Capítulo VII
Raul Kinson sabía que tenía que compartir su conocimiento con Leesa. Habían crecido algo apartados desde que ella había llegado a la edad de soñar.
La encontró en un grupo de jóvenes adultos y la observó desde la puerta. Ella gozaba de toda la popularidad y camaradería que le habían denegado a él. A pesar de su fealdad, ella tenía una fuente inagotable de ideas divertidas para todos.
Nadie podía comparársele en la diabólica inteligencia e inventiva de su mente.
—Mi último sueño —la oyó explicar— fue poco importante, pero me divertí muchísimo.
—Cuéntanos, Leesa, cuéntanos.
—Me deslicé muy suavemente en la mente de un hombre mayor del segundo mundo. Un hombre muy poderoso, lleno de años y lleno de dignidad. Durante las diez horas de mi sueño le hice contar todos los objetos en voz alta. Los vehículos de la calle, las grietas de la acera, las ventanas de los edificios. Le hice contar en voz alta sin permitirle hacer nada más que eso. Sus amigos, familiares, colaboradores, estaban todos horrorizados. El hombre digno contando hasta perder la voz. Se dejó caer de rodillas contando las baldosas del suelo. Los doctores le suministraron una droga, pero yo seguí manteniendo el control de la mente del anciano, que seguía contando en voz alta. Fue muy divertido.
Todos reían. Durante la siguiente sesión de sueños todos intentaron probar por sí mismos un sueño dentro de aquel estilo, aunque Leesa, por aquel entonces, hubiera pensado ya en otra cosa. Al fin consiguió que ella le viera, y le hizo un gesto con la cabeza para que se le acercara. Salió al pasillo y ella fue tras él.
—Deseo hablar contigo, Leesa. Se trata de algo importante.
—Los sueños son importantes.
—Subiremos a una de las habitaciones de enseñanza.
Ella le miró fríamente.
—Hace por lo menos dos años que no he estado allá arriba. Y no tengo intención de subir ahora. Si deseas hablar conmigo, puedes encontrarme en el segundo mundo. Ya nos encontramos allí una vez.
Él asintió de mala gana. Guardaba un mal recuerdo de la última vez que habían hablado en el segundo mundo. Convinieron en el lugar y hora, y la contraseña para reconocerse. Comieron juntos y se dirigieron a la sala de los sueños, entrando en sus respectivas vitrinas.
Casi se había acostumbrado al clamor del tráfico de las grandes ciudades del segundo mundo. Era tarde, lo sabía. Había pasado mucho tiempo recorriendo medio continente. Posiblemente Leesa se hubiera cansado de esperar. Tenía poca paciencia aquellos días.
Una vez cerca del hotel escogió un joven delgado, se apoderó de su mente con la habilidad que le era habitual. Se dirigió con el cuerpo cautivo hacia el hotel. Había arrinconado la mente cautiva a un rincón del cerebro capturado. En el vestíbulo había varias jóvenes que estaban esperando. Se acercó al reloj y sacó un puñado de objetos que el joven cuyo cuerpo ocupaba llevaba en el bolsillo, dejándolos caer torpemente en el suelo. Se inclinó para recogerlos.
Cuando se levantó se encontró frente a una muchacha alta. La miró a los ojos y dijo, en su propio idioma:
—Hola, Leesa.
—Llegas muy tarde, Raul.
—Has esperado. Me alegro. Llego de muy lejos y me ha costado ponerme en contacto con alguien adecuado. Creía que pasaría todo el tiempo del sueño sin conseguir lo que deseaba.
Estaban juntos y hablaban en voz baja.
Para cualquiera que les observara parecía un joven nervioso que llegaba con retraso a su cita. Salieron juntos del hotel. Ella dijo algo en la lengua de aquella ciudad. Habían aprendido bastante de ella a través del uso continuado de la misma, pero era más fácil expresarse, a través de la mente ocupada, en su propio idioma. Leesa sonrió y repitió:
—¿Ahora dónde vamos?
Torcieron hacia una calle más tranquila. Miraron a través de ella y vieron a un hombre y una mujer que estaban juntos, de pie al lado de una ventana de otro hotel, mirando hacia afuera.
—Si estuviéramos solos en esa habitación —dijo— sería un buen lugar.
Hicieron el cambio rápidamente.
