Capítulo 12

Habían olvidado la mujer que Ranulf salvó del mar.

—Milady, la hemos puesto en una habitación de invitados. ¿Debemos cambiarla a un cuarto de sirvientes? — preguntó Kate cuando vio a los esposos.

Por un momento Lyonene no entendió de qué hablaba, pero luego se acordó.

—Me quitaré esta ropa mojada e iré a verla yo misma.

—No podéis ocuparos de la mujer. Hace muchas horas que no dormís. Enviadla a la torre de la Joya — ordenó Ranulf.

—¿No os interesáis por esta muchacha que casi os cuesta la vida? — inquirió Lyonene.

Ranulf se encogió de hombros.

—En este momento solo me interesa una cosa.

Lyonene se escapó de sus garras. Ranulf bostezó y se metió en la blanda cama. Se durmió antes de que ella terminara de cambiarse la ropa. Miró con deseo su cuerpo inmóvil antes de abandonar la habitación.

La mujer dormía en una cama grande; Lyonene vio al instante que no era una niña, a pesar de su pequeño cuerpo. Era discretamente bonita, con el pelo rubio y las cejas y las pestañas claras. Debajo de sus grandes pómulos se destacaban unos hoyuelos y sus finos labios tenían un color pálido.

—Ahora está durmiendo, milady, pero le he hecho tomar un poco de caldo caliente. Está muy delgada, casi parece una niña. No fue el naufragio lo que le sacó toda la carne de los huesos, ¿no es cierto?

Lyonene se echó a reír.

—No, no fue el naufragio. Está de moda estar delgada. Quizás esta dama venga de una tierra donde la moda se toma demasiado en serio. Procura que haya siempre alguien con ella. Ahora me iré a dormir. Dile a William que no hagan mucho ruido en el castillo.

Se desvistió y se metió en la cama junto a Ranulf. Él se acercó a ella y suspiró mientras dormía. Satisfecha, ella también se durmió.

Cuando despertaron, los últimos rayos de sol se disipaban, y el calor de la cama los hacía sentir somnolientos y lánguidos. Al intentar levantarse, Ranulf la atrajo hacia él.

—Hoy ya os habéis escapado de mí una vez, o sea que no lo volveréis a hacer. Quiero recompensar a la que me ha salvado de una muerte temprana — sus labios se encontraban en el cuello de Lyonene, saboreando la forma y la textura de su suave piel.

—Estoy contenta de que Hugo no os rescatara, pues él no hubiera disfrutado tanto como yo — murmuró ella.

Ranulf la acalló con sus labios. Unos golpes en la puerta los interrumpieron. Ranulf profirió un insulto en voz alta y volvió a prestar atención a su esposa, pero los golpes continuaban.

Ranulf, furioso, salió disparado de la cama; el aviso de Lyonene le hizo ponerse el taparrabos antes de abrir. Kate estaba frente a la puerta y estiraba el cuello buscando a su ama.

—No quería molestaros, milord, pero se trata de la mujer que encontrasteis.

—¿Qué mujer? — Ranulf rugió a la asustada muchacha.

Lyonene se puso un vestido y se plantó delante de Ranulf lanzando a la sirvienta una mirada de reprimenda.

—¿Qué pasa con la mujer, Kate? ¿No se ha recuperado como creías?

—Oh sí, milady. Se ha recuperado muy bien. Está sentada en su cama y exige ver a su señoría.

—¿Exige? — Ranulf se adelantó—. ¿Casi muero por sacar ese bulto sin valor del mar y todavía exige más? Ella debería dar gracias a Dios por haber sido rescatada.

Lyonene trató de detenerlo, pero él la apartó a un lado para dirigirse atropelladamente a la habitación de invitados. Ranulf entró en el aposento mientras Lyonene se quedaba detrás de él.

—Mujer, ¿qué queréis de mí? — la voz de Ranulf sonaba tranquila y llena de sarcasmo.

Lyonene vio cómo los ojos azul claro de la mujer se abrían al descubrir a un Ranulf casi desnudo. Su expresión era extraña, buscaba, calculaba y ahora bajaba los párpados con astucia, como un método para acercarse al apuesto hombre que tenía delante.

—Oh, milord — lloró, forzando una lágrima. Su voz era aguda y cantarina—. No sé qué os ha dicho la sirviente. Lo único que hice fue preguntar por mi salvador. Os debo mi insignificante vida.

Lyonene vio la sorpresa en el rostro de Kate y supo enseguida que la náufraga mentía. Ranulf se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Ahora estáis a salvo y no tenéis por qué llorar.

La mujer se inclinó hacia Ranulf. Le puso una mano en el pecho. Sus dedos jugaron con su espeso vello mientras lo miraba con ojos bien abiertos y una mirada inocente.

—Siempre estaré en deuda con vos — musitó—. No os puedo pagar, pues todos nuestros bienes se hundieron con mi padre, el duque de Vernet.

—¿Vuestro padre era duque? Entonces debéis de ser franca — ella asintió con la cabeza y brotó otra lágrima—. Me siento muy honrado con vuestra presencia. Podéis quedaros con nosotros hasta que notifiquemos a vuestros parientes vuestro paradero.

Ella se inclinó todavía hacia él, su cabeza casi tocaba el hombro de Ranulf.

—Ay, milord, no me quedan más parientes. — Ranulf le dio unas palmadas en la mano.

—Bueno, os podéis quedar en Malvoisin tanto tiempo como queráis. Pero ahora debéis descansar — se levantó y preguntó—: ¿Cómo os llamáis?

—Amicia.

—Yo me llamo Ranulf y esta es mi esposa, lady Lyonene.

