EL LARGO VIAJE DE LA CUSTODIA
Y este hombre de más de cincuenta años ya, que nunca estuvo en la Península, donde estudian sus hijos, que una vez que le ofrecieron el viaje gratuito hasta la capital lo regaló al segundo de sus chicos, que sólo alguna vez va, por asuntos del Ayuntamiento donde trabaja, a la isla mayor donde existe la capital de la provincia, que no añora el mundo que existe más allá de esos pocos kilómetros que encierran su vida, que ha nacido allí y vivido allí siempre, que seguramente allí morirá y será enterrado tan cerca del agua, fue el encargado de llevar la custodia hasta la isla mayor, para que desde allí un delegado del obispo la llevara a su vez en avión a Madrid primero y después a la ciudad donde se celebraba aquel congreso.
Su lugar predilecto en las horas libres son las sillas de la terraza que hay siempre bajo ese tilo enorme, que él sólo tapa la plaza toda, incluso la tribuna para la banda recientemente adosada a su tronco y el bar instalado debajo de ella.
Ahora que sus hijos caminan por sí solos por la vida y su trabajo en el ayuntamiento es poco, su vida son paseos desde el cuartel de los guardias civiles, en lo alto, hasta el pequeño puerto, donde cada mañana atraca el correo de la isla mayor, de paso para otras, y adonde, ya de noche, vuelve de retorno.
«Yo no, curiosidad apenas tengo. Nunca he tenido mucha. No la tuve de joven, de modo que calcule ahora. Sí, aquí la vida es bastante tranquila, ya lo ve; aquí no hay problema de aparcar, no llega la televisión; se está bien, le aseguro. Mi mujer y yo vivimos ahora solos, aunque por los veranos suele venir alguno de mis hijos. Uno está terminando el peritaje en Madrid y la chica estudiando Letras en Sevilla.
Ahora, en verano, vienen turistas, se está promocionando esto —como se dice ahora—. Hace dos años estuvo por aquí el delegado de turismo, creo; estuvieron mirándolo todo, aquellas lomas que ve usted allí y toda la parte baja de la costa. No, el interior no sirve. El interior, donde empieza la montaña es muy árido. La montaña está encima y aquí no llueve nunca. Una vez cada cinco o seis años, pero hay vegetación por la humedad que se condensa en la atmósfera.
—Sí —sonríe—, aquí estuvo Colón también, pero aquí comprobado. Desde, aquí se despidió, como aquel que dice, y aquí paró tres veces, y pararon, después de él, otros muchos importantes. Ahí en esa casa tan baja que tiene usted a su espalda tomó agua por última vez antes de salir a alta mar definitivamente, y allí, a mano derecha, frente por frente, aquello negro que se ve junto a la playa, es lo que queda del palacio de la que dicen que fue su amiga y protectora, y hasta su amante; ya sabe, esas cosas que se dicen.
Aquellas casas blancas son chalets, casi todos de alemanes, aunque el primero que empezó a construirlos por aquí fue un belga que viene todos los años, sin dejar uno, por octubre.
La iglesia también tiene su fama, por Colón, claro, y también por Hernán Cortés, que rezó allí antes de meterse en el mar, como todos, y también aquí, entre nosotros, por la custodia que regaló no recuerdo quién ahora por un voto que hizo en uno de sus viajes.»
La custodia vino a consecuencia de un temporal, vino por ese voto hecho a punto de naufragar en este mar que ahora de noche, después de aquel vientazo de las diez, es como si apenas se moviera. Pero sí que se mueve, engaña a veces, pero se mueve y mueve el barco que va cortando las olas como puede. Sólo hay que ver esas crestas que brillan, que pan saltando a intervalos regulares, que parece que van a calmarse, pero no cejan. Delante, los de tercera duermen como siempre tumbados en el suelo, revueltos hombres y mujeres que se mueven a veces, vomitan sin llegar a despertarse del todo y vuelven a quedar inmóviles esperando el próximo meneo. Los hombres tienen todos esa cara de los del interior, de más allá del bosque, de esas aldeas más allá de Chipude, donde hacen esa loza sin torno, tan rara que guarda y colecciona el secretario del Ayuntamiento. Son esos de cabeza recta y redonda como un cilindro, como el tronco de un árbol con la greña de pelos en lo alto, como santos de palo. Ahora sin el sombrero tan grasiento y negro siempre, inmóviles, dormidos, movidos sólo por el vaivén del barco, lo parecen aún más y parece más negro también ese color tostado de los viejos.
Los de segunda duermen en las hamacas. Hay algunas vacías porque el turismo se queda aún en las islas grandes, no quiere venir del todo a las pequeñas.
Una ginebra y el del bar que se queja, que empieza a contar sus problemas si no se le para a tiempo, si uno se descuida. No le gusta estar allí, ni su oficio, ni nada parecido; estar entre esas cuatro tablas, ganando poco, yendo y viniendo sin dormir como los demás, aunque tiene un día en que descansa a la semana. Por un tiempo trabajó en los «twists», en la otra compañía que la llaman así por lo mucho que se mueven sus barcos, más cortos y más nuevos que éstos, pero allí tampoco pagaban bien y acabó por volverse.
Y esas crestas de espuma, pequeñas crestas blancas que se suceden una y otra vez bajo el cielo que a veces se abre y enseña allá en lo alto su vientre hondo bien repleto de misterios y estrellas. Otra ginebra más y a la cama, al camarote que ha puesto a su disposición el oficial para las cajas y él.
—Las cajas es mejor que las ponga usted abajo. Allí irán más seguras, mejor. Le voy a mandar a un camarero para que las sujete bien.
—¿Usted cree que hará falta?
—Nunca está de más. Por estas fechas nunca se sabe.
—Le advierto que la llevo desmontada.
—Mire; vamos a atarla. Así queda mejor.
Se nota que por un lado no quiere alarmarle y por otro pesa su propia responsabilidad. Seguramente le avisaron ya en la mañana o esa misma noche, antes de zarpar, explicaron lo que va en las dos cajas cargadas con tanto cuidado, a pesar de ese viento que en el bar de la plaza derrumbaba sobre las mesas vasos y botellas.
Hay veces, cuando el viento se desata de Chipude, que es preciso cortar amarras como en los viejos tiempos y salir a alta mar con el barco, tan pequeño, cargado a tope. Entonces queda uno a merced del mar, a merced del valor que le dé a uno la ginebra viendo alejarse la pequeña luz hasta que las olas la borran de un inmenso soplido.
Entonces se pregunta uno si llegará a la isla grande, se hace el recuento de las veces que estos viejos barquitos belgas van y vuelven, fueron y vinieron a lo largo de un mes, de un año, de su vida entera de navegar, con mar serena, gruesa o arbolada, y se llega a la conclusión de que son muy pequeños pero más valerosos que uno mismo.
Y el oficial que vive en la otra isla y sube al puente como quien entra en la oficina, ese oficial de estómago caído viene ahora con el camarero prometido a sujetar las cajas de la custodia entre las dos literas inferiores.
El camarero realiza a conciencia su trabajo y se va con la propina. Después, ya a oscuras, sólo el ruido del mar, los crujidos del barco; y arriba, a un lado, sobre el techo de la cabina, los pasos de los oficiales y el rechinar de las sillas sobre el suelo del puente.
Si no se duerme uno a la primera hora, cosa que no sucede siempre, si no se está acostumbrado, hay que lograrlo aun a fuerza de ginebra, antes de las dos, antes de que el barco alcance ese canal que forma el mar entre las dos islas, por donde la corriente empuja y se estira, en cuanto que amenaza marejada.
—Sí, la iglesia de aquí, bueno la iglesia matriz —porque hay dos— es la más importante. No artísticamente, no es propiamente una catedral, jerárquicamente quiero decir, pero como importante es la que más de estas islas y su portada de las más antiguas; si no la más antigua, que para mí lo es, no cabe duda. Pero a usted ha de gustarle más el paisaje allá dentro, porque ya sabrá usted que esta isla es la más verde de todo el archipiélago. Aquí son cuatro casas mal puestas, el torreón, dos calles paralelas y los dos cuarteles: junto al mar el de los soldados, y arriba, donde se acaba el pueblo, el otro, el de los guardias civiles. Pero váyase usted más adentro, más al interior, al otro lado de los montes esos que tiene a sus espaldas, y verá usted qué bosques tan hermosos, con cedros y palmeras, con brezos que no son matas como allá en la Península, sino auténticos árboles. De lo demás no hay nada que contar ni que ver. Aquí, gente tranquila; esperar por la mañana el barco apenas amanece en el verano, y después, a la noche, verle salir otra vez, a eso de las diez, con el tiempo justo para saludar a los amigos.
—¿Quiere usted un helado? Venga usted por aquí. No serán como los de la Península, pero tampoco están mal. Yo, desde que dejé el alcohol: café en invierno y en verano los helados.
(La heladería está, como todo, cerca de la plaza. Hay una chica que tarda en despachar, que está dándose cita con un muchacho que debe bajar del Bosque, que trae una vieja escopeta sobre el hombro cogida por los caños.)
—¿Qué tal Inés, nos pones ya los dobles?
—¿De qué los va a querer?
(Al lado del mar, vecino al torreón, asoma sus desconchadas tapias un pequeño cuartel donde viven seis soldados vestidos de caqui. Uno hace guardia a la entrada de la casa que sirve de cuartel, entre cerdos y gallinas que los reclutas crían. Junto a la puerta, de charla con el que hace la guardia hay otro más, con la oreja pegada a ese pequeño transistor que todo el mundo escucha en la isla.)
