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EL NARCISISMO COMO UN NO-DIÁLOGO
5.1. Introducción
Hace ya años que los profesionales de la clínica psicoanalítica venimos observando que los pacientes que padecen las clásicas neurosis descritas por Freud van desapareciendo de los consultorios, y son substituidos por pacientes que presentan síntomas vagos y, frecuentemente, poco definidos: sensación de vacío, desorientación, falta de estímulo, insatisfacción generalizada, aburrimiento, dificultades en las relaciones con los otros, fantasías de suicidio, etc., lo cuales acostumbran a ser catalogados con la denominación genérica de trastornos de la personalidad. Dentro de estos trastornos de la personalidad, los dos diagnósticos más frecuentes son los de personalidad narcisista y los de personalidad borderline o fronteriza. En este capítulo me ocuparé de la estructura general de las personalidades narcisistas, de su relación con determinadas características de las sociedades que llamamos avanzadas, de su presentación dentro del contexto social, de diversos enfoques y teorías acerca de estas personalidades, y de algunos de los aspectos a tener en cuenta en el tratamiento de las mismas.
Considero que el concepto del narcisismo es fundamental en la teoría psicoanalítica, porque es el punto de partida del estudio de las relaciones y del diálogo entre el self y el objeto. En los trastornos narcisistas de la personalidad no es reconocido el objeto como fuente de vida y de amor y, por tanto, se trata de una situación de no-diálogo, ya que si se niega la existencia del objeto como separado del propio self, si el mismo self es el objeto, de acuerdo con lo que podemos denominar el lema del narcisismo «el objeto soy yo», no hay posibilidad de diálogo. Pero pienso que, aunque los trastornos narcisistas de la personalidad representan el paradigma del no-diálogo, escondido en el fondo del caparazón narcisista se halla siempre presente alguna forma arcaica de diálogo, porque el «no te reconozco» es ya un cierto reconocimiento, el no-diálogo oculta un diálogo invisible. Y es esta situación de diálogo no-diálogo en el corazón mismo de la teoría psicoanalítica lo que pretendo plantear en este capítulo.
5.2. Clínica y presentación de los trastornos narcisistas de la personalidad
Comenzaré, primero, por una descripción acerca de lo que se entiende por personalidad narcisista desde el punto de vista de sus rasgos generales.
Los sujetos con una personalidad narcisista presentan, en general, una adaptación social no sólo aceptable sino, incluso a veces, brillante y exitosa, aun cuando con notables alteraciones en las relaciones con los otros, a quienes consideran como espectadores que han de reflejar su propio prestigio y valor, o han de contribuir a él. Usualmente, presentan distintas combinaciones de intensa ambición y fantasías grandiosas, aunque estas últimas acompañadas de escondidos sentimientos de inferioridad y de una fuerte dependencia de la admiración y aplauso por parte de los otros. Junto con sentimientos de vacío e insatisfacción y continuo anhelo por ver gratificados sus deseos de consideración social, poder y admiración, presentan serias deficiencias en su capacidad de amar y preocuparse por el sufrimiento de los otros. La superficialidad de sus sentimientos es, también, una constante. Contrasta su carencia de empatía, que les lleva a no comprender los sentimientos de aquellos que los rodean, con su epidérmica adaptación social. Sus sentimientos crónicos de inseguridad, escondidos bajo una aparente superioridad, los llevan a tratar a los otros como piezas a su servicio, mostrándose ocasionalmente serviles y aduladores cuando les es necesario para conseguir sus propósitos de promoción social, profesional, etc., mientras que tratan con dureza y desprecio a aquellos a quienes consideran inferiores o que, por la razón que sea, han dejado de ser idóneos para sus fines.
Podemos encontrar a los sujetos con personalidad narcisista dentro de un amplísimo espectro social y profesional. Cuando las circunstancias se lo permiten, intentan, por todos los medios, formar una corte de admiradores encargados de rendirles homenaje y de proclamar sus altas cualidades. Es preciso tener en cuenta que muchos de ellos poseen unas capacidades de seducción considerables, en gran parte derivadas de la concentración de sus esfuerzos por granjearse reputación, popularidad, ascendencia, etc., como objetivos primordiales en su vida, junto con una sorprendente falta de escrúpulos para conseguir sus metas. Además de esta gran necesidad de recibir el tributo y admiración de los otros, su vida emocional es extremadamente superficial y, pese a que presentan alguna integración de su self y de sus objetos internos, lo cual les permite diferenciarse de las personalidades de carácter psicótico y fronterizas, se asemejan a ellas por su falta de empatía y por presentar un predominio de las mismas operaciones defensivas de tipo primitivo que caracterizan a tales personalidades.
Los sujetos con personalidad narcisista tienden a ser extraordinariamente envidiosos de quienes poseen las cualidades que ellos desean, pero, al mismo tiempo, idealizan a aquellos de quienes esperan alguna gratificación narcisista, mientras que utilizan o desprecian al resto. También, con frecuencia, convierten en ídolos a ciertos personajes famosos, pero no porque estimen seriamente algunas cualidades que éstos puedan tener, sino porque aspiran a conseguir, algún día, la aureola y celebridad de ellos o ellas. Es decir, no son las buenas capacidades, los recursos y las cualidades valiosas aquello a lo que aspiran, sino la celebridad y la admiración. Por esto sus ídolos suelen ser personajes, en realidad mediocres, que no despiertan su envidia a causa de su carencia de verdaderos valores, pero de quienes admiran y desean el prestigio o popularidad de que gozan. Realizan, como veremos en la siguiente sección, lo que Freud denominó «elección narcisista de objeto», en contraposición a la «elección anaclítica». En esta última se elige el objeto necesario para la satisfacción de las necesidades, mientras que en la primera se proyecta el propio self en determinados individuos, para de esta manera gozar del prestigio, aureola, admiración, etc., que se les atribuye. De esta manera, cuando admiran, vitorean, aplauden, etc., a determinado personaje célebre, en realidad se admiran, aplauden, etc., a sí mismos. Su insaciable necesidad de autoestima y su desmesurado amor a sí mismos los lleva a una pseudoidentificación con alguien que goza de prestigio y estima para, de esta manera, disfrutar de este prestigio y admiración.
Sus relaciones con los otros son, con frecuencia, de explotación y parasitismo. Bajo una superficie a menudo amable y encantadora esconden una actitud fría y calculadora. Con facilidad se sienten inquietos y aburridos cuando no consiguen nuevas fuentes de satisfacción. Pueden parecer dependientes de los otros a causa de su necesidad de que éstos les expresen la admiración que constantemente desean, pero, en realidad, son incapaces de depender de quienes los rodean por razón de la herida que para ellos representa el hecho de admitir que precisan de alguien.
Una característica importante en la vida emocional de las personalidades con trastornos narcisistas es la existencia, como ya he dicho, de una intensa y crónica envidia ante las cualidades de los otros, pero también la presencia de defensas destinadas a negar esta envidia, ya que percatarse de ella les sería insoportable. Poseen una imagen altamente idealizada de ellos mismos, y rechazan ver cualquier detalle que interfiera con esta imagen. Tienden a devaluar a los otros a fin de sentirse siempre superiores, y, por el mismo motivo, desvalorizan aquello que reciben, y, en todo caso, lo consideran como algo que les es debido.
Pese a que existen diferentes maneras de matizar los diversos tipos de personalidades narcisistas, yo creo que una distinción clínica y analíticamente útil es la de distinguir entre personalidades narcisistas perversas y personalidades narcisistas infantiles. Entre las primeras encontramos sujetos con una notable capacidad de seducción y manipulación, capacidad que ellos emplean para dominar, controlar y explotar a los otros, a fin de escalar posiciones dentro del ámbito social y profesional en el que viven. Se trata de un tipo de personalidad muy perniciosa que, si llega a ocupar lugares importantes dentro de cualquier esfera, puede ocasionar daños considerables.
La personalidad narcisista de tipo infantil es menos peligrosa. Para resumirlo de una forma breve, podemos decir que presenta la caracterología de un niño mimado y consentido con la apariencia de un adolescente o de un adulto aniñado. Exige ser reverenciado, enaltecido y colocado sobre un pedestal por el solo hecho de existir, sin más, o por su real o supuesto atractivo, o por cualquier cosa que hace o deshace y que, a sus ojos, se transforma en algo extraordinariamente meritorio. Tal como en el caso del narcisista perverso, los otros no cuentan para nada más que para ser utilizados a su servicio, pese a que el narcisista infantil no posee la malignidad y la astucia explotadora de aquél. Mi experiencia es la de que el tipo de personalidad narcisista infantil es el más propio de la sociedad actual, cuestión ésta a la que volveré a referirme más adelante.
5.3. Teorías acerca de los trastornos narcisistas de la personalidad
Cuando se trata de delimitar los conceptos y las teorías generales de los trastornos narcisistas me parece necesario diferenciar estos conceptos en dos grandes grupos. Uno es el formado por el conjunto del pensamiento de Freud en torno al narcisismo y las ideas que otros autores han aportado manteniéndose, aunque con modificaciones, dentro del modelo pulsional o, al menos, dentro del modelo que podemos llamar mixto, es decir, pulsión-relaciones de objeto. El otro grupo lo constituyen las ideas de aquellos autores que se han apartado lo suficiente del modelo freudiano para constituir un modelo propio y divergente del freudiano. Me parece evidente que los modelos pulsional y mixto han ocupado hasta ahora un lugar predominante en el pensamiento psicoanalítico y que los otros han surgido en virtud de una modificación más o menos radical de los primeros, o como una contraposición a los mismos.
5.3.1. Los modelos tradicionales, pulsionales o mixtos
5.3.1.1. Ideas básicas acerca del narcisismo
Recordemos que Freud, en su trabajo de 1914 «Introducción del Narcisismo», nos dice que en los comienzos de su vida psíquica el niño se halla en un estado «original» de narcisismo «primario» en el cual toda la energía es libido yoica, es decir, una forma de investimento emocional que toma al yo como su único objeto. Aragonés (1999) señala que en El malestar en la cultura (1930) Freud introduce el modelo más acabado de su concepción del narcisismo, modelo en el que, según Aragonés, «El objeto se desprende del yo o se desgarra, arrastrando parte del yo» (p. 9; cursivas del autor). Nos recuerda oportunamente Aragonés lo que Freud escribe en 1930:
Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que puede devenir fuente de tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puro yo-placer, al que se contrapone un ahí-afuera ajeno amenazador […]. De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior (p. 68).
Vemos así, claramente explicitado en el pensamiento de Freud, este no-diálogo en el que se hallan anclados los trastornos narcisistas.
Posteriormente, de acuerdo con esta línea de pensamiento, el niño se dirige al mundo externo a través de la identificación narcisista, en la que trata al objeto externo como una prolongación de él mismo. Esta identificación narcisista la entiende Freud como un desplazamiento de la libido yoica del yo al objeto. Freud señala que las pulsiones libidinales se dirigen hacia la madre o sus substitutos, es decir, hacia aquellas personas encargadas de la protección, el cuidado y la alimentación del niño. Y añade:
Junto a este tipo y a esta fuente de la elección de objeto, que puede llamarse del tipo de apuntalamiento (tipo anaclítico), la investigación analítica nos ha puesto en conocimiento de un segundo tipo que no estábamos predispuestos a descubrir. Hemos descubierto que ciertas personas, especialmente aquellas cuyo desarrollo libidinal experimentó una perturbación […], no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la madre, sino según el de su persona propia. Manifiestamente se buscan a sí mismos como objeto de amor, exhiben el tipo de elección de objeto que ha de llamarse narcisista» (pp. 84-85; cursivas del autor).
En otras palabras dice Ogden (2002) respecto a esto:
Un vínculo objetal narcisista es uno en el cual el objeto queda investido con la energía emocional que originariamente era dirigida hacia uno mismo (y, en este sentido, el objeto es un substituto del self). El movimiento de la identificación narcisista al vínculo objetal es cuestión de un movimiento en el grado de reconocimiento, e investimento emocional, de la alteridad del objeto (p. 774; la traducción es mía).
Más adelante, si el desarrollo se efectúa de forma favorable, el niño será capaz de involucrarse en una forma de amor objetal que no sea un desplazamiento del amor a uno mismo hacia el objeto. Por tanto, el sujeto será capaz de amar a alguien de quien reconoce que es externo a él mismo, y de quien puede aceptar la autonomía e independencia. Pero si, por las causas internas y externas que sean, no se produce esta evolución, persistirá la escasa diferenciación entre el self y el objeto, y en las relaciones con los otros continuará la elección de objeto narcisista, es decir, la elección de un objeto que no recibirá sino el amor dirigido al propio self del sujeto, quien le amará como una forma de amarse a sí mismo.
Siguiendo a Rosenfeld (1964), creo que la self idealización es sostenida por identificaciones introyectivas y proyectivas omnipotentes con objetos idealizados y sus cualidades. De esta manera, el narcisista cree que todo aquello que es valioso en el mundo que le rodea es parte de él mismo y está controlado por él. Pienso que los dos tipos de narcisismo que yo he señalado, el perverso y el infantil, pueden corresponder, desde el punto de vista estructural, a la distinción que efectúa Rosenfeld (1987) entre narcisismo de piel gruesa y narcisismo de piel fina, respectivamente. Los narcisistas de piel gruesa, según este autor, son insensibles a los sentimientos profundos y su narcisismo es fuente de envidia y de desvalorización del análisis y del analista. Los narcisistas de piel fina son hipersensitivos y se sienten fácilmente heridos en el análisis y en la vida cotidiana. Por otro lado, hemos de recordar que, desde el punto de vista kleiniano, el narcisismo es una defensa contra la envidia, hasta el punto de que envidia y narcisismo pueden considerarse como las dos caras de la misma moneda. La estructura narcisista se construye por la internalización del objeto previamente poseído a través de la identificación proyectiva masiva. La omnipotente identificación, por proyección e introyección, borra las diferencias entre el self y el objeto.
5.3.1.2. Narcisismo primario y narcisismo secundario
Ya me he referido, en anteriores párrafos, al narcisismo primario tal como ha sido descrito por Freud. Quiero añadir ahora algo acerca de los conceptos de narcisismo primario y secundario. Bien conocida es la discusión entre freudianos y kleinianos acerca de si existe, o no, un narcisismo primario. La escuela kleiniana sostiene que no hay un narcisismo primario, ya que juzga que hay un mundo objetal interno desde el inicio de la vida y que, por tanto, todo narcisismo significa una retirada de la libido objetal hacia el yo. Trataré ahora de sintetizar en breves palabras los dos conceptos, ya que creo que son dos perspectivas que se complementan y enriquecen, a fin de poder articular mejor el concepto de las personalidades narcisistas con la sociedad de nuestro tiempo y con las peculiaridades del tratamiento.
Las diferencias entre narcisismo primario y secundario se basan en el grado de reconocimiento —muy débil en ambos casos— entre el self y el objeto. En una primera etapa de la evolución psíquica, el bebé no puede representarse el objeto como separado y distinto de él, lo cual le lleva a vivir la satisfacción que recibe de la madre como proporcionada por él mismo. Desde este punto de vista, podemos decir que se vive a sí mismo como omnipotente. La madre no tiene, para él, una existencia real e independiente, sino que es un objeto intrapsíquico construido subjetivamente, con el cual queda identificado. Éste es el estado que podemos llamar de narcisismo primario.