La mujer miró por primera vez a Lyonene. A esta la sorprendió la frialdad de su mirada, y su tímida sonrisa le hizo sentir escalofríos, pues era una sonrisa helada. Lyonene, en cambio, le dedicó una brillante sonrisa, pero cuando sus ojos se encontraron con los de Amicia le lanzaron un firme reto, un desafío.

Cuando los dos esposos se encontraron solos en su habitación, se empezaron a vestir.

—Esta mujer se ha equivocado de lugar. Debería estar en Londres. Es mejor que cualquier actriz que haya visto jamás.

—¿De qué estáis hablando? — preguntó Ranulf.

—De nuestra lady Amicia, evidentemente. Si ella es la hija de un duque franco, yo soy la hermana de la reina Leonora. Lo que más me gustó fue la parte de «mi insignificante vida». ¿Decidme, ¿os gustaron esas escasas lágrimas que logró sacar?

Ranulf la cogió del brazo y la sentó sobre sus piernas.

—¡Estáis celosa!

—No es cierto. Creo que hay poca sustancia para estarlo.

—Oh, creo que me gusta esto. Decidme: ¿Acaso no os gustó la manera como su mano tocó mi pecho?

—¡Ranulf, hablo en serio! Esta mujer no es buena; no es tal y como parece. Además, ya ha mentido sobre Kate y...

Ranulf la apartó de su falda y siguió vistiéndose.

—¿Cómo podéis juzgarla tan duramente por unas pocas palabras? Cuando la vi pensé que era una mujer corriente, pero si es la hija de un duque debemos tratarla con respeto. Ahora ocupaos de nuestro almuerzo y no os preocupéis más de ella. Solo es una mujer. ¿Qué daño podría hacer?

Lyonene se dirigió a la cocina para ordenar que les prepararan la comida. ¡Ranulf no estaba siendo razonable! Sabía que no podía hacer nada para convencerlo de que las palabras de esa mujer no eran más que una pantomima.

Encontró a Dawkin en la puerta de la cocina.

—Milady, la mujer no está muy contenta — le informó—. Ha rechazado la comida dos veces, una porque decía que no estaba suficientemente cocida, la otra porque los estaba demasiado. Kate casi ha inundado la cocina con tantas lágrimas.

Lyonene trató de calmar al cocinero principal:

—Ya hablaré yo con ella, pero sobre todo no le digáis nada de eso a lord Ranulf.

Lyonene temía la reacción de su esposo a las quejas sobre Amicia. Si decían más cosas en su contra, quizás le pediría que se quedase en Malvoisin para siempre. Cogió una gran fuente cargada de comida para Ranulf y para ella y la llevó a la sala de reposo. Pero ante su disgusto, Amicia estaba sentada junto al fuego, envuelta en pieles.

—Oh, Lyonene, lady Amicia ha decidido que cenaría con nosotros — dijo Ranulf, cogiendo la fuente de las manos de su esposa.

—Qué considerado por su parte... — sus miradas se encontraron durante un breve instante.

—Habladnos de vuestra tierra — pidió Ranulf a Amicia—. Hace años que no he visitado Francia.

—Ah, entonces ya habéis estado ahí. Supe que erais un hombre educado desde el primer momento en que os vi. Hay algo en vuestros ojos que lo dice.

Nadie vio en el labio de Lyonene una mueca de disgusto por la manera en que Ranulf reaccionó a las almibaradas palabras. Lyonene observó cómo la mujer franca se inclinaba hacia Ranulf a cada oportunidad y le tocaba el brazo muy a menudo. Su único consuelo fue que ni una sola vez Ranulf sonrió a la mujer o rió de sus comentarios.

Kate se acercó y se llevó a Amicia a su habitación.

—Casi no habéis hablado durante la cena — reprochó Ranulf a Lyonene—. No me gusta que seáis descortés con nuestra invitada.

—No he sido descortés. Estoy segura de que hablé cuando tuve la oportunidad de decir una palabra — se defendió ella.

—Venid aquí — la hizo sentarse en sus piernas—. No estoy seguro de que me gusten mucho estos celos. Nunca os he visto tratar a alguien de esta manera. Ni siquiera lady Elisabeth en la corte os causó tanto enfado.

—No lo entendéis. Esta Amicia no es como ellas. De algún modo, ellas se preocupaban por vos. Esta mujer solo se preocupa de sí misma.

—¿Cómo podéis hablar de este modo de alguien que acabáis de conocer?

Lyonene suspiró. Era inútil continuar. Había oído a su madre pasar horas tratando de convencer a su padre sobre el carácter de una persona a la que acababa de conocer, y Melite siempre había terminado por desistir. Parecía que estaba condenada a esperar a que Ranulf llegara poco a poco a la misma conclusión que ella. Lo único era que deseaba que fuera lo antes posible.

La mañana se despertó brillante, el sol era radiante y la tierra trataba de reponerse de la tormenta.

—Voy a pasar el día con mis hombres y no regresaré hasta la hora de cenar — le dijo Ranulf—. Procurad que nuestra invitada se sienta cómoda.

Lyonene hizo una mueca de disgusto, pero haría la tarea que se le había encomendado.

Cuando Amicia llegó a la sala de reposo, vestía ropa de Lyonene. La condesa se asombró de su descaro, pues ni siquiera se la había pedido prestada. Los ojos de Amicia la desafiaban a preguntarle por qué estaba usando sus vestidos, pero Lyonene simplemente se rió, pues le quedaban grandes y parecía que colgasen de un cuerpo de muchacho.

—Parece que vamos a tener que pasar el día juntas, puesto que las correrías de mi esposo anoche han estropeado todas sus ropas. ¿Queréis coser conmigo?

Amicia ni se dignó a mirar a Lyonene.

—No, yo no coso. Una dama tiene sirvientes que llevan a cabo estos quehaceres.

