Por primera vez desde su coronación, Ramsés entró en el despacho su padre, en Menfis. Ningún decorado, paredes blancas, ventanas a claustra, una gran mesa, un sillón de respaldo recto para el rey y sillas de paja para los visitantes, y un armario para papiros.

Una intensa emoción le oprimió la garganta.

El espíritu de Seti aún animaba ese lugar austero en el que había trabajado tantos días y tantas noches para gobernar Egipto y hacerlo feliz. Allí no había ninguna huella de muerte, sino la permanencia de una voluntad implacable.

La tradición prescribía que un hijo construyera su casa y su propio marco de vida. Ramsés debería haber dado la orden de destruir aquel despacho y hacer que edificaran el suyo a su imagen. Tal era la intención del joven faraón antes de volver a descubrir la amplia habitación.

Desde una de las ventanas, Ramsés contempló el patio interior que albergaba el carro real; luego tocó el escritorio, abrió el armario que contenía papiros en blanco y se sentó en el sillón de respaldo recto.

El alma de Seti no lo rechazó.

El hijo había sucedido al padre, el padre aceptaba a su hijo como amo de las Dos Tierras. Ramsés conservaría su despacho intacto, trabajaría en él cuando residiera en Menfis y conservaría su austeridad, preciosa ayuda para formar su juicio.

Sobre la gran mesa había dos ramas de acacia muy flexibles, unidas en un extremo por un hilo de lino. La varita de brujo que Seti había utilizado para encontrar agua en el desierto. ¡Cuán importante había sido aquel instante en la educación del príncipe Ramsés, aún inconsciente de su destino! Comprendió que el faraón luchaba con los elementos, con el misterio de la creación, iba al corazón de la materia y hacía brillar su vida secreta. Gobernar Egipto no era solamente dirigir un Estado sino dialogar con lo invisible.

Con los dedos a veces entumecidos por la edad, Homero mezcló hojas de salvia y las introdujo en la cazoleta de su pipa, un gran caparazón de caracol que empezaba a ennegrecerse satisfactoriamente. Entre dos bocanadas, se concedía un trago de un vino fuerte, perfumado al anís y al coriandro. El poeta griego estaba sentado en un sillón provisto de un cojín blando, disfrutando de la dulzura de la tarde al pie de su limonero, cuando su doncella le anunció la visita del rey.

Al ver a Ramsés de cerca, Homero se sorprendió de su prestancia.

El poeta se levantó con dificultades.

–Permaneced sentado, os lo ruego.

–Majestad, ¡cuánto habéis cambiado!

–Majestad… ¿Os volvéis reverencioso, querido Homero?

–Habéis sido coronado. Y cuando un monarca posee vuestro porte, se le debe respeto. Es evidente que ya no sois el adolescente exaltado al que yo sermoneaba… ¿Mis palabras pueden llegar a los oídos del faraón?

–Me alegro de veros con buena salud. ¿Estáis satisfecho con vuestras condiciones de vida?

–He domado a la doncella, el jardinero es silencioso, el cocinero tiene talento y el escriba al que dicto mis poemas parece apreciarlos. ¿Qué más se puede pedir?

Héctor, el gato blanco y negro, saltó a las rodillas del poeta y ronroneó.

Como de costumbre, Homero se había embadurnado el cuerpo con aceite de oliva. No existía, según él, producto más higiénico y que desprendiera un perfume mejor.

–¿Habéis avanzado?

–No estoy descontento de las palabras que Zeus dirige a los dioses: «Enganchad al cielo un cable de oro. Si tiro de él con fuerza, arrastraré la tierra y el mar; lo ataré al Olimpo, y ese mundo permanecerá suspendido en los aires.»

–Dicho de otra manera, mi reinado aún no está afianzado y mi reino zozobra bajo el efecto de los vientos.

–¿Cómo podría estar informado en este retiro?

–¿La inspiración del poeta y la charlatanería de los criados no os proporcionan lo esencial de los acontecimientos?

Homero se rascó la barba blanca.

–Es muy posible… Estar inmóvil sólo presenta inconvenientes. Vuestro regreso a Menfis era deseado.

–Tenía que resolver un problema delicado.

–El nombramiento de un nuevo gran sacerdote de Amón que no os traicionará en cuanto entrarais en funciones, lo sé… Operación prontamente zanjada y de forma más bien juiciosa. La elección de un viejo sin ambición atestigua una extraña habilidad política por parte de un joven soberano.

