Capítulo 5

—NO la siguió, y Kady no supo si eso la alegraba o la aterraba. ¿Y si no encontraba la abertura? ¿Y si el vaquero la dejaba sola en esas montañas, y no podía encontrar nunca el lugar por donde salir?

 

En ese momento, no estaba dispuesta a dejarse dominar por las emociones. Pero le pasó por la cabeza la pregunta: “¿Por qué a mí?” ¿Por qué le había sucedido algo sobrenatural a ella? Era una persona muy común, y lo único que quería era lo que ya tenía: la cocina, el matrimonio con Gregory y quizás un par de hijos.

 

Como era evidente que el vaquero que había salvado era el hombre de la foto, supo que lo que había pasado tenía el propósito de evitar que fuese ahorcado. Pero ahora que estaba a salvo, ¿por qué no regresaba de inmediato a Virginia, a Gregory?

 

Iba ascendiendo el sendero que serpenteaba, cada vez más alto en la montaña, pero le bastaron unos minutos para saber que no tenía idea de dónde estaban los petroglifos. Cuando bajó la montaña, se sentía confusa y mareada. Y ahora no estaba mucho mejor, porque hacía muchas horas que no comía.

 

—Patatas asadas —dijo, en voz alta a las rocas que la rodeaban—. Maíz con mantequilla y pollo picado sobre tostadas. Bistec poco hecho; salmón escocés. Tarta de fresas. Trufas de chocolate.

 

Preparar un menú imaginario mientras avanza trabajosamente por el sendero que se bifurcaba en diversas direcciones a la vez la hizo sentirse peor. El bello vestido se enredaba en los arbustos, y ella se tomaba el tiempo necesario para desenganchar la tela, pues conservaba la esperanza de usarlo para la boda con Gregory. Tal vez constituyese un acto de desafío usarlo, haberse visto obligada a ir donde no quería por habérselo puesto.

 

No supo cuánto tiempo había caminado, pero a cada paso perdía la esperanza. Jamás encontraría la entrada de regreso al hogar. Moriría de hambre, o congelada o devorada por el animal desconocido que acababa oír gritar. O quizá regresaran los sujetos que habían tratado de ahorcar al vaquero, y… y…

 

Se sentó sobre una roca, sintiéndose completa y absolutamente sola. Quizás éste fuese el castigo por haber gozado de una vida tan maravillosa y feliz. Treinta años, y ningún problema demasiado serio. Ni una infancia disfuncional, nadie que hubiese intentado sofocar su carrera, y tenía el amor de un hombre apuesto que la trataba como a una princesa.

 

En un arranque de energía, se levantó y martilló roca con los puños, furiosa.

 

—¡No, no, no, no! —gritó—. —No cederé. ¡No lo haré! ¿Me oyen? ¡No me rendiré!

 

Claro que nadie le respondió, ni la oyó siquiera, tras un momento se dejó caer sobre la roca, abatida con la cabeza entre las manos, y rompió a llorar. Quizá había sabido apreciar lo suficiente su vida en Virginia, por eso la había perdido.

 

En pocos minutos, se le agotó la energía y reclinándose contra las rocas, cerró los ojos. Quizá, si concentraba, la fuerza de voluntad la llevaría de vuelta al apartamento, a los brazos de Gregory. Quizá, si… se quedó dormida.

 

Despertó lentamente, más consciente del estómago que de ninguna otra parte del cuerpo. ¿Lo que olía era carne asada? Sonrió, con los ojos aún cerrados. ¿Pollo? No, claro que no. Era la fragancia inconfundible del conejo. Conejo cocido en vino, o en pastel, o cubierto con puré de patatas pasado dos veces. Guisantes frescos, sacados de sus vainas. Tomillo, y mucha pimienta.

 

—¡Oh! —exclamó, a punto de caerse de la roca.

 

Una mano grande le impidió caer. Cuando abrió los ojos, al principio se desorientó, no supo donde estaba, hasta que vio los ojos azules del vaquero.