—¿Es cierto? Entonces deberé informar de ello a la reina Leonora, pues siempre borda sus propias prendas.

Amicia le lanzó una rápida mirada de odio antes de dirigirse al asiento junto a la ventana. Pasó un dedo por los cristales mientras hablaba:

—Lord Ranulf es Black Lyon, ¿no es así? — no esperó a una respuesta—. He oído hablar de él incluso en Francia. Mi padre, el duque — se aseguró de que Lyonene oyera bien estas palabras—, hablaba muy a menudo de él. Incluso una vez lo tuvo en cuenta para que fuera mi esposo.

Lyonene no apartó los ojos de la aguja.

—Mi marido es un hombre amable y podría haber aceptado casarse, pues con su primer matrimonio probó que no tiene objeción en casarse con una mujer mayor que él.

Se hizo un silencio entre las dos.

—Parecéis muy segura en vuestro matrimonio... Lyonene. Os llamáis así, ¿no es cierto? Un nombre extraño. Supongo que ofrecisteis una dote enorme a su señoría.

—En realidad, no, pero no creo que sea un asunto que debamos tratar.

Amicia no hizo caso de su comentario.

—Entonces, se trata de un matrimonio por amor. — Lyonene se detuvo un momento para pensar.

—Creo que así es.

—¿Acaso lord Ranulf no os jura amor eterno a cada momento del día?

—Sois mi invitada y os debo tratar como tal, pero no hablaré de la vida privada de mi marido y mía con vos — dejó la costura en la primera silla que encontró y abandonó la habitación. No oyó la risa triunfal de Amicia.

Lyonene se dirigió a la torre de la Joya para averiguar si había alguien herido a cauda de la tormenta. Amicia la había hecho dudar como nadie había hecho antes. Claro que Ranulf la amaba; el suyo fue un matrimonio por amor, aunque él nunca había pronunciado esas palabras, tal y como ella le había hablado muchas veces del amor que sentía por él. «Soy estúpida», se dijo. Las palabras no importaban: claro que él la amaba.

Sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse en sus tareas, pero una pregunta le rondaba por la cabeza: ¿Seguiría amándola cuando fuera vieja y fea?

Esa noche, Amicia volvió a cenar con ellos. No dejaba de sonreír y de excusarse por todas las molestias que estaba causando y se inclinaba hacia Ranulf cada vez que hablaba. A él no parecía molestarle.

Una vez solos en su habitación, después de la cena, Ranulf se interesó por la salud de Lyonene:

—¿La criatura os da problemas? Estáis muy callada. — Lyonene lo apartó de ella.

—Mi embarazo no me da problemas. A veces creo que es lo único perfecto en mi vida.

Él la abrazó y le acarició el pelo.

—¿Qué es lo que os preocupa? Lo arreglaría si pudiera.

—¿Lo haríais? ¿Haríais que cargara con vuestro hijo sin engordar o que no envejeciera con los años?

Ranulf sonrió, mientras le pasaba el pulgar por el ángulo extremo del ojo.

—Hacéis bien en preocuparos; ya detecto una arruga en vuestra piel.

Lyonene lo apartó con un empellón.

—No estoy bromeando.

Ranulf frunció el ceño.

—Hay algo que os inquieta. No os hará daño el compartirlo conmigo — a ella se llenaron los ojos de lágrimas—. Nunca os he visto así. Siempre estáis de buen humor, incluso cuando no soy una buena compañía.

Una tenue sonrisa surgió entre las lágrimas de Lyonene.

—Estoy muy contenta de oír lo que siempre he sabido.

—Venid a la cama antes de que os dé una paliza como os merecéis.

La atrajo hacia él y con sus manos le frotó su vientre desnudo, como si inspeccionara cómo crecía su hijo día a día.

—¿Y qué pensaréis si mi barriga crece hasta aquí? — susurró ella.

—Esperaré que sean gemelos — murmuró él mientras se quedaba dormido.

Cuando a la mañana siguiente Lyonene decidió que iría con el caballo hasta el pueblo, Amicia dijo que ya se encontraba bien para cabalgar con ella. Como el mozo del establo tenía miedo de Loriage, Lyonene lo ensilló.

—¿Y no hacéis que le den unos azotes? — preguntó Amicia muy sorprendida.

—Solo es un muchacho. Más tarde le enseñaré que Loriage es muy tranquilo si se le habla con suavidad.

—Estoy segura de este caballo es fácil de montar y vos os habéis inventado esta historia de ferocidad. ¿Os lo puedo demostrar?

—Claro — Lyonene se echó hacia atrás.

El semental negro ni siquiera dejó que la mujer se subiera a la silla, se paró sobre dos patas y luchó mientras ella intentaba poner un pie en el estribo. Muy enfadada, Amicia desistió.

Las dos mujeres se detuvieron en el patio exterior a hablar con uno de los cocineros que llevaba unas preciosas coles para que Lyonene diera su aprobación. Al fondo del patio vio que merodeaba por ahí el hombre del que instintivamente rehuía.

—¿Quién es? — preguntó Amicia. Lyonene miró hacia el caballero.

—No recuerdo su nombre. Siempre está holgazaneado y sus modales son demasiado insolentes para mi gusto.

—¿No creéis que es muy apuesto?

No se giró para mirar al hombre que sonreía.

—No, no lo creo — Lyonene espoleó al semental.

Encontró a un grupo de siervos reunido con sus esposas. Ella se ocupó de los niños, de los campos inundados y de la producción de huevos de algunas gallinas. Miró hacia arriba y vio que Amicia hablaba con el guardián del castillo. «¡Se merecen el uno al otro!», pensó.

