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EL DEBATE ACERCA DE LA PLURALIDAD DEL PSICOANÁLISIS
1.1. Introducción
El propósito de este capítulo será el de poner de relieve que no sólo es un hecho que el psicoanálisis se halla constituido, en nuestros días, por un conjunto de diferentes teorías y prácticas clínicas sino que, como espero mostrar, esta manera de comprender nuestra disciplina es la única racional y, por tanto, la única propia de una ciencia,[1] aun cuando, en mi opinión, el psicoanálisis no es una ciencia empírico-natural sino una ciencia humana hermenéutico-interpretativa. También forma parte de mi propósito argumentar que la diversidad de las teorías psicoanalíticas no es un infortunio que es menester superar, sino una fuente de conocimientos teóricos y de posibilidades prácticas en la clínica psicoanalítica.
1.2. Convergencias y divergencias entre las distintas escuelas psicoanalíticas
1.2.1. Teorías, metáforas y modelos
R. S. Wallerstein ha sido, a mi juicio, el autor que se ha ocupado más a fondo del problema de la existencia de diversas teorías dentro del pensamiento psicoanalítico, tal como se ha puesto de manifiesto en varios de sus trabajos. Esta tarea se inició en 1988 con «One psychoanalysis or many?» y continuó en 1990 con lo que venía a ser una segunda parte, «Psychoanalysis: The common ground». Posteriormente, Wallerstein ha publicado otros trabajos en el mismo sentido: subrayar la posible y deseable unificación de la teoría psicoanalítica en una teoría común. Pero en este apartado me referiré a estos dos primeros trabajos, que fueron los que iniciaron la discusión sobre este tema y a los que se refieren los autores que posteriormente han intervenido en la misma. Por lo que yo alcanzo a conocer, hasta el momento nadie se había planteado una reflexión a fondo sobre la profundidad de la división del pensamiento psicoanalítico, dentro de la misma Asociación Psicoanalítica Internacional (A.P.I.), y sobre la posibilidad de poder llegar a una teoría única. En el próximo apartado me referiré a los otros trabajos de Wallerstein y a algunos aspectos de esta discusión.
Dado el prestigio de este autor,[2] unido a la notable calidad de sus trabajos, éstos causaron, desde el primer momento, un fuerte impacto en la comunidad psicoanalítica, y las tesis que en ellos se defendían fueron ampliamente debatidas, aceptadas por unos y rechazadas por otros. Brevemente, Wallerstein reconoce en ellos la existencia de diversas teorías dentro de la A.P.I. y se duele de ello, ya que es evidente que él considera que lo mejor para el psicoanálisis es que algún día se lleguen a unificar todas las teorías actuales en una sola, totalmente consistente y estable, la verdadera. Piensa este autor que, en el fondo, existe una teoría clínica cercana a la experiencia compartida por todos los analistas, el «terreno común» (common ground), que incluye el reconocimiento de los conceptos fundamentales del psicoanálisis, tales como la existencia del inconsciente, la transferencia, las resistencias y el complejo de Edipo, lo cual hace que el psicoanálisis sea una única disciplina de carácter empírico, a la vez que laten en ella diferentes teorías generales o metapsicologías, distantes de la experiencia clínica, que tratan de conceptuar el proceso genético y evolutivo del funcionamiento mental, la psicopatología, el inconsciente, la terapéutica psicoanalítica, etc., mediante el recurso a metáforas y simbolismos clarificadores. En su esfuerzo por conseguir que el psicoanálisis sea una única disciplina, tal como siempre pretendió Freud, sostiene Wallerstein que las divergencias entre distintas escuelas psicoanalíticas son debidas, únicamente, a la utilización de diversas metáforas por lo que concierne a la teoría general o metapsicología y que, además, llegará un día en el que, más allá de todas estas metáforas, una teoría integradora asumirá todas las actuales teorías generales en una sola, lo cual él juzga que es lo más deseable para el psicoanálisis.
Por mi parte, y como veremos después más ampliamente, creo que el curso de los hechos no justifica las esperanzas de Wallerstein, ya que, progresivamente, ha ido incrementándose la aparición de diferentes teorías dentro del pensamiento psicoanalítico, tanto por lo que se refiere a la abstracción conceptual, como por lo que concierne a la aplicación práctica de la técnica. Según mi punto de vista, no es válido afirmar que la distinción entre las diversas escuelas psicoanalíticas reside tan sólo en la utilización de diferentes metáforas, tal como propugna Wallerstein, en su bien intencionado intento de minimizar la distancia conceptual y práctica que existe entre ellas. Pero, dado que las ideas de Wallerstein han obtenido una amplia difusión en el pensamiento psicoanalítico por su claridad y fuerza explicativa, creo que es conveniente decir algo en torno a esta cuestión de las teorías como metáforas, ya que, además, las metáforas y su interpretación constituyen un asunto de primordial importancia tanto en el pensamiento como en la práctica psicoanalítica, como veremos en el capítulo 2. Ahora me referiré a la metáfora tan sólo en el grado imprescindible para discutir esta aseveración de Wallerstein respecto a la asimilación entre teorías y metáforas.
La metáfora es una figura de dicción que consiste en trasladar el sentido recto de una palabra a otro sentido, en virtud de una comparación tácita. Se trata, dicho de manera lingüística, de un tropo, que consiste en modificar el sentido propio de un término para emplearlo en sentido figurado. Ahora bien, por lo que concierne al psicoanálisis creo necesario distinguir la metáfora como elemento estético y decorativo de la metáfora en el sentido fuerte del término que la convierte en un auxiliar casi indispensable de la explicación científica. Es desde este punto de vista que hemos de entender el empleo de la metáfora en el psicoanálisis, no como simples y diversas figuras literarias utilizadas para expresar el mismo hecho. Es decir, para mí las diversas teorías existentes dentro del mundo psicoanalítico son distintas maneras de concebir y explicar el funcionamiento mental y dar razón de él, apoyándose, para su mejor comprensión, en diversas imágenes. Pero como es fácil tomar la metáfora únicamente en su sentido descriptivo de una realidad, olvidando su carácter de elemento coadyuvante de la explicación científica, pondré un breve ejemplo en torno a la figura de Aquiles para ayudar a entender la relación entre metáfora y teoría cuando de lo que se trata es de explicar la realidad. Espero que el espíritu del héroe griego no lo tome en cuenta.[3]
Si digo «en el combate Aquiles es un león», empleo una metáfora para describir el comportamiento de Aquiles en la pelea, pero no lo explico, es decir, no doy razón del porqué de tal comportamiento. Tan sólo daría razón de él si, con esta expresión, quisiera significar que, en realidad, Aquiles es un león, no un hombre, y entonces ya no se trataría de una metáfora. Es decir, esta metáfora no es una teoría que explica el porqué del comportamiento de Aquiles en el combate. Pero, a la vez, sería erróneo pensar que tal metáfora tiene un carácter meramente descriptivo y que se limita a comunicarnos que en la batalla Aquiles lucha «como lo haría un león». No, la metáfora nos comunica, de manera poética, algo más sobre el carácter de Aquiles, algo que no queda suficientemente expresado diciendo que es valeroso, soberbio, indomable y cruel, nos comunica algo inefable que nos hace verle como el rey de los guerreros y de las batallas, a la manera como el león es, metafóricamente, el rey de los animales.
Pero si manifiesto que el comportamiento valeroso de Aquiles en el combate puede explicarse porque él sabía, ya que los dioses se lo habían comunicado, que no volvería vivo a su reino, en la isla de Ptia, puesto que moriría en el sitio de Troya, y que, por tanto, no temía la muerte en la batalla porque ésta era inevitable, entonces expreso una teoría en torno al valor de Aquiles, es decir, doy razón, equivocada o cierta, de ella. Y si digo que en el combate Aquiles, el de los pies ligeros, hijo de Peleo y de la ninfa Tetis y rey de los mirmidones, es un jugador con las cartas marcadas debido a que, de hecho, era invulnerable excepto en su talón, a causa de que su madre lo había sumergido, de recién nacido, en las aguas de la laguna Estigia (o en la sangre de un dragón según otras versiones) sosteniéndole por un talón (y por ello esta parte de su cuerpo era la única vulnerable y fue por donde penetró la mortal saeta lanzada por el bello Paris), expreso una teoría sobre el valeroso comportamiento de Aquiles, falsa por cierto,[4] la de que era un «jugador con las cartas marcadas». Más adelante diré los motivos que me han llevado a exponer una teoría falsa.
Me parece, pues, que en este ejemplo queda clara la diferencia y, a la vez, la estrecha relación entre teoría explicativa y metáfora, aun cuando en este caso las teorías que he construido son teorías en el sentido más ligero de la palabra y no teorías científicas. Creo que el deseo de Wallerstein de mantener lo que a él le parece mejor para el psicoanálisis le ha engañado. Nos valemos de metáforas para describir, ejemplificar y dar más vigor a nuestras palabras, a veces sirviéndonos de la fuerza incomparable de lo poético, mientras que construimos teorías, frecuentemente utilizando metáforas, para explicar la realidad. En el caso del psicoanálisis, para explicar la realidad de determinados funcionamientos mentales. Es decir, no debe confundirse el empleo de metáforas para dar mayor claridad a nuestras teorías con la idea de que las diversas teorías psicoanalíticas son simples metáforas.
A continuación quiero llevar a cabo algunas precisiones alrededor de los conceptos de ciencia, teorías y modelos para esclarecer un poco más el tema que me ocupa. Entiendo por ciencia el cuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado que configura el conjunto de los conocimientos sobre una parte de la realidad. El dominio de una ciencia es la totalidad de los hechos que ella trata y que intenta explicar. El dominio del psicoanálisis (dicho ahora en su sentido habitual, porque yo creo, como más adelante veremos, que la cosa es más compleja) se halla constituido por los procesos psíquicos inconscientes que se manifiestan como estados mentales y formas de comportamiento. En cuanto a las teorías, se pueden definir como un conjunto de proposiciones sobre el dominio de una ciencia en el lenguaje propio de ésta.
Otra cosa es el modelo, pese a que los psicoanalistas, con excesiva frecuencia, empleamos de forma indistinta los términos teoría y modelo. Holt (1981) sostiene que las teorías son, a menudo, fuertemente abstractas y formales, y que para ser más comprensibles necesitan un modelo, el cual las representa en términos más familiares y, a veces, visuales. Para Ferrater Mora (1990), desde el punto de vista epistemológico, el modelo puede ser una forma de explicación de la realidad, especialmente física, o una manera de representación de la realidad, o un sistema que sirve para entender otro sistema, como cuando se toma el paso de un fluido por un canal como un modelo de tráfico rodante, etc. Un modelo puede ser un dibujo, un plano, una maqueta, etc. Entre los psicoanalistas es Bion el que, de una forma más concreta, se ha referido a los modelos de la investigación y la práctica psicoanalíticas. Su descripción del modelo continente-contenido es, a mi parecer, el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo. Las teorías psicoanalíticas esgrimen, a menudo, modelos, pero, como he subrayado en el ejemplo de Aquiles, es menester no confundir la teoría o el modelo con la metáfora con la cual amplían su poder explicativo. Las diversas teorías psicoanalíticas tratan no únicamente de describir e ilustrar el funcionamiento mental, sino también de explicarlo, de dar razón de su génesis, de su desarrollo, de su patología y de la forma de superar ésta. No son, por tanto, sólo diferentes metáforas.
Con las reflexiones que he expuesto acerca de las metáforas no quiero decir que mi posición es la de negar que existe este terreno común (common ground) del que nos habla Wallerstein y que, de alguna manera, une las diversas escuelas psicoanalíticas, sino que, por el contrario, yo también creo en su existencia y más adelante me referiré a ello. Pienso que aquello que separa las diferentes escuelas psicoanalíticas va mucho más allá del simple empleo de diversas metáforas explicativas, como sostiene Wallerstein en su trabajo de 1988, y se halla basado en diferentes concepciones de la mente humana, y en distintas orientaciones terapéuticas, científicas y filosóficas. Si no hubiera algo común entre las distintas escuelas no podríamos hablar de pluralidad en el psicoanálisis, puesto que entonces se trataría de disciplinas independientes, sin más relación entre sí que lo que entendemos cuando nos referimos a vínculos interdisciplinares. Sin embargo, como veremos a continuación, existen muy dispares puntos de vista con relación a este tema.
1.2.2. Diversidad de opiniones acerca de la pluralidad y el terreno común en psicoanálisis
En el 36 Congreso de A.P.I. en Roma (1989), Wallerstein presentó el segundo mensaje presidencial al que me he referido más arriba, «Psichoanalysis: The common ground». Como puede verse en el trabajo en el que A. Richards (1991) realiza un resumen de lo acaecido en el Congreso, las respuestas fueron muy variables, y el resultado de esta búsqueda común más que incierto, aunque, en mi opinión, predominaron las réplicas escépticas frente a la actitud animosa de Wallerstein en cuanto a la posibilidad de hallar puntos de convergencia. Yo pienso que este mismo hecho de la diversidad de respuestas en un espectro muy amplio confirma mi punto de vista respecto a la profundidad de las divergencias entre las escuelas psicoanalíticas. Como ejemplo, expondré muy brevemente las opiniones de dos discutidores de la presentación de Wallerstein, cuyos trabajos se hallan publicados, R. Schaffer y A. Lussier.