La experiencia repetida de las necesidades, tales como hambre, sed, frío, calor, etc., que sólo quedan satisfechas con el contacto visual, auditivo, táctil, etc., con la madre, dan lugar a la aparición de una segunda etapa en la que el infante percibe que la necesidad se halla en su interior y que la satisfacción llega desde el exterior, gracias a lo cual la madre deja de ser un objeto intrapsíquico subjetivamente construido para pasar a ser un objeto con existencia propia e independiente. Sólo a partir de esta etapa podemos hablar de narcisismo secundario. El hecho de percibir al objeto como separado e independiente es una tarea complicada y dolorosa, puesto que el niño se enfrenta con la realidad de depender de la madre para la satisfacción de sus necesidades e incluso para su supervivencia. Sólo un ajustado equilibrio entre la fuerza de sus pulsiones y la intensidad de sus necesidades, así como su capacidad de tolerancia ante la frustración y la espera, por un lado, y la realidad de los cuidados que recibe, por otro, permiten al niño aceptar la realidad del objeto, el otro, como alguien autónomo e independiente, con sus propias necesidades y límites, con lo cual podemos decir que donde estaba el objeto intrapsíquico, omnipotentemente construido, deviene el sujeto equivalente al propio self, estableciéndose así una relación intersubjetiva que no niega sino que complementa la relación con la representación intrapsíquica del objeto (Benjamin, J., 1995).
Si, por las circunstancias que sean, este sutil equilibrio no se logra, el niño no puede soportar la realidad de esta situación de dependencia y tiende a no percibirla, a hacerla desaparecer, a rechazarla. Para ello, refuerza sus intentos para establecer dentro de su mente el objeto intrapsíquico omnipotente subjetivamente construido, con el cual se identifica, sintiéndose, por tanto, portador de todas las propiedades y atributos de tal objeto (Lasch, C., 1979). Al mismo tiempo, intenta negar todas aquellas percepciones que desmienten la realidad de los hechos, es decir, su dependencia del objeto. Podemos decir, por tanto, que si el lema del narcisismo es «el objeto soy yo», ello da lugar a que la realidad sea el enemigo mortal del narcisismo, como la mangosta de la serpiente, porque la realidad siempre pone de manifiesto lo falso de esta fantasía y la dependencia del objeto para la supervivencia. Esta es la base del narcisismo secundario, y, podemos decir, de la estructura de las personalidades narcisistas con las que nos encontramos en la clínica y en nuestra sociedad actual en general. Si alguien no hubiera superado en absoluto la etapa del narcisismo primario quedaría reducido a un estado psicótico para el resto de su vida.
Aquellos sujetos que han alcanzado la diferenciación self/objeto sólo en grado muy insuficiente son quienes, en el curso de la vida, al enfrentarse con la realidad de las limitaciones presentes en cualquier circunstancia, con la dependencia de los otros, con las frustraciones, etc., tienden a refugiarse en el fortalecimiento de la identificación con un objeto omnipotente interno que les permita sentirse portadores, como he dicho, de todas las cualidades y capacidades de dicho objeto, exigiendo a los otros que confirmen, con su admiración y sometimiento, esta ilusión. Digamos, aunque sea sólo de paso, que Bion (1954) ha revelado que la esencia de la psicosis esquizofrénica estriba en este rechazo de la realidad de la dependencia del objeto y, por tanto, en la negación de la realidad. Para ello, el psicótico ataca su propia mente (delirio) y su capacidad perceptiva (alucinaciones), a fin de persistir en esta negación. En mi opinión, lo que llamamos funcionamiento psicótico —pérdida del criterio de realidad, delirio, alucinaciones, confusión entre el mundo interno y el externo— es la forma extrema del narcisismo, su defensa frente a una realidad que disolvería la fantasía narcisista. En el funcionamiento psicótico se ataca el conocimiento y la percepción de la realidad, a fin de perseverar en la confusión entre el self y el objeto (Coderch, J., 1991).
Si, en el curso de la evolución, la ansiedad de separación y los sentimientos de dependencia del objeto no son excesivamente insoportables, y si los cuidados que recibe el niño son suficientes, podrá alcanzarse la madurez emocional a través de la tolerancia, la aceptación de los propios límites y el reconocimiento del objeto y la dependencia de él, pero no de un objeto construido subjetivamente, es decir, como una fantasía de una relación con una imagen o representación mental, sino como un sujeto externo, independiente y análogo al propio self. Más tarde, en la vida adulta, este reconocimiento y esta aceptación de la dependencia se extenderán a los otros seres humanos con quienes el sujeto convive.
En este modelo que he descrito no se considera la posibilidad de un narcisismo normal. Todo narcisismo, puesto que se parte de la idea de que la libido que debería ir dirigida al objeto queda fijada o revierte en el yo, se considera patológico.
5.3.1.3. La necesidad de relación y el funcionamiento psicótico en el narcisismo
Como hemos estado viendo, la actitud básica del narcisismo es profundamente anti-relacional, de no-diálogo como he dicho antes, pero el sujeto, desde su primera infancia, no puede vivir sin relacionarse con el objeto, de manera que, en mi opinión, se ha producido, en los pacientes sobre los que estoy hablando, una disociación del self, de manera que una parte de éste se relaciona con el objeto, lo reconoce y demanda su ayuda (Symington, N., 1993) mientras que otra parte del self reacciona furiosamente contra este reconocimiento y aceptación, intenta negarlos y, para ello, somete a la parte del self que reconoce al objeto a una cruel tiranía y trata de asfixiar sus manifestaciones. Para mí, esta división corresponde a lo que Rosenfeld denomina el self narcisista perverso y destructivo —la parte del self que podemos denominar anti-relacional— y el self narcisista infantil libidinal. Creo que esta disociación del self explica dos hechos que encontramos en la clínica. Uno de ellos es el de que los sujetos narcisistas graves distan mucho de sentirse en paz y armonía con ellos mismos, pese a que pueden alcanzar grados razonablemente satisfactorios de bienestar profesional y social. Al contrario, muestran un profundo desacuerdo en su interior, y padecen el malestar —sensación de vacío, sentimientos contradictorios, etc.—, al que antes me he referido, que es lo que los lleva a nuestros consultorios. El otro hecho es el de la frecuente combinación de depresión y narcisismo, lo cual es fácilmente comprensible si recordamos lo ya expuesto por Freud en Duelo y melancolía (1917) acerca del ataque furioso y cruel de una parte del yo contra otra parte del yo que se ha identificado con el objeto.
Ya me he referido hace unos momentos a las ideas de Bion acerca del funcionamiento de la parte psicótica de la personalidad y al ataque a la realidad que ello representa. Pues bien, hoy en día, con los análisis más prolongados y más largos, es habitual hablar de «núcleos psicóticos», para explicarnos la aparición de pautas de funcionamiento de este tipo en el curso del análisis de sujetos no clasificados propiamente como psicóticos. Pues bien, creo que, por lo menos en muchas ocasiones, sería más exacto referirnos a «núcleos narcisistas», de los que emana un funcionamiento psicótico. Mi idea es que en las personalidades con un self narcisista destructivo muy fuerte y poderoso el funcionamiento psicótico, a fin de proteger la estructura narcisista omnipotente, se dirige a impedir el conocimiento de la realidad (Coderch, J., 1991). La realidad es, como ya he dicho, inevitablemente antinarcisista: los niños necesitan, de acuerdo con los diferentes niveles de evolución, a los padres para sobrevivir, y los pacientes precisan del analista. Las fantasías de autosuficiencia, de no necesitar a nadie ni nada, de ser superior a todo, etc., no resisten el choque con la realidad, la cual, como viento que disipa la niebla, muestra la indefensión del niño y la perentoria necesidad del objeto.
Como es de esperar, esta situación de la inexcusable necesidad del otro se repite siempre a lo largo de la vida, dentro de las circunstancias propias de cada momento. Debido a esto, el self narcisista omnipotente odia la realidad. La realidad, para todos nosotros, puede ser frustrante, pero no únicamente frustrante, sino que también es gratificante en algunos momentos. Pero cuando la mente está dominada por el self narcisista omnipotente la realidad es percibida como siempre frustrante y únicamente frustrante, dado que lo único que persigue este self narcisista es perpetuarse a sí mismo, negando la existencia del objeto y la necesidad de él. Es por ello que todas las capacidades que ya Freud describió como respuesta evolutiva al principio de realidad, conciencia de las impresiones sensoriales, atención, memoria, juicio, y pensamiento, son atacadas a través del funcionamiento de la parte psicótica de la personalidad. También, por mi experiencia, pienso que en estos pacientes la relación de objeto es, a la vez, masiva pero frágil y poco diferenciada —lo cual se reproduce en la transferencia—, y ello es a causa de la manera en la que el niño —el analizado— trata de invadir el objeto —el analista— a través de la identificación proyectiva a fin de anular la ansiedad de separación.
Ocurre que determinadas situaciones psicosociales, es decir, familiares y sociales en el sentido más amplio de la palabra, pueden obstaculizar el camino de crecimiento mental que antes he descrito y facilitar la fijación del sujeto en una estructura narcisista. Y éstas son, precisamente, las condiciones sociales y culturales que, a mi juicio, se dan en la actualidad en la llamada cultura de la civilización, y a las que más adelante me referiré.
5.3.2. Teorías distanciadas de los modelos tradicionales
En esta descripción de diversas teorías o modelos estableceré un escalonamiento de la exposición, de manera que ha de entenderse que la distancia que los separa de los modelos tradicionales es cada vez mayor, de acuerdo con el orden de aparición.
5.3.2.1. Kernberg y su teoría de las relaciones objetales
En mi opinión, Kernberg, uno de los más prestigiosos autores norteamericanos y antiguo Presidente de la A.P.I., ha revitalizado la psicología del yo, durante tantas décadas casi exclusiva en el pensamiento psicoanalítico de los EE. UU. Formado como psicoanalista en Chile, donde las ideas kleinianas ejercen una profunda influencia, ha trasladado a los EE. UU., su lugar de residencia y trabajo, su interés por la teoría de las relaciones objetales. Sus puntos de vista sobre el narcisismo, sin embargo, no representan un abandono total de la concepción freudiana, puesto que Kernberg ha continuado siempre fiel al modelo pulsional, cosa en la que, por otra parte, coincide con el pensamiento kleiniano en el que la teoría de las pulsiones, aunque enriquecida con la representación objetal innata, desempeña un papel predominante. En sus escritos emplea el lenguaje propio del modelo pulsional, pero al mismo tiempo se aleja considerablemente de los postulados más esenciales del mismo y caracteriza su propio trabajo como una teoría de las relaciones objetales (1975, 1984), aun cuando no la presenta como una alternativa a la metapsicología clásica freudiana, distanciándose de las posiciones de Sullivan, Fairbairn, Fromm-Reichmann, etc., y, evidentemente, de las más modernas orientaciones relacionales e intersubjetivistas. Sin embargo, su concepto del objeto es el de un objeto humano, alejándose, por tanto, del concepto freudiano de objeto.
Kernberg incluye el narcisismo dentro de lo que él denomina los desórdenes caracterológicos de «nivel inferior». Piensa que existe un narcisismo normal y un narcisismo patológico. Considera que este último (1975)
[…] refleja una condensación patológica de ciertos aspectos del self real (el carácter «especial» del niño ratificado por sus primeras vivencias) del self ideal (las fantasías e imágenes de poder, riqueza, omnisciencia y belleza con que el niño trataba de compensar la severa frustración, la rabia y la envidia orales) y del objeto ideal (la fantasía de una figura parental infinitamente benigna y amante, opuesta a la figura real del niño; en otras palabras, el substituto del desvalorizado objeto parental de la realidad) (p. 237 de la versión castellana).
Piensa este autor que en las personalidades narcisistas las relaciones objetales internalizadas son estables, aunque fuertemente ambivalentes y conflictivas. Considera, como vemos en sus palabras, que existe un self grandioso que deriva de la fusión patológica de los rudimentos del self real, el self ideal y los objetos idealizados de la infancia, lo cual interfiere con la formación de un superyó maduro, produciéndose una difusión de las fronteras entre el yo y el superyó y dando lugar a la existencia de crueles esbozos primitivos del superyó. También piensa que esta fusión defensiva de las imágenes del self real, el self ideal y el objeto ideal conduce a la desvalorización de los objetos externos y a la destrucción de los objetos internalizados. Kernberg establece una diferencia entre narcisismo normal y narcisismo patológico, siendo el primero el investimento libidinal de la representación del self.
Por lo que respecta al tratamiento, Kernberg considera que, a pesar de que en el pasado se ha considerado que los pacientes narcisistas no desarrollaban la transferencia, lo cual imposibilitaba el tratamiento, en realidad despliegan una intensa transferencia en la que predominan los esfuerzos y matices de ataque, desprecio y desvalorización del analista, con mezcla de rabia y agresividad oral, y aparición de intensas reacciones paranoides, suspicacia, odio y envidia frente a las interpretaciones. Desde el punto de vista técnico, cree que estas manifestaciones de la transferencia negativa deben ser interpretadas puntualmente siempre que se presentan, intentando controlar de manera sistemática las tendencias al control omnipotente y la desvalorización por parte del paciente. Advierte, también, la necesidad de que el analista esté atento a la propensión de los sujetos narcisistas a «robar» las interpretaciones del analista que han proporcionado algún momento de comprensión y alivio.
Por mi parte, en lo que concierne al «desarrollo» de la transferencia, sólo quiero recordar que, de acuerdo con mi concepto de la transferencia expuesta en el capítulo precedente, todos los analizados, sea cual sea su gravedad, organizan la situación analítica sobre la base de todas sus experiencias, conscientes e inconscientes, y que, por tanto, el cuestionamiento acerca de si un tipo de pacientes presentan o no transferencia no tiene ningún sentido. En cuanto a las interpretaciones puntuales de la agresividad, envidia, rabia agresiva, etc., pienso que estas reacciones son alimentadas por las mismas interpretaciones, produciéndose un círculo inacabable de la secuencia interpretación de la agresividad, envidia, etc., lo cual conduce a más agresividad, nueva interpretación de la agresividad, etc., círculo que sólo puede terminar con la sumisión por parte del analizado o la interrupción del tratamiento.
Bien sé que Kernberg y, en general, quienes creen en la primacía de las pulsiones agresivas en el desarrollo sano o patológico de la mente humana objetan que si no se interpretan éstas, así como el odio, la envidia, la rivalidad, los intentos de anular la mente del analista, etc., no se alcanzan los núcleos más profundos de la mente y el análisis queda reducido a una simple psicoterapia de apoyo o, todavía peor, creen que puede estimularse el narcisismo del analizado a través de la actitud del analista. Pero hemos de tener en cuenta que este tipo de objeciones se basan, y quienes las formulan parece que lo creen así, en la existencia fuera de toda duda de las pulsiones agresivas o de muerte en la génesis de la patología, pese a que esto no es más que una teoría lejos de toda confirmación, y aun en contra de las orientaciones de la actual biología. En este punto, creo que es importante recordar la antigua máxima médica que dice primum non nocere (ante todo no dañar), y tener en cuenta que con este tipo de interpretaciones, que, inevitablemente, son experimentadas por el analizado como una acusación, un reproche, una crítica y un rechazo por parte del analista, puede hacerse un daño tremendo, repitiéndose la situación traumática que el primero ya vivió en la infancia. Tengamos en cuenta que nadie presenta un trastorno narcisista de la personalidad por voluntad propia, sino que son los sufrimientos vividos en la infancia los que han provocado esta patología, predominantemente defensiva, del self. Creo que la persistencia en interpretar la llamada «transferencia negativa» puede caer, muy frecuentemente, en una verdadera iatrogenia. Más adelante expondré los que para mí han de ser los principios fundamentales del tratamiento psicoanalítico de las personalidades narcisistas.
