y coquetas. Les brillaban los ojos. Lanzaban sonrisas prolongadas al comandante mientras bailaban. Se lamían los labios con unas lenguas rosadas deliciosas y bajaban recatadamente las pestañas sobre sus ojos húmedos y relumbrantes. Les aparecieron hoyuelos en las mejillas y nunca habían brillado sus dientes con una blancura tan nacarada. «Qué absolutamente encantadoras son —pensó el comandante— cuando hacen uso conmigo de sus atractivos (aunque no lo hagan en serio, por supuesto) como pajaritos aprendiendo a volar: los mismos atractivos que un día utilizarán con los jóvenes cuyos corazones decidan romper. ¡Qué encantador!». Pero una mirada a la cara fruncida color nuez del señor Norton le indicó que aquel viejo bribón consideraba claramente que el objetivo de las sonrisas prolongadas y del lamerse los labios y del bajar las pestañas era él. Devolvía por ello las sonrisas con una suya llena de picardía, consistente en echar hacia atrás los labios y mostrar unos dientes postizos amarillentos excepcionalmente grandes. Aquel hombre era verdaderamente asombroso. La verdad es que había que admirarle por la tenacidad con la que se aferraba a los restos de su juventud.
Era una vez más el turno del comandante. Bailar podía ser realmente muy gozoso, decidió, y las chicas se fundían la una en la otra con tanta suavidad de un disco al siguiente que tenía problemas para recordar cuál era la gemela con la que estaba bailando. Fue para él algo así como una conmoción darse cuenta de que el señor Norton se había quedado dormido en su asiento (agotado por la electricidad sexual del ambiente) y de que eran ya las cinco y también él estaba exhausto.
—¡Sólo uno más! —gritaban las gemelas, pero el comandante dijo que no; no se había dado cuenta de la hora que era y cogiendo su pipa se dirigió a la puerta, ignorando sus súplicas. Más tarde, cuando estaba bebiendo sediento una taza de té en compañía de la señorita Bagley y la señorita Porteous, volvió a acordarse de aquel peñasco curioso que había aparecido brotando de la nada en el borde del trigal. Pero entonces era ya demasiado tarde para dar un paseo hasta allí y echarle un vistazo. Si resultaba que aún seguía allí (pensó que podría desaparecer tan mágicamente como había aparecido), iría mañana a verlo. Después de tomar esta decisión, retiró el asunto de su pensamiento con objeto de centrar toda su atención en la señorita Bagley y la señorita Porteous, que ya parecían haber descubierto cómo había pasado él la tarde. Sí, confirmó, el amor al baile de la generación más joven podría muy bien ser una de las razones por las que no respetaban a sus mayores; por otra parte, había sido todo diversión sana, en realidad, no pretendían hacer nada malo con ello. Todo era muy inofensivo. Sí, tomaría otra taza de té, tenía «una sed terrible en él», como decían los irlandeses.
Aún estaba en pijama a la mañana siguiente cuando sacó los prismáticos alemanes de la caja de cartón en la que los llevaba (el oficial prusiano había manchado de sangre desconsideradamente el estuche de cuero forrado de terciopelo original) y se los llevó a los ojos. El peñasco aún seguía allí, por supuesto, al lado de las ondulantes espigas de trigo. La verdad es que no esperaba que hubiese desaparecido. Pero ahora se había unido a la piedra otro objeto mucho más sorprendente. El comandante ajustó el foco de los prismáticos para asegurarse de que era realmente, sí (pero ¿cómo podía ser?), un tocón de árbol, el tocón de un árbol, que era indudable que no había estado allí ayer, ni un árbol ni un tocón. Pero allí estaba, de tamaño natural, al lado del trigo densamente apiñado.
Cuando acabó de vestirse bajó, pero era demasiado pronto. Edward y el resto de la gente del hotel aún no habían empezado siquiera a desayunar; todavía estaban con las oraciones de la mañana. El comandante escuchó con una leve sonrisa, desde fuera de la sala del desayuno, cómo Edward empezaba recitar la lista de cosas por las que en aquella mañana de 1920 debía dar uno gracias a Dios. Se demoró un momento, apoyado en la fría pared de piedra del pasillo y pensando que en la voz de Edward se percibía cansancio y desengaño. A lo largo de los últimos meses la lista parecía haberse hecho más corta. La voz de Edward cesó. Estaría dirigiéndose ahora hacia el altar de los caídos para abrir las hojas de bisagras. Sonriendo aún, el comandante se alejó de puntillas; las hileras de pequeños ojos acusadores le buscarían una vez más en vano. Además, sería el primero en leer el Irish Times y no tendría que esperar su turno durante la larga mañana, mientras las señoras se enfrascaban en la columna de «Nacimientos y Muertes» para ver a cuál de sus contemporáneos habían conseguido sobrevivir.
Cuando vio a Edward esa misma mañana, algo más tarde, le dijo:
—Supongo que sabe usted que hay una recolección clandestina en marcha.