Ya había pasado la hora de la cena cuando las dos mujeres volvieron al castillo. Ranulf estaba en el patio junto a los caballeros de la Black Guard y presentó a los siete hombres a lady Amicia. Lyonene se dio cuenta de que Hugo y Maularde desconfiaban de sus palabras melosas, al igual que ella.

Cuando Lyonene entró en la sala, al primero que vio fue a Brent, que había estado ausente durante dos largos días. No se había dado cuenta de cuánto lo había echado de menos.

—¡Brent! — Lyonene se arrodilló y abrió los brazos para recibir al niño y él corrió hacia ella, dándole un fiero abrazo, mostrándole su amor cada vez mayor por ella.

De repente, el niño se acordó de su condición de paje y se separó rápidamente, al tiempo que se giraba para ver si su lord Ranulf había visto esa debilidad, pero Black Lyon estaba mirando por la ventana.

Lyonene se levantó y se obligó a sí misma a no acariciar más al niño.

—¿Habéis pasado varios días en la gran sala de la Black Guard? Debéis contarme cómo es, pues nunca he entrado allí.

—¿No habéis entrado? — Brent estaba muy sorprendido. Ranulf intervino en la conversación:

—No, solo los hombres pueden entrar en la sala de mi guardia.

—Pero también hay mujeres en... — el muchacho se detuvo al ver el claro guiño de Ranulf—. Oh, no pueden entrar las esposas.

Lyonene sonrió inocentemente.

—Entonces debéis contármelo todo acerca de este lugar. ¿Es muy oscuro, sucio y está lleno de arañas?

Brent caminó con mucho orgullo delante de ella y después hizo un giro con el hombro.

—Solo hay algunas, pero casi ni las vi.

Lyonene quería reírse con Ranulf, pero vio que él tenía la misma expresión que el muchacho. Se frotó el vientre y pidió a Dios no traer al mundo a un tercer bravucón. Brent se detuvo frente a la puerta de la sala de reposo, donde Amicia estaba sentada.

—¿Quién es esta? — susurró a Lyonene, mientras Ranulf se acercaba para saludar a la mujer.

—Lord Ranulf la sacó del mar. ¿No te lo han contado?

—Oh sí, Martha dijo que lord Ranulf rescató a una mujer y que vos le salvasteis a él. ¿Es cierto? Sois demasiado pequeña para hacer esto y Black Lyon no necesita que nadie lo salve.

—Creo que estáis equivocado, Brent. — le dijo Ranulf. — Venid y conoceréis a lady Amicia y os contaré cómo mi diminuta esposa acalló a más de veinte hombres y consiguió que amainara una tormenta para aplacar su ira.

Brent casi no hizo caso de la mujer que le presentaron. En cambio, esperó con impaciencia que le contaran la historia que le habían prometido. Ranulf comenzó ignorando la pregunta de Lyonene sobre quién era Martha. Contaba muy bien las historias y se inventó un cuento muy original con lo que Lyonene consideraba unos acontecimientos de lo más ordinarios.

Brent la miró con admiración.

—¿Podéis hacerlo de nuevo? ¿Podéis levantar tanto la voz como para agrietar las paredes de piedra?

—¡Ranulf! El chico cree vuestras mentiras — se enfadó ella. Tanto Brent como Ranulf se mostraron indignados. — ¡Un caballero de verdad no miente! — exclamaron ambos a la vez.

Lyonene no pudo evitar echarse a reír al ver cuánto se parecían. Amicia, a la que no habían hecho caso durante todo el rato, terminó con la alegría:

—No querría inmiscuirme en un momento de felicidad familiar. Me siento un poco cansada y debo retirarme.

—Excusad nuestros malos modales, lady Amicia — respondió Ranulf—, la cena será servida aquí y me gustaría que cenarais con nosotros.

—¿No os sentáis a la mesa con los hombres de vuestra guardia?

—No. Tienen sus propias casas. Me acostumbré así cuando era soltero y sigo manteniendo la misma tradición.

Los ojos encendidos de la mujer escudriñaban los ojos oscuros de Ranulf.

—¿Entonces hace poco que os habéis casado, milord?

—Sí, ahora hace...

—Seis meses — completó Lyonene la frase.

Ranulf se giró y sonrió a Lyonene, que de repente parecía tener un gran interés en las ventanas.

—Oh, Hodder llega con la comida. ¿Cenaréis con nosotros?

—¿Cómo podría rechazar una invitación tan amable?

Lyonene vio que Hodder miraba a Amicia con aire despectivo mientras ponía la mesa. No solía estar de acuerdo con ese hombre presuntuoso, pero esta vez sí lo estaba. Por primera vez, sus miradas se encontraron un instante con complicidad.

Amicia habló durante toda la comida, alabando Malvoisin, pidiendo a Ranulf que le contara sus tribulaciones durante las cruzadas, elogiando su gran talento al estructurar el castillo.

Brent escuchaba embelesado las historias de Ranulf, pero Lyonene vio que lanzaba miradas furtivas a Amicia de vez en cuando. No ayudaba en nada ver que un niño de seis años veía cómo era esa mujer.

A la mañana siguiente, Ranulf irrumpió en sus aposentos.

—¡Hodder! — rugió.

Las paredes se estremecieron mientras él bramaba por las escaleras, subiendo los escalones de dos en dos.

—¿Dónde está ese hombre? ¡Hodder, si le dais algún valor a vuestra vida, vendréis inmediatamente!

—¿Qué ocurre, Ranulf? ¿Por qué estáis tan enfadado? — preguntó Lyonene.

Él embutió unas cuantas prendas de ropa en un zurrón.

—Ayudadme a ponerme mi cota de malla y mi armadura, daos prisa — ordenó a Hodder cuando este entró en la habitación—. No, la plateada no. Voy a hacer la guerra, no a divertirme.