5.3.2.2. Kohut y la psicología del self
5.3.2.2.1. Conceptos básicos
A diferencia de lo que sucede con Kernberg, encontramos en Kohut, durante largos años de su vida profesional representante de la psicología del yo y antiguo Presidente de la American Psychoanalytic Association (1964-1965), una ruptura casi completa con el modelo pulsional freudiano, pese a que en los comienzos del desarrollo de su teoría insiste en que ésta no pretende substituir dicho modelo sino tan sólo complementarlo. Para Kohut, el narcisismo es una expresión de la patología del self,[73] y engloba la totalidad de su teoría con el nombre de «Psicología del self». Ésta se encuentra fundamentalmente expuesta en sus tres libros Análisis del self (1971), La restauración del sí-mismo (1977) y ¿Cómo cura el análisis? (1984). El pensamiento de Kohut, después de su alejamiento del modelo pulsional, gira en torno al modelo relacional. Considera el self como el centro de la iniciativa y el receptor de todas las impresiones y sensaciones, con lo que le otorga las funciones que en la teoría estructural de Freud se hallan atribuidas al ello, el yo y el superyó. A continuación, sintetizaré lo esencial del pensamiento de Kohut acerca de la patología del self y el narcisismo de la manera más sencilla posible, para después profundizar algo más en algunos de los conceptos.
Para Kohut, el ser humano, desde los comienzos de su vida, no se encuentra movido por pulsiones biológicas que buscan su descarga en objetos apropiados para ella, sino que es un ser fundamentalmente necesitado de contacto, afecto, comunicación con otros seres —los primeros objetos— y empatía. El niño dirige a los padres las demandas para satisfacer lo que Kohut denomina sus necesidades narcisistas, y así establece con ellos dos tipos de relaciones. En una de ellas necesita que el objeto refleje, de manera especular, sus propias fantasías de grandeza y omnipotencia, de manera que pueda sentirse admirado. En el curso del análisis esta demanda aparece como «transferencia especular» (mirroring transference). En la otra, el niño demanda poder idealizar, al menos, a uno de los padres, y experimentar un sentimiento de fusión con esta imagen parental idealizada, algo así como participar en esta perfección que atribuye al objeto. En el análisis aparece como «transferencia idealizadora». Si estas necesidades narcisistas son satisfechas, el niño internaliza progresivamente esta experiencia, a lo cual Kohut denomina internalizaciones transmutadoras, y llega a construirse un self cohesionado, fuerte y dotado de un sentimiento de continuidad. Este self se estructura fundamentalmente alrededor de dos polos como resultado de las relaciones tempranas, cada uno de los cuales puede constituirse en el núcleo de la personalidad. Uno es el polo de las ambiciones, y otro el polo de los ideales. De acuerdo con el polo dominante, los rasgos distintivos de la personalidad son la grandiosidad, la ambición, el exhibicionismo, derivados de la relación en la que el objeto, usualmente la madre, reflejó la necesidad de ser admirado y las fantasías de omnipotencia y grandiosidad. Si el otro polo es el que domina, los rasgos más acusados son la fuerza con la que son mantenidos los valores e ideales, siendo estos últimos derivados de la relación con el objeto idealizado, usualmente el padre, con el que el sujeto se sintió fusionado. Las características generales de la personalidad se hallan determinadas por la configuración de estos dos polos y las relaciones entre ellos. A estas dos necesidades narcisistas de reconocimiento especular de las fantasías de grandiosidad y de fusión se añade una tercera, la llamada «transferencia gemelar» (twinship transference), que se refiere a la necesidad de sentir que se es aceptado «como uno más».
Pero si estas necesidades no son satisfechas, el self no llega a adquirir el grado de fuerza, cohesión y continuidad requeridas para mantener una situación estable y con un nivel de autoestima suficiente, en cuyo caso sólo subsiste un self fragmentado, frágil y discontinuo con un bajo nivel de autoestima. Cuando esto sucede, nos encontramos con la patología narcisista, que Kohut incluye dentro de la patología del self. En estos casos, los sujetos buscan las satisfacciones narcisistas por vías improcedentes, con demandas que no corresponden a la realidad —de la edad cronológica y de las circunstancias del entorno— y a través de relaciones personales a las que no les incumbe esta misión. Esta búsqueda insaciable e irreal de satisfacciones narcisistas da lugar a la clínica de los trastornos narcisistas de la personalidad que he comentado en la sección 2. En el curso del análisis, el terapeuta puede detectar la presencia de esta patología narcisista por la aparición de las transferencias en las que el analizado reclama, de forma desmesurada, el reconocimiento de la propia grandiosidad y omnipotencia, transferencia especular, y la fusión con el analista como objeto idealizado, o transferencia idealizadora.
5.3.2.2.2. Los selfobjetos
Me ocuparé ahora de algunos de los aspectos más complejos del pensamiento de Kohut que acabo de exponer sucintamente. El término selfobjeto, que ocupa un lugar fundamental en la teoría de este autor, se utiliza para denominar a aquellas personas —en un principio los padres o quienes rodean al sujeto en la infancia— que satisfacen, o han de satisfacer, las necesidades narcisistas de grandiosidad especular y de identificación idealizadora. La ausencia de un guión entre los términos «self» y «objeto» indica que, en un principio, los objetos son sentidos como formando parte del propio self. En el curso del análisis se reproducen estas transferencias dirigidas al terapeuta, lo cual le permite diagnosticar el trastorno narcisista de la personalidad. Aun cuando en los inicios de su teoría Kohut definió el selfobjeto como una persona que suministra una función necesaria a otra persona, posteriormente esta forma de concebir el selfobjeto ha ido modificándose hasta llegar a considerarse como tal toda relación, acto, conducta, etc., que contribuya a la cohesión, fortalecimiento y continuidad del self, sin que tenga que referirse concretamente a una persona. En la actualidad, algunos autores conciben el selfobjeto en términos no de una persona que establece una determinada relación que satisface las demandas narcisistas, sino en términos de función, la función selfobjeto, que es aquella que promueve el fortalecimiento y cohesión señalados. Otros, todavía, adscriben este término a la experiencia de vitalidad y bienestar vivida por el sujeto, de manera que hablan de la «experiencia selfobjeto» (Lichtenberg, J., 1991). Stern (1985) considera que las investigaciones sobre la infancia van a favor de la idea de que el selfobjeto no forma parte del self y que la experiencia selfobjeto presupone una vivencia de intimidad, no de fusión. Desde esta perspectiva, la experiencia selfobjeto es una sensación de bienestar y vigorización que acompaña la impresión de que las necesidades básicas de la existencia han sido satisfechas (Dorpat, T. L., 1998).
También en un principio pensó Kohut que las necesidades narcisistas, especular, de idealización y gemelar eran propias de la infancia o de los individuos con patología del self, pero, más adelante, tanto él mismo como otros autores de la psicología del self han llegado a la conclusión de que en todas las épocas de la vida los seres humanos tienen necesidades narcisistas que deben ser satisfechas, aunque se trata de necesidades más maduras y que se corresponden con la edad cronológica del sujeto y con las circunstancias de su vida. Este punto de vista choca con una idea muy extendida en otros tipos de pensamiento psicoanalítico, que es la de que el ideal de la evolución de cada persona ha de ser la de alcanzar el grado máximo de autonomía e independencia. En concreto, esta forma de pensar ha dado lugar a una cierta convicción de que las finalidades del análisis son las de convertir al analizado en alguien tan en paz y armonía con sus objetos internos que siempre se encuentra acompañado por ellos, nunca se siente solo y no necesita la aprobación y la aceptación de los otros para el resto de su vida. Creo que esto es un completo error que crea serias dificultades a muchas personas con relación a aquello que han de conseguir en sus análisis. A mi juicio, lo cierto es precisamente lo contrario. Todos necesitamos amar y ser amados, ser apreciados y sentirnos aceptados por nuestros semejantes, y quienes se esfuerzan en no reconocerlo en sí mismos son aquellos que se hallan presos en un profundo trastorno narcisista. El análisis ha de servirnos para aprender a gozar de aquello que pueden ofrecernos, aunque sea limitadamente, quienes nos rodean y son significativos para nosotros.
Para destacar más la importancia de los otros en la satisfacción de nuestras necesidades y para escapar de la posible confusión con el sentido más habitual que se da al término selfobjeto, Galatzer-Levy y Cohler (1993) hablan del otro esencial. Dicen a este respecto:
Nosotros hemos escogido el término el otro esencial para referirnos a la función necesaria de los otros en la vida psicológica a fin de enfatizar su papel central y apartarnos de las ideas de primitivismo psicológico corrientemente asociadas con el término selfobjeto (p. 29; la traducción es mía).
Los estudios acerca del desarrollo psicológico infantil han mostrado la importancia de la experiencia con los otros y la capacidad innata del niño de establecer relaciones interpersonales desde el comienzo mismo de la vida (Emde, R., 1983; Stern, D., 1985). Pero la importancia de estas relaciones continúa durante toda la existencia, y creo que uno de los objetivos del análisis consiste en ayudar al analizado a comprender el significado interno de estos otros que son esenciales para él y de qué manera funcionan en su vida. A la vez, esta búsqueda de los otros no se limita a las personas concretas, sino que se extiende a grupos sociales, instituciones, objetivos comunes, etc. Esta importancia del otro como complemento imprescindible para la construcción del propio self ha trascendido los límites del psicoanálisis y la psicología para introducirse en el campo de la sociología, de la filosofía y del pensamiento humano en general. En este sentido se expresa el filósofo francés Alain Touraine (2005):
El individuo no se construye como tal, no adquiere estima de sí (self esteem) más que en la medida en que recibe imágenes favorables de sí mismo procedentes de la comunidad próxima a la que pertenece. Razonamiento inspirado en la teoría del Self de George Herbert Mead, que ve en el sí mismo la interiorización de las imágenes que los otros tienen de uno mismo, imágenes que son positivas si todos creen y defienden entre sí vínculos sociales positivos y creen en la responsabilidad de todos en la individuación de cada uno (p. 157).
Por otra parte, fenómenos tales como la adicción a las drogas, la violencia, la afiliación a ideologías extremistas, etc., pueden estar relacionados, en muchas ocasiones, con el fracaso en los esfuerzos por encontrar y establecer las relaciones adecuadas, estos otros esenciales que han de dar sentido a la vida. En estos casos, puede suceder que el sujeto, ante la situación de vacío y desorientación, se vincule a cualquier tipo de cosa, forma de comportamiento, doctrina, grupo social, etc., que le provoque sentimientos de excitación y de estar vivo, para combatir la insoportable sensación de monotonía, desorientación y falta de estímulo.[74] Desde este punto de vista, una de las metas del análisis es la posibilidad de que, a través de la comprensión de las fantasías inconscientes, pautas relacionales implícitas y explícitas, defensas, etc., vividas en la experiencia de relación con el terapeuta, el analizado desarrolle la capacidad de relacionarse con estos otros de quienes precisa para la satisfacción de sus necesidades emocionales.
5.3.2.2.3. Psicopatología
Para Kohut, la psicopatología de los trastornos narcisistas de la personalidad es expresión de la patología del self que la subyace. Es debida a fallos en las funciones selfobjeto que debían desempeñar los padres, o personas substitutas, en la infancia del sujeto. En esencia, estos fallos dan lugar a debilidad, fragmentación, falta de cohesión y discontinuidad del self. La fragmentación es lo opuesto a la coherencia del self, y se halla vinculada a la experiencia central de ruptura del self y a los sentimientos de disminución de la energía y vitalidad, borrosidad de los límites y discontinuidad. Esta patología del self ha suscitado la discusión acerca de la diferencia entre el conflicto intrapsíquico, propio del modelo pulsional, y el déficit o defecto del self (Adroer, S. y Coderch, J., 1991; Adroer, S., 1996, 1998, 2003). Dice Adroer (2003) a este respecto:
La patología del déficit es interpersonal y el sujeto necesita el objeto externo de forma imperiosa; en la patología del conflicto, en cambio, la personalidad se halla relativamente bien estructurada, no presenta, para decirlo de alguna manera, ningún agujero. Además, el conflicto es intrapsíquico, y pese a que el paciente experimenta la necesidad de la ayuda del terapeuta tiene, al mismo tiempo, el sentimiento de que esta ayuda es más para funcionar mejor que no para apuntalar o completar su estructura. Otra diferencia es que en el defecto los mecanismos de defensa son más primitivos (splitting, idealización, etc.), en cambio en la patología del conflicto se encuentran defensas más evolucionadas, como son la represión o la regresión (p. 15).
Una distinción fundamental entre el modelo pulsional y el propuesto por Kohut se centra en el enfoque del conflicto edípico. Para Kohut existe una situación edípica sana, que es vivida de manera gozosa y estimulante, y una situación edípica conflictiva. Para Kohut, el conflicto edípico, tal como ha sido descrito por Freud, y aceptado hasta ahora por la corriente principal del psicoanálisis, no es universal e inevitable. Cree que la ansiedad, la hostilidad, la envidia y la destructividad que han sido descritas como propias del llamado «Complejo de Edipo» surgen secundariamente a las perturbaciones de las relaciones infantiles con los padres y a los fallos en la empatía de éstos. En un trabajo póstumo (1982), Kohut da una versión del Complejo de Edipo muy distinta a la que dio Freud y que ha sido admitida tradicionalmente. Kohut nos recuerda que Edipo fue un niño rechazado por unos padres filicidas que le condenaron a morir en un páramo, y piensa que ésta es la característica dinámico-genética más importante de la historia edípica. Compara esta leyenda de rivalidad y homicidio intergeneracional con otra que nos da una visión muy distinta de las relaciones padres-hijos, unas relaciones basadas en el amor y la ayuda mutua, no en el conflicto y el odio. Cuenta la leyenda[75] que cuando los griegos organizaron la guerra contra Troya, Agamenón, Menelao y Palamedes visitaron a Ulises, rey de Itaca para pedirle que participara en la operación guerrera. Pero Ulises, al que encontraron arando con un buey y un asno uncidos al arado, fingía estar loco para evitar marchar a la guerra. Palamedes, intuyendo la treta, tomó al hijo de Ulises, un bebé, y lo colocó en el camino que debía seguir el arado. Al llegar a él, Ulises giró el arado y trazó un semicírculo para no causar daño a su hijo. Al ser desenmascarada su falsa locura, Ulises se vio forzado a marchar a la guerra, pero a la vuelta su hijo, Telémaco, le ayudó a matar a los pretendientes de su esposa que habían invadido su casa. Este giro que dio Ulises al arado para no dañar a su hijo es a lo que Kohut llama el «semicírculo de la salud mental», que indica que la matriz psicológica del ser humano es el amor intergeneracional, no la lucha, y que la rivalidad y los impulsos agresivos y destructivos que el psicoanálisis ha asignado tradicionalmente a la fase edípica sólo surgen cuando la empatía de los padres ha fallado y no han cubierto las necesidades de afecto y comprensión del niño.