—Eso creía yo, pero no estaba seguro —dijo Edward para su sorpresa, asintiendo sombríamente—. Ahora tendré que hacer algo.
—¿Y qué hará usted?
—Dios sabe. Tendré que pararles los pies de un modo u otro.
—¡Por qué no les deja simplemente que se lo lleven! Deben de necesitarlo mucho si salen a cogerlo de noche.
—Eso no puede considerarse siquiera. No serviría de nada dejarles que piensen que pueden robar en mi propiedad sin que les pase nada. Saquearían todo esto en un dos por tres.
—Oh, seguro que no.
—Mire, yo no tengo la culpa de que se largaran. Si querían seguir a los malditos fenianos, que les alimenten ellos. Otra cosa, el trigo ni siquiera está aún maduro. Cualquier idiota puede darse cuenta de eso.
—Supongo que no pueden esperar —dijo el comandante con un suspiro—. De todos modos, estoy de acuerdo con que son ellos los que tienen la culpa.
—Lo cierto es, Brendan, que hay una cosa llamada ley y orden, ¿sabe usted? Si el país está sumido en el caos en que está sumido en este momento, es porque personas como usted y como yo han sido descuidadas y han ido dejando que esos tipos se salgan con la suya.
—¡Oh, prescinda de la ley y el orden! Se trata de dos miserables trigales que esos pobres mendigos plantaron, en realidad, ellos mismos. No dejará usted que pasen hambre sólo para que se respeten sus propios principios sacrosantos.
Se produjo un súbito silencio. El comandante estaba tan sorprendido por su arrebato como Edward. Este último se puso rojo pero no dijo nada.
Debió de cavilar sobre el asunto, sin embargo, porque después de comer cogió aparte al comandante y le explicó que intentaría arreglar las cosas para que algunos habitantes de Kilnalough recogiesen el trigo y lo moliesen y distribuyesen luego la harina entre la gente del entorno que más lo necesitase. Se aseguraría también de que el doctor Ryan y el párroco se enterasen de sus intenciones, para que pudiesen decirle a la gente que dejase en paz el trigo hasta que estuviese maduro. De ese modo no se verían obligados a quebrantar la ley, ni se verían ultrajados sus propios «principios sacrosantos» (sonrió irónicamente). Ya había enviado a Murphy a Kilnalough con la noticia.
El comandante se había mantenido durante un tiempo impermeable a los rumores que circulaban en el Majestic, porque había consumido ya su ración de ellos en la humedad de las trincheras, donde crecían como hongos. Pero ahora se sorprendía escuchando rumores de nuevo, ya que las señoras los devoraban ávidamente y les encantaba compartirlos con él (era un misterio dónde se originaban, a menos que los generasen de algún modo los sentimientos revolucionarios que se decía que burbujeaban en el cerebro de Murphy). El IRA planeaba asesinar a Su Majestad, le aseguró un día la señorita Archer (con quien no le unía ningún parentesco), con un dardo untado con curare disparado con una cerbatana por cierto tipo de salvaje importado especialmente de las selvas del Brasil.
—¡Oh, qué disparate! —bromeó el comandante (ella era una de sus favoritas)—. Me sorprende que usted, Sybil, crea una historia tan inverosímil.
—Pero si es absolutamente cierta. Lo sé por una fuente absolutamente fidedigna.
—¡Oh, no me diga!
La señorita Archer bajó la voz: «C. D.».
—¿C. D.?
Ella chasqueó la lengua, desesperando de la capacidad del comandante para entender.
—Castillo de Dublín.
—Absolutamente falso —dijo el comandante riéndose.
Pero no, la señorita Archer insistió en que era ni más ni menos que la verdad. Y que eso no era ni la mitad del asunto… El IRA no sólo había planeado ese acto vil, sino que había estado en un tris de ejecutarlo. El salvaje brasileño, que llevaba sus plumas e iba disfrazado de informador, había sido colocado junto a la pista en Ascot. Cuando el Carruaje Real avanzaba hacia él, había preparado su cerbatana. El rey estaba cada vez más cerca, estaba ya a su altura, las mejillas del salvaje se estaban hinchando ya cuando… había sido víctima de un ataque de tos (no habituado al clima, había muerto de neumonía dos días después), ¡y el dardo se había deslizado de la cerbatana y se había clavado inofensivamente en la hierba! La señorita Archer había abandonado ya la pretensión de seriedad y concluyó su historia con una tempestad de risas doncelliles; sus ojos apagados y legañosos, bellos en otros tiempos, derramaban lágrimas de risa, de manera que el comandante no sabía ya si había tenido en algún momento la pretensión de que él se lo tomase en serio. Tal vez no lo supiese ya ella misma.
—Nunca más creeré una palabra de lo que me diga —dijo con firmeza el comandante.