Él se hallaba ahora de pie junto a la ventana, mirando desde el quinto piso a la calle. En el lado opuesto de la calle una joven pareja estaba hablando excitadamente. Leesa, de pie a su lado, le dijo echándose a reír:
—Déjales que traten de explicárselo entre ellos.
Raul observó la pequeña habitación. Arrinconó a un lado la mente cautiva. Ésta correspondía a un cuerpo mayor que el del anterior. Y tuvo la sensación de que no era un cuerpo demasiado sano. Llevaba demasiado peso fofo. La mujer habitada por Leesa, sin embargo, era hermosa dentro de su esbeltez.
Leesa se sentó al borde de la cama.
—Ahora procura ser interesante, Raul.
—Procuraré complacerte, Leesa. Escúchame con atención. Hace seis meses que tengo casi todas las respuestas, casi la totalidad de nuestra historia. Ahora poseo las últimas piezas que me faltaban. Algunas de ellas las obtuve en las habitaciones de enseñanza, otras a través de preguntar incansablemente a las mejores mentes del tercer mundo. Hace mucho tiempo, Leesa, más del que tú puedes imaginarte, nuestro mundo era bastante parecido a éste.
—¡Tonterías! —exclamó ella.
—Puedo probarte cada una de mis palabras. Nuestra raza era muy extensa. Descubrimos los secretos de los viajes a través del espacio. Nuestro planeta hogar gira alrededor de un Sol moribundo, muy próximo a una estrella que aquellas gentes llaman Alfa Centauro. Hace doce mil años los Dirigentes, dándose cuenta de que la vida en nuestro planeta hogar sólo podía mantenerse a través de un constante ajuste de consumo de humedad y descenso de temperatura, dirigió una búsqueda de planetas más jóvenes, planetas convenientes para la emigración. Encontraron tres. Este planeta, también llamado Planeta uno, circunvalando lo que aquella gente llama Delta del Can Menor, próximo a Procyon, a diez años y medio luz de aquí, y el Planeta tres, en el sistema de Beta del Águila, cerca de Altair, a diecisiete años luz de este lugar, los cuales resultaron adecuados.
—He oído tus palabras, pero no encuentro qué relación puedan tener con lo que antes has dicho.
—Leesa, por favor, escúchame. Hace doce mil años, nuestro mundo estaba agonizando. Los Dirigentes encontraron tres planetas a los que nuestro pueblo podría emigrar. El primer mundo de los sueños, llamado Marith. Este segundo, Tierra. El tercero, Ormazd.
"Durante dos mil años las Grandes Migraciones fueron la tarea de toda nuestra raza. Fueron construidas naves que pudieran cubrir grandes distancias en un tiempo extraordinariamente corto. Nuestra raza fue transportada a través del espacio a los tres planetas habitables.
—Pero, Raul…
—Calla hasta que termine. Los Dirigentes eran inteligentes. Sabían que había tres descarnados planetas salvajes para ser colonizados, y en la colonización tendría que haber una divergencia de tendencias culturales. Temían que nuestro pueblo, divergiendo en tres direcciones distintas, se convirtiera en enemigo entre sí. Tenían que escoger. O bien disponer las colonizaciones de forma que pudieran estar en frecuente contacto entre ellos, o bien aislar las tres colonias hasta que hubieran alcanzado el avance necesario para que pudiera restablecerse el contacto entre ellos sin temor de conflictos. Se escogió esta última solución porque supusieron que así cada planeta haría todo lo posible para contribuir a un nuevo restablecimiento de contacto. A fin de que se llevara a cabo esta segunda solución, a fin de prevenir cualquier clase de contacto prematuro entre los planetas coloniales, fueron establecidos los Observadores.
