después y eso que la hormiguita viajera parecía interesarse de golpe por las noticias y compraba los diarios de la tarde mientras llegaba el segundo whisky, pero sus comentarios sobre el hecho de que en Heidelberg un millar de estudiantes acababan de armar una de a pie contra la presencia de McNamara, sólo hallaron un eco cortés en Gómez y Patricio y un entusiasmo puramente alcohólico en Heredia que ya traía envasados tres scotchs londinenses y dos sobrevolando el canal de la Mancha, y a quien sobre todo parecía regocijarlo imaginar que los estudiantes habían destruido vidrieras y espejos en torno a un señor que presidía un banco destinado justamente a la reconstrucción. Cuando Fortunato llegó a La Calera en la página tres de Le Monde, era lógico que le preguntara a Patricio si estaba al tanto y que Patricio le contestara que sí, que todo andaba tan mal en la Argentina, pobre país, viejo. A Fortunato siempre le habían interesado los problemas argentinos porque era de la frontera y había vivido en Resistencia y en Buenos Aires, ya veían que hablaba bastante bien el español, claro que no tanto como el amigo Heredia que negaba modestamente porque nunca había podido eliminar un acento lleno de resbalones y destiempos y con una especie de ritmo africano en plena prosodia castellana, de manera que si Patricio vivía en París sería formidable encontrarse alguna vez y que le presentara a otros argentinos para hablar de esas cosas, pero por supuesto, déjeme su hotel y yo lo llamo, dijo Patricio. En el tercer whisky, cambiadas las informaciones topográficas y onomásticas del caso con gran despliegue de carnets y agendas, se habló de la copa mundial y de Pelé, para qué te cuento, del terremoto del Perú, de la zafra en Cuba sobre la cual Fortunato tenía informaciones directas mientras que los otros tres no parecían demasiado al corriente, y del nuevo ambiente en Londres donde Heredia había pasado un mes absolutamente orgiástico si era cuestión de creerle, y era. A Fortunato esto no parecía interesarle tanto aunque la simpatía de su nuevo amigo obligaba a escuchar y a saborear, ya Le Monde estaba plegado como un trapo en las rodillas de la hormiguita viajera que después de una o dos tentativas por extraerle temas de actualidad se había resignado a la transmisión de las informaciones de Heredia a sus queridos amigos de la antigua bohemia, ya no había por donde calzar la menor referencia al contexto socioeconómico y Fortunato entendía que lo mejor era irse pero nada que hacer, Heredia lanzado a evocaciones de la región de Earl's Court, S.W.5, si vas algún día te paso el dato de los buenos hoteles, pibe, no tiene comparación con esta ciudad puritana, Londres forever, carajo, usted también debe haber mojado, eh, y Fortunato negando con una sonrisita de sobreentendido y Gómez metiéndole el codo en las costillas, ah estos cariocas cojedores, bueno, yo no soy carioca, da lo mismo, son todos más o menos, es el clima, y Heredia abundando en detalles técnicos sobre la manera de desvestirlas cuando no quieren o se hacen las que no quieren que todavía es peor porque conservan la cabeza clara y eso siempre es uñas, manotazos y uppercuts de rodilla que son particularmente ominosos, en todo caso lo más funcional es una gentileza ayudada sotto voce por la fuerza de la gravedad puesto que no se irá lejos si la chica no está ya sentada y si es posible tendida en la cama, y entonces Heredia presiona suavemente mientras la despeina y la besa y le suelta el corpiño porque eso en general lo permiten sin demasiado espanto en Londres y en cualquier parte, y cuando se tienen las tetitas sueltas bajo la blusa no hay más que esperar el momento de alzárselas y dulcemente enumerarlas, picotearlas, circunnavegarlas con un dedo y después con toda la mano en el gesto inmemorial y conmovedor del que ciñe una copa que no importa que en este caso esté boca abajo porque igual los labios vendrán a beber del piquito rosado que ama que lo beban, que se yergue volcancito despierto aunque Diana o Jennifer diga no no no y esconda la cara contra la almohada y sea una tempestad de pelo cobrizo azotando la cara de Heredia que dulcemente ha dado con el comienzo del cierre relámpago de la falda, y es el momento crucial, sic, porque Diana aprieta las piernas o se echa de lado y hasta totalmente se vuelca boca abajo y hay que concentrarse en la nuca y los hombros, tender a lo largo de la espalda una vialidad minuciosa de caricias que la acupunturen y la cartografíen, calmarla con una boca que le visita la oreja y la moja despacito, le muerde el lóbulo y le murmura los tonta los por qué los date vuelta los déjame los no seas así, y Diana o Jennifer suspirará y dirá que no pero se dejará dar vuelta poco a poco y el cierre relámpago bajará, esto hay que hacerlo como su nombre lo indica zip y ya está, pero en ese movimiento reside el genio estratégico que da los Austerlitz y los Chacabuco porque si se es Heredia todo será un solo conglomerado de acción, el zip correrá hasta lo más bajo y a la vez la falda bajará hasta los muslos y aquí Heredia señala el detalle capital del que depende todo el resto, el slip deberá bajar junto con la falda y eso a veces es difícil porque Diana aprieta las piernas o puede suceder que los dedos solamente tiren de la falda sin poder enganchar simultáneamente el elástico del slip, pero cuando se es Heredia todo entra en una misma estructura de descenso como dirían en Tel Quel si trataran de estas cuestiones, y entonces ocurrirá esa cosa admirable, esa metamorfosis dispuesta por los dioses inmortales y mirones que velan a la cabecera, y es que un slip bajado con un solo movimiento astuto hasta la mitad de los muslos pero solamente hasta la mitad y no solamente bajado sino arrollado con el mismo gesto con que se lo baja, y eso no es fatal sino que hay que ayudarlo con la palma de la mano como quien estira la masa de las empanadas, se convierte en algo que se parece mutatis mutandis a un par de esposas policiales, vale decir que un slip arrollado pasa a ser un doble aro elástico de nilón que traba el juego de los muslos pistones, de los tiros de un zaguero rechazante y rodilleante, los neutraliza como los puños del peligroso malandrín arrestado por los servidores del orden, los vuelve dos husos de inútil, tibia, rosada resistencia que allá arriba se vuelve queja porque Diana o Jennifer sabe que ya no puede usar sus grandes tijeras sedosas abelardizantes en el plano mental y/o físico de Heredia que ahora va a tenderse a medias contra y a medias sobre, resbalando un largo beso que empieza en la boca y se pierde en la barriguita, explorando el ombligo que huele suavemente a trigo y a talco, para regresar a los senos que nunca dejaron de esperarlo en el curso de esos avances y salidas y minas y contraminas, y con una mano libre progresará en su propio desvestimiento sin pretender a esa altura el estado adánico ni mucho menos porque tal pretensión habrá hecho perder muchas batallas ya casi ganadas a los perfeccionistas, solamente el pantalón a media pierna y el calzoncillo si se puede y si no da lo mismo por ahora, momento grave porque hay que envolver enteramente la cara y la atención de Diana con los besos y las manos y el propio pelo que siempre ayuda mientras se provoca ese cimbrear de las caderas que es un último no lleno de sí, una desesperada tentativa por librar los muslos de las esposas trabantes cuando los dedos de Heredia corren por un vello electrizado para adentrarse en el territorio hurtado y prieto, allí donde Diana sentirá que es demasiado tarde y que no puede abrir las piernas y gemirá para que Heredia la libere, dirá todavía que no porque no puede decir otra cosa pero estará esperando lo que él va a hacer con otro movimiento de águila, un nuevo recorrido fulgurante del slip que deberá franquear los scila y los caribdis de las rodillas donde siempre tienden a trabarse, para seguir hacia abajo, de preferencia hasta los tobillos y stop como última medida de precaución casi siempre innecesaria porque hay ese respirar hondo, esa temperatura que lo dice todo, ese arqueo que lentamente regresa a lo horizontal, esa cara que se hunde de perfil en la almohada con un sollozo donde se concentra toda la aquiescencia del Commonwealth, y entonces mejor correrlos hasta el fin ayudándose con un pie, soltar a albertina prisionera, y cuando las piernas se sienten libres hay ya todo el peso de Heredia cubriendo el territorio que murmura y se agita porque no, porque no quiero, porque eres malo, porque me estás aplastando, pero ya es el retorno darwiniano, suave aterciopelada regresión a la ranita, el apartarse cadencioso de los muslos, las rodillas que subirán sin que nadie se lo pida, el trecho inexpugnable ofreciendo la llave musgosa, Heredia arquimédicamente sabrá que sólo necesita un punto de apoyo y clavará las rodillas en el hueco propicio, y sus dedos subirán a la boca para buscar la saliva que esta noche es el santo y seña en la poterna, la cifra de la combinación secreta, Diana gemirá, la ranita empalada y sollozante, y una vez más el siracusano sabrá que ya puede mover el mundo, que todo está empezando a girar y a subir y a flotar y a hundirse con todas las propiedades de la física y la química en un torrente de colores bajo los ojos cerrados, entre murmullos y cabellos. Con lo cual Fortunato estima que ha llegado el momento de despedirse y se levanta luego de efusivos welcomes y que le vaya bien con las francesas, no sin antes hacerle notar a Patricio que nada le gustaría más que volver a encontrarlo para hablar de los problemas sudamericanos, deseo que Patricio retribuye como corresponde, faltaba más.
—Qué me decís —observa Gómez—. Así que la hormiguita viajera se te apiló en el aeróstato.
—Déjame descansar un rato de la demostración —dice Heredia que por lo demás ha hecho su número con visible gusto, ya que pocas veces hay oportunidades de explayarlo hasta ese punto—. En fin, son más idiotas de lo que parecía, bien pudieron prever que no me chupo el dedo y que también tengo mis informaciones. ¿Te acordás de Ruy Moraes, que una vez bajó a Buenos Aires con una valija llena de pistolas? Está en Londres haciendo un trabajito para Lamarca, de paso me dio algunos datos seguros que le van a gustar a Marcos. La hormiguita viajera trató de hacerse presentar en una fiesta de amigos, ya sabes cómo la gente se cuela, y Ruy me lo mostró detrás de una copa de ginebra y el culo de una negrita, había tanta gente en ese party que la visibilidad podía considerarse como escasa, pero lo mismo le vi esa nariz de gancho egipcio que tiene. Para estar más seguro me fui antes de una posible presentación y ya ves, esta tarde me lo encuentro en el avión, se me sienta al lado y empieza con lo de usted perdone pero se me ocurre que también es brasileño, etcétera. Me preocupaba un poco pensar que a lo mejor Marcos me estaría esperando, y te imaginas que no me gustó ni medio verlos a ustedes pero por suerte no son tan lerdos como parecen.
—Vamos en seguida a lo de Marcos —dijo Patricio—. Ya oíste lo de La Calera, te lo teníamos reservado pero la hormiguita viajera siempre gentil y hacendosa se nos adelantó, hijo de puta y puto él mismo.
—Habrá que estar atentos, che —dijo Heredia—. De todas maneras el tipo se ha quedado sin saber qué pensar, a cada Fortunato le llega su Montrésor.
Lo dijo sobre todo para él, porque ni Gómez ni Patricio eran muy leídos, la prueba es que se lo quedaron mirando como si fuera un gliptodonte, tras de lo cual las valijas y hop, previa inspección del horizonte desde luego completamente desprovisto de hormigas entre tanto adelanto tecnológico y puertas que se abrían y cerraban con sólo mirarlas de lejos.
—Así que vas a llenar tu fichita de adhesión —le dije.
—Sí. El teatro me deja tiempo de sobra para otras cosas, y en estos últimos meses no me he divertido demasiado.
—Ya sé, polaquita, ya sé. Te descuido, me voy por ahí a vagar, no te llevo a ver los osos.
—No te des tanta importancia —dijo Ludmilla amenazándome una pantorrilla con el talón más bien filoso de un zapato—. Yo sé jugar sola pero ahora es otra cosa, un juego que a lo mejor puede servir para algo, nunca se sabe.
—Haces bien, Ludlud, además a vos siempre te gustaron mucho los pingüinos.
Ludmilla me pasó la mano por la cara, me besó en el pescuezo y me quitó los cigarrillos. Sus costumbres de caballito marino, su olor de pelo limpio, el alegre desorden de todas sus movimientos; empezamos a fumar juntos, a compartir un vaso de vino; pensé cuánto me gustaría escuchar Prozession, ahí al alcance de la mano, pero a la vez prefería que Ludmilla siguiera contándome la expedición a Orly entre ataques de risa e increíbles bifurcaciones y digresiones, por primera vez la impresión de que algo cambiaba en la perspectiva, de golpe trazos definidos, direcciones y líneas de fuga (a lo mejor esto último resultaba literal), un sentimiento preciso de que Marcos y Patricio y los demás se enfrentaban a cosas tangibles, que Marcos ya no era el visitante pachorriento o distraído de esa mañana. Por supuesto ni Ludmilla ni yo teníamos una idea clara de la tal Joda, apenas si sospechábamos lo que Lonstein hubiera llamado los epifetentes o prolegomosos, pero había bastado que algo en mí sintiera la aproximación de Ludmilla a la Joda para que al mismo tiempo tanto macaneo abstracto se encarnara, un brusco «se acabó la diversión» que por contragolpe me cambiaba, me situaba de otra manera con respecto a Marcos y a los otros, sobre todo frente a Ludmilla que no tardaría en pagar los platos rotos, meterse en líos innominables con su inocencia polaca, las patitas menudas en la mitad justa de la sopa hirviendo, puta que los parió. Con ternura, lo pensaba casi dulcemente porque quería a Patricio y a Marcos y a Gómez, ahora sí pasaba algo, se venía la gran maroma (peludos reales y un pingüino turquesa, haceme el favor, polaquita); ahora era la Joda, y fuera lo que fuese, algo muy diferente de los alaridos en el cine o los fasos quemados.
Vaya a saber la cara que había puesto Andrés a esta altura de sus cogitaciones porque Ludmilla se lo quedó mirando y le volvió a acariciar una mejilla, gesto que se cortó de golpe aunque más no fuera porque necesitaba inmediatamente las dos manos para agarrarse la cabeza:
—¡El ensayo de las siete y media! ¡Dios mío, me olvidé completamente de acordarme!
—No llore, gatita, tómese otro trago con su Andrés pecador que no comprende las angustias de la historia contemporánea, y cuénteme un poco más eso de las hormigas que se le quedó en el buche.
—¡Concha peluda y pija colorada —dijo Ludmilla—, esta vez me matan seguro!
—Bah, no vale la pena retorcerse las manos, nena, total lo mismo llegarías cuando ya todos se han muerto o se han casado, mejor nos comemos el puchero que está muy bueno, te juro que seguí tus indicaciones hortaliza a hortaliza.
—Tenés razón, que se vayan a la mierda —dijo Ludmilla—, bien me podían haber telefoneado de nuevo, no te parece.
—Te telefonearon a las seis, mi amor, fue lo primero que te dije cuando volviste de la recepción del pingüino.
—Entonces me fregaron, pero la culpa es de la emoción, los dólares... Ah, las hormigas, claro que te voy a contar, pero antes tengo que calmarme, dame un vaso de algo. ¿Y cómo está Francine?
—Bien —dije con el mismo inevitable cambio de entonación que había en su voz, esa manera diagonal de soltar la pregunta y responderla, vuelta al pozo, al ping-pong inútil.
—Pensé que irías a verla —dijo Ludmilla—, lo pensé cuando le decías a Marcos que no irías a Orly.
—Contarne la llegada del pingüino.
—Para Io que te importa a vos el pingüino.
—Está bien, hablemos de Miguel Ángel si preferís. Ah, Ludmilla, cómo puede ser que
Interrupción por causa de fuerza mayor El que te dije se impacienta porque dale con Francine y el puchero y Ludmilla triste y otras filigranas de mentalidad liberal resquebrajándose al cuete (sí, sí, pienso yo, venirne ahora con esos esquemas avanzados, vos que sos peor todavía), y a todo esto minga de explicación coherente sobre el Vip, las hormigas y la Joda, por lo cual primero de todo el que te dije magina (de imaginar, más que de magia) el siguiente
ORGANIGRAMA VIPÉRICO-FÓRMICO
N. B.: Como todos los organigramas, éste no se entiende demasiado
El que te dije había aprovechado bastante una especie de retrato-robot del Vip fabricado por Gómez y Lucien Verneuil y que se manifestaba dentro de estas líneas:
1) El Vip es sudamericano (¿argentino? ¿boliviano? Diversas opciones en orden alfabético),
2) El Vip es pieni:
—potenciario
—lunio (detalle astral que Lonstein juzga tan importante como nefasto)
—potente (guita proveniente de todo el orden alfabético supuesto supra, vía (hipótesis) OEA, CIA, BIRD, Nelson Rockefeller, fundaciones, etc.)
3) El Vip opera en Europa.
4) Un grupo paramilitar protege al Vip: las hormigas, comandadas por el Hormigón. En el caso de las hormigas es válida la casi totalidad del orden ecológico (Fortunato, por ejemplo es brasileño, y al Hormigón se lo supone salvadoreño, aunque su identidad se mantiene nebulosa).
Intermezzo pucciniano
El cuarto 498 tenía radio en la mesita de luz y Oscar la encendió con todas las precauciones para no despertar a Gladis que tenía un dedo en la boca estilo Baby Doll y el culito puesto también como Baby Doll sólo que completamente destapado. Sentándose en la cama encendió un cigarrillo con la técnica de trinchera de la guerra del 14, aprendida a los trece años en el cine Roca de Almagro y consistente en apantallar la mano y frotar la lija sobre una superficie no mayor de cinco milímetros parareducirelruidoaunmerochasquido que por supuesto no le llegó a Gladis perdida en un sueño bien ganado a fuerza de bandejas de plástico y pudú-pudú. Lo malo era que la radio del hotel era de esas que tienen tres posiciones, dos de las cuales son siempre una mierda y para colmo en francés, y la tercera Turandot, segundo acto, aria de la princesa. Manejando el potenciómetro como antes el fósforo, Oscar el astuto verificó que Turandot podía ventilar su mal disimulada represión sexual A un nivel que no despertaría a Gladis, y recostándose en una almohada prodigiosamente blanda se dejó llevar por el tabaco y la música, la irrealidad de esa hora en que sólo Gladis podía vincularlo todavía con el otro lado del mundo, esa Argentina de golpe increíblemente lejos y perdida, la pensión de doña Raquela que vaya a saber lo que venía a hacer aquí, y de paso los pechitos de la Moña entre jazmines y luna llena. No estaba demasiado despierto, la melodía pucciniana que conocía y amaba desde chico era un poco el perfume de los jazmines de Santos Pérez y el olor de Gladis dormida y saciada, un olor antes de la ducha y el planteo de los tres enigmas, el recuerdo de algo leído vaya a saber dónde, Toscanini dirigiendo en Milán el ensayo general de Turandot y parando la orquesta después de la escena del suicidio de Liu para decir con la cara bañada en lágrimas, «Aquí dejó de escribir el maestro, al llegar aquí murió Puccini», y los músicos levantándose en silencio, todo eso para que Oscar supiera de paso que Franco Aliano se había valido de las indicaciones dejadas por Puccini para terminar Turandot, imposible no preguntarse cuántas cosas serían así, las estatuas de los museos que se admiran sin sospechar que un tercio ha sido recompuesto como los esqueletos de los diplodocus a partir de un huesito de chiquizuela, Ameghino, esas cosas, y también las noticias de los diarios fabricadas a pura muñeca, otras internadas abrieron un boquete en las alambradas de una ventana de la cocina y se descolgaron por ahí hacia un terreno baldío que comunica con la calle 41, anda a saber si el boquete no estaba ya abierto, si realmente las muchachas se habían escapado por un terreno baldío, regado de luna llena, corriendo frenéticas hacia la tapia, hacia el carnaval del otro lado, desesperadas de alienación y amontonamiento, de guisos grasientos y de cachetadas o más sutiles ultrajes pedagógicos. Por qué carajo vuelvo a eso como una mosca al bofe, se dijo Oscar que no tenía prejuicios en materia de metáfora, pero no era una metáfora, eso volvía de otra manera, como la obediencia a una oscura semejanza, y Turandot prometía el amor o la muerte en la repetición final del aria, esa frase admirablemente sencilla que a Andrés le hubiera parecido insoportable y pedestre después de Prozession que por fin había podido escuchar tranquilo mientras Ludmilla ovillada en el sofá seguía la música a su manera, es decir leyendo poemas de Lubicz-Milosz con el que tenía una fijación recurrente.
