La jornada había sido agotadora. Unos cincuenta incidentes menores, dos heridos leves en la obra del palacio, un retraso en la entrega de las raciones del tercer cuartel, un millar de ladrillos imperfectos que había que destruir… Nada sorprendente, pero una acumulación de preocupaciones que, poco a poco, minaban su resistencia.
Sordas preguntas invadían de nuevo su mente. Construir esta capital le hacía feliz; pero hacer nacer varios templos en honor de las divinidades, entre ellos Set el maléfico, ¿no era una ofensa al dios único? Como supervisor de las obras de Pi-Ramsés, Moisés contribuía a labrar la gloria de un faraón que perpetuaba los antiguos cultos.
En un ángulo de la habitación, junto a la ventana, alguien se había movido.
–¿Quién está ahí?
–Un amigo.
Un hombre delgado, con rostro de ave rapaz, salió de la penumbra y avanzó en la luz vacilante que dispensaba una lámpara de aceite.
–¡Ofir!
–Me gustaría hablar contigo.
Moisés se sentó en su cama.
–Estoy cansado y tengo ganas de dormir. Nos veremos mañana, en la obra, si es que me da tiempo.
–Estoy en peligro, amigo mío.
–¿Por qué razón?
–¡Lo sabes bien! Porque creo en el dios único, salvador de la humanidad. El dios que tu pueblo venera en secreto y que reinará mañana en el mundo tras haber destruido los ídolos. Y su conquista debe empezar por Egipto.
–¿Olvidas que Ramsés es el faraón?
–Ramsés es un tirano. Se burla de lo divino y sólo se preocupa de su propio poder.
–Será mejor que lo respetes. Ramsés es mi amigo, y construyo su capital.
–Aprecio la nobleza de tus sentimientos y tu fidelidad respecto a él. Pero eres un hombre desgarrado, Moisés, y eres consciente de ello. En tu corazón, rechazas este reinado y esperas el del verdadero dios.
–Divagas, Ofir.
La mirada del libio se hizo insistente.
–Sé sincero, Moisés, deja de engañarte.
–¿Me conoces mejor que yo mismo?
–¿Por qué no? Rechazamos los mismos errores y compartimos el mismo ideal. Aliando nuestras fuerzas, transformaremos este país y el futuro de sus habitantes. Lo quieras o no, Moisés, te has convertido en el jefe de los hebreos. Bajo tu gobierno, sus rivalidades han muerto. Sin que te dieras cuenta, se ha formado un pueblo.
–Los hebreos están sometidos a la autoridad del faraón, no a la mía.
–¡Me niego a esa dictadura! Tú también la rechazas.
–Te equivocas: a cada uno le corresponde su función.
–La tuya consiste en guiar a tu pueblo hacia la verdad, la mía en instaurar el culto del dios único, colocando en el trono de Egipto a Lita, la legítima heredera de Akenatón.
–Deja de delirar, Ofir; predicar la sublevación contra el faraón sólo terminará en desastre.
–¿Conoces otro medio de establecer el reinado del dios único? Cuando se posee la verdad, hay que saber luchar para imponerla.
–Lita y tú… ¡Dos iluminados! Es ridículo.
–¿En verdad crees que estamos solos?
El hebreo se sintió intrigado.
–Es evidente…
–Desde nuestro primer encuentro -afirmó Ofir-, la situación ha evolucionado. Los partidarios del dios único son más numerosos y más determinados de lo que te imaginas. El poder de Ramsés no es más que una ilusión, en la cual él mismo quedará atrapado. Buena parte de la élite de este país nos seguirá cuando tú, Moisés, hayas abierto el camino.
–Yo… ¿Por qué yo?
–Porque tienes la capacidad de guiarnos y de ponerte a la cabeza de los adeptos de la verdadera fe. Lita debe permanecer en la sombra, hasta su advenimiento, y yo sólo soy un hombre de oración, sin influencia sobre la mayoría. Cuando ella se exprese, tu voz será oída y escuchada.
–¿Quién eres realmente, Ofir?
–Un simple creyente que, como Akenatón, está convencido de que el dios único reinará sobre todas las naciones, después de haberle bajado la testuz al vanidoso Egipto.
Moisés debió haber despedido a aquel demente desde hacía rato, pero su discurso le fascinaba. Ofir formulaba ideas enterradas en el pensamiento del hebreo, ideas tan subversivas que se había negado a darles consistencia.
–Tu proyecto es insensato, Ofir; no tienes ninguna posibilidad de éxito.
–El tiempo corre a nuestro favor, Moisés, y a su paso lo arrastrará todo. Ponte a la cabeza de los hebreos, dales un país, que puedan prosternarse ante el dios único y reconocer su omnipotencia. Lita gobernará Egipto, seremos aliados, y esta alianza será el hogar de donde surgirá la verdad para todos los pueblos.
–No es más que un sueño.
–Ni tú ni yo somos soñadores.
–Te repito que Ramsés es mi amigo y no toleraré ninguna agitación.
–No, Moisés, no es tu amigo, sino tu más feroz adversario. Aquel que quiere ahogar la verdad.
–Sal de mi casa, Ofir.
–Medita mis palabras y prepárate para actuar. Nos volveremos a ver sin tardanza.
–No cuentes con ello.
–Hasta pronto, Moisés.
El hebreo pasó la noche en blanco.
Cada una de las palabras de Ofir cruzaba su memoria como una ola, arrastrando sus objeciones y sus miedos. Aunque Moisés no quería reconocerlo todavía, aquél era el encuentro que esperaba.
El león y el perro, acostados uno al lado del otro, terminaban de masticar unas carcasas de ave. Sentados y abrazados a la sombra de una palmera, Ramsés y Nefertari admiraban el campo tebano. No sin dificultad, el rey había convencido a Serramanna de que le concediera la escapada. ¿Matador y Vigilante no eran los mejores guardaespaldas?
De Menfis llegaban excelentes noticias. La pequeña Meritamón apreciaba mucho la leche de su nodriza y había recibido la primera visita de su hermano Kha, del que el ministro de Agricultura, Nedjem, se ocupaba con la lúcida atención de un preceptor. Iset la Bella se había regocijado por el nacimiento de la hija de la pareja real y había pensado afectuosamente en Nefertari.
El sol del final de la tarde, suave y acariciante, doraba la piel sedosa de Nefertari. Una melodía de flauta se elevó en el aire ligero, unos vaqueros canturreaban al guardar sus rebaños y unos asnos excesivamente cargados trotaban hacia las granjas. En occidente, el sol tomaba un tinte naranja mientras la montaña tebana se volvía rosa.
A la aspereza de un día de verano sucedió la ternura de la noche. ¡Qué hermoso era Egipto, adornado con sus oros y sus verdes, con la plata del Nilo y los fuegos del poniente! ¡Qué hermosa era Nefertari, apenas vestida con una fina túnica de lino transparente! De su cuerpo flexible y abandonado emanaba un perfume embriagador; en su rostro grave y apacible se inscribía la nobleza de un alma luminosa.
–¿Soy digno de ti? – preguntó Ramsés.
–Qué extraña pregunta…
–A veces me pareces tan lejos de este mundo y de sus vilezas, de la corte y sus mezquindades, de los deberes temporales de nuestro cargo.
–¿He fallado en mi tarea?
–Al contrario, no cometes el menor error, como si fueras reina de Egipto desde siempre. Te amo y te admiro, Nefertari.
Sus labios se unieron, cálidos y vibrantes.
–Había decidido no casarme y permanecer recluida en un templo -confesó ella-. No experimentaba ni indiferencia ni aversión hacia los hombres, pero me parecían más o menos esclavos de una ambición que terminaba por volverles pequeños y enfermizos. Tú estabas más allá de la ambición, pues el destino había elegido tu camino. Te admiro y te amo, Ramsés.
Uno y otro sabían que su pensamiento era uno y que ningún problema los separarla. Al crear juntos el templo de millones de años habían realizado el primer acto mágico de la pareja real, fuente de una aventura en la que sólo la muerte pondría un aparente final.
–No olvides tus deberes -recordó ella.
–¿Cuáles?
–Engendrar hijos.
–Ya tengo uno.
–Necesitarás varios. Si tu existencia es larga, algunos quizá morirán antes que tú.
–¿Por qué no me sucede nuestra hija?
–Según los astrólogos, será de una naturaleza más bien meditativa, como el pequeño Kha.
–¿No es una buena disposición para reinar?
–Todo depende de las circunstancias y del mundo que nos rodea. Esta noche, nuestro país es la serenidad misma, ¿pero qué será de él mañana?
El galope de un caballo rompió la paz de la noche.
Polvoriento, Serramanna saltó a tierra.
–Lamento importunaros, majestad, pero se trata de una urgencia.
Ramsés recorrió con la vista el papiro que le había entregado el sardo.
–Un informe del general de Elefantina -reveló a Nefertari-. Unos nubios sublevados han atacado un convoy que transportaba oro con destino a nuestros principales templos.
–¿Víctimas?
–Más de veinte, y numerosos heridos.
–¿Se trata de ladrones o del inicio de sedición?
–Lo ignoramos.
Trastornado, Ramsés dio unos pasos. El león y el perro, percibiendo la contrariedad de su amo, fueron a lamerle las manos.
El monarca pronunció las palabras que la gran esposa temía oír.
–Parto ahora mismo, pues corresponde al faraón restablecer el orden. Durante mi ausencia, Nefertari, tú gobernarás Egipto.
En el barco almirante, Ramsés había comprobado personalmente los dos timones, uno a babor, el otro a estribor. Un recinto cubierto fue construido para albergar al león del rey y a su perro, acurrucado entre las patas delanteras de la fiera y dispuesto a aprovecharse de su abundante pitanza cotidiana.
Como en su viaje anterior, las colinas desérticas, los islotes verdes, el cielo completamente despejado y la delgada franja verde que resistía el asalto del desierto fascinaron a Ramsés. Este país de fuego, a la vez violento y más allá de todo conflicto, se parecía a su alma.
Golondrinas, grullas coronadas y flamencos rosas sobrevolaban la flotilla, cuyo paso fue saludado por babuinos reidores encaramados en lo alto de las palmeras. Olvidando la meta de su expedición, los soldados pasaron el tiempo distrayéndose con juegos de azar, bebiendo vino de palma y durmiendo protegidos del sol.
El paso de la segunda catarata y la entrada en el país de Kush les recordaron que no habían sido invitados a un viaje de recreo. Los barcos atracaron en una orilla desolada y los hombres desembarcaron en silencio. Levantaron las tiendas, se dispusieron empalizadas de protección alrededor del campo y esperaron órdenes del faraón.
Unas horas más tarde, el virrey de Nubia y su escolta se presentaron ante el monarca, sentado en una silla de tijera de madera de cedro dorada.
–Explícate -exigió Ramsés.
–Tenemos la situación bien controlada, majestad.
–Te he pedido explicaciones.
El virrey de Nubia había engordado mucho. Con un paño blanco, se secó la frente.
–Ha sido un incidente deplorable, cierto, pero no hay que darle más importancia de la que realmente tiene.
–¿Un convoy de oro robado, soldados y mineros muertos justifican la presencia del faraón y de un cuerpo expedicionario?
–El mensaje que os fue enviado era quizá demasiado alarmista, pero ¿cómo no iba a regocijarme la llegada de vuestra majestad?
–Mi padre pacificó Nubia y te confió el cuidado de preservar la paz. ¿No se ha roto ésta debido a tu negligencia y a tu lentitud en intervenir?
–¡La fatalidad, majestad, sólo ha sido la fatalidad!
–Eres virrey de Nubia, portaestandarte a la derecha del rey, superintendente del desierto del sur, jefe de carros y te atreves a hablar de fatalidad… ¿De quién te burlas?
–Mi conducta fue irreprochable, ¡os lo aseguro! Pero mi trabajo es agobiante: controlar a los alcaldes de los pueblos, verificar el llenado de los graneros, indicar…
–¿Y el oro?
–¡Controlo su producción y su envío con el mayor celo, majestad!
–¿Olvidando proteger un convoy?
–¿Cómo podía prever la incursión de un pequeño grupo de insensatos?
–¿No es precisamente ése uno de tus deberes?
–La fatalidad, majestad…
–Llévame al lugar en el que sucedió el drama.
–Está en la ruta de las minas de oro, en un lugar aislado y árido. Desgraciadamente, no os aportará nada.
–¿Quiénes son los culpables?
–Una tribu miserable cuyos miembros se han embriagado para realizar la triste hazaña.
–¿Los has hecho buscar?
–Nubia es grande, majestad, mis efectivos son reducidos.
–Así pues, no se ha hecho ninguna investigación seria.
–Sólo vuestra majestad puede decidir una intervención militar.
–Ya no te necesito.
–¿Debo acompañar a vuestra majestad en la persecución de esos criminales?
–La verdad, virrey, ¿está dispuesta Nubia a rebelarse para apoyarlos?
–Pues bien… es poco probable, pero…
–¿La insurrección ya ha empezado?
–No, majestad, pero las filas de esos bandidos parecen haber aumentado. Por eso vuestra presencia y vuestra intervención nos parecieron imprescindibles.
–Bebe -dijo Setaú a Ramsés.
–¿Es indispensable?
–No, pero prefiero ser prudente. Serramanna no te protegerá de las serpientes.