Lyonene sintió que sus piernas flaqueaban.

—¿Por qué habláis de guerra?

—¡Ese canalla! Las amenazas de William no han sido suficientes. Ahora envía siervos cultivar mis tierras.

—¿Qué tierras'? ¿De qué estáis hablando?

—¡El castillo de Gethen, vuestro castillo! ¡Mi lacayo, vuestro lacayo! Me da igual a quién pertenezca ese lugar. Por Dios, mataré a ese hombre con mis propias manos. Se atreve a cuestionar cuáles son los límites de sus tierras.

Lyonene tenía miedo de su esposo y se asombró de la calma que demostraba Hodder. Lyonene observó con el estómago revuelto cómo cogía la maza, el mayal, el hacha de guerra y el mazo de guerra de la pared.

—Ranulf, ¿no podéis hablar con el hombre?

—¡Hablar! Ya ha pasado la hora de hablar. Ahora de lo que tiene que preocuparse es de estar bien abastecido, porque pienso sitiado. Veremos cuánto tiempo aguanta ese modesto barón ante Black Lyon. Os ocuparéis del castillo mientras yo no esté aquí. Me llevaré la guardia y a cien caballeros de la guarnición. Si necesitara más, os enviaría un mensaje para que me los enviarais. ¿Entendéis cuáles son vuestras obligaciones?

—Estoy bien entrenada — contestó ella fríamente ye lanzó una mirada rápida, pero su enfado no menguó.

—Brent vendrá conmigo — dijo Ranulf, al tiempo que se levantaba. Se vistió con las resistentes ropas de viaje—. Venid aquí y besadme para que me acuerde de vos un tiempo. No me deis razones para preocuparme de vos. Es vuestro castillo lo que voy defender — Lyonene no le dijo lo que pensaba, que no daría un día de su compañía a cambio de ese castillo que no conocía. Pero contuvo las lágrimas y las protestas mientras él la besaba con cólera y apremio, haciendo del beso algo violento y doloroso—. Os enviaré noticias de lo que ocurre — le prometió y descendió corriendo las escaleras.

Lyonene trató de seguirle el paso.

—¡Esperad, esperad! — rogó ella.

Lyonene subió corriendo las escaleras y buscó a toda prisa la cinta que había bordado, y que era una copia del cinturón con el león. Alcanzó a Ranulf cuando este ya estaba en el patio, esperando con sus hombres. Le rodeó el cuello con sus brazos, puso una mano dentro de un bolsillo de su tabardo y ató la cinta al cinturón de cuero. Lo que hizo después con su mano hizo jadear a Ranulf, quien la empujó para que se apartara.

—No sabéis comportaros — dijo Ranulf, pero sus ojos brillaban.

—Acordaos de mí — susurró ella, luchando por contener las lágrimas.

—No podría hacer otra cosa — fue su respuesta.

Cuando los hombres salieron cabalgando del patio central, los sollozos de Lyonene se unieron a los de otras cuatro mujeres que despedían a los caballeros de la Black Guard. Se miraron sin hablar: había camaradería entre las mujeres solas, condenadas a esperar y a rezar por sus hombres que se habían marchado a la guerra.

Lyonene y Amicia pasaron toda la tarde en la sala de reposo, la condesa con su costura y la otra mujer holgazaneando.

—Os envidio, lady Lyonene, por vuestra aparente serenidad y paz. Estoy segura de que no podría estar como vos en vuestra situación.

—¿Y qué queréis decir con esto?

—Creo que lleváis el hijo de lord Ranulf en el vientre. Supongo que es el suyo, pero claro, de esto nadie puede estar seguro — Lyonene lanzó una mirada corta y fría a esa mujer mayor que ella — No quería ofenderos. Es que lord Ranulf es un hombre tan apuesto... Estoy segura de que debe ser muy popular entre las mujeres. Yo lo encuentro un hombre verdaderamente fascinante.

—No permitiré que habléis así de mi esposo.

—Os ruego que me disculpéis. En realidad, no hablo de vuestro esposo. Sois vos quien me asombra. Si yo fuera a engordar por un bebé, me preocuparía de que mi esposo estuviera a muchos kilómetros de distancia, en la compañía de hombres que, seguro, se entretendrán con mujeres, de clase baja, claro, pero mujeres al fin y al cabo.

—Lady Amicia, si es verdad que sois una dama, vuestras insinuaciones no son muy sutiles y no me gustan en absoluto. Sería mejor que os guardarais vuestros pensamientos para vos.

—Estoy de acuerdo. A mí tampoco me gustaría que me recordaran mi difícil situación.

Lyonene se limitó a mirarla. Amicia sonrió y pasó la mano por la costura.

—A pesar del breve contacto con él, encuentro que lord Ranulf es... muy susceptible a la menor insinuación de... romance, digámoslo así. Contadme, lady Lyonene, cómo fue vuestro noviazgo. ¿Resultó difícil llegar a un acuerdo con él, o lo atrapasteis rápidamente? Me interesaría mucho saber esto. ¿Hacía mucho tiempo que os conocíais cuando os comprometisteis? — Lyonene se quedó mirando a la mujer sin poder articular palabra—. Seguro que fue cosa de unos días... — Amicia se tapó la boca—. Estoy segura de que lord Ranulf no es el tipo de hombre que se enamora fácilmente; es muy serio para estas cosas. Ah, perdón, es verdad que mencionasteis que lord Ranulf todavía no os había declarado su amor. Mmm... Me pregunto qué habrán preparado en la cocina para comer. Me siento un poco débil y me retiraré a mi habitación. Que paséis un buen día, milady. Espero no haber dicho nada que os haya ofendido.