 

—¿Hay hambre? —le preguntó, ofreciéndole el sombrero.

 

Estaba recubierto por dentro con hojas de roble y encima, trozos de conejo.

 

Kady tenía tanta hambre que agarro un trozo de pata y muslo y empezó a comer, casi sin fijarse en que la carne no estaba bien cocida: se había usado un fuego demasiado alto y la carne estaba seca por fuera y casi cruda por dentro. Pasaron varios minutos hasta que pudo alzar la vista del hueso, que había dejado limpio.

 

Con una sonrisa, el hombre le ofreció otro trozo y la cantimplora llena de agua.

 

—¿Encontró lo que estaba buscando? —le preguntó, mientras ella iba por la tercera porción.

 

Estaba sentado sobre una piedra enfrente de ella, reclinado en pose lánguida, las largas piernas tan extendidas que sus botas casi tocaban la falda de Kady.

 

—No —respondió, sin querer mirarlo a los ojos.

 

No quería aceptar ayuda de él, no quería estar en deuda. Para ser sincera, no quería meterse en líos con él porque era demasiado atractivo.

 

—Se dejó una cosa —le dijo el hombre, tendiéndole el estuche de satén.

 

Kady no respondió, y se concentró en el conejo.

 

—¿Querría explicarme por qué lleva consigo una foto de mi familia y el reloj de mi padre?

 

—No —contestó, sin mirarlo, sintiendo la mirad del hombre sobre ella.

 

—¿Quién es usted y dónde vive? —le preguntó con suavidad.

 

Cuando hubo terminado la tercera porción, Kady alzó la vista.

 

—Elizabeth Kady Long —contestó—. Pero la gente me llama Kady.

 

Miró alrededor, en busca de algo con que limpiarse las manos grasientas. El vaquero sacó del bolsillo un pañuelo, lo humedeció con el contenido de la cantimplora, e inclinándose hacia ella le tomó una mano y se dedicó a limpiársela. Kady trató de apartarse, pero él no la soltó.

 

—Puedo hacerlo sola —le dijo y él no le hizo caso

 

Una de dos: o ella necesitaba fortalecer su confianza en sí misma, o este hombre necesitaba un curso que le enseñara a creer en la autonomía de las mujeres.

 

Cuando las manos estuvieron limpias, el hombre se echó atrás, y Kady hizo ademán de levantarse.

 

—Podría ser que tuviera que quedarse, pues no tiene adónde ir. Aquí sólo hay montañas por tres lados; Legend está en esa dirección, y Denver está a dos días a caballo, más allá.

 

—Entonces será mucho mejor que empiece a caminar —dijo, levantándose, pero la pierna del hombre le bloqueó el paso.

 

—¡Apártese de mi camino! —le exigió.

 

—No lo haré, hasta que me dé algunas respuestas. Escuche, señorita Long, usted me ha salvado la vida, y me siento en deuda con usted. Es mi responsabilidad cuidarla y procurar que esté a salvo.

 

—¿Cómo puedo estar a salvo con un hombre que está a punto de ser ahorcado? Puede que vuelvan esos hombres y nos cuelguen a los dos.

 

—Es posible, y es uno de los motivos por los que me gustaría mucho marcharme de este lugar y regresar al pueblo. Pero no voy a dejarla. Si me dijera quién cuida de usted, yo la llevaría con sumo placer, pero no pienso montar y dejarla aquí sola. No es capaz de alimentarse siquiera.

 

Al oírlo, los ojos de Kady se agrandaron. Lo último que esperaba oír respecto de sí misma era que no podía alimentarse. La acusación era tan absurda que le arrancó una sonrisa y una fugaz carcajada.

 

—Así está mejor —dijo el hombre—. Y ahora ¿por qué no se sienta y me cuenta qué desgracia la ha obligado a vagar por las Rocosas, vestida de novia?