El rey aceptó beber el brebaje peligroso a base de plantas urticantes y sangre de cobra diluida que Setaú preparaba para Ramsés, a intervalos regulares. Inmunizado de este modo, el soberano podría aventurarse sin peligro por la pista del oro.
–Gracias por ofrecerme este viaje. Loto está igualmente encantada de volver a ver su país. ¡Y cuántos hermosos reptiles en perspectiva!
–No será un paseo de recreo, Setaú. Sin duda nos toparemos con un gran adversario.
–¿Y si dejaras a esos pobres bribones dormir sobre su oro?
–Han robado y matado. Nadie debe quedar impune si ha traicionado la ley de Maat.
–¿Nada te hará cambiar de opinión?
–Nada.
–¿Has pensado en tu seguridad?
–El asunto es demasiado grave para confiarlo a un subalterno.
–Recomienda a tus hombres la mayor prudencia; en esta estación, los reptiles son particularmente venenosos. Que se unten con assa faetida, la gomorresina de la férula de Persia. Su espantoso olor hace huir a cierto número de reptiles. Si algún soldado es mordido, avísame. Voy a dormir en una carreta, al lado de Loto.
El cuerpo expedicionario avanzó por una pista pedregosa. Al frente iban un explorador, Serramanna y el rey, subidos en robustos caballos; luego bueyes tirando las carretas, asnos cargados de armas y cantimploras de agua, y los soldados de infantería.
El explorador nubio estaba convencido de que los agresores no se habían alejado mucho del lugar en el que habían atacado el convoy. En efecto, a unos kilómetros, un oasis les permitía disimular provisionalmente su botín antes de negociarlo.
Según el mapa que poseía, el rey podía avanzar sin temor hasta el corazón de una región desértica, pues se habían excavado pozos a lo largo del camino. Desde hacía varios años, ningún minero había pasado sed, según los informes de la administración de Nubia.
El descubrimiento de un cadáver de asno sorprendió al explorador. Habitualmente, los buscadores de oro sólo empleaban animales sanos, capaces de soportar un gran esfuerzo.
En las proximidades del primer pozo, volvió la tranquilidad. Beber hasta no tener sed, rellenar las cantimploras, dormir a la sombra de telas tendidas entre cuatro estacas… Desde los oficiales a los simples soldados, el sueño era el mismo. Como la noche caería en menos de tres horas, seguramente el rey haría un alto.
El explorador fue el primero en llegar al pozo. A pesar del calor, lo que descubrió le heló la sangre. Corrió hacia Ramsés.
–Majestad… ¡Está seco!
–Quizá ha descendido el nivel del agua. Baja al fondo.
Ayudándose con una cuerda que sujetaba Serramanna, el explorador obedeció. Cuando volvió a subir, su rostro había envejecido varios años.
–Seco, majestad.
El cuerpo expedicionario no tenía suficiente agua para regresar; tal vez sólo los más resistentes sobrevivirían. Así pues era necesario seguir adelante, con la esperanza de alcanzar el siguiente pozo. Pero, dado que los informes de la administración nubia eran inexactos, ¿ése no estaría también seco?
–Podemos salir de la pista principal y desviamos hacia la derecha, en dirección al oasis de los rebeldes -propuso el explorador-. Entre aquí y el oasis hay un pozo que necesitan durante sus incursiones.
–Descanso hasta la caída del día -ordenó Ramsés-. Luego seguiremos.
–¡Caminar de noche es peligroso, majestad! Las serpientes, una posible emboscada…
–No tenemos elección.
¡Qué extrañas circunstancias! Ramsés pensó en su primera expedición nubia, al lado de su padre, durante la cual los soldados habían sufrido un percance idéntico, tras el envenenamiento de los pozos por una tribu insurgente. En su fuero interno, el rey admitió que había subestimado el peligro. Una simple operación para restablecer el orden podía transformarse en un desastre.
Ramsés se dirigió a sus hombres y les dijo la verdad. La moral quedó afectada, pero los más experimentados no perdieron la esperanza y tranquilizaron a sus compañeros. ¿No estaban bajo las órdenes de un faraón que hacía milagros?
La infantería, a pesar de los riesgos, apreció la caminata nocturna. Una retaguardia muy alerta evitaría un ataque sorpresa. Adelante, el explorador avanzaba con prudencia; gracias a la luna llena, la mirada llegaba lejos.
Ramsés pensó en Nefertari. Si no regresaba, llevaría sobre sus hombros el peso de Egipto. Kha y Meritamón eran demasiado jóvenes para reinar, así que muchas de las ambiciones que habían sido abortadas resurgirían con mucha más saña.
De pronto, el caballo de Serramanna se encabritó. Sorprendido, el sardo se desconcertó y cayó al suelo pedregoso. Medio molido, incapaz de reaccionar, rodó a lo largo de una pendiente arenosa y se inmovilizó en el fondo de un agujero, invisible desde la pista.
Un curioso ruido, semejante a una respiración forzada, lo alertó.
A dos pasos de él, una víbora emitía un silbido ronco, provocado por una brutal expulsión del aire contenido en sus pulmones. Cuando la molestaban, se volvía combativa y atacaba.
Serramanna había perdido su espada al caer. Sin arma, no le quedaba más remedio que batirse en retirada, evitando todo movimiento brusco. Pero la víbora silbante, desplazándose lateralmente, se lo impidió.
Con el tobillo derecho dolorido, el sardo no logró ponerse de pie. Incapaz de correr, se convertía en una presa fácil.
–¡Maldito bicho! ¡Me privas de una hermosa muerte en combate!
La víbora silbante se acercó. Serramanna le echó arena a la cabeza, pero lo único que consiguió fue aumentar su furor. En el instante en que se lanzaba, con un movimiento rápido, para franquear la corta distancia que la separaba de su enemigo, un bastón horquillado la clavó en el suelo.
–¡Buen golpe! – se felicitó Setaú-. Sólo tenía una posibilidad sobre diez de lograrlo.
Cogió la serpiente por el cuello; la cola se agitaba furiosamente.
–Qué encantadora es, esta silbante, con sus tres colores, azul pálido, azul oscuro y verde. Una señorita muy elegante, ¿no encuentras? Afortunadamente para ti, su silbido se oye de lejos y es fácil de identificar.
–Supongo que debería darte las gracias.
–Su mordedura sólo provoca un edema local que se extiende al miembro herido y desencadena una hemorragia, pues aunque su veneno no es abundante, sí resulta muy tóxico. Con un corazón fuerte, se puede sobrevivir. Honestamente, la silbante no es tan temible como parece.
Al alba, descansaron hasta media tarde. Luego se reanudó el avance. Aún había bastante agua para los hombres y los animales, pero pronto habría que racionarla. A pesar de la fatiga y la angustia, Ramsés hizo apretar el paso e insistió en la indispensable vigilancia de la retaguardia. Los insurgentes no atacarían de frente e intentarían debilitar a sus adversarios tomándolos por sorpresa.
En las filas ya no se bromeaba, ya no se evocaba el regreso al valle, ya no se hablaba.
–Ahí está -anunció el explorador tendiendo el brazo.
Algunos hierbajos, un círculo de piedras secas, un armazón de madera para soportar el peso de un gran odre atado a una cuerda gastada.
El pozo. La única esperanza de sobrevivir.
El explorador y Serramanna se precipitaron hacia el agua salvadera. Permanecieron en cuclillas un largo rato, luego se levantaron lentamente.
El sardo movió negativamente la cabeza.
–Este país está privado de agua desde el alba de los tiempos y moriremos de sed. Nadie ha logrado jamás excavar un pozo duradero. ¡Será en el más allá donde tendremos que buscar una fuente!
Ramsés reunió a sus hombres y les confesó la gravedad de la situación. Mañana, las reservas estarían agotadas. No podían avanzar ni retroceder.
Varios soldados echaron las armas a sus pies.
–Recogedlas -ordenó Ramsés.
–Para qué -preguntó un oficial-, si vamos a secarnos al sol.
–Hemos venido a esta región desértica para restablecer el orden y lo restableceremos.
–¿Cómo lucharán nuestros cadáveres con los nubios?
–Mi padre se encontró tiempo atrás en una situación semejante -recordó Ramsés-, y salvó a sus hombres.
–Entonces, ¡salvadnos también!
–Colocaos al resguardo del sol y dad de beber a los animales.
El rey volvió la espalda a su ejército e hizo frente al desierto. Setaú caminó a su lado.
–¿Qué piensas hacer?
–Caminar hasta que encuentre agua.
–Es insensato.
–Actuaré tal como me enseñó mi padre.
–Quédate con nosotros.
–Un faraón no espera la muerte como un vencido.
Serramanna se acercó.
–Majestad…
–Evita el pánico y mantén los turnos de guardia. Que los hombres no olviden que podrían ser atacados.
–No tengo derecho a dejaros partir solo en esta inmensidad. Vuestra seguridad no estaría garantizada.
Ramsés puso la mano sobre el hombro del sardo.
–Te encargo la de mi ejército.
–Regresad sin tardanza. Los soldados sin jefe corren el riesgo de perder la cabeza.
Bajo los ojos petrificados de los infantes, el rey abandonó el antiguo pozo y se aventuró en el desierto rojo, en dirección a una loma pedregosa que subió a paso tranquilo. Desde la cumbre descubrió una región desolada.
A ejemplo de su padre, debía percibir el secreto del subsuelo, las venas de la tierra, del agua que procedía del océano de energía y se deslizaba a través de las piedras y llenaba el corazón de las montañas. El plexo del rey estaba dolorido, su visión se modificó, su cuerpo se volvió ardiente, como invadido por una fuerte fiebre.
Ramsés tomó la varita de zahorí de acacia que llevaba colgada en el cinturón de su taparrabo, la misma de la que se había servido su padre para prolongar su visión. La magia con la que estaba impregnada permanecía intacta; ¿pero dónde buscar en aquella inmensidad?
Una voz hablaba en el cuerpo del rey, una voz que venía del más allá y que tenía la amplitud de la de Seti. El dolor en el plexo se volvió tan insoportable que obligó a Ramsés a salir de su inmovilidad y a descender el promontorio. Ya no sentía el calor inexorable que hubiera aplastado a cualquier viajero. Semejante al de un oryx, su ritmo cardíaco había disminuido.
La arena y las rocas cambiaron de color. La mirada de Ramsés penetró poco a poco en las profundidades del desierto, sus dedos se cerraron sobre las dos ramas de acacia, unidas en su extremo por un hilo de lino.
La varita se levantó, osciló y cayó. El rey siguió caminando, la voz se hizo lejana. Regresó sobre sus pasos, se dirigió hacia la izquierda, hacia el lado de la muerte. De nuevo, la voz estuvo cerca, la varita se animó. Ramsés chocó con un enorme bloque de granito rosa, perdido en aquel mar rocalloso.
La fuerza de la tierra le arrancó la varita de las manos. Acababa de encontrar agua.
Con la lengua seca, la piel quemada por el sol y los músculos doloridos, los soldados desplazaron el bloque y excavaron en el lugar indicado por el rey. Alcanzaron una enorme capa de agua a cinco metros de profundidad y lanzaron gritos de alegría que subieron hasta el cielo.
Ramsés hizo practicar varias perforaciones; una serie de pozos fueron unidos entre sí por una galería subterránea. Utilizando esta técnica cara, el rey demostraba que no se contentaba con salvar a su ejército de una muerte atroz, sino que además preveía irrigar una extensión bastante amplia.
–¿Imaginas jardines verdes? – preguntó Setaú.
–¿Fecundidad y prosperidad no son las mejores huellas que podemos dejar?
Serramanna se sublevó.
–¿Olvidáis a los nubios insurgentes?
–Ni un segundo.
–¡Pero los soldados están transformados en peones!
–A menudo este trabajo forma parte de su misión, según nuestras costumbres.
–En la piratería no se mezclaban los oficios. Si somos atacados por salvajes, ¿sabremos aún defendernos?
–¿No te he encargado garantizar nuestra seguridad?
Mientras los soldados consolidaban los pozos y la galería, Setaú y Loto capturaban magníficos reptiles de un tamaño superior a la media y acumulaban preciosas reservas de veneno.
Inquieto, Serramanna multiplicaba las rondas por los alrededores y obligaba a los soldados, por turnos, a entrenarse como en el cuartel. Muchos terminaban por olvidar el asesinato de los escoltas del oro y sólo pensaban en el regreso de la expedición al valle del Nilo, bajo la dirección de un faraón hacedor de milagros.
«Aficionados», pensó el ex pirata.
Estos soldados egipcios sólo eran temporeros, rápidamente transformados en braceros o campesinos. No estaban acostumbrados a los combates, a los cuerpo a cuerpo sangrientos y a las luchas a muerte. Nada era comparable a la formación de un pirata, siempre alerta y dispuesto a cortar la garganta del enemigo con cualquier arma. Despechado, Serramanna ni siquiera intentó enseñarles ataques reiterativos y paradas sorpresivas. Estos infantes jamás sabrían luchar.
Sin embargo, el sardo tenía la sensación de que los nubios sublevados no estaban lejos y que, desde hacía al menos dos días, se acercaban al campamento egipcio y lo espiaban. También el león y el perro de Ramsés habían advertido una presencia hostil. Se ponían nerviosos, dormían menos, caminaban de manera brusca, con el hocico al viento.
Si esos nubios eran verdaderos piratas, el cuerpo expedicionario egipcio sería aniquilado.