—¿Qué tal? ¿Qué le parecen? ¿Verdad que no están tan mal?
—A mí me parece que están muy buenos.
—Ya le digo que me prohibieron el alcohol, por culpa del whisky dichoso. Aquí el whisky nos hace mucho daño. Por el precio tan barato, claro. Hasta los soldados lo pueden beber a veces, esos soldados que ya habrá visto usted que pusieron cuando la última guerra mundial por si los aliados desembarcaban. Pusieron dos compañías de guarnición y éstos son los que quedaron al retirarlas cuando acabó la cosa, cuando los alemanes se rindieron. Pero los aliados no desembarcaron aquí. Yo creo que ni se les pasó por la cabeza. Para pasar a África, mejor directamente que es lo que hicieron: plantarse un buen día en Casablanca, otro día en Italia y otro en Europa, quiero decir en Normandía. ¿Ha visto esa película del desembarco? Aquí sí la pusieron. Aquí cambian dos veces por semana y se ven buenas cosas como ésta que le digo que es como un reportaje. Impresiona, sobre todo pensando lo que podría ser, lo que podría haber sido aquí tal zafarrancho.
La custodia brilla en la noche como un pulido, diminuto y lujoso panteón. La luna vuelve blancas y mates las figuras sobredoradas que son apóstoles y escenas de la Biblia en los laterales, y la brisa del mar agita sus ocho campanillas, colgadas, dos a dos, en las cuatro esquinas del templete. Por el agua, por el fondo del mar, va el son de sus campanas que es la voz, el murmullo de lo que hablan, de lo que se dicen sus once apóstoles sentados con Jesús, ocupando cada uno un lado del hexágono que es la planta de su basamento. Sobre las doce figurillas sentadas pende el gran ojo de oro y cristal, vacío ahora, que dos ángeles sostienen bajo un techo que es una gran corona, rematada a su vez por la figura encorvada del Padre Eterno.
Si se mira a través de esa gran ojo de oro, se ven los pies, las raíces de los pueblos más allá de Chipude y Guarazoca, se ve bullir la lava, cuerpo arriba del Roque Gran Rey, a punto de estallar, de resbalar como una negra baba para hacerse piedra de luna a orillas del mar, convertida luego en piscinas de agua de mar —igual que en los hoteles de la isla grande— cuando el cabildo civil acordó taponar los canales que dejaban los grandes bloques negros.
Si se mira a través del gran ojo vacío pueden verse los pies, las raíces de la iglesia matriz, unos pies poderosos, demasiado robustos para tres naves tan bajas y pequeñas. Si se mira, se ve la iglesia, la oscura sacristía, el armario donde esa misma custodia se guarda a la espera de las grandes ocasiones, unas veces montada —según el humor y tiempo libre del cerrajero que entiende de eso—, y otras, dividida en tres piezas que son: el basamento con sus apóstoles sentados, el templete y la corona en donde están sujetos los dos ángeles.
Si se mira a través del círculo de oro y pulido cristal puede verse uno niño, bajando a todo correr, apenas se oye la sirena del correo. Ya están los otros chicos allí y la gran fila de coches desvencijados esperando a los viajeros para los pueblos del interior. Se ve uno niño bajando hasta el torreón cuadrado aquel, de piedra oscura como la arena de la playa y que ahora acaban de reconstruir con unas cuantas manos de pintura, tres tramos nuevos de escalera y unos santos cedidos por las dos iglesias del pueblo. Se ve uno niño, pasando a duras penas por el viejo pasadizo que lleva, bajo tierra, desde ese torreón hasta la playa, esa oculta galería, por donde en el crepúsculo, se escuchan las sordas galopadas de las ratas. Se ve a Gonzalo que un día cogió el tifus intentando ese juego de espantarlas y que estuvo a punto de morir, con fiebre, casi dos meses enteros, y ese otro chico que una vez saliendo de la boca del túnel, con marea alta, se metió en el mar y el mar no devolvió nunca su cuerpo. A través del gran ojo se le ve vagar por entre las raíces de los pueblos, por entre el chirriar de lava que sube por los secretos caminos del Gran Rey, buscando siempre esa oculta entrada al torreón que ya nunca más puede encontrar porque el mar bajó mucho desde entonces y no sube como antes.
Han venido unos ingenieros ingleses a comprobar cómo la isla se hunde por un lado paulatinamente, en tanto que levanta su espalda de escualo por el lado opuesto, en grises acantilados de basalto. Así, el niño va siempre en derredor y nunca puede encontrar la entrada que ya nunca más estará bajo las aguas.
Puede uno verse arriba, en el campanario tantas veces hundido y vuelto a levantar, tocando a misa, o abajo, en el altar, ayudando en esa oscuridad grande y tibia a la vez, con ese olor a incienso, mugre y cera que parece absorber las oraciones que llegan de detrás, el rumor de los cánticos y la voz de los barcos.
Mirando a través del gran ojo vacío, se adivinan las vagas moles de los galeones holandeses hundidos en un ataque a la bahía. No son más que montañas de cieno en los que se alzan aún sus mástiles partidos, sus entrañas destrozadas, como restos flotantes de una guerra remota. Cada vez que el suelo de la isla cede un poco, ese poco que miden los ingenieros cuidadosamente, el cieno se alza y vuelve a flotar, y se desplaza como una oscura nube hasta cubrir también esa fragata inglesa en su lecho de lava y una galeaza mora venida desde Argel y dos jabeques berberiscos, ya iguales todos en aspecto y edad, hundidos todos por los antiguos cañones de la isla.
De pronto aquella sensación, ese recuerdo, sentir cómo la habitación se mueve, flota, igual que aquella noche. Aquel rumor abajo, y arriba el resplandor incierto de las lámparas que la gente va encendiendo, de todos los que miran, esperan, se asoman a los balcones aguardando el envite siguiente.
Está en la cama con Rosita, que también lo ha sentido y que calla también procurando pensar que no va a repetirse. Pero otra vez vuelta a flotar como si la isla cediera un poco. Pensar en sus entrañas, en las playas de lava más dura que el granito, en ese olor acre, como de azufre, en el ladrar violento de los perros del valle.
Levantarse, adivinar los cuadros torcidos, las lámparas que aún se bambolean, asomarse al balcón, mirar abajo la gente en los portales y un grupo que se aleja despacio, carretera adelante.
—¿Qué hacemos? —pregunta Rosa.
—No sé. Esperar.
Esperar, porque morir suena ridículo. Y sin embargo la gente muere así. Muchos murieron en tiempos no tan lejanos, allí en la misma isla que se mueve ahora. Y sin embargo suena raro. Se trata de una casa baja y sólida; tan sólo de dos pisos; debería aguantar mejor que las demás, que las viejas con vigas de madera.
—¿Qué hacemos? ¿Nos vestimos?
—Como quieras.
Se recuerda en una ráfaga a los hijos; una suerte para ellos no estar allí, aunque quizás al día siguiente se preocupen más cuando salga la noticia en los periódicos. Morir, ¿qué es?, ¿cómo es morir bajo las vigas del tejado? Nadie lo sabe, nadie lo sabrá nunca cuándo vendrá, si llegará siquiera, si volverá mañana, pero todos piensan que si viene una pausa, una tregua larga y tranquila, la tierra debe serenarse por fuerza, acomodar sus estratos en su lugar debido y aguardar, quieta así, una porción de años.
Y otra nueva sacudida igual que la del barco ahora, y ese mar que se debe estar hinchando, que hace que la cabina se hunda y alce después, dejando el cuerpo abajo, y el estómago y la cabeza, vaciándose cada vez que la madera, alrededor, cruje, cada vez que ese morro corta una nueva ola.
¿Qué es morir? ¿Cómo se muere así, en el fondo de ese turbio canal que forman las dos islas? ¿Cómo se muere atrapado en la litera, bajando al fondo con las dos pesadas cajas, con sus piezas de plata? También es absurdo pensarlo y, sin embargo, la gente muere así. Aquel chico medio novio de Rita, por ejemplo, ese chico que hacía con Luis la Milicia Universitaria enfrente al otro lado del mar, en la isla mayor. Ese chico que por aprovechar el permiso en un fin de semana, alquiló una barca para pasarse de una punta a otra, de la isla mayor a la pequeña, cruzando ese brazo de mar que por allí no llega a quince millas.
Levantarse, buscar la llave de la luz, pasar la mano por la dorada bacinilla atornillada a la litera, a la altura de la boca, luchar por mantenerse en pie, aguantar otro bandazo como si el barco cayera en vertical, y subir otra vez con el vientre en la boca. Vestirse con dificultad, subir los escalones alfombrados, siguiendo ese camino que señalan sus brillantes barras, que marcan cada paso hacia cubierta en la oscura madera invisible ahora.
El mozo del bar se halla de espaldas, aguantando acostumbrado, sirviéndose una copa a solas, apoyando la espalda contra el mostrador, como escondido a medias en su cajón vacío.
Y en tanto Rosita, Rosa, debe dormir, si es que allí se calmó aquel vendaval de igual modo que aquellas sacudidas cuando el terremoto. Por ello, rayando la mañana, como si sólo se pudiera morir por la noche, la gente, con el día, fue volviendo del campo, aunque algunos se quedaron ya, recogiendo tomates en las huertas. El suelo, como el mar, estaba en calma, sólo sonaba lejos la marea, sólo quedaba, de la pasada noche, ese olor especial como a almizcle o azufre.