 

Kady se sintió tentada. Muy tentada. Sin embargo, sabía que no le convenía contarle sus problemas a este hombre. Un sexto sentido le impedía contarle nada, porque no quería que su vida se viese entrelazada con la de él. Lo único que quería era regresar a su hogar, y no volver a verlo más.

 

—¿Es usted el niño de la foto? —preguntó, tratando de distraerlo.

 

Quizá, sí pudiera obtener algunas respuestas, descubriría por qué estaba allí.

 

—Sí —le dijo; con la mandíbula tensa, como si no quisiera hablar de eso.

 

Esa actitud despertó la curiosidad de Kady.

 

—¿Es éste el vestido de boda de su madre? —le preguntó con suavidad.

 

—No lo sé. No estuve en la boda.

 

Kady rió, a pesar de la situación, y el hombre sonrió.

 

—Estoy segura de que su hermana se convirtió en una verdadera belleza.

 

El guardó silencio durante unos instantes, y sacó lentamente la foto del sobre.

 

—Nadie lo sabrá. La mataron cuando tenía siete años.

 

Kady contuvo, una exclamación.

 

—Lo siento. Yo… —Se miró el vestido, y recordó que la mujer de la foto le había parecido muy feliz. Su madre…

 

—También está muerta —dijo el hombre con frialdad, y miró a Kady con mirada dura, todavía llena de desdicha después de tantos años. Ésta es la última fotografía que se tomó. Pocos días después, hubo un robo en un banco, en Legend, y cuando los ladrones huían del pueblo, los buenos ciudadanos abrieron fuego.

 

Kady vio cómo sus labios se curvaban en una mueca

 

—Cuando se despejó el humo, mi hermana y mi mejor amigo estaban muertos. Mi padre y mi abuelo salieron a perseguir a los ladrones, y dos días después ellos también estaban muertos. Mi madre murió de pena al año siguiente.

 

Por un momento, Kady sólo atinó a mirarlo en silencio, atónita.

 

—Lo siento mucho —susurró—. Por eso odia las armas, ¿no es cierto?

 

El hombre hizo un breve gesto de asentimiento.

 

Kady supo que esa tragedia tenía algo que ver con el hecho de que ella estuviese allí. Pero esa misma idea la convenció más de regresar a su apartamento, de pasar por la roca y salir de ese embrollo, cualquiera fuese. Se puso de pie, caminó hasta el borde del sendero, y se volvió para mirarlo.

 

—Necesito encontrar los petroglifos —dijo con suavidad—. ¿Sabe dónde están?

 

—Hay montones de tallas indias en estas montañas —respondió—. Podría buscarlos el resto de su vida y no encontrarlos.

 

—¡Pero tengo que encontrarlos! —dijo, vehemente—. No lo entiende. Usted no entiende nada.

 

—Estoy dispuesto a tratar de entender, si me explica cuál es la importancia de unas tallas indias.

 

Kady empuñó las manos a los lados. No iba a llorar otra vez.

 

—Yo nací en mil novecientos sesenta y seis —dijo, feroz.

 

—Pero, si así fuese, tendría siete años, nada más —replicó él, confundido.

 

—No en mil ochocientos sesenta y seis sino en mil novecientos sesenta y seis.

 

Kady observó cómo pasaban por ese rostro apuesto, tostado por el sol y por años de estar al aire libre, diversas emociones.

 

—Ya veo —dijo, al fin.

 

—Yo veo que no me creé —dijo Kady, con la boca apretada—. Tampoco lo esperaba. —Lo miró, ceñuda—. ¿Qué está pensando? ¿Que he escapado de un manicomio? ¿Está pensando en encerrarme para que no pueda hacer daño a nadie? ¿Está…?

 

—No es muy hábil para leer los pensamientos, ¿eh? Estaba pensando que sin importar cuándo ha nacido, en este momento lo que necesita es alguien que cuide de usted. Necesita alimento y cobijo y otra ropa que ponerse. Creo que tendría que casarse conmigo, y así yo…

 

Eso hizo reír a Kady.

