Capítulo 16
Se despertó lentamente, atontada, insegura de su entorno.
Estiró un brazo para tocar a Ranulf, con el deseo de notar su calor cerca de ella, segura de que se encontraba cerca. Sus ojos se abrieron con desconcierto cuando su mano solo encontró el vacío y no la calidez de su cuerpo. Se dio cuenta de la situación cuando se sentó con la manta a su alrededor.
Alice levantó la mirada de su costura y sonrió.
—¿Es muy tarde? — el gesto de su doncella era afirmativo—. Me has dejado dormir hasta tarde.
Alice volvió a dirigir su mirada hacia la prenda de lana remendada que tenía en sus manos. Lyonene la miró pensativa.
—¿Lo sabes, no es cierto? No sé cómo, pero lo sabes.
Alice sonrió nerviosa por el secreto compartido entre las dos. La corpulenta mujer se levantó y le dio la ropa a su señora. Se quedaron todo el día en la habitación, mirando ansiosas a la ventana cerrada. Más tarde, llegó lady Margaret.
—¿Hoy no nos honraréis con vuestra visita? Estoy segura de que sir Morell echará de menos veros.
—No me mira demasiado, así que francamente no sé de qué estáis hablando.
—Hoy saldrá hacia Inglaterra para ver por qué vuestro esposo no manda el rescate.
Lyonene miró a la mujer, con su mano en el vientre, apoyándola ligeramente donde su hijo le daba patadas.
—Creía que estabais segura de que no quería saber nada de mí ya que hace tiempo que se fue a la corte.
Lady Margaret frunció el ceño.
—Parecéis muy segura de vos. Si no supiera que estáis muy bien vigilada, creería que guardáis un secreto.
Lyonene sonrió de manera insulsa.
—Es mi hijo. Creo que llegará pronto. Seguro que conocéis la tranquilidad que siente una mujer justo antes de dar a luz.
—No, no he tenido la mala suerte de tener una barriga hinchada. Prefiero el placer sin el castigo. Si veis que os vais a poner de parto, enviadme a Alice y yo mandaré llamar a alguien del pueblo. ¿Me habéis entendido, Alice? Tenéis que venir a buscarme si a la señora le empieza a doler la barriga.
Alice la miró sin comprender, haciéndose la ignorante y asintió con la cabeza, con los ojos brillantes y la boca ligeramente abierta.
—No puedo entender cómo soportáis su presencia todo el día — dijo Margaret con una sonrisa burlona.
—Sus intenciones son buenas y se ocupa perfectamente de todo lo que necesito.
—Debo irme. He empleado a nuevos guardias para vuestra protección. Morell me ha asegurado de que todo va bien, pero no puedo evitar sentirme un poco preocupada.
Lyonene miró al fuego.
—¡Oh! Estos guardias, ¿son tan fieros y feos como los otros cuatro?
Lady Margaret se echó a reír con una especie de resoplido rápido, haciéndole saber lo que pensaba.
—No, en realidad son muy hermosos, fuertes y vigorosos. Cuando ya no estéis como ahora, os daré uno de ellos. Os gustará su aspecto, pues he oído que preferís hombres morenos.
Lady Margaret se giró y abandonó la habitación. Lyonene notó la mano de Alice en su hombro. Sus ojos se cruzaron.
—Sí, sé que no debería haber dicho eso, pero no los reconoció como hombres de Ranulf. Estoy contenta de que sir Morell se vaya. Ranulf dice que no tendrá problemas con los guardias, pero estoy contenta de que haya menos hombres con los que luchar.
Llegó la noche y ella seguía esperando, con un pequeño fardo de ropa a su lado. Su nerviosismo aumentaba al pensar en el peligro que corría Ranulf, en el peligro que había causado estupidez. Antes de meterse en la cama, pasó horas rezando de rodillas. Solo las mudas órdenes de Alice la hicieron detenerse.
Sorprendentemente, se quedó dormida pronto y fue despertada en medio de la oscuridad, por una enorme mano oscura y cálida sobre su boca. Abrió los ojos y se encontró con los ojos negros de Sainneville.
—Milady, estoy contento de veros de nuevo.
Lyonene lo cogió de la mano durante un momento, contenta de ver la cara familiar de un amigo.
—No se merece tantas atenciones, os lo aseguro. ¿Podéis creer que he tenido que obligarlo a bajar por la cuerda? Decía que tenía miedo de que el castillo se le cayera encima.
Lyonene sonrió a Corbet, a sus bromas y a sus palabras ligeras; estaba tan contenta de verlas de nuevo.
—No, no puedo creedlo. ¿Estáis bien los dos?
—Solo ahora que el sol ha salido de nuevo. Malvoisin es un lugar oscuro sin su dorada señora.
—Sir Corbet, no habéis cambiado, estoy tan contenta de volveros a ver. Sir Sainneville, ¿ya procuráis que no vaya haciendo diabluras?
Sainneville le guiñó el ojo.