La nueva capital de Egipto crecía a una velocidad sorprendente, pero Moisés ya no la miraba. Para él, Pi-Ramsés sólo era una ciudad extranjera, poblada de dioses falsos y hombres extraviados en creencias insensatas.
Fiel a su misión, continuaba animando las diversas obras y manteniendo el ritmo de los trabajos. Pero todos habían notado en él una creciente rudeza, especialmente en relación a los capataces egipcios, a los que les criticaba, la mayor parte del tiempo sin razón, el sentido agudo de la disciplina. Moisés pasaba cada vez más tiempo con los hebreos y, cada noche, discutía con pequeños grupos sobre el porvenir de su pueblo. Muchos estaban satisfechos de su condición y no tenían ganas de cambiarla para crear una patria independiente. La aventura parecía demasiado arriesgada.
Moisés insistió. Recordó su fe en el dios único, la originalidad de su cultura, la necesidad de librarse del yugo egipcio y apartarse de los ídolos. Algunas mentes empezaron a vacilar, otros permanecieron irreductibles. Pero todos reconocieron que Moisés tenía la apariencia de un jefe, que su acción había sido beneficiosa para los hebreos y que ninguno de ellos podía despreciar su discurso.
El amigo de infancia de Ramsés dormía cada vez menos. Soñaba con los ojos abiertos con una tierra fértil en la que reinaría el dios de su corazón, un país en el que los hebreos gobernarían por sí mismos y del que defenderían las fronteras como su bien más preciado.
¡Por fin conocía la naturaleza del fuego que devoraba su alma desde hacía tantos años! Podía nombrar ese deseo inextinguible, se ponía a la cabeza de un pueblo que él conduciría hacia su verdad. Y la angustia le oprimía la garganta. ¿Aceptaría Ramsés semejante sedición y tal negación de su propio poder? Moisés debería convencerlo, hacerle aceptar su ideal.
Afluían los recuerdos. Ramsés no era un simple compañero de juegos, sino un auténtico amigo, un ser al que animaba un fuego idéntico y sin embargo tan diferente. Moisés no lo traicionaría fomentando una conspiración contra él; lo enfrentaría, cara a cara, y lo haría doblegarse. Incluso si la victoria parecía imposible, la obtendría.
Pues Dios estaba con él.
Si su jefe vacilaba en dar la orden de atacar era debido a que un pequeño grupo de hombres, igualmente armados con potentes arcos, estaban refugiados detrás de una empalizada formada por escudos y palmas. Al frente, Serramanna, que preveía aquel asalto. La élite de los infantes, que él había reunido, haría estragos en las filas nubias. El jefe de los insurgentes era consciente de ello, incluso si la victoria parecía segura.
El tiempo se paró. Ya nadie se movió.
El principal consejero del jefe nubio le recomendó disparar y abatir un gran número de enemigos, mientras otros guerreros, rápidos en la carrera, se abalanzarían sobre la empalizada. Pero el jefe estaba acostumbrado al combate, y el rostro de Serramanna no presagiaba nada bueno. ¿Ese gigante bigotudo no les tendería una o varias trampas que él era incapaz de descubrir? Aquel hombre no se parecía a los egipcios que había matado, y su instinto de cazador le aseguraba que era necesario desconfiar.
Cuando Ramsés salió de su tienda, todas las miradas convergieron en él. Tocado con una corona azul que moldeaba la forma del cráneo y se ensanchaba por atrás, vestido con una camisa de lino plisado de manga corta y con un taparrabo dorado, en la cintura del cual llevaba amarrada una cola de toro salvaje, el faraón sujetaba en su mano derecha el cetro «magia», con forma de cayado de pastor, cuyo extremo estaba pegado a su pecho.
Tras él caminaba Setaú, que llevaba las sandalias blancas del monarca. A pesar de la gravedad de la situación, pensó en Ameni, el portasandalias del faraón, que hubiera quedado estupefacto al ver a su amigo afeitado, con peluca y taparrabo, y con aire de dignatario de la corte, salvo un detalle: un curioso saco amarrado a la cintura colgaba a su espalda.
Bajo las miradas inquietas de los soldados egipcios, el faraón y Setaú fueron hasta el límite del campamento y se detuvieron a unos treinta metros de los nubios.
–Soy Ramsés, faraón de Egipto. ¿Quién es vuestro jefe?
–Yo -respondió el nubio avanzando un paso.
Con dos plumas fijadas en la parte trasera de la cabeza y sujetas con una cinta roja, los músculos prominentes, el jefe de los insurgentes blandía un venablo decorado con plumas de avestruz.
–Si no eres un cobarde, ven hacia mí.
El principal consejero manifestó su desacuerdo. Pero ni Ramsés ni su portasandalias iban armados, mientras que él disponía de un venablo, y el consejero de un puñal de doble filo. El jefe echó una mirada hacia el lado de Serramanna.
–Mantente a mi izquierda -ordenó a su consejero.
Si el gigante bigotudo daba orden de disparar, el jefe estaría protegido por un escudo humano.
–¿Tienes miedo? – preguntó Ramsés.
Los dos nubios se separaron del grupo de guerreros y caminaron en dirección al rey y a su portasandalias. Se detuvieron a menos de tres metros de sus adversarios.
–Así que tú eres el faraón que oprime a su pueblo.
–Nubios y egipcios vivían en paz. Tú has roto esa armonía matando a los escoltas del oro y robando el metal destinado a los templos de Egipto.
–Ese oro es nuestro, no vuestro. Tú eres el ladrón.
–Nubia es provincia egipcia y, por lo tanto, sometida a la ley de Maat. Los crímenes y los robos deben ser severamente castigados.
–¡Me burlo de tu ley, faraón! Aquí yo hago la mía. Otras tribus están dispuestas a unirse a mí. Cuando te haya matado, seré un héroe. Todos los guerreros se pondrán bajo mis órdenes, ¡expulsaremos para siempre a los egipcios de nuestro suelo!
–Arrodíllate -ordenó el rey.
El jefe y su consejero se miraron asombrados.
–Depón tu arma, arrodíllate y sométete a la Regla.
Un rictus deformó el rostro del jefe nubio.
–Si me inclino, ¿me concederás el perdón?
–Tú mismo te has puesto fuera de la Regla. Perdonarte sería negarla.
–Entonces desconoces la clemencia.
–Así es.
–¿Por qué crees que me sometería?
–Porque eres un rebelde y tu única libertad es inclinarte ante el faraón.
El consejero principal pasó ante su jefe y blandió su puñal.
–¡Que el faraón muera y seremos libres!
Setaú, que no había apartado los ojos de los dos nubios, abrió el saco y soltó la víbora de las arenas que había aprisionado. Deslizándose por la arena ardiente con la rapidez de la muerte rapaz, mordió al nubio en el pie antes de que hubiera terminado su gesto.
Trastornado, se acuclilló y abrió la herida con su puñal para hacer manar la sangre.
–Ya está más frío que el agua y más ardiente que una llama -indicó Setaú mirando al jefe directamente a los ojos-. Su cuerpo está sudando, ya no ve el cielo, la saliva cae de su boca. Sus ojos y sus cejas se crispan, su rostro se hincha; su sed se vuelve intensa, va a morir. Ya no puede levantarse. Su piel toma un tono púrpura antes de ennegrecerse, un temblor se lo lleva.
Setaú blandió su saco lleno de víboras.
Los guerreros nubios retrocedieron.
–De rodillas -ordenó de nuevo el faraón-. Si no una muerte atroz os alcanzará.
–¡Eres tú quien va a perecer!
El jefe levantó el venablo por encima de su cabeza, pero un rugido lo paralizó. Se volvió hacia un lado y apenas tuvo tiempo de ver saltar sobre él al león de Ramsés, con la boca abierta. La fiera desgarró el pecho del nubio con sus garras y cerró sus mandíbulas sobre la cabeza del desdichado.
A una señal de Serramanna, los arqueros egipcios apuntaron con sus arcos a los nubios desamparados; los infantes se precipitaron sobre sus enemigos y los desarmaron.
–¡Que les aten las manos a la espalda! – exigió el sardo.
Cuando la victoria de Ramsés fue conocida, centenares de nubios salieron de sus escondites y de sus aldeas para rendirle homenaje. El rey eligió a un jefe de clan de edad, con los cabellos blancos, y le atribuyó la nueva zona fértil creada alrededor de los pozos. También le confió los prisioneros, que realizarían trabajos agrícolas bajo la vigilancia de policías nubios. La pena capital alcanzaría a fugitivos y reincidentes.
Luego el cuerpo expedicionario egipcio se dirigió hacia el oasis en el que los rebeldes habían establecido su cuartel general. Sólo halló una débil resistencia y encontró el oro que los orfebres utilizaban para adornar las estatuas y las puertas de los templos.
A la caída de la noche, Setaú cogió dos pedazos de nervadura de palmera bien seca, los sujetó con las rodillas y frotó entre ellos, cada vez más de prisa, una varita de madera seca. El polvo de madera se inflamó. Al tomar su turno de guardia, los soldados alimentarían el fuego, cuya presencia apartaría cobras, hienas y otras bestias indeseables.
–¿Has construido tu casa de reptiles? – preguntó Ramsés.
–Loto está encantada. Esta noche descansaremos.
–¿No es sublime este país?
–Te gusta tanto como a nosotros, parece.
–Me pone a prueba y me obliga a superarme. Su poder es mío.
–Sin mi víbora, los rebeldes te habrían matado.
–Eso no sucedió, Setaú.
–A pesar de todo, tu plan era arriesgado.
–Ha evitado sangrientos combates.
–¿Siempre eres consciente de tus imprudencias?
–¿Para qué?
–Yo sólo soy Setaú, y puedo divertirme con serpientes venenosas; pero tú eres el amo de las Dos Tierras. Tu muerte sumiría el país en el desorden.
–Nefertari reinaría con sabiduría.
–Sólo tienes veinticinco años, Ramsés, pero ya no tienes derecho a ser joven. Deja a los demás la fogosidad de los guerreros.
–¿El faraón puede ser un cobarde?
–¿Dejarás de ser desmesurado? Sólo te pido un poco de prudencia.
–¿No estoy protegido por todas partes? La magia de la reina, tú y tus reptiles, Serramanna y sus mercenarios, Vigilante y Matador… Ningún ser tiene tanta suerte como yo.
–No la despilfarres.
–Es inagotable.
–Ya que eres inaccesible a toda forma de razonamiento, prefiero dormir.
Setaú volvió la espalda al rey y se tendió junto a Loto. El suspiro de satisfacción que ella expresó incitó al rey a alejarse. El descanso del encantador de serpientes corría el riesgo de ser de corta duración.
¿Cómo convencerle de que era un hombre de Estado, que poseía la valía de un gran ministro? Setaú encarnaba el primer gran fracaso de Ramsés. Entregado a seguir su camino, se negaba a hacer carrera. ¿Era necesario dejarlo libre a su elección u obligarlo a convertirse en uno de los primeros personajes del reino?
Ramsés pasó la noche contemplando el cielo estrellado, morada luminosa del alma de su padre y de los faraones que lo habían precedido. Se sentía orgulloso de haber encontrado, como Seti, agua en el desierto y domeñado a los rebeldes, pero esta victoria no le satisfacía. A pesar de la intervención de Seti, una tribu se había sublevado. Tras un periodo de calma, se reproduciría una situación idéntica. Sólo pondría fin a estas convulsiones arrancando el mal de raíz, ¿pero cómo descubrirlo?
Al alba, Ramsés notó una presencia a su espalda. Se volvió lentamente y lo vio.
Un enorme elefante había entrado en el oasis sin hacer ruido y evitando que crujieran las nervaduras de palmera que cubrían el suelo. El león y el perro habían abierto los ojos, pero habían permanecido silenciosos, como si supieran que su amo estaba seguro.
Era él, el gran macho de amplias orejas y largos colmillos que Ramsés había salvado al extirparle una flecha de la trompa, varios años antes.
El rey de Egipto acarició la trompa del señor de la sabana, el coloso lanzó un bramido de alegría que despertó a todo el campamento.
El elefante se alejó con paso tranquilo, recorrió un centenar de metros y volvió la cabeza en dirección al rey.
–Hay que seguirlo -decidió Ramsés.
El elefante se inmovilizó. Ramsés lo alcanzó.
Con la mirada en la misma dirección que la del coloso, descubrió el más sublime de los paisajes. El grandioso espolón rocoso, punto de referencia para la navegación, dominaba una amplia curva del Nilo. Él, el esposo de Egipto, contemplaba el misterio de la corriente creadora, el río divino en toda su majestad. Sobre las rocas, inscripciones jeroglíficas recordaban que el lugar estaba puesto bajo la protección de la diosa Hator, soberana de las estrellas y de los navegantes que gustosos hacían un alto en ese lugar.
Con su pata derecha, el elefante hizo rodar un bloque de arenisca que se precipitó a lo largo del acantilado y cayó en un montón de arena ocre, entre dos promontorios. Al norte, la cadena montañosa era vertical y descendía casi hasta el agua; al sur, se separaba de ella y dejaba despejada una amplia explanada que se abría hacia el este.
Un jovencito había atracado y dormía en su barca, hecha con un tronco de palmera vaciado.
–Id a buscarlo -ordenó el rey a dos soldados.