De a ratos al que te dije le interesaba verlo a Andrés como encaramado en un techo a dos aguas; en otra época hubiera sido capaz de llenar alguna fichita con un acercamiento entre gentes como Andrés y por ejemplo Henry James análogamente a caballo entre el mundo de su generación y las primeras sacudidas a base de teléfono, automóvil y Guglielmo Marconi. Pero ahora le interesaba más otro tipo de situación limítrofe en alguien como Andrés; era al nivel de la conciencia que ese estar a caballo en la propia vida provocaba conductas autofágicas, verdaderas carnicerías de catoblepas, tentativas casi siempre irrisorias de fractura en el plano del lenguaje, de la vida de relación, de las corrientes ideológicas, todo lo cual tendía a volverse un tanto difuso, momento que el que te dije aprovechaba para levantar la lupa y murmurar algo así como espera que te agarre Mao y ya vas a ver si Trancine o si la liberación sentimental o si tu sillón con audífonos estereofónicos.
A mí todo eso me parecía tan evidente como al que te dije, sobre todo después del sueño de Fritz Lang que de alguna manera absolutamente incomprensible era al mismo tiempo una forma diferente y oscura de ese callejón sin salida pero con el doble nombre de Ludmilla y Francine. En esa oscuridad total todo era clarísimo, porque en esos tiempos yo me estrellaba diariamente en la tozuda necesidad de liquidar la línea recta como la menor distancia entre dos puntos, cualquier geometría no euclidiana se me antojaba más aplicable a mi sentimiento de la vida y del mundo, pero cómo hacerles entender eso a Ludmilla o a Francine, de tanto vagar y esperar no iba quedando más que náusea y frustración, los reproches siempre dentro de líneas ortodoxas, los remordimiento y el mal gusto en la boca del esclavo de su bautismo occidental y pequeñoburgués, la sensación de que había algo por hacer y que no había sido hecho, una tarea derogada, la mancha negra entre el momento en que el camarero me llevó a la sala donde me esperaban y el momento en que volví a salir, sabiendo algo que me había olvidado, debiendo hacer algo que no podría hacer puesto que no me acordaba. Así diariamente y por supuesto el superyó vigilante, la superestructura de lo diurno instalándose a codazos, el hombre a caballo sobre el techo tratando de abarcar el mundo Ludmilla y el mundo Francine (y más, mucho más que eso, una rosa de los vientos total que trizara toda noción localizable del horizonte) hasta tocar alguna vez con la mano del más extremo deseo un mundo Ludmilla Francine, y por supuesto a cada paso el topetazo de lo binario, la inconciliable vista doble desde el techo a dos aguas.
—Sabes —dijo Andrés sirviéndole más vino a Ludmilla, guardando el disco de Prozession, buscando la pipa—, sabes, polaquita, de muchacho me fascinaba esa cosa tan idiota que es andar a caballo, avanzar asistiendo casi simultáneamente al desplazamiento del doble paisaje lateral, rancho a la izquierda, alameda a la derecha, tapera a la derecha, arroyito bonito a la izquierda, y adelante casi nada, las dos orejas del caballo, el horizonte que ya de lejos empieza a situarse a izquierda o derecha, uno sabe que en algún momento ese ombú central pasará a la izquierda mientras la lechucita parada en el tronco seco será una lechucita diestra a pesar de su inmerecida leyenda.
Ludmilla había cerrado su libro de poemas lituanos y me miraba con ojos todavía un poco perdidos en un mundo de imágenes que poco tenían que ver con lo que estaba viendo, con ese hombre de vuelta de una música de Stockhausen y una rumia desganada, porque mira, Lud, lo terrible no es elegir, cada día la gente elige más, es fatal, vos vas a lanzarte a la Joda y yo he tomado partido por los países árabes, cum grano sablis, es cierto, y sólo mentalmente, es todavía más cierto, lo difícil o riesgoso no es eso aunque suponga toda clase de problemas y el mío con los países árabes sea particularmente arenoso, la joroba de toda separación de aguas, hijita querida, es que sólo los ingenuos creen que se corta con cuchillo, que esto queda aquí y esto allá. Desde luego no entendes una palabra de lo que te estoy diciendo, polaquita.
—Cómo querés que te entienda —murmuró Ludmilla acercándose y metiéndome las manos en el pelo hasta que sus uñas me rascaron como a un gato, cosa que siempre me ha producido un placer extremo—, si empezás a hablar al final del túnel, pájaro espantoso. Y sin embargo mira si soy inteligente, yo creo que te sigo y que no necesitas sacar el mapa Michelin.
—En sí no es difícil, Ludlud, estaba pensando que el problema de elegir, que es cada vez más el problema de este roñoso y maravilloso siglo con o sin el maestro Sartre para ponerlo en música mental, reside en que no sabemos si nuestra elección se hace con manos limpias. Ya sé, elegir es mucho aunque uno se equivoque, hay un riesgo, un factor aleatorio o genético, pero en definitiva la elección en sí tiene un valor, define y corrobora. El problema es que a lo mejor, y estoy pensando en mí, cuando yo elijo lo que creo una conducta liberatoria, un agrandamiento de mi circunstancia, a lo mejor estoy obedeciendo a pulsiones, a coacciones, a tabúes o a prejuicios que emanan precisamente del lado que quiero abandonar.
—Blup —dijo Ludmilla que siempre decía eso para alentarme.
—¿No estaremos, muchos de nosotros, queriendo romper los moldes burgueses a base de nostalgias igualmente burguesas? Cuando ves cómo una revolución no tarda en poner en marcha una máquina de represiones psicológicas o eróticas o estéticas que coincide casi simétricamente con la máquina supuestamente destruida en el plano político y práctico, te quedas pensando si no habrá que mirar de más cerca la mayoría de nuestras elecciones.
—Bueno, más que mirarse el ombligo como estás haciendo vos, lo que habría que intentar es una especie de superrevolución cada vez que se dé el caso, y estoy de acuerdo en que se da todos los días.
—Claro que sí, Lud, pero habría que mostrar mejor esa infiltración de lo abolido en lo nuevo, porque la fuerza de las ideas recibidas es casi espantosa. Lonstein, que como sabes ha hecho un arte de la masturbación aunque creo que nunca te habló del asunto, me mostraba un texto científico Victoriano con la descripción de los síntomas del niño pajero, que es exactamente la que nos hacían nuestros padres y maestros en la Argentina de los años treinta. Cara ojerosa, piel amarillenta, palabra tartamudeante, manos húmedas, mirada débil y evasiva, etcétera; el cuadro persiste seguramente hoy en la imaginación de mucha gente, aunque la mutación generacional no tardará en liquidarlo. Lonstein se reía porque no solamente él no respondió jamás a ese cuadro entre los once y los quince años, sino porque se acuerda muy bien de que en ese entonces se consideraba una excepción milagrosa y estaba contentísimo de que su viejo no pudiera pescarlo por ese lado; es decir que si te fijas bien, en él había finalmente una aceptación del cuadro clínico tradicional que lo llevaba a imaginar su caso como una excepción privilegiada.
—Yo una vez a los once años me masturbé con un peine —dijo Ludmilla—. Carajo, casi acaba mal, debo haber estado loca.
—Los peines son para que los niños buenos les pongan un papel de seda y entonen alegres melodías, no se te olvide. Y ya que estamos en la sexología, el libro en cuestión alude a otra cosa que siempre me llamó la atención en las novelas libertinas de Sade para abajo, y es la historia de la supuesta eyaculación en las mujeres/¿Eyaculación en las mujeres?/Eso, querida, se diría que nunca leíste Juliette o su numerosa progenie./Sí, bueno, no Juliette no porque no la conseguí, pero sí Justine./Es lo mismo en bastante menos, pero también allí las mujeres eyaculan, y las razones profundas de esta convicción compartida por todas las eminencias médicas de la época es otro problema que toca a la discriminación sexual y a la primacía de un mundo masculino que se vuelve modelo a imitar, y así la mujer acepta o acaso inventa una eyaculación propia que a su vez el hombre da por supuesta desde el momento que es él quien impone el modelo./Las cosas que sabes./Yo no, un tal Steven Markus que es un águila, pero no se trata de eso sino que un día hablando con un violinista francés amigo de confidencias libidinosas, me contó de una de sus amantes, una caucásica misteriosa llamada Basilique, y me dijo que hacía el amor con tal frenesí que al final eyaculaba de una manera que le dejaba los muslos completamente empapados./Blup./Date cuenta, ese muchacho sabía mucho más que yo de mujeres y sin embargo parecía creer que Basilique era tan sólo la manifestación suprema de algo que él daba por supuesto en todas ellas. No me animé a plantearle el problema pero ya ves cómo ciertas creencias pueden saltar la barrera y seguir actuando del lado opuesto, nada menos que en un tipo que se las sabe todas. Me pregunto si las cosas que quisiera cambiar en mí no las estoy queriendo cambiar sin que en el fondo nada cambie gran cosa, si cuando creo elegir algo nuevo mi elección no está regida secretamente por todo lo que quisiera dejar atrás.
—En todo caso elegís, y cómo —dijo Ludmilla, y se la sentía como un trapito que se va plegando en dos, en cuatro en ocho. La besé y le hice cosquillas, la apreté hasta que protestó, siempre pensando, siempre hablando, siempre Andrés duplicado,
salido de él mismo, besándome, haciéndome cosquillas, apretándome hasta que protesto, siempre pensando, siempre hablando, escúchame, Ludlud, ya sé que todo esto es Francine, escúchame, Ludlud, yo salgo a buscar, necesito salir a buscar, entonces Francine o aquel viaje a Londres en que te dejé plantada porque tenía que estar solo, pero todo estaría en saber si realmente busco, si salgo a buscar de veras o si no hago más que preferir mi herencia cultural, mi occidente burgués, mi pequeño individuo despreciable y maravilloso.
—Ah —dijo Ludmilla—, ahora que lo decís yo no creo que vos hayas cambiado gran cosa desde que empezaste a salir, como decís. Más bien al revés, entonces quod eram demostrandum, toma.
—Hm —dijo Andrés buscando la pipa, lo que en él era siempre una técnica dilatoria—. ¿Por qué entonces has cambiado vos?
—Porque me decepcionas, porque sos inautèntico, porque en el fondo sabes muy bien que no querés cambiar nada, que esa pipa será siempre tu pipa y guay del que se meta con ella, y al mismo tiempo estás dispuesto a hacer pedazos esta casa de la misma manera que estarás haciendo pedazos la de Francine, porque cada golpe allí o aquí repercute viceversa sin que necesitemos telefonearnos para saber las novedades.
—Sí —dijo Andrés—, sí, Ludlud, pero son dos casas, y siguiendo tu metáfora trata de comprenderme, dos casas son dieciséis ventanas y no ocho, son un gusto diferente de las salsas, una luz que mira al norte y otra al oeste, esas cosas.
—A vos en todo caso no te está sirviendo de mucho tu ubicuidad y tus dieciséis ventanas, vos mismo lo estás sospechando, pero entre tanto hay cosas que ya no serán nunca lo que fueron.
—Quise que comprendieras, esperé una especie de mutación en la forma de quererse y entenderse, me pareció que podíamos romper la pareja y que a la vez la enriqueceríamos, que nada tenía que cambiar en los sentimientos.
—Nada tenía que cambiar —repitió Ludmilla—. Ya ves que tu elección no quería cambiar nada profundo, era y es un juego, lujoso, una exploración alrededor de una palangana, una figura de danza y otra vez de pie en el mismo sitio. Pero en cada salto has roto algún espejo, y ahora salís con que ni siquiera estás seguro de que los rompes por cambiar algo. No hay mucha diferencia entre Manuel y vos.
—Una cosa es útil en esta conversación, polaquita, y es que vos la desacralizás rápidamente, la traes del lado de Manuel, por ejemplo. Tenés tanta razón, yo problematizo al cuete, y para peor dudo del problema mismo. No me tengas lástima, sabes.
Ludmilla no dijo nada pero me pasó una vez más la mano por la cara, casi sin tocarme la piel, y era algo que precisamente se parecía tanto a la lástima. En fin, cómo saber cuál de las dos me tenía más lástima porque también Francine se quedaba mirándome de a ratos como alguien que quiere consolar y se dice que es inútil porque no hay ni siquiera desconsuelo, hay esa otra cosa sin nombre que yo no puedo dejar de buscar o de ser, y así da capo al fine. Nada acababa ahí puesto que todos teníamos razón, nuestra razón. Nada acababa ahí pero nada parecía empezar tampoco; al extremo de cada diálogo con Francine, con Ludmilla, se abría un nuevo plazo precario donde caricias y sonrisas eran como habitantes furtivos y corteses, andando en puntas de pie; convencerse, entonces, convencerse (y no, imposible aceptar eso: seguir sobre el techo hasta el final, romperse la crisma pero seguir a caballo sobre dos aguas, sobre dos mundos, queriendo hacerlos uno solo o diez mil), convencerse entonces de que TRIÁNGULO: Figura formada por tres líneas que se cortan mutuamente. No. Aunque se corten, y vaya si se cortan antes y después de las caricias. No. Euclides, no, carajo.
Casi increíble que tanta gente extranjera se pueda reunir en un departamento de París sin que la portera vaya juntando presión a medida que diversos sujetos se constituyen y en su gran mayoría preguntan por mosiú Lonstein como si su nombre no figurara en el tablero de entrada, sin contar que las tales preguntas suelen ser hechas en un lenguaje que pocas porteras francesas se dignan interpretar, pero en este caso sucede que la gorda no solamente no arma el menor lío sino que está contenta y plácida," por ejemplo a Oscar y a Gladis que llegan por primera vez les muestra la escalera en el fondo del patio y los acompaña hasta el primer rellano, comentando que seguro es el cumpleaños del señor Lonstein y que está muy bien que de tanto en tanto la gente cumpla años porque pocas son las alegrías que nos quedan con tanta guerra y las inundaciones del sábado en el valle del Loire donde vive su madre rodeada de árboles frutales, dése cuenta qué desastre. Oscar, por supuesto, se queda de atacante, este desborde oratorio, y le toca a Gladis ir intercalando los oh oui, bien sûr, mais certainement, seguidos de diversos merci beaucoup, vous êtes gentille y otros lubricantes de una sociedad en la que nadie se cruza con otro en una escalera sin pedirle perdón, te juro que es cierto, dice Gladis mientras tocan el timbre, vos me estás tomando el pelo, nena, aunque debo decir que la de manos que llevo estrechadas en lo que va del día so pretexto de cualquier cosa es algo que me ha dejado más bien atónito.