—Veo que lo conocéis bien. Pero no es él quien ha causado los problemas durante este viaje.
Lyonene se tapó la boca con la mano.
—Por favor, no me riñáis. Mi esposo no ha perdido ni un momento para recordarme todas mis fechorías. Decidme la verdad, ¿es verdad que ha cortado leña?
Los dos guardas sonrieron.
—Sí — dijo Corbet.
—Era una tarea fácil para él, así que lo animábamos desde nuestros puestos arriba en la torre.
—No, no hicisteis eso.
—No podíamos perdemos esa oportunidad. ¿Cuántos caballeros tienen la suerte de poder dar órdenes a su señor?
—Es Hugo quien tendrá que temer por su vida.
—Pero ¿qué puede ser lo que haya hecho sir Hugo? Es un caballero de lo más pacífico.
Corbet trató de no reír demasiado fuerte.
—Lady Margaret lo puso a cargo de los siervos. Lord Ranulf creía que podría escaparse de sus obligaciones como siervo, pero Hugo tenía otros planes. Es un caballero muy valiente.
—¿Mi esposo?
—No — dijo Sainneville riendo—. Sir Hugo ha sido más valiente que cualquiera de nosotros. Se apoyó en la pared comiendo una manzana y señaló a nuestro señor. Todavía lo puedo oír: «Tú, el de ahí. Pareces un tipo robusto. Puedes ir a cortar leña mientras estos menos fuertes la cargan». Me sorprende que los insultos de Ranulf no carbonizaran la madera.
Lyonene se tapó la boca para reír.
—No va a ser sir Hugo quien sufra, sino yo, por haber causado todos estos problemas.
Lyonene observó la habitación y vio que Alice estaba sentada sobre su camastro en una esquina.
—¿Conocéis a estos caballeros, Alice? — Corbet sonrió.
—Fue ella quien nos consiguió los trabajos.
Alice se señaló los ojos y luego señaló los ojos de ellos y Lyonene se echó a reír.
—Alice debe de haberse dado cuenta de que pertenecíais a la Black Guard, pues siempre le estoy contando cosas sobre Malvoisin.
—Nos sentimos honrados de ser mencionados por alguien tan adorable. Una damisela en peligro es una de nuestras misiones preferidas. Ojalá que hubiera también un feroz dragón para matar en vuestro honor.
Lyonene se apoyó contra la pared de piedra y los miró.
Reían, pero su misión era seria y podía costarles la vida y aun así actuaban como si no fuera más que una salida cualquiera. Trató de levantarse y Alice enseguida fue a ayudarla. Había dormido con su ropa de lana, preparada para una huida rápida.
Los dos guardias la miraron fijamente, ya que no estaban acostumbrados a la nueva forma de su cuerpo.
—Ahora veo lo que le ha ocurrido al sol — Lyonene lo miró desconcertada—. Os lo habéis tragado.
Lyonene le rió la broma. No era hora de reprenderlo por su insolencia. Ahora estaban unidos por el viejo lazo de la amistad. Más tarde en Malvoisin, recuperarían la antigua formalidad, pero ahora las circunstancias eran distintas. Alice la ayudó con el gabán y el manto, unas ropas abrigadas y resistentes.
—¿Estáis segura de que no cambiaréis de idea y vendréis con nosotros?
Alice sonrió, acarició el pelo de Lyonene y sacudió la cabeza. Su familia y sus tradiciones eran irlandesas. No quería abandonar su hogar.
Se oyó un grito del otro lado de la puerta y todos dejaron de hablar. Lyonene estaba asombrada de la rapidez con la que Corbet y Sainneville se movieron. Los dos caballeros se colocaron de espaldas a la puerta, no permitiendo que entraran los hombres que trataban violentamente de abrir la puerta.
—¡Llevadla al lado de la ventana! Si es necesario, bajadla con la cuerda. Heme está esperando abajo — ordenó Sainneville a Alice.
Del otro lado de la puerta podían oír el ruido del metal y voces. El ruido de la puerta se redujo a la mitad y paró del todo cuando Ranulf y sus caballeros empezaron a luchar contra los guardias.
Lyonene se sentó en una silla cerca de la ventana, pálida, con los nervios tensos amenazando con explotar.
Oyeron el grito de batalla de Ranulf a través de la puerta de roble, parecía llenar todas las piedras de la torre. Lyonene solo podía esperar y escuchar los horribles gritos y el sonido del acero y el hierro que daban contra madera, piedra y carne.
Sainneville y Corbet la observaban. No podían hacer nada para ayudar a sus compañeros o a su señor; pero esperar era peor para ellos que la batalla.
Cuando ya pensaba que no podría resistir más el miedo paralizante, oyó la voz de Ranulf del otro lado de la puerta.
—¡Abrid!
Corbet y Sainneville abrieron la pesada puerta para dejar entrar a un ensangrentado Ranulf. Su expresión era fiera y aterradora.