En su trabajo sobre la búsqueda de un terreno común (1990) Schaffer se muestra muy crítico con las opiniones de Wallerstein. En principio, plantea que una búsqueda de un terreno común debe basarse en una comprensión compartida de por qué esto es algo bueno de llevar a cabo, y piensa que también debe haber un acuerdo sobre la manera de realizar esta búsqueda, pero considera que estas condiciones no han sido cumplidas. Presenta sus objeciones a la propuesta de hallar un terreno común en tres puntos que expongo brevemente.
- a) Consideraciones lingüísticas. Piensa Schaffer que un primer problema con el que nos encontramos es el de que los psicoanalistas emplean las mismas palabras con diferente significado. Pone como ejemplo las palabras análisis de la transferencia, y afirma al respecto que son palabras traidoras, porque analistas de las mismas y diferentes orientaciones las emplean en asociación con muy diferentes concepciones del desarrollo infantil, de la psicopatología, de la definición de la transferencia, de la llamada relación real del paciente con el analista, etc. Lo mismo podemos decir, continúa, de otras palabras clave como resistencia y regresión. Así pues, considera que en lo que estamos de acuerdo es en utilizar las mismas palabras para designar cosas diferentes; por tanto, no se trata de una identidad de significado, sino de aparentes semejanzas. Un ejemplo de ello lo podemos ver en el uso de la palabra inconsciente en la obra de Stolorow y Atwood (1992) Los contextos del ser. Emplean este término en tres acepciones: inconsciente pre-reflexivo, inconsciente dinámico, e inconsciente invalidado, pero ninguna de ellas coincide con el inconsciente freudiano.
- b)
Consideraciones metodológicas. Para Schaffer, los analistas
transforman el contenido clínico manifiesto en un material clínico
útil transportándolo a un nuevo contexto de acuerdo con las
narrativas psicoanalíticas controladas por su orientación teórica.
Consecuentemente, dice:
[…] debemos considerar la comprensión analítica como el resultado de un diálogo entre analizado y analista más bien que como el relato de un observador independiente que no ha influido ni ha sido influido (p. 50; la traducción es mía).
Opina Richards (1991) respecto a estas palabras que ellas indican que Schaffer considera que el terreno común consiste en la perspectiva hermenéutica del psicoanálisis. También subraya Schaffer que otro problema estriba en que en la búsqueda del terreno común nos encontramos con que lo que se nos presenta al examen no son análisis, sino que son breves fragmentos escritos por el analista, y, dice, los analistas escriben de maneras muy diferentes y no siempre son representativos de la escuela a la que pertenecen.
- c) Consideraciones ideológicas. En este punto, Schaffer critica más de lleno la postura de Wallerstein tendente a buscar un terreno común. Sin embargo, aun cuando él no lo dice explícitamente, yo creo que aquello a lo que se refiere no es el terreno común, sino el objetivo perseguido de lograr, a través de este terreno común, la construcción de una sola teoría psicoanalítica, que para él tiene que ser la «verdadera». Asevera Schaffer que esta posición surge de una ideología conservadora que juzga que las diferencias son lamentables y que conducirán a una situación de caos y relativismo en que todo valdrá tanto técnica como interpretativamente y que, en consecuencia, tiende a la construcción de un solo texto para el psicoanálisis. Schaffer, en cambio, juzga que debemos abandonar esta idea de un solo texto y, por el contrario, celebrar y estudiar la existencia de diferentes ideas que permiten la creatividad y el continuo crecimiento, tal como siempre ha sido propio del psicoanálisis.
En 2002 Wallerstein publicó otro trabajo, aunque su título no lo indica, sobre el mismo tema, «The trajectory of psychoanalysis. A prognostication». En este trabajo, después de una condensada revisión de algunos aspectos de la pluralidad del psicoanálisis en el presente momento, se esfuerza en hallar, recurriendo para ello a las opiniones expresadas por diversos autores en sus trabajos, signos de una creciente convergencia entre las distintas escuelas, y expresa su punto de vista de que se está produciendo un acercamiento entre ellas. Debe advertirse que el interés de Wallerstein se centra en las escuelas tradicionales, psicología del yo, escuela kleiniana, grupo independiente británico, psicología del self y psicoanálisis francés, con pocas referencias a las orientaciones más recientes. Por cierto, en este trabajo responde a las críticas de Schaffer respecto a la ideología conservadora y restrictiva del progreso que se halla en la base de su búsqueda de un terreno común que permita una teoría unificada. Considera que no es adecuado, en una ciencia, «celebrar» las aparentemente incompatibles diferentes teorías, sino que el objetivo ha de ser examinarlas y resolver esta situación. Pone como ejemplo lo que ocurre en la física, en la que desde hace años existe una situación de incompatibilidad entre la teoría de la relatividad general y los hallazgos de la física cuántica, ambas necesarias para la comprensión del universo, pero que parecen estar en contradicción: si una es válida, la otra no lo es. Pero, continúa, lo que hacen actualmente los teóricos de la física es, a través de la teoría de las «supercuerdas», buscar una teoría armoniosa que englobe las dos, la TOE (Theory of Every Thing).[5] Por mi parte, además de que soy contrario a la costumbre de comparar el psicoanálisis con las ciencias físicas (otra cosa, como veremos más adelante, es utilizarlas para ampliar nuestros conocimientos), pienso que la existencia de dos teorías incompatibles en la física teórica dura desde los años veinte del siglo pasado, cuando Bohr publicó sus hallazgos fundamentales, y que desde entonces, más de dos tercios de siglo, a la física le ha ido muy bien y sus avances continúan de forma imparable pese a esta anomalía.
Me parece muy interesante la exposición que lleva a cabo Wallerstein (2002) de las ideas de Bachant y Richards dividiendo lo que ellos llaman las metateorías en cinco grupos. El primero de ellos es el que llaman los «partidarios del terreno común», con los que queda identificado el propio Wallerstein. El segundo grupo es el de los «partidarios del enfoque multidimensional». Este grupo está compuesto por quienes piensan que los fenómenos clínicos descubiertos en el consultorio deben ser comprendidos, según sus características, con una de las cuatro grandes metapsicologías: modelo pulsional, del yo, del self y de las relaciones de objeto, y tratados de acuerdo a aquella que les corresponda. El tercer grupo queda identificado con lo que Leo Rangell denomina la «teoría psicoanalítica total», la cual, según este autor, se halla constituida por la aposición, sobre la obra de Freud, de las aportaciones de los creadores de la psicología del yo, tales como Anna Freud, Hartmann, Fenichel, etc. Las otras teorías, según Rangell, se han desgajado de lo que él también llama la «corriente principal» o «psicoanálisis clásico». El cuarto grupo está formado por los partidarios de la anti-metapsicología, los cuales consideran que el psicoanálisis debe desechar todas las metapsicologías y concentrarse en el estudio de los fenómenos clínicos empíricamente comprobables. Personalmente creo que este grupo se halla representado por los coautores del libro Psychology versus Metapsychology (1976), editado en memoria de George Klein, y cuyo título ya expone bien claramente la posición de los participantes. El quinto y último grupo, finalmente, lo forman los «partidarios de la teoría de las relaciones de objeto». Este grupo se separa del modelo pulsional freudiano, en el cual las pulsiones buscan su descarga siguiendo el principio del placer, para seguir la teoría, derivada en gran parte de Ferenczi y Fairbairn, de las pulsiones como buscadoras de objeto, no por su descarga satisfactoria, sino por pura necesidad de contacto relacional.
Termina Wallerstein este trabajo «pronosticando» un progresivo acercamiento de las distintas escuelas psicoanalíticas, lo cual puede llevarlas a encontrar su terreno común.
Pero el debate persiste. En 2005, el International Journal of Psychoanalysis publica, en la sección de controversias psicoanalíticas, un diálogo entre Wallerstein y Green, constituido por una exposición de Wallerstein, seguida de una respuesta de Green y una contrarréplica del primero. Sin duda que este diálogo confirma la existencia no sólo de la pluralidad del psicoanálisis, sino también la permanencia de más que profundas diferencias. En su primera exposición, muy breve, Wallerstein insiste en sus tesis ya expuestas, sin que, a mi juicio, aporte nada substancialmente nuevo a lo ya dicho. Sin embargo, apoyándose en autores como Kernberg, Gabbard, etc., que también han utilizado la expresión «terreno común», cree que se está abriendo el camino para llegar a una teoría unificada, coherente y comprobable empíricamente y que permita su aplicación clínica a nuestros consultorios.
La respuesta de Green (2005) es sarcástica y demoledora. Califica de candoroso el escrito de Wallerstein, como una pura ilusión la idea del terreno común y de mito la pluralidad del psicoanálisis. Piensa que los vínculos y enlaces a los que se refiere Wallerstein son falsos y forzados. Relata, sobre la base de sus experiencias vividas, que frecuentemente las discusiones científicas entre diversos psicoanalistas de renombre se han convertido en rencillas personales. Se queja, amargamente, del olvido en que se tiene al psicoanálisis francés por parte de los autores anglosajones, pese a aceptar que él no ha sufrido este olvido. La bibliografía de Wallerstein, dice, no contiene ninguna referencia francesa. Transcribo algunas palabras:
Es ciertamente incorrecto afirmar que la práctica clínica nos acerca en tanto que la teoría nos mantiene apartados, porque ¿acaso la comprensión clínica no se halla basada en la teoría que la sustenta y que implica diferencias en la técnica? (p. 629; ésta y las siguientes traducciones de las transcripciones de este autor son mías).
La situación actual, dice Green, es de completo caos teórico, y el International Journal of Psychoanalysis es una buena muestra de ello, seleccionando artículos de una forma que es incomprensible para él. Muchos de los autores, asevera, sólo citan a los que pertenecen a su grupo. Los kleinianos sólo leen a los kleinianos, como los lacanianos sólo leen a los lacanianos. Acusa a los que intentan renovar el psicoanálisis de un exceso de referencias en su bibliografía, lo cual considera anti-psicoanalítico y le hace preguntarse si de lo que se trata es de introducir un virus para orientar el psicoanálisis hacia un «buen psicoanálisis purificado de excesivas especulaciones, supuestamente más aceptable para la ciencia» (p. 629).
Por lo que concierne a la pluralidad, considera Green que ésta es una ilusión, porque precisaría serios intercambios entre los distintos grupos para dar razón de sus diferencias, y esto nunca se ha producido. Por tanto, afirma más adelante:
Dado que esta pluralidad no existe será necesario crearla, lo cual significa instituir una genuina comunicación entre las distintas corrientes de pensamiento y estimular una discusión en profundidad de los principios que se encuentran en la base de los principales puntos de vista teóricos que gobiernan el psicoanálisis contemporáneo (p. 631).
Piensa que es mejor tener en cuenta nuestras divergencias que engañarnos pensando que por el hecho de que pertenecemos a la misma asociación nos encontramos todos en una situación de compañerismo. Expone Green que, a su juicio, el psicoanálisis no es una ciencia ni una rama de la hermenéutica, sino una práctica basada en el pensamiento clínico que conduce a la formación de hipótesis clínicas.
No me alargaré en la respuesta de Wallerstein. Marca su diferencia con el criterio de Green en cuanto a que él, Wallerstein, juzga, al contrario que Green, que aunque el psicoanálisis es una disciplina independiente se halla en conexión, y debe estarlo, con otras disciplinas para un beneficioso y mutuo fortalecimiento. Por lo que respecta a muchas de las cuestiones que plantea Green, responde que la cuestión es quién decide lo que es verdaderamente pensamiento psicoanalítico, o cuándo un autor ha realmente probado sus ideas. Y que en cuanto a la seria reflexión que Green propone, de nuevo la cuestión, dice Wallerstein, es la reflexión sobre quién decide. Yo creo que, por lo que he expuesto del trabajo de Green, puede entenderse perfectamente la respuesta de Wallerstein.
Si he expuesto con cierta extensión el diálogo entre estos dos conocidos psicoanalistas, es porque a través de él puede el lector hacerse una buena idea del estado del asunto.
Desde el punto de vista cronológico debería haber hablado antes del trabajo que publicó Kernberg en 1993, pero si no lo he hecho antes ha sido para no romper la secuencia de los trabajos de Wallerstein acerca de la pluralidad. En sus publicaciones posteriores a esta fecha, Wallerstein se refiere, con frecuencia, a este trabajo en apoyo de sus tesis. En su extenso trabajo, Kernberg examina cuidadosamente las convergencias y divergencias entre las diversas escuelas psicoanalíticas desde la perspectiva técnica. Kernberg piensa que en el momento actual existen nueve puntos de convergencia en la técnica de las escuelas psicoanalíticas y siete en los cuales la divergencia se mantiene o se ha acrecentado. Enumeraré muy brevemente unos y otros. Los nueve puntos en torno a los cuales se ha producido un progresivo acercamiento son: a) la interpretación de la transferencia como elemento esencial del análisis; b) el análisis del carácter; c) la focalización sobre los significados inconscientes en el «aquí y ahora»; d) la transposición de los conflictos inconscientes a la terminología de las relaciones de objeto; e) la consideración de la contratransferencia como un instrumento básico para la comprensión de la comunicación del paciente; f) el incremento en la atención prestada a los estados afectivos del paciente; g) el énfasis en la multiplicidad de «caminos reales» para acceder al inconsciente; h) el esmero extremado para no caer en el «adoctrinamiento del paciente» e i) el cuestionamiento en aumento del «Concepto Lineal del Desarrollo».