La pobre gorda se equivoca en lo del cumpleaños del rabinito, pero no tanto porque al final eso es una especie de fiesta aunque se ignoren las razones que la desencadenan (ahí vienen Gómez y Monique haciendo temblar la escalera con zapatos, exclamaciones y risotadas totalmente desprovistas de sentido); en todo caso y a lo largo de la tarde Marcos y Heredia se han dado una vuelta por lo del rabinito, los contéiners han sido debidamente desforrados y los dólares ya esperan su hora en algún otro lugar de París, de manera que si las hormigas intentan algún reconocimiento no encontrarán más que botellas de vino y latinoamericanos en todos los rincones; al que te dije, uno de los primeros en llegar, le da la impresión de que la gorda ha acertado y que es eso un cumpleaños, probablemente del hongo que sigue siendo el tópico mayor de la conversación del rabinito, pero al poco rato las cosas se le complican al que te dije porque la simultaneidad no es su fuerte y bien se sabe que en las reuniones hispanoparlantes no se trata en absoluto de escuchar sino de hacerse oír, herencia española ineluctable, con lo cual la única metodología posible es falsear como siempre la realidad y adaptar lo simultáneo a lo sucesivo con las presumibles pérdidas y errores de paralaje. Pero vos mirame a ésos, dice Lonstein lúgubre, uno los invita para algo importante y de lo único que se les ocurre hablar es de la Joda, hace una hora y media que están discupishando sobre el kidnápin del Vip. ¿Pero vos no estabas enterado?, se asombra el que te dije. Ma sí, che, pero que ese asunto lo solventen en horas de oficina. En fin, ya que les albergué el pingüino bien puedo aguantarlos un poco más, no te parece. Hablando de pingüinos, dice Gladis después de una gran distribución de besos, no sé si vieron la noticia. La naturaleza imita al arte, wildea Patricio ya enterado, pero no así Gómez y Monique que de acuerdo a costumbres bien establecidas se dejan caer de traste al suelo para reírse a gusto, y Ludmilla, que a su turno lee la noticia, se acuerda de que Andrés es acaso el inventor de una definición de las Malvinas que también la hizo reír en su día: Islas de mierda, llenas de pingüinos. Habría que darle la noticia al principal interesado, dice Susana, aunque por el momento lo único que lo apasiona es jugar con Manuel en la bañadera. En mi bañadera, dice el rabinito, empapando mis toallas y salpicando mis azulejos. Vos te das cuenta, agrega mirando rabioso al que te dije, uno los invita para ver el hongo y todo acaba en repugnantes naumaquias. No sé si se dieron cuenta de que con el tratado el pingüino se salva del servicio militar, dice Patricio, y que gozará de beneficios fiscales y aduaneros. Si hubiéramos sabido no armábamos tanto lío en Orly, dice Oscar. Y si alguien como por ejemplo Lonstein empezara a echar tragos, dice Gómez. Hay vino y soda, dice adustamente Lonstein. Entonces el que te dije se va a su rincón neutral, que es en cualquier parte aunque ni siquiera sea un rincón, y desde ahí se los queda mirando y escuchando, esa gente que conoce y quiere, esa gente de su tierra charlando y riendo, cada vez más metida en algo que va a reventar y que no tiene nada de divertido, nada que ver con pingüinos y coincidencias cablegráficas y vino con soda. Como siempre el problema es comprender sin simplificaciones deformantes, y acaso hacer comprender, pero esto último no le importa demasiado al que te dije, que se limita a mostrar lo que cree cierto y real e incluso necesario, sin las puestas en escena de rigor para esas cosas. ¿Cómo hubiera contado algo así un tipo como Grosso, el de la historia? Grossianamente hablando, el cabildo cerrado había empezado desde antes, primero en minoría con Marcos y Heredia ocupados en desforrar los contéiners y fletar a Lucien Verneuil con los dólares; después cayeron Patricio y Gómez, y cuando Oscar llegó sin alfajores pero descansado, se pudo hablar en detalle de lo que cerraría la fase operativa el viernes por la noche. Estaban a lunes, noche de hongos y vinacho más bien aguado; el martes no te cases ni te embarques pero en cambio un gran día para cambiar simultáneamente los dólares en unos veinte bancos y agencias, tarea a cargo del grupo aborigen mandado por Roland y Lucien Verneuil, dado que cuanto menos sudamericano se acercara a las ventanillas, mejor, las hormigas no eran lerdas para fichar a los morochos y trabajaban con un cierto cierre de ojos de la policía francesa, lo que complicaba la cosa por el lado de los bancos. A Patricio le tocó explicar una serie de maniobras previas que se sucederían a lo largo y lo ancho del miércoles y el jueves, y estaban ya llegando al viernes por la mañana cuando retumbaron las puertas de la morada del rabinito, que las abrió más bien espantado para dar paso simultáneo a Ludmilla y a Susana, esta última dejando prácticamente caer a Manuel para colgarse del pescuezo de Heredia, mientras Heredia miraba de reojo a Marcos con inequívoca referencia a Ludmilla que acababa de seducir al joven estudiante en la escena segunda del último acto, telón y un taxi sin sacarse el maquillaje, de manera que estaba extraña y lindísima y Marcos la miró y después le guiñó un ojo a Heredia para que siguiera explicando lo del Vip sin problema, cosa que Patricio y Gómez aceptaron raspando porque era Marcos y a lo mejor también porque era Ludmilla. Calmar a Manuel llevó sus cinco minutos, este niño se excitaba terriblemente apenas se sentía el centro del universo como más o menos todo el mundo pero con más inocencia todavía, y el cabildo cerrado se abrió como por encanto después del cuarto intermedio destinado a llenar la bañadera y hacer las presentaciones entre Manuel y el pingüino turquesa, que instantáneamente procedieron a desentenderse de la Joda y entablar un baño seguido con particular delicia por las mujeres mientras el cabildo reabría la sesión y le tocaba a Gómez precisar algunos detalles de la gran Joda, a saber: 1) El Vip y la Vipa, su legítima, saldrían de una cena semioficial antes de medianoche; 2). La protección del Vip, a cargo del Hormigón (elementary, my dear Watson) consistiría casi seguramente en la presencia de dos hormigachos en el auto, uno como chófer y el otro por las dudas y también armado; 3) La zona era buena, cerca del Parc Monceau; 4) La hora también era pasable; 5) El itinerario para la intercepción y la salida de París no presentaba dificultades circulatorias a esa hora; 6) Los distinguidos ex representantes del zoo de Vincennes, reintegrados a actividades más afines a su naturaleza, tenían todo listo para recibir al Vip en un lugar suburbano que respondía al estrepitoso nombre de Verrières.
—Pasen a ver el hongo —propuso Lonstein que se aburría enormemente.
—¿Y la Vipa? —dijo Oscar.
—La traemos de vuelta a París apenas compruebe que el huésped ha sido dignamente alojado y que nadie le va a hacer lo que a él le gustaría hacernos a nosotros —dijo Marcos—. De paso cañazo, será ella la que dé la noticia a los diarios para que se suelte la gran Joda. Con vos y con vos tengo que arreglar algunas otras cosas, pero por ahora lo principal es eso.
—Qué te parece si me los paso al cuarto —le dijo Lonstein al que te dije—. Cuarto intermedio, ofcors. ¿Son gustosos de un vinito los de la logia Lautaro?
—Sí señor —resumió Gómez—, pasemos al ambigú, caballeros.
—Tuve que sacarlo de la bañadera —anunció Susana que llegaba chorreando espuma de jabón— el pingüino se excita demasiado porque Manuel quiere lavarle la barriga.
—Venga con su tío —dijo Marcos atrapando al vuelo a Manuel desnudo y reluciente, que más bien aspiraba a treparse a las rodillas de Gómez alarmadísimo por la raya panameña de sus pantalones—, Che, este pibe está cada día más cabezón.
—Tu abuela —dijo Susana, y las coéforas hinchas de Manuel, viz. Monique, Ludmilla y last but not least Gladis: Envidioso, ya te quisieras unos rulos así / Unos ojitos / Y esa trompita / Mírame esas patitas qué amor / y Manuel encantado del hico caballito vamos a Belén, prendido de Marcos como un domador en un bagual, que mañana es fiesta y pasado también, y sobre todo el viernes, pensó Marcos dejándose rebenquear por el domador pampeano, echándole un vistazo a Ludmilla que después de colaborar con las coéforas se había replegado al sillón preferido del rabinito que la miraba disgustado pero que lo mismo le trajo un vaso de vino y algo que debía ser un sándwich de queso aunque más bien parecía un secante. Desde el baño vino un graznido terrible y Gladis se precipitó a abrir el paquete de pescado que había traído como buena conocedora, la reunión empezaba a tomar un ritmo resueltamente ameno.
El sillón era como para una vaca, perdida de estopa y vino tinto Ludmilla escuchaba los últimos flecos de la Joda pero incluso después, cuando se hablaba pingüino o performances de Carlos Monzón, siguió preguntándose cómo Marcos y los otros podían tenerle confianza hasta ese punto: viernes, Parc Monceau, hormiguchos, Verrières, todos los elementos. Los moldes rigurosamente emanados de tanta novela de espionaje se amontonaban para convencerla de que no podía ser, que Marcos se había estado divirtiendo con Patricio y Gómez; tal vez más tarde, a solas, hablarían de veras. En algún momento Marcos se le acercó, se agachó a su lado con dos vasos de vino y el pitillo en la boca.
—¿Por qué no vino Andrés?
Esto sí lo decía en voz baja, sólo para ella, fuera de la Joda; todavía más absurdo, pensó Ludmilla.
—No quiso venir. Hablamos de un montón de cosas, y se fue a la calle.
—Pero le dijiste lo de esta tarde. Ah. Entonces está bien; si no quiso venir es cosa suya.
—No entiendo —dijo Ludmilla en voz muy baja, aunque de todas maneras la macumba de las coéforas con Manuel (y Heredia ya mezclado y contentísimo de menearse) los aislaba y protegía—, no entiendo nada, Marcos. Eso que acaban de decir Patricio y los otros, eso del viernes.
—Sí, polaquita.
—Pero yo, Marcos, cómo es posible que vos...
—No importa, polaquita. Vos no sos de la Joda pero ya ves, hay cosas que cada uno sabe a su manera, y esta vez yo sé lo que hago. No te creas obligada a nada, con cerrar la boca basta. Porque eso sí, ahora ya no podes hablarle de esto a Andrés.
—Claro.
—Lástima —dijo bruscamente Marcos—. Pensé que él iba a venir, en ese caso me hubiera sentido tan seguro como con vos.
—Tenía que ser —dijo Ludmilla—. En algún momento tenía que pasar, ahora él está de un lado y yo del otro. Parece broma pero estuvimos hablando de eso toda la tarde, quiero decir de separaciones, de distancias. Y ahora me toca a mí hacerme a un lado.
—Lástima —repitió Marcos—. Pero algo sé de eso yo también, mi mujer es secretaria de un ministro en Buenos Aires.
—Ah.
—No estés triste, polaquita. Si te olvidas de lo que oíste y volves a tu casa como si nada, me parece perfecto. Ahora si lo que te expliqué esta tarde y lo que estás escuchando cuenta para vos, mejor. Ya ves que me tomo el trabajo de detallar las dos posibilidades.
—Yo me quedo con ustedes, Marcos.
—Está bien, polaquita. Ma si, ma sí, escorchón, el hongo no se va a marchitar por media hora más o menos.
—El momento es propicio —dijo Lonstein—, porque a partir de medianoche declina la fosforescencia fúngica. Si ya la terminaron con la logística, pasen al ambiente.
El ambiente era la pieza de al lado, tan rasposa como la primera. Cuando Ludmilla se autoextrajo del sillón, Marcos se quedó a su lado como si todavía quisiera decirle algo, hasta que las coéforas los arrollaron con Manuel medio dormido pero todavía capaz de volcar vasos y meterse puchos en las orejas. Heredia fue el primero en callarse cuando entraron en el ambiente, irónicamente la idea del hongo lo ganaba como un viraje a otra cosa, pasar de la primera pieza al ambiente era algo más que un desplazamiento físico entre risas y chistes, las coéforas y Manuel habían bajado la voz, Oscar miraba a Gladis con los ojos del recién llegado, buscando una explicación que Gladis no podía darle; Patricio y Gómez, más cancheros, se limitaban a meterse las manos en los bolsillos y hacerse los serios. En cuanto al que te dije estaba ocupado como nunca en la tarea de ordenar todo aquello, que no era fácil. En fin, digamos
Lonstein al lado de una mesa la mesa
en el fondo del ambiente
el ambiente en penumbra
no sillas no muebles
un haz de luz verdosa
bajando del cielo raso
y proyectándose sobre
el contenido de una macetita
puesta sobre un plato de té
el hongo en el centro de la macetita
vertical cilíndrico violáceo cabezón pero no demasiado
inevitablemente fálico tópico
fosforesciendo débilmente
bajo el estímulo verdoso fotofílico
No se le acerquen mucho, mandó Lonstein, el ázoe y el humo de los fasos lo dañan. Un hongo, dijo Heredia, aquí no faltaban más que los alucinógenos. Este hongo no tiene nada de alucinógeno, dijo indignado Lonstein, es un lapsus prolapsus igneus como cualquiera sabe, y considerablemente venenoso. ¿Pero esto qué es, una especie de ceremonia?, murmuro Oscar. Ni siquiera, dijo Gómez, apenas una pérdida de tiempo. No seas tonto, dijo Monique, bien podemos divertirnos un rato. Si se trata de divertirse yo podría estar pegando las de Marruecos o la nueva serie de Finlandia, dijo Gómez. Oscar seguía sin entender, todo le caía por la cabeza en tan pocas horas y ahora este hongo, claro que Lonstein era de confianza y cualquiera puede ser loco a sus horas, y algo así debía estar pensando Marcos porque miraba a Lonstein con una cara en la que había como un reposo, un aflojamiento después de lo otro, aunque en la penumbra el que te dije no podía precisar demasiado las expresiones y a lo mejor estaba metiéndose en plena proyección subjetivista. Esta es una buena noche, decía Lonstein, hay un par de rotundas conjunciones de manera que el lapsus crece mejor que nunca. Yo no lo veo crecer, dijo Susana, y las coéforas tampoco, es imposible, las plantas crecen emperceptiblemente, etc. Este hongo no es una planta, hizo notar Lonstein, las plantas son verdes y vulgares, el mero lumpen de la botánica. Si apagan los fasos se pueden acercar un poco más para ver. Pero es sumamente científico, dijo Heredia apreciando la cinta de medir que Lonstein sacaba a pequeños tirones del estuche, la ponía paralela al lapsus y llamaba a Monique como en los escenarios de variedades para que verificase que nada en esta mano y nada en esta otra. Exactamente dieciocho centímetros y dos milímetros, dijo Monique imbuida de su importancia. Vos, la hora exacta, le dijo Lonstein a Marcos. Las doce cincuenta y cuatro veinte segundos maomeno, informó Marcos. Avisamos justo dentro de cinco minutos, los segundos podes dejarlos caer. Era realmente como una ceremonia, Oscar se apretó contra Gladis que se dormía dulcemente de pie como un caballito, encendió un cigarrillo a respetuosa distancia del hongo y se dijo que desde ese momento hasta el viernes, y sobre todo a partir del viernes, las cosas iban a andar rápido y calientes, en todo caso el hongo y Lonstein y la condescendencia más bien extraña de Marcos no lo molestaban, al contrario, había como una alianza inexplicable pero no menos sensible, un encuentro momentáneo y por eso quizá precioso de tantas cosas divergentes o que muchos creían divergentes, Gómez por ejemplo, el hombre de acción que se sentía perdiendo el tiempo, o Heredia que se torcía de risa, pero a Oscar le hacía bien ese absurdo con Iu2 verde y mediciones al milímetro, Lonstein mirando el hongo y explicando que era un caso extremo de multiplicación celular acelerada, yo lo vi nacer en un cantero cerca del río ahí donde les arreglo el jopo a mis apuales. Mis qué, preguntó Heredia. Muertos, dijo Lonstein, está bien, simplificaré para los extranjeros presentes, yo estaba mirando desde un banco, al amanecer me canso del laburo y salgo a respirar, de golpe veo una piedrita que se mueve en el cantero, digo ¡un topo! ¡un topo!, pero no hay topos en París, entonces digo un enorme gusano peludo, una levitación astral, la piedrita da media vuelta y veo asomar el lapsus como un dedo que empuja, nada de crecimiento imperceptible como dicen éstas aquí, un empujón y afuera, eso no podía ser un espárrago, al lado de la morgue imagínate, entonces fui a buscar una lata vieja y un cuchillo y cuando lo saqué con mucho cuidado ya estaba como dos centímetros sobre el nivel del suelo. Cinco minutos, dijo Marcos. Medí, mandó Lonstein, y Monique aplicó minuciosamente la cinta métrica pero cuidando de no tocar el lapsus, es increíble, dijo Monique, diecinueve centímetros justos. Qué te dije, saca la cuenta y deduci el trabajo interno del hongo, dijo Lonstein. Con habernos informado bastaba, dijo Patricio que se dormía parado, la observación ocular no es precisamente enloquecedora. Son todos iguales, protestaron las coéforas, valía la pena verlo, es un hongo extraordinario, un fenómeno científico, pero ninguna decía que era hermoso, que crecía como lo que todas estaban pensando, y naturalmente fue Heredia el encargado de establecer la analogía, es justamente lo que me pasa a mí cuando veo una buena minifalda, el lapsus crece en seguida, gran festejo de las coéforas. Les hablas de pija y se alborotan, dijo Lonstein resentido. Pija colorada y concha peluda, dijo Ludmilla ganándose al mismo tiempo el respeto de Heredia y la estupefacción de Oscar que salía de su semisueño contra Gladis que entraba en el sueño completo, con lo cual brusca vuelta a la risa, movimiento de repliegue porque el ambiente era un tanto depresivo con su penumbra y su luz verde, o a lo mejor el hongo producía emanaciones soporíferas, mejor seguir tomando vino en la otra pieza donde Manuel dormía en una alfombrilla chupándose tres dedos.
—No se debe perder de vista el hongo —!e dijo Lonstein al que te dije—, vos me entendes.
La verdad era que el que te dije no entendía gran cosa, pero Lonstein lo seguía mirando con una insistencia irónica, y al final fue como si el que te dije y Oscar cada uno por su lado estuviesen comprendiendo mejor lo que pasaba (y Marcos también, pero Marcos lo había entendido desde un principio, desde la llegada de Lonstein a la Joda, de lo contrario el rabinito no hubiera tenido acceso a algo que en la praxis le iba demasiado grande), y por eso más adelante cuando el que te dije me contó la visita al hongo yo estuve de acuerdo con él y pensé que Marcos sabía ver las cosas desde más de un lado, que no era el caso de los otros orientados resueltamente hacia la Joda. En esa comedia idiota había acaso como una esperanza de Marcos, la de no caer en la especialización total, conservar un poco de juego, un poco de Manuel en la conducta. Vaya a saber, che. Capaz que tipos como Marcos y Oscar (del que fui sabiendo cosas por el que te dije) estaban en la Joda por Manuel, quiero decir que lo hacían por él, por tanto Manuel en tanto rincón del mundo, queriendo ayudarlo a que algún día entrara en un ciclo diferente y a la vez salvándole algunos restos del naufragio total, el juego que impacientaba a Gómez, la superfluidad de ciertas hermosuras, de ciertos hongos en la noche, de lo que podía dar todo su sentido a cualquier proyecto de futuro. Desde luego, pensó el que te dije que se creía obligado a intervenir para la síntesis final, poca gente de la Joda, de todas las grandes y pequeñas Jodas de la tierra comprenderían a tipos como Marcos o como Oscar, pero siempre habría un Oscar para un Marcos y viceversa, capaces de sentir por qué había que estar con el rabinito a la hora de pasar al ambiente para ver el hongo.
Con todo eso parecía que ya se iban y fue entonces cuando naturalmente se quedaron una hora más, algunas coéforas dormidas en donde podían, los otros prendidos al vino y a las informaciones de Heredia, a esa hora Lonstein apagaba casi todas las luces por razones que los otros presumían talmúdicas, los bostezos del rabinito eran ignorados o simplemente imitados mientras Rosario, el encuentro del ñato Pérez con los del PROM en Honduras, las novedades londinenses o uruguayas, y la mejor de todas
a la vez que Oscar y Marcos defendían celosamente sus vasos de vino de la soda con que Lonstein pretendía mejorarlo según una receta completamente estúpida de su madre, Marcos explicándole a Heredia y a Oscar algunas de las cosas que deberían ocurrir en las cincuenta y ocho horas siguientes, Oscar semiacostado entre Gladis que roncaba un poquitito nomás y dos almohadones, el codo a lo Trimalción en una pila de viejas Gacelas (de Tucumán), los comentarios sobre el operativo del ERP escuchados como cada vez de más lejos, virando lentamente a otro ángulo, juegos del sueño y la penumbra y el vino, otra cosa en esa modorra donde una luna muy alta y el galope de los caballos en el callejón de tierra, ese ruido para siempre de los cascos arrancando los terrones con un chasquido afelpado, otra vez la visión de la tapia brillante de vidrios de botellas, las muchachas tirando los camisones a lo alto de la tapia para protegerse las manos, el amontonamiento, los gritos, el primer rebencazo, las fugas por los baldíos, nada que ver con esa pieza al otro lado del mundo, con el hongo, y sin embargo, sin embargo, un esfuerzo para saltar a la noticia que Patricio le estaba leyendo a Heredia, y Heredia que bruscamente se sobresaltaba
pero che, decía Heredia con un respingo, yo a Alicia Quinteros la conozco muy bien, y Gómez desde un rincón hoscamente ahora empieza la guía social, éste conoce a todo el mundo. Vayase al carajo (Heredia) y Patricio regocijado mostrándole a Marcos que en el lenguaje del periodista un tacho de basura se transformaba en un tarro conteniendo desperdicios, cuántos tachos de basura desparramados en esos callejones por donde habían huido las muchachas sin nadie que las esperara en un auto («demostraron organización y entrenamiento»), chapaleando en los barriales y escondiéndose en las zanjas de donde las habrían sacado a tirones, alzándolas hasta las monturas por el pelo o por un brazo, insultándolas entre risas y cachetadas, pero era lo mismo, desde su mirador de vino Oscar sentía que era lo mismo, una liberación, una fuga necesaria, chiquilinas de asilo o Alicia Quinteros, lumpen o abogados escapando de la mufa del sistema, corriendo desnudas o entrando sin apuro en el auto que esperaba cronométricamente, enloquecidas de luna llena y músicas de carnaval o respondiendo a un operativo que, leyó Patricio, pone en evidencia el alto grado de organización y entrenamiento de esa célula terrorista. Célula terrorista, rezongó el rabinito, mira que mierdorrea. Estoy segurísimo que la conozco, dijo Heredia, tiene ojos verdes, eso no se olvida así nomás, viejo.