–Aprecio a ese hombre.

–¿Por qué no? Lo esencial es que os obedezca.

–Si el norte y el sur se desgarran entre sí, Egipto se arruinaría.

–Curioso país, pero tan atractivo. Poco a poco voy habituándome a vuestras costumbres, hasta el punto de cometer infidelidades a mi vino preferido.

–¿Cuidáis de vuestra salud?

–¡Este Egipto está poblado de médicos! ¡A mi cabecera se han sucedido un dentista, un oftalmólogo y un internista! Me han prescrito tantas pociones que he renunciado a tomarlas. Todavía puedo aceptar los colirios que mejoran un poco mi vista… Si los hubiera tenido en Grecia, mis ojos quizá habrían permanecido sanos. No regresaré allá… Demasiadas facciones, demasiados conflictos, demasiados jefes de clan y reyezuelos sumidos en sus rivalidades. Para escribir necesito calma y comodidad. Esforzaos por construir una gran nación, majestad.

–Mi padre había empezado esta obra.

–He escrito estas frases: «¿Para qué los llantos, que hacen estremecer el alma, ya que tal es la suerte que los dioses han impuesto a los mortales, condenados a vivir en el dolor?» Vos no escaparéis al sino común y, no obstante, vuestra función os sitúa más allá de esa humanidad sometida al sufrimiento. ¿No es a causa del faraón, y de la perennidad de la institución desde hace tantos siglos, que vuestro pueblo cree en la felicidad, la disfruta con glotonería e incluso consigue construirla?

Ramsés sonrió.

–Empezáis a percibir los misterios de Egipto.

–No os lamentéis por vuestro padre y no intentéis imitarlo; convertíos, como él, en un rey irreemplazable.

Ramsés y Nefertari habían celebrado los ritos en todos los templos de Menfis y rendido homenaje a la acción del gran sacerdote de la ciudad, encargado de coordinar los trabajos de los colegios de artesanos, entre los cuales figuraban escultores de genio.

Llegó el momento tan temido: el de posar. El rey y la reina, sentados en un trono, coronados, con los cetros en la mano, tuvieron que permanecer inmóviles durante interminables horas para permitir a los escultores, «aquellos que dan la vida», grabar en piedra la imagen eternamente joven de la pareja real. Nefertari soportó la prueba con dignidad, mientras Ramsés manifestaba numerosas señales de impaciencia. A partir del segundo día, hizo venir a Ameni, incapaz de permanecer inactivo más tiempo.

–¿La crecida?

–Conveniente -respondió el secretario particular del rey-. Los agricultores esperaban más, pero el servicio de pantanos es optimista. No careceremos de agua.

–¿Cómo se comporta mi ministro de Agricultura?

–Me confía el trabajo administrativo y no pone los pies en despacho. Va de campo en campo, de explotación en explotación, y resuelve mil y una dificultades día tras día. No es un comportamiento ministerial ordinario, pero…

–¡Que continúe así! ¿Hay protestas entre los campesinos?

–Las cosechas han sido buenas, los graneros están llenos.

–¿Los rebaños?

–Natalidad en aumento, mortalidad en regresión, después del último censo. Los servicios veterinarios no han comunicado ningún informe alarmante.

–¿Y mi querido hermano?

–Chenar se ha convertido en un modelo de responsabilidad. Ha reunido a sus colaboradores del Ministerio de Asuntos Exteriores, te ha dirigido alabanzas y le ha pedido a cada funcionario que sirva a Egipto a conciencia y eficazmente. Se ha tomado su puesto muy en serio, empieza a trabajar temprano por la mañana, consulta a sus consejeros y trata con deferencia a nuestro amigo Acha. Chenar se ha vuelto un hombre de informes y un ministro responsable.

–¿Hablas en serio, Ameni?

–No se bromea con la administración.

–¿Has conversado con él?

–Por supuesto.

–¿Cómo te ha recibido?

–Con cortesía. No ha puesto ninguna objeción cuando le he pedido que me proporcione un informe semanal de sus actividades.

–Sorprendente… Debería haberte despedido.

–En mi opinión, se presta al juego. En la medida en que lo controlas, ¿qué temes?

–No toleres ninguna irregularidad de su parte.

–Es una recomendación inútil, majestad.