Lyonene trató de levantarse para saludarlo, pero sus piernas no habrían podido sostenerla. Alice la ayudó. Ranulf miró hacia ella un instante, satisfecho de que no estuviera herida.
—Morell está reuniendo a más hombres, unos pocos cientos. Gilbert los ha visto cabalgar hacia nosotros. Deben haber oído que estamos aquí. He enviado un mensajero a los primos de Dacre y nos encontraremos con ellos cabalgando en dirección norte.
Ranulf dio un gran paso y levantó a Lyonene en brazos, sin siquiera mirarla.
—Herne tiene caballos abajo. Cuidad de mis armas — ordenó a Corbet.
Lyonene hundió su rostro en el cuello de Ranulf, vestido con la cota de malla, cuyo olor de sangre era abrumador. No sabía si era el olor o el miedo que sentía, pero su estómago se puso tenso y empezó a dolerle. Solo hubo tiempo para una mirada de despedida a Alice.
Ocho caballos negros los esperaban fuera de la torre con Tighe a la cabeza. Ranulf la subió a la silla y ella agarró la perilla cuando sintió más dolor en el vientre.
—¿Estáis bien? — preguntó Ranulf, con prisa haciendo que la frase sonara dura.
—Sí, estoy bien.
—Entonces debo ocuparme de mis hombres.
Se giró y vio cómo ayudaban a Maularde a subir al caballo. Su pierna izquierda estaba sangrando profusamente y el tabardo mostraba un corte largo e irregular. Ranulf intercambió unas palabras con el caballero y volvió con Lyonene, montando el caballo detrás de ella.
—¿Puede montar? — preguntó Lyonene.
—Sí, durante un rato. Ha recibido un hachazo en la pierna. Debemos hacer que se la curen lo antes posible o puede perder la pierna e incluso la vida.
Lyonene miró hacia delante cuando Ranulf cogió las riendas y espoleó a Tighe para salir al galope. Otro dolor le cortó la respiración y entonces se dio cuenta que la criatura había decidido salir a conocer a su padre. Rezó en silencio durante un rato, el tiempo suficiente para escapar al ejército de Morell que los perseguía.
Habían cabalgado rápidamente durante dos horas cuando Ranulf se detuvo. Lyonene se agarraba el vientre, contenta de no estar en movimiento, un momento de alivio del traqueteo del caballo. Ranulf desmontó y se dirigió hacia Maularde.
—Creo que se ha desmayado, milord — oyó decir a Hugo.
Lyonene se giró para mirado. El fuerte y oscuro caballero se había desplomado sobre el cuello de su caballo. La sangre cubría todo un costado del jinete y del caballo. La visión no calmó los dolores que ya sentía.
—No puede cabalgar más. Mi esposa también está cada vez más cansada. Me quedaré aquí con ellos. Hay una choza detrás de esos árboles. Debéis cabalgar más rápido todavía, pues si Morell ve que no estoy con vosotros, volverá aquí para buscarnos.
Los seis caballeros asintieron solemnemente, entendiendo la situación.
—Los hombres de Dacre os están esperando. Dadme toda la ropa que tengáis para la pierna de Maularde. Partid ahora mismo y no volváis hasta que sea seguro.
Asintieron y, mientras rezaban por su seguridad, sacaron toda la ropa sobrante de las bolsas de cuero de debajo de sus sillas de montar.
Todo parecía increíblemente tranquilo cuando se marcharon. Ranulf tomó las riendas de ambos caballos y los condujo hacia el bosque a una casita de piedra con medio techo de paja, que les ofrecía un refugio. Ranulf escondió a los caballos y a los jinetes bajo unos árboles, mientras se dirigía a inspeccionar la propiedad. Solo cuando estuvo seguro de que estaba vacía volvió a donde había dejado a los caballos.
Bajó a Lyonene del caballo y dejó que se pusiera de pie en el suelo. Lyonene se apoyó en un árbol para no caerse.
Desmontar a Maularde de su caballo con la delicadeza necesaria fue mucho más difícil, pero Ranulf sabía que su vida dependía de los cuidados que pudiera proporcionarle. Las piernas de Ranulf se doblaron por el peso al acarrear a su hombre hasta la cabaña oscura. Lo tumbó con cuidado sobre el suelo sucio.
Lyonene se tocó el vientre, pues tuvo otra contracción. Cada vez eran más seguidas y más fuertes. No tenía tiempo de tener miedo, pues estaba en juego la vida de Maularde. Entró en la cabaña.
—Aquí estoy — dijo Lyonene mientras se arrodillaba al lado de Maularde—. Yo me ocuparé de él. Debéis levantarlo para sacarle los zapatos. Traedme las ropas que os han dado. ¿No podéis encender un fuego?
—No, no podemos. Espero que los hombres de Morell no vean este lugar. ¡Morell! Me gustaría encontrármelo.
—No perdáis el tiempo pensando en él. Buscad agua y un recipiente. Debo limpiar esta herida y vendarla.