—Yo bajo primero a echar un vistazo —dijo Patricio—, no vaya a ser cosa.
«Tené cuidado», iba a decirle Susana pero se lo tragó, increíbles lugares comunes del sentimiento volviendo como moscas, ridículo imaginar que Patricio iba a largarse a la calle como si nada cuando precisamente se trataba de no mostrarse demasiado a una hora en que ya todo está en calma y el músculo duerme, por lo cual te pueden hacer moco en la vereda sin que nadie abra la persiana como no sea para chillar que ya no dejan dormir a la gente decente, sacré nom de putain de dieu.
Manuel revistaba bastante despierto, arrancado de la alfombra por las coéforas unánimes y envuelto en una bufanda prestada por Lonstein con cargo de devolución, cuando Patricio volvió para avisar que todo estaba tranquilo. Heredia bajó primero, con Monique y Gómez que lo dejarían en su hotel; a ocho peldaños y llevando las dos canastas Marcos y Oscar despedidos por Lonstein con un aire de evidente alivio ante la idea de que se portaran vía los peludos reales y el pingüino turquesa. El resto de las coéforas y Patricio se les juntaron cerca de la puerta, Manuel lloriqueando bajito en brazos de su padre; la rué de Savoie estaba desierta, vieron a Gómez que abría la portezuela del dos caballos y de golpe se volvía hacia ellos y les hacía un gesto en dirección a la esquina de la rué Séguier. Metiéndose en el auto, puso en marcha el motor pero no arrancó. Marcos se detuvo en el portal, dejando a las mujeres y a Manuel en la sombra del zaguán; la canasta del pingüino quedó contra la puerta. Atenti, dijo Marcos, hay lío con Gómez y Heredia, no se muevan. Oscar y Patricio se habían pegado a él y Marcos sacó la cachiporra, dos siluetas cruzaban en diagonal desde la rué Séguier y otras dos parecían esperar más atrás apenas visibles en un portal. Fortunato, dijo Marcos, seguro que lo hizo seguir a Heredia, no son tan giles. Si se acercan al auto hay que meterles duro y rajar. Patricio tenía otra cachiporra, miró hacia atrás donde Susana y Manuel eran un solo bulto con Gladis y Ludmilla. Vamos, dijo Marcos y corrió hacia la esquina. Oscar lo siguió levantándose el cuello del saco, un movimiento instintivo que ya otras veces le había hecho gracia retrospectivamente, la macana era no tener ni siquiera un cortapluma, sintió detrás la carrera de Patricio, ya el primero de los hormigachos estaba forcejando con la portezuela del auto y el otro levantaba algo como para romper el vidrio, pero no se hubiera atrevido, todo eso tenía que pasar lo más silenciosamente posible a esa hora y en ese barrio porque a la primera de cambio podía caer la policía y ésos no reconocían a tirios ni troyanos hasta mucho después, todo el mundo adentro por las dudas, Marcos le cayó por el pescuezo al de la portezuela justo cuando Gómez la abría desde adentro para volver a ganar la calle. Oscar quedó frente a uno de los que venían desde la esquina arrancándose del portal donde habían estado cubriendo a los otros, qué carajo quieren, dijo Oscar, mándense mudar me cago en la puta que los parió hormigachos de mierda, sintió el cachiporrazo en el codo que había levantado a tiempo y mandó la patada con toda su alma y buena experiencia de fútbol en cancha ajena. Patricio se había trenzado con uno de impermeable blanco y rulos, rodaban por el suelo justo cuando Marcos se zafaba de los dos más pegados al auto y les entraba a cachiporrazos, la cara de Monique en la ventanilla de atrás, Heredia que saltaba fuera detrás de Gómez y se enredaba y se iba al suelo, algo le pegó a Oscar en un hombro y lo mandó dando vueltas, dos de los hormigachos corrían por la rué Séguier, Gómez y el primer atacante en el suelo cerca de Patricio y el otro tipo, desde el portal Ludmilla y Gladis no podían distinguir las siluetas, Susana apretaba a Manuel y murmuraba algo, Ludmilla se le puso por delante para impedirle salir por las dudas, vieron a dos que pasaban corriendo delante del portal y tomaban hacia la rue des Grands Augustins, Oscar sujetándose un brazo en la esquina y Gómez y Patricio detrás de los tipos, siempre en silencio, una o dos exclamaciones, una patada en un tacho de basura al pasar, una película muda y rapidísima, Patricio agarrando a Manuel, vamos rápido al auto, pueden volver con otros, corre, Ludmilla y Gladis vacilando hasta ver a Gómez y a Heredia de pie en la esquina, Gómez medio doblado y Marcos contra una pared, inmóvil y como fuera de foco; corrieron hasta la esquina y Marcos hizo un esfuerzo y dijo métanle, no hay que quedarse aquí, Heredia y Gómez saltando al auto con Monique medio cuerpo afuera de la ventanilla mirando a Marcos, qué fue, Marcos, qué te pasa, y Gladis abrazando a Oscar que se frotaba el codo con la mano del brazo sano y el hombro con la mano del brazo lastimado y la reputa madre que los parió si ésta es la ciudad luz me cago en Lamartine, Gómez arrancando a contramano por la rué Séguier hasta el Sena, vamos rápido a tu coche, le dijo Marcos a Ludmilla, está en Grands Augustins, okey, vamos rápido, pero apenas se desprendía de la pared, se tambaleaba un poco y Oscar y Ludmilla lo sujetaron a tiempo, Oscar puteando otra vez porque el codo le dolía hasta las orejas, todo él era codo, una especie de montón de astillas y la reputísima madre que los recontramalparió hijos de puta, dijo Oscar que conocía el valor terapéutico de las puteadas, entonces Marcos se enderezó respirando despacio y fue el primero en caminar sostenido por Ludmilla que no hablaba, no tenía sentido hablar en ese momento, sujetaba por la cintura a Marcos hasta que Marcos la apartó suavemente, ya está, vengan rápido, y a Ludmilla, corre adelante y arranca rápido, estos van a volver, los conozco. Pero no había nadie en la rué des Grands Augustins aparte de uri gato negro que los ignoró minuciosamente, ya Oscar se sentía mejor, estás seguro de que no tenés el brazo roto, avisa, otesdelér, me pegó en el huesito bailarín pero ya va pasando, y Marcos siempre un poco agachado, entrando en el auto junto a Ludmilla que aceleraba el motor, delante estaba el hueco que había ocupado el auto de Patricio, menos mal, dijo Marcos, a esta altura hubiera sido jodido, che. ¿Pero qué querían?, dijo Oscar. Déjalo un momento, dijo Ludmilla arrancando mejor que Fangio, no ves que casi no puede respirar. Qué noche, tango de Bardi, murmuró Oscar frotándose el codo como un pulpo con urticaria, y con esa luna cascabelera, decime un poco si es un escenario. Che, esos hormigachos eran rioplatenses, ponele la firma. Había por lo menos un brasileño, dijo Marcos, Heredia se dio cuenta y le dedicó una pateadura especial, pero el toro le debe haber dejado la cara hecha una baba porque Heredia no encontraba su rincón cuando quiso volver al auto. Y vos, murmuró Ludmilla entrando rauda por la rue du Bac. Yo nada, polaquita, una patada en el estómago de esas que te hacen vomitar la primera comunión, consecuencia respiración difícil y a otra cosa. Vos querés saber lo que querían, yo también, hermano. Pensaron que Heredia y Gómez estaban solos con Monique, entre los cuatro era fácil, eso que llaman un escarmiento, le vamos a enseñar a venir de Londres a armar lío, macaco de mierda, vos ves el estilo. Pero seguro que no era solamente eso, Fortunato también venía de Londres y a lo mejor trajo datos sobre Heredia, de esos que obligan a las grandes medidas, comprendes, cinco costillas rotas o una pierna, hospital para rato. Bueno, váyanse a dormir que se lo han ganado. Espera que me pare justo delante del Lutetia, dijo Ludmilla, me parece que Oscar necesita un whisky doble y bastante esparadrapo. Yo me encargo, dijo Gladis, sobre todo del whisky. Y el pingüino, dijo Ludmilla. Dios querido, dijo Gladis. Que se lo metan en el culo, dijo Oscar. Duele, dijo Gladis.
El gato negro de la rue des Grands Augustins entró por la rue de Savoie, pasó el almacén de la esquina y al llegar al portal se arqueó y cuando se supo estaba en un andamio de la vereda de enfrente, bufando bajito. Del canasto volcado salió el pingüino ligeramente perturbado pero con una clara conciencia de que hacía fresco y que la luna allá arriba era la misma de sus noches antárticas, cosa que le dio ánimos para recorrer la rue dé Savoie hasta la rué Séguier donde un par de manchas de sangre contenían la fórmula rhésus de Heredia y de Patricio, y llevado por el atavismo hídrico se encaminó hacia el Sena costeando el muelle, cruzando la esquina de la rué Gít-le-Coeur y desembocando en la esquina de la Place Saint-Michel donde un borracho y una pareja de enamorados lo vieron y se quedaron como correspondía, y qué te cuento de un médico que pasaba con su auto de atender a una viejecita enferma y que frenó delante del pingüino con lo cual la camioneta que lo seguía le hizo polvo el paragolpes, accidente que en otras circunstancias hubiera provocado los cinco minutos reglamentarios de insultos antes de sacar las tarjetas de las compañías de seguros pero que naturalmente nadie tomó en cuenta porque ya en torno al pingüino había un grupo de noctámbulos absolutamente estupefactos y se oía el pito del vigilante que venía corriendo en parte por el accidente y en parte porque no eran tiempos de descuidarse con lo de los maoístas y la contestación. En el centro del corro el pingüino gozaba de su hora inmortal, agitando las aletas dejaba oír una especie de discurso quejumbroso que ni Gladis hubiera podido traducirle al vigilante paralizado por la carencia de todo parámetro reglamentario en materia de aves exóticas y otras transgresiones.
—Déjame en una parada de taxis y volvete a descansar —dijo Marcos—. Tenés una carucha de cuaresma, polaquita.
—Te llevo hasta tu casa —dijo Ludmilla—. Es por el Panteón, creo.
—Toma por Vaugirard y después te muestro, pero vas a volver a tu casa a las mil y quinientas.
—¿De verdad te sentís mejor? Podemos comprar algo en alguna farmacia, no sé.
—Bueno —dijo Marcos—, comprábamos harina de lino y vos me ponías una cataplasma «n el estómago y me tomabas el pulso.
—Sonso.
Parte de esas cosas las fui sabiendo en su día por Ludmilla y sobre todo por el que te dije a partir del momento en que desando camino por los muelles y regresó a la rué de Savoie sin comprender exactamente por qué, un vago deseo de charlar a solas con Lonstein, una confusión de perspectiva que a esa altura lo hacía acordarse nostálgicamente nada menos que de Capablanca. ¿Sería cierto que Capablanca había previsto todas las posibilidades de una partida, y que una noche había anunciado a su contrincante en la cuarta jugada que le daría jaque mate en la veintitrés, y que lo hizo y no solamente lo hizo sino que después demostró analíticamente cómo no había otra posibilidad? Leyendas sudamericanas, pensaba el que te dije que por lo demás apenas sabía mover las piezas y siempre estaba veintitrés jugadas atrás, pero qué útil poder adelantarse un poco en eso de la Joda porque las cosas eran de una confusión cada vez más palpable. De ahí algunos de los gráficos o dibujos o mamarrachos con los que el que te dije trataba de cazar tantas moscas mentales, besitos Coca y otras variantes, en diversas mesas de café:
Para Oscar, codo bastante hinchado pero esparadrapo y en la cama, whisky tintineante y Gladis desnudita y hecha un copo fragante de atenciones incestuosamente maternales, el sueño que lo iba ganando ya no se diferenciaba tanto de eso que acababa de ocurrir en la rue de Savoie, en cualquier calle con paredes o tapias, todo siempre tan rápido, pegar y que te peguen, putear y que te puteen, la violencia en una zona desconocida de una ciudad desconocida (él tampoco conocía La Plata o casi), un territorio al que lo habían llevado y sacado en auto, con nombres de calles y comercios imposibles de retener; había las hormigas, claro, pero también las hormigas fornicaban parte de esa franja sin nombres recordables, también oran anónimas y se habían perdido a la carrera como los del operativo del ERP o la policía montada persiguiendo a las mujercitas-enloquecidas-por-la-luna-llena; en cuanto a Gladis tampoco podía explicar mucho más, mejor dormirse y dejar que todo se fuera mezclando puesto que no había manera de separar tanta cosa del recuerdo o del presente, pobrecito cómo tenés el codo, hm, no es nada, espera que apago la luz, hm, quédate así, ah no, usted se me porta bien que está lastimado, hm, si no me muevo, así de costado, sos insoportable, déjame, un poquito así, ah Oscar, Oscar, y en algún momento la luna filtrándose por las celosías con los vagos rumores del amanecer en el bulevar Raspail, un tintineo lejano, un grito de borracho o de loco, el sonido casi inconcebible de herraduras de caballo, ya la mayoría habría saltado la tapia, refugiarse en algún lado, perderse en la ciudad, era otra vez la pareja de amigas, la rubia y la morocha abrazadas, el galope de un policía montado, la mezcla informe, los muslos de Gladis pegados a los suyos, la rubia contra la pared del cementerio y el mulato apretándola por la cintura, buscando el cierre relámpago, la celosía cada vez más gris, una luz de prisión igual siempre al alba, una grisalla de tristeza y derrota, una empleada del asilo que abrió la puerta para sacar al exterior un tarro conteniendo desperdicios fue detenida e incomunicada pues se investiga si, y Alicia Quinteros, de ojos verdes según Heredia, siempre la fuga, siempre saltar la tapia sobre los vidrios, siempre la fuga como ahora el sueño del amanecer donde todo se mezclaba, La Plata y París, los telegramas y eso que ya tenía nombres precisos para Marcos y Patricio pero no para él, simples palabras, Parc Monceau, una casa en Verrières, el hotel Lutetia, la esquina de la rue de Savoie. En cambio el que te dije no tenía sueño y conocía París a fondo, de manera que empezó por recoger la canasta con los peludos reales, que a diferencia del pingüino habían seguido los acontecimientos con suelta indiferencia, y los subió de vuelta al piso de Lonstein porque la gorda no estaría para esos espectáculos cuando se asomara a las siete de la mañana. Por supuesto Lonstein se quedó duro al ver al que te dije y especialmente a los peludos que gruñían en la canasta mientras se llevaba a cabo el resumen de los sucesos callejeros.
—Previboludecible —bramó Lonstein—. Patricio no se lució demasiado como boy-scout, y yo de nuevo teniendo que hacer de baby-sitter de estas bestias hediondas, menos mal que el pingüino se las picó. Te informo que el hongo ha llegado a los veintiún centímetros, medida perfectamente standard y aceptable en los mejores círculos. Entra, hay café caliente.
—Gracias, polaquita —dijo Marcos. Abrió la portezuela con un gesto de despedida.
—Me gustaría hacerte un té —dijo Ludmilla.
Marcos no dijo nada pero la esperó al lado del auto y la ayudó a cerrarlo, mirando una o dos veces hacia el fondo de la rué Clovis blanca de luna y hueca de hormigas. Tenés ascensor, es increíble, dijo Ludmilla. Soy muy bacán, che, dijo Marcos, pero ya el departamento tendía a desmentirlo, mezcla de celda monacal y pulpería, con tazas y vasos sucios por todos lados, libros en el suelo y ponchos tapando grietas de las paredes. Eso sí, teléfono que Marcos usó inmediatamente y en francés para dar noticias o instrucciones a Lucien Verneuil y liquidar detalles sobre el cambio de los dólares que en el teléfono se llamaban melones aunque a esa hora parecía difícil que alguna hormiga estuviera escuchando, desde la cocina Ludmilla alcanzaba retazos de frases y buscaba una lata de té como si todo té tuviera que estar en lata para satisfacer su definición funcional y toda conversación telefónica tuviera que ser comprensible y todo lo sucedido esa noche le debiera explicaciones y claves. Idiota, idiota, idiota, triplicó Ludmilla metida de cabeza en un placard, como si no me bastara oír su voz, saber que me tiene confianza, que todos me han dejado oír su voz (Gómez un poco menos, eso sí) y estar ahí mientras discutían lo del viernes por la noche. Mierda, no hay más que tapioca y pedazos de queso, seguro que el té está en el placard de los botines. Pero lo encontró dentro de un frasco que había sido alguna vez de extracto de carne, y pensó que se lo merecía por sistemática, té en lata de té, Joda en moldes de lógica aristotélica, cada cosa en su lugar, como Andrés que estaría durmiendo con Trancine o escuchando discos con el casco estereofónico que había comprado para las noches de insomnio. Pobrecito, pensó vagamente Ludmilla, de golpe Andrés se distanciaba, se empobrecía, no era parte del viernes por la noche, ni se había trompeado en la rué de Savoie. Cuatro años se adelgazaban vertiginosamente con todos sus días y sus noches y sus viajes y sus juegos y sus regalos y sus escenas y sus llantos y sus calidoscopios, no era posible, no era posible. No es posible, dijo Ludmilla en voz alta y buscando la tetera, un árbol no pierde todas las hojas al mismo tiempo, fragilidad tu nombre es mujer. ¿Fragilidad o debilidad? Discusión para traductores, en todo caso su nombre era mujer, este té está apelillado y el tiempo está también apelillado si permite una abolición parecida, me despertaré, es seguro que me despertaré, me dejo llevar por el instante y la alegría, sobre todo por la alegría porque la Joda es alegre y absurda y no entiendo nada y por eso mismo quiero estar, desde luego en esta casa hay cinco frascos de pimienta pero ni un solo terrón de azúcar, ah los machos, los machos, voy a terminar encontrando un preservativo en la lata de los espaguetis.
Marcos se había quitado el saco y con la camisa abierta se frotaba el estómago, Ludmilla vio el enorme hematoma verdoso, rojo en los bordes y con zonas amarillas y azules. Por primera vez se dio cuenta de que le había sangrado la boca, un reguero ya seco le bajaba hasta la garganta; dejando la tetera en el suelo buscó una toalla en el baño, la mojó, se puso a limpiar la boca y el mentón de Marcos que se había echado atrás en un sillón y respiraba despacio, como si le doliera. Ludmilla miró la mancha que se perdía dentro del pantalón. Sin decir nada empezó a aflojar con mucho cuidado el cinturón que se hundía un poco en la carne; una mano de Marcos subió hasta su pelo, lo acarició apenas, volvió a caer sobre el brazo del sillón.