La rabia narcisista, fenómeno al que Kernberg coloca en una posición central, no es para Kohut (1977)
«un elemento primario dado», un «pecado original» que requiere expiación, sino un fragmento psicológico aislado y, por ende, deshumanizado y corrupto, que surgió como resultado de una deficiencia (patológica y patógena) en la empatía por parte del objeto sí-mismo (p. 95 de la versión castellana; cursivas del autor).
5.3.2.2.4. Objetivos y principios terapéuticos
Quiero subrayar ante todo, para evitar la persistencia de malentendidos, que, contrariamente a la opinión muy generalizada de que en la teoría de Kohut el efecto terapéutico se basa únicamente en la relación, los análisis conducidos según el modelo de la psicología del self se llevan a efecto, predominantemente, a través de la interpretación. Esto queda bien patente en las palabras de Kohut (1984):
El analista mantendrá este ímpetu básico hacia el establecimiento, mantenimiento y afianzamiento de un self vigoroso mediante sus respuestas apropiadas, es decir, mediante interpretaciones y reconstrucciones genéticas y dinámicas (transferenciales) no censoras (p. 126 de la versión castellana).
Ahora bien, pese a sus esfuerzos por empatizar con las necesidades narcisistas del analizado, el terapeuta falla, en muchas ocasiones, en este intento de empatía, y, por otra parte, las circunstancias reales, interrupciones, vacaciones, etc., ocasionan también frustraciones que provocan la rabia narcisista a la que antes me he referido. En este momento, las interpretaciones no deben dirigirse hacia el contenido de la rabia o hacia la culpa que experimenta el analizado a causa de sus metas destructivas, sino a que éste pueda comprender el porqué de la rabia y el contexto genético en que surgió, por fallas en la empatía de los selfobjetos y por la culpa de éstos proyectada en el niño. El analista interpreta la cadena de sucesos que han conducido a la ruptura del vínculo empático y los consecuentes trastornos emocionales del paciente (Dorpat, T., 1998). Sin embargo, dentro de la psicología del self se piensa que, en muchas ocasiones, más que las interpretaciones explicativas, son útiles las intervenciones del analista en las que éste refleja su comprensión empática de los sentimientos del paciente y de sus transferencias especular o idealizadora. Las interpretaciones e intervenciones que muestran la empatía del analista dan lugar a que el paciente internalice la función selfobjeto del primero, lo cual provoca una mayor cohesión, continuidad y fortalecimiento del self. Con ello, las necesidades narcisistas no desaparecen, pero se hacen menos imperiosas y van evolucionando desde arcaicas a más maduras, con lo cual buscan funciones selfobjeto más realistas y correspondientes a la edad y circunstancias personales y sociales del sujeto.
El objetivo fundamental del tratamiento reside en la construcción de un self vigoroso y cohesionado mediante las internalizaciones transmutadoras. Para ello, es indispensable el establecimiento de una transferencia selfobjeto dirigida al analista como un selfobjeto empático que substituya el selfobjeto arcaico no empático e incapaz de comprender y de responder a las necesidades narcisistas del analizado. En muchos casos, el establecimiento de esta transferencia es difícil de lograr debido a las ansiedades y temores, por parte del analizado, de ser frustrado, traumatizado o explotado por el analista, como lo fue en su pasado por sus primeros objetos, y es necesario una cuidadosa y prolongada interpretación de estas defensas para que pueda surgir una sólida y estable transferencia selfobjeto. Sin embargo, pese a su insistencia en que la palabra del analista, a través de la interpretación, es el instrumento principal para lograr la evolución de las necesidades narcisistas arcaicas, también subraya Kohut que, más que el conocimiento, es la experiencia de la relación con un objeto empático lo que promueve el crecimiento del self. La interpretación no sólo incrementa el conocimiento del analizado, sino que le hace sentir que es escuchado, comprendido y que obtiene la respuesta adecuada, aunque esto último no siempre es así, puesto que el analista tiene, inevitablemente, sus fallos empáticos.
Por todo lo que acabo de decir queda claro que Kohut parte del concepto de que los trastornos narcisistas de la personalidad suponen una detención del desarrollo, y que el análisis constituye una nueva oportunidad, un nuevo comienzo del crecimiento mental que había quedado detenido.[76] El analista actúa como un selfobjeto que, en lugar de traumatizar al sujeto como le ocurrió en la infancia en su relación con unos objetos no empáticos, empatiza con sus necesidades y responde satisfaciéndole, pero también, a través de sus fallos, le proporciona la frustración necesaria para que sus reacciones ante ella puedan ser comprendidas y vividas en este ambiente empático y no traumatizante. Todo ello permite las internalizaciones transmutadoras a las que ya me he referido, mediante las cuales el sujeto asimila las funciones selfobjeto del analista.
5.3.2.3. La perspectiva funcional de Stolorow y Lachmann
Stolorow y Lachmann consideran el narcisismo como una función destinada a mantener una self representación positiva. Lo definen así (1980):
La actividad mental es narcisista en la medida en que su función es mantener una representación del self estructuralmente cohesionada, temporalmente estable y de tonalidad afectiva positiva (p. 10; la traducción es mía).
Desde esta idea básica, juzgan que la función de las relaciones de objeto narcisistas es la de mantener este estado positivo de la representación del self. Coinciden con Kohut en la opinión de que en los trastornos narcisistas existe una falta de diferenciación entre el self y los selfobjetos. Piensan estos autores que esta concepción funcional del narcisismo es mucho más ventajosa que la concepción pulsional freudiana, y que permite clarificar y entender mejor aquellos estados psíquicos para los que, habitualmente, ha sido empleado el término de narcisismo: a) una perversión sexual; b) una forma de relación con los objetos; c) una etapa del desarrollo; d) la autoestima y e) una categoría diagnóstica. Con relación a esta última, proponen que:
[…] «los trastornos narcisistas» no indiquen una categoría diagnóstica, sino una dimensión de la psicopatología que puede hallarse en todas las entidades nosológicas, de manera que podemos referirnos al grado de vulnerabilidad y desintegración de la representación del self en distintas perturbaciones psíquicas (p. 23; cursivas de los autores; la traducción es mía).
Asimismo, piensan que mientras el modelo pulsional induce a considerar todo narcisismo como patológico, la concepción funcional permite diferenciar este último de una adecuada y realista autoestima.
5.3.2.4. Mitchell y las ilusiones narcisistas
Mitchell, el principal promotor del «psicoanálisis relacional», parte de dos diferentes tipos de ilusión para lo que él llama un enfoque relacional del narcisismo (1988).
Según este autor, en la concepción pulsional o mixta el narcisismo es visto como la perpetuación de las ilusiones arcaicas de omnipotencia y de confusión con el objeto. Las ilusiones narcisistas son una defensa contra el estado de indefensión y dependencia propio de los primeros años de la vida. Conllevan un alejamiento de la realidad y su perpetuación es, por tanto, patológica y peligrosa para la estabilidad psíquica. Sitúa la concepción de Kernberg como paradigmática de esta posición. Por otra parte, argumenta, existe otra forma de concebir las ilusiones infantiles como el más profundo núcleo del self y como una inagotable fuente de creatividad, siendo Winnicott el representante más conspicuo de este punto de vista. Piensa que el concepto más tradicional del narcisismo enfatiza la utilización de las ilusiones como defensa y alejamiento de la realidad —lo cual yo creo que es cierto, como ya he subrayado al referirme al funcionamiento psicótico de la personalidad—, pero olvida su papel vital y creativo en ciertos aspectos de las relaciones con los otros y con la realidad circundante. El espacio transicional de Winnicott (1965) es un buen ejemplo de ello.
En su esfuerzo de integración Mitchell recurre a la teoría de Nietzsche, expuesta en su obra El origen de la tragedia (1872). Según Nietzsche, vivimos en un mundo de ilusiones que generan formas variadas de significados y que rápidamente desaparecen. Esta forma de vida es la que Nietzsche llama apolínea, de Apolo, el dios de las ilusiones, los sueños y la creatividad. Por otro lado, estamos sumergidos en un fondo universal de energía de la cual emergemos y en la cual, después de la embriaguez y el éxtasis llevado por las fuerzas instintivas de la naturaleza, desaparecemos. Ésta es la forma de vida, según Nietzsche, dionisíaca, del dios Dionisio del festín y la borrachera. Afirma Nietzsche que la más enriquecedora y creativa forma de vida, que llama «trágica», es aquella que se desarrolla en un equilibrio entre las dos dimensiones.[77]
Siguiendo con la idea de Nietzsche, cree Mitchell que hay tres formas de vida con relación a las ilusiones infantiles. Una es la del hombre apolíneo, que persiste sumergido en sus narcisistas ilusiones infantiles, alejado de la realidad y continuamente golpeado y herido por ella. Pretende mantener sus ilusiones a costa de sacrificar la realidad. Éste es el narcisismo patológico. La segunda opción es la del hombre dionisíaco, quien, convencido de lo inevitable de los desengaños y las decepciones, renuncia a las ilusiones. La tercera opción es la del hombre que Nietzsche llama «trágico». Se trata del hombre que conoce y acepta la finitud de la vida y de las ilusiones, las limitaciones de toda obra humana y lo efímero de sus construcciones, pero en un equilibrado balance entre ilusiones y realidad, persiste en gozar de ellas y en desarrollar su creatividad, consciente de su inevitable destino. Ésta es la forma de vida propia del narcisismo sano.
5.4. Narcisismo y sociedad
5.4.1. Influencia de la cultura en la génesis de los trastornos narcisistas de la personalidad
Me parece razonable pensar que el incremento en el número de pacientes con personalidad narcisista que vemos en nuestros consultorios es debido, por lo menos en gran parte, a los cambios que en forma progresivamente acelerada, desde las últimas décadas del siglo XX, han ido desarrollándose en el tejido social. Y, dicho de forma más radical, pienso que si el número de personalidades narcisistas va en aumento es porque la nuestra es una sociedad notablemente narcisista, y una sociedad narcisista estimula y alimenta la aparición de personalidades narcisistas.
Todo ser humano ha de resolver los puntos álgidos de su existencia —sexualidad, pareja, trabajo, creación de la propia identidad y sentido de sí mismo, etc.— dentro de la trama psicosocial en la que ha nacido y se desarrolla. Y no parece difícil pensar que todas las carencias afectivas, formas distorsionadas de relación, intolerancia, agresividad, etc., de este tejido social repercutirán en la forma con la que el sujeto tratará de hacer frente a sus pulsiones, frustraciones y necesidades. Y mi opinión es la de que una sociedad y cultura[78] narcisistas tienden a favorecer el desarrollo de personalidades narcisistas.
Hemos de tener en cuenta que el pensamiento psicoanalítico ha sido poco sensible en la valoración de los cambios sociales como factores importantes para el desarrollo mental. Ha considerado la mente humana como definida por unas estructuras predeterminadas, innatas y universales, que sólo precisan para desarrollarse de unas condiciones suficientes para la supervivencia, y, desde este punto de vista, no se ha considerado que los cambios sociales tengan una incidencia significativa en el desarrollo de la mente ni en su patología. Pero, como en otros capítulos ya he dicho, somos cada vez más los que creemos que la mente es un producto, así como un participante interactivo, del contexto social, cultural y lingüístico en el cual el sujeto construye su vida (Mitchell, S., 1988). Dicho de otra manera, no son las pulsiones universales e innatas —sexuales y agresivas— las que determinan las relaciones objetales —y más tarde las relaciones interpersonales— sino, al contrario, son las relaciones objetales las que determinan las vicisitudes, expresiones y caminos de las pulsiones. Y, desde esta perspectiva, queda claro que la trama psicosocial posee una decisiva influencia en el progresivo aumento del número de personalidades narcisistas. Y creo que esto es especialmente cierto por lo que concierne a las personalidades narcisistas de tipo infantil a las que antes me he referido. Se trata de personalidades intemperantes a la espera, que exigen una gratificación inmediata no sólo de sus verdaderas necesidades, sino también de sus pseudonecesidades y de toda clase de deseos, con la boca siempre abierta para ingerir toda clase de bienes de consumo, drogas y todo aquello que les presuponga alguna clase de satisfacción, con un alto nivel de demanda hacia los otros y hacia la «sociedad», entendida esta última como una imagen omnipotente que ha de facilitarles todo lo que desean, pero con un sentido nulo o muy escaso de aquello que los otros tienen derecho a esperar de ellos. Además, y en esto concuerda este concepto con el de los narcisistas de piel fina descritos por Rosenfeld, se sienten profundamente heridos cuando no son satisfechas sus demandas o cuando se les recuerda sus obligaciones, como si ello constituyera una tremenda injusticia. Pues bien, yo pienso que estas personalidades narcisistas de hoy en día vienen a ser los exponentes destacados y concretos del narcisismo que impera en nuestra sociedad. Podemos sintetizar su actitud mental diciendo que aman los productos del objeto —representados por todo aquello que les parece satisfactorio y deseable—, pero niegan el reconocimiento y la dependencia del objeto.
5.4.2. La sociedad narcisista de nuestro tiempo
Claramente, no intentaré realizar un análisis amplio de la sociedad contemporánea, sino únicamente subrayar aquellos aspectos más destacadamente narcisistas de ella que contribuyen a propiciar la aparición del tipo de personalidades que estoy describiendo.
Creo que la característica más notable de nuestra sociedad en el sentido que ahora expongo es la tendencia a negar la ansiedad de separación y la espera, tendencia que, como he dicho, es uno de los factores más fundamentales en la estructura narcisista. Y no hemos de olvidar que la vivencia de separación, es decir, de la ausencia del objeto necesitado, es, como ha puesto de relieve Bion (1962 b), aquello que pone en marcha el pensamiento y, especialmente el pensamiento reflexivo sobre la propia emocionalidad.
Son muchos los mecanismos dirigidos a anular la ansiedad de separación y, por tanto, aniquiladores del pensamiento, que encontramos en nuestra sociedad. Los actuales instrumentos técnicos —televisión, teléfonos móviles, Internet, medios de comunicación, etc.—, permiten tener siempre al alcance de la mano una realidad virtual que nunca se hace esperar. De ahí, por ejemplo, el fenómeno cada vez más extendido de la adicción por parte de adolescentes y adultos a consumir largas horas «chateando» por Internet. A través de este medio, los límites desaparecen, las fronteras se borran, la realidad externa palidece y se hace innecesaria. Se buscan atajos para evitarla y renunciar a los aspectos más duros de ella. Es posible instaurar relaciones con desconocidos de todas partes del mundo, sin necesidad de mantener buenas relaciones con los vecinos o con los compañeros de trabajo, los cuales exigirían algo en correspondencia.
Como he dicho repetidamente, la realidad es la enemiga mortal del narcisismo, ya que derriba las fantasías de omnipotencia, pone de relieve los propios límites y la necesidad del objeto —de los otros—, subraya la dependencia, etc. Por esto la sociedad narcisista ataca la realidad y el pensamiento que nos lleva a conocerla. De esta manera, la realidad queda escondida bajo una realidad virtual que puede transformarse y modificarse de manera inextinguible, a gusto del consumidor. Con ello, grandes masas de la población —hemos de tener en cuenta que en nuestra sociedad existen numerosas subculturas— viven más intensamente la realidad virtual que la realidad que las rodea. Amplios grupos y subgrupos, dentro de nuestra sociedad, se interesan, más que en reflexionar y conocer su propia realidad, por las vicisitudes, sexualidad, emparejamientos y rupturas eróticas y pseudosentimentales de los personajes «famosos» que los medios de comunicación les presentan a todas horas; personajes, casi siempre, de ínfima categoría moral e intelectual.