—No; ya le digo que aquí no pasa nada. ¿Qué va a pasar, tan lejos? Aunque ahora, eso de lejos es un poco relativo, con el avión que viene y va tan pronto a la Península. Aquí, para los de las islas, tenemos un descuento, bueno lo tienen los que van a Madrid, por ejemplo, que se llega en dos horas y pico. Aquí la gente viaja mucho ahora, más cada vez; como en todas partes, me figuro.
—Sí; esa es la iglesia; ahí la tiene usted, donde yo me casé, donde me bautizaron y donde bautizaron a mis hijos. Es una buena iglesia y tiene la portada —insisto— más importante de por estas islas, a pesar de lo negra y carcomida. Pero hay otras cosas que le han de interesar más. Suba al Cedro, a ese bosque famoso que le digo, en el interior. Ya verá qué vegetación, qué árboles tan hermosos. Le ha de parecer mentira encontrarse allí, sin salir de esta tierra tan seca.
Y el coche: un «Opel» recién estrenado va subiendo despacio por la pista de arena tostada, apenas desbrozada de maleza que huele a carbonilla, a fuego, a tierra quemada, seca como esa agua tan turbia que no se sabe de donde viene pero que rezuma a trechos y gotea resbalando hasta la tierra por los tallos callosos de las matas.
—Llueve poco por aquí.
—Muy poco, sí, muy poco.
—¿Cuánto?
El chófer hace un gesto impreciso que deja por un instante suelto el volante.
—Ya va para seis años. Año más, año menos.
El camino trepa continuamente. De pronto, en un recodo, desaparece el mar, se va cerrando el valle con su color rojizo, como de sangre seca, manchada por los bosques que cuanto más se sube más lo llenan. También desaparecen en el recodo siguiente, como a la vuelta de un esquinazo, las casas y las últimas huertas y la iglesia y ante ella, el hombre que nunca fue a la Península y que espera, sin prisas, la vuelta del viajero.
—Hay buenos coches aquí.
—Sí; aquí sí —replica el chófer, a través del espejo.
—¿Es suyo éste?
—Sí, éste es mío. Hace un año que lo tengo. Unas veces lo llevo yo y otras mi chico, el que ahora está en la mili.
Parece que no fuera a decir nada más y de improviso se enreda en una larga parrafada. El coche es suyo, dice su precio y las ventajas sobre los demás y las ventajas que tienen en las islas para comprarlos más baratos que en la Península.
Él sí que estuvo allí, pero sólo tres años: los que duró la guerra. Hasta se echó una novia cuando andaba el frente por el Ebro. Un día de paseo, había un mapa de aquellos que señalaban los avances del frente y le quiso enseñar a la muchacha dónde estaba su tierra.
—Porque allá, en la Península, siempre confunden una isla con otra; para ellos todas son la misma. De modo que la llevé delante de ese mapa que le digo y la enseñé aquel punto tan pequeño en el mar de abajo, que estaba en un recuadro especial y no parecía tan lejos.
Y la chica no dijo nada, pero al domingo siguiente no se presentó, ni volvió a saber más de ella.
—De modo que al licenciarme, me volví para acá y aquí estoy. —Y luego, sin transición—: Mire qué buena finca.
Al pie, casi trescientos metros en vertical, más abajo, entre vináticos y pinos, helechos colosales y laureles, se ve, junto a un arroyo seco, una casita blanca con su verde piscina. ¿De dónde manará ese agua transparente, en esta tierra tostada y oscura que huele a carbonilla? Y sin embargo, el agua y la piscina están ahí, con su chalet tan blanco.
—Un poco solitario, ¿no?
—¡Con una buena jembra!
Y la vegetación se estrecha aún más. Los amortiguadores crujen en la pista de arena que tuerce una vez más cada cien metros en la fronda de helechos.
Aún en el interior del coche el calor y la altura se notan, hacen zumbar las sienes, la cabeza. Es igual que tener una gran losa caliente encima o como si esos árboles, lo mismo que los del Jardín Botánico de la isla mayor fueran creciendo en torno hasta acabar en esa sensación que no es dolor, mas que se siente y hace sufrir hasta dar al chófer la orden de volver hacia el pueblo donde el hombre de los cincuenta y pico espera.
Mirando a través del ojo de cristal se ve la higuera aquella famosa del Jardín de Aclimatación sostenida por su tronco lustroso de serpiente y sus ramas que se descuelgan, que crecen también como serpientes, hacia el suelo, hasta quedar pegadas a él, tan duras y rugosas como nuevos troncos soldados a las raíces, como en una pagoda vegetal, como en una complicada catedral de la selva.
Y allí, lejos, en un rincón de la plazoleta que llenan las columnas vegetales, sentada en uno de esos bancos forrados de azulejos donde capean motivos alusivos a las distintas islas, está Rosita, tan aburrida, consultando unos apuntes o puede que estudiando un libro. Hace ya tanto tiempo que no recuerda bien qué examen fue; quizás el último de bachiller, puede que algún otro, después, en la carrera. Hace ya mucho tiempo y además fueron novios durante tantos años que es difícil calcular, porque los viajes, las citas, el tedio, los paseos se multiplican. Incluso se borra esa línea imprecisa del noviazgo definitivo si es que no lo fue siempre desde el primer viaje a la isla grande del que volvieron juntos.
Cada rostro nuevo de Rosa, de Rosita, va borrando definitivamente al otro, al anterior, aunque su carácter perdura. Mirando a través del ojo redondo de cristal puede vérsela rubia y blanca con esas pecas que le dan un aire un poco exótico de inglesa. Viéndola así, como en las fotos que guarda de aquel tiempo, se siente como en aquella tarde, cuando al alzar la cabeza del libro, se la encontró tan cerca, después de haberla visto tantas veces de lejos en la isla pequeña.
—¿Qué tal?
—¡Ah! ¿Qué tal? ¡Vaya sorpresa!
—¿Qué haces tú por aquí? ¿A examinarte?
—Pues sí; ya ves… ¿Tú también?
—Sí, claro. Yo también.
Y todo aquello que tan difícil era allá en la isla pequeña, aquí era fácil, accesible, nada más pasar ese brazo de mar que sólo lo lejano de los dos puertos y los malos barcos prolongaba.
A la vuelta, se las arreglaron para volver juntos y resultaba muy agradable y emocionante a la vez venir de noche, juntos los dos, a pesar de la hermana que la acompañaba. Era como en las películas de entonces, con la luna allá arriba, aunque abajo en vez de salones y camarotes de lujo, hubiera restos de tomates y jaulas de gallinas. Pero era nuevo llegar juntos en aquel negro mar de las doce, volver a su isla pequeña, a casa, con las primeras luces alumbrando los montes.
Ahora, a medida que el tiempo pasa en su vida y en sus horas tan largas de esta noche, ese mar, poco a poco, sin notarlo, va alzando sus crestas blancas que lo dividen como surcos partidos, se nota que la espuma, que su blanca corona es mayor cada vez y cada vez tarda más en derrumbarse. Arriba, en el puente, se escuchan voces y las sillas correr una vez y otra sobre el suelo de madera y el rumor estridente de la conversación que se reanuda a ratos con alguien que debe contestar desde lejos, cuya respuesta no se oye.
Por encima de las crestas blancas que llenan el mar, lo mismo que una nube de gaviotas, se ven ya las primeras luces de la capital, esas luces que engañan, que parecen cerca pero que con sólo media marejada, el barco las alcanza sólo ya avanzada la mañana siguiente. Esa ciudad donde está aquel árbol misterioso que amenaza y atrae tanto, que no tiene flores ni frutos, mas donde parte de su vida empieza y concluye a la vez, donde ese rostro tan pálido y tan blanco se confunde con las hojas del libro.
Mirando por el ojo de cristal se ve a Rosita casada con aquel otro chico cuyo padre hizo tanto dinero luego exportando a la Península. Rosita vive en la isla mayor en uno de esos hoteles que se hicieron por entonces con su piscina, cerca del mar, igual que las mujeres de los otros hermanos de aquel chico tan rico. Entonces el gran valle donde se hallaban las fincas de su padre no aparecía aún cubierto totalmente de plataneras y tomates. Había entonces, aparte de los famosos dragos que aún se enseñan a los turistas, rosales gigantes extendiendo por encima de las cercas sus agresivos brazos, tilos solemnes como aquel de la isla pequeña, pinos menudos y lustrosos naranjos. Poco a poco, se fueron cortando los laureles, los de canela y los del alcanfor, y los bosques rosados de camelias fueron quedando ralos, maltrechos o encerrados en los jardines particulares de las casas que aún se ven desde lo alto jalonando huertos y bancales. Se recluyó a las magnolias, blancas majestuosas, en el Jardín Botánico y allí, entre la espesura, alzan al sol ahora sus corolas solitarias, sus hojas grandes, sus flores de corazón dorado que ahora mezclan su olor con el de los vecinos heliotropos. Sólo los crisantemos y geranios se salvaron, viven aún en las ventanas de las casas viejas, al amparo de las tapias, coronando terrazas y azoteas.
¿Por qué Rosita se casó con él y no con el otro, con ese chico rico que la cortejaba en la isla mayor? ¿Quizás por no asistir a la matanza del valle? Las chicas, las mujeres son así a veces. Ahora tendría ese chalet y hasta un coche para ella sola, pero son así: a veces desprecian lo que más desean en el fondo, todo eso que vuelve a flotar luego al cabo del tiempo, como el cuerpo maltrecho de los muertos. Quizás adivinara la hecatombe del valle que es todo ahora un monótono huerto verde y enano. Mirando a través del ojo de cristal se ve a Rosita que duerme ahora o sueña o piensa en los hijos tan lejos. Se la ve bajo el árbol de las ramas que cuelgan, alzando los ojos del libro, decidiendo su destino antes de que ese valle tan negro ahora, que se oculta y aparece a proa, se convirtiera en lo que es hoy, antes de que su vida se convirtiera también en otra vida.