Ramsés se levantó, colocó los cetros y la corona en su trono y despidió al escultor. Aliviada, Nefertari imitó al rey.

–Posar es un suplicio -confesó el monarca-. Si me hubieran descrito esta trampa, ¡la habría evitado! Por suerte, el boceto ya va tomando forma y nuestro retrato quedará fijado de una vez por todas.

–Cada función tiene sus exigencias: tu majestad no puede sustraerse a ellas.

–Desconfía Ameni, quizá te levanten una estatua si te conviertes en sabio.

–Con la existencia que tu majestad me hace llevar, ¡no hay posibilidad!

Ramsés se acercó a su amigo.

–¿Qué piensas de mi intendente, Romé?

–Un hombre eficaz y atormentado.

–¿Atormentado?

–El menor detalle lo obsesiona y busca sin cesar la perfección.

–Así pues, se parece a ti.

Molesto, Ameni cruzó los brazos.

–¿Es un reproche?

–Deseo saber si el comportamiento de Romé te intriga.

–¡Al contrario, me tranquiliza! Si toda la jerarquía actuara como él, ya no tendría ninguna preocupación. ¿Qué le reprochas?

–Nada, por el momento.

–No tienes nada que temer de Romé. Si tu majestad no me retiene más, corro al despacho.

Nefertari tomó tiernamente el brazo de Ramsés.

–Ameni es inmutable.

–Es un gobierno en sí mismo.

–Esa señal, ¿la has advertido?

–No, Nefertari.

–La presiento.

–¿Qué forma adoptará?

–Lo ignoro, pero viene hacia nosotros como un caballo desbocado.

33

En esos primeros días de septiembre, la crecida se había estabilizado. Egipto semejaba un inmenso lago de donde emergían, aquí y allá, colinas coronadas de aldeas. Para los que no se habían alistado en las obras del faraón, llegaba el tiempo de las vacaciones y de los paseos en barca. Bien al abrigo sobre montículos de tierra, el ganado se hartaba de forraje que le llevaban los campesinos; en los terrenos donde se labraba antes de la crecida, ¡se pescaba!

En la punta sur del Delta, un poco por encima de Menfis, el Nilo se extendía con una anchura de veinte kilómetros; en la franja norte, donde el río se unía al mar empuñándolo hacia el horizonte, la inundación se desplegaba sobre más de doscientos kilómetros.

Papiros y lotos proliferaban, como si el país volviera a los tiempos primordiales, antes de la presencia del hombre. Las alegres aguas purificaban la tierra, ahogaban la miseria y depositaban el fértil légamo que aportaba fecundidad y prosperidad.

Como cada mañana desde mediados de mayo, un especialista bajó las gradas de la escalera del nilómetro de Menfis, cuyas paredes llevaban graduaciones en codos[8] que permitían verificar la altura de la crecida y calcular el ritmo del ascenso de las aguas. En esa época del año, su nivel comenzaba a bajar de manera casi imperceptible antes de que el descenso de las aguas se iniciara de manera clara, hacia finales del mes de septiembre.

El nilómetro era una especie de pozo cuadrado construido en piedra de sillería. El especialista, temiendo resbalar, bajaba con prudencia. Con la mano izquierda sujetaba una tableta de madera y una espina de pescado que le serviría para escribir; con la derecha se apoyaba en el muro.

Su pie tocó el agua.

Sorprendido, se inmovilizó y escrutó las marcas en la pared. Sus ojos debían equivocarse. Comprobó, comprobó de nuevo y subió la escalera corriendo.

El supervisor de los canales de la región de Menfis miró con sorpresa al técnico destinado al nilómetro.

–Tu informe es aberrante.

–Ayer, yo también lo creí. Hoy lo he comprobado de nuevo, ¡no hay ninguna duda!

–¿Conoces la fecha?

–Estamos a principios de septiembre, ¡lo sé!

–Eres un funcionario sensato, bien considerado y propuesto en una lista de ascensos. Quiero olvidar este incidente, pero no insistas y rectifica tu error.

–No es un error.

–Me obligarás a tomar una medida disciplinaria.

–Verificadlo vos también, os lo ruego.

La seguridad del encargado del nilómetro turbó al supervisor de los canales.

–¡Sabes muy bien que es imposible!

–No lo comprendo, pero es la verdad… La verdad que he anotado en mi tableta, ¡dos días seguidos!

Los dos hombres se dirigieron al nilómetro.