Había otro rumor en el que creían la anciana señora Rice y las señoritas Johnston, Laverty y Bagley (y medio creían al menos el resto de las damas), según el cual todos los dirigentes del IRA hablaban alemán con fluidez y que aquellas mujeres locas (Maud Gonne y la chica de Gore-Both que se había casado con el hombre del apellido impronunciable) habían sido las dos amantes del Káiser. Como suplemento, el señor Norton indicó sottovoce al comandante que el pobre y buen Káiser Bill las había encontrado insaciables y había dañado de modo permanente su salud en un esfuerzo por defender su honor.
La señorita Staveley, como correspondía a su estatus en el Majestic, poseía un rumor que propagaba y creía exclusivamente ella pero que, sin embargo, hacía estremecerse por un momento a cualquier señora que lo oyese: había un plan en marcha de acuerdo con el cual todos los carniceros del país, fuesen de cerdo o de vacuno, se alzarían como un solo hombre y usarían sus cuchillos de cortar carne con la gente distinguida del lugar.
Sin embargo, el rumor que le gustaba más al comandante procedía nada menos que del propio Edward. Éste había oído, aunque probablemente fuese una «absoluta paparrucha», que el suministro de agua del Castillo de Dublín había sido deliberadamente envenenado y todo el Ejecutivo se hallaba incapacitado con la excepción de un puñado de los bebedores de whisky más pertinaces. Estos últimos estaban intentando desesperadamente ocultar la situación mientras lidiaban con ella. Pero ¿qué podían hacer? Se trataba de una situación que recordaba la tragedia clásica. El propio elixir que les había salvado la vida les mantenía ahora tanteando en medio de una impenetrable niebla alcohólica. Mientras una alegre maniobra beoda seguía a otra, el Sinn Féin se disponía a asestar un golpe mortal en el corazón de Irlanda.
—Una necedad —dijo sonriendo el comandante.
—Parece un poco estrambótico, pero uno nunca sabe, sobre todo en estos tiempos.
Sin embargo, aunque el comandante sentía la tentación de sonreír ante algunos de estos rumores, siempre recuperaba la seriedad con bastante rapidez cuando abría el periódico. Desde su regreso a Kilnalough no había pasado ni un solo día sin noticias de un asalto o un tiroteo o un ataque terrorista en algún lugar de Irlanda. De hecho, estos ataques se habían hecho tan numerosos que desde finales de mayo sólo los desastres importantes conseguían acceder a las columnas principales del lrish Times, quedando relegados los restantes a una breve lista numerada que aparecía a diario bajo el titular «CATÁLOGO DEL DELITO o LA CAMPAÑA DE ATENTADOS».
1. Londonderry Ciudad. A las 10:50 de la noche del jueves, cuando los agentes de policía McDonough y Collis se hallaban de servicio, les dispararon con un revólver, y la bala impactó en la pared junto a la que estaban.
2. En la mañana del miércoles, John Niland, del condado de Galway, descubrió que durante la noche les habían cortado la cola a nueve cabezas de ganado, habiéndose cortado en todos los casos de dos a tres pulgadas de la parte carnosa.
3. A las 11:35 de la noche del jueves, tres hombres enmascarados, dos de ellos armados, entraron en la casa de Thomas Flattery, un candidato al puesto de concejal del distrito, y le pidieron que firmara un documento comprometiéndose a no participar en las elecciones. Se negó. Entonces el jefe del grupo le dijo: «Ponte de rodillas y haz un acto de contrición». El señor Flattery dijo: «Estoy preparado para morir». Dos de los asaltantes le apuntaron con los revólveres, un tercero sujetó a su esposa para que no pudiera moverse y un cuarto dijo desde el otro lado de la puerta: «Matad a ese perro».
4. El lunes, en Ballyhaise, condado de Cavan, fue roto un gran paño de cristal de la iglesia protestante y fue robada de la sacristía una botella de vino.
5. Condado de Cavan. Samuel Fife, cartero, distrito de Cavan, recibió por correo la siguiente carta: «Fife, has escapado a los alemanes, pero como has venido a Arvagh, tus días están contados. Considera esto como definitivo y prepárate para morir. Los Muchachos Blancos».
6. El miércoles la casa de T. Box, Mountbellew, condado de Galway, fue tiroteada. La semana pasada los caballones de su patatal fueron arrancados y destruidos.
7. Condado de Mayo. Patrick McAndrew, guarda fluvial, recibió una carta: «Anuncio de muerte. Creo que ha llegado la hora del día en que no se permitirá a ningún hombre guardar la pesca para un perro inglés. Si lo haces, estás condenado. El Defensor de los Ríos».
8. Condado de Kerry. El sargento Coghlan recibió una carta: «Tú has sido un siervo bueno y diligente de la Corona, así que ya es hora de que dejes de galopar. Te aconsejo, pues, que no te arriesgues a manchar tu alma con un pecado, ya que la recompensa que nosotros damos a los siervos buenos y fieles es media onza de peso muerto de plomo. Estás marcado como traidor para el futuro. Nuestro gobernador, Sinn Féin, lo ha decidido».
