Capítulo XVIII

Es una mañana agradable de un jueves del mes de octubre, en la mayor parte del país.

El secretario de Señales Meteorológicas está conferenciando con el de Agricultura.

Un ama de casa de Atlanta decide proseguir la fiesta que empezó el miércoles por la tarde. Anima a sus huéspedes a salir de su estupor, tendiéndoles sonriente cócteles de benzedrina que les devolverán la alegría de vivir.

Una heredera de unos doce años en Grosse Pointe permanece desnuda frente a un espejo de cuerpo entero, degollándose con un firme movimiento de su mano derecha.

En una aislada estación de radar, el mayor Tommy Leeber observa su manchada hoja de servicios como comandante y maldice el día en que fue elegido ayudante del general Sachson. Sachson, lejos en otro continente, frente a un espejo va depilándose los pelos de la nariz mientras piensa en los años que faltan antes de que pueda retirarse.

Sharan Inly está tendida boca abajo en su catre, esperando que vayan a buscarla. En el otro lado del edificio, Bard Lane sentado en su catre, está repasando lentamente los recuerdos que le serán arrebatados.

Es una mañana agradable. En Connecticut un ayudante sanitario está siendo insultado por su superior por no haber encontrado a Walter Howard Path a tiempo de salvar su vida.

Son las diez y treinta segundos.

A doce millas de Omaha, un técnico de radar frunce la frente mientras observa con atención su pantalla. Le ajusta a un nuevo enfoque y, al colocar el automático, repasa con la vista la lista que tiene de vuelos EXP. En la pista automática aparecen los indicadores de altura, velocidad y dirección, bajo la pantalla.

La velocidad es constante. La dirección casi hacia el sur. Altitud decreciente a un promedio de media milla por segundo.

Sus movimientos siguientes son hábiles y rápidos. Pulsa el botón de alarma en la estación, abriendo luego el conmutador que hace sonar instantáneamente la alarma en doce estaciones poniéndolas en comunicación directa con su tablero.

Una enfermera prepara la pomada que habría de emplearse para untar las sienes y electrodos. El técnico comprueba los diales del equipo de shock. El joven siquiatra cierra la puerta tras él y sale hacia el vestíbulo sin prisas.

La alerta es enviada con celeridad a los puntos de intercepción. Cinco pantallas más recogen la imagen y se ponen en contacto con las estaciones de intercepción. Los cohetes, seiscientos, están preparados con dispositivos automáticos, que al llegar la nave en la pantalla, a un punto determinado, entrarían en inmediato funcionamiento. Ninguna mano humana podría actuar con la rapidez deseada.

En la estación principal de control SW, fuera de El Paso, un coronel desconecta todos los controles manuales, y toma una decisión. Bajo sus dedos hay seis pulsadores. Cada uno descarga una buena lluvia desde el punto interceptor.

El micrófono junto a su boca. Observa la pantalla.

—Cambio de dirección —dice en voz apagada. Sus palabras resuenan fuertes en una pequeña sala de Washington. La pequeña sala está empezando a llenarse rápidamente.

—Velocidad reducida un medio. Sigue perdiendo velocidad. O bien dirige mediante controles defectuosos o dirigido con manifiesta incompetencia.

El altavoz encima de la cabeza del coronel dice, metálicamente:

—Intercepte cuando llegue el momento adecuado.

Un mayor de pie junto al coronel dice:

—Esto les dará un tanto a los Kinsonianos.

El coronel no responde. Está pensando en su hijo, en la erupción de loca violencia, sangrienta, irracional que ha arruinado la vida de su hijo. Su rostro imperturbable no se altera. Recuerda las palabras de Walter Howard Path.

—Nueva dirección hacia el noreste. Altitud trescientas treinta millas. Velocidad inferior a quinientas millas por hora. Altitud trescientas, velocidad cuatro setenta.

—Intercepte —ordena el altavoz.

Veinticinco años de disciplina se tambalearon al recordar el aturdido e incomprensible aspecto del muchacho.

—Recomiendo que al extranjero se le permita aterrizar.

Oyó el resoplido del mayor, vio la mano del mayor que se tendía hacia los pulsadores. Se giró y propinó un formidable puñetazo a la mandíbula del mayor.

Con voz impasible, fría, informa:

—Creo que el extranjero está preparándose para aterrizar en Muroc.

Televisión en el vestíbulo de Fonda Electric. Radio en la sala donde la bezendrina está realizando efectos mágicos en Atlanta. Radio en la mesita de noche en Grosse Pointe, cantando algo suavemente. Radio en la mesa del despacho de la enfermera de la planta baja, cuando el joven siquiatra pasa por su lado en dirección de la habitación de shock, cuando…

INTERRUMPIMOS NUESTRO PROGRAMA PARA INFORMAR A AMÉRICA QUE, EN ESTE MOMENTO, UNA NAVE ESPACIAL DE ORIGEN DESCONOCIDO ESTA INTENTANDO ATERRIZAR EN MUROC. LA NAVE RESPONDE A LA DESCRIPCIÓN DADA POR LANE A WALTER HOWARD PATH EN LO QUE SE CREYÓ UN EMBUSTE. SE ACABA DE RECIBIR LA INFORMACIÓN DE QUE EL PRIMER INTENTO DE ATERRIZAJE NO HA TENIDO ÉXITO. SE LES FACILITARÁ NUEVAS INFORMACIONES TAN PRONTO SEAN RECIBIDAS EN ESTA EMISORA. REANUDAMOS NUESTRO HABITUAL PROGRAMA.

Jord Orlan dejó la vitrina de los sueños y regresó a sus habitaciones. Había estado mordiendo con tal fuerza la placa entre sus dientes que hasta se había hecho daño en el labio.

Se sentó, solo, tratando de reconstruir algo de lo que ya no podía seguir creyendo. Una construcción acababa de derrumbarse en su mente, y no era posible reconstruirla.

Vio, mentalmente, la gran nave, posándose sobre la superficie de un mundo extraño. Afuera, donde había habido seis naves, había sólo cinco ahora.

Se había deslizado en la mente de un espectador y había visto a Raul y Leesa llevados en un vehículo desde la nave hasta un lejano edificio. Les había visto, en uno de los sueños, más delgados que cuando se marcharon. En un momento determinado se había acercado lo suficiente para poder oír la fina voz, fatigada, de Raul, hablando en el lenguaje de la Tierra, lentamente, ya que sólo podía hablarlo por lo que recordaba de los sueños.

—La doctora Inly y el doctor Lane. Es a ellos a quienes debemos ver rápidamente.

Ya no quedaba nada por creer. Y recordó la Ley. Ese viaje significa el final de los sueños. Vio, ante sí, los largos años vacíos, llenos nada más de los juegos que ahora serían insubstanciales.

Sabía lo que tenía que hacer. Descendió hasta el piso inferior y buscó una herramienta pesada. Cuando terminó lo que tenía que hacer tenía las manos con ampollas.

Y fue en busca de su pueblo para comunicarles que los sueños habían terminado.