Lyonene se sentó aturdida y luego se estremeció. Sabía que Amicia era una mujer malvada y no debía sorprenderse cuando hiciera gala de ello. ¿Y si Ranulf estaba con una mujer mientras se encontraban separados? La mayoría de los hombres lo hacían. Era natural y ella debía aceptar la idea.

—¡Oh! — gritó cuando se clavó la aguja en el pulgar. Miró el tabardo nuevo y siguió cosiendo.

Clavó la aguja con fuerza varias veces. «¡No, no, no!», se decía. No aceptaría que otra mujer tocara a Ranulf.

Hacía cuatro días que él se había ido cuando llegó el primer mensajero. Primero lo vio por la ventana de la sala de reposo: cargaba en el caballo una bolsa con el león de Malvoisin bordado. Bajó las escaleras corriendo, casi tropezando, a causa de su rapidez. No se dio cuenta de que Amicia iba tras ella.

El muchacho traía dos sobres sellados con el león de Warbrooke. Casi los arrancó violentamente de sus manos.

—¿Sois lady Lyonene? — le retuvo la mano para que no abriera las misivas. — Sí, soy yo.

—¿Y quién es lady Amicia?

—Yo soy lady Amicia — Lyonene se quedó quieta mientras el chico cogía uno de los sobres de sus manos y se lo daba a la pálida mujer—. Id... id a la cocina y coged lo que necesitéis.

La primera chispa de felicidad se había apagado. ¡Ranulf había escrito a Amicia! La observó mientras rompía el sello.

—Está bien — murmuró, y luego miró a Lyonene, sosteniendo la carta cerca de sus senos—. ¿No os dais prisa en abrir vuestra carta?

Lyonene pasó a su lado y se dirigió a su habitación. Su primer impulso fue tirar la carta, que todavía no había leído, directamente al fuego, pero no pudo.

Hemos sitiado el castillo y me temo que esto va a tardar meses. He enviado hombres a Malvoisin para que los carpinteros construyan nuestras armas. Le he ofrecido todas las posibilidades para que se retire, pero las ha rechazado. Ya estoy aburrido de todo esto. Me he vuelto blando estos últimos meses y ahora solo quiero la comodidad de mi hogar.

Brent está bien y siempre hablamos de vos. La cinta nunca me abandona.

Vuestro amante esposo y cansado caballero.

Ranulf

Ella se hundió en la cama y empezó a llorar. La carta era tierna, sin rastro de la arrogancia de la que él siempre hacía alarde. Sabía lo solo que se debía sentir. Se maldijo por haber dudado de él un solo instante. Le llevó tiempo, pero por fin había desterrado sus dudas y ahora volvía a sonreír por primera vez desde hacía varios días. Se entretuvo para escribir su respuesta a Ranulf, informándole de su buen estado de salud y el de la criatura que esperaba, contándole lo que había ocurrido en el castillo. Solo al final añadió algo de lo que sentía:

Kate está preocupada de que me convierta en como vos erais antes, pues no encuentro nada que me haga reír.

Vuestra leona

Su estado de ánimo había mejorado un poco, cuando se dirigió a la sala de reposo para cenar, con Amicia como única compañía.

—¿Vuestra carta os ha traído buenas noticias? — le preguntó la maliciosa mujer.

—Sí. Me temo que han sitiado el castillo y que Ranulf estará fuera durante algún tiempo.

—Oh sí, tuvieron cuatro reuniones con el barón, pero ninguna tuvo éxito así que están haciendo unos túneles y... debéis excusarme. Estoy segura de que os contó lo mismo.

—Me parece que no sé tanto como vos. Quizás el hombre que os escribió a vos es un escritor más prolífico.

—Sí, lord Ranulf me escribió una carta muy larga.

—¿Ranulf? ¿De qué estáis hablando? — preguntó Lyonene sin comprender.

—¿Por qué me hacéis esta pregunta, milady? Creí que ya lo sabíais. Me dijisteis que mis insinuaciones eran poco sutiles.

—¿Estáis intentando decirme que mi esposo os envía mensajes a vos?

—No podéis culpar a un hombre de que se sienta atraído por otra mujer.

Lyonene se levantó de la silla.

—No os creo. Debéis mostrarme esta carta.

—Milady Lyonene, veo que esta debe ser la primera infidelidad de vuestro marido, si la puedo llamar así, y no querría agradeceros vuestra hospitalidad mostrándoos algo que seguramente os angustiará.

—Iré a ver a mi esposo y él negará vuestras mentiras.

—Seguramente lo hará. No alardeará de su amante con vos. No creeréis que era un monje antes de casarse, ¿verdad? Entonces, ¿por qué tendría que cambiar tan solo por unos juramentos ante algunos testigos? Y ha cumplido con esos juramentos; parece que tenéis todo lo que una mujer pudiera desear. Por favor, debéis comer. Debéis pensar en el hijo que crece cada día.

Lyonene era incapaz de tragar un bocado de comida. ¡No podía creer estas palabras! Cabalgaría hasta donde se encontraba Ranulf y... ¿Le creería si él negara tener un interés en esta mujer?

Amicia no dejó de quejarse durante la cena de la insolencia de los sirvientes de Malvoisin, pero Lyonene no oyó ni una sola palabra. Estaba demasiado desconsolada como para escuchar nada más.

Al día siguiente se puso unas ropas viejas y pasó horas trabajando en el jardín. Arrancaba las malas hierbas furiosamente.

—Muy bien, milady — la voz de Amicia sobresaltó a Lyonene, que se cortó al intentar arrancar un cardo demasiado resistente. Se sentó sobre sus talones y se sacudió la tierra de las manos—. No sé cómo soportáis la suciedad y el sudor de la jardinería — prosiguió la mujer—. Yo creía que una dama... Ah, claro, vos solo sois la hija de un barón, ¿no es así?