 

—Los hombres siempre son iguales ¿no es cierto? Solucionan todo invitando a acostarse con ellos. Una noche de sexo estupendo hará desaparecer los problemas de una mujer.

 

El hombre estaba ceñudo, la expresión casi furiosa.

 

—Si lo único que me importara fuese el sexo, ya podría haberlo obtenido con usted. Por aquí no hay nadie lo bastante fuerte para impedírmelo.

 

Esa afirmación borró la sonrisa de Kady. Le dio la espalda, y dio un paso por el camino. Pero no había ido muy lejos cuando la voz del hombre la detuvo.

 

—La llevaré al pueblo— le dijo, en un tono que reveló sus sentimientos heridos.

 

La madre le había dicho a Kady que jamás se riera de una propuesta de matrimonio, por absurda que le pareciera.

 

Se volvió. El hombre seguía repantigado sobre la roca, los ojos en el reloj del padre, dándole cuerda, comportándose como si nada hubiese sucedido, y sin embargo, Kady veía que estaba ofendido.

 

—Discúlpeme —le dijo, acercándose a él—. No ha tenido más que bondades para conmigo, y me siento en deuda con usted. Lo que sucede es que…

 

De repente, el hombre se puso de pie y su estatura hizo que Kady se callara. La superaba mucho en altura y además, el vestido armado sobre el corsé la hacia sentirse especialmente femenina.

 

—No, señorita Long, soy yo el que está en deuda con usted. —No la miró mientras hablaba—. Mi conciencia no me permitiría dejarla aquí, sola en las montañas, de modo que la llevaré a Legend. Estoy seguro de que allí encontrará lugar donde vivir y podrá volver aquí a buscar sus dibujos indios en cuanto sea posible ¿Le parece aceptable?

 

—Sí —dijo vacilante.

 

Era perfecto y sin embargo, la sugerencia la hizo sentirse como si hubiese perdido algo. ¿Un amigo tal vez?

 

—¿Tendría la amabilidad de seguirme, señorita Long? —le preguntó con frialdad, haciéndola crisparse.

 

Tenía muchos deseos de compensarlo por haber sido tan despectiva con la propuesta de matrimonio, aun cuando hubiese sido formulada por un sentido del deber.

 

—Señor Jordan… —empezó a decir, y se interrumpió al ver que él la miraba con suspicacia, comprendiendo que no le había preguntado el nombre—. El nombre Cole Jordan está escrito, en… quiero decir…

 

No quiso que supiera que había estado revisando sus pertenencias.

 

La miró de un modo que la hizo sonrojar, y se sintió una enana.

 

—La ventaja de usted es que al parecer, sabe mucho de mí, y yo, en cambio, sólo sé su nombre. —La boca esbozó una leve sonrisa—. Y su fecha de nacimiento, claro.

 

Esa sonrisa petulante evaporó la culpa de Kady

 

—Como le he salvado la vida, supongo que por lo menos me debe la cortesía de llevarme al pueblo. —Hizo una inspiración, profunda y lo miró—. Mire señor Jordan, creo que tenemos que dejar las cosas claras entre nosotros. No importa si cree que soy de otro tiempo o no. La verdad es que estoy comprometida para casarme con un hombre al que quiero mucho y no voy a casarme con otro sólo porque necesito tener un techo sobre mi cabeza. Las mujeres se cuidan solas en mi país y de hecho resulta que soy cocinera, así que puedo conseguir empleo donde sea. En cualquier momento. Así que, por favor perdóneme; no he querido ofenderlo y me gustaría conservar su amistad. Pero nada más.

 

Mientras ella le espetaba ese discurso, él la observaba con expresión inescrutable, pero luego con una lenta sonrisa, la persuadió de que debía alejarse lo más posible de él. Si bien estaba comprometida, también era humana.