Cuando los vio llegar, el nubio echó a correr. Creyó escapar, pero su pie tropezó con una roca que apenas sobresalía de la arena, y quedó tendido a orillas del Nilo. Los egipcios le retorcieron los brazos y lo condujeron ante el rey.
El fugitivo movía los ojos, aterrado, temiendo que le cortarían la nariz.
–¡No soy un ladrón! Esta barca me pertenece, lo juro, y…
–Responde a mi pregunta -dijo Ramsés-, y serás libre: ¿Cuál es el nombre de este lugar?
–Abu Simbel.
–Puedes irte.
El muchacho corrió hasta la embarcación y remó con las manos tan de prisa como podía.
–Vámonos de aquí -recomendó Serramanna-; el lugar no me parece seguro.
–No he observado la menor traza de serpiente -objeto Setaú-. Extraño… ¿La divina Hator las espanta?
–No me sigáis -exigió el rey.
Serramanna se adelantó.
–¡Majestad!
–¿Tengo que repetirlo?
–Vuestra seguridad…
Ramsés inició el descenso hacia el río. Setaú retuvo al sardo.
–Más vale que obedezcas.
Serramanna se inclinó refunfuñando. ¡El rey, solo, en ese lugar perdido, en un país hostil! En caso de peligro, a pesar de las órdenes, el sardo se prometió intervenir.
Cuando llegó al borde del río, Ramsés se volvió hacia el acantilado de arenisca.
Sería aquí, en el corazón de Nubia, aunque ésta aún lo ignorara. A Ramsés le tocaba hacer de Abu Simbel una maravilla que desafiaría el tiempo y sellaría la paz entre Egipto y Nubia.
El faraón meditó varias horas en Abu Simbel, impregnándose de la pureza del cielo, del centelleo del Nilo y del poder de la roca. Aquí sería construido el mayor santuario de la provincia. Reuniría las energías divinas y difundiría un haz protector tan intenso que el ruido de las armas desaparecería.
Ramsés observó el sol. Sus rayos no se contentaban con golpear el acantilado, penetraban en el interior de la roca, iluminándola desde el interior. Cuando los arquitectos trabajaran en el lugar, deberían preservar ese milagro.
Cuando el rey regresó a lo alto del acantilado, Serramanna, al límite de sus nervios, estuvo a punto de entregarle su dimisión. Pero la placidez del elefante lo disuadió de ello; no se mostraría menos paciente que un animal, por grande que fuera.
–Regresamos a Egipto -decretó el rey.
Tras haberse purificado la boca con natrón, Chenar se puso en manos de un barbero de gran suavidad que también sabía depilarlo sin arrancarle un solo grito de dolor. El hermano mayor de Ramsés apreciaba mucho la fricción con aceites perfumados, especialmente en el cráneo, antes de ponerse la peluca. Estas pequeñas alegrías hacían la existencia liviana y lo tranquilizaban sobre su prestancia; aunque fuera menos hermoso y menos atlético que Ramsés, rivalizaría en elegancia.
En la clepsidra de agua, un objeto costoso, comprobó que se acercaba la hora de la cita.
Su silla de manos, cómoda y espaciosa, era la más bella de Menfis; sólo la superaba la del faraón, la que un día él ocuparía. Hizo que lo llevaran al borde del gran canal que permitía a las pesadas barcazas alcanzar el puerto principal de Menfis y descargar sus mercancías.
Sentado bajo un sauce, el mago Ofir tomaba el fresco. Chenar se apoyó en el tronco del árbol y miró pasar un barco de pesca.
–¿Habéis progresado, Ofir?
–Moisés es un hombre excepcional, dotado de un carácter difícil de domar.
–Dicho de otra manera, habéis fracasado.
–No lo creo.
–Las impresiones no me bastan, Ofir; necesito hechos.
–El camino que lleva al éxito es a menudo largo y sinuoso.
–Ahorradme vuestra filosofía. Habéis triunfado, ¿sí o no?
–Moisés no ha rechazado mis propuestas. ¿No es un resultado apreciable?
–Interesante, lo admito. ¿Ha aceptado la validez de vuestros proyectos?
–El pensamiento de Akenatón le es familiar. Sabe que ha contribuido a formar la fe de los hebreos y que nuestra colaboración podría ser fructuosa.
–¿Y su popularidad entre sus compatriotas?
–Cada vez mayor. Moisés tiene la naturaleza de un verdadero jefe, se impondrá sin dificultades a los diversos clanes. Cuando la construcción de Pi-Ramsés esté acabada, mostrará su verdadera fuerza.
–¿Cuánto tiempo tendremos que esperar todavía?
–Algunos meses. Moisés ha dado tal impulso a los ladrilleros que éstos han mantenido un ritmo de trabajo extraordinario.
–¡Maldita capital! Gracias a ella, el renombre de Ramsés traspasará la frontera del norte.
–¿Dónde se encuentra el faraón?
–En Nubia.
–Una región peligrosa.
–No sueñes, Ofir; los mensajeros reales han hecho llegar excelentes noticias. Ramsés incluso ha realizado un nuevo milagro descubriendo una capa de agua en el desierto, y su ejército ha creado una zona agrícola. El faraón traerá el oro robado y lo ofrecerá a los templos. Una expedición exitosa, una victoria ejemplar.
–Moisés no ignora que deberá enfrentarse con Ramsés.
–Su mejor amigo…
–La creencia en el dios único será más fuerte, el conflicto es inevitable. Cuando se desencadene, deberemos apoyar a Moisés.
–Ése será vuestro papel, Ofir. Comprenderéis que me es imposible actuar en primera línea.
–Será menester que me ayudéis.
–¿Cuáles son vuestras necesidades?
–Una residencia en Menfis, sirvientes, facilidades de circulación para mis partidarios.
–Concedido, a condición de que me entreguéis informes regulares sobre vuestras actividades.
–Es el menor de mis deberes.
–¿Cuándo regresáis a Pi-Ramsés?
–Mañana mismo. Hablaré con Moisés y le aseguraré que nuestros partidarios aumentan sin cesar.
–No os preocupéis más por vuestras condiciones de vida, y dedicaos únicamente a convencer a Moisés de que debe luchar contra la tiranía de Ramsés para conseguir la afirmación de su fe.
El ladrillero Abner canturreaba. En menos de un mes, el primer cuartel de Pi-Ramsés estaría terminado. Los primeros infantes transferidos de Menfis vivirían en él. Los locales eran espaciosos y bien aireados, los acabados notables.
Gracias a Moisés, que había reconocido sus méritos, Abner dirigía un pequeño equipo de diez ladrilleros experimentados y trabajadores. El chantaje ejercido por Sary sólo era un mal recuerdo. Abner se instalaría en la nueva capital con su familia y sería el encargado del mantenimiento de los edificios públicos. Una existencia feliz se abría ante él.
Esa noche, el hebreo iba a degustar una perca del Nilo con sus compañeros y a jugar al juego de la serpiente, esperando que sus peones avanzarían regularmente por las casillas, sin caer en las múltiples trampas inscritas en el cuerpo del reptil. El ganador era el que llegaba primero al final del recorrido, y Abner sentía que la suerte le sonreía.
Pi-Ramsés empezaba a animarse; poco a poco, la inmensa obra se transformaba en una ciudad cuyo corazón no tardaría en latir. Ya se pensaba en el grandioso momento de la inauguración, cuando el faraón diera vida a su capital. En el juego del azar, Abner había tenido el privilegio de servir al ideal de un gran rey y de conocer a Moisés.
–¿Cómo estás, Abner?
Sary llevaba una túnica libia, con anchas franjas verticales amarillas y negras, ajustada a la cintura con un cinturón de cuero verde. Su rostro estaba cada vez más demacrado.
–¿Qué quieres?
–Tener noticias de tu salud.
–Sigue tu camino.
–¿Te vuelves insolente?
–¿Ignoras que he obtenido un ascenso? Ya no estoy bajo tus órdenes.
–¡El pequeño Abner se pavonea como un gallo! Vamos, vamos… No te pongas nervioso.
–Tengo prisa.
–¿Hay algo más urgente que satisfacer a tu viejo amigo Sary?
Abner ocultaba mal su miedo. Sary se divertía con ello.
–El pequeño Abner es un hombre razonable, ¿no? Desea tener una buena vida en Pi-Ramsés, pero sabe que las cosas buenas tienen un precio. Y ese precio lo fijo yo.
–¡Lárgate!
–Sólo eres un insecto, hebreo, y los insectos no protestan cuando se los aplasta. Exijo la mitad de tus ganancias y de tus primas. Cuando la ciudad esté terminada, te presentarás voluntario para convertirte en mi sirviente. Tener un criado hebreo me encantará. En mi casa no te aburrirás. Tienes mucha suerte, pequeño Abner, si no me hubiera fijado en ti, sólo habrías sido un gusano.
–Me niego, yo…
–No digas tonterías y obedece.
Sary se alejó. Abner se puso en cuclillas, las nalgas sobre los talones, hundido.
Esta vez era demasiado. Hablaría con Moisés.
Amarla era renacer.
Ramsés le masajeó suavemente los pies, luego le besó las piernas y dejó que sus manos recorrieran su cuerpo flexible, dorado por el sol. Ella era el jardín en el que crecían las flores más raras, el estanque de agua fresca, el lejano país de los árboles de incienso. Cuando se unían, su deseo tenía la potencia de la corriente tormentosa de la crecida y la ternura de una melodía de oboe en la paz del ocaso.
Bajo el follaje verde de un sicomoro, Nefertari y Ramsés se habían ofrecido el uno al otro después del regreso del rey, que había apartado a sus allegados y a sus consejeros para recuperar a su esposa. La sombra refrescante del gran árbol, sus hojas turquesa y sus higos reventones, tan rojos como el jaspe, formaban uno de los tesoros del palacio de Tebas en el que la pareja había logrado aislarse.
–¡Que interminable viaje…!
–¿Y nuestra hija?
–Kha y Meritamón se llevan a las mil maravillas. Tu hijo encuentra a su hermanita muy bonita y poco ruidosa, pero ya quiere enseñarle a leer. Su ayo ha tenido que calmar sus ardores.
Ramsés estrechó a la reina entre sus brazos.
–Él se ha equivocado… ¿Por qué apagar el fuego de un ser?
Nefertari no tuvo tiempo de protestar, pues los labios del rey se posaron en los suyos. Bajo el efecto del viento del norte, las ramas del sicomoro se inclinaron, respetuosas y cómplices.
El segundo día del cuarto mes de la estación de la crecida, en el tercer año del reinado de Ramsés, Bakhen, manejando un largo bastón, precedió a la pareja real para mostrarles el templo de Luxor, cuyos trabajos estaban terminados. Una procesión, que salió de Karnak, les había seguido y tomado la avenida de las esfinges que unía los dos templos.
La nueva fachada de Luxor los dejó asombrados. Los dos obeliscos, los colosos reales y la masa a la vez poderosa y elegante del pitón formaban un conjunto perfecto, digno de los más grandes constructores del pasado.
Los obeliscos dispersaban las energías negativas y atraían los poderes celestes hacia el templo que elegían como domicilio, para alimentar el ka que producía. En su base, cinocéfalos, los grandes monos en los que se encamaba la inteligencia del dios Thot, celebraban el nacimiento de la luz que favorecían, cada alba, emitiendo los sonidos de la primera mañana. Todos los elementos, del jeroglífico al coloso, concurrían a la resurrección diaria del sol, que dominaba entre las dos torres del pilón, encima de la puerta central.
Ramsés y Nefertari la cruzaron y penetraron en un gran patio a cielo abierto cuyos muros estaban rodeados de columnas macizas, expresión de la potencia del ka. Entre ellas, unos colosos de pie con la efigie del rey expresaban su fuerza inagotable. Tiernamente apretada contra la pierna del gigante, la reina Nefertari, a la vez frágil e inquebrantable.
Nebú, el gran sacerdote de Karnak, se adelantó hacia la pareja real, llevando el compás de la lenta marcha con el bastón dorado.
El viejo se inclinó.
–Majestad, he aquí el templo del ka. Aquí se creará en cada instante la energía de vuestro reinado.
La fiesta de inauguración de Luxor reunió a toda la población de Tebas y de su región, del más humilde al más rico. Durante diez días se cantaría y se bailaría en las calles, y las tabernas y mesones al aire libre no se vaciarían nunca. Por la gracia del faraón, la cerveza dulce sería gratuita y regocijaría las barrigas.
El rey y la reina presidieron un banquete que hizo época en los anales. Ramsés proclamó que el templo del ka estaba terminado y que ningún elemento arquitectónico le sería añadido en el futuro. Quedaban por elegir los temas y figuraciones simbólicas, en relación con el reinado, que adornarían la fachada del pilón y los muros del gran patio. Todos estimaron sabia la voluntad del monarca de diferir su decisión y de tomarla de acuerdo con los ritualistas de la Casa de Vida.
Ramsés apreció la actitud de Bakhen, el cuarto profeta de Amón. Olvidando hablar de sus propios méritos, alabó los de los arquitectos que habían construido Luxor de acuerdo con la ley de la armonía. Al final de los festejos, el rey entregó al gran sacerdote de Amón el oro de Nubia, cuya extracción y transporte serían en adelante puestos bajo estricta vigilancia.
Antes de partir hacia el norte, la pareja real se dirigió al lugar del Ramesseum. También allí, Bakhen había mantenido sus compromisos. Niveladores, peones y canteros estaban manos a la obra: el templo de millones de años empezaba a surgir del desierto.