Y muchas otras noches después, se despierta, se siente, se piensa que la habitación, en la oscuridad, va navegando quien sabe desde cuándo y hacia dónde. Es una sensación difícil de aceptar y que cerrando los ojos se acentúa como este navegar de ahora, mirando esas luces que parecen siempre en el mismo lugar, siempre a la misma altura. Una y otra continúan, sin llegarse a saber nunca si acabarán o no, sin saberse cuánto durarán. Es idéntica angustia que cruzar de una isla a la otra, ese brazo de mar tan estrecho, aquella noche en que se ahogó el novio de Rita. Es la angustia de sentir pasar las horas en aquel bote ridículo, en medio del mar que es alta mar a pesar de las costas tan cercanas, y notar que el gasoil va faltando y la marejada aumenta y ni se puede avanzar ni dar marcha atrás, esperando a que el motor se pare y la lancha se vaya mar adentro o zozobre, o dé una de esas vueltas en redondo que, con temporal, pueden borrar los rastros de un barco grande de medio tonelaje.
Y aquellos funerales sin el cuerpo del chico, sin saber qué hacer si acercarse o no a la iglesia, sin saber si las lágrimas de Rita suponían o no un noviazgo formal o fácil de olvidar como resultó luego, nada más matricularla en la Península.
La iglesia ya tan negra de por sí, demasiado solemne incluso para aquel funeral sin muerto en el pueblo, con el muchacho flotando en el canal quizás.
Mirando por el ojo de cristal se le puede ver con el otro compañero que busca la entrada al torreón, que no supo volver al pasadizo de la torre. Van los dos bordeando el perímetro escarpado de la isla, tanteando los negros goterones de lava, las algas misteriosas, los turbiones de cieno, buscando la perdida galería. Van tanteando la isla en derredor, flotando a medias y a medias caminando, explorando los pequeños huecos que el basalto deja como entradas secretas, cegadas casi al tiempo de nacer, mucho antes de que los barcos se hundieran alrededor de la pequeña meseta cuyas raíces negras se alzan desde el fondo del mar, como ese tallo inmenso de los dragos.
Muchas otras veces se despierta, se piensa que se sigue soñando, que todo aquello acabará en un instante con sólo abrir los ojos, pero ni el sueño vuelve, ni el suelo se serena sino que se alza como el del barco ahora para huir bajo los pies cuando la marejada bate su costado.
Mejor pensar qué se hará cuando termine el viaje, cuando entregue la custodia. Quizá salga hasta el mismo puerto a esperarle el delegado del Cabildo, quizá no le hagan esperar mucho en el palacio episcopal, aunque el obispo es nuevo y quizá quiera verla montada antes de que salga catapultada por los aires, rumbo a la Península.
El señor obispo la querrá ver: será preciso llamar a ese platero que la conoce tan bien de otras veces, cuando la prestan los de la isla chica para las grandes solemnidades de la catedral, para alguna semana civil o religiosa que casi siempre conmemora alguna fecha relativa a Colón. Vendrá ese platero anciano pero tan vivo, aún hundirá sus manos, sus dedos de gaviota en la viruta que defiende las distintas piezas dentro de las cajas y buscará los tornillos bien guardados aparte, en su cajita de caoba. Como un buen técnico, colocará sobre un gran paño de franela que trae a propósito para ello, las distintas piezas, examinando con cuidado sus aristas, picos y cantos por si han sufrido algo en el viaje, tocándolos por dentro y fuera con sus dedos que son la parte más viva de su cuerpo, mucho más que sus ojos miopes y su voz ya velada y su mechón de pelo tan blanco, del que se defiende cada vez que le cae tercamente sobre la frente. Después irá colocando las piezas casi de memoria pero definitivamente, tras limpiarlas con cuidado también frotándolas con una serie interminable de líquidos y trapos que trae en su cartera, pulirá las campanillas y, finalmente, colocará la parte superior que es como coronar una obra, alguna de esas viejas catedrales que se tardaron en concluir dos siglos por lo menos. Tal sensación de tiempo da ese maniobrar tan lento de sus manos, ese modo de trabajar tan despacio.
Mas cuando al fin, tras quitarse y poner sus lentes anticuados tantas veces, apretar los tornillos, frotar y refrotar, limpiar, pulir con trapos y pinceles, soplar incluso donde las barbas del pincel no llegan, se retira y deja paso a los del Cabildo para admirar su obra, verdaderamente es como si la custodia acabara de nacer, de rematarse otra vez, tan nueva y reluciente queda, con su círculo de oro en el centro que siempre, infaliblemente, atrae las miradas más que las campanillas del templete y los ángeles y los apóstoles cuyo rostro es cada uno un retrato.
Y el señor obispo ha llegado casi de incógnito, rápidamente, haciendo un hueco en su quehacer de la mañana, sobrecargada, como siempre, de visitas. Ha llegado a pie desde el palacio frontero a la catedral cuyas campanas miran al gran balcón corrido, de madera oscura, cuya triple portada se mira con el arco que lleva sobre su medio punto un escudo ajedrezado rematado por un capelo cardenalicio. Ha cruzado el umbral, bajo el escudo encalado a medias y frotándose las manos como quien se promete un hermoso espectáculo, cruza la calle que ya no es principal pero que aún conserva parte de su tráfico. El viento del mar agita sus ropas en el breve trecho hasta la catedral, seguido a duras penas por el paje y uno de sus secretarios. Nadie de los que a esa hora se encaminan a levantar el cierre de sus tiendas, ni los niños que suben bostezando camino de la ciudad vieja le reconocen, sólo los monaguillos que barren los tres amplios escalones sobados, gastados en su centro, como si fueran de madera. A pesar de que la visita es de incógnito como quien dice, la mayoría de los canónigos están ya en la sacristía contemplando la joya, tocando las campanillas los que la ven por vez primera tan de cerca, en tanto el platero se baja los puños remangados de la camisa, se pone la chaqueta y atusa la crencha blanca sobre la frente, como un buen cirujano que acabara de coronar una operación complicada.
—Por Dios, por Dios… —murmura el señor obispo, dejando atrás el vuelo de su capa, entrando todo lo a prisa que le permite su edad y el suelo desigual de la vieja sacristía—. Por Dios, ¡cuánta molestia! No me digan que me estaban esperando. ¡Qué hermosura! ¡Qué maravilla! —Se ha detenido, al fin, ante el gran templete plateado y, como los canónigos antes, examina una a una, las cabezas de los apóstoles, la mesa cuyos paños tienen grabadas a punzón, escenas del Antiguo Testamento, los dos ángeles, las menudas campanillas, hasta acabar su examen en el Padre Eterno—. ¡Qué maravilla! ¡Qué trabajo! —exclama—. Vale la pena perder una mañana entera sólo por verla bien, al detalle.
—Tres años se dice que tardaron en hacerla.
—Y ahora —parece justificarse el señor obispo—, tanto trabajo para desarmarla otra vez y volverla a embalar.
—No es nada. Es saber hacerlo nada más, y en un brete está otra vez en sus cajas. ¿Verdad, señor Joaquín? —responde rápido uno de los canónigos.
Y el platero da un paso al frente. En tanto lo presentan al obispo, parece menguar aún más, embutido en su gran chaqueta negra y gastada igual que la sotana de los otros.
—No, Ilustrísima, no es ningún trabajo. Al contrario, es una alegría ver en su forma verdadera esta maravilla como su Ilustrísima muy bien dice. Fíjese —y permita que me atreva a señalárselo— en la cara de los doce apóstoles, cada cual sacada de algún cuadro, sin que se parezcan ninguno en absoluto. Obra de autor anónimo pero indígena con toda seguridad, con influencia de Arfe, seguramente por haber trabajado en la Península. Vea, Su Señoría: barroca en su interior y gótica en todo lo demás, en lo que resta del templete.
—Siempre, desde que vine aquí, tuve ganas de verla tan de cerca, pero por unas causas o por otras, siempre cuando llegaba, ya estaba instalada en el altar o en la carroza.
—Pues hoy puede desquitarse su Ilustrísima.
Don Joaquín, mano sobre mano, en posición de descanso militar, asiste aún durante unos cuantos minutos, en silencio como los demás, a la también silenciosa admiración del obispo. Luego, cuando éste concluye su viaje colectivo y circular, esconde otra vez sus manos tejidas de venillas azules y murmura todavía:
—Ya sabrá su Ilustrísima la tradición que existe acerca de esta custodia.
—No; no la sé. ¿A cuál se refiere usted? —pregunta a su vez el obispo, saliendo de su silencio absorto.
—Se refiere al lugar en donde se coloca el cuerpo de Nuestro Señor. Dice la tradición que quien mira a través de ese círculo vacío puede ver lo que desea.
—¿Cómo lo que desea?
—Lo que quiera. El pasado o el futuro o un deseo que quiera que se cumpla.
—Y usted ¿nunca miró?
—Ilustrísima, es sólo una tradición, una leyenda.
—Pero teniéndola tan cerca, cada vez que la arma o la desarma, alguna vez habrá sentido esa curiosidad.
—No; Ilustrísima.
—Pues yo, por mi parte, tampoco —responde absorto el obispo—. Mi pasado ya me lo sé; y en cuanto a mi futuro está en buenas manos y no siento curiosidad por él; está en manos de Dios Nuestro Señor.
—Por supuesto, Ilustrísima.