Ranulf salió en silencio, antes de que pudiera ver cómo Lyonene cerraba los ojos por el dolor en su vientre.
—¿Es la criatura? — apenas pudo susurrar Maularde. Lyonene sonrió y alisó su pelo mojado por el sudor.
—No habléis. Os curaremos y os pondréis bien, pero también debéis descansar. Y sí, es la criatura, pero no se lo digáis a Ranulf.
—Creo que se enterará pronto.
—Me temo que vuestras palabras son muy ciertas. Quedaos callado. Os causaré dolor, pues tengo que sacar unos trozos de hierro que se han quedado en la pierna.
Ranulf regresó con un recipiente de barro lleno de agua.
—Está roto, pero puede contener un poco de agua. ¿Maularde os ha hablado?
Lyonene miró al caballero con cariño.
—Sí, se preocupa por mi salud.
Ranulf la miró por primera vez y vio el dolor en su rostro. Le tocó el pelo y le acarició la mejilla. Lyonene se inclinó hacia delante para aliviar el dolor. Ranulf la acercó hacia él.
—¿El niño vuelve a dar patadas?
—Sí, cada vez.más fuertes. Arrancad un poco de tela y mojadla para que pueda ayudar a vuestro hombre.
Trabajaron juntos, en silencio, mientras Lyonene sacaba con cuidado los trozos de hierro con una rama verde que había arrancado. Tenía que parar muy a menudo para cogerse el vientre por las contracciones que aumentaban cada vez más. Ranulf no hablaba mucho cuando ella inclinaba la cabeza por el dolor, pero le sujetaba la espalda y los hombros.
Finalmente terminaron de vendar la pierna de Maularde y, aunque creían que dormía, él abrió los ojos y les habló.
—Ahora os toca a vos, milady.
Lyonene sonrió.
—Sí, me temo que tenéis razón. Los dolores son ahora muy seguidos.
—¿Qué pasa?
—Vuestro hijo llega, milord — susurró Maularde.
—No, puede ser. No hay aquí ninguna mujer para atender el parto.
Lyonene todavía pudo reír un poco, aunque le vino una contracción más fuerte.
—Lyonene, no podéis dar a luz ahora. Debéis esperar a que encuentre a alguien.
—No, Ranulf, no me dejéis. Ayudad a tumbarme.
La cogió en brazos con cuidado y notó que el cuerpo robusto de Ranulf empezaba a temblar.
—Me temo que os llenaré todavía más de sangre, pues dar a luz es algo muy lioso, Ranulf. Ah, no, era una broma. No me toméis en serio. Es muy fácil.
La colocó sobre el suelo.
—Iré a buscar musgo para prepararos una cama — se notaba la tensión en su voz—. ¿Hay tiempo?
—Sí, todavía falta un ratito.
Ranulf salió corriendo de la casa. Le vino otra contracción y mientras ella se agarraba al suelo, notó una mano cálida y fuerte sobre la suya. La fuerza y la proximidad de Maularde la tranquilizaron.
Ranulf volvió enseguida y esparció el musgo por debajo de ella. Vio las manos entrelazadas de su mujer y su guardia. No deshizo el contacto, pues eso le alegró. Lyonene separó las piernas, empujando a cada contracción.
Ranulf se sobrepuso y usó su espada para cortar la ropa interior. Le secó la frente y murmuró unas palabras de ánimo mientras los dolores la sacudían. Se quedaron en silencio cuando oyeron el sonido de cientos de caballos muy cerca de ahí, sabiendo que podía ser que en breves instantes Morell los descubriera. Los tres suspiraron de alivio cuando los jinetes pasaron de largo.
No les quedó mucho tiempo de tranquilidad pues Lyonene rompió aguas y Ranulf, que había ayudado con muchos potros, supo que la criatura estaba a punto de nacer. Maularde se arrastró acercándose más a ella para evitar que gritara cuando la cabeza apareciera. Ranulf solo hizo que atrapar a la criatura cuando Lyonene dio el último empujón.
Rápidamente, quitó el cordón del cuello del recién nacido y le sacó la mucosidad de su diminuta boca. La criatura dejó escapar un grito de protesta por ese nuevo y frío entorno y Ranulf se ocupó de cortar el cordón umbilical y deshacerse de la placenta.
Maularde pareció recuperar el ímpetu después del nacimiento y fue él quien limpió al niño chillón con un trozo de su tabardo de terciopelo. Envolvió al recién nacido con ropa abrigada, acariciando el grueso pelo negro que cubría esa carita arrugada.
Dio el niño a la exhausta Lyonene que le tocó la carita y las diminutas orejas.
—Me gustaría ver a este hijo mío — dijo Ranulf con calma y lo cogió de los brazos de Lyonene.
Era de noche, pero no se atrevían a encender una luz, así que Ranulf cogió al niño, le quitó las ropas y lo estudió a la luz de la luna.