Antes de meterse en la cama aquella noche el comandante apagó las velas y se quedó un momento en la ventana mirando hacia los trigales invisibles. En una hora o así tal vez apareciesen hombres surgidos de las sombras, como los roedores de los paneles, para segar el trigo de Edward a la luz pálida e intermitente de la luna. Tal vez estuviesen ya allí. Bostezó y se metió en la cama. En cierto modo era agradable quedarse dormido pensando en los hombres que estaban trabajando allí fuera, silenciosamente, un leve silbido de hoces segadoras, un suspiro suave, el crujido apagado de una carretilla. Pero, por supuesto, para entonces ya sabrían que Edward estaba al tanto de lo que se traían entre manos y no acudirían. Era agradable, la noche de verano. Una silenciosa tempestad de sueño sopló sobre el campo oscuro, inclinando el trigo en olas, hacia un lado y hacia otro. El comandante se sentía feliz, a pesar de todo. Edward había estado a punto de hablarle, cuando esperaban a que aparecieran las gemelas vestidas con la ropa de Angela, de la única vez en su vida que había sido realmente feliz. «Tengo que preguntarle», se dijo el comandante mientras se dormía.
El comandante estuvo durmiendo boca arriba en una tiesa postura militar, los pies juntos, las manos a los lados, soñando con Sarah. Después se puso boca abajo y durante un rato estuvo casi consciente. La habitación estaba a oscuras pero había un brillo rosado en la pared enfrente de la ventana. Se incorporó. Se oyó un ruido junto al tocador.
—¿Quién anda ahí? —cuchicheó.
Alguien encendió una cerilla y se inclinó hacia el candelabro ramificado, prendiendo primero una vela y luego la otra. Era Edward, demacrado, llevaba puesta una bata.
—¡Ah! —exclamó alegremente el comandante—. Precisamente iba a preguntarle una cosa… —se detuvo, incapaz de recordar qué era.
Edward abrió de golpe la ventana. Apoyó las manos en el alféizar y se asomó. El comandante, que iba despertándose gradualmente, se puso las zapatillas soñoliento y echó mano a su bata. Antes de llegar a la ventana ya se había dado cuenta de que algo pasaba. No llevaba mucho tiempo dormido; estaba demasiado oscuro, no podía estar amaneciendo. Miró por encima de la cabeza de Edward hacia el lago de fuego lejano. Los trigales ardían furiosamente a ambos lados del valle más allá de la cresta de la ladera. Alrededor, la negrura era perfecta e impenetrable.
—¿Lo ha hecho usted?
—¡No diga tonterías!
—¿Pero por qué habrían ellos…?
—¿Cómo demonios iba yo a saberlo?
Lo único que se podía hacer ya era mirar como ardía. Lo hizo muy deprisa.
En los prismáticos del oficial prusiano ya no había ningún trigo ondulante visible, sólo una extensión de tierra ennegrecida, y aquí y allá, donde el trigo estaba aún un poquito verde, los tallos no habían ardido hasta el suelo, sino que se alzaban en escabrosos anillos y manchas, haciendo pensar al comandante en los cueros cabelludos comidos de gusanos de los niños a los que había visto rondando por el campo de golf. «La quema injustificada de alimentos —pensó—. Tan insensata como la peste». Se había propagado el rumor por la vecindad de que había sido el propio Edward quien había quemado el trigo para que la gente no pudiese cogerlo. El comandante recordó, sintiéndose culpable, que aquello había sido lo primero que había pensado él y le habría gustado pedir disculpas, especialmente porque Edward había adoptado su aire de hombre desengañado.
—Naturalmente, todo el mundo me cree capaz de quemar mis propios cultivos —le dijo burlón al comandante—. En fin, el día menos pensado quemaré esta maldita casa por despecho, no me sorprendería que lo dijesen.
Y se fue riendo con una alegría torva.
Pero si Edward no había prendido fuego a los trigales, ¿quién lo había hecho? Los propios campesinos no, seguro, necesitaban demasiado el trigo.
—¡Brendan, no estás escuchando!
—Sí, lo estoy. He oído todo lo que habéis dicho. Hablábais sobre un traje de baño.
Y, de todos modos, podría haber sido un accidente, que alguien hubiese tirado una cerilla, quizá, o un cigarrillo mal apagado. O tal vez fuese uno de esos incendios espontáneos que se producen a veces cuando hace mucho calor, un trozo de cristal roto que capta los rayos del sol, o alguna cosa parecida.
—Brendan, ¿has oído?, necesitamos ocho peniques. ¡No estás escuchando otra vez!
—Sí, lo estoy. ¿Para qué queréis ocho peniques?
—Oh, ¿cuántas veces tenemos que decírtelo? Para el patrón. Léeselo otra vez, ¡y esta vez escucha, por el amor de Dios!
—«Traje de Baño 1149 (un Traje de Baño Práctico). Se trata de un patrón notablemente sencillo. La braga es de una sola pieza y está unida a un canesú liso, mientras que la prenda exteriores parecida a una levita, con una espalda…».