El supervisor comprobó por sí mismo el extraordinario fenómeno: en vez de iniciarse el descenso, ¡las aguas subían!

Dieciséis codos, la altura ideal de la crecida. Dieciséis codos o «la alegría perfecta».

La noticia se extendió por el país inmediatamente y se elevó un clamor: Ramsés, en el primer año de reinado, había realizado un milagro. Los estanques de reserva se llenarían al máximo, el riego de los cultivos estaría asegurado hasta el final del período seco, las Dos Tierras conocerían una época de fasto gracias a la magia real.

En los corazones, Ramsés sucedió a Seti. Egipto estaba gobernado por un faraón benéfico, dotado de poderes sobrenaturales, capaz de controlar la crecida, de rechazar el espectro de la hambruna y de alimentar los vientres.

Chenar se enfureció. ¿Cómo atajar la estupidez de un populacho que transformaba un fenómeno natural en una manifestación de brujería? Aquel malhadado regreso de la crecida, que ningún controlador del nilómetro había observado jamás, era, en verdad, insólita, e incluso podía calificarse de alucinante, ¡pero no le debía nada a Ramsés! No obstante, en las ciudades y las aldeas se organizaron fiestas en honor del faraón, cuyo nombre fue celebrado con fervor. ¿Acaso no seria algún día igual que los dioses?

El hermano mayor del rey anuló sus citas y concedió un día de permiso al personal de su ministerio, a instancias de sus colegas del gobierno. Singularizarse habría sido una falta grave. ¿Por qué Ramsés era favorecido con tanta suerte? En pocas horas su popularidad había superado la de Seti. Muchos de sus adversarios estaban alterados, preguntándose si era posible combatirlo. En vez de seguir adelante, Chenar debía redoblar la prudencia y tejer su tela con lentitud.

Su obstinación vencería la suerte de su hermano. Infiel por naturaleza, la fortuna terminaba siempre por abandonar a sus protegidos. En el momento en que dejara de lado a Ramsés, Chenar actuaría. Todavía era necesario preparar armas eficaces, a fin de golpear fuerte y con precisión.

Unos gritos subieron de la calle. Chenar creyó que se trataba de un altercado, pero el fenómeno se amplió hasta formar un verdadero alboroto: ¡era todo Menfis quien lanzaba exclamaciones! El ministro de Asuntos Exteriores sólo tuvo que subir unos escalones para llegar a la terraza del edificio.

El espectáculo al que asistió, como miles de egipcios, lo dejó petrificado.

Un inmenso pájaro azul, parecido a una garza, daba vueltas por encima de la ciudad.

«El fénix -pensó Chenar-. Es imposible, el fénix ha vuelto…». El hermano mayor de Ramsés no podía apartar esta estúpida idea y mantenía la mirada fija en el pájaro azul. La leyenda decía que regresaba del más allá para anunciar un reinado radiante e iniciar una nueva era.

¡Un cuento para niños, tonterías inventadas por los sacerdotes, pamplinas para divertir al pueblo! Pero el fénix daba vueltas, con un vuelo de una amplitud magnífica, como si descubriera Menfis antes de elegir su dirección.

Si hubiera sido arquero, Chenar habría abatido el ave para probar que sólo era un pájaro migrador asustado y desorientado. ¿Debería dar la orden a un soldado? ¡Ninguno habría obedecido y habrían acusado al ministro de locura! Todo un pueblo comulgaba en la visión del fénix. De pronto, el clamor se atenuó.

Chenar recuperó la esperanza. Por supuesto, todos sabían que si aquel pájaro azul era el fénix, no se contentarla con sobrevolar Menfis pues, según la leyenda, tenía un destino preciso. Dados los titubeos de la garza, pronto se disiparían las ilusiones de la muchedumbre, que ya no creería en un segundo milagro de Ramsés y tal vez pondría en duda el primero.

La suerte, la maldita suerte, estaba a punto de volver.

Todavía se oyeron unos gritos de niños y se hizo el silencio. El inmenso pájaro azul seguía trazando grandes círculos.

Gracias a la pureza del aire, se oía el canto gracioso de su vuelo; su batir de alas semejaba el roce de una tela. A la alegría se sumaron la amargura y los llantos. No habían tenido la dicha de ver el fénix, que sólo aparecía una vez cada quince siglos, sino una desdichada garza que había perdido a su grupo y ya no sabía a donde ir.