Todos, incluso los más viejos de los canónigos y el platero, por supuesto, han quedado de nuevo en silencio, un poco sorprendidos del tono demasiado trascendente para lo que en tales casos acostumbra el obispo. Y el obispo, tras saludar a todos, ya se aleja como vino, rápido y silencioso con su paje y secretario.
Mirando a través del ojo de cristal, puede verse al señor obispo en su palacio, sentado tras los cristales de su galería. Desde la parte trasera del palacio episcopal, por encima de la pequeña huerta cuyas tapias devoran claveles y heliotropos, su mirada alcanza un rincón del puerto y la punta pelada que lo corona. El señor obispo ha adelgazado mucho. Lo llevaron a esa diócesis, como siempre, con demasiada edad y el calor y el trabajo —dice el ojo de cristal—, lo entierran, poco a poco. Por las mañanas trabaja un par de horas en su despacho, para acabar pronto en su sillón de brazos planos y respaldo de cuero en el que puede verse, gastado ya, idéntico escudo que el que aparece en la clave de la puerta.
Mirando por el ojo de cristal pueden verse los ojos del obispo; son como el fondo del mar que aparece otras veces: color azul dorado que se vuelve verdoso en ocasiones. Por su fondo, como en el fondo de cieno de la costa, viene la muerte mansamente, sin ningún aparato, se alza majestuosa como el cieno mismo, despacio dando un respiro a veces, pero llenando poco a poco, todo cuanto la vida alcanza; igual que si hasta el fondo del agua se acercara la noche.
Y este hombre de cincuenta años y más, que nunca se animó a llegar a la Península, que no le importa, que no conoce sino tres islas de todo el archipiélago, que piensa morir así, conoce bien en cambio la isla mayor, la isla grande, a cuya sombra vivió siempre la pequeña.
«Sí; esos sitios por los que me pregunta, los conozco bien. Allí había antes buenos vinos, aunque de eso hace ya tiempo. Hasta Shakespeare habla de ellos. Lo sé porque en la Academia era una de las primeras cosas que se aprendían. En mis tiempos no había Instituto, ni ahora lo hay, la verdad —deja vagar la mirada por la plaza—, tenemos otra academia que prepara a los chicos que siguen yendo a examinarse a la otra isla. Lo que pasa es que el Ayuntamiento paga ahora parte de sus gastos, no como cuando yo estudiaba, que tenía la familia que pechar con todo.»
«Mi padre se empeñó en que yo estudiara Derecho, y aquí me tiene. Se empeñó por sacarme de una tienda de muebles en que nos iba bastante bien a pesar de que entonces todo era más difícil que ahora, desde tener novia, hasta alquilar un piso. Ahora mis chicos, aún sin acabar la carrera, ya están pensando en la boda.»
Allá en la isla grande, por las aldeas colgadas más arriba de las playas donde toman el sol los extranjeros, bailan los de la isla, al son de los tocadiscos japoneses. En la noche templada, después de las nieblas de la mañana que no dejan despegar a veces, al avión que sale un día sí y otro no para Estocolmo, la música llega agresiva desde los patios emparrados y se confunde con las charlas y risas y las otras músicas de las casas vecinas. Los sábados, chicos y chicas se quedan a cenar jamón polaco y ese pescado con cara de vieja.
«Figúrese en mis tiempos. Yo me he pasado mi media juventud en la academia esa que se ve desde aquí, aquélla del cartel, que tiene todavía aquellas letras.»
Puede verse muy bien, con sus grandes letras de metal despintadas sobre las que se asoman dos chicos en mangas de camisa, con aspecto aburrido.
«Yo quería haber estudiado Letras; que también hay facultad allá en la isla grande, pero mi padre dijo que aquello era perder el tiempo. Quería que yo fuera juez o cosa parecida y menos mal que me metió a tiempo en el Ayuntamiento. Yo, de chico, tenía mucha imaginación, pero se ve que se agotó con el tiempo. También pasó que me entró la prisa por casarme que también es mala cosa, pero cada uno es como es. Llevaba ya tres años de Derecho pero con esto del Ayuntamiento dejé de ayudar a mi padre en la tienda y me casé. Se me metió en la cabeza lo de la boda y luego, uno tras de otro vinieron rápidos los chicos. Aquí ¿qué va a pasar? Nada, hombre, ni siquiera la guerra que en las islas grandes trajo lo suyo aquí se notó apenas, se lo aseguro. Creo que se pasó más miedo cuando el amago aquel de terremoto, cuando se echó la gente a la calle creyendo que la isla se hundía. Pero ni aun así; la verdad es que tampoco se acuerda demasiado uno, quizá se exagera con el tiempo, no sé, no lo recuerdo bien, pero esas cosas en un sitio como éste siempre algo se recuerdan.»
Los dos muchachos de aspecto aburrido que están en el balcón de la academia, miran el mar por encima de los tejados y fuman con cuidado, prolongando el placer, sus largos cigarrillos volviéndose de cuando en cuando al interior como temiendo ser sorprendidos por alguien, siguiendo con la mirada el cansino caminar de las muchachas que a esa hora van subiendo la calle de la iglesia.
«Aquí la juventud dura más que en otros sitios, que en las ciudades importantes. Aquí la vida es relativamente fácil y los chicos apenas se dan cuenta de que cambian, ni siquiera cuando nos casamos. Al menos los de esta isla que nos conocemos todos. Los de los pueblos del interior no lo sé. Yo sólo estuve allí en alguna de las fiestas, muy pocas veces. Allí, desde pequeños tienen que trabajar; ellos son al revés: se hacen hombres casi solos, desde que pueden trabajar.»
El sol ya va metiéndose detrás de los barrancos donde los hombres trabajan desde niños, más allá de los rojos barrancos que rodean la villa. De allí, de donde crecen los brezos y los cedros se van alzando rachas breves y recias. La iglesia principal sigue llamando a las chicas al rosario y la pareja de la guardia civil comienza ya su ronda, bordeando las playas.
Esos bancos de la academia pulidos por las nalgas y los codos de tantos estudiantes van quedando a media luz, más pulidos y brillantes por la luz que viene racheada, reflejada desde la bahía. Y ese viento que nace allá en los pueblos baja y estrella contra los mal ajustados cristales la tierra tostada de caminos y regueras, alza los viejos mapas y los hace restallar contra los muros, arrancando los residuos de cal que aún restan. Los bancos de la academia están marcados, grabados, cortados, quemados por los cigarrillos de los profesores, y brillan ahora que el sol cae tan de prisa, que se oculta chirriando tras de la gran muralla que protege a la villa de los vientos. Y los vientos no cejan, su ímpetu aumenta, obligan a inclinar su orgulloso penacho a las palmeras y devuelven al aula esa figura, tranquila ya, compuesta, más delgada que es el hombre de los cincuenta y pico cuando sólo tenía dieciocho.
(«¿Qué vas a hacer? ¿Has pensado a qué vas a dedicarte? Piénsatelo, no hay prisa; tienes todo un verano por delante. En tanto que te bañas lo decides. Si no quieres estudiar, te quedas en la tienda, tú verás. Tienes la suerte de poder elegir. Eso sí, tendrías que estudiar por libre. No podemos mandarte a la otra isla; a tanto no llegamos, y de paso echas una mano en la tienda hasta que decidamos lo que hacemos con ella.»)
Veinte años se borran de un tirón, los borra el viento aquel que es este mismo mientras las colinas son sólo siluetas negras contra el cielo blanco.
Más allá de los cristales desencajados, con la masilla seca y agrietada que ese viento hace saltar, mirando más allá, a través de ellos, está esa única calle sin aceras, comida por el agua, por los torrentes que bajan de los valles altos cada vez que estalla una tormenta, devorada por crisantemos y geranios tan altos como arbustos donde está esa casa donde se dice que habitó Colón.
«¿La ha visto usted? La vamos a arreglar ahora. Se murió no hace mucho la dueña. La vamos a adecentar un poco, convertirla en museo. Claro que la galería es posterior; la pintada de verde. Todo está caído pero aún se pueden salvar lo que son las habitaciones principales. Muy pequeña, sí, como todas las de la isla. Aquí debió pasar muy poco tiempo, descansando en alguno de sus viajes. ¿Y la Casa del Agua? Ésa tiene más carácter todavía, allí está el pozo donde tomaron agua antes de salir; allí tomaron agua después muchos otros.»
Hay una lápida en la fachada de la casa del agua y otra en la iglesia y otra en la casa. Arriba los barrancos se funden con el cielo. Por la calle vacía, donde van encendiéndose minúsculas bombillas viene el hombre —el niño aún— que está sentado ahora bajo el tilo.
(«Vamos, estúdiatelo, aprende, si no vienes a ayudar a misa es porque no quieres. No es tan difícil. Tienes buena memoria. No hay más que aprenderse las contestaciones y cuando hay que servir las vinajeras, levantar la casulla cada vez que el señor cura se arrodilla, tocar la campanilla y todo eso. Las respuestas te las aprendes tú en un día, si quieres. ¿Por qué no las aprendes? ¿A qué viene ese miedo?» En la Casa del Agua hay un hombre que mira. Se sienta muy temprano ante la puerta que da entrada al patio donde se encuentra el pozo y mira a lo lejos más lejos que la pared que tiene enfrente, más allá del puerto y las lanchas. Se sienta a la puerta del pozo tan temprano que ya se lo encuentran los monaguillos cuando suben a la primera misa. Ya está allí, con su botella al lado, con las piernas plegadas, con las rodillas apuntando al pecho y el ala del sombrero negro y grasiento tapándole la frente, dejándole al aire el cogote y su maraña de blancos pelos. Siempre mira tan fijamente a la pared de enfrente que da miedo pasar, cruzar, romper esa línea invisible que llega hasta quién sabe dónde, quizás hasta la misma isla mayor o puede que más lejos. Debe de ser muy alto según a donde le llegan las rodillas tal como está, sentado, tal como se le ve siempre, en el quicio de piedra. Tiempo atrás llegó a ser sacristán; luego empezó a beber y se le fueron olvidando todas las tradiciones, leyendas, fantasías e historias que componían su habitual letanía a los escasos turistas que por entonces venían a la isla: un sermón monótono, hinchado que acostumbraba a recitar ante los forasteros, muchos menos de los que vienen ahora.)