Para Kernberg, los siete puntos de divergencia conciernen a: a) la relación real y la transferencia, con especial conflictividad en lo que concierne a si la transferencia es una creación exclusiva del paciente o si es una creación conjunta de paciente y analista; b) la regresión como terapéutica o como resistencia; c) las relaciones entre psicoanálisis y psicoterapia; d) el papel de la empatía; e) la verdad histórica versus la verdad narrativa; f) la neutralidad técnica y los prejuicios culturales y g) la reconstrucción y la recuperación de las experiencias preverbales.
No es sin fundamento que Wallerstein, en sus trabajos, se apoya en Kernberg para fortalecer sus tesis. El propio Kernberg declara que ha dedicado siempre grandes esfuerzos para establecer puentes entre la psicología del yo y la teoría de las relaciones de objeto. Se halla, por tanto, convencido de la existencia de un terreno común, que va ampliándose con el tiempo, aunque no me queda claro si también cree que en un futuro se llegará a una teoría unificada.
Otro autor a quien hemos visto que acude Wallerstein con frecuencia es G. Gabbard (1995). Este autor piensa que, en el momento presente, todas las escuelas aceptan el papel de la contratransferencia como una herramienta indispensable para el analista. A través de este reconocimiento compartido justifica su convicción en la realidad del terreno común.
1.2.3. Algunas reflexiones sobre la diversidad de opiniones
Después de esta breve exposición de las opiniones de psicoanalistas fuertemente representativos respecto a la pluralidad y el terreno común en psicoanálisis quiero añadir ahora mis propias reflexiones.
- 1.º Me parece innegable que la pluralidad existe y por esto se discute acerca de ella. Afirmar, como hace Green, que la pluralidad no existe porque nunca ha escuchado ninguna discusión seria entre representantes de distintas escuelas es sólo un juicio de valor que no puede negar la realidad de los hechos. En mi opinión, como ya he dicho, las diferencias que separan las diversas escuelas entre sí son importantes y se basan en diferentes concepciones de la naturaleza y la mente humanas.
- 2.º En el momento actual la discusión se centra en la existencia o no de un terreno común a las diferentes escuelas, según la tesis propuesta en primer lugar por Wallerstein en 1988. Como hemos visto, las opiniones se encuentran divididas entre quienes se hallan firmemente convencidos de que las diferentes teorías psicoanalíticas comparten elementos comunes fundados en la experiencia clínica y quienes piensan que estas semejanzas son ilusorias, insostenibles frente a un examen profundo y fruto, muchas veces, de semejanzas puramente verbales. Mi posición personal a este respecto es que sí existe un terreno común que todos los psicoanalistas compartimos. Para mí, este terreno común consiste en: la tarea de investigar el funcionamiento de la mente humana; la convicción de la presencia de un nivel o sector inconsciente en la mente, así como de conflictos intrapsíquicos basados en dicha presencia; la existencia de fenómenos mentales a los que llamamos transferencia-contratransferencia (las dos caras de la misma moneda) y resistencias; finalmente, la dedicación profesional de los analistas a ayudar a las personas con dificultades psíquicas que lo soliciten, mediante una relación dialogante a la que llamamos método psicoanalítico. Es indudable que encontramos fuertes discrepancias en cuanto a la concepción y matización de estos elementos, pero, a mi juicio, esto no desvirtúa mi afirmación de que hay algo en común entre todos nosotros. De la misma manera, podemos decir, que encontramos muchas clases y tipos de automóviles con grandes diferencias entre sí, incluso con diferentes objetivos, como son diferentes los objetivos de un Fórmula 1 y un coche familiar, pero todos los conductores de automóviles comparten algo en común: el hecho de conducir un automóvil.
- 3.º Debe quedar clara la distinción entre admitir la presencia del terreno común y la idea de que este terreno común irá ampliándose progresivamente hasta que llegue un momento en que pueda construirse una teoría unificada del psicoanálisis, la «verdadera», como meta deseable e irrenunciable, siempre propugnada y defendida por Freud. Ya hemos visto que en este punto las diferencias de opinión son notables. Como ya he puesto sobradamente de manifiesto, yo soy totalmente contrario a esta idea.
- 4.º Por mi parte, considero que las perspectivas que nos dan Wallerstein, Kernberg, Gabbard, etc., respecto a un progresivo acercamiento de las escuelas entre sí son erróneas, por más que nos ofrecen detalles dignos del mayor interés para confirmar sus tesis. Creo que la explicación es otra. Hasta hace algunas décadas, la división del pensamiento psicoanalítico en diferentes escuelas era sentido como un hecho tan indeseable que era mejor no ocuparse de ello, casi como cerrar los ojos y no ver lo que no agradaba. Cada escuela permanecía encerrada en sí misma, considerándose portadora del verdadero psicoanálisis y juzgando a las otras como erróneas desviaciones. Era un asunto del que no se deseaba hablar, casi como si no existiera. Sin embargo, creo que a causa del paulatino incremento de nuevas corrientes dentro del pensamiento teórico y de la técnica psicoanalítica, esta actitud de no prestar atención se ha ido haciendo insostenible y los psicoanalistas se han visto forzados a reconocer el hecho de que, dentro de la misma A.P.I., las diferencias son tan enormes que se han sentido obligados a referirse a ellas. Es indudable que al dialogar han podido encontrar elementos comunes, pero de ello ha de deducirse que se está produciendo una unificación mediante un abismo. Bien al contrario. Desde 1988, fecha del primer trabajo de Wallerstein sobre este asunto, lejos de producirse la deseada unificación, nuevas corrientes se han visto reforzadas y acrecentadas. La psicología del self, el psicoanálisis relacional, el intersubjetivismo, la teoría de la interacción, el nuevo psicoanálisis interpersonal, la psicología de dos personas, la teoría constructivista en psicoanálisis, etc., van expandiéndose y ganando el espacio antes reservado para las dominantes psicología del yo, escuela kleiniana y psicoanálisis francés. Incluso el pensamiento lacaniano, además de su, hasta ahora, imparable despliegue fuera de las fronteras de la A.P.I., se ha infiltrado en el pensamiento kleiniano en los países centroamericanos y sudamericanos, y se ha aposentado en el seno de diversas sociedades psicoanalíticas pertenecientes a la A.P.I., hasta el punto de que en algunas de ellas parece que viven dos distintas comunidades albergadas bajo el mismo techo. En el mismo sentido podemos estimar el renacimiento del interés por autores como Ferenczi, durante tantos años condenado al ostracismo, Sullivan, Fairbairn, Balint, etc., cuya influencia se extiende en muchos ámbitos. Al igual que los astrónomos nos dicen que desde el big bang todos los indicios inducen a pensar que el universo cósmico se halla en un estado de expansión continuada, también todas las señales nos inducen a suponer que el universo psicoanalítico, lejos de reducirse a una sola teoría, se despliega en multitud de ellas.
- 5.º Como ya he dicho al principio de este capítulo, juzgo que el fenómeno de las diversas teorías ha aportado, y continúa haciéndolo, un enorme enriquecimiento al pensamiento psicoanalítico. Ya hemos visto que Schaffer participa de esta opinión. Piénsese en lo que sería el panorama psicoanalítico si la aparición de las nuevas corrientes no se hubiera producido nunca y, por tanto, nos halláramos reducidos a la psicología del yo y al psicoanálisis francés, sea cual sea el valor que cada uno de nosotros pueda otorgar a ambas escuelas. A mi juicio hubiera resultado mucho más beneficioso permitir que las ideas de Adler y de Jung fecundasen el pensamiento psicoanalítico en lugar de excluirlas del seno de la A.P.I. Lo mismo, aunque las circunstancias sean muy distintas, vale decir de Ferenczi, felizmente en un imparable proceso de recuperación.
- 6.º La historia del
psicoanálisis nos muestra, con sobrada claridad, los insidiosos
efectos secundarios de las reclamaciones de una «única y verdadera
teoría». Esos indeseables efectos secundarios pueden resumirse en
algunas pocas y lapidarias frases del estilo de: «esto no es
psicoanálisis», «esto no tiene nada que ver con el psicoanálisis»,
«esto es anti-psicoanálisis», «esto no es el verdadero
psicoanálisis», etc., pronunciadas por numerosos analistas que se
creen investidos de la autoridad para decidir qué es psicoanálisis
y qué no lo es. Deseo subrayar que no pienso que Wallerstein forme
parte de tal grupo. Wallerstein, por cierto, advierte ya de este
peligro en su respuesta a Green cuando dice (2005):
La historia del psicoanálisis está repleta de ejemplos de casos de opiniones divergentes o formulaciones teóricas que tratan de explicar el mismo fenómeno, resueltas, finalmente, no por evidencias o indiscutibles datos, sino por el prestigio del analista senior que más autoritariamente afirma esto o aquello (p. 636; la traducción es mía).
A mi juicio, tanto esta frase excluyente, «esto no es psicoanálisis», como el recurso a la autoridad han producido un terrible daño al desarrollo del psicoanálisis. Parece increíble que, pese a que el psicoanálisis pretende ser una doctrina destinada a anular las represiones y a librar a los pacientes de las ansiedades, fobias, síntomas y conflictos que los atenazan, y que para lograrlo los inducimos, en nuestros consultorios, a hablar sin atenerse a ninguna censura, en muchos institutos y sociedades psicoanalíticas se detecte, especialmente por parte de candidatos y miembros más jóvenes, un verdadero temor a hablar. Este temor tiene siempre la misma motivación de fondo, la de que lo que uno dice o escribe pueda ser juzgado como no psicoanalítico, y hunde, tal vez, sus raíces en los lejanos cuarenta cuando varios miembros del Instituto Psicoanalítico de Nueva York, como Clara Thompson, Karen Horney, Erich Fromm, etc., seguidores de la «psiquiatría interpersonal» de Harry Stack Sullivan, fueron marginados y desprovistos de cualquier cargo directivo o de enseñanza, hasta el punto de que se vieron obligados a abandonar este instituto (Eisold, K., 1998; Schwartz, J., 2000; Steiner, R., 2003).[6] Me parece que somos muchos los que ante las reclamaciones de la teoría única y verdadera escuchamos resonar esta amenazadora sentencia: «¡esto no es psicoanálisis!».
- 7.º Pese a las numerosas y crecientes orientaciones divergentes del pensamiento psicoanalítico, en mi opinión todas ellas se reúnen en dos grandes grupos: el modelo pulsional y el modelo de las relaciones de objeto. A ellos cabe añadir el constituido por las orientaciones que Greenberg y Mitchell (1983) llaman de acomodación y estrategias mixtas. Pero yo creo que este tercer grupo no es propiamente una entidad totalmente diferenciada ya que está constituida a expensas de los dos primeros.
- 8.º En cuanto a las
causas de estas divergencias en el pensamiento psicoanalítico que
han conducido al florecimiento de tantas distintas escuelas, con lo
que llevo expuesto hasta aquí ya he apuntado varias de ellas que
ahora no repetiré, y en el resto del capítulo continuaré hablando
ampliamente de este asunto. Pero ahora deseo hacer mención del
motivo que Greenberg y Mitchell (1983) estiman más fundamental y
que no he visto aducido en ninguna otra parte. Estos autores nos
recuerdan que la historia de la filosofía social y política de la
cultura occidental se ha desarrollado siempre en torno a dos
fundamentales y diferentes puntos de vista de la naturaleza humana:
el ser humano como básicamente individual versus el ser humano como
básicamente social. En la primera concepción el ser humano vive en
su propio mundo subjetivo e individual, busca la satisfacción de
sus necesidades y de su placer, construye su propio mundo, en el
cual los otros son los rivales con los que ha de competir, aun
cuando también pueden ser necesarios. En la segunda concepción, las
satisfacciones y metas del ser humano tan sólo pueden conseguirse
plenamente dentro de la comunidad; hombres y mujeres son
intrínsecamente sociales y su vida sólo tiene sentido en la
relación con los otros, a la vez que la naturaleza humana sólo se
realiza plenamente en interacción con la comunidad. Yo creo que la
antigua máxima de Sócrates «el hombre es un animal político»
continúa en pie. Según Mitchell (1988), los recientes
descubrimientos antropológicos a través de restos fósiles muestran
que, al contrario de lo que generalmente se había pensado, no es
que, gracias a un progresivo desarrollo del cerebro, el ser humano
creó una sociedad y una cultura, es decir, que primero vino el
desarrollo del cerebro y posteriormente las relaciones culturales,
sino al revés. La sociabilidad del ser humano, como impulso básico,
fue el factor principal en la selección de un mayor
desarrollo del cerebro. Dice Mitchell:
[…] gradualmente los protohumanos llegaron a estar involucrados en intercambios sociales, tales como el compartir, la mutua sensibilidad, tal vez la empatía, etc., y estas habilidades sociales proporcionaron una ventaja selectiva que hizo los cerebros de mayor tamaño más adaptables (p. 18; la traducción es mía).