"Nosotros, Leesa, somos remotos descendientes de los Observadores originales. Todas las naves de emigración fueron destruidas excepto las seis que te mostré desde la ventana. El lugar que Jord Orlan llama nuestro "mundo" es simplemente una vasta construcción edificada hace más de diez mil años, cuando los Dirigentes emplearon toda su ciencia para disponer que nuestra raza lo tuviera todo completamente automático. Los Observadores originales, en un número de cinco mil, fueron seleccionados entre todos los de nuestra raza. Eran los que poseían una mayor estabilidad emocional, los más libres de desórdenes hereditarios, los de más alto potencial de inteligencia. Esos Observadores originales fueron instruidos en la importancia de sus obligaciones, de sus obligaciones en pro del futuro de la raza. Se les dio el gran edificio en un mundo moribundo, y seis naves con las cuales efectuar patrullas periódicas a los mundos coloniales…
—Escúchame atentamente. Se proyectó que no habría contacto entre los mundos coloniales durante cinco mil años. Sin embargo, han pasado diez mil y todavía existe la Ley que nos dice que debemos evitar mediante los "sueños" que aquellos mundos construyan cualquier clase de invento que pueda capacitarles para dejar sus planetas. Eso es lo que ha sucedido. La construcción que Orlan llama nuestro "mundo" era demasiado confortable. Las patrullas se efectuaron casi durante tres mil años. Pero aquellos que hacían las patrullas detestaban tener que salir de esta construcción confortable y agradable. Había sido construida demasiado bien. Los Observadores no habían perdido todavía la ciencia de la raza. Pasaron mil años hasta que encontraron la forma de eliminar las patrullas físicas y seguir manteniendo las responsabilidades que tenían. Al fin los Observadores, experimentando con el fenómeno del control hipnótico, con transmisión de pensamiento, con el misterio de la comunicación de mentes humanas en el nivel del simple pensamiento, lo cual en la Tierra está considerado como superstición, aunque practicada hasta llegar al extremo de haber producido una especie de atrofia en el hablar de Ormazd, inventaron un método de amplificar mecánicamente esta habilidad latente en la mente humana. Las cosas que nosotros llamamos máquinas de los sueños, no son más que inventos mediante los cuales, cuando "soñamos", conducimos una patrulla mental a los verdaderos planetas coloniales.
—¡Eso es absurdo! ¡Estás loco!
—Durante muchos años los sueños fueron sensatos, asuntos serios, realizados como debían ser realizados. Las naves estaban ociosas. El mundo exterior era cada vez más frío. Nadie salía del edificio. La ciencia fue perdiéndose. Los Observadores fracasaron en su cometido. El esqueleto genético de los Observadores originales era suficientemente variado para prevenir la procreación y paralización resultante por cinco mil años. Pero cuando la ciencia se perdió por completo tras las máquinas de sueños, éstas se convirtieron en algo de primitivo significado religioso. Nos hemos convertido en una pequeña colonia, menos de una quinta parte del número original. Estamos ciegos al propósito de nuestra existencia. Hemos ido continuando por el doble del tiempo previsto originalmente. Somos una maldición y una aflicción para los tres planetas coloniales, simplemente porque nosotros creemos que no existen, que son algo para nuestro placer.
—Raul, tú sabes que yo no estoy aquí. Tú sabes que estoy en la vitrina, que es mía para toda mi vida, con la mano bajo mi mejilla y…
Él prosiguió inexorable.
—Tratamos con tres planetas coloniales. Marith, nuestro favorito, ha sido convertido en un pueblo sumido en un crónico barbarismo primitivo. Hace cuatro mil años Marith quedó cerrado para los vuelos espaciales. Nosotros los destruimos, a través de los sueños. Allí, cuando poseemos a alguna persona, somos conocidos como espíritus o demonios.
"Y hace cinco mil años la Tierra estaba preparada para los vuelos espaciales. Nosotros destruimos esa cultura, por completo. Ahora la Tierra vuelve a poseer una cultura atómica. La destruiremos otra vez, conduciéndoles de nuevo al salvajismo. Cuando nos apoderamos de un cuerpo terrestre, ellos le dan distintos nombres. Locura temporal, epilepsia, manías, trances. Somos unos setecientos los que podemos soñar. Setecientos débiles chiquillos, que pueden cometer actos sin temor a las consecuencias.
"En Ormazd saben quiénes somos, y qué somos. Por dos veces hemos anulado sus intentos de cruzar el espacio. Ya no sienten las ansias de abandonar su planeta. Han encontrado galaxias más amplias dentro de las mentes humanas, que cualquier otra que pueda ser conquistada con máquinas. Los tres planetas coloniales se desharían fácilmente de nosotros, Leesa.
Con voz claudicante, ella le dijo:
—He tratado de creerte. Pero no puedo. Si te creyera, significaría que…
—¿Que tendrías que aceptar la responsabilidad moral por los actos cometidos, por la muerte que has causado a personas tan reales como tú y como yo?