–Apresúrate, Bakhen. Que los cimientos estén terminados lo antes posible.
–El equipo de Luxor estará aquí desde mañana. Así dispondré de efectivos numerosos y cualificados.
Ramsés comprobó que su plan había sido seguido al pie de la letra. Ya imaginaba las capillas, la gran sala de columnas, las mesas de ofrendas, el laboratorio, la biblioteca… Millones de años correrían por las venas de piedra del edificio.
El rey recorrió el área sagrada con Nefertari y le describió su sueño, como si ya tocara las paredes esculpidas y las columnas de jeroglíficos.
–El Ramesseum será tu gran obra.
–Quizá.
–¿Por qué dudas de ello?
–Porque quiero cubrir Egipto de santuarios, dar a las divinidades mil y un lugares de culto para que el país entero sea regado con su energía y la tierra se parezca al cielo.
–¿Qué templo superará el de millones de años?
–En Nubia he descubierto un lugar extraordinario hacia el que me ha conducido un elefante.
–¿Cómo se llama?
–Abu Simbel. Está puesto bajo la protección de la diosa Hator y sirve de parada a los marineros. El Nilo alcanza allí el apogeo de su belleza, el agua se une a la roca, los acantilados de arenisca parecen esperar que hagan nacer el templo que llevan dentro.
–Comenzar una obra, en una región tan lejana, ¿no presenta dificultades insuperables?
–Insuperables en apariencia.
–Ninguno de tus predecesores ha intentado la aventura.
–Es verdad, pero triunfaré. Desde que contemplé Abu Simbel, no dejo de pensar en ello. Ese elefante era un mensajero del invisible. Su nombre jeroglífico, Abu, ¿no es el mismo que el del lugar, y no significa «comienzo, inicio»? El nuevo comienzo de Egipto, el inicio de su territorio, debe situarse allá, en el corazón de Nubia, en Abu Simbel. No existe ningún otro medio para pacificar esa provincia y hacerla feliz.
–¿No es una empresa insensata?
–¡Por supuesto que sí! ¿Pero no es la expresión del ka? El fuego que me anima se convierte en piedra de eternidad. Luxor, Pi-Ramsés, Abu Simbel son mi deseo y mi pensamiento. Si me contentara con gestionar los asuntos corrientes, traicionaría mi función.
–Mi cabeza se posa sobre tu hombro y conozco el descanso de una mujer amada… Pero tú también puedes descansar sobre mí como un coloso sobre su zócalo.
–¿Apruebas el proyecto de Abu Simbel?
–Debes madurarlo, dejarlo crecer en ti hasta que su visión sea fulgurante e imperiosa. Luego, actúa.
En el interior del recinto del templo de millones de años, Ramsés y Nefertari se sintieron animados por una fuerza extraña que los hacía invulnerables.
Talleres, almacenes y cuarteles estaban dispuestos para su uso. Las vías principales de la capital comunicaban los distintos barrios de viviendas y terminaban en los templos mayores, todavía en construcción, pero cuyas partes centrales ya podían albergar los ritos esenciales.
La tarea de los ladrilleros se acababa y éstos eran sustituidos por jardineros y pintores, por no hablar de los decoradores especializados que darían a Pi-Ramsés un aspecto seductor. Subsistía una inquietud: ¿le gustaría a Ramsés?
Moisés subió al techo del palacio y contempló la ciudad. También él, como el faraón, había logrado un milagro. La labor de los hombres y la rigurosa organización del trabajo no habían sido suficientes; debieron recurrir al entusiasmo, esa cualidad que no era de naturaleza humana, sino que procedía del amor de Dios por su creación. ¡Cómo le hubiera gustado a Moisés poder ofrecerle esta ciudad a él, en vez de abandonarla a Amón, a Set y a sus congéneres! Tantos talentos desperdiciados para satisfacer a unos ídolos mudos…
Su próxima ciudad la construiría para gloria del verdadero Dios, en su país, en una tierra santa. Si Ramsés era un auténtico amigo, comprendería su ideal.
Moisés golpeó con el puño el borde del balcón.
¡El rey de Egipto jamás toleraría la revuelta de una minoría, jamás entregaría su trono a una descendiente de Akenatón! Un sueño insensato le había turbado la mente.
Abajo, cerca de una de las entradas secundarias del palacio, estaba Ofir.
–¿Puedo hablarte? – preguntó el mago.
–Ven.
Ofir había aprendido a desplazarse con discreción. Se le tomaba por un arquitecto cuyos consejos eran útiles al supervisor de las obras de Pi-Ramsés.
–Abandono -declaró Moisés-. Es inútil discutir más tiempo.
El mago permaneció glacial.
–¿Se ha producido un acontecimiento imprevisto?
–He reflexionado, nuestros proyectos son demenciales.
–Venía a anunciarte que las filas de los partidarios de Atón se han reforzado considerablemente. Personalidades de gran envergadura estiman que Lita debe subir al trono de Egipto con la bendición del dios único. En ese caso, los hebreos serían libres.
–Derrocar a Ramsés… ¡Bromeas!
–Nuestras convicciones son firmes.
–¿Creéis que vuestro discurso impresionará al rey?
–¿Quién te ha dicho que nos contentaremos con discusiones?
Moisés observó a Ofir como si descubriera a un desconocido.
–No me atrevo a comprenden…
–Al contrario, Moisés. Has llegado a la misma conclusión que yo, y eso es lo que te asusta. Si Akenatón fue vencido y perseguido fue porque no se atrevió a utilizar la violencia contra sus enemigos. Sin ella no se puede ganar ningún combate. ¿Quién sería lo bastante ingenuo para creer que Ramsés abandonará una sola parcela de su poder a cualquiera? Nosotros le venceremos desde el interior y vosotros, los hebreos, os sublevaréis.
–Centenares de muertos, quizá millares… ¿Es una carnicería lo que deseáis?
–Si preparas a tu pueblo para el combate, saldrá vencedor. ¿No está Dios con vosotros?
–Me niego a oír más. Desaparece, Ofir.
–Nos volveremos a ver aquí o en Menfis, como quieras.
–No cuentes con ello.
–No existe otro camino, lo sabes. No te resistas a tu deseo, Moisés, no intentes sofocar su voz. Lucharemos hombro con hombro y Dios triunfará.
En previsión de esos días felices, había encargado un centenar de jarrones preciosos, con formas insólitas, procedentes de los talleres sirios. Cada pieza era única y sería vendida muy cara. Desde el punto de vista de Raia, los artesanos egipcios trabajaban mejor que sus compatriotas, pero el gusto por el exotismo y el esnobismo le aseguraban una creciente fortuna.
Aunque los hititas hubiesen ordenado a su espía que apoyase a Chenar contra Ramsés, Raia había renunciado, después de un intento fallido, a organizar un atentado contra el rey. Éste estaba demasiado bien protegido, y un segundo fracaso corría el riesgo de ofrecer a los investigadores una pista para llegar hasta él.
Desde hacía tres años, Ramsés reinaba con la misma autoridad que Seti, a la que se añadía la llama de la juventud. El rey aparecía como un torrente capaz de arrastrar cualquier obstáculo. Nadie tenía la capacidad de oponerse a sus decisiones, incluso si su programa de construcciones desafiaba la razón. Subyugados, la corte y el pueblo parecían golpeados por el estupor debido al dinamismo de un monarca que había barrido a todos sus oponentes.
Entre los jarrones importados había dos de alabastro.
Raia cerró la puerta del almacén y pegó la oreja a ella durante largo rato. Seguro de estar solo, metió la mano en el interior del jarro, cuyo cuello estaba marcado con un discreto punto rojo, y retiró una etiqueta en madera de pino en la cual unas cifras precisaban las dimensiones del objeto y su lugar de procedencia.
Raia conocía el código de memoria y descifró sin problemas el mensaje hitita que le transmitía su importador de Siria del Sur, miembro de su red.
Estupefacto, el mercader destruyó la etiqueta y se lanzó fuera del taller.
–Soberbio -constató Chenar admirando el jarrón azul con cuello en forma de cisne que le presentaba Raia-. ¿Su precio?
–Temo que sea elevado, señor. Pero es una pieza única.
–Discutámoslo, ¿quieres?
Con el jarrón apretado contra su pecho, Raia siguió al hermano mayor de Ramsés, que lo llevó a una de las terrazas cubiertas de su villa, donde dialogaron sin peligro de ser oídos.
–Si no me equivoco, Raia, utilizas el procedimiento de urgencia.
–Exacto.
–¿Por qué razón?
–Los hititas han decidido pasar a la acción.
Chenar esperaba esta noticia aunque la temía. Si él hubiera sido faraón en lugar de Ramsés, habría puesto las tropas egipcias en estado de alerta y reforzado las defensas en las fronteras. Pero el enemigo más peligroso de Egipto le ofrecía una posibilidad de reinar. Así pues debía explotar para su único provecho el secreto de Estado del que se hacía depositario.
–¿Puedes ser más preciso, Raia?
–Parecéis turbado.
–Lo estaría con menos, ¿no?
–Es verdad, señor. Yo mismo estoy aún bajo el efecto de la conmoción. Es una medida que podría trastornar todo lo adquirido.
–Mucho más, Raia, mucho más… Es la suerte del mundo la que está en juego. Tú y yo seremos los actores principales del drama que se va a interpretar.
–Yo sólo soy un modesto agente de información.
–Tú serás mi contacto con mis aliados del exterior. Buena parte de mi estrategia descansa en la calidad de tus informaciones.
–Vos me concedéis una importancia…
–¿Deseas quedarte en Egipto después de nuestra victoria?
–Ya me he acostumbrado.
–Serás rico, Raia, muy rico. No seré ingrato con aquellos que me hayan ayudado a tomar el poder.
El mercader se inclinó.
–Soy vuestro servidor.
–¿Tienes indicaciones más precisas?
–No, aún no.
Chenar dio unos pasos, apoyó los codos en la balaustrada de la terraza y miró hacia el norte.
–Hoy es un gran día, Raia. Más tarde recordaremos que marcó el inicio del declive de Ramsés.
La amante egipcia de Acha era una pequeña maravilla. Maliciosa, inventiva, jamás saciada, había sacado de su cuerpo matices de placer inéditos. Sucedía a dos libanesas y a tres sirias, hermosas pero aburridas. En los juegos del amor, el joven diplomático exigía fantasía, única fuerza capaz de liberar los sentidos y de hacer del cuerpo un arpa de melodías inesperadas. Se disponía a chupar los bonitos dedos del pie de la doncella cuando su intendente, debidamente advertido, sin embargo, de no molestarlo bajo ningún pretexto, golpeteó en la puerta de su habitación.
Espantado, Acha abrió sin pensar en vestirse.
–Perdonadme… Un mensaje urgente del ministerio.
Acha consultó la tableta de madera. Sólo había tres palabras: «Presencia inmediata indispensable.»
A las dos de la madrugada, las calles de Menfis estaban desiertas. El caballo de Acha recorrió a buen paso la distancia que separaba la mansión de su amo del Ministerio de Asuntos Exteriores. El diplomático no se detuvo a hacer una ofrenda a Thot y subió de cuatro en cuatro las gradas de la escalera que llevaba a su despacho, donde lo esperaba su secretario.
–He creído oportuno interrumpiros.
–¿Por qué motivo?
–A causa de una alarmante gestión de uno de nuestros agentes de Siria del Norte.
–Si sigue tratándose de una seudorrevelación desprovista de interés, aplicaré sanciones.
La parte baja del papiro parecía virgen. Al calentarlo a la llama de una lámpara de aceite, aparecieron unos caracteres hieráticos. Esta manera rápida de escribir los jeroglíficos los deformaban hasta hacerlos irreconocibles. La grafía del espía egipcio instalado en Siria del Norte, controlada por los hititas, no se parecía a ninguna otra.
Acha leyó y releyó.
–¿Urgencia justificada? – preguntó el secretario.
–Dejadme solo.
Acha desplegó un mapa y comprobó las informaciones dadas por su confidente. Si no se equivocaba, era previsible lo peor.
–El sol no ha salido -murmuró Chenar bostezando.
–Leed esto -recomendó Acha presentando a su ministro el mensaje del espía.
El texto despertó al hermano mayor de Ramsés.
–Los hititas habrían tomado el control de varias aldeas de Siria central y habrían salido de la zona de influencia aceptada por Egipto…
–El texto es preciso.
–Se diría que no ha habido ni muertos ni heridos. Puede tratarse de una provocación.
–No sería la primera vez, en efecto; pero los hititas jamás habían llegado tan hacia el sur.
–¿Qué conclusión sacáis?
–La preparación de un ataque en toda regla contra Siria del Sur.
–¿Certeza o hipótesis?
–Hipótesis.
–¿Podríais transformarla en certeza?
–Debido a la situación, los mensajes deberían sucederse a breves intervalos.
–Sea como sea, guardemos silencio tanto tiempo como sea posible.
–Corremos un gran riesgo.
–Soy consciente de ello, Acha. No obstante, tal debe ser nuestra estrategia. Tenemos la intención de embaucar a Ramsés, de hacerle cometer errores que le costarán una gran derrota, pero los hititas parecen impacientes por actuar. Necesitamos retrasar al máximo la preparación del ejército egipcio.
–No estoy seguro de ello -objetó Acha.
–¿Por qué razón?