El continuo bombardeo con todo tipo de incitaciones visuales y auditivas es, también, otra forma de atacar la ansiedad de separación y la capacidad de pensar. Este bombardeo aniquilador del pensamiento también adquiere, en algunos espacios, la forma de música atronadora, muchas veces música «máquina», o bien se presenta como estimulación continuada a través de los auriculares sempiternamente pegados a los oídos. La información puede servir para incitar la puesta en marcha del pensamiento, pero ofrecida de manera masiva, ininterrumpida, como una catarata, a todas las horas del día, por los medios de comunicación, de forma predigerida, sin elementos suficientes para que quien la recibe pueda formarse un juicio por sí mismo es, asimismo, una forma de inhibir el pensamiento.
La alianza entre producción de bienes de consumo y publicidad constituye, también, un factor importante en la creación de la atmósfera narcisista en la que se encuentra inmersa nuestra sociedad. No es decir nada nuevo el hecho de subrayar que, lamentablemente, en las sociedades industrializadas la producción de bienes de consumo no se halla regida por la idea del bien común, que es aquello que ha de favorecer a todos sin injusticia para ninguno,[79] sino por una ética —o mejor, antiética— utilitarista que únicamente aspira a los máximos beneficios para quienes disponen de los medios de producción. Esto comporta que la producción incesante y renovada de artículos de consumo —la mayor parte de ellos innecesarios— haya de ir acompañada de la creación de una masa enorme de sujetos dispuestos a adquirir todas las mercancías, a fin de que la producción, y por tanto los beneficios, no queden interrumpidos. Para conseguir esto ha de convertirse al mayor número posible de individuos en compradores. Y para que esto sea posible ha de funcionar la maquinaria enorme de la publicidad destinada no a orientar e informar, para que el que precisa algo sepa cómo y dónde adquirirlo, sino a crear pseudonecesidades, deslumbrando con promesas de goce y felicidad increíble si se dispone de tal o cual mercancía. Se presentan, incluso, facilidades aparentemente «generosas» que sólo pretenden incluir en el grupo de consumidores al mayor número posible de personas. Así, se llega a crear una gran masa de población dispuesta a endeudarse hasta el límite con tal de conseguir tales portentos, pero perpetuamente insatisfecha porque nunca llega a poder adquirir todo lo que de continuo se le ofrece en una cultura de utilizar y tirar, y bien convencida de que a lo mejor que se puede aspirar en la vida es a disponer, sin restricciones, de estas mercancías tan maravillosas.
Puede objetarse, naturalmente, que crear necesidad y deseo de cosas buenas es contrario a la promoción del narcisismo tal como lo he descrito, ya que éste consiste, precisamente, en el predominio de las fantasías de identificación con un objeto omnipotente internalizado, en este «el objeto soy yo» que he citado antes, gracias a lo cual ya no existe ninguna necesidad ni deseo insatisfecho. Pero esta objeción se basaría en una apreciación falsa, porque lo que se intenta es negar y sustituir, con la posesión inacabable de bienes de consumo innecesarios, el reconocimiento del buen objeto, de los propios límites, de la necesidad de reparación, del desenvolvimiento de la conciencia autoreflexiva y de la ansiedad de separación, ya que la fantasía es la de que no existe esta última si se dispone de tantas y tantas cosas buenas, las cuales reemplazan el buen objeto. La situación ha llegado a tal punto que, en algunos países, la Administración se ve obligada, en determinados momentos, a advertir al público que modere su consumo y no se endeude comprando mercancías innecesarias. Así es como nuestra sociedad estimula el desarrollo de la personalidad narcisista. La ansiedad de separación ha sido sustituida por la psicopatología de la intolerancia a la separación y por la exigencia de la gratificación inmediata (Ahumada, J. 1999).
Otra forma de evitar la ansiedad de separación, la dependencia del objeto y la necesidad del pensamiento autoreflexivo, limitando la capacidad de pensar a un nivel puramente instrumental, es el recurso a la psicofarmacología. El psicoanálisis, en cambio, que invita a entrar en contacto con las emociones, con el duelo, con la ansiedad de separación, la pérdida del objeto y la necesidad de recuperarlo, es considerado para muchos como un enemigo público al que hay que desterrar. Aquellos que, a pesar de todo, sufren ansiedad y experimentan el vacío y la desorientación de sus vidas, cuando acuden en demanda de ayuda nos dicen que es inútil que pretendamos que piensen y se entiendan a ellos mismos, y que es mejor que les demos fármacos a que les obliguemos a este penoso ejercicio de pensar y enfrentarse a sus sentimientos. En muchos adultos y ancianos, los tranquilizantes dispensados por el médico son el equivalente de las drogas blandas para los jóvenes.
La adicción al alcohol —como droga legalizada— y a las drogas ilegales, ya sea en su forma más grave de adicción crónica y establecida, o en su forma más frecuente de consumo de drogas los fines de semana, en fiestas y discotecas, etc., es otra expresión del ataque a la mente presente en nuestra sociedad, en la que se substituye la función de pensar y la ansiedad de separación por un estado de excitación maníaca artificialmente provocado. En relación a este ataque a la función autoreflexiva del pensamiento, dice Ahumada (1999):
En mi opinión las dificultades del psicoanálisis en la hora actual derivan en lo principal de una crisis del pensar reflexivo acerca de sí abarcando, desde su punto de partida en la incidencia de los medios en la aculturación inicial desde la niñez, a la sociedad global (p. 22; cursivas del autor).
El rechazo a la autoridad es otra de las características de la sociedad actual favorecedoras del incremento de las personalidades narcisistas. Toda autoridad se ve transformada, casi automáticamente, en autoritarismo, y, por tanto, como rechazable. Si no hay autoridad no existen límites ni diferencias, y las fantasías narcisistas de confusión entre el self y el objeto se ven estimuladas. Todo ello da lugar a que la autoridad de la pareja parental desaparezca, no únicamente en los casos de parejas separadas o en el de las madres solteras o padres que se han hecho cargo de los hijos, sino también en las familias del tipo que podemos llamar tradicional. La función de la pareja parental es la de, en primer lugar, sostener y respaldarse mutuamente en sus respectivos papeles materno y paterno, y, en segundo lugar, establecer límites acerca de lo posible, señalar lo permitido y lo prohibido, construir y dar firmeza a las relaciones entre los hijos y entre éstos y los padres como diferentes de las que mantienen estos últimos entre ellos, marcar las diferencias generacionales, etc. Si, a consecuencia de la presión social contra la autoridad, los padres no se atreven, o no pueden, ejercer su papel rector, los hijos no consiguen internalizar unas imágenes suficientemente fuertes, amorosas y protectoras, a la vez, que los ayuden y sostengan en las crisis de crecimiento y en su entrada en el mundo de la vida, y se sienten inclinados a recurrir a identificarse con un objeto omnipotente subjetivamente construido, y a la excitación artificial a través la fusión con la masa y la pérdida de su individualidad en conciertos y fiestas juveniles, así como a través del alcohol y las drogas. Esta situación de abdicación de autoridad por parte de la pareja paterna, por un lado, y de permisividad escéptica y pesimista, por otro, contribuye a configurar en los adolescentes los rasgos propios de la personalidad narcisista.
Aunque es fácil suponer la existencia de un superyó débil y casi inexistente en los niños y adolescentes que han crecido en las condiciones familiares y sociales que estoy describiendo, la experiencia muestra que, contrariamente, un superyó sumamente hostil y agresivo se halla en la base de las personalidades narcisistas de nuestro tiempo. Los psicoanalistas sabemos, desde hace tiempo, que la tonalidad predominantemente agresiva o amorosa y protectora del superyó no depende tan sólo del comportamiento de los padres, sino que éste se enlaza y combina con las proyecciones del niño hacia ellos, reintroyectando posteriormente unas imágenes parentales revestidas de las pulsiones y sentimientos que les han sido proyectados.
Si los hijos no han podido, en su niñez y primera adolescencia, internalizar unas figuras parentales fuertes, aunque amorosas y protectoras, con las que identificarse y por las que sentirse guiados y amados, introyectan imágenes frágiles, frías y distantes, cargadas con su propio odio y agresividad. A causa de ello, la tolerancia a la frustración es baja en la misma medida en que la exigencia de satisfacción inmediata es elevada, porque el sujeto no posee en su mundo interno un objeto bueno y suficientemente sólido en el que apoyarse y por el que sentirse acompañado. Ello facilita la tendencia a construir subjetivamente, como antes ya he dicho, un objeto omnipotente con el que fusionarse, dando lugar a la fantasía de un self grandioso. Esta ausencia de rasgos amorosos y protectores en los objetos internos da lugar a que el superyó investido de la propia agresividad oral-sádica ataque con crueldad al yo sin ofrecer, en cambio, compañía y protección. Desde esta perspectiva que estoy exponiendo, afirma Lasch (1979) que el fallo de los padres en servir al hijo como un modelo de disciplinada autocontención y de tolerancia, a la espera de la satisfacción deseada, estimula el desarrollo de un cruel y severo superyó fuertemente basado en las imágenes arcaicas de los padres, hacia los cuales se han dirigido las pulsiones agresivas más primitivas, fusionadas con imágenes de un self grandioso. Así, queda incrementada la necesidad, por parte del adolescente, de buscar refugio en las fantasías grandiosas y en el ataque al pensamiento autoreflexivo y a la realidad que pueden desmentir las primeras, tanto para poder tolerar las insatisfacciones como para huir de la agresividad del superyó.
La obesidad, una de las plagas de las sociedades industriales avanzadas, es, también, una consecuencia, por lo menos en parte, de nuestra cultura narcisista. Cierto es que existen factores propios del estilo de vida laboral, como es la imposibilidad, para una gran parte de la población, de realizar en el hogar la comida del mediodía, y la necesidad, por exigencias de la escasez de tiempo, de acudir a alimentos enlatados y conservas en lugar de cocinar en casa alimentos frescos, etc., pero esto no es todo para explicar el origen de esta epidemia que está ya causando gran preocupación en los gobiernos de muchísimas naciones, por la incidencia que tiene la obesidad en la etiología de gran número de enfermedades, con el consiguiente coste para la seguridad social. Se calcula que para el año 2007 el cincuenta por ciento de los estadounidenses serán obesos, y que los países de Europa central no les van mucho a la zaga. Esta epidemia tiene también que ver con la exigencia de satisfacción inmediata, con el rechazo a cualquier frustración y la demanda continuada de placer, con la substitución de la presencia y la relación de los padres con sus hijos por toda clase de gratificaciones materiales, entre las cuales se incluyen toda clase de golosinas, helados, chocolates, etc., y también se halla vinculada a la intolerancia a la ansiedad de separación y a la dependencia del objeto. Esto último conlleva que, como ya he dicho refiriéndome a la adquisición desmesurada de artículos y mercancías de toda clase, la ausencia y la dependencia del objeto sea negada mediante el consumo incesante de sus productos y, en el caso al que me estoy refiriendo, a través de la satisfacción improcedente de la pulsión nutritiva. El «picoteo» entre las horas de las comidas es una buena muestra de lo que estoy diciendo y una de las principales causas de la obesidad.
Los sociólogos han comenzado a caracterizar nuestro momento social como la cultura del aspectismo. El aspecto físico lo es todo y mueve millones en toda clase de productos, regímenes alimentarios, cirugía estética, etc. Se valora a las personas más por su aspecto físico que por las cualidades y capacidades que puedan poseer. Un buen aspecto físico vale por todo y lo perdona todo. La epidemia de anorexia mental entre muchachas adolescentes y jóvenes mujeres es un buen ejemplo de lo que estoy diciendo. Incluso en el deporte, un deportista con buen aspecto físico se valora más que otro con mayores rendimientos pero carente de este atributo.
Sin ánimo de exagerar, creo poder afirmar que los rasgos narcisistas a los que me estoy refiriendo se extienden, como una mancha de aceite, a gran parte de la población. El culto a la individualidad está dando lugar a lo que podemos llamar la «deificación» del individuo. Parece que hay muchísimos sujetos que se consideran a sí mismos un dios, un dios con derecho a todo y obligación a nada. Así, podemos observar, junto a la actitud incesante de reclamación y reivindicación, el desprecio y desconsideración hacia los otros, presentes, por ejemplo, en la progresiva desaparición de la cortesía y buenos modales en la convivencia, en la falta de respeto hacia los derechos de las otras personas, etc. Un ejemplo de lo que estoy diciendo lo encontramos en el hecho de que, cuando una persona anciana o con dificultades físicas entra en un autobús o transporte subterráneo, es raro que alguien se levante para cederle el asiento, ni tan sólo aquellos que están ocupando los puestos reservados específicamente para estas personas. Los ejemplos podrían multiplicarse. También podemos incluir aquí la manera temeraria de conducir el automóvil, con desprecio por la seguridad y la vida de los otros e incluso por la propia. El elevadísimo número de accidentes de carretera da buena razón de lo que digo.
Al describir los rasgos esenciales de las personalidades narcisistas he puesto especialmente de relieve su tendencia a dominar y controlar al objeto, a negar la dependencia frente a él, a aprovecharse de sus cualidades y aportaciones sin amarlo, en fin, a sustituirlo con la fantasía «el objeto soy yo». Pues bien, creo que estas mismas características podemos atribuirlas a la sociedad que llamamos industrial y civilizada, considerada como un ente vivo con sus propias peculiaridades y dinamismo, en relación al «objeto» que le ha dado la vida y la sostiene: el planeta Tierra. Frente a esta cuestión, coincido plenamente con la tesis expuesta por Lasch (1979) respecto a la utilización narcisista de la ciencia y la técnica, la cual expondré desde mi punto de vista.
Dice Lasch que ambas, ciencia y técnica, nos son útiles y necesarias para mejorar las condiciones de vida de la humanidad, combatir las enfermedades y el hambre, aliviar el sufrimiento, promover la educación y el desarrollo cultural, fomentar la creatividad, controlar aquellos fenómenos de la naturaleza perjudiciales para los seres humanos, en suma, para poder dar a todos una vida lo más satisfactoria posible. Pero otra cosa distinta, aunque constantemente la confundimos con lo que acabo de decir, es poner los instrumentos técnicos de que nos dota la ciencia al servicio de las fantasías narcisistas omnipotentes de control, posesión y desprecio del objeto, a fin de negar nuestros límites, nuestra debilidad y nuestra necesidad de aquél. Estas fantasías narcisistas son las que nos llevan a desdeñar las necesidades del planeta que habitamos, a creernos dueños del universo, a intentar domeñar la naturaleza al servicio de nuestra demanda ilimitada de satisfacción y bienestar, a no respetarla, a subyugarla y agredirla en lugar de amarla. En una palabra, a creer que somos los dueños de la naturaleza en lugar de a reconocer nuestra dependencia de ella. Se trata, por tanto, de una inversión de las relaciones padres-hijos, humanidad-naturaleza, de un esfuerzo por dominar el objeto en lugar de depender de él. Los resultados de estas ciegas y omnipotentes fantasías narcisistas han llevado a la actual situación de desastre ecológico, con desertización de amplias zonas del planeta y el consiguiente incremento de la sequía, a la contaminación de la atmósfera, de los ríos y de los mares, a la extinción de centenares de especies vivientes, a la deforestación, al agujero de ozono, a los cambios climáticos, etc., hasta el punto de que la Tierra llegará a ser inhabitable pronto si la humanidad no ceja en su loco y narcisista empeño de destruir la naturaleza para negar nuestra dependencia de ella. Parece que los últimos desastres ecológicos, huracanes de fuerza inaudita, maremotos y terremotos, sequías en aumento, etc., nos están advirtiendo con la antigua sentencia de bíblicas resonancias: Pesado, Medido, Contado. Quiero subrayar que existe una verdad que no debiéramos olvidar nunca, pero que nuestro narcisismo nos impide reconocer: las madres perdonan siempre, o casi siempre; los hombres y las mujeres, a veces; la naturaleza, nunca. La naturaleza es implacable. Todo lo que hacemos contra ella lo pagaremos con creces. Como he dicho repetidamente, la realidad es la enemiga mortal del narcisismo y, lamentablemente para nuestra sociedad narcisista, al final siempre vence la realidad.