 

—Está bien señorita Long, seremos amigos —le dijo, ofreciéndole la mano para que la estrechase.

 

En un instante, pasó de estar exageradamente preocupado a ser lo que ella quería: un amigo. En silencio, lo siguió montaña abajo, donde habían acampado, cosa que le dio a Kady tiempo para pensar.

 

Es preferible que no hurgue en lo espantoso de la situación, y que lo vea como una aventura se dijo. Como al parecer por el momento no podía regresar a su hogar, haría lo que él le había sugerido, y conseguiría empleo, lugar donde vivir y como Cole… eh, el señor Jordan había dicho, pasaría los fines de semana buscando los petroglifos que le indicarían la abertura en la roca.

 

Y mientras buscaba, no se relacionaría seriamente con nadie, porque no cabía duda de que había algún motivo para que ella hubiese sido enviada allí. Lo que sucedía era que no le importaba averiguar cuál era ese motivo, y no tenía intenciones de mezclarse en ello.

 

Cuando llegaron al campamento se sentía mucho mejor ¡No dejaría que esta situación la derrotase!

 

—Tal vez quiera montar a caballo sola —le dijo Cole, cortés—. No querría inmiscuirme en su independencia.

 

Cuando se dio la vuelta, Kady le hizo una mueca a la espalda del hombre y luego se volvió hacia el caballo. Ya había trepado al lomo del caballo cuando le salvara la vida a ese hombre ingrato, incapaz de apreciar, insoportable, etcétera. Pero, en aquella ocasión, llevaba varios kilos menos de ropa. Montar a caballo con cuatro kilos y medio de satén encima, además de la cola, era cosa para expertos, y Kady no lo era.

 

Mientras ella se afanaba por impulsarse hacia arriba, y caía una y otra vez al suelo, Cole se atareaba destruyendo las huellas del campamento. Cuando terminó se apoyó contra el tronco de un álamo, sacó un cuchillo y empezó a recortarse las uñas.

 

—Está bien —concedió Kady, sin mirarlo—. Necesitaría un poco de ayuda.

 

—No quisiera interferir. No hay prisa.

 

Kady se volvió y lo miró, con los ojos entornados.

 

—¿Por qué querían colgarlo esos hombres?

 

Vio que Cole trataba de contener la sonrisa; después sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo, éste volvió a guardar el cuchillo en la vaina del cinturón y fue caminando lentamente hacia ella. Por unos momentos se quedó mirándola, intrigado.

 

—No quisiera presumir de nuestra amistad; ¿podría tocarla?

 

Kady lo miró ceñuda y alzó los brazos para que él la levantase. Lo hizo, depositándola sobre la montura con tal fuerza que le hizo rechinar los dientes. Kady se aferró al pomo de la montura para sujetarse mientras él montaba detrás. Estaba en la incómoda posición de costado en la montura, y tenía la sensación de que en cualquier momento podía caerse. Si la voluminosa falda no le hubiese retenido las piernas, habría podido pasar una de ellas sobre el cuello del caballo.

 

Después de haberse acomodado tras ella, Cole la rodeó con los brazos y tomó las riendas pero mantuvo los brazos a respetuosa distancia. Sin embargo, su cuerpo grande y fuerte estaba apretado contra el de ella, y Kady sintió ganas de reclinarse contra él. Para distraerse se le ocurrió hablar.

 

—¿Cómo es ese pueblo de Legend?

 

—Como cualquier otro pueblo minero.

 

—Nunca he visto un pueblo minero.

 

—Ah, por un momento lo olvidé. Usted sólo ha visto… ¿Qué es lo que ha visto en…? ¿Qué año es ahora en su mundo?

 

—Mil novecientos noventa y seis —dijo entre dientes—. Le agradecería que no se riese de mí. Un niño cantor como usted no sobreviviría en mi mundo.

 

—¿Niño cantor? —le preguntó, con aire divertido—. Dígame, ¿acaso en el futuro se han inventado otros crímenes además del asesinato y de la guerra?