La gran montaña negra se desploma poco a poco, ordenadamente, se desmorona desde su cumbre, deslizándose dentro de sí en toda su fuerza, chocando con la proa que salta y se encabrita luchando por romperla. Se oye un crujido largo, interminable y el barco se estremece y una parte de la gran masa de agua, deshecha en goterones abre de golpe una de las ventanas del pasaje de tercera.
—¡Calmarse; no es más que un poco de agua!
Lo ha dicho uno de los que dormían en el suelo, levantándose a cerrar. Se ha secado la cara, ha dado vuelta a la manta de viaje que le sirve de almohada y, colocando la cabeza en la parte seca, vuelve a dormir. Los demás, en torno, continúan durmiendo también a ratos y a ratos vomitando, sin escuchar el estrépito del mar y ese llanto rabioso de un niño al que la madre intenta acallar dándole el pecho.
El del bar, al pie de su ginebra, murmura al segundo que cruza rápido, no se sabe hacia dónde. ¡Está bueno el mar esta noche!
—Y eso que aún no llegamos a Punta Roja.
¿Qué será? ¿Cómo es Punta Roja? Nunca escuchó ese nombre, nunca lo oyó en los otros muchos viajes, ni siquiera en aquellos lejanos de pequeño. Será uno de esos cabos iguales de día, invisibles de noche, con una luz que se alza y se hunde paulatinamente, allá en el horizonte, como la mancha vacilante de la capital que señala el final del viaje.
Arriba, en el puente, se deslizan cada vez con más violencia las sillas pesadas, se sigue oyendo esa desconocida voz, en continuo coloquio con alguien a lo lejos y las órdenes del capitán que apenas llegan a entenderse. ¿Cuánto dura un instante acá junto al cristal, viendo la proa alzarse, bajar, adivinando el mar en tanto se derrumba sobre escaleras, cuerdas y equipaje? ¿Cuántos de esos instantes hay encerrados en ese gran instante, en esa larga noche de la isla menor a la mayor? ¿Cuántas noches y días, qué parte de la vida cabe en ella? En ese instante que se repite y prolonga sin sentido que es la espera de siempre están Rosa y Rita y aquellos funerales del novio muerto y la vida nueva de Luis estudiando en la Península.
Y sin embargo, este viaje, como los otros, como aquellos lejanos o los demás en que no llevaba la custodia, pasará, acabará, y de esta noche no quedará ni siquiera un recuerdo demasiado concreto, ese llanto del niño que machaca insistente las tinieblas o la imagen del mar inundando la cubierta. Cada uno de estos viajes es como una etapa, como un capítulo de los muchos que dividen otros días, es igual que otra segunda vida que también acabará cuando llegue allá, donde se balancean las luces de la isla grande, cuando el horizonte se ilumine definitivamente, se vuelva rojo, amarillo, blanco, y el agua se haga verde, de ese verde negruzco que trae la marejada. Después, más tarde, en cualquiera de las dos islas, estas horas nocturnas, estas horas que mide la voz del invisible capitán, las solitarias cabezadas del camarero o su propio peregrinar a lo largo de la galería de cristales, no son nada, ni siquiera un recuerdo, como para esos novios que duermen abrazados en las hamacas, para el pasaje que duerme en las literas doradas o, más arriba, tumbados en el suelo.
Esas dos vidas distintas, sucesivas se van destruyendo una tras otra y ninguna se diferencia tanto si no es en el posible riesgo, ese riesgo que ahora llega otra vez en esa otra montaña acharolada y al que nunca se llega uno a acostumbrar, ni en las noches de temporal, ni esas otras del verano solitarias y plácidas.
¿Cómo es morir bajo una de esas negras montañas? ¿Cómo es, estando así, dormido, hundirse definitivamente, en la sima del sueño? ¿Como morir ante el vaso de ginebra, bajo el tilo grande de la plaza, maldiciendo de la vida, del sueldo, de la ginebra misma que le mata a uno, de un empleo ridículo y molesto? ¿Como morir en este conglomerado de maderas viejas ya, latones, cornucopias, hierros, cuerdas, zarandeado en el estrecho pasillo que forma el océano, arrastrado por esos dos cajones que valen más que todo el barco entero? ¿Como morir a solas, mirándose a sí mismo en el cristal de la ventana, desmenuzando con saña, las horas de su vida?
Allí mismo, tras los cristales, está aquel gran salón dividido por columnas metálicas, pintadas de blanco, de fuste estriado que se complica en arbustos y flores cuando se acerca al techo. Allí están, componiendo hipotéticas habitaciones, los muebles que se venden en la tienda, esperando a las visitas silenciosas que bajan de Chipude, con los novios en medio, aún más callados que el resto, con el cura y el maestro que opinan tanto casi como los padres. Vienen mansamente, en rebaño vacilante, murmurando entre sí, sin animarse ninguno a romper fuego. Van mirando los escaparates hasta llegar a ése que ya conocen, que ya examinaron antes los novios por su cuenta y ante el cual se detienen ahora todos, antes de decidirse a entrar. Casi siempre es el maestro el que abre la puerta, quien luego se dirige al dependiente y comienza a explicar lo que los novios quieren. Todo lo prueban, como si de verdad supieran valorar la calidad de la madera y cuánto van a durar los muelles de los somieres.
Allí detrás, en el pequeño despacho donde hacía sus balances el contable, después de echar el cierre, encontró un día aquella revista inglesa con hombres y mujeres desnudos. La estuvo mirando y luego cerró aquellas páginas de color, asustado, sin llegar siquiera a su final. Pero aquellas figuras le seguían luego al colegio, en las excursiones por el puerto y el solitario torreón, incluso en casa, durante la comida, sin saber si la revista aquella sería realmente del contable o del padre, de alguno de sus viajes a la isla grande.
A los tres días de todo aquello, volvió por el despacho mas la revista ya no estaba allí. Buscó por toda la tienda y después, con menos esperanza por casa, pero nunca volvió a encontrarla. De todas formas, fuera quien fuera su verdadero poseedor a medida que fue pasando el tiempo, comprendió que entendía al padre menos de lo que se había imaginado, sobre cada vez que le venían a la memoria otra vez aquellas fotos viradas en rojo y azul, con sus brazos y piernas como serpientes y pechos como brevas y todos aquellos triángulos negros artificiales como la última expresión de un taparrabos.
Todos sus días están allí, más allá del cristal que cubren, como el miedo, los flecos de las olas: Rosita, los chicos, el padre desconocido, admirado primero, olvidado después, ahora de nuevo allí, en aquella pequeña habitación, en aquel diminuto despacho forrado de madera aguantando los gritos de aquel desconocido. ¿Qué había hecho? ¿Por qué chillaba el otro? ¿Quién era? ¿Por qué el padre no contestaba, ni siquiera daba una razón que contuviera aquella catarata de reproches? Veía al padre conceder cada vez más, humillarse cada vez más, a medida que el otro se crecía. ¿Qué pasaría allí, en aquella habitación? ¿Cuál era entonces aquella culpa, la culpa del padre? Antes de aquello: un vacío opaco, mudo después, otra negra cortina como ésta que una vez más hace crujir el barco.
«Bien, bueno, ya casi es la hora. Deje que pague yo. Para una vez que viene, déjeme ese gusto. Usted no va a volver nunca más por aquí, seguro y como yo tampoco es fácil que salga de aquí, seguro que no volvemos a vernos en la vida. ¿De qué sirve mandar una postal? De nada. ¿Para saber que uno vive todavía? ¿Para eso nada más? Vivir es tener algo que contar y lo que yo le cuente a usted dentro de una semana, mañana si me apura, no tendrá sentido, no tendrá el menor interés para usted, ni lo entenderá siquiera, si me apura. Y lo mismo lo que usted me escribiera a mí, por mucho que lo adorne. Eso pasa hasta con las cartas de los chicos. Al principio tenían algo que decir, pero a medida que fueron haciéndose su vida, se les fue acabando el qué contar y no por culpa suya, que yo no me quejo, es ley de vida que así sea y más cuanto más distancia hay aunque esto parezca una tontería.
—Ya es hora de levantarse —déjeme que pague— y le acompaño hasta el puerto, aunque usted ya sabe de esto y tendrá su pasaje reservado si es que dan ahora ya de ida y vuelta. En verano se duerme bien al raso, fuera.»
Una larga y perezosa caravana de grandes coches de últimos modelos baja desde los barrancos interiores, camino del puerto donde ya esperan otros al correo de vuelta, a su vez, de las otras islas pequeñas. Baja repleta la caravana de vecinos y hortalizas en cestas y en lo alto de alguno de los coches aparecen atados animales. Hombres y bestias aguantan los vaivenes en silencio, con un gesto que revela muchos viajes así, sobre los baches en los resecos canales que el agua, cuando llueve, traza por los caminos vecinales. Llegan también carros con cajones de frutas y hortalizas que van formando en el malecón una barrera olorosa y verdinegra. Aún no ha llegado el barco y el vendaval azota el tilo de la plaza, derribando los servicios abandonados sobre las mesas del bar por los clientes que se refugian en el interior, en tanto el cielo alumbra, más allá de los cerros, furtivos chispazos.