Lyonene veía su perfil, el brillo de sus ojos negros cuando este sostenía a su hijo; fue un momento privado de tos dos, que nadie más podía compartir. La mano enorme de Black Lyon era muy suave cuando tocaba esos diminutos dedos y Ranulf sonrió cuando el niño cogió el dedo oscuro y lleno de cicatrices de guerra de su padre.
Le cambió la ropa y lo devolvió a los brazos de Lyonene. Ranulf le acarició la mejilla con ternura, con ojos llorosos, mostrando la profundidad de sus sentimientos.
—Os doy las gracias por mi hijo — susurró antes de acostarse a su lado y quedarse dormido.
Los cuatro durmieron plácidamente, unidos por las dificultades y las alegrías que habían pasado juntos. El recién nacido los despertó y todos tomaron parte en sus cuidados, en el nuevo placer de esa edad de oro. En las primeras horas del amanecer no hubo distinción entre señor y vasallo, entre padre o amigo, sino una unión provocada por la nueva vida, es ser inocente, cuya maravillosa presencia iba más allá de los lazos terrenales. Los tres adultos se sonreían el uno al otro formando una unidad.
Durmieron un poco más y el sol brilló en ese nuevo día cuando volvieron a despertarse. Ranulf ayudó al guardia a salir de la casa y luego sacó a Lyonene, mientras el bebé estaba al cuidado de Maularde.
Se sentaron juntos, Lyonene en la falda de Ranulf, durante unos momentos antes de volver. Ranulf la besó en la boca dulce y suavemente.
—¿Debo tomármelo como que os gusta el niño? — bromeó Lyonene.
—Sí, es la más hermosa de las criaturas. Estoy seguro de que no podría haber sido mejor — dijo Ranulf tratando de parecer serio.
—¿Y no lo veis feo y colorado como los ven la mayoría de padres?
—No, no está colorado. Tiene mi color de piel y mi pelo. ¿Habéis visto cómo se le empieza a rizar por el cuello? Y tendrá ojos verdes como los de su madre. Ya puede verse que tiene la fuerza necesaria para ser un caballero y el tamaño de su cabeza me dice que será un hombre alto.
—Sí, es verdad que es muy grande, creí que me iba a partir en dos.
—No, os equivocáis. Fue él quien hizo todo el trabajo. Él empujó para salir al mundo.
Lyonene se echó a reír, pues veía el principio de su sonrisa.
—¡Ranulf! No parecíais muy seguro de vos mismo en ese momento.
Ranulf se acercó un poco más a ella.
—Es cierto que tuve miedo, pues no sabía que dar a luz fuera una tarea tan difícil. Sois tan pequeña y mi hijo es tan grande...
—Ya no me acuerdo del dolor, así que no sufráis por mí. Para mí es suficiente saber que os he complacido.
Ranulf se apoyó en un árbol.
—Sí, Montgomery es perfecto y voy a...
—¡Montgomery! ¿Le habéis puesto nombre sin consultarme? ¿Y si yo prefiero otro nombre o si no me gusta el que habéis elegido?
Ranulf se encogió de hombros.
—No cambiaría nada. Mi hijo se llama Montgomery de Warbrooke, cuarto conde de Malvoisin. Era el nombre de mi abuelo y volverá a vivir en mi hijo. Regresaremos pronto a la isla y lo bautizaremos. Dacre y Maularde serán sus padrinos.
—¿Maularde? ¿No deberíais pedírselo a Geoffrey, vuestro hermano?
—No, Geoffrey preferiría malcriar a una niña. Mi hombre se ha merecido este honor.
—Es cierto. Para madrina, había pensado en Berengaria, si se ajusta a vuestros planes preconcebidos.
Ranulf ignoró su comentario sarcástico y sus ojos se perdieron en la distancia.
—Me gustaría que mi madre me viera ahora. Deseaba tener una casa llena de niños.
Lyonene intentó buscar algunas palabras de comprensión pero no las encontró.
—Estoy segura de que estuvo muy contenta por dar a luz a un niño tan hermoso como vos.
Ranulf la miró y sonrió.
—Es verdad, pues tenía la misma opinión que vos. Quizá no sea tan malo que no vea en el inútil que se ha convertido Geoffrey.
—No tenéis mucho respeto por vuestro hermano. Yo lo encuentro bastante hermoso y dulce.
—Hoy no podréis irritarme. Estoy demasiado contento con mi hijo.
—Lo único que pido es que se parezca a vos solo en el aspecto y no en vuestra arrogancia y vanidad.
Ranulf la besó en el cuello.
—No, será un niño dulce con las palabras melosas de su madre. ¿Ya os he dicho que os amo, que os amo más cada día?
Lyonene susurró:
—No, pero si lo hubierais hecho, yo habría apreciado mucho estas palabras.
Ranulf retiró sus labios de la piel de Lyonene.