—Estamos en las vitrinas de los sueños, Raul. Las máquinas inteligentes hacen este mundo para nosotros.
—Pues rompe este espejo. Mañana puedes volver para encontrarlo roto. O échate por la ventana. Mañana podrás volver y descubrir el cuerpo destrozado de la muchacha que estás ahora invadiendo.
—Eso se debe a la inteligencia extraordinaria de las máquinas.
—Hay otras pruebas, Leesa. En Ormazd puedes encontrar los archivos de las emigraciones originales. En Marith puedes leer sus mitologías, y encontrarás referencia de las naves que aterrizan, vomitando fuego. Creen que venían del Sol. En la Tierra existe una raza que se creen descendientes del Sol. Y existen rastros, en la mitología de la Tierra, de que por ella habían andado gigantes, en grandes naves y carrozas que cruzaban el cielo. Los tres planetas estaban poblados por criaturas parecidas al hombre antes de que llegaran nuestros antepasados. En la Tierra, después de un tiempo, se mezclaron las dos razas. En Marith y Ormazd, las razas originales desaparecieron. Ya ves, Leesa, hay demasiadas pruebas para ser ignoradas.
—No puedo creer lo que dices. Mañana me encerraré en la vitrina. Me convertiré en una muchacha desnuda salvaje de la jungla, o en una mujer conduciendo un burro por el sendero de la montaña. O puedo encontrarme con mis amigos de Marith y jugar al juego de identificación, o al juego de matar, o al del amor, o al de la caza. No, Raul. No. No puedo dejar de creer en lo que creo.
—Leesa —le dijo suavemente—, tú siempre has creído, en lo más hondo de tu corazón, que esos mundos son reales. Por esto tú has sido tan voluntariosa, tan cruel en tus sueños, porque estás tratando de negar su existencia. Tú y yo somos diferentes. No somos como los demás. Somos más fuertes. Tú y yo podemos cambiar el…
Cesó de hablar al ver que la mujer sentada en la cama se pasaba la mano por la cabeza y le miraba extrañada. Hablaba lentamente, por lo cual pudo entenderla.
—George, me siento extraña.
Leesa se había ido. No sabía en qué dirección. Había terminado de hablar de tal forma que no podía encontrarla. Abandonó la mente del hombre poco a poco, pudiendo escuchar todavía la contestación de aquél a la mujer.
—Algunos de los ingredientes de esas bebidas, tal vez. Ese mozo tenía un aspecto muy curioso. Tal vez sea un novato. Yo también me siento extraño.
La mujer se tendió en la cama. Raul pudo darse cuenta del lento nacimiento del deseo en el cuerpo del hombre que acababa de abandonar. La mujer le sonreía. Cuando el hombre se dirigió hacia la cama Raul abandonó por completo la escena, sumiéndose en el área familiar, donde no hay color, ni luz. Nada más que la extraña conciencia de la dirección. Fue avanzando con un impulso suave, hasta que orientándose se metió en otra mente. Se hallaba dentro de un taxi. Era tarde. La mente recién ocupada estaba enturbiada por el alcohol, pero las emociones eran particularmente vívidas. Raul podía leer en la mente de aquel hombre como en un libro abierto. Desespero, tormento y deseo de morir. Odio, temor y envidia. Pero más que nada un enorme deseo de dormir sin tener que despertar jamás. El hombre pagó al conductor, y se dirigió lentamente hacia su apartamento, cogió el ascensor que le condujo hasta el octavo piso. Abrió la puerta y entró. La mujer salió del dormitorio con el arma brillante en su mano. Apuntó y cerró los ojos. Los pequeños mordiscos de plomo caliente produjeron canales de líquido caliente en el cuerpo del hombre… sin dolor. Sólo sorpresa y estupefacción. El cerebro de aquel hombre se desvaneció rápidamente, y mientras Raul se alejaba, pescó todavía el último impulso de conciencia. No satisfacción por la sorpresa de la muerte que había estado deseando, sino pánico y miedo y anhelo por las cosas de la vida todavía desconocidas.
Raul no se sintió libre del espíritu hasta que penetró en la mente de un hombre, un anciano, que sentado en el parque, medio dormitaba al Sol. Esperó en esta mente hasta que se acabó su turno de soñar.