—Estoy trabajando la boex —informó Lonstein previo reparto de grapa en vasos de tamaño natural—. Lo bueno en vos es que de toda la mersa sos el único que no se sobresalta por mis neofonemas, de manera que te voy a explicar la boex para ver si me olvido un poco de esos peludos repugnantes, oílos cómo gruñen. El arranque de la cosa es la fortrán.
—Ah —dijo el que te dije, dispuesto a merecer la buena opinión que acababan de manivocearle.
—Bueno, nadie pretende que lo sepas, che. Fortrán es un término significante en el lenguaje simbólico del cálculo científico. En otras palabras, /formulación transpuesta da fortrán, y eso no lo inventé yo pero encuentro que es una bonita expresión, y por qué entonces no decir boex por bonita expresión, cosa que economiza fonemas, es decir ecofón, no sé si me seguís, en todo caso ecofón tendría que ser una de las bases del fortrán. Con estos métodos sintetizadores, es decir los mesín, se avanza veloz y económicamente hacia la organización lógica de cualquier programa, o sea el orlopró. En este papelito podes ver el poema envolvente y mnemònico que preparé para retener los neofonemas:
Busca ecofón con un mes'in
pero que nunca una fortrán
falte a la cita, si querés
un orlopró de gran coherencia.
¡Boex!
—Parece una de esas jitanjáforas de que hablaba don Alfonso Reyes —aventuró el que te dije con visible fastidio de Lonstein.
—Ya está, también vos te negás a comprender mi escalada a un lenguaje simbólico que se pueda aplicar más allá o más acá de las ciencias, digamos una fortrán de la poesía o de la erótica, de todo eso que ya es pura sémola en las podridas palabras del supermarket planetario. Esas cosas no se inventan sistemáticamente pero si hiciéramos un esfuerzo, si cada uno encontrara una boex de cuando en cuando, seguro que habría ecofón y orilopró.
—Orlopró, creo —corrigió el que te dije. —No, viejo, fuera de la ciencia sería orilopró, es decir organización ilógica de cualquier programa, capta la diferencia; en fin, ya te sequé bastante, de manera que si querés ver de nuevo el hongo no tenés más que pasar al ambiente. Así que se rompieron el alma en la calle con los horminetas y los hormigócratas, a menos que fueran solamente los hormínimos. Ya vas a ver que todo esto acaba mal pero lo mismo está bien, pibe, Marcos es de los que buscan, él del lado de lo que pasa en la calle, claro, y yo más bien en los grafitti de las paredes, pero solamente los imbéciles no se dan cuenta de que todo es calle, che, y Marcos sí y por eso me tiene confianza, cosa que a mí mismo me sorprende más de una vez porque al fin y al cabo qué soy yo, un pescador de esponjas poéticas o algo así, un programador de oriloprones. —En fin —dijo el que te dije—, a mí por desgracia me faltan un montón de mesines, de fortranes y de boex para entender algunas cosas, pero de todos modos me alegro de que veas en Marcos algo más que un programador sin imaginación, ojalá todo lo que haya de pasar responda alguna vez a tus neofonemas o a la llegada del pingüino turquesa, aunque los compañeros Roland o Gómez me acusen como siempre de frívolo, de todas maneras si alguien está vacunado contra esa acusación soy yo.
—Nos harán polvo, es seguro —dijo Lonstein—, las hormigas están para eso y no fallarán. Y sin embargo tenés razón, hay que seguir mostrando la fortrán, una imagen inédita del deseo humano y de la esperanza; como creo que no dijo Bujarin, las revoluciones binarias (quiero decir maniqueas, pero es una palabra que me escorcha desde que La Nación la puso de moda hace veinte años) se condenan antes de triunfar porque aceptan la ley del juego, creyendo quebrarlo todo se deforman que te la voglio dire. Cuánta locura necesaria, hermanito, locura inteligente y entradora que acabe por descolocar a las hormigas. Liquidar la noción de eficacia del adversario como decía Gene Tunney, porque mientras sea él quien la imponga nos condena a aceptarle sus cuadros semánticos y estratégicos. Habría que hacer como en aquel dibujo de Chaval en que se ve una plaza en el momento en que va a salir el toro, pero en vez del toro sale un tremendo gorila, y entonces qué te cuento que el valiente torero y su cuadrilla rajan con el culo a cuatro manos. Ahí está, es un problema de reflejos condicionados, negarse a aceptar las estructuras esperables y lógicas. Las hormigas esperan un toro y Marcos les larga un pingüino, por decirlo de alguna manera. En fin, vení a ver el hongo y hablamos de otra cosa.
Hablando de otra cosa, por ejemplo el recorte que había hecho circular Heredia y que Monique estaba salvando in extremis de Manuel, decidido a metérselo en la boca con claras intenciones masticatorias. Heredia conocía bien a «Cid», que se llamaba Queiros Benjamín y desde Argel le explicaba a una periodista de Africasia una de las operaciones que había dirigido en Río. En ese momento el que te dije no había comprendido demasiado bien por qué en el relato de «Cid» había algo así como un ejemplo. Ejemplo de qué, aparte de su importancia intrínseca. Después, hablando con Lonstein esa madrugada vio más claro lo que para otros parecía una de las tantas actividades guerrilleras. «Cid» contaba una operación contra un tal Almeida, diputado de la mayoría y millonario de yapa, que había representado un botín de setenta mil dólares más treinta mil en joyas, vaya diputado. Uno de nuestros simpatizantes (en traducción de la pobre Susana siempre frita en estos casos) nos hizo saber que el diputado guardaba los dólares y las joyas en una caja fuerte, y que además coleccionaba telas de grandes pintores y se mostraba sensible a la publicidad. Por lo cual le enviamos a una de nuestras camaradas, sumamente seductora (a traducçâo è um mal necessario, había gruñido Heredia, qué es eso de seductora, yo sé muy bien quién es esa nena, llamarla seductora es insultarla a ella y a su madre y a todo el Brasil, porque es el más imponderable monumento imaginable y no necesita seducir a nadie puesto que basta verla para caer de boca contra el suelo, este periodista no entiende ni medio, en fin, seguí leyendo), que se presentó como repórter de Realidad, semanario brasileño de gran difusión. Contentísimo de dar a conocer sus tesoros al mundo, Almeida aceptó encantado recibir a un «equipo técnico» para que fotografiara las obras de arte. Y mientras contestaba a las preguntas, a la vez que servía ríos de whisky, los técnicos fotografiaban los cuadros y yo ubicaba la caja fuerte. En ese momento sacamos nuestras armas. Almeida sufrió una crisis cardíaca. Pero uno de nuestros camaradas era médico, y lo hizo reaccionar rápidamente. Afuera nos esperaba un auto. Los preciosos dólares nos fueron muy útiles para equiparnos más adelante. Y nuestra «víctima» no se atrevió siquiera a denunciarnos. Buen trabajo, dijo Lucien Verneuil. Trabajo, pensó el que te dije, no ve más que eso, trabajo.
—Es tan fácil negar un orden o una lógica —había resumido Francine mirándome desde la gata o la acumulación de sapiencia galorronwna 4- descartes + pascal + enciclopedia + positivismo + bergson + profesorado de filosofía—. Lo malo, Andrés, es que esta noche no estás aquí para negarlo sino por todo lo contrario, algo se quiebra en tu orden, algo falla en tu lógica y el pobrecito lastimado viene a llorar en el hombro de su amiga número dos. Ahora dirás que no, después beberemos café y coñac, madame Franck se irá, bajaremos para que hojees las novedades en la librería, subiremos a tomar más coñac y entonces te sentirás mejor, volverás a ser el hombre marginal, el liberado, me besarás, te besaré, nos desnudaremos, pondrás el velador en el suelo porque te gusta esa penumbra violeta en torno a la cama, mi piel dibujada en el claroscuro (tú lo dijiste la primera vez, esas cosas se fijan), me abrazarás, te besaré, negaremos el tiempo desde la repetición, el viejo sistema. Y estará bien, Andrés, pero tenía que decírtelo de todos modos, no quiero que vengas aquí como si yo no comprendiera lo que te agobia y te desmiente.
—Tenis —le dije—. Singles.
Me miró, un poco perdida detrás del humo de su cigarrillo, esperando. Sí, querida, tenis, singles, primero Ludmilla y ahora vos, la pelota va y viene entre dos raquetas de terciopelo, una vez, otra vez, rozando la red, picando en los lugares más difíciles pero siempre admirablemente recogida y devuelta, vaivén sutil y duro a la vez, dos campeonas sin lástima ventilando la cuestión.
—Está bien, Francine, no he venido a llorar en tu hombro como decís, simplemente te conté lo que pasa; una vez más comprendo que es un error, que hay que compartimentarse y que nada es común en este terreno.
—Nada —dijo Francine—. Si fuera común, Ludmilla y yo iríamos juntas al cine o a las tiendas, te cuidaríamos de la gripe
una a cada lado de la cama, y haríamos el amor como en las buenas novelas libertinas, de a tres, de a cinco o de a siete. Ya sé que no buscas esa clase de comunidad, justamente el que parcela eres tú, el que decide y señala eres tú; no hables de error, entonces, puesto que es la base misma de tu sistema.
—Es decir que debo callarme, aquí y allá, venir a buscarte como si todo se mantuviera inmutable, y cuando vuelvo a mi casa hacer lo mismo, no decirle nada a Ludmilla, desdoblarme sin la menor concesión, matar a una en la otra, cada día y cada noche.
—No es culpa nuestra, quiero decir de Ludmilla y de mí. Es una cuestión de siempre, te repito; ni tú ni nosotras podremos quebrarlo, viene de muy atrás y abarca demasiadas cosas; tu libertad no tiene fuerza, es una mínima variación de la misma danza.
—Coñac, entonces —le dije, harto de palabras—. Digamos que acabo de entrar y que no te conté nada de esto. ¿Cómo estás, querida? ¿Trabajaste mucho hoy?
—Farsante —dijo Francine acariciándome el pelo—. Sí, hubo muchísimo trabajo.
—Vos también me reprocharás que todo lo mire o lo vea desde el fondo del embudo —dijo Lonstein—. El mismo Marcos que me conoce mejor que nadie, me tira a veces la bronca, encuentra que soy demasiado radical. Qué querés, a mí lo que siempre me gustó en el rusito es que realmente vino a meter espada, agarró a Galilea y la dio vuelta como un panqueque; no fue culpa de él si después le fabricaron una iglesia, como tampoco a Lenin le vas a reprochar la Unión de escritores soviéticos, no te parece. La macana son siempre los epígonos, los diádocos o como los quieras llamar. Mira, decime si no es una belleza.
El hongo había alcanzado veintiún centímetros a las cinco de la mañana en punto, y parecía dispuesto a plantarse ahí hasta nueva orden; Lonstein guardó la cinta métrica y regó la base del hongo con un líquido que al que te dije pareció agua aunque con Lonstein nunca se sabía. Entonces, si había comprendido bien, lo que Lonstein quería decir/Vos mira esa fosforescencia azul/Estabas diciéndome que/No es la lámpara, si la apago sigue fosforesciendo, date cuenta/Está bien, si no querés hablar me da igual/La paja, por ejemplo, yo sé que a todos les da bronca que yo me declare pajero, les gustaría un poco de decoro, de discreción, y vos seguro que sos como todo el mundo/Bueno, sí, quiero decir que no me parece un tema fascinante después de los trece años/Graso error, como decía el puntero izquierdo de Benedetti, pero vamos a dejar dormir al hongo que ya bastante se ha roto esta noche y necesita oscuridad; nos cebamos un mate si querés, creo que todavía queda grapa. El que te dije sabía clarito que a partir de ese minuto tendría a
LONSTEIN ON MASTURBATION
y así fue, y para el que te dije todo el problema estaba en guardarse lo que decía Lonstein o repetirlo llegado el caso. Bastante sorprendido de sí mismo se dio cuenta de que llegado el caso lo repetiría, que de alguna manera podía ser necesario repetirlo aunque algunos se santiguaran. No se trata de andar buscando las razones que son muchas, decía Lonstein, para eso están los hijos de Sigmundo, y eso que no siempre son hijos de Siglinda por lo cual se quedan varios cuerpos atrás de Sigfrido, vos perdóname estas evocaciones wagnerianalíticas/Si vas a seguir pretendiendo que te comprenda, dijo enérgicamente el que te dije, te dejas de joder con la boex, los neofonemas y otras contracciones de tus esfínteres semánticos/Lástima, dijo Lonstein, pero en fin. Estábamos en que no se trata de saber por qué me masturbo en vez de cojer, sino de agarrar la cosa por el mango, sin alusión sicalíptica. La pareja, por ejemplo, esa significante universal del erotismo, desde luego que yo la busqué por Florida y por Corrientes como todos cuando era joven, pero me pasó igual que con Titina. Soy un caso extremo aunque nada insólito, es decir que no conseguí integrar la pareja, ni siquiera cambiando cinco o seis veces en otros tantos años. Hasta hice la prueba con un cartero que me traía Sur, revista a la que estaba abonado en esos tiempos, y que tenía diecisiete años, el cartero, claro. Observa mi seriedad científica, la decisión de atacar el problema desde todos sus ángulos. Resultado, la seguridad de que jamás podría vivir en pareja con mujer o con hombre, y que a la vez las mujeres me hacían falta en la amistad y en la cama. El cartero salió paradigmáticamente de mi vida porque la experiencia en vivo me mostró que no me interesaba la relación homosexual, y te diré que incluso me borré de Sur para que no volviera más. Pero la mujer sí, simplemente prescindir de ella y entonces como ya te dije cinco o seis tentativas de juventud, todo muy bien al principio porque de los dos lados técnica de avestruz y gran encanto, no hay defecto que al principio no sea un rasgo interesante y característico que da su peculiaridad a la persona, ni discrepancia que no sea una incitación dialéctica al enriquecimiento mutuo del espíritu, cf. Julián Marías. No me estoy riendo, che, es más que sabido y se dice con esas mismas palabras de rotograbado, pero también es sabido que llega el día en que un defecto es un defecto y se acabó. En este caso lo estadísticamente habitual es aguantarse, pasar al matrimonio y aprovechar lo bueno, que a veces es más que lo malo. Conmigo el sistema no anduvo, hice tres tentativas de pareja y en la tercera tuvimos un hijo y todo, que ahora estudia para que la madre ostente un dentista en la familia, vos sabes que en Villa Elisa el agua favorece la piorrea. Para no hablarte más que de un caso, la segunda vez con Yolanda, a los seis meses las verificaciones recíprocas eran tan obvias que decidimos vivir nuestra vida pero sin separarnos, eran tiempos en que un departamento no se conseguía así no más. Qué te cuento, viejo, era para transmitirlo desde el satélite, íbamos y veníamos por la casa como si el otro no estuviera, pero esto entendelo literalmente y no como cuando una pareja se pelea y hay esas horas incómodas que siguen en que a los dos se les ha pasado la bronca, lamentan casi todo lo que han dicho no porque lo crean falso pero hay el vocabulario y los sobreentendidos y la historia antigua y por ahí hasta un amago de sopapo, de manera que circulan como esos perros después que los han metido en acaroína, eso sí con una buena educación y urta gentileza que es como un monito celeste, querés una taza de té, bueno, pero puedo hacerla yo, no, déjame a mí, bueno, gracias, lo tomamos en el living porque aquí hace calor, es cierto, a esta hora esta pieza se pone, sofocante, vos no crees que se le podría poner alguna especie de aislante térmico, en Claudia vi una propaganda, tracia que la miramos, a lo mejor es la solución, bueno pero primero hago el té, de acuerdo, yo entre tanto riego las plantas del balcón, y así hasta que al final del té viene la sonrisita, odioso, más odiosa vos, vos empezaste, yo empecé porque vos me sacaste el tema de las vacaciones, te equivocas, lo saqué pero no con esa intención, ah bueno, yo creía, ves cómo sos malo, y vos una gallinita peleadora, más gallinita será tu tía, pobre mi tía, apenas llega a lechuza, y a partir de ahí primero la risa, después el besuqueo y después la cama ni qué hablar y está muy bien porque toda pelea bien terminada es un acto preerótico, si lo sabré. Cébame un mate que me sofoco.
—Así que con la Yolanda era distinto —insinuó el que te dije, enemigo de las digresiones y eso que se pintaba solo llegado el momento.
—¿Por qué decís la Yolanda? —se ofendió Lonstein—. Estos porteños han perdido hasta la oreja, cocoliches del carajo. Se llama Yolanda y todavía tiene una mercería en Colegiales, la cuestión es que quise ver si preservábamos la pareja sin siquiera decirnos buenos días, reconoce que en la idea había gérmenes de mutación antropológica. A lo mejor todo podía renacer espontáneamente y a fuerza de no vernos nos veríamos como realmente éramos, pero entre tanto ese departamento parecía un teatro de títeres con uno saliendo y otro entrando, uno comiendo a las doce y el otro a la una, salvo que por ahí a los dos nos daba por comer a la una y cuarto y entonces tendíamos la mesa y cocinábamos al mismo tiempo, había choques terribles porque en una de esas agarrábamos juntos el salero o la sartén, una fracción de segundo decidía quién era el ganador y el otro se quedaba con la mano en el aire, o esa vez que yo estaba defecando y Yolanda entró y al verme anunció después de semanas de silencio: «O te salís o me hago encima», sin que yo pudiera saber si encima significaba de ella o de mí, razón por la cual rajé a medio serete. Fíjate que lo sexual lo habíamos interpretado de la única manera posible en ese tiempo, es decir que para el amor hacíamos falta los dos y eso planteaba un problema, que sin embargo se resolvió un tiempo porque cuando el gran dios ciego y negro clavaba la jabalina, el uno se acercaba y ponía una mano en el hombro del otro, que obedecía inmediatamente. Las variantes, las repeticiones, los caprichos, se expresaban con un primer movimiento que el otro comprendía y acataba; era realmente horrible.
—Ah, bueno —dijo aliviado el que te dije que había tenido la impresión de estar escuchando las confesiones de una araña o de un conejo.
—Fue en esa época, cuando fallamos con Yolanda y ella se volvió con los viejos, que yo empecé a masturbarme organizadamente, ya no como cuando chiquilín. Ahora había otras experiencias bien vividas, un conocimiento tal de los límites del placer, de sus variantes y sus bifurcaciones; lo que muchos toman y sobre todo fingen tomar por un «ersatz» del erotismo en pareja comenzó a convertirse poco a poco en una obra de arte. Aprendí a hacerme la paja como quien aprende a manejar y a dominar un avión o a cocinar bien, descubrí que era un erotismo válido a condición de no acudir a él como mero reemplazante.
—Decime, ¿no te resulta penoso hablar de eso?
—Sí —dijo Lonstein—, y por eso mismo creo que tengo que hablar.