(Siempre se pueden producir esos incendios en verano. Había habido un período de tiempo seco y cálido; la tierra estaba quebradiza y se deshacía en polvo bajo los pies. Pero el comandante no creía en realidad que hubiese sido un fuego accidental. Se había iniciado en mitad de la noche y los rayos de la luna no producían incendios. Edward estaba convencido de que era obra de los fenianos, que estaban deseosos de poner a los campesinos en su contra. Si tenían hambre suficiente, se les podría convencer para que hiciesen cualquier cosa. Parecía la única explicación realista).
—«… con espalda, delantero, manga corta y cuello de estola recto. Un cinturón liso abotonado por delante sujeta y recoge la tela en la cintura y da a la prenda un toque de pulcro acabado. (Hasta la rodilla, con zapatos y un gorro). Ocho peniques el patrón».
—Pero ¿por qué me contáis todo eso?
—Faithy, te juro que le mataré si vuelve a decir eso otra vez… ¡Porque queremos ocho peniques para comprar con ellos ese bendito patrón!
—Por supuesto —dijo el comandante riéndose y buscando en el bolsillo—. ¿Por qué no me lo habéis dicho desde el principio?
El comandante aún no había conseguido desprenderse de su extraño hábito de patrullar sin descanso de una habitación a otra. Un día, vagando sin rumbo, entró en el estudio, que ya no se usaba casi nunca, y echó un vistazo alrededor. Los paneles de las paredes eran de roble oscuro pero parcialmente ennegrecido por inmensos tapices grisáceos que mostraban escenas de caza. Encima de la repisa de la chimenea, por ejemplo, y extendiéndose hacia arriba hasta el oscuro techo había una hembra de gamo inmensa tendida de costado en una mesa llena de fruta y de hogazas de pan. Una de las patas traseras del animal estaba torcida hacia arriba en ángulo con la mesa, mientras que en el primer plano la grácil cabeza colgaba de su largo cuello. La sangre, en tiempos color escarlata, que goteaba pintorescamente de la blanca garganta cortada resultaba tan gris como la fruta de la mesa, tan gris como el polvo. Mesas, sillas y escritorios estaban distribuidos aquí y allá en grupos.
Le alertó un débil ruido. Y vio a Edward profundamente dormido en un cavernoso sillón orejero de gastado cuero, con la cabeza colgando a un lado, la boca abierta, la cara colapsada por el cansancio, por los inicios de la vejez y la desesperación. El comandante se quedó allí parado durante un largo instante en la habitación silenciosa, asombrado de ver a Edward con una apariencia tan vulnerable, tan indefensa. Luego, cuando se disponía a marcharse de puntillas, una negra sombra surgió deslizándose de detrás de un escritorio polvoriento y se aposentó confortablemente en el regazo abandonado de Edward (porque el ejército de gatos del bar Imperial había empezado recientemente a apoderarse de ciertas habitaciones poco frecuentadas del Majestic). Edward despertó, vio al comandante mirándole, murmuró: «Me he quedado dormido», y carraspeó con un largo y cansado ruido ululante que podría haber sido el grito de un animal moribundo. A ninguno de los dos se le ocurrió nada que decir.
Desde la quema de los trigales, el tiempo había empeorado: tal vez eso estuviese afectando negativamente al estado de ánimo de Edward. En cualquier caso estaba claro que no era ningún consuelo para él el hecho de que el trigo quemado se hubiese perdido muy probablemente a causa de la lluvia torrencial que aullaba alrededor del Majestic y dejaba charcos relucientes en el suelo del salón de baile, aunque hubiesen escapado al fuego. Las tormentas se retiraron para efectuar, azotando y gruñendo, su recorrido por el mar de Irlanda camino de Gales, dejando atrás un chaparrón firme e interminable que parecía colgar del cielo como una cortina de cuentas de cristal.
—¿Dónde esta mi revólver? —preguntó Edward una mañana a una de las doncellas, después de pasarse una hora registrando diversos cajones de su estudio.
—Lo tiene la cocinera, señor. Lo tiene en un lugar seguro, en la máquina de planchar de la cocina.
—¿Y para qué demonios lo quiere?
—Es que les tiene miedo a los voluntarios.
Edward fue inmediatamente a recuperar el arma (estaba cubierta de huellas dactilares harinosas y envuelta en un papel manchado de mantequilla) pero no le dijo a nadie lo que se proponía hacer con ella. Mientras, pasaban los días y las viejas damas seguían juntándose en grupos temblorosos como nómadas alrededor de un fuego de campamento, y el aliento del comandante se vaporizaba de ventana en ventana por las diversas partes de la casa. Desde una u otra de esas ventanas localizó a Edward bajando majestuosamente por el camino, indiferente al agua que golpeaba con firmeza su gorro de tweed y rociaba en los hombros de su trinchera. La trinchera se combaba pesadamente a un lado cada poco y el comandante vislumbró la culata de un revólver sobresaliendo del bolsillo. En una ocasión fue corriendo detrás de él con un paraguas, temiendo que pudiese estar a punto de hacer alguna tontería. Pero Edward se dirigía simplemente hacia el campo de tiro. El comandante le vio allí plantado en el borde del claro bajo los árboles goteantes, las mejillas de un púrpura escaldado por el frío diluvio, el brazo derecho alzado, tieso y recto para disparar a…, no estaba nada claro a qué estaba disparando, tal vez a un diente de león que crecía incómodamente en una grieta de la pared de la casa del guarda. La mano al extremo de su tieso brazo se balanceaba violentamente entre los estampidos, pero la cara de Edward se mantenía impasible, inexpresiva. Del ojo de metal del extremo de la culata manaba sin interrupción una delgada aguja de agua. El comandante dio marcha atrás hacia los arbustos empapados y enfiló caviloso por el camino con la lluvia tamborileando en el paraguas.