Las palmeras se doblan sobre el mar, este mar que se va hinchando, que lanza sobre el puerto remalazos de gruesas gotas, mojando a los que esperan y aguantan, a pesar de todo, impávidos.
«En fin, que ha sido un día agradable. Por lo menos un día aprovechado y entretenido para mí, porque aquí, en el fondo, siempre andamos buscando con quien matar el rato, porque aquí, en confianza también pesa a veces todo esto. ¿Qué tal fue la comida? ¿Regular nada más? Bueno aquí: el pescado y la verdura porque a mí ese jamón polaco que nos traen a menudo, para los polacos estará bien, pero yo prefiero nuestros cerdos. ¿Y la siesta en la playa? ¿Consiguió dormir? Alguna cabezada daría.»
Y la playa es ahora sólo un rumor fuerte y seguido de resaca, y una luz roja que parece que vibra al envite del viento; es el rumor del viento en las palmeras que se inclinan, bien a su pesar, sobre los muros del torreón, el mugir de los vacíos ventanales, de las ruinas del cuartel donde los cinco soldados recogen, ponen a salvo sus gallinas y tapan los agujeros del cuarto donde duermen, no por el frío, que es un viento caliente, sino por el ruido que no les dejará dormir si no se calma antes de medianoche. La playa ahora parece más viva que con la luz del sol, ahora está hinchada, poderosa, sombría, llena de voces lejanas y distintas: ésa que corre tras la espuma que viene, ésa otra que quedará flotando por encima del mar después de que ese polvo reluciente del agua se deshaga en la arena, ésa lejana, como de un gato enorme que viniera flotando por encima del mar, deslizándose, ronroneando, acariciado por el viento.
«Ahí viene, ahí lo tiene usted. Vamos a ver qué tal se da la maniobra. Un buen barco ahí donde le ve, mejor que los otros que trajeron después. Yo cuando voy a la isla grande siempre me subo en éste. En éste o en su hermano gemelo. Los otros saltan más. Me parece que ya se lo conté. Además viajar en éste es como volver a ver a los viejos amigos, como ir con la familia. Una gran persona el capitán. Sus chicos se examinan con los míos, bueno se examinaban porque hace un año ya que se le casó el segundo y del primero creo que ya tiene nietos. Ahí lo tiene usted, ahí aparece. Con casi treinta años de servicio. Ahí le tiene: el correo, que por la hora no podía ser otro.»
El correo ha parado el motor y se acerca lentamente. Luego, ya de costado, caen las amarras pesadamente sobre el poblado muelle haciendo recular a los viajeros. Se alzan voces, cláxones de coches y llamadas lejanas, en tanto la borda se va acercando y dos marineros de jersey deformado y pantalones sucios, preparan la pasarela. En la avalancha que viene luego, el único oficial visible que ordena la vacilante maniobra, lucha por mantener libre el paso, para que bajen los escasos viajeros que desembarcan de las otras islas. El viento inclina el barco, lo levanta sobre el malecón, con las amarras tensas a punto de saltar, y las lonas restallando. Apenas el oficial lo permite con una señal, va la cubierta llenándose de cestas, bicicletas, jaulas de animales, y paisanos que se despiden a gritos que no se entienden, de sus familias. Todos se mueven, se hunden, suben y bajan por la escalera de tablones cubiertos de hule y dorados pasamanos. Y al fin, apresuradamente, a una señal del capitán, la última etapa de aquel día se inicia. El barco, con sus cien rostros que dentro de una hora dormirán, de figuras agitando manos, bolsas y pañuelos invisibles, se va alejando, perdiendo su rostro, su voz y su gesto, volviendo a trasformarse otra vez, en ese par de luces que centellean en la noche y vuelven a hundirse ya a la altura de las boyas, en ese runrún de gato oscuro y perezoso, mimado por las olas y el viento, cuyo rumor acaba por perderse a lo lejos.
Y nunca se sabe cómo, pero es así: de pronto se llega al convencimiento de que esta vez también se llegará. Es posible que sea la luz del día que viene rompiendo sobre la espuma sucia o el resplandor rojizo que divide la oscuridad, o el rostro desvaído del primer viajero que se despierta y mira en redondo y después, más allá de los cristales, el mundo vacilante que se agita fuera.
La luz roja, rosa, amarilla, blanca, que crece velozmente, dice que la isla grande está ya muy cerca, a pesar de sus luces apagadas, que allí también la gente se despierta, que dentro de poco abrirán las puertas de la catedral y media hora después irán llegando los del cabildo para las misas más tempranas.
Va el barco como un buen caballo, avivando el paso al oler el establo, abriéndose paso en el agua más decidido y rápido que hace poco, en la noche, cayendo en su gran lecho esmeralda cada vez que rompe y salta en las olas. De pronto al salir de su fondo, —ese fondo que el ojo de cristal conoce—, surge al frente una lengua de tierra rojiza con casas blancas rodeadas de huertas y plataneras. Ahora es preciso bordear la costa, irla siguiendo hasta llegar al puerto, a la ciudad donde está la catedral, donde dentro de una hora o dos, bajarán a esperarle en el coche del señor obispo, donde ya estará avisado el carpintero y el platero porque allí no se fían del embalaje tosco de la isla pequeña, a pesar de que en ella se encuentran por ser pequeña, mejores carpinteros.
Ya se ve gente asomar tras los cristales de cubierta, sucia, mojada aún del sudor de la noche, con el pelo en brillantes remolinos y la barba brotada ya y los ojos borrosos. El niño que lloraba calla ahora, rendido en los brazos de su madre, en tanto, el motor resopla y lucha abajo, metódico y robusto, despreciando el viento que aún se acerca silbando.
Ya en el bar piden tés al camarero que se ha quitado la corbata como anunciando el final del viaje. La costa sigue desfilando monótona, con diminutas playas rojinegras azotadas por blancas rachas blancas. Mirando al sol que ya sube, aunque no llegue a romper, el viaje es un viaje más, y a medida que la ciudad se acerca, se siente esa decepción de las llegadas en solitario, una vaga sensación de fracaso, más fuerte aún, más concreta, en el viaje de vuelta, cuando se llega una vez más a la isla pequeña, cuando se pasa ante el torreón sombrío, ahogado de palmeras. Todos los viajes, todas las llegadas se ven como aquellas imágenes de los dos espejos paralelos que flanqueaban, en tiempos, la entrada de la tienda del padre. Las imágenes que siempre son el hombre de los cincuenta y pico de años, cuando niño, se multiplican en hilera infinita, sin llegarse jamás a ver todas porque el cuerpo tapa al mismo cuerpo como si le impidiera conocer allá en el infinito, su destino. Las imágenes, si el cuerpo se mueve, derivan, escapan por un lado, fuera del marco, unas veces hacia el interior, otras hacia la calle, camino de la calle que acaba en el puerto. En ese espejo está su primera llegada cuando niño a la ciudad tan grande, con autos —que entonces apenas los había en la isla menor—, con los indios de blancas vestiduras y andar tranquilo y esos ojos, a veces de terciopelo y a veces como la pupila radiada de los gatos. Allá va de la mano de su padre, de visita en visita oyéndole charlar, discutir, regatear, hacer pedidos, por grandes oficinas, en salones de espera con muebles de mimbre suaves, frescos, enormes, donde llega a dormirse. Siempre hay una vieja empleada o una muchacha no tan vieja que pasa y le mira y se detiene y le trae una naranja, un vaso de agua con azúcar y limón o un caramelo. Más allá de las ventanas cruzan como en la pantalla del cine de la isla chica, livianos coches tirados por un solo caballo, cuyo rumor es sólo su suave golpear sobre los adoquines, pintada la caja de amarillo suave con dos grandes salvabarros negros que se prolongan al final apuntando hacia el cielo.
Largas horas de espera leyendo letreros que no comprende, devolviendo saludos que apenas musita, siempre con aquellas ganas de volver a embarcar, de regresar a casa. Pero luego, viene siempre, después, la inevitable visita a la catedral que el padre siempre cumple, aquella catedral tan grande, pero negra también, como la suya, asomada al puerto y sin embargo defendida a la vez en su pequeña plaza, limpia y de casas blancas, salvo el palacio episcopal.
El padre se santiguaba, cruzaba los dedos de ambas manos y, de rodillas, miraba allá lejos, hacia el altar sin verlo apenas, y movía los labios durante un rato que a veces se prolongaba más de la cuenta. Más que rezar parecía que hablara con alguien allá lejos, mucho más lejos de los muros negros e invisibles, quizá con alguien allá en el mar, con algún santo de la otra iglesia de la isla pequeña, quizá con aquellos dos muchachos que aún caminan para siempre bajo las aguas, buscando aquella entrada del torreón.
Quizá sus palabras que no se oían, que tan sólo podían leerse en sus labios, cruzaban el mar, iban a posarse a los pies de los otros santos, pero siempre aquel rito se cumplía antes o después de la comida en aquellos restaurantes del puerto a los que se llegaba, tras cruzar todo a lo largo aquel paseo flanqueado de bares con sus puertas de par en par, mostrador en tinieblas, ventiladores oxidados y el mismo, eterno, rostro de mujer con trazos de color bermellón, oscuro, atezado, impávido, como los de los hombres que bajaban por entonces, en los días de mercado, de la sierra. Pero éstas vestían trajes verdes, rojos, extraños todos, telas brillantes y fantásticos collares que a veces se colocaban entre los pechos, al tiempo que espantaban las moscas en derredor, servían un vaso o respondían con algún monosílabo. Sin tener nada que ver, recordaban siempre a la revista aquella en colores del despacho del contable. También —según contaba el padre— duraban poco, morían a los dos o tres años o acababan para siempre en un sanatorio medio caído, a las afueras de la ciudad vieja, un gran caserón que antes había sido cuartel de artillería.