–Por un lado, sólo ganaremos unos días, del todo insuficientes para impedir una contraofensiva; por otro, mi secretario sabe que he recibido un mensaje importante. Diferir su transmisión al rey despertaría sus sospechas.
–¡No nos sirve de nada ser los primeros en enterarnos!
–Al contrario, Chenar. Ramsés me nombró jefe de los servicios secretos, confía en mí. Dicho de otra manera, creerá lo que le diga.
Chenar sonrió.
–Un juego muy peligroso; ¿no se dice que Ramsés lee los pensamientos?
–El pensamiento de un diplomático es indescifrable. En cuanto yo le advierta de la noticia, vos apresuraos a confiarle vuestras preocupaciones. Así pareceréis sincero y creíble.
Chenar se acomodó en un sillón.
–Vuestra inteligencia es temible, Acha.
–Conozco bien a Ramsés. Creerle desprovisto de sutileza sería un error imperdonable.
–De acuerdo, nos conformaremos con vuestro plan.
–Queda un problema esencial: conocer las intenciones reales de los hititas.
Chenar las conocía. Pero juzgó preferible no revelar sus fuentes a Acha pues, según la evolución de la situación, quizá estaría obligado a sacrificar a sus amigos hititas.
Mil defectos le saltaban a los ojos, ¿pero cómo remediarlos en tan poco tiempo? Los ladrilleros habían aceptado prestar ayuda a otros cuerpos profesionales, sobrecargados de trabajo. En el ardor de esos últimos momentos, la popularidad de Moisés permanecía intacta. Su voluntad seguía siendo comunicativa y arrebatadora, tanto más cuanto que el sueño se transformaba en realidad.
A pesar del cansancio, Moisés pasaba largas veladas con sus hermanos hebreos, escuchaba sus quejas y esperanzas, y ya no vacilaba en afirmarse como el guía de un pueblo en busca de su identidad. Sus ideas asustaban a la mayoría de los interlocutores, pero su personalidad les fascinaba. Cuando la grandiosa aventura de Pi-Ramsés estuviera acabada, ¿no abriría Moisés un nuevo camino a los hebreos?
Agotado, sólo encontraba un sueño agitado en el que regresaba sin cesar el rostro de Ofir. El adorador de Atón no se equivocaba. En el cruce de caminos, los discursos ya no bastaban; había que actuar, y la acción se alimentaba a menudo de violencia.
Moisés había cumplido la misión confiada por Ramsés, desvinculándose así de toda obligación hacia el rey de Egipto. Pero no tenía derecho a traicionar al amigo y se había jurado advertirle del peligro que le acechaba. Con la conciencia purificada, sería completamente libre.
Según el mensajero real, el faraón y su esposa entrarían en Pi-Ramsés al día siguiente, hacia mediodía. La población de ciudades y aldeas de los alrededores se había reunido en los accesos a la nueva capital, para no faltar al acontecimiento. Desbordadas, las fuerzas de seguridad no lograban impedir a los curiosos que se instalaran en la nueva ciudad.
Moisés esperaba pasar las últimas horas de supervisor de las obras fuera de la ciudad, paseando por el campo. Pero en el momento en que abandonaba Pi-Ramsés, un arquitecto corrió hacia él.
–¡El coloso… el coloso se ha vuelto loco!
–¿El del templo de Amón?
–Ya no logramos detenerlo.
–¡Os ordené que no lo tocarais!
–Pensamos…
El carro de Moisés cruzó la ciudad a la velocidad del viento.
Delante del templo de Amón reinaba el desastre. Un coloso de doscientas toneladas, que representaba al rey sentado en su trono, se deslizaba suavemente hacia la fachada del edificio. Corría el riesgo de golpearla y causar enormes desperfectos, o de derrumbarse y quebrarse. ¡Qué espectáculo para ofrecer a Ramsés el día de la inauguración!
Unos cincuenta hombres enloquecidos tiraban en vano de las cuerdas que fijaban la escultura gigante a un trineo de madera. Varios cueros de protección, colocados en los lugares en los que la cuerda tocaba la piedra, habían estallado.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Moisés.
–El capataz se había subido en el coloso para dirigir la maniobra y ha caído hacia adelante. Para evitar que fuera aplastado, los obreros han accionado los frenos de madera. El coloso se ha desviado del sendero de légamo húmedo que servía de pista deslizante hacia su emplazamiento, pero continúa avanzando. El rocío, el trineo mojado…
–¡Necesitaban al menos ciento cincuenta hombres!
–Los técnicos están ocupados en otra parte…
–Traedme jarras de leche.
–¿Cuántas?
–¡Miles! Y haced que vengan inmediatamente refuerzos.
Tranquilizados por la presencia de Moisés, los artesanos recuperaron la sangre fría. Cuando vieron al joven hebreo trepar por el lado derecho del coloso, ponerse de pie sobre el mandil de granito y verter leche delante del trineo para abrir un nuevo camino, recuperaron la esperanza. Se organizó una cadena para que Moisés no careciera del líquido graso sobre el cual se deslizaría el enorme peso. Obedeciendo las directrices del hebreo, los primeros refuerzos, llegados a toda prisa, fijaron largas cuerdas en los lados y detrás del trineo. El centenar de obreros encargados de tirar lo utilizaría para aminorar la carrera del coloso.
Poco a poco, éste cambió de trayectoria y tomó la dirección correcta.
–¡La viga de frenado! – gritó Moisés.
Treinta hombres, hasta entonces alelados, colocaron la viga con muescas, destinada a bloquear el trineo, en el lugar que ocuparía la estatua de Ramsés, ante el templo de Amón.
Dócil, el coloso siguió la pista de leche, consiguieron frenarlo en el momento preciso y se estacionó en su lugar exacto.
Empapado de sudor, Moisés saltó a tierra. Dado su furor, todos previeron grandes sanciones.
–Que me traigan al responsable de esta falsa maniobra, el hombre que ha caído de la estatua.
–Aquí está.
Dos obreros empujaron a Abner, que se arrodilló ante Moisés.
–Perdonadme -gimoteó-, tuve un malestar, yo…
–¿No eres ladrillero?
–Sí… Mi nombre es Abner.
–¿Qué haces en esta obra?
–Yo… me oculto.
–¿Has perdido la cabeza?
–¡Tenéis que creerme!
Abner era hebreo. Moisés no podía castigarlo antes de haber oído sus explicaciones. Comprendió que el ladrillero, desamparado, sólo le hablaría en privado.
–Sígueme, Abner.
Un arquitecto egipcio se sublevó.
–Este hombre ha cometido una falta grave. Absolverlo sería injuriar a sus compañeros.
–Voy a interrogarlo. Luego tomaré una decisión.
El arquitecto se inclinó ante su superior jerárquico. Si Abner hubiese sido egipcio, Moisés no se habría mostrado tan delicado. Desde hacía unas semanas, el supervisor de las obras reales daba pruebas de un espíritu parcial que terminaría por volverse contra él.
Moisés hizo subir a Abner a su carro y lo sujetó con una correa de cuero.
–Suficientes caídas por hoy, ¿no crees?
–¡Perdonadme, os lo ruego!
–Deja de gimotear y explícamelo todo.
Un patio resguardado del viento precedía al edificio oficial de Moisés. El carro se detuvo en el umbral y los dos hombres descendieron de él. Moisés se quitó el taparrabo y la peluca, y señaló una pesada jarra.
–Sube al murito -le ordenó a Abner-, y vierte suavemente esa agua sobre mis hombros.
Mientras Moisés se frotaba la piel con unas hierbas, su compatriota, sosteniendo la pesada jarra en el extremo de los brazos, esparció el líquido benéfico.
–¿Te has quedado sin lengua, Abner?
–Tengo miedo.
–¿Por qué?
–Me han amenazado.
–¿Quién?
–Yo… no puedo decirlo.
–Si persistes en callar, te pondré en manos de la justicia por falta profesional grave.
–¡No, perdería mi empleo!
–Estaría justificado.
–¡Os juro que no!
–Entonces, habla.
–Me roban, me hacen chantaje…
–¿El culpable?
–Un egipcio -respondió Abner bajando la voz.
–¿Su nombre?
–No puedo decirlo. Tiene relaciones influyentes.
–No repetiré mi pregunta.
–¡Se vengará!
–¿Confías en mí?
–A menudo pensé en hablaros, pero ¡tengo tanto miedo de ese hombre!
–Deja de temblar y dime su nombre. Ya no te importunará.
Aterrorizado, Abner soltó la jarra, que se rompió contra el suelo.
–Sary…es Sary.
La flotilla entró por el gran canal que llevaba a Pi-Ramsés. Toda la corte acompañaba a Ramsés y Nefertari, impacientes por descubrir la nueva capital, en la que en adelante habría que residir si se quería agradar al rey. Se habían emitido muchas críticas veladas, que giraban alrededor del mismo reproche: ¿cómo podía rivalizar con Menfis una ciudad construida tan de prisa? Ramsés corría sin duda hacia un fracaso estruendoso que le obligaría, tarde o temprano, a olvidar Pi-Ramsés.
En la proa, el faraón miraba cómo el Nilo creaba su Delta, mientras el barco abandonaba el curso principal para tomar el canal que llevaba al puerto de la capital.
Chenar se acodó al lado de su hermano.
–No es el mejor momento, soy consciente de ello, pero sin embargo debo abordar un tema grave.
–¿Tan urgente es?
–Eso me temo. Si hubiera podido hablarte de ello antes, habría evitado importunarte en estos instantes tan felices, pero eras inaccesible.
–Te escucho, Chenar.
–Estoy muy contento con el puesto que me has confiado y me gustaría traerte sólo excelentes noticias.
–¿No es el caso?
–Si creo en los informes que me han enviado, me temo que la situación va a empeorar.
–Ve a los hechos.
–Parece que los hititas han salido de la zona de influencia que nuestro padre toleraba y han invadido Siria central.
–¿Estás seguro?
–Es demasiado pronto para pronunciarse, pero quería ser el primero en alertarte. Las provocaciones hititas fueron frecuentes en un pasado reciente y podemos esperar que ésta sólo sea una fanfarronada más. No obstante, sería bueno tornar algunas precauciones.
–Pensaré en ello.
–¿Eres escéptico?
–Tú mismo lo has precisado, es una invasión aún no confirmada. En cuanto recibas noticias, comunícamelas.
–Tu majestad puede contar con su ministro.
La corriente era fuerte, el viento bien orientado, el barco avanzaba de prisa. La intervención de Chenar dejó a Ramsés pensativo. ¿Su hermano tomaba realmente en serio su papel? Chenar era capaz de haber inventado ese intento de invasión hitita para darse importancia y demostrar sus aptitudes como ministro de Asuntos Exteriores.
Siria central… Una zona neutral que ni egipcios ni hititas controlaban, prohibiéndose ocuparla militarmente y contentándose con mantener allí informadores más o menos fiables. Después que Seti renunció a apoderarse de Kadesh, una guerrilla larvada parecía satisfacer a los dos campos.
Quizá la creación de Pi-Ramsés, que ocupaba una posición estratégica, había despertado los ardores belicistas de los hititas, inquietos por la gran atención que el joven faraón concedía a Asia y a su imperio. Sólo un hombre le diría la verdad a Ramsés: su amigo Acha, jefe de los servicios secretos. Los informes oficiales remitidos a Chenar sólo representaban la superficie y el exterior de la situación; Acha, gracias a su red, conocería las verdaderas intenciones del adversario.
Un grumete, subido a lo alto del gran mástil, no pudo retener su alegría.
–Allá, el puerto, la ciudad… ¡Es Pi-Ramsés!
Estupefacta por el poder que se desprendía de la persona del monarca y la magia que le permitía tener una fiera colosal como guardaespaldas, la muchedumbre guardó silencio durante largo rato. Luego surgió un grito: «¡Larga vida a Ramsés!», seguido de otros diez, de cien, de mil… El regocijo fue pronto indescriptible a lo largo del recorrido del rey, que no varió su marcha lenta y majestuosa.
Nobles, artesanos y campesinos llevaban sus trajes de fiesta; los cabellos brillaban gracias al aceite dulce de moringa, las más hermosas pelucas adornaban la cabeza de las mujeres, las manos de los niños y de los sirvientes se cargaban de flores y de hojas que echaban al paso del carro.
Se preparaba un banquete al aire libre; el intendente del nuevo palacio había encargado mil panes de harina fina, dos mil panecillos bien cocidos, diez mil pasteles, carne seca en abundancia, leche, boles de algarrobas, uva, higos y granadas. Ocas asadas, caza, pescados, pepinos y puerros también estaban en el menú, sin contar con centenares de jarras de vino salidas de las bodegas reales y otras tantas de cerveza fabricada la víspera.
En ese día del nacimiento de una capital, el faraón invitaba a su pueblo a la mesa.
No había ni una chiquilla que no se hubiera puesto un vestido nuevo, de colores, ni un caballo que no estuviera adornado con tiras de tela y rosetas de cobre, ni ningún asno cuyo cuello no estuviera adornado con una guirnalda de flores. Perros, gatos y monos domésticos tendrían derecho a ración doble, mientras los ancianos, cualquiera que fuera su condición y origen, serían los primeros en ser servidos, tras haber sido instalados en asientos cómodos, a la sombra de los sicomoros y perseas.
Y se habían preparado peticiones: para un alojamiento, para un empleo, para un terreno, para una vaca, que Ameni recogería y examinaría con benevolencia, en este período feliz en el que la generosidad era la norma.