Pero la lluvia cesó al día siguiente y dejó paso a un débil sol intermitente. El cambio de tiempo pareció mejorar el estado de ánimo de Edward, porque, cuando las gemelas arrastraban al comandante para que fuera con ellas a bañarse, le gritó alegremente desde la ventana de la biblioteca:
—No deje que esas dos bestezuelas le ahoguen, Brendan.
Las dos bestezuelas tenían un aspecto adorable. Sus tentativas de hacerse trajes de baño prácticos a partir del patrón habían acabado en fracaso y en rabietas de impaciencia, pero por una feliz casualidad una tía lejana de Londres, una hermanastra de Edward, con fama de ser bastante «liviana» a pesar de estar casada con un clérigo, les había enviado trajes de baño nuevos. Desde luego los trajes de baño que había elegido eran los más atrevidos que había visto en su vida el comandante, sin mangas y con sólo las faldas más someras. Apenas cesó la lluvia las gemelas se pusieron aquellas exiguas prendas y se dirigieron a la playa. El comandante, por su parte, no era gran cosa como nadador y, aunque se había puesto un traje de baño de lana prestado de Edward (Edward era considerablemente más corpulento, así que la tela colgaba suelta sobre el vientre liso del comandante), le faltaba entusiasmo; además, había oído que el agua en la costa de Wexford estaba helada hasta en los días más calurosos del verano. Así que albergaba la esperanza de evitar meterse en ella.
Lo cierto es que las gemelas tampoco tenían ninguna intención seria de nadar. Chillaban cuando las olas bullían sobre sus tobillos. Aunque el comandante, que estaba sentado en una roca fumando su pipa, les mandó meterse más en el agua, se aferraron la una a la otra y gritaron quejumbrosamente cuando una ola les llegó hasta las rodillas. Y eso fue todo lo que se atrevieron a entrar en el agua.
De pronto el comandante reparó en los rasgos cadavéricos de Murphy atisbándole desde detrás de un afloramiento rocoso.
—¿Qué es lo que quieres?
Una señora estaba preguntando por él arriba en la casa.
—¿Una señora? ¿Quién demonios es?
Pero Murphy se había dado la vuelta y se alejaba, considerándose ya sin duda fuera del campo de audición.
El comandante cruzó la playa hasta el camino de grava que conducía al cobertizo de los botes y a la pista de squash, luego giró para subir las escaleras hacia la primera terraza. Allí miró hacia arriba y vio que Edward estaba esperándole al final mismo del último tramo de escaleras, al nivel de la casa. Y junto a Edward estaba Sarah.
El comandante se sacudió la arena de las franjas azules y blancas de su traje de baño y echó a correr, subiendo un tramo de escaleras tras otro a la carrera. Edward y Sarah aguardaban inmóviles mientras él subía esforzadamente sin detenerse, con aquella bolsa vacía de tela (que el pecho y la barriga hinchados de Edward normalmente llenaban) aleteando. En una de las terrazas más bajas dejó atrás a Murphy, que subía con la cabeza baja como si tuviese mucha prisa. Lanzó un gemido de miedo cuando el comandante surgió de pronto por detrás de él, jadeando con su traje de baño blanquiazul, subiendo los escalones de tres en tres, sin que sus pies descalzos hiciesen ruido alguno en la lisa superficie. El anciano criado quedó enseguida atrás subiendo laboriosamente las escaleras solo… y se esfumó por completo muy pronto siguiendo alguna ruta alternativa.
Cuando el comandante llegó al último tramo de escaleras, al final del cual Edward y Sarah le miraban sonriendo, aminoró el paso adoptando un ritmo más digno y pensó: «¿Por qué tengo tanta prisa? En realidad, es sólo una amiga. Pensará que soy un imbécil por venir corriendo de este modo todo el camino».
Cuando llegó, por fin, Edward decía: «Una muy querida amiga nuestra, Brendan, ha venido a vernos…», y sonreía a Sarah con una expresión muy cálida y afable.
—¡Uf! —jadeó el comandante—. Me he quedado sin aliento…
Y le silenció de nuevo la falta de aire.
—Es estupendo estar de vuelta. ¿Cómo se encuentra, Brendan?
—Oh, bien, bien.