Según Greenberg y Mitchell (1983) estas dos concepciones, la individual y la social, del ser humano están tan profundamente enraizadas en nuestras mentes que ellas han regido toda la filosofía política de la civilización occidental durante siglos. Se apoyan, para esa afirmación, en el clásico ensayo de Isaiah Berlin sobre los dos conceptos de libertad: la negativa y la positiva. Rigiéndose por el concepto de libertad negativa el Estado tiende a favorecer la libertad individual del sujeto, protegiéndolo de toda interferencia externa que la limite. Pero si se rige por el concepto de libertad positiva, el Estado tiende a favorecer el desarrollo social del ser humano, de manera que éste se realice en el seno de la comunidad, aunque sea a costa de una limitación de sus libertades individuales. Berlin cree que, de hecho, estas dos concepciones de la libertad son incompatibles entre sí y que dan lugar a dos actitudes inconciliables, aun cuando en la práctica lo ideal es lograr una síntesis de ambas, la cual, como todos sabemos, es dialéctica e inestable, pues, como dice Berlin, la libertad «negativa» y la «positiva» son dos actitudes profundamente divergentes sobre los fines de la vida humana.
Esta digresión ha servido para sentar las bases teóricas de la causa por la que Greenberg y Mitchell consideran que la unificación de todas las teorías psicoanalíticas es algo sumamente difícil e incierto. El modelo pulsional y el modelo relacional son los representantes, en el campo psicoanalítico, de estas dos distintas concepciones de la naturaleza humana, la individual y la social. El modelo pulsional concibe y estudia la mente humana como una entidad aislada que dirige las fuerzas innatas de su interior hacia el mundo externo para lograr la descarga de sus pulsiones, siendo secundarias a ésta la posibilidad de satisfacción y las relaciones que establece con los otros. Para el modelo de las relaciones de objeto la mente es, ante todo, buscadora del otro, persigue el contacto con los semejantes y no se puede concebir aisladamente, sino siempre desde la perspectiva de una interacción continuada con el medio social que la rodea. Esta identificación de uno y otro modelo con estas dos distintas concepciones de la naturaleza humana y de sus fines es, según los autores que estoy comentando, aquello que hace casi imposible la integración de las teorías psicoanalíticas en una sola.
- 9.º Quiero terminar estas reflexiones puntuales con mi extrañeza por el hecho de que, al hablar de las posibilidades de un terreno común, parece que los autores que hasta el momento se han pronunciado sobre este asunto olvidan el elemento más indiscutible del mismo, el que por sí mismo justificaría su existencia: la relación analizado-analista.
En los siguientes apartados seguiré argumentando sobre otras razones que explican e, incluso, hacen necesaria la pluralidad psicoanalítica.
1.3. Teoría del conocimiento y pluralidad
1.3.1. El racionalismo crítico de Popper
Para seguir desplegando más ampliamente mi concepción pluralista del psicoanálisis será necesaria una breve excursión por el campo de la teoría del conocimiento, con una sucinta exposición del método del racionalismo crítico, ideado por Popper.
El racionalismo clásico, que creo que después de Popper ha quedado herido de muerte, se caracteriza por su convicción de que existen fuentes seguras del conocimiento y que de lo que se trata es de identificarlas y acceder a ellas. Sobre los fundamentos seguros que nos proporcionan estas fuentes podemos ir construyendo el edificio del saber, es decir, adquiriendo nuevos conocimientos igualmente seguros y universalmente válidos. Por lo que respecta a la identificación de las fuentes indudables del saber existen, en la teoría del conocimiento, dos distintas posiciones. En una se considera fuente segura aquello que capta la razón (intelectualismo). En la otra, aquello que captan los sentidos (empirismo).
El intelectualismo se basa en la razón especulativa y en el convencimiento de que tan sólo mediante la intuición intelectual podemos adquirir los principios generales que nos han de permitir arribar a todos los conocimientos. En la posición empírica, en cambio, se juzga fundamental la capacidad de observación. Esta posición descansa en la convicción de que únicamente mediante la percepción sensorial es posible obtener datos verdaderos, a partir de los que, gracias a la inducción, podemos llegar a principios y teorías generales.
Pero Popper (1950, 1956, 1959, 1962, 1972, 1994), que es un empírico de vigoroso y abierto espíritu,[7] apoya su pensamiento en torno al conocimiento humano en el falibilismo, es decir, en la idea de que siempre somos susceptibles de equivocarnos y que, por tanto, no sabemos nada, o muy poco, en el sentido clásico del conocimiento. Por esto dice que todo conocimiento es siempre falible, conjetural, que no existe justificación y que aprendemos por las refutaciones, que son la eliminación de los errores, pero que tampoco hay una justificación definitiva de una refutación y que la inducción, por amplia que sea, no puede conducirnos a conocimientos seguros, es decir, a leyes universales. «Por muchos cisnes blancos que hayamos observado no está justificada la suposición de que todos los cisnes sean blancos», dice Popper en The Logic of Scientific Discovery (1959). Creo que es conveniente reflexionar sobre cuán frecuentemente hallamos, en los trabajos psicoanalíticos, que el autor se propone demostrar, en dos o tres viñetas clínicas, la «verdad» de sus concepciones sobre la teoría o la técnica del psicoanálisis, sobre determinado tipo de pacientes, de los cuales él o ella ha tratado, tal vez, media docena como máximo, etc.
Acercarnos a la verdad sólo es posible por medio del método de ensayo y error, es decir, la utilización sistemática de la crítica, la cual nos permite desvelar los puntos débiles de nuestro saber y eliminarlos. Popper generalizó este método, especialmente en su obra The Open Society and its Enemies (1950), hasta convertirlo en un método para abordar toda clase de problemas y situaciones, ya sean de tipo cognitivo, político, social, etc. Este autor equipara razón con apertura a la crítica. Concibe así el racionalismo: «Podríamos decir, entonces, que el racionalismo es una actitud en la que predomina la disposición a escuchar los argumentos críticos y aprender de la experiencia. Fundamentalmente consiste en admitir que “yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón y, con un esfuerzo, podemos acercarnos los dos a la verdad” […]. En resumen, la actitud racionalista, o como tal vez podría decirse, la actitud de racionalidad, es muy parecida a la actitud científica en la creencia de que en la búsqueda de la verdad necesitamos cooperación y que, con la ayuda del raciocinio, podemos alcanzar, con el tiempo, algo de objetividad» (pp. 392-393 de la versión castellana; itálicas del autor).
Diré ahora unas palabras sobre el racionalismo crítico construido por Hans Albert, discípulo de Popper, del que Margarita Boladeras, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Barcelona, señala (2002): «Si se tuviera que caracterizar en una sola frase la extensa obra de Hans Albert, se podría decir sin exagerar que ha aportado argumentos contra todo tipo de dogmatismo» (p. 9; itálicas de la autora). Pues bien, Albert (1973, 1982, 2002) ha construido un racionalismo crítico que se halla en el extremo opuesto del racionalismo clásico. Partiendo del falibilismo, que constituye la pieza clave de la teoría del conocimiento de Popper, lleva muy lejos su afirmación de que no existe ningún fundamento básico en el que podamos apoyarnos con solidez para construir conocimientos seguros. Dice este autor que quien pide para todo un fundamento seguro se encuentra con que aquello en lo que le parece que podemos fundarnos nos pide, después, ser fundamentado a su vez, y así sucesivamente, sin poder detenernos, en una regresión infinita. Así, dice, vamos a parar a un trilema, que él llama de Munchaussen,[8] con tres alternativas que no nos conducen a ninguna parte. Las reproduzco a continuación, tal como yo las entiendo:
- 1) Una regresión infinita porque cada conocimiento ha de fundamentarse en otro y éste en otro y así sucesivamente hasta el infinito, cosa irrealizable y que nos deja sin ninguna base cierta.
- 2) Un círculo vicioso que surge cuando, para fundamentar un conocimiento, se recurre a otro conocimiento que también precisa fundamentación.
- 3) Una interrupción del procedimiento en algún punto determinado de la búsqueda de fundamentación. Esto es factible pero totalmente incorrecto y engañoso, ya que interrumpe el principio de fundamentación de manera improcedente y arbitraria.
La segunda y la tercera alternativa son, según Albert, aquellas a las que recurrimos generalmente, con lo cual nos precipitamos en el recurso a un dogma y a la autoinmunización, ya sea porque nos fundamos en una idea que, a su vez, precisa fundamentación, ya sea porque hemos interrumpido arbitrariamente la búsqueda de ésta en un punto concreto. En tal caso, hemos convertido nuestras ideas en dogmas, entendiendo por dogma una convicción, una ideología, un enunciado, etc., que, de acuerdo con el que lo sostiene, no necesita ninguna fundamentación por el hecho de que su verdad es totalmente cierta y no podemos dudar de ella. Una manera de aferrarse al dogma y a la autoinmunización es, también, encerrarse en una disciplina concreta y no querer establecer puentes, es decir, vínculos con otros conocimientos que podrían refutar o modificar nuestras convicciones (ésta que estoy realizando, por ejemplo, es una exposición puente que puede servir para refutar el dogmatismo en el psicoanálisis).
El racionalismo clásico autosuficiente, dado que demanda fundamentación para todo y cree que esto es posible —por cuyo motivo es denominado, también, panracionalismo—, cae en el dogma de un conocimiento que juzga «fundamentado» y queda paralizado, a causa de esta seguridad, frente a nuevas concepciones y alternativas, de manera que el conocimiento corre el peligro de permanecer petrificado y sin posibilidad de hallar nuevos horizontes y diferentes caminos. Dice Albert respecto a esto último (2002):
La justificación a base del retroceso a un fundamento seguro descansa siempre en una ilusión, si bien la naturaleza de ésta surge de una necesidad profundamente arraigada: la necesidad de una certeza, que puede distinguirse perfectamente del impulso al conocimiento, del afán de verdad. Ambas disposiciones parecen incluso, en último término, ser irreconciliables en sus consecuencias (p. 42; cursivas del autor).
Insiste Albert en que el dogma siempre será posible, pero que, si estamos dispuestos a renunciar a la certeza y al postulado clásico de la fundamentación, es dable una concepción diferente del comportamiento racional para la solución de problemas. Yo pienso que los psicoanalistas caemos, muy frecuentemente, en el dogma cuando nos apoyamos en las figuras de autoridad, sea Freud o alguna otra figura prestigiosa del análisis, para mantenernos inamovibles en aquellas concepciones que nos proporcionan la seguridad de estar en lo cierto. Por desgracia, pues, los psicoanalistas podemos tener el consuelo de que no somos los únicos que navegamos torpemente por el proceloso mar del conocimiento.
Puede parecer evidente que, para no ser tachado de inconsistente, el racionalismo crítico que nos presenta Albert, el cual niega cualquier posibilidad de fundamentación y reivindica la necesidad de vivir permanentemente en la incertidumbre, ha de renunciar a fundamentarse él mismo y ha de permanecer abierto a la crítica, a la duda, y a la posibilidad de refutación. Desde esta perspectiva, la actitud racional-crítica ha de renunciar a exigir para sí misma una seguridad absoluta, a diferencia del racionalismo clásico o autosuficiente, que cree en la certeza y seguridad absolutas y piensa que se halla en la posesión de la verdad. El racionalismo crítico de Albert no pretende, de ninguna manera, ser autosuficiente y, por tanto, es autocomprensivo o autoenglobante, en el sentido de que se incluye a sí mismo en su carencia de fundamentación. De esta manera, el racionalismo crítico autoenglobante puede ser denominado, también, pancrítico, cosa que nos servirá para diferenciarlo del racionalismo crítico popperiano. Si no fuera de esta manera, si se presentara como portador de una verdad irrefutable, entonces el dogmático, al que Albert combate sin tregua, podría rebatirlo con el clásico tu quoque. Hemos de tener en cuenta que nadie puede ser convencido para que adopte el pensamiento racionalista por medio de razonamientos, porque aquel que atiende a los razonamientos es, únicamente, aquel que ya se halla instalado en la actitud racional. Ahora bien, aunque brevemente, he de advertir que el punto débil de este racionalismo pancrítico es que, empujado por su actitud radicalmente antidogmática, cae en el dogmatismo, porque una actitud crítica que rechaza fundarse en otra cosa que no sea el falibilismo y la duda consiguiente, queda a salvo de toda refutación. Nunca puede ser refutada, porque si alguien consigue hacerlo lo que logrará será darle la razón en cuanto a que no existe ningún fundamento seguro del conocimiento. No atrincherarse en ninguna posición, ya que para hacerlo serían necesarios fundamentos seguros, da lugar a una autoinmunización. Recuerda el «si cara gano yo, si cruz pierdes tú» (Marquès, A., 1996). Así, con su insistencia en ser antidogmático a todo trance, el racionalismo pancrítico cae en el dogmatismo. Parece que las cosas son cada vez más difíciles cuando nos ponemos a pensar.
En gran parte, he introducido este racionalismo pancrítico de Albert para perfilar mejor el racionalismo crítico de Popper, el cual se encuentra entre el racionalismo de Albert y el racionalismo clásico panracionalista, huye absolutamente de todo dogmatismo y, por tanto, se dirige hacia la defensa de la pluralidad. Insiste Popper en que, como ya he dicho antes, no puede convencerse con argumentos racionales a favor de la razón a quien no está ya instalado en la razón y, por tanto, su propia decisión por el racionalismo crítico es una determinación, dice Popper refiriéndose a él mismo, basada en la fe en la razón, puesto que no existen argumentos realmente válidos que nos aseguren la verdad a partir de unos fundamentos incuestionables. Ahora bien, la decisión de Popper a favor del racionalismo crítico, movida por un acto de fe en la razón, no es irracional, tal como él nos dice en The Open Society and its Enemies —seguramente por temor a ser dogmático— ya que la justifica con argumentos dirigidos a la razón, pese a que no son argumentos científicos, sino más bien de tipo moral, éticos, humanitarios y basados en la experiencia. Por esto, Popper reconoce que el racionalismo crítico que nos presenta es un racionalismo modesto que confiesa francamente sus límites. Además admite, a diferencia de Albert, que para que una decisión sea racional y no arbitraria no es suficiente con que sea criticable, sino que es menester que exponga sus razones.