 

—No, simplemente los han refinado. En mi época, tenemos drogas ilegales, bombas atómicas y críticos culinarios. Tenemos automóviles que viajan a velocidades fantásticas y chocan entre sí, asesinos en serie y contaminación del aire. Y tenemos hombres que… —Se interrumpió, porque no quería pensar en las cosas de las que se enteraba todos los días en los informativos—. Mi mundo es muy veloz.

 

—¿Y quiere volver a él? Salvo por unos ladrones de caballos, mi mundo es un sitio muy aburrido.

 

—Cierto. Ustedes sólo tienen bandas de linchamiento. Y viruela, fiebre tifoidea y cólera. Y tuberías externas.

 

—Parece que sabe bastante de esto.

 

—He visto mucha televisión.

 

—¿Y qué es televisión?

 

Mientras andaban, Kady se había reclinado contra él y se sentía muy cómoda. Mirando las increíbles montañas de Colorado tan bellas que cortaban el aliento, tuvo la sensación de que no recordaba qué cosa era la televisión. Hasta entonces no había visto las Rocosas, e ignoraba que fuesen tan bellas. Tal vez ella y Gregory podrían abrir allí un restaurante. Quizá podrían convencer a la madre de él de que dejara Onions y viniese aquí.

 

—Bonito, ¿verdad? —dijo él, corno si le hubiese leído el pensamiento.

 

—Precioso —respondió Kady—. Yo me crié en Ohio, fui a la escuela en Nueva York, y he trabajado en Virginia. Nunca había visto esto.

 

Aunque Cole no le respondió, percibió que lo complacía que a ella le gustara el paisaje.

 

—De verdad: ¿por qué querían ahorcarlo esos hombres?

 

El movimiento del caballo y la fuerza del hombre que la sujetaba la hacían sentirse tan segura que comenzaba a sentir sueño.

 

—Trataron de llevarse parte de mi ganado, y yo protesté.

 

—¿Tiene muchas vacas?

 

Titubeó antes de responderle:

 

—Muy pocas. Ya le dije que las Rocosas no son buenas tierras de pastoreo.

 

—Entonces ¿trabaja en una mina?

 

—No.

 

Es uno de esos vaqueros, parcos en palabras pensó, suspirando para sus adentros, y echó de menos a Gregory. El siempre estaba dispuesto a hablar de sus negocios y de escuchar las historias de Kady acerca de lo que había sucedido en el restaurante.

 

—¿Cómo es ese Grover? —dijo Cole, con un tono claramente despectivo.

 

Si bien Kady sabía que no era psicológicamente correcto el deseo de provocarle celos a un hombre, fue una sensación muy grata. Siempre había estado demasiado ocupada aprendiendo a cocinar y no había pasado mucho tiempo con hombres. Antes de Gregory, era asombrosa la escasa cantidad de citas que había tenido.

 

—No conozco a nadie llamado Grover —dijo con exagerada inocencia—. No imagino a quién se refiere.

 

—Ese con el que piensa casarse.

 

—Aaaah, Gregory. Bueno, es muy apuesto, con cabello renegrido, ojos oscuros, piel del color de la miel, y…

 

—¿Tiene cerebro? —preguntó Cole, rígido.

 

Se licenció en la Universidad de Virginia… en economía, para lo cual es muy bueno. Compra y vende tierras en California. En realidad, es casi rico y me ha comprado una casa de tres pisos en las afueras en Alexandria. ¡Oh! —exclamó, cuando el caballo pisó un hoyo y casi se cayó.

 

Pero los brazos de Cole la sujetaron… y así permanecieron.

 

—¿Y qué me dice de usted? —preguntó con dulzura—. ¿Tiene esposa o prometida? ¿O una novia?

 

—Ninguna —dijo—. Somos sólo Manuel, mi viejo cocinero, y yo.

 

—¿Y es muy buen cocinero?