El que te dije lo estudió de perfil, de tres cuartos; Lonstein estaba un poco pálido pero no desviaba los ojos; sus manos se ocupaban de sacar y encender un cigarrillo. Comprendió que no le hablaba por exhibicionismo ni por perversión. «Por eso mismo creo que tengo que hablar.» ¿Por qué por eso? ¿Porque era penoso y a contrapelo de la estantería etiqueteada? Dale, dijo el que te dije, para mí no es precisamente una noche de Cleopatra, cordobés del quinto carajo, pero dale nomás hasta que Febo asome.
En esas horas o esos días —el miércoles o el jueves, ya no estoy seguro— los diálogos en que me tocó entrar fueron de guardagujas, manos de palabras o de gestos movieron lentamente algunas palancas, trenes que antes corrían de este a oeste se torcieron hacia el norte (hubo uno que salió de París para llegar a Verrières, viaje que en condiciones normales hubiera tomado veinte minutos y que esta vez duró días, pero no imitemos a esfinges ya en desuso o —pero esto lo pensó el que te dije— a princesas puccinianas asomando por altoparlantes de hotel); la verdad es que se entra en un diálogo como en un café o un diario, uno abre la boca, la puerta o la página sin preocuparse por lo que va a venir, y entonces boing. Con Ludmilla yo lo sabía pero la mano en la aguja fue demasiado brutal, el tren se metió en la nueva vía con un rechinar de catástrofe en primera página, no sé qué maniobra de frenos hizo el maquinista para evitar el descarrilamiento, si es que lo evitó, esos trenes mentales podían hacerse pedazos en los taludes sin que nadie se diera cuenta. Curiosamente (siempre sale un adverbio para enmascarar algo, eso es seguro) yo acababa de releer textos de René Char sobre los tiempos de la resistencia contra los nazis en el sur de Francia, y entre páginas de diario y poemas se me había quedado en la memoria una simple frase: Certains jours il ne faut pas craindre de nommer les choses impossibles à décrire, y de golpe el que te dije me contaba de su noche con Lonstein y a los dos nos parecía que Lonstein estaba hablando al mismo tiempo de algo concreto que le era necesario decir aunque le costara, pero que eso no se quedaba en el nivel de una confesión puesto que no se proponía como tal dada la clase de tipo que era el rabinito, y más bien tenía que ver con cosas en apariencia lejanísimas y que a mí me hubieran parecido heterogéneas y hasta incoherentes si el que te dije no hubiera insistido, él que las conocía mejor, en ligarlas y concatenarlas, por ejemplo Oscar, el hecho de que Oscar también estuviera en la Joda con una especie de interferencia totalmente desconectada a la luz de principios razonables o de directivas del P. C. Por eso el que te dije empezaba culpablemente a mezclarlo todo, y eso que en algún momento había pretendido separar la hacienda y poner a los tobianos de un lado y a los overos del otro; ahora se daba cuenta de que las cosas no eran separables, en todo caso no lo eran para Lonstein ni para Oscar (tampoco para Marcos, pero Marcos no hablaba mucho a menos que se le fuera la mano en la ginebra como cuando su elogio del entusiasmo, tema que por lo demás había sido Ludmilla, y así íbamos), y en los días en que se franqueó con Andrés las barajas le fueron saliendo mezcladas y Andrés pensó que entre el que te dije y Ludmilla ya no quedaba un solo itinerario de trenes que se pudiera consultar como antes, porque en todos lados las agujas habían movido las vías y del martes al viernes había como una dislocación general del tráfico. Para mí la cosa era personal y no tenía por qué proyectarla a una especie de claridad para terceros, pero el que te dije andaba en otras vías, y la Joda que al principio le había parecido idiota y después divertida pero siempre sencilla y hasta primaria, empezaba a írsele de los dedos como un chorrito de tapioca y por eso lo estaba mirando a Lonstein con un aire más bien desagradable.
De hecho cuando el que te dije me contó la disertación lonsteíniana, yo estuve a punto de entender lo que Ludmilla ya había entendido, lo que Marcos había entendido desde el principio, lo que Oscar estaba tratando de entender desde otro ángulo, lo que tantos otros a lo mejor entenderían alguna vez; pero todavía era temprano, y además estaba el sueño del cine que volvía y volvía con su tábano y su hueco oprimente en la puerta de un salón donde alguien («un cubano, señor») me había esperado para decirme algo; a lo mejor también era temprano para ese sueño, pero entre tanto Oscar tenía razón y no había que tener miedo de nombrar las cosas que era imposible describir, así como Lonstein tenía razón cuando describía para el que te dije tanta cosa que era imposible nombrar. Sin contar que la historia seguía, como era tan fácil comprobar por pocos centavos en un quiosco.
Andrés ya lo sabía, y Ludmilla hubiera podido volver y callarse, o no volver y telefonearle desde lo de Marcos, o no volver y no telefonearle (variantes postales, telegráficas, interposiciones amistosas diversas); cuando entró en el departamento de la rue de l'Ouest era casi mediodía, pero esta vez sin puerros. Andrés dormía desnudo, una mano perdida entre el despertador y otros objetos de la mesa de luz; quizá una pesadilla le había hecho rechazar la frazada y la sábana que yacían teatralmente a los píes y a un lado de la cama, y Ludmilla imaginó un cuadro histórico. Géricault o David, Chatterton envenenado, títulos como «¡Demasiado tarde!» y sus previsibles variantes. Miró un momento ese cuerpo de espaldas, impúdico y como ajeno a sí mismo, le sonrió un silencioso buenos días y entornó la puerta; también ella dormiría pero en el diván del living, después de retirar media docena de discos que Andrés dejaba por todas partes. Con un vaso de leche, envuelta en una bata de Andrés, pensó que tenía que dormir un rato, que a las tres había que ir a casa de Patricio para recibir instrucciones.
El cinturón se había aflojado fácilmente porque Marcos facilitaba la tarea contrayendo el estómago con un gesto de dolor, y Ludmilla había podido soltarle los tres primeros botones hasta encontrar el elástico del slip. Con tal de que no tengas algún derrame interno, había dicho al ver el mapa de Australia azul y verde que seguía hacia abajo. Avisa, poi aquí ta, no ves que respiro sin trabajo, no es más que un machucón. Ya sé, dijo Ludmilla, un paño con alcohol, es buenísimo. Tendrá que ser con grapa, dijo Marcos, porque el alcohol siempre se presenta en esa forma en esta casa. Cuando la besó despacito en la oreja, interrumpiendo el examen científico de la zona vulnerada, Ludmilla apoyó un momento la cabeza en su pecho y se quedó muy quieta. No hablaban, el té se iba enfriando de conformidad con diversas leyes térmicas.
—Que no sea por rutina, Marcos —dijo Ludmilla.
—Yo también lo estaba pensando, polaquita.
Conteniendo la respiración se enderezó despacio, para sacarse los zapatos. Ludmilla lo ayudó, le hizo beber un trago de té y fue a buscar la grapa pero renunció a la idea del paño porque realmente esa grapa olía demasiado a grapa y por que Marcos, caminando despacio, se iba al dormitorio y se sacaba los pantalones y la camisa, en slip se tendía lentamente en la cama y desde ahí le hacía un gesto a Ludmilla que apagó las luces de la cocina y el living y volvió con vasos y la grapa que de todas maneras podría ser utilizada por vía interna. Con un cigarrillo en la boca, Marcos empezó a hablarle del Vip; Ludmilla se había sentado en el suelo, junto a la cama, y veía brillar el pelo enrulado de Marcos contra la luz del velador. Pronto amanecería pero ninguno de los dos tenía sueño. Que no fuera por rutina, que la blusa que Ludmilla se iba quitando mientras Marcos le explicaba lo que iba a suceder el viernes por la noche no fuera una vez más un gesto de la ceremonia recurrente, que soltarse las sandalias y bajarse las medias tuviese otro valor, o ningún valor fuera de sentirse más cerca del descanso y del sueño. En la comisura de los labios de Marcos quedaba un resto de sangre seca. En el baño había una esponja, lujo extraño; a través del humo del tabaco Marcos vio erguirse la silueta de Ludmilla desnuda, su espalda, sus muslos, un cuerpo moreno y apretado que echaba a andar hacia la puerta en busca de la esponja.
—Un documento de identidad, por favor —dijo el cajero. Con ligeras variantes, el pedido se reproducía a la misma hora en veintitrés sucursales bancarias y casas de cambio de la región parisiense; el grupo de Lucien Verneuil y de Roland sabía hacer las cosas y entre las catorce y treinta, hora de apertura de los bancos, y las catorce cuarenta y cinco, la obra maestra del viejo Collins cambió de manos y se transformó en francos franceses. Hubo una sola alerta, en la agencia Cosmique de la Place d'Italie donde una empleada de vestido azul y anteojos de miope se puso a controlar los billetes con una insistencia que al cliente le pareció exagerada, momento en el que la empleada le hizo notar que ésta era su obligación, respondiendo el cliente que por su parte él no era más que un empleado de una agencia de viajes y que si había alguna duda era preferible que telefoneara en seguida al señor Macrópulos, GOBelins 45.44. Para sorpresa del cliente, que había inventado a Macrópulos simplemente para ganar tiempo y ver lo que pasaba antes de tener que rajar, la señora le cambió el dinero sobre el pucho, no sin nuevas reflexiones sobre los deberes profesionales. La primera denuncia la recibió la policía a las cinco y cuarto desde una sucursal del Crédit Lyonnais; por la noche la prefectura tenía casi todos los billetes falsos y una cantidad de pistas ídem, en la medida en que el comando de Lucien Verneuil estaba formado por gente que en su perra vida había entrado en un banco para sacar dinero, y mucho menos para depositarlo. Lucien y Roland preveían un plazo de cuatro a cinco días antes de la primera imprudencia o la siempre posible delación; Gómez y Monique por un lado, y Patricio y Heredia por otro, andaban ya ocupados en compras necesarias.
Acabar con Onán parecía paradójicamente una de las razones por las que Lonstein seguía hablando, Onán como uno de los tantos ogros mentales que nadie había podido liquidar, el apelmazamiento de los ogros profundos, los verdaderos amos de la diurna armonía que tanta gente llamaba moralidad y que entonces cualquier día, individualmente, era la neura y el diván del analista, y que también cualquier día, colectivamente, era el fascismo y/o el racismo. Che viejo, murmuraba el que te dije aplastado por las subyacencias y subtendencias del discurso del rabinito, pero inútil intercalar diversos para el chorro o acabala, ñato, en la voluntad de Lonstein de seguir hablando, su lado Raskolnikov de ceremonias solitarias, se dibujaba algo como una saga grotesca, un descenso de Gilgamesh o de Orfeo a los infiernos de la libido, inútil que el que te dije se le riera por momentos en la cara o que en otros se retrajera poco menos que ofendido ante ese exhibicionismo de cuatro de la mañana y quinta grapa, y poco a poco se iba viendo que Lonstein no quería sacar a Onán a la superficie por el solo placer de darle un estatuto legal o algo así, arrancar a Onán del apelmazamiento interior era matar por lo menos uno de los ogros e incluso más, metamorfosearlo con el contacto de lo diurno y lo abierto, desograrlo, cambiarle el triste pelaje clandestino por plumas y campanas, el rabinito se ponía lírico de golpe, insistía y detallaba y se volvía una especie de public-relations y de ejecutivo del ogro que al final era un príncipe como tantos ogros, solamente que había que ayudarlo para que dejara por fin de ser un ogro. El que te dije empezaba a darse cuenta de que Lonstein procedía rabínicamente por muestreo, eligiendo un ogro entre tantos y proponiendo nuevos descensos al apelmazamiento de abajo para liquidar poco a poco a los otros ogros, una especie de subjoda subterránea, y acabó por entender que su papel esa noche, si lo desempeñaba honestamente, era tan sólo el de activar y hostigar y enfurecer al rabinito para que la cacería y la metamorfosis de Onán sirvieran acaso para algo cuando él se hiciera su cronista, cosa que Lonstein había dado por supuesto y sin equivocarse porque el que te dije no tardó en hablarme del asunto (yo me había levantado después de un mal sueño de fin de mañana, Ludmilla dormía en el diván y nadie había almorzado ni parecía pensar en hacerlo), y aunque al principio no entendí nada y hasta hice como el que te dije, o sea pensar mal de Lonstein, a fuerza de darle vueltas acabé por acatar ese exorcismo desaforado, también yo a mi mezquina manera había pretendido hablar desde un balcón y acabar con algunos ogros, solamente que el mío era un balconcito de patio con macetas que daba solamente a las ventanas de Ludmilla y de Francine, exorcismo individual y egoísta, una verdurita, un pájaro muerto, la prueba sus resultados. Pero quizá Lonstein tuviera razón y fuera necesario meterse de maneras muy diversas en la Joda (suponiendo que él o yo supiéramos claramente de qué se trataba), en todo caso el rabinito no le había hablado de Onán al que te dije por pura complacencia sino buscando la mejor manera posible de proyectar parabólicamente en la Joda (¡una fortrán, claro!) ese grado delirante de desnudez de la palabra que mostrara hasta qué punto el strip-tease al que se había sometido delante del que te dije era en el fondo una condición indispensable para Verrières el viernes por la noche, para la otra cacería de ogros, y aunque parecía cosa de locos, el que te dije y yo empezamos a sentir que en la casi impensable, en la casi impúdica conducta de Lonstein había algo así como una vela de arma? antes de la noche de Verrières. Y lo que ahora parecía solamente una asociación demencial de heterogeneidad podría acaso aclararse alguna vez para algunos hombres y para las nuevas Jodas, con lo cual el que te dije y yo estábamos como sibilas y profetas de pacotilla, sabiendo y no sabiendo, mirándonos con el aire del que sospecha que el otro se ha tirado un pedo, desahogo siempre reprensible.
Susana juega con Manuel mientras lo lava y lo viste, mirando de reojo a Patricio que tiene un ojo bastante hinchado y una muñeca resentida. Menos mal que uno de sus tesoros bonaerenses más preciados es una muñequera de cuando jugaba pelota a paleta en el Laurak Bat, y que los anteojos de sol le tapan perfectamente el otro desperfecto. Son las tres de la tarde pero con una noche tan agitada la familia se ha quedado en cama, incluso Manuel que se muestra extrañamente dócil y no pretende ahogarse con el talco o los algodones. El almuerzo ha sido un ir y venir de la cocina a la cama con salame, vasos de leche y vino, pedazos de tortilla fría y media docena de bananas, padre, madre e hijo se sienten particularmente bien en plena infracción a las buenas costumbres, y cuando llega Ludmilla la reciben en ropas menores y café con coñac, la invitan a...
Heredia y Gómez se tuercen de risa leyendo los diarios y mirándose las trompas hinchadas que Monique les cuida con un aire de cruz roja y abundante mercurocromo. La desconcertante presencia del pingüino turquesa a orillas del Sena en horas de la madrugada ha desencadenado dos teorías, porque la policía no ha tardado en establecer una cierta cadena causal que empieza en Orly aunque después tiende a romperse por todas partes, o sea que en el Quai des Orfèvres sospechan ya la verdadera naturaleza de los contéiners y eso los lleva a...
Un diario habla de contrabando de armas, otro de contrabando de drogas. Ya Marcos ha telefoneado a Oscar para que abandonen el hotel Lutetia por si las hormigas, y Oscar que ingiere su último desayuno de lujo metido en la cama mientras Gladis espera que se vaya la camarera para entrar con su propia bandeja y acurrucarse contra él para hacer lo propio, informa que Marcos los espera a las diez y cuarto en casa de Patricio y que toda esperanza que pueda quedarle a Gladis de reanudar sus actividades de otesdelér se ve grandemente menoscabada por la cadena causal de que se habla en...
—Pobre Pedernera —dice Gladis—, quién le va a llevar ahora el jugo de pomelo a la cabina. Pepita va a tener un trabajo bárbaro.
—El tal Pedernera te tenía bien echado el ojo —dice Oscar. —Porque nadie le alcanzaba el jugo tan delicadamente, sin que tuviera que sacar los ojos de los comandos. —En fin, parecería que al final saltaste la tapia, mocosita —dice Oscar resbalando en la cama mientras la última medialuna resbala paralelamente en su garganta. Gladis lo mira sin entender lo de la tapia, pero Oscar la besa en el pelo y tiene como una vaga sensación de felicidad, a lo mejor es solamente la medialuna pero también la luna llena, la máquina implacable de los juegos de palabras abriendo puertas y mostrando zaguanes en la sombra, Gladis no ha tenido la menor reacción negativa al enterarse de las noticias, entonces es así, entonces ha saltado la tapia como las muchachas bajo la luna llena, está realmente en la Joda y eso, piensa Oscar, es la tapia y la calle abierta aunque toda la policía de París y los bomberos de La Plata corran detrás de las muchachas enloquecidas de carnaval, detrás de Alicia Quinteros, detrás de Gladis que le está tirando un puesto bien pagado y jubilable por la cara al capitán Pedernera.