5.5. Algunas características específicas del tratamiento de las personalidades narcisistas
5.5.1. Las dificultades para establecer la relación de dependencia
En algunos casos, los sujetos con personalidad narcisista solicitan ayuda al analista a causa de que la forma de relacionarse con los otros y, en general, de orientar su vida y sus objetivos de acuerdo con la imagen grandiosa que poseen de su self, los lleva a continuados conflictos y fracasos. No me cabe ninguna duda de que la única manera de intentar conseguir una modificación de su estructura es mediante la terapéutica psicoanalítica, ya sea como análisis propiamente dicho o con técnicas modificadas de psicoterapia psicoanalítica, puesto que muchos autores consideran que no es posible tratar a esta clase de pacientes con el método que, para entendernos, solemos llamar clásico (Kernberg, O., 1975, 1984). No entraré a discutir acerca de una u otra de estas modalidades de la terapéutica psicoanalítica. Lo que sí me parece bien evidente es que las personalidades narcisistas en las que la relación entre el self narcisista omnipotente y el self libidinal no se halla excesivamente desequilibrada a favor del primero son las más asequibles al tratamiento.
De acuerdo con mi experiencia y la de otros autores (Kohut, H., 1984; Modell, A. 1975; Kernberg, O., 1975, 1994; Coderch, J., 1991), el rasgo más característico con el que se encuentra el analista al comienzo del tratamiento frente a los pacientes narcisistas es la aparente carencia de afectos. Opina Modell (1975) que esta falta de afectos puede asemejarse al aislamiento que observamos en pacientes obsesivos, pero que puede diferenciarse porque el aislamiento en los pacientes obsesivos es una defensa intrapsíquica, mientras que en las personalidades narcisistas el bloqueo de los afectos se halla motivado por el temor a una relación cercana y emotiva con el analista. Es fácil, dice Modell, que, en estos casos, el analista experimente el sentimiento de que, aun cuando hay dos personas en la habitación, el clima emocional es el mismo que se produciría en el caso de que sólo hubiera una persona. Cuando habla el analizado parece que habla para sí mismo sin tener en cuenta al analista. Y cuando el analista habla, también le parece como si hablara al vacío, con un analizado ausente y desinteresado, lo cual puede ser vivido contratransferencialmente como rechazo y desprecio por parte de aquél. El examen detenido de la situación lleva al analista a percatarse, en un primer momento, de que esta actitud de su analizado se basa en su sentimiento de grandiosa autosuficiencia y de temor a la relación emocional. Sin embargo, con el tiempo, una observación más profunda y minuciosa, nos lleva a descubrir, debajo de este aparente desprecio e indiferencia, una intensa necesidad de dependencia, afecto y aceptación por parte del analista, a quien demandan, en un transferencia especular, que refleje y alimente sus fantasías de grandiosidad. Estas fantasías de grandiosidad son las que les permiten sustentar la ilusión de que no han de necesitar ni depender de nadie, puesto que experimentan el afecto hacia alguien como contrapuesto a tales fantasías y, por ello, han de evitarlo a toda costa.
La desconfianza que suelen mostrar hacia el analista, junto con la negativa a depender de alguien como pauta fundamental de trato con el otro, sugieren a Modell la hipótesis de que las personalidades narcisistas, en sus primeras relaciones de objeto, han sufrido la experiencia de una madre incapaz, por las razones que sean, de inspirar al niño confianza en que sus demandas y necesidades afectivas, lo cual no ha de ser confundido con el aporte de suministros materiales, serán satisfechas. Si esta hipótesis es cierta, ello habría llevado al niño a la formación de un self a la vez precoz y frágil, el cual ha de sostenerse mediante la construcción de fantasías de grandiosidad e independencia, impulsado por el sentimiento de que no puede esperar nada del objeto. Yo creo que se trata, por tanto, de una autonomía prematura basada en la identificación con un objeto omnipotente subjetivamente construido, lo cual conduce a que la fantasía del narcisista que ya he citado repetidamente, «el objeto soy yo», deba, para una mejor comprensión de estas personalidades, completarse de la siguiente manera: «el objeto soy yo, puesto que no puedo esperar nada de los otros».
Dada la situación que estoy exponiendo, no ha de extrañar que al analista le sea extraordinariamente difícil lograr que se establezca, por parte del analizado, la imprescindible colaboración para el trabajo analítico. No puedo profundizar aquí en las inacabables discusiones entre las distintas escuelas acerca de si esta colaboración se funda en una relación no transferencial, sino real, entre paciente y analista, la llamada alianza terapéutica o alianza de trabajo a la que me he referido en el capítulo 1, o si se basa en la transferencia positiva derivada de la transferencia erótica incuestionable de la que nos habla Freud. Por mi parte, como ya he expuesto, considero falsa la dicotomía entre relación real y transferencia, ya que creo que lo que existe es una situación relacional en la que lo externo y lo intrapsíquico forman una nueva relación emergente. Sea cual sea la concepción teórica a la que nos atengamos, lo cierto es que todo analista debe esforzarse para construir esta colaboración, sin la cual el proceso analítico no tendrá lugar. Por desgracia, yo no tengo, ni creo que nadie tenga, ninguna fórmula suficientemente válida para conseguir del sujeto narcisista esta actitud de colaboración. Lo que sí puedo decir es que es preciso un análisis muy prolongado, en el transcurso del cual el analista ha de desplegar una gran paciencia y dejar de lado toda precipitación.
De acuerdo con mi experiencia, hasta que no se hayan instaurado aunque sólo sean unos mínimos rudimentos de relación de trabajo, las interpretaciones del conflicto intrapsíquico expresado en la transferencia son inútiles e incluso, en ocasiones, perjudiciales (Bassols, R. y Coderch, J., 1989). Ello es debido a que, por un lado, estas personalidades viven estas interpretaciones como una amenaza a su autonomía e independencia, y, por otro, se sienten presa de la envidia cuando perciben la capacidad del analista para entender lo que ocurre en su mente y ofrecérselo, lo cual los lleva a rechazar con más violencia la comprensión que se les ofrece. Sin embargo, también es cierto que tras años de sostenida tarea llega a producirse el establecimiento de unos principios, aunque sea elementales, de relación de trabajo que, posteriormente, posibilitarán que estas personalidades puedan tolerar y elaborar las interpretaciones acerca del conflicto intrapsíquico y relacional. Yo creo que para explicarnos cómo es posible llegar a esta situación en un analizado que, como he dicho, rechaza las interpretaciones de los conflictos tanto intrapsíquicos como relacionales, hemos de ir más allá del contenido semántico-referencial de las interpretaciones y apoyarnos en aquellos factores terapéuticos que impregnan la relación analizado-analista y que han sido descritos en las últimas décadas por diversos autores. De ello volveré a ocuparme en el siguiente apartado, dedicado a la constelación de sentimientos y comunicaciones que se establecen entre paciente y analista, a la que yo denomino trama interactiva. Quiero subrayar que con lo que estoy diciendo no me refiero a la indicación de utilizar algún parámetro especial para gratificar las demandas del paciente, ni a la de ofrecer muestras especiales de amistad o aceptación. El setting y la metodología psicoanalítica son suficientes, siempre que sean aplicados paciente y juiciosamente. Pero sí quiero subrayar que, en mi opinión, el analista debe hacer sentir su eros terapéutico y su comprensión y cuidado del analizado, de la misma manera que la música nos transmite, sin palabras, los sentimientos del compositor.
Desde el punto de vista de la praxis pienso que, en el caso de este tipo de personalidades, debemos ser muy cautos antes de interpretar la envidia y la destructividad, ya que esto será vivido por ellos como una herida cruel infligida a su narcisismo y conducirá a un incremento de su enclaustramiento y a un recrudecimiento de la lucha para evitar reconocer la necesidad del objeto. Pero sí creo que es preciso señalar, todas las veces que sea posible, la existencia de un self infantil libidinal y dependiente, la petición de ayuda que surge de éste y la situación de esclavitud en la que se halla por parte del self omnipotente y destructivo. El desenlace será favorable en la medida en que la confianza del self infantil y libidinal en el analista supere el terror que experimenta frente al dominio y las amenazas del self narcisista omnipotente.
5.5.2. La interacción analizado-analista como diálogo
5.5.2.1. El «más allá» de la interpretación
Las dificultades por ayudar a personalidades como las de los sujetos narcisistas han llevado en el último tercio del siglo XX a promover un sostenido esfuerzo para tratar de poner en claro, en la medida de lo posible, cuáles son las experiencias que tienen lugar en el marco de la relación terapéutica, más allá del contenido cognitivo de las interpretaciones que el analista formula. Esto ha conducido a centrar más y más la atención en la continuada interacción entre analizado y analista, entendiendo por interacción la ininterrumpida corriente de mutua influencia que ambos están ejerciendo el uno sobre el otro, a través de su lenguaje, verbal y no verbal, sus silencios y todo su comportamiento (Ponsi, M., 1997; Tous, J. M.ª, 1998; Stern, D., 1998). Este estudio cuidadoso de la interacción nos permite comprender mejor la manera como la relación terapéutica puede ayudar a los pacientes con graves dificultades de diferenciación entre el self y el objeto, con déficit en la capacidad de simbolización, con predominio de ansiedades y defensas arcaicas, con graves alteraciones del carácter, etc., es decir, a todos aquéllos para los que el modelo de la interpretación promotora de insight no es válido, o, por lo menos, no lo es en grado suficiente. Es preciso, por lo tanto, estudiar las complejidades de la interacción analizado-analista y sus fundamentos, en tanto que agente terapéutico situado en este «más allá de la interpretación» del que nos hablan los autores del Boston PCSG, Stern (1998) y Nahum (2002), entre otros. Sucede que este «más allá» es algo que resulta muy difícil de transmitir en los trabajos psicoanalíticos, y ello se debe, en mi opinión, a que tanto en los textos teóricos como en el material clínico el autor puede transmitir a los lectores y oyentes la formulación semántica-referencial de las interpretaciones, pero no el contenido pragmático-comunicativo de las mismas. Este último, por definición, es inefable, tan sólo puede ser captado directa y emocionalmente por los dos participantes. Y éste es el obstáculo con el que se encuentra quien quiere transmitir, en los trabajos psicoanalíticos, este «más allá de la interpretación» que cada vez centra más la atención de gran número de psicoanalistas. En realidad, creo que tal vez sería más exacto decir «más allá del contenido semántico de la interpretación».
En las últimas décadas, este interés por el más allá de la interpretación ha llevado a revalorizar a autores como Fairbairn (1952), a propósito de su concepción de la pulsión como buscadora de objeto; Balint (1968), por su descripción del amor primario y la falla básica, y Bowlby (1969, 1972, 1980) por su desarrollo de la teoría del apego, así como a un incremento, si cabe, de la valoración de Winnicott por su teoría del espacio transicional (1965). Al mismo tiempo, este impulso ha llevado a integrar en el campo del pensamiento psicoanalítico recientes descubrimientos de la lingüística acerca del doble sentido de los actos de habla que he expuesto en anteriores capítulos, así como de la psicología cognitiva y de las neurociencias, con especial referencia a la interacción, la memoria de procedimiento, el inconsciente no reprimido y la diferenciación funcional de los hemisferios (Joseph, R., 1988; Pally, R., 2003). Pues bien, yo creo que estos descubrimientos nos permiten actualmente una mayor comprensión acerca de lo que tiene lugar en el encuentro entre paciente y analista y de la manera como, de forma beneficiosa o no, actuamos sobre nuestros analizados. Dicho de otro modo, un mayor énfasis en el estudio de la continuada interacción entre analizado y analista, lo cual puede dar lugar a más posibilidades de conseguir una modificación de las pautas relacionales de este último.
5.5.2.2. El estudio de la relación bebé-padres aplicado a la interacción analizado-analista
Dado que analizado y analista son organismos vivientes, se hallan ambos en una continua interacción con el medio que los rodea, y, en el curso de la sesión terapéutica, cada uno de ellos es, para el otro, el punto de referencia en este medio «interactivo». Siguiendo las ideas de Nahum (2002) podemos, primeramente, considerar esta cuestión desde el vértice etológico. Cuando dos animales se aproximan se inicia entre ellos un complicado proceso de reconocimiento mutuo en el que intervienen estímulos sensoriales y, a la vez, una serie de movimientos en cada uno de ellos que son captados por el otro como mensajes y señales, ya sea de amenaza, de recelo, de seguridad, de intenciones sexuales o agresivas o pacíficas; la respuesta frente a estas señales influye en el comportamiento del emisor, de manera que se modifican las señales que éste emite, provocando una nueva respuesta en el receptor, y así sucesivamente. De esta manera se establece una regulación mutua de la relación que, a partir de este momento, prevalecerá entre ellos. Esto es lo que Nahum llama kinesia de la relación, la cual en los humanos tiene lugar en el ámbito mental.
Debemos recordar aquí lo que ya he expuesto en el capítulo 4 acerca de la adquisición del conocimiento relacional implícito, descrito por los autores del Boston PCSG. El bebé capta los efectos que los estímulos que provienen de sí mismo producen en los padres, adapta los signos que emite —llanto, gesticulación, balbuceos, sonrisa, etc.— a las respuestas que precisa para la gratificación de sus necesidades, percibe la reacción que esta nueva emisión origina en ellos y modifica sus pautas de comportamiento para una nueva adaptación, etc. De esta manera, va construyendo un equipo de experiencias que, en cada ocasión, le permite configurar la conducta más favorable para la satisfacción de sus demandas, tanto de tipo físico —calmar la sed, el hambre, el frío o el calor, etc.— como psíquicas, compañía, contacto, muestras de amor, etc. Estos juegos interactivos son progresivamente internalizados, dando lugar a representaciones mentales que actúan como pautas o esquemas que dan significado a los estímulos provenientes del mundo exterior, y, por tanto, organizan las relaciones con las personas que rodean al bebé. En todo momento, la interacción con los otros reactiva estas experiencias pasadas, de manera que se produce una respuesta tendente a conseguir la máxima satisfacción de las necesidades biológicas y afectivas, así como a evitar la frustración y el dolor. De acuerdo con la respuesta obtenida se estabilizan los esquemas empleados o se produce una reorganización de los mismos. Sucesivamente, se van acumulando una serie de pautas de interacción, muy simples en un principio y más complicadas después, que dan significación a toda interacción con el mundo exterior y configuran ésta de acuerdo con las experiencias pasadas, lo cual, en la situación analítica, es la base del concepto de la transferencia como organización, de la que he hablado en el anterior capítulo.