 

—Sí, si a uno le gustan los guisantes y el chile tan calientes que le hagan ampollas la lengua. A usted no le gustaría trabajar para mí, ¿no? Podría pagarle… —Se interrumpió—. No, usted quiere ser independiente, tener su propio empleo. Dígame, ¿todas las mujeres dentro de cien años serán como usted?

 

Era evidente que estaba burlándose de ella, y que no creía que hubiese visto alguna vez el siglo veinte.

 

—La mayoría. Desarrollamos carreras, y ganamos tanto dinero como los hombres. Las mujeres podemos hacer cualquier cosa, ¿sabe?

 

Eso lo hizo lanzar un resoplido.

 

—Entonces ¿quien cuida a los niños? Kady abrió la boca para responder, pero al pensar en una discusión sobre guarderías de día y niñeras, dudó que fuesen argumentos valederos.

 

—Tener hijos es una elección y se los cuida.

 

Por desgracia, pasaron por los ojos de su mente ciertas espantosas imágenes de abuso a niños que había visto en los informativos de las seis de la tarde.

 

—Pero, si las mujeres trabajan durante todo el día, ¿quién…?

 

—¿Ese es el pueblo de Legend? —preguntó, cambiando de tema.

 

—No, es una formación rocosa.

 

—¿No es asombroso que parezca igual que…?

 

—No es que lo cree, pero si es de otro tiempo, ¿por qué está aquí? ¿De dónde sacó la foto de mi familia y el reloj de mi padre? Los suponíamos perdidos.

 

—¿Por qué el plural?

 

—Mi abuela y yo. Es la única pariente que me queda. —Cambió de posición los brazos, apretándola un poco más—. Tiene usted una habilidad asombrosa para cambiar de tema. ¿Qué hacía con la foto de mi familia?

 

—Compré una antigua caja de harina y cuando la abrí, dentro estaba este vestido y en él fondo había un estuche con la foto y el reloj.

 

Como no agregó nada más, Cole preguntó:

 

—¿Qué pasó después?

 

—No lo sé —dijo Kady con voz queda.

 

No quería pensar en esos horribles momentos en que había oscilado entre dos mundos. Todavía esperaba despertar en cualquier momento y encontrarse en el apartamento. Fuera la hora que fuese, llamaría a Gregory, le diría que lo amaba y…

 

—Siga —dijo Cole con suavidad—, no se acobarde ahora. No olvide, que usted es la pequeña Señorita Independiente, y puede hacer todo sola. ¿Tiene miedo de contarme lo que ha sucedido?

 

Por el tono, supo que estaba burlándose.

 

—¡Puedo cuidar de mí misma, si a eso se refiere! —dijo, enfadada.

 

Riendo, Cole le dijo:

 

—Eso, así está mejor.

 

Pasaron unos momentos en silencio.

 

—¿Por qué me pidió que me casara con usted? —le preguntó Kady.

 

No le contestó enseguida.

 

—Para protegerla. Porque estoy en deuda con usted. En este momento no estaría vivo si no fuera por usted. Me parece que el viejo Harwood la creyó un fantasma, viniendo de las montañas con ese vestido blanco ¿sabe?

 

—¡Creí que estaba inconsciente! ¿Cómo pudo ver algo?

 

—Estaba ahorrando fuerzas.

 

Girando hacia él sobre la montura, lo miró con expresión severa.

 

—¡Si estaba consciente, podría haberme ayudado a salvarlo!

 

—Aja —fue lo único que dijo y Kady vio la sonrisa que trataba de disimular.

 

Se volvió otra vez.

 

—Cuando se cayó del caballo, podría haberme aplastado.

 

En lugar de responderle, él le apartó un rizo de la cara y se lo metió detrás de la oreja.

 

En cierto modo, el simple gesto de ponerle el cabello detrás de las orejas fue más íntimo que ninguna de las cosas que había hecho y Kady frunció el entrecejo. Sí, no cabía duda de que tenía que alejarse de ese hombre.