—Sois mi maldición. Me abandonáis durante meses y no puedo encontrar otra mujer a mi gusto y, cuando os vuelvo a ver, casi tenéis el tamaño de mi caballo y ahora debo esperar a que os repongáis del nacimiento de mi hijo. Creo que no quiero besaros hasta que pueda llegar al final del asunto.
—Sois el más considerado de los maridos — Lyonene lo besó por todo el cuello.
—¡Lyonene! Basta ya con este comportamiento. Ahora decidme qué regalo deseáis como recompensa por mi hijo. Os daré una corona de estrellas si eso es lo que deseáis.
—Ah, mi galante caballero, sois el más generoso, pero dejaré que el resto del mundo pueda disfrutar de las estrellas. No hay nada que desee más que regresar a Malvoisin, con la gente que conozco y quiero, y que mi hijo tenga salud.
—Debe haber algo que queráis, ¿alguna joya? — Lyonene pensó durante un momento.
—Me gustaría recuperar mi cinturón de león.
A Ranulf se le dibujó una amplia sonrisa y empezó a buscar en una bolsa que tenía al cinto. Sus ojos brillaron mientras le daba el hermoso cinturón.
—Vuestros deseos son órdenes.
—¡Oh! — gritó Lyonene mientras lo sujetaba con fuerza contra su mejilla—. No sabéis las agonías que he soportado por él. Me habían sacado todo y no me quedaba nada más como pago para un soborno. Nunca había poseído nada que quiera tanto como este cinturón.
Ranulf seguía sonriendo.
—¿Y qué hay de mí, leona? ¿No me queréis como a una de vuestras posesiones?
Lyonene sonrió.
—No os poseo, Ranulf. Nadie podría poseeros. — El rostro de Ranulf se volvió serio.
—Me temo que os equivocáis, pequeña leona. Si hay algún hombre que haya pertenecido a alguien, ese soy yo.
Sus ojos se encontraron por un momento en un sentimiento profundo de amor eterno que sobrepasaba la existencia diaria o el éxtasis de la carne. Sus almas se tocaron. El llanto del bebé los devolvió a la realidad.
—Montgomery está llamando a su madre.
Ranulf se levantó llevando a su esposa en brazos con toda facilidad.
—Entonces le llevaré todo lo que desee. El hijo de Black Lyon sabrá que el mundo podrá ser como él quiera, si así lo pide.
Lyonene se echó a reír.
—Veo que tendré que soportar a otro como vos, pues ya veo que lo haréis a vuestra semejanza.
—Sí, y nuestra leona nos adorará a los dos.
—Me temo que me conocéis demasiado bien.
Esta vez, cuando Lyonene dio el pecho a su hijo, Maularde miró hacia otro lado.
—Es un niño sano, ¿no es cierto? — alardeó Ranulf.
—Sí, milord. El más fuerte que haya visto para su edad. Me pregunto si tendrá algo que ver con esa mata de pelo.
—¿Qué pensáis de ser el padrino del niño? — Maularde se quedó mudo durante un momento.
—Sería un gran honor. Pero creo que no me merezco tanto — dijo con calma.
Lyonene se cubrió el pecho y sujetó al bebé contra ella, jugando con un mechón de pelo negro que empezaba a rizarse debajo de sus pequeñas orejas.
—Creo que os habéis ganado este honor, ya que me habéis ayudado a traer este niño al mundo. No hay muchos padrinos que puedan decir lo mismo.
El negro caballero sonrió.
—Os prometo que amaré al niño como si fuera mío, de eso podéis estar segura.
—Creo que ya habéis empezado a hacerlo — dijo Ranulf. Enseguida se calló y empezó a escuchar atento—. Alguien llega.
Ranulf desenvainó la espada y Maularde, sobreponiéndose, se puso de pie contra las piedras puntiagudas de la casa, entre Lyonene y la puerta. Ranulf se dirigió al umbral de la puerta e interrogó a Maluarde con la mirada.
—Hasta que quede una chispa de vida en mí — fue su inequívoca respuesta.
Lyonene se quedó quieta sentada, protegiendo a Montgomery incluso de los pensamientos dañinos. Miró hacia la espalda de Maularde y vio que su pierna volvía a sangrar. Aun así, seguía firme, ignorando el dolor y el desgarro de la herida, fiel a su deber de proteger a su ama y a su nuevo señor.
—¡Salve a la Black Guard! — la voz de Ranulf llegó de un lugar encima de la rudimentaria casa, un escondite donde observaba y se preparaba para el ataque.
Bajó al suelo ante la estrecha puerta y desapareció cuando salió corriendo para saludar a sus hombres. Maularde volvió a sentarse, manteniendo su pierna estirada. Dejó que el dolor se mostrara en su rostro. Le lanzó una tímida sonrisa a Lyonene.
—Si estuviera solo, me temo que lanzaría un grito de dolor. Es bueno que esté en vuestra presencia.
Lyonene no podía devolverle la sonrisa, pues sabía que esas palabras no hacían desaparecer el dolor. Podían oír las risas de Ranulf y sus hombres. ¡Cómo había cambiado Ranulf en un año! Maularde leyó sus pensamientos y ambos compartieron una sonrisa.