Los argumentos de Popper a favor de la razón, entendida como apertura a la crítica y, por tanto, en pro del racionalismo crítico, se refieren a la superioridad de este último sobre el irracionalismo y, en general, sobre todas las actitudes fundamentalistas. Esta superioridad se basa en su mayor capacidad para crear las condiciones para el desarrollo de una sociedad justa y democrática, para el bien de los seres humanos y para el progreso de la ciencia. Pienso que puede fácilmente comprenderse, sin necesidad de muchas disquisiciones, que conocimiento y decisión son inseparables. Así, podemos ver cómo en el campo de la ciencia, de la política, de nuestras relaciones con los otros y de los innumerables pequeños detalles de la vida cotidiana nuestras decisiones son tomadas de acuerdo con nuestros conocimientos. Por ello, podemos decir que el racionalismo crítico no es tan sólo una actitud y una toma de posición frente a la ciencia y la investigación, sino también una forma de vivir y una manera de plantear nuestro trato con la sociedad y con nosotros mismos.
Dado que el racionalismo crítico huye del dogmatismo y aboga por la pluralidad, una sociedad basada en esta actitud ha de crear las instituciones necesarias y se ha de dotar del funcionamiento adecuado para que esta pluralidad y esta expresión y examen de las diversas alternativas sean posibles. Es decir, se ha de estructurar democráticamente, porque únicamente en el seno de una sociedad democrática es factible el ejercicio del racionalismo crítico. Porque aquello que promueve el racionalismo crítico, tanto en la esfera del conocimiento como en el de la decisión, es decir, en el de la praxis humana, es la necesidad de escuchar todas las voces, y las diversas alternativas, tener en cuenta las diferentes perspectivas desde las que puede abordarse cualquier decisión, tanto en la teoría como en la práctica, el desenvolvimiento de distintas posibilidades y, muy especialmente, el hecho de respetar a los otros como interlocutores válidos, cuyos argumentos han de ser tomados en consideración. El racionalismo crítico huye del principio de autoridad, de las actitudes autoinmunizadoras, de las hipótesis ad hoc, del compromiso ciego, del fanatismo, de todo totalitarismo y del fundamentalismo, ya sea religioso, político o científico. Su vía es el diálogo en el que, como punto de partida, pensamos que el otro quiere argumentar con nosotros tan seriamente como nosotros deseamos hacerlo con él; aquel diálogo en el que el otro, siguiendo con esto el pensamiento de Gadamer (1975), siempre puede tener razón. Y todo esto únicamente es practicable en una sociedad democrática y justa. Éstas son las razones y los argumentos en que se basa Popper para su fe en la razón y la adopción del racionalismo crítico. Y, aun cuando sean razones y argumentos morales y no científicos, no son irracionales porque se apoyan en una razón fundamental o básica que los incluye y que se nutre de la experiencia, el diálogo y el anhelo de libertad y de solidaridad que son propios de los seres humanos (Marquès, A., 1996). La racionalidad fundamental no se apoya tan sólo en argumentos críticos, sino también en argumentos positivos a favor de situaciones y objetivos que la experiencia nos muestra como valiosos y éticamente necesarios. Cuando argumenta el porqué de su decisión, Popper instaura un debate con argumentos, lo cual es la más elevada forma de racionalidad, y, además, las razones que aduce son expresión de principios éticos, como el rechazo de la violencia y la instauración de la justicia social, en los cuales podemos fundamentarnos. Por otro lado, proponiendo el debate como el camino real de la racionalidad, la crítica intersubjetiva queda establecida como aquello que sostiene la objetividad científica. Es esta racionalidad fundamental la que permite que el racionalismo crítico, a diferencia del racionalismo clásico panracionalista y del racionalismo pancrítico, sea una posición no escéptica, sino argumentada, criticable y no dogmática.
1.3.2. Las ideas de J. Habermas, de K. Apel y de I. Berlin
Deseo ahora subrayar que Habermas (1987) y, especialmente, Apel (1985, 1991), a partir del estudio de los actos de habla, han puesto de relieve que los principios de la crítica intersubjetiva, que pertenecen a la racionalidad lógico-formal (componente semántico-referencial de los actos de habla) y a la reflexión discursiva (componente pragmático-comunicativo), no pueden caer dentro de la esfera de aquello que es falible, ya que, si fuera así, la crítica no tendría consistencia, o sería irracional si nos apoyáramos en ellos sin razones. Pero todavía podemos decir algo más sobre esto. Los seres humanos estamos enraizados en el lenguaje, somos lenguaje, como dice Gadamer, y la finalidad del lenguaje es la comunicación, entendernos unos con otros. Claro está que podemos emplear el lenguaje para mentir, engañar, dominar a los otros, etc., pero esto son enfermedades del lenguaje, hasta el punto que podemos decir que son un falso lenguaje. La verdadera función del lenguaje es la comprensión mutua, y por ello cuando expresamos una proposición, es decir, cuando afirmamos o negamos algo, elevamos una pretensión de verdad, o sea que pretendemos que esta proposición sea reconocida como verdadera, y lo mismo suponemos de nuestros interlocutores. Dice Habermas (1987) que en todos los actos de habla de acción orientada a hacernos entender por los otros (yo creo que esta orientación constituye el componente pragmático-comunicativo) hay un «consenso de fondo» en el sentido de que tanto los que hablan como los que escuchan se suponen mutuamente de acuerdo en cuatro pretensiones de validez que cada uno de los locutores ha de sostener: es necesario hablar inteligiblemente, es necesario ser veraz, es necesario considerar las respectivas emisiones como verdaderas y es necesario considerar correcta una norma relevante para el acto de que se trata. Estas cuatro pretensiones de validez son, pues, como dice Marquès (1996), inteligibilidad, verdad, veracidad (o sinceridad) y rectitud. Por lo que respecta a la rectitud, dice este último autor: «es la pretensión de que este acto ha sido cumplido de acuerdo con las reglas del juego o las normas que lo rigen» (p. 197; la traducción es mía). Creo que cuando hablamos seriamente, con la intención de entender y darnos a entender, estas pretensiones de validez son irrefutables y, por tanto, se hallan ancladas en la racionalidad fundamental. Son, dice Apel (1991), pretensiones más allá de las cuales no podemos ir, ya que el locutor no las puede impugnar, porque si lo hiciera caería en una en una autocontradicción performativa.[9] Apel nos da ejemplos de estas autocontradicciones performativas: «afirmo, con esto, que yo no existo», «afirmo, como verdadero, que no tengo ninguna pretensión de verdad». Por tanto, el racionalista crítico encuentra, en las pretensiones de validez de los hombres y las mujeres que hablan seriamente para ser comprendidos, un fundamento seguro.
A diferencia del racionalista crítico, las mujeres y los hombres que precisan una certeza absoluta que les ofrezca seguridad en su existencia y un punto de Arquímedes en el que apoyarse, tanto en su vida cotidiana como en sus concepciones científicas, aspiran a inmunizar sus convicciones contra toda crítica y toda argumentación contraria, y pretenden que sean consideradas como verdades absolutas que no pueden ser discutidas, a causa de lo cual caen en la irracionalidad y el dogmatismo. Mientras que el racionalista crítico valora positivamente toda clase de pluralidad, el que busca la fundamentación absoluta, en ciencia, como en política, acaba fácilmente en el fundamentalismo, se inclina decididamente por el monismo y presiona a su interlocutor con la elección de una única alternativa. Y ahora, al decir esto, puedo desvelar mis motivos para haber expresado una teoría falsa en torno al valor de Aquiles. Deseaba, con ello, poner de relieve que, muy a menudo, las teorías falsas penetran en la mente de los hombres y de las mujeres, y calan en la sociedad, porque aquellos a quienes van dirigidas no poseen suficiente información. Así, por ejemplo, aquellos que no hayan adquirido unos medianos conocimientos acerca de los personajes de la Ilíada habrían sido fácilmente engañados por la teoría que concebía a Aquiles como un jugador con las cartas marcadas, en el caso de que yo no hubiera advertido acerca de su falsedad. Es menester estar razonablemente informado sobre el mundo, la sociedad y la cultura en los que vivimos para poder ser pluralista. Ser monista es más cómodo. Infortunadamente, los seres humanos monistas o monolíticos suelen practicar la percepción selectiva para no enterarse de aquello que va en contra de su teoría.
Isaiah Berlin, uno de los más grandes pensadores del siglo XX, comienza su ensayo El erizo y la zorra (1953), dedicado al escritor ruso León Tolstoi, citando un fragmento del poeta griego Arquiloco: «La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante». Continúa Berlin diciendo que los seres humanos se dividen en erizos y zorras y que los erizos son aquellos que
[…] lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente e integrado en función del cual comprenden, piensan y sienten —un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen— mientras que los que son zorras: realizan acciones y sostienen ideas centrífugas más que centrípetas; su pensamiento ocupa muchos planos a la vez, aprehenden el meollo de una vasta variedad de experiencias y objetos según sus peculiaridades, sin pretender integrarlos ni no integrarlos… en una única visión interna, inmutable y globalizadora (pp. 39-40).
Yo creo que Berlin nos ofrece claramente, con estas palabras, su concepción de los seres monistas y los seres pluralistas a quienes acabo de referirme. Pero también pienso que todos nosotros llevamos en nuestro interior, queramos o no, un erizo, y que continuamente hemos de luchar para detectarlo y desprendernos de él. ¡Resulta tan confortable sentirse en posesión de una verdad segura y a salvo de toda duda! En tanto que psicoanalistas conocemos sobradamente la proclividad de la mente humana, ante la contingencia de la existencia, de la muerte, del dolor, de la incertidumbre y de nuestros propios conflictos internos, a buscar el puerto seguro que nos brinde un refugio donde ampararnos y a encontrar una visión del mundo completa, absoluta y coherente que nos libere de nuestra ansiedad. Y sabemos, también, que nuestro narcisismo nos empuja, furiosamente, a identificarnos con un objeto idealizado (o a sentirnos diferentes del objeto totalmente malo y distantes de él) para, de esta manera, gozar de todas las cualidades y privilegios que le atribuimos.
Espero que el lector comprenda el interés de esta pequeña excursión por la teoría del conocimiento a fin de defender la concepción pluralista del psicoanálisis, la cual, según yo pienso, ha de ser vivida desde la perspectiva del racionalismo crítico. Pero no quiero dar fin a este apartado, en el que he empleado abundantemente los conceptos de razón y racionalidad, sin subrayar que, como ya he dicho en otro lugar (2001), la única auténtica racionalidad es la racionalidad ética. Como dice Popper (1950), si bien no hay una base científica de la ética, sí que hay una base ética de la ciencia. El que pretende servirse de la racionalidad de manera «instrumental» o «estratégica» sin atender a la ética está cayendo en la irracionalidad, porque los comportamientos deshonestos, la mentira y el nihilismo ético, así como la explotación de los seres humanos y de la naturaleza, son irracionales por más que los disfracemos con razonamientos (Apel, K. O., 1985, 1991; Habermas, J., 1987; Marquès, A., 2001). Habermas, en particular, contrapone a las acciones estratégicas e instrumentales las acciones comunicativas. Afirma:
Hablo, en cambio, de acciones comunicativas cuando los planes de acción de los actores implicados no se coordinan a través de un cálculo egocéntrico de resultados, sino mediante actos de entendimiento. En la acción comunicativa los participantes no se orientan primariamente al propio éxito; antes persiguen sus fines individuales bajo la condición de que sus respectivos planes de acción puedan armonizarse entre sí sobre la base de una definición compartida de la situación (p. 367; cursivas del autor).
Yo creo que es a causa de no tener en cuenta estas ideas fundamentales que, actualmente, gran parte de los seres humanos han perdido la fe en la razón.
A continuación doy un pequeño esquema para resumir las tres clases de racionalismo que he descrito.
- a) (Pan)racionalismo
autosuficiente o clásico.
La racionalidad se fundamenta en fuentes seguras del conocimiento, sobre las cuales podemos edificar, sucesivamente, nuevos conocimientos seguros. De esta forma, llegamos a dogmas irrefutables.
- b) Racionalismo
(pan)crítico que se incluye a sí mismo.
El principio de fundamentación es substituido por el principio del examen crítico. No existe ninguna fuente segura del conocimiento. Este mismo racionalismo puede ser refutado. Por tanto, la refutación le da la razón. De esta manera, se autoinmuniza y, en su afán de ser antidogmático, se convierte en un dogma irrefutable.
- c) Racionalismo crítico popperiano.
En última instancia, se trata de una actitud derivada de una decisión sostenida por la fe en la razón, y esta fe en la razón es defendida por argumentos morales, éticos y solidarios que pueden ser criticados y refutados. Por tanto, no se convierte en un dogma. Se nutre de los principios incuestionables del diálogo y la crítica intersubjetiva.