Es comprensible que las situaciones vividas conflictivamente por el sujeto, especialmente en la primera y segunda infancia, den lugar a interacciones defensivas y desajustadas que, a su vez, fácilmente producirán nuevas interacciones del mismo tipo, y así sucesivamente, con lo cual las respuestas patológicas irán prolongándose a lo largo de toda la vida. En el curso del proceso terapéutico, la continuada interacción analizado-analista promueve lo que ya hemos visto que los autores del Boston PCSG denominan una relación implícita compartida que se integra en la memoria de procedimiento de cada uno de los participantes del análisis, y, por tanto, en el respectivo conocimiento relacional implícito que, de esta forma, queda modificado. Asimismo, los investigadores de las relaciones bebé-padres consideran que las experiencias de las que estoy hablando se hallan almacenadas e integradas en la memoria de procedimiento o no declarativa, que no se expresa en los recuerdos conscientes. Aunque la teoría y la técnica psicoanalíticas han sido totalmente construidas sobre la base de la memoria declarativa o explícita, ahora sabemos que la utilización de los dos sistemas de memoria, con predominio de uno u otro según la circunstancia, es la regla común en el comportamiento humano. En algunos casos, como ya hemos visto, una memoria declarativa puede transformarse, a través de la práctica repetida, en memoria de procedimiento, como es el caso de las habilidades motoras (Kandel, E., 1999).
En la actualidad son muchos quienes, basándose en los estudios que he citado sobre la relación bebé-padres, cuya metodología han trasladado a la metodología de la relación paciente-terapeuta, juzgan que las experiencias de esta relación inciden predominantemente en el sistema de la memoria de procedimiento, lo cual lleva a pensar hasta qué punto los cambios psíquicos obtenidos en la terapéutica psicoanalítica son debidos, tanto o más que a la interpretación y al insight, a la modificación de lo almacenado en este tipo de memoria. Desde mi punto de vista, no se trata de establecer una dicotomía, sino que creo que las modificaciones del conocimiento relacional implícito favorecen la adquisición del insight y que, a la vez, ellas mismas se sustentan en una serie de micro insights, generalmente inadvertidos por el analizado y el analista, que van repitiéndose a lo largo de todo tratamiento psicoanalítico cuando éste es efectivo.
5.5.2.3. La complejidad de la interacción analizado-analista
El interés centrado en la interacción ininterrumpida entre analizado y analista pone de relieve la enorme cantidad de variables y circunstancias que intervienen en la misma. Ya he hablado del papel del lenguaje en la relación humana y de la distinción entre el elemento semántico —referencial y el pragmático— comunicativo en el mismo. Desde esta perspectiva, hemos de recordar que todo acto de habla no es tan sólo una proposición o enunciado con el que describimos un objeto, un fenómeno, una parte de la realidad, un estado interno del hablante, etc., de acuerdo con el significado semántico de las palabras empleadas, sino que también es una acción por parte del que habla, dirigida hacia el interlocutor a quien quiere transmitir una determinada comunicación. Este componente de acción es el elemento pragmático del lenguaje. Podemos ver esto si retomamos el ejemplo expuesto en el capítulo 2 de la tardanza en acudir a la sesión. En este caso, si el analista le dice al analizado algo así como «Vd. ha llegado tarde los tres últimos días y no ha comentado nada acerca de esta tardanza», se hace evidente que con esta proposición con la que describe una realidad, la de que el analizado ha llegado tarde a la sesión y no se ha referido a ello, el analista dice muchas más cosas de las que podrían deducirse de la simple semántica de las palabras empleadas en este enunciado. Pone de relieve que, para él o ella, el hecho de que el paciente llegue tarde a la hora de la sesión es algo a lo que hay que prestar atención y de lo que debe hablarse, ya que, de lo contrario, no lo mencionaría. Hay muchas cosas de la realidad del analizado a las que el analista no alude, de lo que podría deducirse que no juzga oportuno hacerlo. Pero al señalar la tardanza y la ausencia de asociaciones con relación a ella, el analista pone de manifiesto que, según su criterio, este hecho no debe pasar desapercibido, y que es importante que el analizado hable de este suceso para que pueda entenderse su significado. Con ello, comunica implícitamente a su interlocutor su propia subjetividad, sus intenciones y sus teorías. Es decir, le hace saber que él o ella es partidario de una teoría según la cual el hecho de llegar tarde posee unos significados inconscientes que deben ser objeto de investigación, lo cual, a su vez, se halla enlazado con un caudal de conceptos e hipótesis (doy por supuesto su conocimiento por parte del lector), de los cuales el analizado queda cumplidamente informado.
Por lo que acabo de decir, todo acto de habla cruzado entre los dos protagonistas de la sesión analítica es una acción dirigida hacia el interlocutor; acción que se añade al contenido simbólico referente a la realidad, ya sea externa o la propia de los hablantes, y en esta acción se expresan la actitud, sentimientos e intenciones del hablante. Esto último es especialmente importante por lo que se refiere a la actividad verbal del terapeuta, ya que, si bien en la praxis analítica siempre se ha prestado atención a la revelación de sentimientos que se hacen patentes en la comunicación del analizado, no ha ocurrido lo mismo con las intervenciones del analista. Tradicionalmente, se ha pensado que cuando el analista interpreta, clarifica o realiza una confrontación lo que hace es, simplemente, señalar y describir algo perteneciente a la realidad del analizado. Pero ahora, gracias al estudio en mayor profundidad de la relación analizado-analista, a las investigaciones acerca del desarrollo infantil y a las relaciones bebé-padres, contando todo ello con el apoyo de la filosofía del lenguaje, se nos ha puesto de relieve que las cosas son mucho más complejas de lo que se había creído. Sabemos ahora que el analista, cuando interpreta, no se limita a hablar de la realidad de la mente del paciente, ni tan sólo de la relación transferencial, sino que en su intervención hace patente su propia actitud, subjetividad, conocimientos e intenciones. Por todo ello, hemos de tener en cuenta que toda intervención del analista es un acto de relación con su analizado (Beà, P. y Coderch, J., 1998), de la misma manera que toda comunicación del analizado es, además de una descripción de sus pensamientos, fantasías, estados de ánimo, sueños, etc., un acto de relación con el analista.
Pero hay todavía más variables que inciden en la interacción analizado-analista. Me refiero a los elementos prosódicos, en el sentido más amplio, del habla de ambos protagonistas: velocidad de emisión, timbre, tono, inflexión, melodía, etc. Estos elementos enriquecen el matiz emocional del lenguaje humano y son cruciales para la comprensión del significado en nuestro intercambio verbal. Mediante la prosodia, los hablantes intuyen, como ya hemos visto en el capítulo 2, las emociones e intenciones del interlocutor. Debido a esto, por ejemplo, cuando alguien se dirige a nosotros en una lengua extranjera que no conocemos podemos, hasta cierto punto, entender algo de los sentimientos e intenciones de quien nos habla, y por ello los bebés, en su etapa preverbal, mucho antes de conocer el significado de las palabras, perciben muy bien los sentimientos e intenciones que se revelan en el lenguaje de sus cuidadores y el sentido con el que se dirigen a ellos: amor, consuelo, irritación, reprimenda, etc.
Y aún debemos adentrarnos más en esta enorme complejidad a la que me he referido. Recordemos ahora lo dicho en el capítulo 2 acerca de lo que la neurociencia nos ha enseñado sobre la diferenciación de los hemisferios cerebrales. Sucede, por otra parte, que también sabemos ahora que el hemisferio derecho madura antes que el izquierdo, y que, además, el cuerpo calloso que une a uno y otro principia su maduración a los 18 meses aproximadamente y la termina a los 6-8 años. A partir de los 18 meses se inicia un nuevo proceso en la evolución cerebral y el hemisferio izquierdo comienza a madurar al tiempo que aparece el lenguaje hablado y se pone en marcha la mielinización del cuerpo calloso (Joseph, R. 1988; Pally, R., 2003; Kandel, E. 1999; Mora, F., 2002). Estudios en pacientes que han sufrido un corte quirúrgico del cuerpo calloso, por ejemplo como tratamiento de una epilepsia incontrolable, muestran que la información que recibe un hemisferio puede permanecer fuera del conocimiento, al menos consciente, del otro hemisferio. Por lo que vengo diciendo, puede suponerse que, durante la primera infancia, muchas experiencias emocionales vividas gracias a la más temprana maduración del hemisferio derecho y a su disponibilidad frente a los elementos prosódicos, verbales y no verbales, no pueden transmitirse y ser conocidos por el hemisferio izquierdo debido a la inmadurez del cuerpo calloso. Desde la perspectiva de la evolución, algunos especialistas en neurociencia (Levin, F., 1991; Pally, R. y Olds, D., 1998) piensan que gran parte de la información que posee el hemisferio derecho es recodificada en el izquierdo en el curso de la maduración, pero que otra parte de las experiencias emocionales vinculadas a la relación con los primeros objetos y educadores continúa almacenada en el hemisferio derecho. Esto, por tanto, permite suponer que existen experiencias emocionales que no pueden ser recuperadas y modificadas por el significado semántico-cognoscitivo de las intervenciones del terapeuta, por las interpretaciones de tipo causal y aquellas destinadas a promover el insight, sino sólo mediante el contacto relacional-afectivo que, esencialmente a través del componente pragmático-comunicativo de las palabras del analista, se establece entre la mente de este último y la del analizado. Tener en cuenta esto me parece totalmente imprescindible en el tratamiento de pacientes que, como las personalidades narcisistas y los fronterizos, presentan graves dificultades para vivir una relación de dependencia y para la comprensión de las interpretaciones de nivel simbólico, como ya he mencionado al principio de este apartado.
5.5.2.4. La trama interactiva en la relación analizado-analista
Lo dicho hasta ahora en cuanto a la compleja relación analizado-analista me permite introducir el concepto de lo que pienso que podemos llamar la trama interactiva que se establece en el curso del proceso analítico. Entiendo por trama interactiva la compleja red de relación, comunicación verbal y no verbal, transferencia y contratransferencia e influencia recíproca que se establece entre paciente y analista. Esta trama se construye a través del encuentro de dos mentes (Aron, L., 1996), cada una de las cuales aporta al encuentro, desde el inicio mismo del encuentro, la totalidad de su ser, es decir, su equipo biológico genético hereditario, sus fantasías conscientes e inconscientes, su historia, su cultura, sus experiencias, sus presupuestos previos, sus deseos, sus frustraciones, sus esperanzas y sus demandas. Lo que me interesa señalar ahora es que todo aquello que sucede en el curso de la sesión terapéutica, todo acto, toda palabra, toda comunicación y toda interpretación, adquiere su significado dentro de, y sólo dentro de, el contexto de esta trama interactiva. Podemos decir que cada palabra pronunciada y cada gesto realizado por paciente y terapeuta adquieren su significado por el lugar que ocupan dentro del contexto general de la trama interactiva.
Pero para ir más allá de la interpretación, para penetrar en la fortaleza interna en la que se hallan refugiados pacientes graves como son los narcisistas, al analista no le basta con tratar de entender a su analizado desde la relativa inteligibilidad que esta situación le ofrece, sino que ha de percatarse de que la trama interactiva es al mismo tiempo —y con lo que ahora voy a decir bordeo las fronteras entre el vértice clínico y el vértice hermenéutico— una cárcel formada por la malla tejida mediante el entrelazamiento de significados, presupuestos, sobreentendidos, formas lingüísticas, metáforas, etc., que si por un lado otorga sentido a la comunicación de analizado y analista, por otro los encierra y aprisiona dentro de sus límites. Cada uno de los dos protagonistas sólo puede «ver» y «entender» al otro, y a la relación que con él o ella mantiene, desde el bagaje personal, social, cultural e histórico que aporta al diálogo, tal como anteriormente he señalado. Esto es, en un primer momento, necesario e inevitable a la vez. Pero también es preciso, para que el proceso terapéutico siga adelante, para que el encuentro entre ambos avance y experimente una modificación, que el analista perciba los límites dentro de los que permanece encerrada la relación, a fin de que sea capaz de brincar fuera de ellos y establezca una comunicación más amplia, tanto con el self libidinal y dependiente que pide ayuda, como con las defensas y ansiedades del self narcisista omnipotente, momento en el que se habrá creado una nueva trama interactiva con horizontes más abiertos y nuevas perspectivas, pero a la que también será preciso reconocer como prisión para poder saltar fuera de ella, y así sucesivamente. Cada uno de estos cambios en la trama interactiva conlleva una nueva organización mental, tanto en el paciente como en el propio terapeuta. Por esto los analistas sabemos, desde siempre, que cuando conseguimos el crecimiento mental de un paciente también nos ayudamos a nosotros mismos.
Casi no es necesario decir que no existe ningún procedimiento concreto que nos enseñe a trascender los límites de la trama interactiva y a construir otra y, posteriormente, otra y otra, sucesivamente más amplias y flexibles. Lo que sí me atrevo a decir es que cada vez que el analista consiga librarse de limitaciones, presupuestos y puntos ciegos debido a su formación, historia y experiencias propias y vea al analizado de «otra manera» dará lugar, con ello, a que también este último lo perciba de manera diferente. Gracias a ello les es posible, al analizado y al analista, no tan sólo entender las motivaciones, formas de pensar y sentimientos del otro, sino también ver y pensar desde la perspectiva de este otro y, yendo más allá de sus presupuestos de partida, percibir una imagen diferente de este otro. Desde el punto de vista de la hermenéutica, éste es el momento que Gadamer (1975) denomina «fusión de horizontes». Si adoptamos este criterio podemos decir que analizado y analista se comprenden mutuamente y se comprenden a sí mismos cuando son capaces de traspasar los confines de su propia historia, de aquello que han aportado previamente al encuentro, de desligarse de sus previos presupuestos para adoptar otros nuevos. Dicho de otro modo, el insight es escapar, gracias al diálogo, de algo que nos mantenía cautivos.
Creo que es el momento de retomar los conceptos de memoria declarativa, memoria de procedimiento y conocimiento relacional implícito. Ya sabemos que este último es de carácter inconsciente y se conserva en la memoria de procedimiento. En el curso del proceso terapéutico, la continuada interacción analizado-analista da lugar a la relación implícita compartida, de la que ya he hablado, en la que se integra la memoria de procedimiento de ambos y, por tanto, el conocimiento relacional implícito de cada uno de ellos. La interpretación y el insight dan lugar, en los sujetos con la suficiente capacidad de simbolización, a un incremento del conocimiento declarativo consciente de sus propios procesos psíquicos y de su relación con el terapeuta. Pero los autores del Boston PCSG, empleando su experiencia acerca del desarrollo infantil, de las relaciones bebé-padres y de la aplicación de la misma metodología al estudio de la interacción analizado-analista, plantean una nueva vía, complementaria y no exclusiva, para explicar las modificaciones que pueden producirse en el curso de la terapéutica psicoanalítica.