—Tenemos un visitante — dijo Ranulf—. No, es la visita más esperada y supe ocuparme de él yo solo. Es un guerrero muy fuerte. Su fuerza ya me ha asustado.
La guardia estaba en silencio, sin comprender las palabras de su señor.
—¡Maularde! — gritó Corbet—. ¿Habéis dejado ya de fingir y estáis listo para volver al trabajo? Milady, no os he visto al entrar ... — se detuvo al ver al recién nacido.
Sainneville miró con estupor a Corbet, preguntándose qué lo habría hecho callar hasta que también él quedó parado mirando fijamente al bebé de pelo negro que dormía en los brazos de su madre.
Cuando todos los caballeros de la guardia pasaron por la habitación, Sainneville se arrodilló y bajó la cabeza. Fue un momento muy intenso y un gran tributo a Ranulf. Otro de los hombres besó la pequeña mano del recién nacido y rindió tributo al heredero de su señor. Lyonene intentaba contener las lágrimas ante tal honor. También vio que la mandíbula de Ranulf estaba menos firme que habitualmente; sí, en realidad parecía que temblaba.
—Salve al hijo del conde de Malvoisin — gritaron, y las piedras temblaron con el sonido de sus voces.
A Montgomery no le gustó el ruido y lanzó un grito más fuerte que las voces de los hombres. Ranulf sonrió orgulloso.
—Me temo que el niño no aprecia a mis hombres tanto como yo.
Corbet recuperó la voz.
—Bueno, creo que ha pasado exactamente un año hasta nacer este hijo, desde el día del casamiento hasta ahora. Nos habéis hecho ganar unas cuantas apuestas, milord.
Ranulf frunció el ceño desconcertado y luego se echó a reír.
—Supongo que Dacre estará metido en todo esto. Estaré contento de verlo pagar. Si se niega, os ayudaré con mucho gusto a recolectar las ganancias.
Lyonene miró hacia otro lado, haciendo ver que no entendía de qué estaban hablando, pero jurándose que un día le haría pagar a Dacre por su atrevimiento.
Ranulf dio un paso adelante y cogió al niño de los brazos de la madre. Lo sacó fuera y sus hombres lo siguieron. Lyonene se dirigió hacia la ventana y miró cómo su esposo le sacaba la ropa al bebé y lo enseñaba orgulloso a sus hombres. Podía oír cómo alardeaba sobre la fuerza del niño. Se sintió muy a gusto al ver la manera tan tierna y protectora que tenía Ranulf de coger a su hijo.
Encendieron un fuego. Gilbert y Herne fueron al pueblo cercano a buscar ropas limpias para el bebé. Lyonene nunca había deseado tanto un baño como el que tomó en esa choza irlandesa ordinaria.
Por primera vez bañaba a su hijito, admirando sus rasgos perfectos y sus ojos que, tal y como predijo Ranulf, a medida que pasaba el tiempo se volvían más verdes.
Se quedaron en la cabaña durante dos días, sobre todo para permitir que la pierna de Maularde se curara. Como se negaba a viajar en carreta, Ranulf y sus hombres prepararon un soporte encima del caballo para que su pierna pudiera estar estirada durante el viaje de regreso a Malvoisin.
Viajaron lentamente, descansado a menudo, y Ranulf estaba especialmente atento a las necesidades de Lyonene, siempre listo para ayudarla. Nunca preguntó qué le ocurrió a sir Morell, Amicia o incluso a lady Margaret, pero varias veces vio a Hugo y a Ranulf hablando seriamente y, de alguna manera, sintió que estaban a salvo de más traiciones por su parte.
En Waterford embarcaron de regreso a Inglaterra. Lyonene no sabía si era su felicidad o el hecho de no estar embarazada, pero durante el viaje que duró tres días no volvió a enfermarse, al contrario, disfrutó de la suave brisa y del penetrante olor a mar.
Fue un largo trayecto de cinco días hasta llegar a Malvoisin y jamás había deseado tanto terminar un viaje. Cuando empezaron a divisar las torres grises del castillo, Montgomery ya tenía diecisiete días y empezaba a engordar. Durmió casi todo el tiempo, a menudo sostenido en los fuertes brazos de su padre, sin prestar atención a toda la gente y los acontecimientos que ocurrían a su alrededor.
Las trompetas sonaron cuando divisaron el castillo, y la gente del pueblo corría hacia ellos para saludados. Había llegado la noticia del nacimiento del niño y se arremolinaban para verlo, lanzando alegres vítores cuando vieron la mata de pelo negro.
—¡Ranulf!
Lyonene le tocó el brazo. Miró adelante hacia unos jinetes que salían del castillo. Espoleó a su caballo, haciendo caso omiso de los guardias que inmediatamente la siguieron. Cuando llegó a ellos, desmontó y empezó a correr con los brazos abiertos. Su madre la abrazó y ambas lloraron de alegría por volverse a ver.