1.4. El pluralismo crítico[10] en psicoanálisis
1.4.1. Delimitación del concepto
El término pluralismo crítico lo he visto por primera vez aplicado al psicoanálisis por parte del psicoanalista C. Strenger (1991), y aunque él no se refiere a la teoría del conocimiento ni al racionalismo crítico, pienso que esta denominación encaja perfectamente con la tesis que propongo. Este autor habla de «puristas» y «pragmáticos», de una manera similar a como yo vengo haciendo con monistas y pluralistas. Lo que yo sostengo es que la visión racional, crítica y pluralista del conocimiento, a la que me he estado refiriendo en el apartado anterior, debemos trasladarla no tan sólo a nuestra actitud frente al psicoanálisis, sino también a las sociedades psicoanalíticas y a sus programas de enseñanza. La historia del psicoanálisis nos muestra, con excesiva evidencia, que los analistas hemos sido casi siempre erizos en la terminología de Berlin, con lo cual no hemos recordado suficientemente que, si bien Freud rechazaba con gran contundencia toda teoría que le parecía que se alejaba de su concepción de la energía libidinal y de su metapsicología, por otro lado consideraba como tratamiento psicoanalítico todo aquel que tuviera en cuenta el inconsciente, el Edipo, la transferencia y las resistencias. A causa de este olvido, las diversas escuelas psicoanalíticas han estado, hasta hace algunos pocos años, extraordinariamente encerradas dentro de sí mismas, tanto respecto a otras escuelas como por lo que concierne a las disciplinas humanas y a las ciencias en general. Pues bien, yo creo que ya ha llegado la hora de que comencemos a ser «zorras». Para mí, el pluralismo crítico nos permite emplear todos los conceptos e hipótesis que la tradición psicoanalítica ha ido acumulando a lo largo de los años, pero despojándolos del carácter dogmático del que, con el paso del tiempo, han sido revestidos, y, por tanto, nos posibilita dotarlos de un natural más fresco y flexible, al tiempo que nos predispone a advertir, examinar y apreciar las posibles nuevas alternativas que pueden o bien substituir o bien enriquecer y ensanchar las ya conocidas.
1.4.2. La confusión entre nihilismo y relativismo
Una cuestión importante es la de no confundir pluralismo con relativismo o eclecticismo. Frecuentemente, se acusa a quienes sostienen o son partidarios de la concepción pluralista del psicoanálisis de «relativismo», dando a este término un sentido peyorativo de algo indeseable moralmente y anticientífico. En principio, debo decir que en esta acusación se suele confundir relativismo con «nihilismo»,[11] cosa no extraña porque es una confusión que se ha extendido al lenguaje ordinario y, muchas veces, también al lenguaje académico. El nihilismo suele dividirse en metafísico, epistemológico y moral. El nihilismo metafísico niega la realidad substancial, de manera que sólo podemos conocer fenómenos. El nihilismo epistemológico niega taxativamente la posibilidad del conocimiento. El nihilismo moral, el más popularizado y más denostado socialmente, niega que haya principios morales válidos y, por tanto, que haya reglas de comportamiento, ideas, actitudes, valores, etc., moralmente superiores a otros, lo cual hace que todo dependa de la libre interpretación de cada individuo y que éste no se halle obligado por ningún tipo de norma, social ni moral, ni tenga por qué justificar su conducta.
El relativismo no dice nada de esto. El relativismo, tanto como actitud o como doctrina filosófica o epistemológica, lo único que dice es que no existe ninguna proposición que sea válida en todo contexto y en todo momento, es decir, afirma que aquello que es válido en un contexto y en un momento histórico determinado puede dejar de serlo en otro contexto y en otro momento. A fin de cuentas, esta proposición no está tan alejada del pensamiento psicoanalítico, puesto que me parece que todos estamos de acuerdo en que una interpretación verídica, o pertinente, en un momento determinado del proceso analítico puede no serlo en otro momento o en otro contexto. De aquí, precisamente, la importancia que siempre se ha dado en la teoría de la técnica psicoanalítica a la pertinencia[12] y al timing de las interpretaciones. El relativismo no niega, en absoluto, que hay valores y comportamientos moralmente superiores a otros, en el campo de la ética, ni proposiciones y teorías más cercanas a la verdad que otras en el ámbito epistemológico. El relativista admite que existen valores superiores a otros y proposiciones acerca de la realidad que poseen una mayor cantidad de verdad o están más próximas a ella, que otras, y puede luchar y esforzarse en defensa de esto que cree moralmente mejor, o más cierto desde la perspectiva epistemológica. Afirma respecto a esto Ibáñez (2001):
El relativista no renuncia ni mucho menos al uso del concepto de verdad, pero considera que la verdad es siempre relativa a unas «determinadas condiciones de verdad», es decir, al «régimen veritativo» propio de un determinado contexto de enunciación. Y estos contextos de enunciación se articulan siempre sobre la base de un conjunto de convenciones que resultan de decisiones implícitas o explícitas (p. 67; comillas del autor).
Evidentemente, el relativismo, como no podría ser menos, tampoco puede presentarse como una verdad absoluta y ha de aceptar ponerse en duda a sí mismo. Por si he sido demasiado contundente en mis afirmaciones, remito al lector a mi adscripción al racionalismo crítico de Popper, según he expresado en la sección 3, cuya máxima fundamental es «yo admito que puedo estar equivocado y que tú puedes tener razón». A fin de cuentas, esto no es muy diferente del pensamiento científico predominante en el momento presente, que nos dice, como ya he expuesto al citar a Popper, que todo conocimiento es falible y conjetural, y que las teorías pueden refutarse, pero no justificarse definitivamente. Ignoro si los analistas que juzgan cierta y aun conveniente la pluralidad del psicoanálisis se consideran a sí mismos, o no, relativistas, pero lo que no creo es que ninguno de ellos piense, seriamente, que todas las proposiciones son igualmente verdaderas o falsas, o que no hay valores éticos de ninguna clase, precisamente cuando en psicoanálisis la técnica presupone una ética, y sostengo que el relativismo, confundido con nihilismo, es un fantasma que se agita para amedrentar a todos aquellos que no se muestran suficientemente positivistas o convencidos de una determinada verdad. De todas maneras, no creo que para sostener la concepción pluralista del psicoanálisis sea menester ser relativista. Yo, por lo menos, no lo soy, porque creo que hay verdades inalienables y absolutas, como es el derecho a la vida y a la libertad. Tal vez se me puede juzgar como un relativista moderado. Algunos autores, seguramente como una manera de huir de la confusión del relativismo con el nihilismo, han adoptado el término de «perspectivismo» (Aron, L., 1996). No se puede negar, con todo, que el relativismo extremadamente radical puede, en ocasiones, presentar fronteras muy borrosas con el nihilismo. Pero esto ocurre con mucha frecuencia en todos los campos del conocimiento; hay conceptos que tienen fronteras borrosas y compartidas entre sí, sin que de ello quepa deducir que son lo mismo.
En cuanto al eclecticismo, en el caso del análisis sería utilizar una mezcla, variable según los casos, de la «técnica» correspondiente a diversas escuelas o teorías psicoanalíticas, pero lo que yo afirmo es que el psicoanálisis no es una cuestión de técnica instrumental, sino de aquella sabiduría práctica que Aristóteles denomina phrónesis.
1.4.3. La necesidad de un diálogo continuado
Para mí, el pluralismo crítico en el psicoanálisis nos lleva a considerar y valorar todas las posibles alternativas para una mejor comprensión de la mente humana, y de cada paciente en particular, y a mantener un continuo diálogo entre las diversas corrientes y escuelas del pensamiento psicoanalítico, de manera que éstas puedan llegar a enriquecerse y complementarse mutuamente, a la vez que buscan aquello que las une y aquello que las distingue. Pero esto, dando por supuesto que este diálogo no ha de tener lugar únicamente en el curso de encuentros y discusiones académicas, sino que ha de ser un diálogo interiorizado dentro de cada uno de nosotros, de la misma forma que esperamos que nuestros pacientes internalicen el diálogo analítico como objetivo supremo de su análisis.
Creo que las reflexiones que he desarrollado alrededor de la teoría del conocimiento y la adopción del racionalismo crítico nos han de conducir a rehuir todo intento de convertir cualquier concepto psicoanalítico, aun cuando se trate de las afirmaciones más contundentes de Freud y de los más prestigiosos de sus seguidores, en una verdad incontestable que no admite dudas ni contradicciones. Porque tengo la seguridad de que si aplicamos esta actitud racional y crítica al espacioso panorama de la teoría y la práctica psicoanalíticas, tanto en su desenvolvimiento histórico como en el momento actual, podremos llegar a una conclusión que intentaré ahora plantear en cuatro puntos que, por igual, nos conducirán a la misma consecuencia: la de que hemos de ser mucho más modestos de lo que generalmente somos en cuanto a nuestros conocimientos psicoanalíticos. No estamos en posesión de la verdad y sólo podemos aproximarnos un poco a ella. Pero esto no ha de ser tomado como una rendición, sino como una invitación a avanzar para aproximarnos lo más posible a la verdad, sin caer en dogmatismos paralizadores.
- a) Toda teoría psicoanalítica —en realidad como toda teoría científica— referente a la evolución, funciones, patología, etc., de la mente humana ha sido construida en un contexto histórico, cultural, social, moral, etc., por parte de personas totalmente sumergidas dentro de este contexto, lo cual les ha llevado a interpretar de una determinada manera aquello que han percibido, de acuerdo con sus presupuestos, experiencias previas, conocimientos, etc., sin que les haya sido posible entenderlo de una forma distinta. Incluso las figuras más geniales únicamente pudieron llevar a cabo sus descubrimientos dentro del contexto que los contuvo. Todo conocimiento es interpretación de la realidad, y toda interpretación parte de determinados presupuestos y de otras interpretaciones previas. Otras personas, en otros contextos histórico-culturales habrían descubierto otros aspectos y matices de la mente humana.
- b) En cada momento y en el seno de cada cultura ha existido, aunque de manera no formulada, un modelo de la evolución normal y sana del ser humano, y sobre este modelo se han desarrollado la teoría y la técnica del proceso analítico. Freud era un moralista, pese a que sus contemporáneos no supieron captarlo, y su psicoanálisis tenía como objetivo convertir a sus pacientes, a través de la renuncia al principio del placer, en ciudadanos íntegros y honestos de acuerdo con las normas de la sociedad de su tiempo. Los seguidores de Freud han continuado configurando los objetivos que han de alcanzarse con el tratamiento psicoanalítico, de acuerdo con el contexto cultural del momento.
- c) En todo momento, a lo largo de la historia del psicoanálisis, los analistas pertenecientes a las diversas escuelas psicoanalíticas han juzgado sinceramente que ayudaban a sus pacientes, pese a partir de concepciones diferentes y de distintas técnicas interpretativas. Y han tratado siempre de demostrar la mejoría obtenida por sus pacientes mediante sus trabajos clínicos. No tenemos ningún motivo para no creerles a todos ellos, aunque ninguno de nosotros, los analistas, demostramos nada, a excepción de la manera que tenemos cada uno de nosotros de presentar nuestros trabajos clínicos cuando lo hacemos. Desafortunadamente, también a veces demostramos la manera como hacemos encajar, forzadamente, la comunicación de los analizados en nuestras teorías, o la forma como les hemos adoctrinado hasta tal punto que el material que producen viene guiado por ellas. Por tanto, no podemos decir que una teoría psicoanalítica sea verdadera y las otras erróneas, y ni tan siquiera tenemos razones para acreditar que una de ellas esté más cerca de la verdad que sus rivales. Además, debemos tener en cuenta que, en la inmensa mayoría de los casos, pertenecer a una u otra escuela psicoanalítica no depende de una elección racional, sino del azar, casi siempre geográfico, de haber sido formado en uno u otro instituto de psicoanálisis. Haber nacido en Barcelona, París o Nueva York determina, por regla general, la orientación teórica y práctica de los psicoanalistas. Esto es, por tanto, algo muy poco sólido, de manera que no es menester que seamos psicoanalíticamente xenófobos. Ahora bien, el hecho, aparentemente paradójico, de que basándose en diferentes teorías, que incluyen su peculiar técnica, las diversas escuelas pretenden todas ellas ayudar a sus analizados puede explicarse a través de la concomitante presencia de cuatro factores o elementos en todo proceso psicoanalítico.
- 1) Todos los analizados adquieren, a través del insight, un incremento del conocimiento de sí mismos, pese a que la clase de este nuevo conocimiento dependerá de la teoría con la que trabaja el analista, y, a la vez, han internalizado una actitud de autoanálisis y búsqueda de su realidad interna, todo lo cual promueve una modificación beneficiosa de su personalidad (Coderch, J., 1995).
- 2) Todo proceso psicoanalítico se fundamenta en dos agentes: la interpretación que promueve el insight y la experiencia de la nueva relación paciente-analista. Estos dos agentes son complementarios y circulares, de manera que la nueva experiencia de relación es el basamento sobre el que puede tener lugar el insight, y este último es el principal artífice de la nueva experiencia de relación. Esta relación e interacción paciente-terapeuta está presente siempre, sea cual sea la orientación teórica y técnica del analista, y basta para dar razón de la mejoría obtenida en análisis llevados a cabo bajo distintas orientaciones.