...de acuerdo, pero no entiendo por qué te diste tan pronto por vencido después de la Yolanda/De Yolanda, che/Después de Yolanda, y te pasaste al onanismo con armas y bagajes si cabe decirlo/Entiendo, vos hubieras reincidido esperanzadamente/Pero claro, qué otra cosa es el amor sino reincidencia/El problema no está en eso, pibe, cerca de cincuenta eruditos se han pasado la vida preguntándole a la sombra de Gogol por qué prefirió la paja al matrimonio, sin hablar de Kant una vez por mes debajo de un árbol, y naturalmente en cada caso hay una explicación edipiana o cromosomática, y a mí sin duda me faltan o me sobran moléculas beta, pero no es eso que me interesa aunque vos, claro, te agarras a una noción de normalidad como si eso fuera todavía un chaleco salvavidas/Mira, aunque sólo la reduzcamos a lo estadístico, se necesita un cierta noción de normalidad para maniobrar/Como quieras, ponele que soy anormal y júzgame así, ni tu noción ni tu juicio me preocupan ahora, si te hablo de esto es porque vos y los demás normales son los perfectos hipócritas y alguien tiene que cumplir cada tanto y una vez más el oficio de bufón, y no por sacrificio ya que yo no me sacrifico por vos, macho normal, sino por algo que no sé cómo llamar, digamos una nueva fundación/No te me pongas meta/Oh, no, ñato, no te hablo de fundación ontològica aunque también ahí hacen falta unos cuantos bufones que den vuelta más de cuatro tortillas cocinadas por madame l'Histoire, te hablo de otra clase de fundación, si querés un poco lo que debió proponerse Sade, esa fundación que se presenta sobre todo como una destrucción, un voltear muñecos para que después, algún día, vengan los horribles trabajadores como decía el de Harrar, o ese hombre nuevo que tanto preocupa a Marcos y a la mersa de la Joda, y entonces yo abro la puerta y digo que todos somos Onán, al principio por razones obvias de infancia y después porque el placer solitario será todo lo imperfecto, unilateral, egoísta y sórdido que quieras pero no es una falta ni sobre todo una negación de la virilidad o la feminidad, muy al contrario, pero ya aquí levantas la cresta y me miras como si nunca te hubieras hecho la paja después de los catorce años, avestruz de mierda/Che, ni siquiera he abierto la boca, pibe/Está bien, nadie pretende que notifiques al público y al clero de tus actividades sexuales de cualquier especie, mejor cumplirlas que contarlas, pero la Joda, para darte un ejemplo a mano, se propone como una empresa de liquidación de fantasmas, de falsas barreras, con todo ese vocabulario marxista que a mí me falta pero que vos ahora mismo agregarás mentalmente a la enumeración de errores y lacras sociales y personales que hay que liquidar, y si es así yo entiendo que debo aportar una contribución paralela, porque defender la legitimidad del onanismo no solamente vale por eso, que no es gran cosa en sí, sino porque ayuda a las otras muchas fracturas que hay que practicar sensaltro en el esquema del ántropos/Bueno, de acuerdo, pero lo mismo puede decirse del lesbianismo y de tantas otras cosas, el ahorro postal, la lotería, qué sé yo/Por supuesto, pero admití que el tabú de la homosexualidad se ha resquebrajado ya en parte y que no sólo su praxis es cada día más evidente sino que la presencia o la vigencia verbal del hecho forma parte corriente y vistosa de los vocabularios y temas de sobremesa, cosa que no ocurre con la masturbación en la que incurre todo el mundo pero que sólo entra en el lenguaje como tema de fin de infancia/¿Pero vos realmente crees en eso de que todo el mundo?/Seguro que lo creo, casados o solteros me da igual. Apenas la pareja se distancia por cualquier razón momentánea que va de un viaje a una gripe rebelde, la mayoría se la menea, y en cuanto a los célibes no necesitas anécdotas de cuartel o de calabozo o de dormitorio de marineros para saberlo, vos mismo podes hacer tu Kinsey de bolsillo, pregúntale a las mujeres de tu confianza si cuando están solas antes de dormirse no se pasan un poco el dedito, te van a decir que sí porque es menos aparatoso que entre nosotros y porque decirlo no afecta su buen nombre y honor mientras que de nuestro lado admitir que por lo menos alguna vez nos masturbamos desviriliza moral y personalmente al que lo dice o al que se deja sorprender, y la idiotez está justamente en eso, en lo que va de hacerlo a admitirlo, en seguir haciéndolo bajo el tabú, y así pasa que cada uno es de nuevo Onán cuando Judá le dice que se acueste con la mujer de su hermano para darle una falsa posteridad, y Onán se niega porque sabe que sus hijos no serán reconocidos como suyos y se masturba antes de acostarse con la cuñada, cosa que técnicamente debe haber sido en realidad un simple coitus interruptus, y entonces Jehová le tira la bronca y lo aniquila; ahí está la cosa, que Jehová se rechifla y lo fulmina, desde entonces llevamos eso adentro, el coitus interruptus nos parece perfecto pero la masturbación es el tabú Onán y entonces la idea de que es mala, que es vergonzosa, que es un terrible secreto. De todo eso, dijo Lonstein respirando como si saliera del fondo del Maelstrom, yo he hecho una considerable obra de arte, una boex y una técnica que no creo que muchos dominen porque como se masturban bajo el sentimiento de culpa lo hacen primariamente y por necesidad momentánea, como otros van a acostarse con las putas, sin un refinamiento de actividad sexual autónoma y satisfactoria. El erotismo de la pareja ha dado esa literatura que duplica, refleja y enriquece la realidad a que alude, la dialéctica fascinante entre hacer el amor y leer cómo se lo hace; pero como a mí no me funciona la pareja y las mujeres me salen aburridas en todos los planos, he tenido que crear mi propia dialéctica onanista, mis fantasías todavía no escritas pero tanto o más ricas que la literatura erótica/¿Nada menos?/Nada menos/En fin, cuando yo me masturbaba a los quince o dieciséis años lo hacía imaginándome que tenía en los brazos a Greta Garbo o Marlene Dietrich, cosa que como ves no era una pavada, de manera que se me escapa el mérito especial de tus fantasías/No es tanto por ese lado, aunque también admite desarrollos más vertiginosos de lo que te imaginas con tus Gretas o tus Marlenes, pero lo que cuenta es la ejecución, y en eso está el arte. Para vos la cosa es una mano bien empleada, ignoras que precisamente el primer peldaño hacia la verdadera cúspide del fortrán consiste en la eliminación de toda ayuda manual/Ya sé, los accesorios, las muñecas de goma, las esponjas bien tratadas, las quince utilizaciones de la almohada según Herr Doktor Bahrens/¿Y por qué te pones tan petulante? También las parejas imaginativas usan accesorios, almohadas y cremas. Heredia andaba mostrando ese manual de posturas que trajo de Londres y que realmente está muy bien; si yo tuviera recursos y sobre todo ganas, editaría un manual de técnica masturbatoria y ya verías las posibilidades sin hablar del beséler, pero en todo caso te las puedo decir/Me voy, che, es tarde/ En otras palabras, que no me querés oír/Es que me aburrís, pibe/Cabrón, dijo Lonstein, yo creía haberte dado a entender por qué te hablaba de esto/Te sigo, viejo, te sigo, pero lo mismo me voy/Cabrón, cobarde, vos y todo el resto; y después quieren hacer la revolución y echar abajo los ídolos del imperialismo o como carajo los llamen, incapaces de mirarse de veras en un espejo, rápidos para el gatillo pero mierdosos como un helado de frambuesa (que son los que más odio) cuando se trata de la verdadera pelea, la espeleológica, esa que está ahí al alcance de cada estómago bien puesto/Che, pero yo no te conocía esas proclividades hacia un futuro mejor/Vos de mí no conoces ni el color de esta camisa que tengo puesta, falso testigo de Todas igualmente falsas/Así que vos crees que la Joda es falsa?/No es eso, dijo Lonstein un poco arrepentido, es falsa a medias porque una vez será un eslabón incompleto de una cadena igualmente incompleta, y lo triste es que muchachos macanudos como los que sabes se harán matar o matarán a otros sin haber mirado antes de verdad la cara que les propone el espejo de cada mañana. Ya sé, ya sé, te veo venir, no se puede pretender que todo el mundo empiece por conocerse a lo Sócrates antes de salir a la calle y empezar a las patadas con la sociedad podrida, etcétera. Pero vos, que pretendes ser el testigo de la Joda, vos mismo te echas atrás a la hora de la verdad, quiero decir de la paja, me estoy refiriendo al hombre de veras, lo que es y no lo que ven los otros del Capital para afuera/Lonstein, dijo seriamente el que te dije, y debía ser muy seriamente para empezar llamando!, por su apellido, yo seré todo lo pelotudo que quieras, pero hace más de media hora que me he dado perfecta cuenta de tu boex, tu fortrán, en una palabra de la alegoría que bajo formas de onanismo me has estado metiendo por las narices/Ah, bueno, dijo el rabinito como quien baja la guardia desconcertado/Y si hablo de irme es, primero, porque me caigo de sueño, y segundo porque una vez entendida tu intención mayéutica no veo por qué debo seguir interesándome en técnicas masturbatorias/Ah bueno, repitió el rabinito, pero hay una sola cosa que me gustaría saber, y es si tu indiferencia por esas técnicas es una vez más el avestruz o simplemente porque vos te la rebuscas mejor en pareja/La segunda hipótesis es la buena, pero ya que hemos llegado tan lejos y para que a tu vez me conozcas un poco mejor y la acabes con lo de avestruz y lo de cabrón, te informo que no tengo prejuicios antionanísticos y que más de una vez la ausencia de alguien que hubiera debido estar precente y no podía o no quería se consoló por vía unilateral, desde luego que sin la perfección que tus disertaciones me han dejado entrever/Ah bueno, tripitió el rabinito que por primera vez empezaba a sonreír y a aflojarse, entonces me disculparás los epítetos evidentemente antifortranescos y contraboex/No te oculto que ya me estaba empezando a mufar que me trataras de cabrón cada dos minutos/ Vamos a cebarnos otro mate, dijo Lonstein, hubiera sido más que mierdoso si después de tanto chamuyo te las picabas convencido de que el tema sólo valía por el tema o algo así/Ya está saliendo el sol, dijo el que te dije con un bostezo que más parecía un eclipse del astro mentado, pero igual dame unos mates con plenty caña y después me planto/Y además podemos hablar de otras cosas, dijo Lonstein feliz, con una cara toda nueva y despierta y como lavada por el rosa más bien sucio y ceniciento que se colaba por los visillos. Te das cuenta, podemos hablar de otras cosas, pibe, pibe.
También amanecía en la rue Clovis, y Ludmilla que entraba con la esponja húmeda vio el primer gris empañando la luz del velador, desdibujando la cara de Marcos que había cerrado los ojos y se dejaba ir de espaldas al sueño. Cayadita, Ludmilla se sentó en el suelo, la esponja en la mano como una lámpara de catacumbas; casi sin moverse alcanzó a desenchufar el velador, vio recortarse la ventana en la penumbra, los vagos sonidos del alba se situaron distintamente en el silencio caliente, espeso del dormitorio.
—No duermo, polaquita —dijo Marcos sin abrir los ojos—, estaba pensando que a partir del viernes entramos en una tierra de nadie y que vos todavía no sabes bien por qué.
—El Vip —dijo Ludmilla—, pero la verdad es que después no entiendo demasiado.
—No hay nada de original en lo que vamos a hacer, como no sea la ubicación geográfica más bien insólita y una especie de efecto multiplicado. A cambio del Vip los gobiernos de cinco o seis países tendrán que soltar a unos cuantos compañeros. Ya casi no es noticia, como ves, salvo para nosotros, porque aquí se va a armar una del carajo por razones de prestigio nacional; eso en cuanto al futuro mediato, y yo me estoy acordando de que vos vivís y trabajas aquí. Pensalo.
—Estoy aquí, claro, pero es lo mismo que mi trabajo, quiero decir que me paso la vida cambiando de comedia, ahora me toca una vagamente eslava, mañana será un drama de Pirandello o un vodevil con baile y música. Sí, París, seguro. No será fácil acostumbrarse a otra cosa pero ya ves, en el fondo tengo la costumbre, no es tan difícil cambiar de papel, sabes.
—Supongo, pero lo mismo tenía que decírtelo. Los otros han previsto las posibilidades; Patricio y Susana tienen amigos en Lovaina, y Gómez puede vivir en la casa de los padres de Monique que son del Luxemburgo, Heredia tiene apiles por todos lados, Roland y los otros franceses son veteranos y juegan en su cancha.
—¿Y vos?
—Bueno, eso no es problema, y Lonstein tampoco. El pobre por ahí se la liga de costado porque no tiene nada que ver como no sea de una manera que nadie entiende bien, ni siquiera él. En fin, ya estás anoticiada, polaquita.
—Todavía tenés sangre en la boca —dijo Ludmilla arrodillándose al lado de la cama y pasando la esponja húmeda por los labios de Marcos. Cuando él la miró por fin en la vaga luz de las sábanas y el aire, Ludmilla sonreía a algo que podía ser cualquier cosa, lejos, y cerca del gesto de limpiarle la boca, de resbalar contra él cuando la tomó en los brazos y la besó entre los senos, anegándole la cara en un mar de pelo enrulado que Ludmilla mordió dulcemente, perdida en un vago olor de jabón de baño y de cansancio.
A una cierta altura del desorden el que te dije empieza a darse cuenta de que se le ha ido la mano en la espontaneidad, y a la hora de ordenar los documentos (imposible describir la especie de baúl o sopera gigante en la que ha ido tirando lo que él llama fichas y que en realidad son cualquier papel a mano) sucede que algunas cosas que en su momento le habían parecido significativas se le adelgazan feo, mientras que por ahí cuatro tonterías sobre la forma de comer de Manuel o algo que dijo Gladis sobre un peinado le llenan la sopera y la memoria como-si-estu-vieran-grabadas-en-bronce. El que te dije entrecierra los ojos y admite, porque no es por ese lado que se lo puede acusar de idiota, que el olvido y la memoria son glándulas tan endocrinas como la hipófisis y la tiroides, reguladoras libidinales que decretan vastas zonas crepusculares y aristas brillantísimas para que la vida de todos los días no se rompa demasiado la cresta. En la medida de lo posible va clavando los bichos por orden y Lonstein, único privilegiado con relativo acceso a la sopera o baúl de recortes, terminará por admitir que en conjunto hay Joda coherente, hay preludio, ludio y postludio jodístico, hay causalidad satisfactoria, por ejemplo el pingüino que aparece en su lugar y momento, detalle capital. Lo malo es encontrar fichas no identificables, ver cómo el que te dije se aprieta las sienes con pulgares convergentes y después dice no sé, che, esto le pasó a Heredia, me parece, o fue a Gómez con Monique, esperate un poco, dándole vueltas a la ficha por todos lados, puteando la autocensura, los pudores sudamericanos porque siempre o casi siempre es materia resbalosa y el que te dije quisiera seguir los pasos del rabinito y no callarse nada, la prueba es que lo ha escrito, que está ahí y justamente entonces las glandulitas empiezan a segregar olvido, y por si fuera poco hay otra cosa y Lonstein es el primero en darse cuenta, ya al hacer la ficha el que te dije ha trampeado, los hechos tienden a ocurrir vestidos de palabras, a veces no se sabe quién le hace esto o aquello a quién, más tarde el que te dije podrá argüir que estaba apurado o que tenía que completar la información pero Lonstein lo mirará con lástima y querrá saber por qué en cierto punto, en cierta ficha precisa, todo se vuelve como una lechuga triste o pasa a ser un gran ikebana según convenga. Pero date cuenta de que las cosas no son simples, brama exasperado el que te dije, date cuenta, carajo, que una cosa es describir estéticamente aunque no se falte en nada a la verdad, y otra esto, quiero decir extraer el erotismo y demás concomitancias de la estética porque si lo dejas ahí seguís en la literatura, te facilitas el juego, podes decir o contar las cosas más increíbles porque hay algo que te sirve de cortina o de coartada, hay lo que estás contando bien y bonito, que sos una vez más el libertino letrado o el panegirista de la izquierda o la derecha, aunque te rías de arriba abajo de este lenguaje. Easy, easy, aconseja el rabinito, easy does, baby. Entonces pensa un poco, remacha el que te dije sinceramente afligido, cómo mierda no me voy a callar los nombres o olvidarme de quiénes eran los que hacían eso, cuando lo que he querido rescatar es el número, che, la no distanciación o mediación como dicen ahora, poner la Joda como los cubistas ponían el tema del cuadro, todo liso en un mismo plano sin volúmenes ni sombras ni preferencias valorativas o morales ni censuras con o inconscientes, comprendé que es casi imposible en español, comprendé que se me cae la biromé2, de la mano porque no estoy escribiendo osado ni liberado ni otras pajerías por el estilo, estoy queriendo hombre, estoy buscando llaneza de pan, mi hermano, estoy entrando un dedo en un culo y tiene que ser, tiene que ser absolutamente lo mismo que pedir un boleto de diez mangos o sonarse en el fuayé del Rex. Y entonces, claro, se te olvidan los nombres, dice el rabinito, hasta yo lo comprendo, mendo. ¿Pierdo el tiempo, se interroga inflamado el que te dije, me estoy equivocando desde el vamos y no sirve para nada, será que hay terrenos vedados porque eso es ser hombre y no salir desnudo a la terraza? Pero entonces estoy enfermo, porque algo aquí en el costillar me dice que debo seguir, que aunque sea sin nombres o con espacios en blanco tengo que seguir, que no importan el miedo o la vergüenza y sobre todo el fracaso, algo llama a la puerta, viejo, mira estas fichas cuando tengas ganas y decime si había que escribirlas o no, si estos momentos de la Joda se podían callar elegantemente o describir como más de cuatro rioplatenses liberados los hubieran descrito, tapándolos con las mismas palabras con que creía destaparlos. Bah, dice Lonstein, ahí acertaste una, siempre será cuestión de palabras en el fondo, en realidad lo que vos pretendes es un mero cambio formal. No, viejo, eso yo sabría hacerlo sin crearme problemas, a vos te consta de sobra. La cosa está más acá, es buscar algo así como no darse cuenta cuando se pasa de un terreno a otro, y de eso no somos todavía capaces; lo vedado se nos da paradójicamente como privilegiado, merece trato especial, hay-que-andarse-con-cuidado-en-esa-escena, y entonces las palabras te copan la parada como siempre, organizan el gran escamoteo. Si yo consiguiera no cambiar cuando paso de una esquina a una cama, si yo mismo no cambiara, entendes, entonces empezaría a sentir que todo es Joda y que no hay episodios personales entre momentos y momentos de la Joda. Ah, dice el rabinito iluminándose, vos una vez más te salís del contexto y proyectas los fatos de la Joda a por lo menos la Argentina. Mucho más que eso, advierte modestamente el que te dije, los proyecto a la idea misma de la revolución, porque la Joda es una de sus muchas casillas y ese ajedrez no se ganará nunca si yo no soy capaz de ser el mismo en la esquina y en la cama, y yo soy cincuenta u ochenta millones de tipos en este mismo momento. De acuerdo, dice el rabinito, pero lo malo en vos es que esas cosas las sentís y las buscas en la escritura, que como dice Mao no sirve para nada a menos que. A menos que qué. Ah, eso vos pregúntale a él. Es que te equivocas, dice el que te dije desalentado, a mí no me importa la escritura salvo como espejo de otra cosa, de un plano desde el cual la verdadera revolución sería factible. Ahí los tenés a los muchachos, los estás viendo jugarse, y entonces qué; si llegan a salirse con la suya, y aquí vuelvo a extrapolar y me imagino la Grandísima Joda Definitiva, entonces pasará una vez más lo de siempre, endurecimiento ideológico, rigor mords de la vida cotidiana, mojigatería, no diga malas palabras compañero, burocracia del sexo y sexualidad a horario de la burocracia, todo tan sabido, viejo, todo tan inevitable aunque Marcos y Roland y Susana, aunque esa gente formidable que se ama y se desnuda y pelea parejito, perdona que no complete la frase porque justamente ahí salta lo incompleto, el Marcos futuro no será el de hoy y por qué, viejo, por qué. ¿Por qué?, preguntó Lonstein. Porque tampoco ahora está equipado para las secuelas de la Joda, él y tantos más quieren una revolución para alcanzar algo que después no serán capaces de consolidar, ni siquiera de definir. En la ideología todo perfecto, claro, la teoría y la praxis a punto, habrá Joda cueste lo que cueste porque esta humanidad ha dicho basta y ha echado a andar, está clamado y escrito y vivido con sangre; lo malo es que mientras estemos andando llevaremos el muerto a cuestas, viejo, el viejísimo muerto putrefacto de tiempo y tabúes y autodefiniciones incompletas. Ay ay ay, dijo Lonstein, cuánta cosa sabida, che. De acuerdo, aceptó el que te dije, por eso yo me callo la boca lo más posible, aparte de que no estoy nada calificado para hablar científicamente de nuestras carencias, insolvencias y archisuficiencias, no soy ni siquiera un loco oracular como Wilhelm Reich o un precursor del carajo como Sade o José Martí, vos perdona el acercamiento que inevitablemente suena irrespetuoso; no soy nada de eso y entonces me callo pero sigo llevando mis fichitas, se me cae la birome y la vuelvo a levantar, se me arroban estas mejillas peludas porque me cuesta hablar del dedo en el culo, cada vez me da la impresión de que estoy metiendo la pata y no el dedo, si me perdonas el despropósito, que en el fondo está mal lo que hago y que por ejemplo la libido no es tan importante para nuestro destino, etcétera; pero recojo la birome, le saco las pelusas y vuelvo a escribir y me da asco, tengo que ir a pegarme una ducha, me siento como una babosa o como cuando resbalas en un montón de mierda y se te queda pegada en el sobretodo, quisiera ser cualquier otra cosa, cobrador de impuestos o ferretero, le tengo una envidia bárbara a los novelistas puros ó a los teóricos marxistas o a los poetas de escogido temario, incluso a los erotólogos aprobados por el establishment, los que tienen piedra libre como el viejo Miller o el viejo Genet, esos que dieron su empujón y ganaron la puerta de la calle y ya nadie puede atajar aunque los prohíban en un montón de países, me siento tan pampeano, tan peludamente criollo con mi mate a las cuatro y mi literatura llena de palabrotas y de parejas encamadas entre paréntesis, siempre por encima o por debajo de la asunción final de otra visión del hombre, sin contar lo que ya dije antes, el miedo a estar equivocado, a que en realidad puede ser que la revolución se haga sin esa idea que yo tengo del hombre. Bah, dijo el rabinito, vos me decepcionas, che, me empiezo a dar cuenta de que tu famoso fichero está escrito con un ojo en las fichas y el otro en los futuros lectores, y es eso, los testigos presentes o futuros, los jueces del hoy o del mañana que te dan miedo, confesale la verdad a tu tío. Anda a saber si no tenés razón, dijo el que te dije, me he pasado la vida sin pensar en nadie más allá de lo que me gustaba hacer, haciéndolo no solamente por mí sino por una especie de otredad indefinida, sin caras ni nombres ni juicios, pero anda a saber si con los años no me estoy ablandando de golpe y le tengo miedo al qué dirán, para usar el moldecito. Contra eso no puedo hacer nada, salvo tirar el fichero por la ventana y yo mismo en una de esas, a menos de irme al cine o a una galería de cuadros, pero ya ves que hasta ahora sigo con las fichas, me salen mal y están llenas de cobardía y vergüenza y mala conciencia pero están y vos las lees y ya hay otras haciéndose y todavía me dura la cuerda aunque me sienta mal y cada cinco minutos se me tranque la birome y me duela el estómago. Haces bien, dijo Lonstein alcanzándole un mate que era como un pocho de consuelo verde, al fin y al cabo aunque te olvides entre comillas de los nombres y tengas más vergüenza que una novicia en lo del ginecólogo, yo creo que te sobra el derecho de seguir adelante, te equivoques o no, tengas razón o no; anda a saber lo que le pasaba por la cabeza a Marx mientras escribía, es una cuestión de responsabilidad y la comprendo, el juego es grande y yo creo que vale la pena, total ganar o perder no tiene importancia en sí, la historia es una increíble cantidad de manotazos por todos lados, algunos agarran la manija y otros se quedan con los dedos en el aire, pero cuando sumas el todo por ahí te da la revolución francesa o el Moneada.
