SEGUNDA CATEDRAL
Esta segunda catedral es más modesta, más por igual, menos solemne, más recogida. Su fachada no es adusta, ni monumental; es más acogedora, casi sonriente, entre sus dos chatas torres barrocas cargadas de arquitrabes, cornisas y pináculos. Toda ella tiene un color amarillento —el color de los líquenes cuando, en los contados días despejados, el verano los seca, cristaliza y añade a los distintos sedimentos que ya, desde siglos atrás, se acumulan sobre sus piedras.
Tiene un muro corrido todo a lo largo de su fachada principal, con una verja a un lado que es preciso franquear porque más entradas no hay, salvo una antigua que daba al cementerio viejo, y condenada ahora, desde que cierta vez unos ladrones entraron por ella, en busca de la plata del sagrario.
Tiene también, frente por frente a ese pequeño muro y la fachada, una fuente barroca con cuatro figurillas acurrucadas, como prestas a saltar desde el tronco, más allá de la gastada piedra de la taza.
Más allá de la fuente, más lejos de los bosquecillos de hayas, castaños y nogales que rodean la villa, está el rumor del mar, un mar esmeralda y blanco, solitario, que a veces manda rachas de niebla y sordos zumbidos de lejanos barcos hasta la iglesia, hasta sus naves modestas y sombrías. El mar no está allí dentro, pero hay en su interior barcos pequeños colgados en las bóvedas, en alguna de sus capillas macizas como los sótanos de alguna poderosa fortaleza.
Cuando el viento del mar viene bufando por encima de las viñas, hasta azotar las copas inmensas de los castaños, entra por las rendijas de la puerta mayor, por las vidrieras mal restauradas o partidas, y hace mover los barcos diminutos colgados de los arcos igual que si de veras navegaran en las tinieblas, entre un rumor de golpes, roces y silbidos sordos que son como su propio mar, como sus propias marejadas.
La catedral, que ve poco el sol, es, en cambio, amiga de la lluvia que en la mayor parte del año la envuelve, lava, azota, abrillanta y fecunda, día tras día, estación tras estación, dejándola lista para que ese poco sol de finales de julio haga brotar en ella una flora pintoresca que se añade a la otra, a la que los arquitectos, pedreros, maestros de obras, canteros, jaspistas, tracistas, mayordomos de fábrica, veedores de obras y pincernas, tardaron en concluir casi dos siglos.
La villa no era ni muy poderosa ni muy rica. Tenía y tiene aún su riqueza en sus viñas, que unas veces explotan los particulares, y otras, cooperativas que radican en otras ciudades. De todos modos ya nadie pisa su uva, ni hace su vino ni destila su aguardiente. Todo lo más, unas cuantas botellas para casa y amistades, pero en llegando octubre, la cosecha entera va a la cooperativa por lo que quieran buenamente pagar por ella.
Las calles de la villa están cubiertas de soportales bajos y anchos, y de arcos apuntados, unas veces pintados de azul, otras de verde y otras de añil, como los que rodean a la plaza. Tampoco hay muchos conventos ni parroquias. Conventos dos, a punto de cerrar, y parroquias no llegarán a la docena. Lo que siempre hubo mucho son tabernas. En las tardes de invierno, cuando cae sobre las viñas esa lluvia tranquila y suave que no se ve, ni se nota, ni se oiría a no ser por el repiqueteo en las hojas de los plátanos, está la villa vacía en sus calles y vacía también en sus tiendas, con los dependientes, muy niños o muy viejos, con la cara pegada al cristal, inmóviles, mirando al infinito como los maniquíes que colocan en el mismo lugar, en los días de fiesta.
La villa aparece desierta también en sus parroquias, en su alevín de catedral y en sus jardines recién inaugurados, pero abriendo la puerta de cualquiera de sus bares aparece de pronto el pueblo, viene a darse casi de bruces con él, en el suave tintineo de los vasos, en la charla a gritos, en el bronco sabor del pulpo, entre fotos de toreros y futbolistas, santos, artistas de variedades, precios de aperitivos, serrín sucio envuelto en desperdicios de mariscos, golpes de brisca, llamadas a la barra y miradas de refilón al espejo con anuncio de un coñac que no existe ya, que ya no se fabrica y que es lo único que ha resistido después de las reformas sucesivas del establecimiento.