- 3) Todo acto
interpretativo, en virtud de ser un acto de habla, posee dos
distintos componentes, de acuerdo con la actual filosofía del
lenguaje (Austin, J., 1962; Habermas, J., 1987; Apel, K.O., 1991;
Searle, J., 1969).[13] Uno, el más visible de ellos, es el que
denominamos semántico-referencial, constituido por la
proposición o conjunto de proposiciones sobre la realidad de la
mente del paciente, las cuales pueden ser verdaderas o falsas. El
otro componente, más implícito, es el denominado
pragmático-comunicativo,[14] el cual es una acción que expresa la
subjetividad de hablante y sus intenciones hacia el interlocutor.
Según mi parecer, las diversas teorías psicoanalíticas se
distinguen por sus diferencias en cuanto al contenido
semántico-referencial, es decir, por las proposiciones que acerca
de la mente del paciente emite el analista. Pero el componente
pragmático-comunicativo depende de la personalidad del analista y,
pese a que cada uno de ellos tiene su peculiar psicología, este
elemento revela siempre al analizado un factor común en todo
proceso psicoanalítico, en tanto que el analista trabaje honesta y
adecuadamente: el deseo de este último por ayudar, entender y
hacerse entender por su analizado. Lo cual da lugar a una relación
que éste experimenta como contenedora y cargada de un significado
de afecto positivo. En este sentido, dice Ferrer (2002):
[…] todos los analistas estarían más o menos de acuerdo con que en la interpretación existen una serie de elementos implícitos que reflejan aquello que el analista piensa, su manera de comprender al paciente y, especialmente, su coherencia interior (p. 119).
Con relación a esto quiero también recordar el trabajo de A. De Miguel y M. Valcarce (2000), en el que se pone de relieve el predominio de la experiencia relacional en el recuerdo que en torno a su análisis expresaron un grupo de analistas que se prestaron a una investigación sobre este tema.
Daré un ejemplo, para hacer más comprensible aquello que pone en evidencia el elemento pragmático-comunicativo del acto de habla. El ejemplo no será psicoanalítico, sino únicamente lingüístico, a fin de evitar que las teorías psicoanalíticas de cada uno de los lectores puedan interferir en la desnuda comprensión de este elemento pragmático-comunicativo del lenguaje. Escogeré el sencillo enunciado que da Austin para explicar el elemento performativo de los actos de habla, «hay un toro en el campo», y, dejando al margen el texto de Austin que sigue a continuación del enunciado, utilizaré éste para imaginar una escena figurada, de acuerdo con mis propósitos.
Supongamos que dos paseantes por la campiña andaluza llegan ante un amplio espacio cercado por una fuerte alambrada pero con una puerta de acceso. Y supongamos que uno de ellos detiene al otro y profiere el sencillo enunciado de Austin: «hay un toro en el campo». El elemento proposicional del hablante es explícito: afirma una realidad, y esta afirmación puede ser verdadera o falsa. En este caso, no tenemos ningún motivo para sospechar que es falsa. El elemento pragmático-comunicativo, en cambio, es implícito y contingente, pero, en un caso así, puede suponerse, fácilmente, que contiene las siguientes meta comunicaciones: «creo que es peligroso para ti que entres dentro de este cercado en donde hay un toro, ya que no creo que tú seas un experto en el arte del toreo»; «pienso que sabes lo que es un toro y el peligro que supone acercarse a él»; «me preocupo por ti y te hablo para evitarte daños»; «creo que puedes entenderme (de otra forma no diría esto, o lo diría de otra manera); tomo sobre ti una responsabilidad limitada, sólo te informo, no te prohíbo ni te impido de ninguna manera que hagas lo que te parezca»; «pienso que podrás aprovechar mi información (si no fuera así, no te la habría ofrecido)»; «tuya es, en último termino, la responsabilidad por tu comportamiento», etc. Como es natural, el tono de voz, la modulación, el momento en el que se pronuncia el enunciado y, especialmente, el clima afectivo general de la relación entre los dos interlocutores pueden dar lugar a que el segundo de ellos sienta que recibe otro tipo de aviso como, por ejemplo: «no eres capaz de cuidar de ti mismo»; «no aciertas a ver nada y siempre dependes de mí»; «no es cosa mía lo que pueda sucederte», etc. O bien: «te prohíbo que entres dentro del cercado»; «yo me hago completamente responsable de ti y has de hacer lo que yo te mando», etc.
Pues bien, lo mismo ocurre en el diálogo analítico. Además del contenido proposicional sobre la realidad de la mente del analizado, con el componente pragmático-comunicativo el analista revela al analizado su actitud y su manera de relacionarse con él. Y una y otra pueden ser muy parecidas, de acuerdo con su estilo personal, en diversos analistas que trabajan con diferentes teorías, y muy divergentes entre analistas que trabajan con el mismo modelo teórico y técnico. Esto permite suponer, y la experiencia parece confirmarlo, que el éxito de un tratamiento psicoanalítico depende más de la personalidad del terapeuta que de la escuela psicoanalítica a la que pertenece. Quiero subrayar que el sentido de una interpretación no puede nunca entenderse considerando tal interpretación de manera aislada, por aquello que explícitamente el analista dice, sino tan sólo situándola en el contexto emocional y relacional en cuyo seno se está desarrollando el proceso psicoanalítico.
- 4) El encuentro de dos subjetividades, la del analizado y la del analista, da lugar a un campo intersubjetivo. La clarificación de este campo y el reconocimiento de la subjetividad del analista por parte del analizado permiten a este último el reconocimiento y desarrollo de la propia subjetividad.
- d) La mente humana no se halla directamente determinada por fuerzas biológicas, sino que éstas son únicamente portadoras de un potencial que se despliega de manera diferente según la matriz psicosocial (afectiva, cultural, social, etc.), dentro de la cual el sujeto nace y se desarrolla. A esto debemos añadir que la personalidad y las capacidades racionales y científicas del analista que teoriza sobre sus experiencias con los analizados también dependen de la matriz psicosocial que les es propia, de la misma manera que Freud desarrolló su metapsicología de acuerdo con las concepciones científicas en las que había sido educado. Nadie puede saltar por completo fuera de su historia (biológica, cultural, afectiva, científica, etc.), y ella pone un límite a nuestra capacidad de descubrir y de conceptuar.
Y pienso que es la modestia a la que me he referido antes de plantear estos cuatro puntos, la de admitir que no estamos en posesión de la verdad, la que ha de llevarnos a ser pluralistas y no monistas, es decir, a mantener una constante actitud crítica hacia la teoría en la que hemos sido formados y a estudiar con interés las otras y a dialogar respetuosamente con ellas, sintiéndonos dispuestos a modificar la primera siempre que nuestra experiencia y nuestros conocimientos así nos lo indiquen. Yo creo que una mal entendida fidelidad a los lazos afectivos y un espíritu de cuerpo inscrito en la particular sociedad psicoanalítica a la que todos pertenecemos constituyen un obstáculo no sólo para el desarrollo del pensamiento psicoanalítico, sino también para el propio crecimiento personal.
1.5. El dispositivo personal de observación es responsable del resultado de ésta
Desde el punto de vista epistemológico es, sin duda, sorprendente la existencia de tan diversas teorías psicoanalíticas que intentan explicar el desarrollo y la patología de la mente humana, así como la manera de modificar, por vía puramente psicológica, dicha patología. Lo primero que cabría deducir es que o una de ellas es verdadera y todas las otras son falsas, o que todas ellas son falsas. Un primer argumento que puede aplicarse para rebatir esta afirmación es que la mente humana es tan amplia y compleja que no existe ninguna teoría que pueda abarcarla por entero, y que cada una de las teorías psicoanalíticas contempla la mente humana desde una peculiar perspectiva y, por tanto, construye un modelo de la misma a partir de tal perspectiva. Una tendencia globalizadora nos puede llevar a complementar los distintos modelos y obtener, así, una visión más integral y útil. Yo creo que este argumento es, por lo menos en parte, válido. En ningún ámbito del saber humano existe una teoría que incluya todas las posibilidades. Como ya hemos visto, en las ciencias físicas tenemos un buen ejemplo de ello en el debate entre las teorías de la relatividad de Einstein y la física cuántica. Por otro lado, consultando la literatura psicoanalítica puede verse fácilmente que, en el momento presente, hay cierto grado de permeabilidad entre las diferentes escuelas y que determinados conceptos e hipótesis que se originaron en alguna de ellas van siendo asimilados por otras, tanto en la teoría como en la práctica, y llegan a ser compartidos, podemos decir, como una propiedad común. Por ejemplo, el concepto kleiniano de identificación proyectiva. Para mí, esto es una prueba innegable de que gran parte de los analistas tienen la impresión de que sus propias teorías son limitadas y que otras escuelas enriquecen y fecundan sus conocimientos. En cuanto a la pregunta de cómo es posible que se pretenda ayudar a los analizados desde diferentes modelos de la praxis psicoanalítica, ya he dado mi particular razonamiento en el anterior apartado. Yo creo que estos dos argumentos son suficientes para explicar esta diversidad de teorías y entendernos sobre ellas, pero también creo que ambos son parciales y que el tema merece otra reflexión y un tercer argumento.
El tercer argumento que pretendo desarrollar descansa en las aportaciones de la física cuántica al conocimiento de la realidad. Hasta el momento, en este capítulo he utilizado los conceptos de verdad y realidad en el sentido en que habitualmente lo hacemos, pero ahora necesito aclarar más mi posición respecto a esta cuestión.
Aunque yo no entiendo de física cuántica, sí que puedo, como cualquiera, tener en cuenta algunas de sus contribuciones a efectos prácticos, de la misma manera que puedo conducir un automóvil sin saber mecánica, y, en el tema que nos ocupa, aplicar estas contribuciones a una mayor comprensión del porqué de la presencia de tan diversas escuelas psicoanalíticas.
La física cuántica nos ha hecho saber que el concepto de «realidad», tal como acostumbramos a pensar y hablar de ella, es decir, como algo que «está ahí», con sus características y formas de presentación propias, esperando que nosotros seamos capaces de descubrirlo, es erróneo y que lo único que podemos decir es que algo «existe», pero que no cabe confundir esta existencia, el «ser», con la «realidad», con las formas, colores, características particulares, etc., con que nosotros la percibimos. Es decir, una cosa es el «ser» y otra un «modo de ser» particular que nosotros percibimos y a lo que llamamos la realidad (Zohar, D., 1990; Pascual, R., 1995; Ibáñez, T., 2001; Greene, B., 2005).
Nos explica la física cuántica que este algo que existe adquiere unas características determinadas de acuerdo con el dispositivo de observación. Para poner el ejemplo más clásico, un electrón se presenta ante el investigador como onda o como partícula según el dispositivo de observación. Cada una de estas manifestaciones es una manera en que la materia puede presentarse ante el observador, y ambas, en conjunto, consisten en lo que la materia es. Y mientras que ningún estado es completo en sí mismo, y que ambos son necesarios para proporcionarnos un cuadro completo de la realidad, todo dispositivo de observación nos muestra uno u otro, pero nunca los dos a la vez. (Zohar, D., 1990). La mayoría de los electrones y otras entidades subatómicas no son ni partículas enteramente ni enteramente ondas, sino más bien una confusa mezcla de los dos estados (Principio de Complementariedad). La llamada «función de onda» es una fórmula que da cuenta de todas las características de este estado (Pascual, R., 1995; Ibáñez, T., 2001). El dispositivo de observación da lugar a que las entidades subatómicas, al producirse el llamado «colapso de la función de onda», se presenten como onda o como partícula. Pero esto ocurre también a nivel macroscópico, es decir, humano. Los colores, las formas, los relieves y los sonidos del tipo que sea no son una realidad que está ahí para que nosotros la captemos. Son nuestros órganos y aparatos sensoriales los que dan a esto que existe —algunos han hablado de una especie de sopa de ondas y corpúsculos— las formas, sones y colores que percibimos. Dicho de otra manera, la realidad es para nosotros como es, porque nosotros somos como somos (Ibáñez, T., 2001). Ahora, mientras escribo, percibo ante mí diversos muebles, una librería con sus libros, unos cuadros en las paredes, etc. Pero si yo tuviera los órganos receptores y el sistema nervioso central de un murciélago, por ejemplo, esto que existe adquiriría para mí una realidad muy distinta de la que ahora percibo; tal vez una amplia gama de vibraciones aéreas serían para mí la realidad y me permitirían orientarme en ella como me oriento ahora. La mesa sobre la que se apoya el ordenador con el que estoy escribiendo tiene una consistencia dura e impenetrable para mí. Si me apoyo sobre ella, me sostiene. Si doy un fuerte puñetazo sobre ella, me dolerá la mano, pero si yo tuviera el tamaño de un electrón, la atravesaría sin ningún esfuerzo. La realidad sólo es como es para mí, porque yo soy como soy. Si yo fuera de otra manera, la realidad sería otra.