—Sarah y Angela eran grandes amigas, ¿sabe usted? —explicó innecesariamente Edward, con los ojos tristemente bajos por un instante mirando al pecho del comandante que aún subía y bajaba—. Angela tenía muy buen concepto de ti, querida mía.
—Y yo de ella —dijo Sarah con calma, casi con indiferencia.
Y el comandante, mientras asentía píamente para indicar que por supuesto todo el mundo tenía un gran concepto de todo el mundo, cosa por lo demás natural, y nadie debía albergar duda alguna a ese respecto (estaba aún sofocado por su rápida ascensión y deseoso de estar de acuerdo con todo el mundo), hizo una rápida y oblicua valoración sobre ella y decidió que parecía mayor y menos bella. Hacía bastantes meses, desde luego, desde la última vez que la había visto y, a veces, una chica de veintitantos puede cambiar enormemente, sí, sólo de un año para otro, lo había oído decir muchas veces… Era algo que se relacionaba con las glándulas, muy probablemente. Sus ojos seguían siendo de un gris encantador, por supuesto, y la cara y las manos estaban aún atractivamente bronceadas por el sol (el comandante no era de esos que abominan del aire libre y les gusta que sus damas tengan un color blanco lirio), pero había en sus rasgos como una sombra de preocupación; probablemente estuviese aún cansada del viaje. Lo que modificaba más su apariencia era el pelo, que no le caía ya libremente sobre los hombros, sino que estaba ahora muy pulcramente asegurado en un moño. Era eso, más que nada, lo que la hacía parecer mayor. La hacía parecer una institutriz…, que era exactamente en lo que se había convertido.
Edward le había hecho una pregunta cortés sobre su estancia en Francia (aunque parecía saber ya todo al respecto) con el fin de dar tiempo al comandante a recuperar el aliento, y Sarah estaba diciendo que la familia había sido encantadora y en cuanto a los niños, que estaban a su cargo, dejarlos había sido (el comandante escuchaba en vano para ver si se producía un cambio en su tono indiferente y mesurado)…, le había partido el corazón. Ahora era el turno del comandante, debía decir algo, y tanto Edward como Sarah se volvieron hacia él. Pero el comandante difícilmente podía expresar los pensamientos críticos que habían estado pasando por su mente en relación con Sarah, así que jadeó artificialmente un poco más. Por último, exclamó: «Debo haberme dejado la pipa en la playa», pero luego se dio cuenta de que tenía entre sus dedos un objeto oscuro de madera. Se la llevó a la boca y la retiró de nuevo. Sarah y Edward rompieron a reír.
—Brendan —dijo Sarah—, está absolutamente ridículo con ese traje de baño.
A Sarah la esperaban en casa, según explicó, y sólo se había acercado allí un momento. Pero parecía no tener demasiada prisa, así que el comandante fue arriba a quitarse la arena del cuerpo y a ponerse ropa más adecuada, y se frotó el pelo con aceite de macasar y lo cepilló meticulosamente hasta dejarlo suave y liso. Pero fue un esfuerzo inútil. Cuando bajó no había ni rastro de Sarah. Las gemelas habían subido de la playa pero estaban enfadadas por alguna razón y cuando les preguntó si sabían dónde estaba Sarah se encogieron de hombros y dijeron que no tenían la menor idea. Tampoco había rastro de Edward.
El comandante se dio cuenta de que las señoras estaban lanzando miradas significativas en su dirección. «¿Qué les pasa ahora?», se preguntó irritado. Fuese lo que fuese no tenía tiempo para ellas en aquel momento. Además, estaba cansado de que le considerasen su protector. Sin embargo, no tardó en saber cuál era la razón de aquellas miradas significativas. Al asomarse al salón de las damas vio que estaba vacío, a no ser por la presencia de la ancha espalda uniformada del capitán Bolton. Tenía los pies encima del sofá y estaba leyendo una revista.
—Tal vez no lo sepa usted, pero este salón está reservado para las damas.
Bolton se volvió lentamente. Tenía en la mano unos impertinentes de señora. Se los llevó a los ojos y examinó durante un instante al comandante en silencio. Luego los retiró y volvió a su revista, diciendo: «Dígale a alguien que me traiga un té, abuelo».
El comandante se fue de allí furioso. Lo único que podía hacer era buscar a Edward, que era lo que intentaba hacer desde hacía un buen rato. Lo encontró finalmente en el vestíbulo.
—¿Dónde demonios se había metido? He estado buscándole por todas partes.
—He ido a llevar a Sarah a casa. Vaya, está usted muy elegante, Brendan. Recuérdeme que le pregunte el nombre de su sastre.
—Sí, sí, cómo no… El caso es que uno de esos auxiliares, el que se llama Bolton, está molestando a las señoras sentándose en su salón. Intenté sacarle de allí pero no hubo manera. Tal vez pudiese usted tener una charla con él.