Los hebreos no eran los últimos en manifestar su alegría. Un largo descanso correctamente remunerado sucedería a un esfuerzo intenso, y podrían enorgullecerse de haber construido con sus manos una nueva capital del reino de Egipto. Durante varias generaciones, aún se hablaría de su hazaña.
La asistencia retuvo su aliento cuando el carro se detuvo ante el coloso con la efigie de Ramsés, el mismo coloso que, la víspera, había estado a punto de provocar un desastre.
Frente a su imagen, Ramsés levantó la cabeza y clavó su mirada en la del gigante de piedra, orientada hacia el cielo. En la frente de la estatua, el uraeus, una cobra que escupía un veneno cáustico que cegaba a los enemigos del rey. En la cabeza, «los dos poderes» reunidos, la corona blanca del Alto Egipto y la corona roja del Bajo Egipto. Sentado en su trono, con las manos abiertas sobre su taparrabo, el faraón de granito contemplaba la ciudad.
Ramsés bajó del carro. Él también llevaba la doble corona, iba vestido con una amplia túnica de lino de mangas anchas, bajo la cual centelleaba un taparrabo dorado sujeto por un cinturón plateado, y sobre su pecho lucía un collar de oro.
–A ti, en quien se encarna el ka de mi reino y de mi ciudad, te abro la boca, los ojos y los oídos. En adelante serás un ser vivo, y quien se atreva a atacar tu carne será castigado con la muerte.
El sol estaba en su cenit, en la vertical del faraón. Éste se volvió hacia su pueblo.
–¡Pi-Ramsés ha nacido, Pi-Ramsés es nuestra capital!
Miles de voces entusiastas repitieron esta declaración.
Durante la jornada, Ramsés y Nefertari habían recorrido las anchas avenidas, calles y callejuelas, y visitado cada barrio de Pi-Ramsés. Deslumbrada, la gran esposa real le había encontrado un sobrenombre, «la ciudad de turquesa», que había circulado inmediatamente de boca en boca. Tal era la última sorpresa que Moisés reservaba al rey: las fachadas de las casas, villas y viviendas modestas estaban recubiertas de tejas barnizadas de color azul de una luminosidad excepcional. Al hacer instalar sobre el terreno el taller que las fabricaba, Ramsés no imaginaba que los artesanos fueran capaces de producir tal cantidad en tan poco tiempo. Gracias a ellos, la capital había encontrado su unidad.
Moisés, elegante y afeitado, realizaba el oficio de maestro de ceremonias. Ahora no había ninguna duda de que Ramsés nombraría visir a su amigo de infancia y haría de él el primer ministro del país. La complicidad de los dos hombres era evidente, el éxito de Moisés resplandeciente. El rey no emitió ninguna crítica, indicando que sus esperanzas habían sido colmadas, incluso superadas.
Chenar rabiaba. El mago Ofir le había mentido o se había equivocado al afirmar que manipulaba al hebreo. Tras semejante triunfo, Moisés se convertiría en un hombre rico y un cortesano celoso. Enfrentarse con Ramsés por una estúpida disputa religiosa sería un suicidio. En cuanto a su pueblo, se acomodaba tan bien en la población que no tenía ningún interés en salirse de ella. Los únicos verdaderos aliados de Chenar seguían siendo los hititas. Peligrosos como víboras, pero aliados después de todo.
La recepción dada en el palacio real, cuya gran sala de columnas estaba adornada con pinturas que representaban una naturaleza ordenada y apacible, encantó a los miembros de la corte, seducidos por la belleza y la nobleza de Nefertari. La primera dama del país, protectora mágica de la residencia real, tuvo una palabra amable y justa para cada uno.
Las miradas no se despegaban del admirable enlosado, formado por tejas barnizadas; componían deliciosos cuadros que recordaban estanques de agua fresca, jardines floridos, patos revoloteando en un bosque de papiros, lotos abiertos o peces evolucionando en un estanque. El verde pálido, el azul claro, el blanco crudo, el amarillo oro y el morado se mezclaban en una sinfonía de colores suaves que cantaban la perfección de la creación.
Burlones y bromistas fueron reducidos al silencio. Los templos de Pi-Ramsés estaban lejos de estar terminados, pero el palacio no desmerecía, en lujo y en refinamiento, a los de Menfis y Tebas. Aquí, ningún cortesano añoraría otro lugar. Poseer una villa en Pi-Ramsés ya era la obsesión de los nobles y de los altos personajes del Estado.
Con una constancia increíble, Ramsés continuaba haciendo milagros.
–Éste es el hombre a quien esta ciudad debe su existencia -declaró el faraón poniendo la mano sobre el hombro de Moisés.
Las conversaciones se interrumpieron.
–El protocolo prescribe que me siente en el trono, que Moisés se prosterne ante mí y que yo le ofrezca collares de oro a cambio de sus buenos y leales servicios. Pero es mi amigo de infancia, y hemos llevado a cabo juntos este combate. Yo he concebido esta capital, él la ha realizado según mis planes.
Ramsés dio un abrazo solemne a Moisés. No existía más insigne honor por parte de un faraón.
–Moisés seguirá siendo supervisor de las obras reales durante unos meses, el tiempo de formar a su sucesor. Luego trabajará a mi lado, para mayor gloria de Egipto.
Chenar había acertado temiendo lo peor. La eficacia conjunta de los dos amigos los volvía más temibles que todo un ejército.
Ameni y Setaú felicitaron a Moisés, cuyo nerviosismo les sorprendió. Lo consideraron efecto de la emoción.
–Ramsés se equivoca -declaró el hebreo-. Me atribuye cualidades que no poseo.
–Serás un excelente visir -estimó Ameni.
–Pero de todos modos estarás bajo las órdenes de este pequeño escriba tiñoso -afirmó Setaú-. En realidad, es él el que gobierna.
–¡Ten cuidado, Setaú!
–Los alimentos son suculentos. Si Loto y yo descubrimos unas buenas serpientes, tal vez nos instalemos aquí. ¿Por qué no ha venido Acha?
–Lo ignoro -respondió Ameni.
–Mala nota para su carrera. No es muy diplomático que digamos.
Los tres amigos vieron cómo Ramsés se acercaba a su madre, Tuya, y la besaba en la frente. A pesar de la tristeza que velaría para siempre su rostro grave y fino, la viuda de Seti no ocultaba su orgullo. Cuando anunció que viviría de inmediato en el palacio de Pi-Ramsés, el triunfo de su hijo fue total.
Aunque terminada, la pajarera estaba aún vacía de pájaros exóticos, que regocijarían la vista y el oído de los cortesanos.
Apoyado en un pilar, con los brazos cruzados y los rasgos tensos, Moisés no se atrevía a mirar a su amigo Ramsés. Tenía que olvidar al hombre y dirigirse a un adversario, el faraón de Egipto.
–Todo el mundo duerme, salvo tú y yo.
–Pareces agotado, Moisés. ¿Podríamos aplazar esta entrevista hasta mañana?
–No fingiré más tiempo.
–¿Qué finges?
–Soy un hebreo y creo en el Dios único. Tú eres un egipcio y adoras ídolos.
–¡Sigues con ese discurso infantil!
–Te molesta porque es la verdad.
–Has sido instruido en toda la sabiduría de los egipcios, Moisés, y tu dios único, sin forma e incognoscible, es el poder oculto en el corazón de cada partícula de vida.
–¡No se encarna en un cordero!
–Amón es el secreto de la vida, que se manifiesta en el viento invisible que hincha la vela de la barca, en los cuernos del carnero cuya espiral traza el desarrollo armonioso de una creación, en la piedra que forma la carne de nuestros templos. Es todo eso y nada de todo eso. Esta sabiduría la conoces tan bien como yo.
–¡No es más que una ilusión! Dios es único.
–¿Le prohíbe eso multiplicarse en sus criaturas siendo a la vez Uno?
–¡No necesita tus templos y tus estatuas!
–Te lo repito, estás agotado.
–Estoy convencido. Ni siquiera tú podrás hacerme cambiar de opinión.
–Si tu dios te vuelve intolerante, desconfía. Te conducirá al fanatismo.
–¡Más bien te toca a ti desconfiar, Ramsés! Una fuerza se está desarrollando en este país. Una fuerza aún vacilante, pero que lucha por la verdad.
–Explícate.
–¿Te acuerdas de Akenatón y de su fe en un dios único? Mostró el camino, Ramsés. Escucha su voz, escucha la mía. Si no, tu imperio se hundirá.
El dios único, Yahvé, residía en una montaña, y él tenía que descubrir en cuál de ellas se hallaba, fueran cuales fueran las dificultades del viaje. Algunos hebreos habían decidido partir con él, aun a riesgo de perderlo todo. Moisés terminaba de preparar el equipaje cuando pensó en una promesa no cumplida. Antes de abandonar Egipto para siempre, ejecutaría esa deuda moral.
Sólo tuvo que efectuar un corto trayecto para llegar a la mansión de Sary, al oeste de la ciudad, que estaba bordeada por un antiguo palmeral con árboles vigorosos. Encontró al propietario a punto de beber cerveza fresca al borde de un estanque con abundantes peces.
–¡Moisés! ¡Qué placer recibir al verdadero maestro de obras de Pi-Ramsés! ¿A qué debo este honor?
–El placer no es compartido y no se trata de un honor.
Sary se levantó irritado.
–Tu hermoso futuro no te autoriza la descortesía. ¿Olvidas con quién hablas?
–Con un canalla.
Sary levantó la mano para abofetear al hebreo, pero éste le bloqueó la muñeca. Obligó al egipcio a curvarse, luego a arrodillarse.
–Persigues a uno llamado Abner.
–Su nombre me es desconocido.
–Mientes, Sary. Le has robado y le chantajeas.
–Sólo es un ladrillero hebreo.
Moisés apretó más el brazo. Sary gimió.
–Yo también soy hebreo. Pero podría partirte el brazo y dejarte inválido.
–¡No te atreverás!
–Debes saber que mi paciencia está al límite. No molestes más a Abner o te arrastraré del cuello ante un tribunal. ¡Júralo!
–Yo… juro que no lo importunaré más.
–¿Por el nombre del faraón?
–Por el nombre del faraón.
–Si traicionas tu juramento, serás maldito -Moisés soltó a Sary-. Te has librado fácilmente.
Si el hebreo no hubiera estado a punto de partir, habría denunciado a Sary; pero esperaba que la advertencia fuera suficiente.
No obstante, le invadió una preocupación. En los ojos del egipcio había leído odio, no sumisión.
Moisés se ocultó detrás de una palmera. No tuvo que esperar mucho tiempo. Sary salió de casa con un garrote y caminó en dirección sur, hacia las moradas de los ladrilleros.
El hebreo lo siguió a buena distancia y lo vio entrar en casa de Abner, cuya puerta estaba entreabierta. Casi de inmediato, oyó unos gemidos.
Moisés corrió, entró a su vez y, en la penumbra, divisó cómo Sary golpeaba a Abner con un bastón; su víctima, tendida en el suelo de tierra batida, intentaba protegerse el rostro con las manos.
Moisés le quitó el bastón a Sary y le dio un violento golpe en el cráneo. Con la nuca ensangrentada, el egipcio se desplomó.
–Levántate, Sary, y lárgate.
Como el egipcio no se movía, Abner se arrastró hasta él.
–Moisés… Se diría… que está muerto.
–¡Imposible, no le he golpeado tan fuerte!
–Ya no respira.
Moisés se arrodilló, sus manos tocaron un cadáver. Acababa de matar a un hombre.
La calle estaba silenciosa.
–Tienes que huir -dijo Abner-. Si la policía te detiene…
–¡Tú me defenderás, Abner, y explicarás que te he salvado la vida!
–¿Quién me creerá? Se nos acusará de complicidad. ¡Vete, vete de prisa!
–¿Tienes un saco grande?
–Sí, para meter herramientas.
–Dámelo.
Moisés introdujo en él el cadáver de Sary y colocó la carga sobre sus hombros. Enterraría el cuerpo en un terreno arenoso y se ocultaría en una villa desocupada. Justo el tiempo necesario de recuperar el buen sentido.
El lebrel de la patrulla de policía emitió un gemido inhabitual. Él, de ordinario tan tranquilo, tiraba de la traílla con tanta fuerza que estaba a punto de romperla. Su amo lo soltó, el lebrel corrió a toda velocidad hacia un terreno arenoso, en el límite de la ciudad.
El perro escarbó con ensañamiento. Cuando el policía y sus colegas se acercaron, descubrieron primero un brazo, luego un hombro, luego el rostro de un muerto que el perro desenterraba.
–Lo conozco -dijo uno de los policías-. Es Sary.
–¿El marido de la hermana del rey?
–Sí, es él… ¡Mira, tiene sangre seca en la nuca!
Despejaron completamente el cadáver. No había duda: habían matado a Sary con un bastón. El golpe había sido mortal.
Moisés se había pasado toda la noche dando vueltas sobre sí mismo como un oso encerrado en una jaula. Se había equivocado al actuar así, al intentar disimular el cadáver de un granuja, al huir de una justicia que lo habría declarado inocente. Pero estaba Abner, su miedo, su vacilación… Y eran hebreos, uno y otro. Los enemigos de Moisés no dejarían de utilizar ese drama para provocar su caída. Incluso Ramsés sería advertido en su contra y se mostraría de un rigor inflexible.