—No tengo tiempo para vuestros insultos esta mañana. Si tenéis algo que decirme, hacedlo, pero id al grano.

—Parece que siempre os contrarío. Yo que he salido al jardín para disfrutar un poco. En el poco tiempo que hace que estoy aquí, ya me trae hermosos recuerdos.

—Milady Lyonene — la llamó atentamente—, debemos entrar para protegernos del sol. Lucy se preocupa por vos y por el bebe.

En silencio, Lyonene la siguió hacia la cocina. Sabía que Amicia no entraría ahí.

—Lady Lyonene, si vuestra madre supiera cómo trabajáis durante vuestro embarazo... — la riñó Lucy. Lyonene pensó en su madre como en un refugio agradable. Lucy continuó—. Y lord Ranulf se enfadaría mucho si supiera que estáis haciendo daño a su criatura.

Lyonene tiró la taza sobre la mesa.

—¡Lord Ranulf! No dejo de escuchar su nombre. Tendré a ese hijo que tanto espera, pero no creo que pueda dar refugio a su amante durante mucho tiempo.

—¿De qué estáis hablando, hija mía? Lord Ranulf no tiene ninguna amante. ¿Por qué decís eso? Nunca he visto a un hombre que amara tanto a su esposa. Os adora.

—Ah, Lucy — se aferró a la mujer de abundantes carnes que siempre había estado con ella y empezó a llorar sobre su generoso pecho.

—Venid arriba. Debéis acostaras un rato.

Lyonene se apoyó en la mujer y dejó que esta la desvistiera y la metiera en la cama. Lucy le acarició la frente, demasiado caliente, miró preocupada sus profundas ojeras.

—Contadme lo que os atormenta, hija mía. Lucy os escuchará.

—Él no me ama. Nunca me ha amado.

—Pero ¿cómo podéis decir esto? Él nunca os deja sola cuando puede evitado. ¿Algo de su carta os puso triste?

—Hay otras mujeres.

—Cielo, todos los hombres tienen otras mujeres. Es su manera de ser, pero no significa que no os quiera — las lágrima empezaron a brotar tan pronto oyó las palabras de Lucy — Dormid, hija mía, y el dolor se aliviará.

Poco a poco, los sollozos de Lyonene empezaron a calmarse. Durmió con un sueño agitado y se sintió aún peor cuando se despertó en la cama vacía de una habitación vacía. Rehuyó a Amicia durante los siguientes días, comiendo en su habitación y evitando la sala de reposo. Un exilio en su propia casa.

—Se ha ido, milady — dijo Kate al entrar en la habitación de Lyonene.

—¿Ido? ¿Quién se ha ido?

—La mujer, la mujer franca. Llegó un mensajero esta mañana temprano con una carta para ella y al cabo de un momento pidió que le ensillaran un caballo y se fue. Se llevó un poco de ropa. ¿Creéis que no volverá?

El corazón de Lyonene se aceleró un poco al pensar que podría haberse deshecho de esa odiosa mujer.

—No lo sé. Ese mensajero, ¿qué estandarte llevaba?

—Llevaba el de Malvoisin, el Black Lyon.

Notó que se quedaba pálida.

—¿Viste la carta, Kate? — susurró.

—Sí, milady. Está encima de su cama, pero no sé leer.

—Tráemela. — Con las manos temblorosas, Lyonene desplegó el papel.

Venid conmigo.

Ranulf

La carta cayó al suelo.

—¡Milady, milady! — Kate corrió para traerle una copa de vino. — ¡Bebed esto!

Lyonene tragó un poco del líquido. ¡Todo era verdad! ¡Cada palabra era verdad! Eran los garabatos atrevidos de Ranulf y era también su sello sobre la cera. Solo él llevaba el sello del conde de Malvoisin y nunca lo dejaba a nadie.

Amicia se fue durante tres días, tres días de infierno para Lyonene. Había gastado ya todas las lágrimas. Kate se ocupó de ella, casi no se daba cuenta de la gente que había a su alrededor. Lucy trató de ayudada diciéndole que no había hombre que se mereciera todo ese alboroto, y contándoles que también fue un golpe muy duro para ella cuando su primer marido tomó a otra mujer, pero ella tenía que seguir viviendo.

Llegó otra carta de Ranulf, y la respuesta de Lyonene fue seca y breve, donde solo le hacía un resumen de lo que había pasado en el castillo.

—Lady Lyonene, ¿estáis enferma? Nunca os he visto tan cansada — Amicia la saludó en la sala después de su llegada—. Reconozco que no hay nada mejor que unos días en el campo para refrescarse, aunque las tiendas son un poco calurosas en verano, ¿no creéis?

Lyonene pasó rápidamente por su lado y salió de la casa.

El mozo del establo, que ya no tenía miedo desde que Lyonene había pasado un rato con él y Loriage, ensilló al caballo. Una vez en su cabalgadura, ella espoleó al animal y cabalgó lo más rápido que pudo, contenta de notar el viento y del ejercicio. Llegó allí antes de darse cuenta que había cabalgado hacia el claro, el hermoso lugar donde le había contado a Ranulf que iban a tener un hijo.

En ese momento había sido inmensamente feliz, con una felicidad que ahora sabía que ya no volvería. Se tumbó en el suelo cubierto de musgo, con la cara escondida entre sus manos.

—Os quiero tanto, Ranulf... ¿por qué no podéis amarme? — susurró.

Cuando volvió esa noche, había tomado algunas decisiones. Ranulf la había elegido a ella para casarse, y aunque no la quisiera como amante, cumpliría con los deberes que se esperaban de una esposa.