Parten los autores citados de la idea de que todo organismo vivo tiende espontáneamente hacia la consecución de la más posible coherencia interna entre él y su contexto. La díada analizado-analista es un organismo vivo y, como tal, tiende a evolucionar de acuerdo con esta meta, lo cual da lugar a que en el nivel de la continua acción/reacción/interacción entre uno y otro se produzcan, «momento a momento», instantes de encuentro entre las dos mentes, microprocesos de interacción en los que tiene lugar lo que podemos denominar acoplamiento o sintonización de dos mentes. En estos momentos se desarrolla un microproceso no verbal e inconsciente, a diferencia de la secuencia interpretación-insight, conducente a un cambio en la relación implícita compartida y, por tanto, a una modificación del conocimiento relacional implícito, es decir, de las pautas de relación e interacción inscritas en la memoria de procedimiento que hasta aquel momento predominaban, de manera inadecuada, rígida y repetitiva, en el trato con los otros. Y yo creo que podemos añadir: y en las relaciones del self con los objetos internos. Se trata, por tanto, de una modificación promovida por una serie de microprocesos inconscientes al nivel de la interactividad. De esta interactividad emerge[80] algo distinto, nuevas pautas y esquemas de la relación con los otros y con uno mismo.
A la vez, mi experiencia es la de que las modificaciones en la memoria de procedimiento no sólo pueden obtenerse a través de estos momentos de encuentro, en los que se produce un cambio en el conocimiento relacional compartido debido a una especial sintonización del inconsciente no reprimido del analizado y del analista, sino que ello también es posible a través de la interpretación dirigida no al inconsciente reprimido, sino a la memoria de procedimiento del analizado. En el curso del proceso terapéutico, el analizado pone sobradamente de manifiesto las pautas inscritas en la memoria de procedimiento por las que se rige, de manera no reflexiva y en forma espontánea, en su trato con el analista y con los otros, reproduciendo pautas de interacción repetitivas e inadaptadas que le conducen, una y otra vez, a fracasos y conflictos con su entorno. Es importante, por tanto, que el analista, en sus intervenciones, haga conscientes estas pautas de relación que forman parte del conocimiento relacional implícito, de manera que esta memoria no declarativa, implícita, se convierta en conocimiento declarativo y el paciente pueda, reflexivamente, ir ensayando otras maneras de relación. Antes ya he dado algún ejemplo sencillo de cómo eso puede lograrse en la esfera de los aprendizajes psicomotores. Pero yo creo que, en el ámbito del proceso analítico, esto sólo será efectivo cuando, a la vez, exista el acoplamiento y sintonización del conocimiento relacional implícito de uno y otro. De lo contrario, el analizado sentirá las indicaciones del analista como una herida narcisista y una imposición contra la que se rebelará. Y yo, de nuevo, tampoco puedo dar aquí ninguna fórmula para lograr la efectividad deseada. La empatía y sensibilidad del analista son el único camino para llegar a ella.
Con relación a la memoria de procedimiento y las posibilidades de modificación de la misma a través de la interacción analista-analizado me parecen muy interesantes las ideas expuestas por H. Bleichmar (2004) en su trabajo «Making conscious the unconscious in order to modify unconscious process», del cual recogeré algunos conceptos. Afirma este autor que hay una paradoja entre la importancia que los psicoanalistas concedemos al inconsciente, hasta el punto de que la conciencia se considera sólo como un encubrimiento, y el hecho de que la finalidad terapéutica se presenta como dirigida a hacer consciente lo inconsciente. Pero Bleichmar piensa que la verdadera finalidad del psicoanálisis es modificar el inconsciente. Afirma:
La ampliación de la conciencia prepara el camino. Constituye la primera etapa, un valioso instrumento para la modificación del inconsciente, lo cual constituye la última meta de la psicoterapia psicoanalítica (p. 1392; la traducción es mía).
Se refiere también al hecho de que, contrariamente a lo que siempre se había creído, los nuevos descubrimientos de la memoria muestran que los viejos recuerdos no permanecen fijos e inalterables:
Cuando las memorias son reactivadas —recordadas— ocurre una nueva inscripción que se añade a la antigua, una aposición de inscripciones que determinan su consolidación […]. La experimentación ha demostrado que en el momento de recordar la memoria entra en un estado lábil en el cual la vieja inscripción queda modificada por la experiencia que está siendo vivida (pp. 1393-1394; la traducción es mía).
Sin entrar en los detalles de la técnica que H. Bleichmar describe con el propósito de la modificación del inconsciente, creo que las ideas que expone son muy valiosas para completar las ideas del Boston PCSG, que he expuesto más arriba, acerca de la modificación del conocimiento relacional implícito. Podemos suponer que, en los microprocesos de interacción descritos, debe producirse una reactivación de las pautas del conocimiento relacional implícito del analizado, momento en que tiene lugar este estado lábil de la memoria, en el que estas antiguas pautas pueden ser modificadas por la reinscripción de la nueva experiencia que aquél está viviendo con el analista.
Para terminar este apartado quiero decir que, en mi opinión, siempre ha habido analistas que han sabido establecer una relación adecuada y una comunicación con el inconsciente de sus analizados, sin poseer los conocimientos que el estudio de las relaciones bebé-padres y la neurociencia nos ofrecen en la actualidad. Pero pienso que si los tenemos en cuenta se incrementan las posibilidades de ofrecer a los analizados la relación y las intervenciones que precisan.
5.6. Conclusión
El incremento del número de personalidades narcisistas que se observa actualmente en los consultorios psicoanalíticos y psicoterapéuticos se halla en relación con determinadas características de la sociedad actual, a la que podemos denominar sociedad narcisista. La intolerancia a la espera y a la ansiedad de separación, la demanda de gratificación inmediata, la renuncia al pensamiento autoreflexivo y la inmersión en una realidad virtual a través de los medios técnicos son algunas de las características de las sociedades en cuyo seno se produce un aumento de las personalidades narcisistas. La actitud de este tipo de sociedades hacia la naturaleza es la de avidez, dominio, desprecio y explotación del objeto, en lugar de amor y respeto, lo cual conduce a desastres ecológicos. El origen de la personalidad narcisista puede estar relacionado con la desconfianza de que el objeto, por las causas que sean, llegue a satisfacer las necesidades, tanto afectivas como fisiológicas, por cuyo motivo el niño se siente impulsado a desarrollar precozmente un self autosuficiente e independiente, construyendo un objeto omnipotente que es internalizado y con el cual se identifica. En la terapéutica analítica, el analista se encuentra con un analizado que presenta un bloqueo y aislamiento de los afectos y que intenta evitar toda relación cercana y emocional. Las interpretaciones transferenciales del conflicto intrapsíquico son rechazadas como invasoras y provocan envidia. Únicamente tras años de persistente trabajo se logra una actitud de colaboración y confianza por parte del analizado, en grado suficiente para que tenga lugar un verdadero proceso psicoanalítico. Para alcanzar esta posibilidad es necesario tener en cuenta los factores terapéuticos implícitos en el setting analítico y en la relación analizado-terapeuta, más allá de la interpretación del conflicto intrapsíquico. La modificación del conocimiento relacional implícito inscrito en la memoria de procedimiento, a través de la continuada interacción con el terapeuta, es esencial para alcanzar la diferenciación self-objeto y el establecimiento de una relación comunicativa que pueda promocionar el crecimiento mental del analizado.
5.7. Material clínico
En el caso clínico que presento a continuación intento ejemplificar, en primer lugar, algo de lo que dicho en cuanto a los trastornos narcisistas de la personalidad, pero también referirme a algunos aspectos de las metáforas, de las que he hablado en el capítulo 2.
Max era un hombre de mediana edad, de formación universitaria, que acudió a buscar ayuda a causa de un cuadro de subdepresión, junto con profundos y dolorosos sentimientos de soledad y vacío interior que contrastaban con una gran vanidad y apreciación de sí mismo, lo cual le llevaba a tratar a todos de manera despreciativa y arrogante. Era una persona de gran cultura y notable elocuencia. A causa de su orgullo y manera de proceder solía tener frecuentes conflictos con quienes le rodeaban. Empleaba maniobras y manipulaciones para desacreditar a quienes consideraba un estorbo para sus propósitos. Su vida sexual, sin pareja duradera, era promiscua e inestable.
A la vez, Max mostraba lo que podemos llamar un insight psiquiátrico; es decir, tenía conciencia de lo perturbado de su comportamiento y se sentía culpable por ello. Por un lado, parecía darse cuenta de lo patológico de su carácter y de la necesidad de cambio, pero, al mismo tiempo, se mostraba orgulloso de sí mismo y se envanecía de sus actos de autosuficiencia y menosprecio de los otros. Se jactaba de no necesitar amigos. Como un ejemplo de su autosuficiencia comentó, en varias ocasiones, que, estando interno en un colegio para estudiar el bachillerato, sufrió una enfermedad contagiosa propia de la edad, por la que se lo mantuvo en un cierto asilamiento, y que la soledad no le importó en absoluto. Dentro del mismo estilo también hacía mención, con alguna frecuencia, de que en su adolescencia, habiendo visto una película sobre algún argumento tipo Robinson Crusoe, construyó la fantasía, con la que se deleitaba a menudo, de vivir en una isla desierta, con una tribu de feroces salvajes como sirvientes, y contando con un radio para controlar la única visita de un buque, que acudía tan sólo cuando él lo ordenaba, para llevarle alimentos y cuanto a él le apetecía.
En la fantasía de la isla creo que podemos ver el castillo interior en el que se encierran los narcisistas. Los feroces salvajes representaban sus mecanismos de defensa primitivos y agresivos que impedían al analista establecer contacto con el self infantil dependiente y necesitado de ayuda. A través del buque que debía traer los alimentos se expresaba la necesidad del objeto para sobrevivir, pero tan sólo lo aceptaba a condición de que se hallara bajo su control y dominio. Me parece que queda evidente en este relato la fantasía inconsciente de hallarse dentro de un objeto omnipotente internalizado donde todo es posible, controlando, a la vez, al objeto externo, en forma del buque-madre a su servicio.
Aun cuando puede parecer que el relato de la isla es una metáfora creada para comunicar sus fantasías, en mi opinión esto no es propiamente así. Las verdaderas metáforas comunicativas no consisten simplemente en el traslado de una palabra, una idea o una cosa a otra. La metáfora verdaderamente comunicativa y creativa reside en trasladar una experiencia a otra que permita una expresión más amplia y rica de sentimientos y pensamientos, lo cual requiere la utilización de símbolos de manera flexible e imaginativa. H. Segal (1957) ha mostrado la diferencia entre símbolo y ecuación simbólica, señalando que en esta última el símbolo se confunde con lo simbolizado a causa de la confusión entre el yo y el objeto. Pues bien, a mi juicio la metáfora de la isla es una pseudometáfora construida sobre ecuaciones simbólicas, es decir, asimbólica, rígida y repetitiva, y su relación con la verdadera metáfora es la misma que existe entre el símbolo y la ecuación simbólica. Max quedaba encerrado dentro de ella, sin posibilidad de recibir ayuda.
La actitud de Max durante las sesiones fue, durante mucho tiempo, de gran frialdad, distancia y desconfianza basada en su temor a que yo quisiera «cambiar su forma de ser». Pronto me di cuenta de que las interpretaciones de la transferencia y las referidas a su mundo interno eran rechazadas y sólo excitaban sus deseos de discutir conmigo. No es posible describir con palabras todos mis esfuerzos para acercarme a sus sentimientos de soledad y su sufrimiento interno, cosa que sólo logré, en parte, cuando pude transmitir a Max mi comprensión empática del dolor que se encerraba bajo su apariencia altanera y despreciativa, es decir, mi capacidad para dejar resonar dentro de mí sus sentimientos.
Una expresión que Max empleaba a menudo cuando narraba algún episodio en el que su comportamiento había sido inadecuado, agresivo y desconsiderado para con los otros y, en el fondo, perjudicial a la larga para él mismo, era «he vuelto a comportarme como un asno». Pronto quedó de manifiesto que este reconocimiento de un comportamiento patológico y destructivo, para los otros y para él, era únicamente una justificación para continuar indefinidamente repitiéndolo una y otra vez. Por lo tanto, en una ocasión en la que pronunció esta frase, después de pensarlo mucho para estar seguro de no realizar una actuación contratransferencial, le dije que estaba utilizando esta expresión para atacar su propio pensamiento, y que ahora se presentaba como un asno para no ver su realidad ni entender lo que sucedía entre nosotros, y que esto era una trampa mortal para él. Pareció que Max quedaba afectado por mis palabras y, después de varios minutos de silencio respondió que se daba cuenta de que en el fondo no deseaba cambiar y que si era así el análisis no le serviría para nada, aunque se daba cuenta de que se estaba haciendo daño a sí mismo. Pocas semanas más tarde me dijo que no se sentía con fuerzas o verdaderos deseos de aprovechar el análisis y que había decidido interrumpirlo, y que si lo pensaba mejor volvería más adelante. Yo no puse objeciones, porque siempre respeto la voluntad de mis analizados en esta cuestión, y porque consideré que era más sano para él terminar el análisis que utilizarlo de una manera destructiva para él mismo.
Unos tres años más tarde recibí una llamada de Max solicitando una entrevista. Durante ella se mostró aterrorizado porque, según manifestó, pensaba que estaba sufriendo un proceso de demenciación, y me preguntó qué podía hacer y adonde podía ir. Se lamentó de que no podía llevar a cabo su trabajo —de tipo intelectual—, que no podía entender los libros que deseaba leer, no coordinaba las ideas, era incapaz de escribir, se sentía imposibilitado para pensar, había perdido su ingenio y agudeza, no encontraba las palabras, etc. Yo no lo mandé a ningún profesional ni solicité ninguna prueba neuropsicológica. Mis largos años de experiencia en psiquiatría dura me permitieron concluir, con un par de entrevistas, que Max no sufría ninguna demencia orgánica, ni tampoco presentaba un cuadro melancólico grave que diera razón de los síntomas que describía. La ligera depresión que presentaba era totalmente reactiva a su temor de sufrir un proceso de demenciación. La explicación era otra. Max, que había continuado sin afrontar su realidad mental, a fin de mantener intacto su narcisismo grandioso y perverso, había quedado aprisionado dentro de su asimbólica y petrificada metáfora de «comportarse como un asno» y sentía que ésta se había confundido totalmente con su realidad y se había apoderado de su mente: ya era un asno y, como se sabe, los asnos no leen, ni escriben, ni saben discutir con sus oponentes. La trampa mortal de la que yo le había hablado se había cerrado sobre él. Le indiqué, después de darle brevemente mi opinión, que lo mejor para él era retomar un análisis, y me ofrecí para indicarle algún analista si así lo deseaba. Él respondió: no, gracias, comencemos tan pronto como le sea posible.
Quiero añadir que, en el curso del largo análisis que siguió, Max pudo reflexionar sobre esta experiencia y que, progresivamente, fue recuperando sus notables capacidades intelectuales, pudiendo llevar a término varios trabajos que desde hacía tiempo habían quedado detenidos.
Sólo falta decir algo sobre las palabras que yo pronuncié: «esto es una trampa mortal para Vd.». Aunque puede pensarse que son poco usuales en una intervención analítica y que comportan un cierto matiz condenatorio, la experiencia mostró que provocaron en Max un fuerte impacto emocional que le permitió reiniciar el análisis de manera productiva. Y creo que en aquel momento, pese a su reacción momentánea de abandono, él se sintió plenamente comprendido y se produjo un encuentro de nuestras mentes, porque él sabía que sus sentimientos de omnipotencia y autosuficiencia eran una trampa mortal para su mente, y pienso que su self infantil libidinal, asfixiado por el self perverso y grandioso, sintió estas palabras como una expedición de rescate que acudía en su ayuda. Posteriormente, esta experiencia hizo su efecto en tiempo diferido.