Se quedaron satisfechísimos después de este diálogo, como comprenderá cualquiera, sin contar que después el que te dije se pasó una noche poniendo algunos nombres donde antes había algunos huecos, y descubrió que le costaba más bien poco.
La manera de percibir imita cada vez más los montajes del buen cine; creo que Ludmilla estaba todavía hablándome cuando pensé en el Hotel Terrass, en los balcones sobre las tumbas; o tal vez había soñado vagamente con el hotel y entonces Ludmilla, despertándome con un vaso de jugo de frutas, se volvió parte de las últimas imágenes y empezó a hablar mientras algo del hotel y los balcones sobre el cementerio seguían presentes. Después el metro me llevó hasta la Place Clichy como si sólo él hubiera tomado la decisión y organizado los cambios de estaciones necesarios. Con Ludmilla no habíamos hablado mucho, era más de mediodía y no pensábamos siquiera en almorzar, hacía calor y yo estaba desnudo en la cama, Ludmilla envuelta en mi bata según su mala costumbre habitual, los dos fumando y tomando jugo de fruta y mirándonos y Marcos, claro, y la Joda, todo eso. De manera que. Perfecto. Sí, Andrés, le dije, pero no quiero que todo quede como en una heladera desenchufada, pudriéndose despacio. Me miró cariñosamente, desnudo, medio dormido, desde tan lejos. Estás aprendiendo, Ludlud, es precisamente mi método y eso que habías llegado a la conclusión de que sólo servía para estropear más las cosas. No es el método sino las cosas mismas, le dije, siempre te agradecí la verdad pero hubiera sido mejor que no tuvieras que venir a contarme de Francine. Lo mismo puedo decirte, Ludlud, ojalá vos no me hubieras traído esas novedades perfumadas con Joda y jugo de pomelo, pero ya ves, ya ves. También yo te lo agradezco, por supuesto. Somos educadísimos, salta a la vista.
Después ni siquiera llegué a la altura del Hotel Terrass, había sido un impulso mecánico que se cumplía como para darme tiempo a entrar en ese nuevo tiempo, ratificación de algo presumible pero aún no asumido; sé que salí del metro en la Place Clichy y que anduve por las calles, bebiendo coñac en uno o dos cafés, pensando que Ludmilla y Marcos habían hecho perfectamente bien, que no tenía sentido plantearse problemas de futuro puesto que probablemente otros decidirían por nosotros como casi siempre. Pero el guardaagujas había movido a fondo la palanca y todo se estaba desviando a la carrera, imposible aceptar de golpe los nuevos paisajes en las ventanillas, asimilarlos así nomás. Nada hubiera podido parecerme más horrible que la introspección en una terraza de café, fácil repugnante monólogo interior, remasticación del vómito; simplemente los hechos se daban como una mano de poker, había quizá que ordenarlos, poner los dos ases juntos, la secuencia del ocho al diez, preguntarse cuántas cartas pediría, si era el momento de blufear o si me quedaba una chance de ful. Coñac en todo caso, eso sí, y morder en la nueva vía con todas las ruedas hasta el próximo cambio de agujas.
Ludmilla entró en la ducha como en la escena, no hacía falta el público del Vieux Colombier para que la bata cayera al suelo con un movimiento de gran ala blanca. El muro de azulejos era de una transparencia perfecta, aunque eso estuviera en contra de la naturaleza intrínseca de los azulejos, y de su manera de mirarlos más allá de la pesantez nacía algo como cristales latiendo contra un cielo brillante y violento de playa, un tiempo renacido, el nuevo fénix de la Joda. Imposible no sonreír ante una exaltación en la que había tanto de puerilidad como de fatiga amorosa, lo malo era que la espuma del jabón se le metía entre los labios apenas dejaba de apretarlos concienzudamente mientras la esponja iba y venía por los muslos y la cintura llevándose los nimios, persistentes signos de la noche. Así se había ido también Andrés, como una mota de polvo que la ducha arrastra hasta el desagüe, sin decir nada después que todo había sido dicho, lo que probaba su clara inteligencia; el silencio del departamento sin Xenakis, sin Joni Mitchell, sin Juan Carlos Paz, el triunfo de la ducha resonando más allá de las puertas abiertas, manchaba poco a poco la visión de Ludmilla que terminó de jabonarse sin placer, volvió a meterse en la bata de Andrés y caminó por la casa fumando, con una taza de café ya frío en la mano y el transistor encendido mecánicamente al pasar por el salón y que declinaba los valores de bolsa. Era el deslinde, lo pensó quedándose en la palabra, dándole vueltas como a una fruta mental, deslinde, lindedés, delindes, lindesdé, ednilsed, sed de la linde, linde de la sed. Apagó el transistor de un manotazo, se acercó a la cama y tendió la sábana que Andrés había dejado arrugada y confusa; también en la rué Clovis había tendido la cama antes de salir, mientras Marcos hacía café y telefoneaba a Gómez y a Lucien Verneuil. Deslinde, una cama en la rué Clovis y otra en la rue de l'Ouest: pequeña historia de sábanas, tiempo nuevo y vertiginoso naciendo entre una y otra cama, y la única palabra posible negándose a ser dicha, pensada a cada instante pero detrás del umbral de las palabras, pensada como un calor, un viento envolviéndole el cuerpo, y por qué no, por qué no si es así, te quiero, ahora sé por qué y cuánto te quiero, lo digo y vuelvo a decirlo y es el deslinde porque sos vos y es la Joda y porque todo se está llenando de saltos y gritos y alegrías y expectativas y fósforos usados, chiquilina, mocosa incurable, te quiero, Marcos, y a vos también te querré siempre pero ya de tan lejos, vos el espectador desde ahora, mirándome desde una platea, acaso aplaudiéndome cuando tenga un buen papel. Deslinde, sed de linde, el gran juego está echado y son las dos de la tarde, habrá que comer algo, ir a lo de Patricio, el ensayo a las siete y media. Todo era aparentemente lo mismo, Patricio o el ensayo, comer o fumar, pero ahora del otro lado del deslinde, transparente y fragoso como el mar rompiéndose contra el cielo en los azulejos de la ducha. Sobre el sofá había un disco abandonado, algo de Luciano Berio; Ludmilla lo puso en el plato, tendió la mano para encender el amplificador pero no llegó a completar el gesto, veía los ojos de Marcos en la penumbra, su voz le llegaba con las noticias del tiempo del fénix, todo lo que esperaba en esos días, en todos los días que vivirían juntos.
—Nosotros contamos poco —había dicho Marcos acariciándole la cara que Ludmilla escondía contra su hombro—, toda referencia personal me parece de más hasta que hayamos salido de esto, si salimos.
—¿Si salimos? Bueno, sé que es arriesgado y difícil pero pienso que vos, que ustedes... Está bien, lo que cuenta es la Joda, tenés razón, nosotros podemos esperar.
—No, polaquita —dijo Marcos, y Ludmilla lo sintió reír silenciosamente en la sombra, un estremecimiento de su piel que era como una sonrisa total que entraba en ella y la arrimaba todavía más—, nosotros no podemos esperar como has podido ver, y está bien que no hayamos esperado. ¿Por qué esa manía de andar dividiendo las cosas como si fueran salames? Una tajada de Joda, otra de historia personal, me haces pensar en el que te dije con sus problemas organizativos, el pobre no entiende y quisiera entender, es una especie de Linneo o Ameghino de la Joda. Y no es así, un salame también se puede comer a mordiscones, sin cortarlo en tajaditas, y te diré que hasta es más sabroso porque el gusto del metal arruina el del burro.
—¿Los salames se hacen con burro? —se maravilló Ludmilla.
—A veces, creo, depende de la estación. Mira, polaquita, esta noche, nosotros dos, todo eso también es la Joda y ojalá lo creyeras como yo, aunque el que te dije se dé con el coco en las paredes. Lo que importa es no enfatizar, hay simplemente que incluirlo en la gran Joda sin perder de vista lo otro, tener el punto de mira bien centrado hasta que se arme el boche y probablemente hasta mucho después.
—Es fácil —dijo Ludmilla resbalando lentamente su mano por el pecho de Marcos, entrando en el mapa de Australia cada vez más verde y amarillo, acariciándole el sexo que dormía de lado, sintiendo la electricidad del vello de los muslos hasta detenerse en la dura terraza de una rodilla—, sí que es fácil, Marcos, para mí en el fondo no es nuevo, creo que fue así desde que entraste en casa, que me diste la mano y de paso me la machucaste un poco. Tenés razón, no hablemos de Andrés, no hagamos lo que se acostumbra, lo que sin duda yo tendré que hacer con Andrés esta misma mañana, poner la casa en orden por así decirlo. Hablame de las hormigas, Marcos, ése es el verdadero tema que le interesa conocer. Y vos, Marcos, y vos, pero para eso creo que tendré tanto tiempo, no.
—Polaquita —murmuró Marcos—, hablas como un pájaro.
—Vos no me tomes el pelo, repugnante.
—Te lo tomo porque es como de trigo, polaquita, a lo mejor un día te muestro nuestros trigales, ya vas a ver lo que es eso.
—Bah —dijo Ludmilla—, si te crees que en Polonia no tenemos.
—Traducile al muchacho aquí que no manya el galo —mandó Patricio—, yo entretanto le doy la sopa a Manuel. Che, este pibe ya se enamoró de Ludmilla y de Gladis al mismo tiempo, va a salir clavado al padre, qué destino nos espera, vieja.
Manuel demostraba su supuesto amor proyectando cucharadas de tapioca en dirección de las mencionadas. Otesdelér al fin, aunque presunta cesante, Gladis despojó a Patricio del plato de sopa, de Manuel y de la cuchara en un movimiento sincronizado que salvó a Ludmilla de una rociada en plena cara. Desde el mejor sillón de la pieza Oscar asistía sin terminar de salir de ese despiste general que había empezado con el desembarco del pingüino y los peludos en Orly y que los sucesos de la noche y la mañana no contribuían a disipar; no le desagradaba, sentía el alma como un cantor de tangos, flotando entre la realidad y los moñitos todos de un mismo color, poeta al fin como le decían meándose de risa los compañeros de la ya probablemente disuelta a patadas Sociedad de Zoología.
—La Comisión Internacional de Juristas publica su informe sobre las torturas —tradujo Susana—. Ginebra, punto guión. La ídem (C.I.J.) publicó el miércoles un informe de una rara violencia, ¿y por qué rara, decime un poco? / Traduci sin comentarios, carajo, mandó Patricio. / Putaka parioka, dijo Susana que dominaba el volapuk junto con otras cinco lenguas, de una rara violencia sobre las torturas infligidas a los opositores y a unos doce mil prisioneros políticos que, según ella, existen en Brasil.
—¿Doce mil? —dijo Heredia que entraba con un enorme paquete de bombones para Manuel maniatado por la técnica aeronáutica de Gladis y que eruptó una considerable cantidad de tapioca al comprender que no era en absoluto comparable con lo que lo esperaba detrás de ese papel rosa con una cinta verde—. Yo diría veinte mil, pero ya está bien para una comisión internacional. Seguí, nena.
—El informe, que se basa principalmente en documentos y testimonios filtrados clandestinamente desde las prisiones o entregados a los relatores de la Comisión por ex detenidos que lograron evadirse, afirma que la tortura, convertida en «arma política», es aplicada sistemáticamente para hacer hablar a los prisioneros, pero también como «medio de disuasión». La madre de un líder estudiantil informa que los responsables del campo de internación de la «Isla de las Flores» tienen por costumbre poner en el locutorio a un muchacho mutilado «cuyos movimientos incoherentes y las marcas de los suplicios sufridos deben incitar a los padres que visitan a sus hijos o hijas a aconsejarles que colaboren activamente con los investigadores».
—Bello país debe ser / el de América, papá —recitó Heredia—. ¿Te gustaría ir allá? / Tendría mucho placer. / Pues te vas a joder / que no te pienso llevar. Esta parodia final muestra dotes premonitorias, la puta madre, con perdón de Campodrón. Seguí, hermanita.
Oscar oía la voz de Susana, veía la mano de Gladis jugando con el pelo de Manuel, ultimándole la tapioca con una habilidad irresistible, sentía a Patricio crispado, ahora entraban Gómez y Monique y todo derivaba a rápidas preguntas, ojeadas a él y a Gladis, las grandes víctimas del pingüino, los hijos de la luna llena porque a partir de ese día todo les sería tapia y vidrios rotos, prendiditos de la mano tendrían que correr, abrir boquetes, vivir de prestado, pingüino de mierda, pensó Oscar deprimido, mirando a Gladis con algo que se parecía al orgullo, a la confirmación de una esperanza. El informe señala que la tortura se aplica en general de manera científica (qué prostitución el idioma de los diarios, pensó petulantemente el que te dije, confunden cancha o técnica con ciencia, esa pobre palabra está recibiendo toda la mierda que en el fondo se merece cuando olvida que está para hacer algo digno de nosotros y no para robotizarnos, etcétera, oh, oh, cómo te has venido), y da cuenta —tradujo Susana alzando la voz en una clara advertencia de que o se callaban un poco o les cortaba el canal en colores—, da cuenta de los métodos más corrientemente empleados: suplicio del agua (se mete repetidas veces la cabeza del prisionero en un balde de agua sucia o lleno de excrementos o de orina), suplicio de la electricidad (aplicación de electrodos a los órganos genitales, orejas, fosas nasales, seno, o cara interna de los párpados), torturas de orden moral (como atormentar a un niño delante de su madre, o a marido y mujer en la misma habitación). Y pensar que si esto saliera como un simple despacho del corresponsal de Le Monde los de mi embajadita bonita clamarían que es una calumnia, dijo Heredia. Ya lo han dicho, corrigió Marcos que había entrado como un gato y estaba sentado en el suelo cerca de la ventana, justamente Le Monde de hoy anuncia que la Comisión Internacional pidió a tu embajada en Ginebra que le transmitiera la nota en la que el ministro de justicia del Brasil, reíte del carguito a la luz de todo esto, protesta virtuosamente por el informe y dice que no hay prisioneros políticos en Brasil. Toma, entérate del resto.
—¿Serían favoritos de dejarme acabar? —dijo Susana—. La Comisión señala por otra parte que en la prisión militar de Belo-Horizonte hay perros policías, mira si no les va bien el nombre, especialmente entrenados para atacar las partes sensibles del cuerpo humano. En los locales de la DOPS (policía federal civil) de Sao Paulo, entre los métodos «corrientes» de tortura se cuenta el de arrancar las uñas o aplastar los órganos genitales. En Sao Paulo, Curitiba y Juis-de-Fora, ha habido prisioneros quemados con soldador.
Aislándose del rumor, del chillido de Manuel en pro de los bombones, del gesto instintivo de Heredia pasándose suavemente la mano por el antebrazo izquierdo que un año atrás, en Sao Paulo of all places, le habían roto lentamente en tres partes, el que te dije alcanzó a hacer un hueco para leer por su cuenta las conclusiones del informe, la simple frase final que hubiera sido necesario repetir noche y día por todas las ondas, en todas las imprentas, desde todas las plumas (aunque ya no se usaran, maldito idioma de recidivas puras)
Madame Franck subió a buscarla, la voz de Francine entró en una cabina roñosa de un café de la rue Lecluse, su voz como recién desodorada y pulcra llegándome al cubículo que olía a la letrina de al lado, por supuesto que vendría pero por qué Montmartre, en fin, sí, tomaría un taxi, incorregible, pero sí, dentro de media hora. Y yo sabía de esa media hora: todavía una inspección personal, el pelo las medias el corpiño los dientes, tal vez cambiarse de ropa interior o vacilar frente a una pollera y una blusa, arreglando cuestiones del momento con madame Franck. La esperé con el cuarto coñac a media altura, anochecía y estaba tibio y gente, los grupos de argelinos derivando hacia Pigalle o la Place Blanche, la noche en su rutina de neón, papas fritas, putas en cada portal y cada café, tiempo de los alienados en la ciudad más personal y más anclada en sí misma del mundo.