—Estoy contenta de que os sintáis mejor y podáis comer conmigo. Es una pena estar embarazada con este calor. Espero no encontrarme nunca en ese estado — le dijo Amicia sonriendo.

Lyonene se estiró la falda sobre su vientre.

—¿Acaso no sabéis hablar de otra cosa, aparte de mi marido? — repuso con hosquedad.

—¡Pero si no mencioné a lord Ranulf! Aunque, si estáis interesada, os puedo contar cómo va el sitio...

—No, no tengo ganas de oírlo.

—Os aseguro que lo entiendo. Hablaremos de otras cosas. Os diré que cada día le tengo más cariño a Brent. Hay veces que me recuerda a Ranulf. Es la manera que tiene de caminar, creo. Decidme, ¿qué le ocurrió a Ranulf para que tenga esa horrible cicatriz que va desde el estómago hasta...? Perdonad, milady, íbamos a hablar de otra cosa.

—Amicia, ya es suficiente. Lo que haga mi esposo no es asunto mío, pero no permitiré que en mi propia casa contéis estas historias sobre vuestras... vuestras acciones. Si no paráis, os enviaré a la sala de las tropas.

Amicia entrecerró los ojos.

—No, milady, no creo que debáis hacer esto.

—No me amenacéis. Tengo el poder del castillo durante la ausencia de mi esposo y si quisiera podría dar la orden de colgaros y nadie podría impedido.

—Vuestras amenazas no me asustan. Yo no me arriesgaría a desatar la ira de Ranulf, y aunque todavía no he visto su cólera, puedo imaginarme que no debe de ser agradable. Os sugeriría que soportarais mi presencia con fortaleza. Ranulf tomará sus propias decisiones por lo que a mi lugar en esta casa respecta.

Las dos mujeres se miraron fijamente y ninguna de las dos cedió hasta que Hodder llegó para retirar los platos de la mesa. Exhausta, Lyonene cayó pesadamente en su cama aquella noche. La mañana trajo un mensajero con una carta de Ranulf:

Es tarde y no puedo dormir. Mi paje no me creería tan hombre si supiera que añoro a una chiquilla. Noto que estáis preocupada. Ojalá pudiera estar ahí con vos.

¿No podéis escribirme sobre otras cosas, aparte de William de Bec? Enviadme una de esas malditas rosas por las que os preocupáis tanto.

No pasa un solo momento en el que no piense en vos.

Ranulf

Se acercó la carta al pecho. ¿Cómo podía escribirle estas cartas a ella y después pedirle a Amicia que fuera a quedarse con él? ¿Acaso Lucy tenía razón y un hombre podía amar de verdad a una mujer y acostarse con muchas otras?

Se olvidó de Amicia durante un rato y corrió a escribir su respuesta a la carta.

Le contó sobre su soledad, de su viaje al prado, pero no mencionó el dolor que sintió al saber que había estado con Amicia. Si él hubiera insinuado que deseaba que su mujer fuera a verle, Lyonene hubiera salido corriendo, descalza si hubiera hecho falta, pero no había mencionado para nada esa posibilidad y tuvo mucho cuidado en no dejar traspasar sus sentimientos. Le envió además una carta a Brent, contándole cosas sobre los caballos y los halcones.

Cuando las cartas estuvieron listas, le pidió a Dawkin que llenara una caja con fruta en conserva y una vasija con pepinillos y cebollas en vinagre. Luego salió al jardín y cogió unas flores. El mensajero empezó a protestar, pero Lyonene lo hizo callar con una sola mirada. Los tallos iban envueltos con telas húmedas y empaquetadas en musgo y luego con varias capas más de telas húmedas.

Solemnemente, William de Bec trajo una bolsa dura de cuero que protegería ese enorme ramo en el lomo del caballo. Pegó un capullo de rosa con cera en la parte inferior de la carta para Ranulf y luego la selló. Para Brent, Lyonene envió un cinturón de cuero sellado con el león de Malvoisin y una diminuta esmeralda en la hebilla.

Mientras el mensajero salía cabalgando, se sintió más feliz de lo que había estado desde hacía semanas. No vio la cara llena de cólera de Amicia mientras la observaba desde la ventana de la sala de reposo. «Lo habéis tenido todo en vuestra vida, ya es hora de compartir un poco. Yo también tendré un marido rico y el amor de los sirvientes.»

Lyonene sonreía cuando empezó a subir las escaleras, pensando en la reacción de Ranulf al recibir las flores.

—Parecéis muy contenta hoy. Me alegro de que no estéis enferma como últimamente.

—Sí, gracias. Me siento mucho mejor.

Un pequeño objeto oculto en la falda de Amicia hizo un suave sonido cuando cayó al suelo. Lyonene se agachó para recuperarlo. Decir que su alegría desapareció sería muy suave, pues en la mano tenía la cinta, la copia del cinturón con el león que había enviado al castillo de Gethen con Ranulf.

—¿De dónde habéis sacado esto? — pudo articular, seca la garganta.

Amicia trató de coger la cinta, pero se encogió de hombros cuando Lyonene la apartó rápidamente de ella.

—Lo pedí y me lo dieron. Es muy bonito, ¿no creéis? — Lyonene se dirigió a su habitación sin soltar la cinta. Una vez sola, la lanzó con todas sus fuerzas lo más lejos posible. «Os envío flores y vos dais mis regalos a otras. Decidme, ¿seréis tan generoso con nuestro hijo?», pensó.

No lloró, sino que se dirigió a la sala de reposo y terminó su labor de costura. No quería pensar que aquella prenda era para el esposo traidor que le enviaba falsas palabras dulces. Cuando Amicia entró en la habitación, Lyonene le dedicó una dulce sonrisa y no hablaron más de Ranulf.