La teoría de la relatividad de Einstein se refiere a la física de las altas velocidades y de las enormes distancias, es una física cosmológica y, a primera vista, parece que no posee una aplicación práctica en la vida cotidiana y corriente de los seres humanos. En cambio, la mayoría de los físicos cuánticos y filósofos que se han ocupado de esta cuestión están de acuerdo en que los principios de la física cuántica no sólo son válidos en el mundo subatómico, sino que también están presentes en el macrocosmos, tanto físico como social. La física del micromundo del átomo describe el funcionamiento interno de todo aquello que percibimos y que físicamente es. Por tanto, es un error creer que la física cuántica únicamente se aplica al mundo subatómico. Este error, que han cometido algunos autores al discutir la utilidad de los conceptos de la física cuántica para la psicología humana, para la sociedad en general y para el psicoanálisis, proviene, a mi parecer, del hecho de que sólo han tenido en cuenta, por ser el más conocido, el «principio de incertidumbre»[15] de Heisenberg, el cual nos dice que no podemos conocer simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula subatómica al mismo tiempo. Así, por ejemplo, el psicoanalista Hanly (1995), declarándose partidario del positivismo y, en consecuencia, de la posible objetividad del analista, subraya:
La tesis post-positivista es frecuentemente apoyada por el argumento de que la física cuántica justifica el complaciente punto de vista de que la subjetividad del analista no puede ser substraída de las asociaciones del paciente […] No puede garantizarse que ninguna de estas interpretaciones [las que hacen referencia al principio de incertidumbre] puedan ser empleadas como premisas para una correcta comprensión de las actividades cognitivas y de observación involucradas en el psicoanálisis clínico (p. 905; la traducción es mía).
Yo creo que Hanly, uno de los más consecuentes defensores del positivismo en el psicoanálisis y de la objetividad del analista, comete un doble error. El primero de ellos es el de creer que el principio de incertidumbre no puede ser aplicado a los seres humanos y a las relaciones entre ellos. Este principio es de gran importancia para la ciencia y la comprensión del mundo y de la naturaleza en general, y ha supuesto, al menos para muchos físicos y filósofos de la ciencia, un cambio radical en la concepción determinista del universo, hasta el punto que ha permitido a Popper hablar de un «universo abierto» en este sentido antideterminista. Puesto que los seres humanos forman parte del mundo y de la naturaleza, también ellos se ven afectados por este principio. Buena prueba de ello es que Popper, en su libro El universo abierto. Un argumento a favor del indeterminismo (1956), se apoya en el principio de incertidumbre para defender la libertad humana, y concluye su defensa con estas bellas palabras:
Y la libertad humana es, desde luego, parte de la naturaleza, mas trasciende la naturaleza, al menos tal como ésa existía antes de la emergencia del lenguaje humano y del pensamiento crítico y del saber humano (p. 152).
Por mi parte, en mi libro La interpretación en psicoanálisis (1995), me baso en estos argumentos de Popper para defender mi tesis de que los analizados no se hallan determinados fatalmente por nuestras interpretaciones y ni tan sólo por su propio insight, sino que son libres frente a unas y otro. El segundo error de Hanly es el de no tener en cuenta todo lo que anteriormente he expuesto acerca de la diferencia entre aquello que «existe» y la «realidad» que para nosotros es como es porque nosotros somos como somos.
Pues bien, para mí los conceptos de la física cuántica, que de forma tan sucinta e incompleta he expuesto, nos pueden ayudar a comprender las causas de la existencia de tan numerosas corrientes y orientaciones psicoanalíticas. Los físicos tienen sus dispositivos de observación para estudiar la materia. Pero también podemos decir que cada ser humano tiene su propio y personal dispositivo de observación. Ahora ya sabemos, desde Popper, que «toda observación está cargada de teoría», pero esta afirmación no se refiere tan sólo a teorías científicas. Todo ser humano tiene sus propias teorías, constituidas por todos sus conocimientos, experiencias, creencias, presupuestos, deseos, y este conjunto constituye su dispositivo de observación a través del cual observa el mundo que le rodea, los seres humanos, los animales, las cosas y, también, sus propios sentimientos y sensaciones.[16]
La historia del psicoanálisis nos muestra que, desde un comienzo, varios discípulos de Freud, pese a partir todos de las enseñanzas de un mismo maestro, comenzaron a ver las cosas a su manera y se iniciaron las primeras divergencias. Todos conocemos esta historia, no es menester repetirla. Podemos decir que, aunque todos recibían las mismas enseñanzas, cada cual tenía su propio dispositivo de observación que daba lugar a que, frente a los analizados, observaran distintas «realidades». Así comenzó el psicoanálisis a diferenciarse en diversas escuelas. Como es natural, los discípulos de los primeros discípulos también tenían sus propios dispositivos de observación, debido a lo cual algunos de ellos también se apartaron de las teorías de sus maestros y crearon sus propias teorías y así sucesivamente, cosa que explica el número progresivamente creciente de escuelas psicoanalíticas. Algo que hay que tener en cuenta es que este dispositivo de observación no está únicamente formado por procesos cognitivos, sino, como he dicho, también por sentimientos, deseos, necesidades, etc., y entre estos elementos se incluyen sentimientos de lealtad, amistad, fidelidad, etc., así como la necesidad de sentirse bajo la protección de un padre, o una madre, fuertes y admirados, de formar parte de un grupo prestigioso y cohesionado, de ser admitido y aceptado por los compañeros de profesión de los que se está rodeado, etc. A ello hay que añadir que aun cuando estoy hablando del dispositivo de observación propio de cada analista, como de cada ser humano, este dispositivo no es enteramente peculiar para cada uno de ellos, sino que posee fundamentalmente las mismas características y disposiciones comunes. Todo ello explica la relativa estabilidad y trabazón de las escuelas psicoanalíticas, aun cuando, de vez en cuando, nace de ellas, como la rama del tronco de un árbol, una nueva escuela. De todas formas, no es difícil darse cuenta de que en el seno de cada una de estas escuelas también, por fortuna, existen maneras muy diferentes de ver las cosas, como se pone de manifiesto en las discusiones que siguen a la presentación de un trabajo teórico o clínico.
Cuando los profesionales solicitan formar parte de una sociedad psicoanalítica se les dota, a través de la enseñanza que reciben y de su análisis personal, de un dispositivo de observación teórico y práctico, común a todos, para entender a sus analizados. Naturalmente, en todos los casos este dispositivo común se superpone al dispositivo propio de cada uno. Con esto se comprende que no se trata de que los analistas pertenecientes a las diversas escuelas psicoanalíticas interpreten de manera diferente a sus analizados, sino de que, de acuerdo con su dispositivo de observación, ellos y ellas «ven» en sus analizados cosas diferentes de las que «ven» sus colegas con otro dispositivo de observación, de la misma forma que los físicos ven una partícula o una onda de acuerdo con el dispositivo de observación que emplean.
1.6. Necesidad de una perspectiva independiente (dentro de lo posible) de la relación analizado-analista
Tal vez algo de lo que hasta aquí he dicho haya llevado a pensar que es propio de las teorías y escuelas más clásicas del psicoanálisis el hecho de mantenerse en una posición conservadora e impenetrable a nuevos horizontes, mientras que las corrientes más recientes del pensamiento psicoanalítico presuponen una actitud de apertura y receptividad. Desafortunadamente, esto no ocurre de tal modo. Las nuevas corrientes adoptan, con mucha frecuencia, actitudes monistas totalmente intransigentes y dogmáticas, y se definen como portadoras del verdadero psicoanálisis. Es decir, monismo y pluralismo no dependen de las teorías, sino de la forma racionalista, crítica o bien dogmática, de sostenerlas.
Frecuentemente, se justifica la actitud monista por parte de los que mantienen una determinada teoría psicoanalítica con el argumento de que ésta y las teorías rivales son inconmensurables, basándose en las ideas aportadas por Kuhn (1962). Pues bien, yo creo que éste es un argumento excesivamente cómodo, lo cual ha llevado a olvidar que, posteriormente, el mismo Kuhn (1982) ha matizado sus primeras ideas sobre esta cuestión, en el sentido de que inconmensurabilidad no significa no comparable y que sostener que dos teorías son inconmensurables es equivalente a afirmar que no existe ninguna clase de lenguaje común entre una y otra. No creo, de ninguna manera, que esto se pueda aplicar a las diferentes teorías psicoanalíticas. Pero quiero ir todavía más lejos. No creo que para dialogar de manera beneficiosa los psicoanalistas pertenecientes a diversas escuelas precisen tener una lengua común. Lo único que han de compartir los hablantes para que una discusión sea fructífera es el deseo de saber y de aprender de los otros, criticando sus teorías y escuchando los argumentos con los que las defiende, y argumentando las propias teorías y escuchando las críticas de los interlocutores.
Ahora bien, como hemos visto más arriba, existe algo inextricablemente común en las diversas teorías psicoanalíticas: la relación analizado-analista, ya que toda la teoría y la práctica psicoanalítica descansan sobre esta relación. Por tanto, me parece inevitablemente necesaria una perspectiva —me resisto a decir una teoría— sobre esta relación, que sea aplicable a las diversas prácticas analíticas y que constituya una especie de metateoría —modestamente, si se quiere, en el sentido más amplio de la palabra— que permita profundizar en la práctica psicoanalítica. Creo que esta perspectiva ha de nutrirse de todas las orientaciones que puedan ser útiles, desde el estudio de la relación padres-bebé y las neurociencias hasta la moderna filosofía del lenguaje que, como hemos visto, nos permite una mejor comprensión del diálogo analítico. El término Psicoanálisis Relacional (Mitchell, S., 1988, 1993) me parece indicado para esta forma de estudiar el proceso psicoanalítico con una atención centrada en la relación analizado-analista que vaya más allá del esquema teórico en el que este último se apoya.
En cambio, considero empobrecedor el intento de convertir alguna de estas orientaciones centradas en la relación entre paciente y terapeuta —como son intersubjetivismo, interacción, psicología de dos personas, la teoría relacional utilizada en este sentido exclusivista, etc.— en una nueva escuela psicoanalítica en rivalidad con las otras. Yo creo que son dos situaciones distintas y que una cosa no impide la otra, precisamente por todo lo que he venido diciendo en cuanto a la complementariedad de las diversas teorías y el diálogo fecundante para todas ellas. El estudio de la especificidad, de la relación analizado-analista, independientemente del modelo teórico que en un momento dado se esté utilizando, siempre puede ser llevado a cabo. Ahora bien, esto ha de servir para unir en lo posible, no para separar. Pluralidad no ha de ser confundida con la fragmentación hasta el infinito ni ha de ser utilizada para substituir unos dogmas por otros. Lo que sí es un grave error, a mi parecer, es que el desarrollo de una nueva teoría se lleve a cabo, como a veces sucede, con la pretensión de reinventar el psicoanálisis dando por obsoleta toda la tradición psicoanalítica que se ha venido desarrollando durante décadas. Aunque algunos conceptos e hipótesis deben ser revisados y modificados, e incluso, en algunos pocos casos, dejados atrás, las actitudes iconoclastas y destructivas en este caso no conducen a nada. Los conocimientos tradicionales han tenido su razón de ser, y deben ser sopesados con cuidado para conservar lo válido de ellos. Finalmente, quiero decir que, en mi opinión, es muy necesario que los institutos psicoanalíticos presenten a sus candidatos una visión amplia y extensa del pensamiento psicoanalítico actual.
1.7. Conclusión
La revisión de la historia del psicoanálisis nos muestra que, hasta hace algunos pocos años, las diversas escuelas psicoanalíticas han vivido aisladas unas de las otras, creyendo cada una de ellas ser portadora del verdadero psicoanálisis. Pero la actual teoría del conocimiento y el método del racionalismo crítico ideado por Popper, que muestra que no existe ninguna base segura del conocimiento, permiten plantear que, en el momento presente, no se puede afirmar que ninguna de las diversas teorías psicoanalíticas acerca de la génesis, evolución, patología de la mente humana y manera de modificar esta patología sea la «verdadera», y ni tan sólo que una de ellas esté más cerca de la verdad que las otras. Al mismo tiempo, todos los analistas que pertenecen a las diversas escuelas y orientaciones psicoanalíticas sostienen que, con su modelo de trabajo, ayudan a sus analizados a adquirir una mayor salud mental, pese a que estos modelos, sustentados en diferentes teorías, son muy distintos entre sí. Esta situación paradójica puede resolverse a partir de la doble estructura de los actos de habla que la moderna filosofía del lenguaje ha puesto de relieve. Desde esta perspectiva, toda interpretación consta de dos componentes. Uno es el componente semántico-referencial, mediante el cual el analista anuncia, a través de su proposición, una realidad de la mente del paciente. Este componente es el «contenido» de la interpretación, el único que se ha tenido en cuenta tradicionalmente. Pero hoy en día sabemos que existe otro componente, el pragmático-comunicativo, a través del cual el analista comunica, implícitamente, su actitud y su forma de relacionarse con el analizado. La tesis de este capítulo es la de que el componente proposicional o constatativo del acto interpretativo varía según el modelo teórico con el que trabaja el analista, y, por tanto, éste «explica» a su analizado cosas diferentes a las que le señalarían otros analistas, pero el componente pragmático-comunicativo posee un factor constante, ya que, si el analista trabaja adecuadamente, siempre comunica a su analizado su interés por escucharlo y comprenderlo, así como su intento de no interferir en su libertad, de ayudarlo a pensar y a ser responsable de sus actos, etc. Esto nos ofrece una explicación de por qué todos los analizados pueden ser ayudados por el análisis, aunque las interpretaciones que se les ofrecen difieren de acuerdo con la escuela a la que pertenece su analista. Por otra parte, el dispositivo observacional de cada analista explica, suficientemente, la diversidad de criterios, orientaciones y escuelas dentro de la comunidad psicoanalítica.