De todo ello, de todos esos fugaces viajes, incluso de los que hizo ya hombre, ni un amigo queda, ninguno heredó del padre cuando éste murió, cuando él mismo cambió de profesión, ya que su único trato fue ya siempre con la catedral.
Siempre idéntica pregunta: «¿Hasta cuándo se queda usted?» «¿Se va tan pronto?» «¿No se queda ni un día siquiera?»
Y la verdad era que, una vez realizados los encargos del Ayuntamiento, examinados los chicos o entregada la custodia, nadie le necesitaba allí, ni siquiera un recuerdo, nadie iba a echarle de menos, del mismo modo que él tampoco necesitaba de los otros.
Cierto día pensó que su vida era como sus días en la isla grande: resbalar, llegar y retirarse como el agua, como el mozo del bar, allá abajo, en su nicho de madera, ajeno a los viajeros, al capitán y a la mar gruesa; igual que aquellas clases en la academia, con el muro de enfrente por todo horizonte y el antiguo sacristán recostado contra el muro, con la botella al lado y mirando quién sabe a dónde.
Y el encuentro con Rosa tampoco tuvo nada que ver con la isla en sí ya que ella estaba allí por sus mismas razones.
Eso sí, llegó a conocer de vista a muchos de los nuevos y viejos comerciantes, canónigos o dueños de las casas de comidas, las nuevas tiendas repletas de transistores y el indio desdeñoso de las radios caras. Todo lo conocía y por nadie era capaz de quedarse un día siquiera como quería aquel canónigo, ni aún en el nuevo hotel donde ahora vienen los millonarios con sus amigas a las que los camareros dicen frases soeces cuando saben que no les entienden.
Vio a la isla cambiar, llegar las cámaras automáticas —usted pone el carrete y no tiene más que apretar el disparador—, receptores de televisión cada vez más pequeños y radios como cajas de cerillas. Los indios que seguían sin ser admitidos en el casino de la isla, abrían los domingos incluso y alzaron sus pequeños rascacielos de apartamentos rodeando, cubriendo con su sombra a la catedral, prolongándose luego, bahía adelante hasta donde el peñón del faro permitía.
En los espejos de la puerta de la tienda del padre su imagen se va multiplicando, parece hundirse y, a medida que se hace más pequeña a lo lejos, aumenta la melancolía con esa sensación de que el viaje termina.
Ya estarán en el puerto bostezando, el platero del pelo blanco, sacado a duras penas de la cama, y el carpintero que debe inspeccionar el embalaje y algún canónigo madrugador, de ésos que gustan de pasear temprano desde la catedral al puerto.
—¿Qué tal ese viaje?
—Muy bien. Todo bien.
—Un poco movido el mar. ¿No?
—Un poco; como siempre.
—Oímos anoche la radio y dijimos: «Va a tener un poco de baile la custodia».
—Viene bien embalada, no se preocupen. ¿Cuándo la mandan para la Península?
—Ya lleva el señor obispo recordándonoslo hace casi una semana. Se queda esta noche aquí. ¿No?
—No. Me vuelvo en el viaje de la noche precisamente.
—¿En los «twist»?
¡Qué le vamos a hacer! Ya a estas alturas no voy a marearme.
Ya la costa corre cercana y paralela, ya se ve a los paisanos y sus casas coronadas de un humo que la brisa barre, y barcas y aparejos. Ya el sol ha roto y es el mar ahora azul muy oscuro con sus eternas crestas como ráfagas brillantes que remontan una y otra vez, solitarias gaviotas. Más allá, sobre los caseríos dan vuelta bandadas de palomas y una nube densa y oscura que llega de la refinería va matando, con su olor a gasoil, el olor anterior del salitre.
Bien; el viaje termina. Es preciso irse preparando. Buscar un mozo o dos, bajar al camarote y cargar con las dos pesadas cajas después de desatarlas de las literas inferiores. Vuelve el oficial de antes, aseado, afeitado, relajado casi, como si acabara de salir del hotel, de uno de esos hoteles que empiezan a distinguirse ahora.
—Ahora mismo le mando un par de mozos. Tratándose de una cosa así, delicada, es mejor que espere a que salgan los demás. Ya ha visto cómo se pone esto allá arriba, en estos casos.
Llegan a poco, dos mozos sucios, con grasienta camiseta y pantalón sucio también, rozado en las rodillas. Deben ser del servicio de máquinas. Han lanzado una mirada a los dos cajones, sopesándoles, calculando cuánto van a cobrar por el porte, aunque oficialmente les esté prohibido.
—Ustedes no se preocupen por el precio.
—Es que nosotros no hacemos estas cosas. Para eso están los mozos del puerto.
—Es que esto es una cosa especial.
—Sí; eso nos dijeron.
—Se les paga lo que sea de razón y en paz. Allí en el puerto habrá alguien para recogerlos.
—Bueno, vamos con ellos.
Carga cada uno con su cajón después de desatarlos. Su torpeza dice tan a las claras como ellos mismos, que no es ése su oficio. El barco además, sin el amparo aún de la bahía, sigue dando bandazos y ambos cajones pegan una y otra vez con las barandillas de las literas, en las doradas bacinillas para las vomitonas de los viajeros ricos, con el quicio que da paso a la escalera.
Escalón tras escalón, bandazo tras bandazo, va la custodia camino de cubierta seguida por el hombre de los cincuenta y pico. Ahora cruza ante un grupo de ricos de las islas que hablan de acciones de agua y de los plátanos que tiraron al mar en una playa lejana, según algunos para mantener los precios. Se han apartado a un lado de mala gana, sin saber cuántas veces se arrodillaron a su paso. Más tarde la custodia pasa junto a aldeanos que se quitan las legañas, encienden un cigarro retorcido o se estiran los músculos y el traje. Cruza frente al mozo del bar, sirviendo los últimos cafés y copas y alcanza la cubierta donde ya la gente mira hacia el puerto cercano y el verde pulular de las aduanas. Al otro lado hay ya un grupo de madrugadores alguno de los cuales agita un pañuelo, no se sabe a quién, porque del barco ninguno contesta. Hay seis o siete cargueros en la bahía, dos motonaves regulares y un trasatlántico blanco y enorme, anclado, como muerto a la entrada, junto al faro.
Es llegar otra vez, repetir una de aquellas imágenes de la hilera infinita. Cada gesto, cada movimiento se multiplica hasta salir fuera del marco porque nunca es posible ponerlos perfectamente paralelos. El mismo viaje y la misma sensación de que algo más que el viaje cesa y se consume. Y a la tarde, tras cumplir con el cabildo de la catedral, un paseo por la avenida de las palmeras y otro más por la calle de los indios y después puede que uno más largo, en taxi, a recorrer un poco de la costa hasta donde está ese jardín con el árbol famoso de los brazos como columnas musculadas que bajan hacia tierra.
Hay un banco a su sombra donde los novios no se sientan, quizá temiendo que en un instante, la higuera se anime y los abrace. Sin embargo, se está bien a su sombra, se recuerda a Rosa, se deja pasar el tiempo y se piensa que ya la custodia irá catapultada por los aires con el visto bueno del platero.
Y allí, en el mismo banco, hay un chico ya mayor, casi de la edad de Luis antes de pensar en casarse, un chico de estos de ahora, educado y seguro, con esa educación que dice que están dispuestos a hacer lo que piensan. Tiene junto a él un morral con un banderín indescifrable y en sus manos una guía de las islas. Al cabo de un rato de estudiarla a conciencia se ha dirigido al hombre de los cincuenta y pico, preguntando a qué hora sale el barco de la isla pequeña.
—¿Va en plan de turismo?
—Pues sí; más o menos. Estoy haciendo un viaje por aquí. Ya llevo unos cuantos días.
—¿Y lo hace usted solo? Porque esa isla no tiene demasiado que ver.
El muchacho se encoge de hombros como si su opinión no le afectara demasiado, abismado en el libro de tapas azules que hojea pausadamente.
—¿Allí estuvo Colón, verdad? —pregunta alzando de pronto la cabeza.
—Sí; allí hay algunos recuerdos suyos.
El muchacho afirma en silencio para sí, como en mudo coloquio con su libro.
—¿Y no le aburre hacerse solo un viaje hasta tan lejos?
—Sí, un poco. Tenía un compañero, un amigo francés, pero tuvo que coger el avión hace unos días. Le avisaron de allí que estaba su madre enferma o algo parecido. El caso es que se fue y como yo estaba aquí no iba a perder el viaje por eso. Sobre todo pensando que cualquiera sabe cuándo tiene uno otra ocasión de venir por aquí y conocer todo esto.
—¿Todo qué?
—Pues todo. Bañarse un poco y ver lo que pasa por aquí. Todo tiene su misterio. Tomar el sol también; hasta que se acabe el dinero.
—Pues el barco sale a las nueve, aproximadamente.
—¿Hay que sacar el billete antes?
—Es lo mismo; si no a mí me conocen y allí mismo se lo dan.
—¿Es que va usted para allí también?
—Yo vivo allí.
—Pues muy agradecido.
—De nada. Allí nos veremos.