Alguien acababa de entrar en la villa de la que sólo la parte central estaba terminada. La policía, ya… Lucharía. No caería en sus manos.
–Moisés… ¡Moisés, soy yo, Abner! Si estás ahí, deja que te vea.
El hebreo apareció.
–¿Atestiguarás en mi favor?
–La policía ha descubierto el cadáver de Sary. Estás acusado de asesinato.
–¿Quién se ha atrevido a hacerlo?
–Mis vecinos. Te han visto.
–¡Pero son hebreos, como nosotros!
Abner bajó la cabeza.
–Como yo, no quieren problemas con las autoridades. Huye, Moisés. Ya no hay futuro para ti, en Egipto.
Moisés se sublevó. Él, el supervisor de los trabajos del rey, el futuro primer ministro de las Dos Tierras, ¡reducido al estado de criminal y fugitivo! En pocas horas caía del pináculo al abismo… ¿No era Dios quien lo abrumaba con esta desdicha para probar su fe? En vez de una existencia vacía y cómoda en un país impío, Él le ofrecía la libertad.
–Partiré por la noche. Adiós, Abner.
Moisés pasó por el barrio de los ladrilleros. Esperaba convencer a sus partidarios para que partieran con él y formaran un clan que, poco a poco, atraería a otros hebreos, incluso si su primera patria sólo era una región aislada y desértica. El ejemplo… Había que dar ejemplo, ¡no importaba a qué precio!
Algunas lámparas brillaban. Los niños dormían, las amas de casa intercambiaban confidencias. Sentados bajo cobertizos, sus maridos bebían una tisana antes de acostarse.
En la callejuela donde habitaban sus amigos, dos hombres se peleaban. Al acercarse, los identificó. ¡Eran sus dos partidarios más fervientes! Se increpaban a propósito de un escabel que uno le habría robado al otro.
Moisés los separó.
–Tú…
–Dejad de enfrentaras por un pecadillo sin importancia y seguidme. Salgamos de Egipto y partamos a la búsqueda de nuestra verdadera patria.
El hebreo de más edad miró a Moisés con desdén.
–¿Quién te ha erigido en nuestro príncipe y en nuestro guía? ¿Si no te obedecemos, nos matarás, como has matado al egipcio?
Golpeado en el corazón, Moisés permaneció mudo. Un sueño grandioso acababa de romperse en él. Ya no era más que un prófugo, un criminal abandonado por todos.
–Se trata de un asesinato, majestad -afirmó Serramanna-. Un violento bastonazo asestado en la nuca.
–¿Han avisado a mi hermana?
–Ameni se ha ocupado de ello.
–¿El culpable ha sido detenido?
–Majestad…
–¿Qué significa esta vacilación? Sea quien sea, será juzgado y condenado.
–El culpable es Moisés.
–Absurdo.
–Los testimonios son formales.
–¡Quiero escuchar a los testigos!
–Todos son hebreos. El principal acusador es un ladrillero, Abner. Estuvo presente en el crimen.
–¿Qué ha sucedido?
–Una riña que tomó mal cariz. Moisés y Sary se detestaban desde hacía tiempo. Según mi investigación, ya se habían peleado en Tebas.
–¿Y si todos esos testigos se equivocaran? Moisés no puede ser un asesino.
–Los escribas de la policía han tomado sus declaraciones por escrito, y las han confirmado.
–Moisés se defenderá.
–No, majestad. Ha huido.
Ramsés dio orden de registrar todas las casas de Pi-Ramsés, pero las investigaciones no dieron ningún resultado. Policías a caballo se desplegaron por el Delta, preguntaron a cantidad de aldeanos, pero no encontraron ninguna huella de Moisés. Los guardias fronterizos del nordeste recibieron consignas muy estrictas, ¿pero no era ya demasiado tarde?
El rey no dejaba de pedir informes, pero no obtenía ninguna información precisa sobre el camino que había tomado Moisés. ¿Se ocultaba en una aldea de pescadores, cerca del Mediterráneo? ¿Se había escondido en un barco que partía hacia el sur? ¿Se había enterrado entre los exclaustrados de un santuario de provincias?
–Deberías comer un poco -recomendó Nefertari-. Desde la desaparición de Moisés, no has probado una comida decente.
El soberano estrechó tiernamente las manos de su esposa.
–Moisés estaba agotado, Sary ha debido provocarlo. Si estuviera aquí, ante mí, se explicaría. Su huida es el error de un hombre extenuado.
–¿No corre el riesgo de encerrarse en los remordimientos?
–Eso es lo que temo.
–Tu perro está triste, cree que lo desdeñas.
Ramsés dejó que Vigilante saltara a sus rodillas. Loco de alegría, lamió las mejillas de su amo y encajó la cabeza contra su hombro.
Esos tres años de reinado habían sido maravillosos… Luxor ampliado, suntuoso, el templo de millones de años en construcción, la nueva capital inaugurada, Nubia pacificada y, de pronto, ¡esta espantosa grieta en el edificio! Sin Moisés, el mundo que Ramsés había empezado a construir se hundía.
–También me descuidas a mí -dijo Nefertari a media voz-. ¿Puedo ayudarte a superar este sufrimiento?
–Sí, sólo tú puedes hacerlo.
Chenar y Ofir se encontraron en el puerto de Pi-Ramsés, cada vez más animado. Se descargaban productos alimenticios, mobiliario, utensilios para el hogar y muchas otras riquezas que la nueva capital necesitaba. Los barcos traían asnos, caballos y bueyes. Los silos de trigo se llenaban, buenos vinos eran depositados en las bodegas. Discusiones tan ardientes como en Menfis o en Tebas empezaban a animar los círculos de comerciantes al por mayor, que rivalizaban por ocupar los primeros puestos en el abastecimiento de la capital.
–Moisés no es más que un prófugo, Ofir.
–La noticia no parece entristeceros mucho.
–Os habéis equivocado respecto a él; jamás habría cambiado de bando. La locura que ha cometido priva a Ramsés de un precioso aliado.
–Moisés es un hombre sincero. Su fe en el dios único no es pasajera.
–Sólo cuentan los hechos: o no reaparecerá más, o será detenido y condenado. En lo sucesivo, manipular a los hebreos es imposible.
–Desde hace muchos años, los partidarios de Atón han tenido la costumbre de luchar contra la adversidad. Continuarán haciéndolo. ¿Nos ayudaréis?
–No volvamos sobre eso. ¿Cuáles son vuestras propuestas concretas?
–Cada noche mino los fundamentos sobre los que descansa la pareja real.
–¡Está en la cumbre de su poder! ¿Ignoráis la existencia del templo de millones de años?
–Nada de lo que ha emprendido Ramsés está acabado. A nosotros nos toca explotar la menor debilidad e introducirnos en la primera brecha que se abra.
La tranquila firmeza del mago impresionó a Chenar. Si los hititas ejecutaban su proyecto, no dejarían de debilitar el ka de Ramsés. Y si además era atacado desde el interior, el rey, por robusto que fuera, terminaría por hundirse bajo los golpes visibles e invisibles.
–Intensificad vuestra acción, Ofir, no estáis tratando con alguien ingrato.
Setaú y Loto habían decidido fundar un nuevo laboratorio en Pi-Ramsés. Ameni, instalado en unos despachos nuevos flamantes, trabajaba día y noche. Tuya solucionaba los mil y un problemas que planteaban los cortesanos; Nefertari cumplía con sus tareas religiosas y protocolarias; Iset la Bella y Nedjem se ocupaban de la educación del pequeño Kha; Meritamón se abría como una flor; Romé, el intendente, corría de las cocinas a las bodegas y de las bodegas al comedor de palacio, Serramanna perfeccionaba sin cesar su sistema de seguridad… La vida en Pi-Ramsés parecía armoniosa y apacible. Pero Ramsés no soportaba la ausencia de Moisés.
A pesar de sus disputas, la fuerza del hebreo había sido una ofrenda a la construcción de su reino. En esta ciudad de la que había huido, Moisés había dejado mucho de su alma. Su última conversación probaba que su amigo era víctima de influencias perniciosas, aprisionado en unas ataduras de las que no era consciente.
Habían hechizado a Moisés.
Ameni, con los brazos cargados de papiros, se dirigió a buen paso al rey, que caminaba en todos los sentidos en la sala de audiencias.
–Acha acaba de llegar, desea verte.
–Que entre.
Muy cómodo, con una elegante túnica verde pálido que adornaba un ribete rojo, el joven diplomático tenía el don de lanzar modas. Árbitro de la elegancia masculina, parecía sin embargo menos fogoso que de costumbre.
–Tu ausencia, durante la inauguración de Pi-Ramsés, me ha apenado mucho.
–Mi ministro me representaba, majestad.
–¿Dónde estabas, Acha?
–En Menfis. He recogido los mensajes de mis informadores.
–Chenar me ha hablado de una tentativa de intimidación hitita en Siria central.
–No es una tentativa de intimidación, y Siria central no es la única implicada.
La voz de Acha ya no tenía nada de untuoso.
–Pensaba que mi querido hermano se lo tomaba demasiado en serio, que se abandonaba a la exageración.
–Hubiera sido preferible. Resumiendo las informaciones fiables, estoy convencido de que los hititas han emprendido una maniobra de envergadura contra Canaán y Siria, toda Siria. Incluso los puertos libaneses se hallan seguramente amenazados.
–¿Ha habido ataques directos contra nuestros soldados apostados en la zona?
–Todavía no. Sólo la toma de aldeas y campos considerados como neutrales. Hasta ahora sólo se trata de medidas administrativas, en apariencia no violentas. En realidad, los hititas controlan territorios que nosotros gestionábamos y que nos debían tributo.
Ramsés se inclinó sobre el mapa del Próximo Oriente desplegado sobre una mesa baja.
–Los hititas bajan por un pasillo invasor situado al nordeste de nuestro país. Así pues apuntan directamente a Egipto.
–Es una conclusión precipitada, majestad.
–Si no, ¿cuál sería el objetivo de esta ofensiva rastrera?
–Ocupar el territorio, aislarnos, perturbar a los habitantes, debilitar el prestigio de Egipto, desmoralizar nuestras tropas… No faltan objetivos.
–¿Tú qué opinas?
–Majestad, los hititas preparan la guerra.
Con un trazo rabioso de tinta roja, Ramsés tachó del mapa el reino de los anatolios.
–A ese pueblo sólo le gusta la furia, la sangre y la violencia. Mientras no sea destruido, pondrá en peligro toda forma de civilización.
–La diplomacia…
–¡Un instrumento fuera de uso!
–Tu padre negoció…
–Una zona fronteriza, en Kadesh, ¡lo sé! Pero los hititas no respetan nada. Exijo un informe diario sobre sus actuaciones.
Acha se inclinó. Ya no era el amigo quien se expresaba sino el faraón que ordenaba.
–¿Sabes que Moisés está acusado de un crimen y que ha desaparecido?
–¿Moisés? ¡Pero es insensato!
–Creo que es víctima de una conspiración. Difunde sus señas por nuestros protectorados, Acha, y encuéntralo.
Nefertari tocaba el laúd en el jardín de palacio. A su derecha tenía la cuna en la que dormía su hija, de mejillas redondas y coloreadas, y a su izquierda se encontraba el pequeño Kha, sentado como un escriba y leyendo un cuento que alababa las hazañas de un mago que triunfaba sobre horribles demonios; ante ella, Vigilante se afanaba en desenterrar los brotes de tamarindo que Ramsés había plantado la víspera. Con el morro hundido en la tierra húmeda, excavaba un hoyo con sus patas delanteras y ponía tanto interés en la obra que la reina no se atrevió a reprenderlo.
De repente se interrumpió y corrió hacia la entrada del jardín. Sus ladridos de alegría y sus saltos desordenados saludaron la entrada de su amo.
En el paso de Ramsés, Nefertari percibió una profunda contrariedad. Se levantó y fue al encuentro del rey.
–Moisés está…
–No, estoy seguro de que está vivo.
–¿No es… tu madre?
–Tuya se encuentra bien.
–¿Cuál es la causa de tu sufrimiento?
–Egipto, Nefertari. El sueño de un país feliz, alimentándose de paz, saboreando la dicha de cada día, se rompe.
La reina cerró los ojos.
–La guerra…
–Me parece inevitable.
–Así pues, vas a partir.
–¿Quién más, aparte de mí, podría mandar el ejército? Dejar avanzar más a los hititas sería condenar Egipto a la muerte.
El pequeño Kha había echado un vistazo a la pareja enlazada antes de sumirse de nuevo en su lectura, Meritamón dormía tranquilamente, Vigilante ahondaba su agujero.
En aquel jardín apacible, Nefertari se acurrucó contra Ramsés. A lo lejos, un gran ibis blanco surgió de los cultivos.
–La guerra nos separa, Ramsés; ¿dónde encontraremos el coraje que nos ayude a soportar esta prueba?
–En el amor que nos une, y que nos unirá siempre, suceda lo que suceda. En mi ausencia eres tú, la gran esposa real, la que reinarás en mi ciudad de turquesa.
Nefertari miró fijamente el horizonte.
–Tu pensamiento es justo -dijo ella-. No hay que negociar con el mal.
El gran ibis blanco, de vuelo majestuoso, sobrevoló a la pareja real que el sol poniente bañaba con su luz.
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02/05/2008
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