El comandante habría acompañado a Edward pero en aquel momento llegó una de las doncellas a decirle que la señorita Porteous quería hablar con él y que estaba en el Patio de las Palmas. Había sido expulsada del salón de las damas por un hombre horrible, le contó después de que la localizó, por fin, en medio del follaje. ¿Qué era lo que quería?, inquirió pacientemente el comandante. Oh sí, quería dos cosas: una, que matase una araña que había hecho repetidos intentos de subir a su zapato y estaba desazonándola mucho. ¿Y la otra? Le diría la otra en un momento…, a ver…, se llevó la pequeña muñeca de hinchadas articulaciones a la frente e intentó recordar qué era.
—No veo a esa bestia voraz que ha estado intentando atacarla, señorita Porteous —dijo el comandante, investigando en el suelo polvoriento y oscuro.
Y luego, imaginando que tal vez hubiese visto escapar algo, murmuró: «Ya la veo», y pisó con fuerza, aplastando algo bajo la suela del zapato. No hizo tentativa alguna de examinar los restos de su víctima.
—Supongo que eso significa mala suerte para mí, ¿no?
—Oh, querido, espero que no —dijo la señorita Porteous—. Acabo de recordar lo que necesitaba: que alguien me ayudara a ovillar la lana.
Al cabo de unos instantes, con el comandante sentado allí, con las manos alzadas en una actitud de rendición o de bendición y la lana disminuyendo entre ellas, llegó del salón de las damas un estruendo de griterío furioso. Era Edward, que estaba perdiendo el control.
Más tarde, al final del día, circulaba entre las jubilosas damas una historia según la cual Edward, durante su enfrentamiento con Bolton, había amenazado con llamar a la policía. Cuando Bolton le había indicado que él era la policía, Edward, indignado, había telefoneado al Castillo de Dublín, donde tenía un amigo influyente. Se había abordado el asunto y era probable que Bolton perdiese su trabajo o, como mínimo, fuese rebajado de graduación.
Esta historia tenía un suplemento curioso. Después de la expulsión de Bolton del salón de las damas, éste se había retirado, esfumado (al menos, a los ojos de las señoras), camino del ala del Príncipe Consorte. En el camino había pasado por una pequeña antecámara donde había reunidas una serie de damas que esperaban volver a ocupar su territorio legítimo. No les había parecido que estuviese demasiado afectado por su enfrentamiento con Edward, como máximo ligeramente preocupado. Podría haber pasado por allí sin reparar siquiera en las damas si la señorita Johnston no hubiese susurrado bruscamente: «¡Y yo pensaría lo mismo también!». El capitán Bolton se había detenido entonces y, sonriendo educadamente, había sacado una pálida rosa de un jarrón de una de las mesas. Luego, sosteniéndola delicadamente entre índice y pulgar, se había acercado a donde estaban sentadas las damas. Las más timoratas habían apartado la vista. Pero la señorita Johnston no era ni mucho menos lánguida de carácter (el comandante había oído que su padre había muerto en la Frontera llevándose por delante a un número asombroso de individuos de piel oscura que habían decidido oponerse a su voluntad). Se había puesto de pie resueltamente. El capitán Bolton se había parado allí un instante, se había inclinado cortésmente y le había ofrecido la flor. Naturalmente, ella la había rechazado. Él había continuado allí parado de pie, sonriendo aún. Fue un momento torturante. Todas tenían la sensación de que en cualquier instante el capitán Bolton podría sufrir un arrebato de furia incontrolable y, sacando su revólver, se vengaría de unas damas indefensas. Pero en vez de eso había hecho una cosa aún más extraordinaria. Lenta, metódicamente, pétalo tras pétalo, había empezado a comerse la rosa. Las damas observaban cómo la masticaba llenas de asombro y de alarma. Bolton no tenía ninguna prisa. No se la zampó rápidamente como podría haberse esperado (era evidente que aquel hombre tenía el juicio desequilibrado). Había ido arrancando con los labios un pétalo tras otro, masticando cada uno de ellos lentamente y con evidente goce hasta que finalmente no quedó ninguno. Pero no se había detenido ahí. Había arrancado con los dientes una parte del tallo, lo había masticado calmosamente, se lo había tragado y luego había arrancado otro trozo de un mordisco. No tardó en comerse todo el tallo (en el cual había dos o tres espinas de malévolo aspecto). Las damas habían contemplado todo esto horrorizadas, pero él se había limitado a sonreír, había hecho otra reverencia y se había ido.
El comandante suspiró cuando oyó esto y tuvo que admitir que era una forma increíble de comportarse. Más tarde le preguntó a Edward si era cierto que había telefoneado al Castillo de Dublín. Edward asintió.
—Hay algo bastante extraño que tenía ganas de decirle. ¿Se acuerda usted cómo nos reímos el otro día cuando le conté el rumor que había oído sobre el suministro de agua en el Castillo?
—Sí que me acuerdo. Sólo sobrevivían los bebedores de whisky.
—Eso es. Pues bien, probablemente sea sólo una coincidencia pero el tipo con el que hablé por teléfono estaba clarísimamente borracho… ¡En realidad, estaba como una cuba!