—¿Estás bien, hija mía? ¿Te hicieron daño? — preguntó Melite.
—No, estoy bien y muy contenta de estar en casa. ¿Padre también está aquí?
Melite se apartó y Lyonene besó a su padre, que se secó rápidamente una lágrima.
—Tienes muy buen aspecto, hija mía. Pareces tan en forma como la leona por la que te di tu nombre.
Lyonene sonrió a sus padres.
—Y ha tenido una pequeña cría de león que os hace abuelo, un cachorro de ojos verdes, pelo negro, pecho de acero — Ranulf pasó una pierna del otro lado de Tighe y se deslizó hasta el suelo, sin despertar al hijo que con tanto orgullo llevaba.
Melite cogió al bebé y tocó su cara dormida. Todos juntos caminaron hacia la barbacana este y después hacia el patio interior, donde los sirvientes del castillo esperaban para ver a la criatura.
Cuando por fin entraron en el Black Hall, fue Lyonene quien vio primero a Brent. Estaba sentado solo al Lado de la ventana, inseguro de sí mismo entre tantos extraños. Ranulf y Lyonene habían estado fuera durante más de cuatro meses, y para un niño de seis años ya le parecían extraños.
Lyonene se sentó un rato con él, mientras los otros cogían a Montgomery y lo admiraban.
—Brent, estoy muy contenta de veros de nuevo.
—Yo también, milady.
Empezó a retorcer el dobladillo del tabardo.
—¿Os gustaría que os contara cómo me salvó lord Ranulf? ¿Cómo entró por la ventana con una cuerda y cómo cortó leña?
Los ojos de Brent se iluminaron.
—¿Black Lyon cortando leña? No puedo creeros.
Mientras le contaba la historia, vio cómo iba relajándose. Poco a poco perdió su nerviosismo y empezó a sentir que pertenecía a ese lugar. Ranulf llegó, con Montgomery en sus brazos.
—¿Os gustaría ver a mi hijo, Brent?
—Yo... sí — dijo, no muy convencido.
Ranulf se arrodilló ante el niño y, mientras Brent estudiaba al bebé, Ranulf miró a Brent.
—Claro que ahora es muy pequeño y no vale para nada. — Lyonene levantó las cejas cuando oyó la frase de Ranulf—. Necesitará que hombres como vos, yo y, claro está, la Black Guard, lo entrenen para que se convierta en caballero. ¿Creéis que podréis enseñarle?
Los ojos de Brent empezaron a brillar.
—Sí, milord.
—Y como paje mío, ¿lo vigilaréis y lo protegeréis?
—Sí, lo haré.
—Muy bien. Ahora debo ver cómo está mi castillo. ¿Todo ha ido bien mientras no he estado?
—Oh, sí, milord. Walter me ha dejado tener mi propio halcón. Dice que... — el niño se quedó quieto en la puerta esperando impacientemente a su amo. '
Ranulf le dio su hijo a Lyonene y, mientras ella lo sujetaba, su marido le puso una mano detrás de la cabeza para besarla suave y tiernamente.
—No puedo creer que este niño sea mío, pues ha pasado más de un año desde que os toqué por última vez — Ranulf la volvió a besar y un movimiento del niño evitó que se acercara demasiado a ella.
—Lyonene — la llamó su madre. Ranulf se apartó de ella.
—¿Qué creéis que dirían si os pusiera encima de mi caballo y os llevara lejos de aquí?
Lyonene se apoyó en él y, sin dejar de mirarlo, le puso una mano sobre su pecho.
—Estoy dispuesta a soportar lo que tengan que decir, ya sea bueno o malo.
Ranulf, emocionado, le tocó el pelo y con su pulgar le acarició las pestañas.
—Sois una desvergonzada. ¿Quién le daría entonces de comer a mi hijo?
—Nos lo podríamos llevar.
—Sois una diablilla por tentarme. ¿Acaso no tenéis honor?
—Mi honor sois vos y os seguiría allá donde fuerais.
—Lady Melite, llevaos a esta hija vuestra. Todavía no ha aprendido a tener modales delante de los invitados.
Melite sonrió a los dos.
—Me temo que debo defenderla. Siempre se comportó como es debido hasta que vio a vuestra señoría.
Lyonene se echó a reír.
Con los ojos brillantes, Ranulf sacudió la cabeza mientras miraba a su suegra y a su esposa. Hizo una pausa en la puerta para volver a mirar cómo Lyonene arrullaba al bebé y sonrió plácidamente mientras atendía a las peticiones de Brent y lo seguía por el castillo.
Melite no tuvo necesidad de preguntar a su hija si era feliz, pues en su rostro se veía la satisfacción y la alegría de tener a su esposo, a su hijo y de volver a estar en su casa. Melite no podía ocultar su satisfacción, estaba muy contenta de ver que la paz y la armonía reinaban en el castillo.