Chenar regresó a su despacho. ¡Cuánta razón tenía de no dar crédito a esas viejas leyendas destinadas a embrutecer las mentes débiles! Ni un pájaro ni un hombre vivían durante milenios, ningún fénix daba ritmo al tiempo y consagraba la predestinación de un faraón. No obstante, de aquel acontecimiento debía sacarse una lección: manipular al pueblo era una necesidad para quien quería gobernar. Darle sueños e ilusiones era tan importante como alimentarlo. Si la popularidad de un jefe de Estado no procedía de sí mismo, convenía pues fabricarla utilizando los rumores y las habladurías.

Los clamores se reanudaron.

Sin duda era el despecho de una multitud de personas encolerizadas, frustradas por el prodigio que esperaban. Chenar oyó el nombre de Ramsés, cuya derrota parecía ser cada vez mayor.

Regresó a la terraza y, estupefacto, vio a un montón de gente alborozada que saludaba el vuelo del fénix en dirección a la piedra primordial, el obelisco único.

Loco de rabia, Chenar comprendió que los dioses proclamaban así una nueva era. La era de Ramsés.

–Dos señales -concluyó Nefertari-. ¡Una crecida inesperada y el regreso del fénix! ¿Qué reinado ha empezado de manera más deslumbradora?

Ramsés leía los informes que acababan de llegarle. Ese increíble ascenso de las aguas, hasta el nivel ideal, era una bendición para Egipto. En cuanto al inmenso pájaro azul que toda la población de Menfis había admirado, se había posado en la punta del obelisco del gran templo de Heliópolis, rayo de luz petrificado.

De vuelta del más allá, el fénix ya no se movía y contemplaba el país amado por los dioses.

–Pareces perplejo -observó la reina.

–¿Quién no estaría sorprendido por el poder de estos signos?

–¿Te harán retroceder?

–Al contrario, Nefertari. Confirman que debo avanzar sin preocuparme de las críticas, de las trabas y de las dificultades.

–Así pues, ha llegado la hora de realizar tu gran proyecto.

Él la tomó en sus brazos.

–La crecida y el fénix han dado la respuesta.

Un Ameni sin aliento irrumpió en la sala de audiencias de la pareja real.

–El superior… de la Casa de Vida… Desea hablarte.

–Que pase.

–Serramanna quiere registrarlo… ¡Va a provocar un escándalo!

Ramsés se dirigió a paso ligero a la antecámara en la que se enfrentaban el superior, un robusto sexagenario con el cráneo rasurado, vestido con una túnica blanca, y el colosal sardo, con casco, coraza y armado.

El superior se inclinó ante el faraón, cuyo descontento percibió Serramanna.

–No puedo hacer excepciones -murmuró el sardo-. De lo contrario, vuestra seguridad no estaría garantizada.

–¿Qué deseáis? – preguntó Ramsés al superior.

–La Casa de Vida espera veros lo antes posible, majestad.

34

Cuando Seti llevó a Ramsés a Heliópolis, decidió hacerle pasar una prueba de la que dependería su futuro. Hoy franqueaba como faraón la puerta del recinto del gran templo de Ra, tan amplio como el de Amón de Karnak.

En aquel espacio sagrado, atravesado por un canal, se habían construido varios edificios: el templo de la piedra primordial, la capilla del sauce en cuyo tronco estaban inscritas las dinastías, el memorial de Zoser, creador de la pirámide escalonada de Saqqara.

Heliópolis era una maravilla. Avenidas bordeadas de altares de piedra para las estatuas divinas cruzaban bosques de acacias, sauces y tamarindos. Los vergeles y olivares prosperaban. Los apicultores preparaban abundantes cosechas de miel, los establos albergaban vacas con ubres generosas, los talleres formaban artesanos de élite, y un centenar de aldeas trabajaban para la ciudad santa que, a cambio, garantizaba su bienestar.

Aquí había tomado forma la sabiduría egipcia, traducida en rituales y narraciones mitológicas que pasaban de la boca de los maestros a los oídos de los discípulos; colegios de sabios, de ritualistas y de magos aprendían allí su arte en silencio y en secreto.

El superior de la Casa de Vida de Heliópolis, la más antigua del país y modelo de sus émulas presentes en cada gran templo, no tenía costumbre de aparecer en el mundo profano. Dedicado a la meditación y al estudio, rara vez abandonaba su ámbito.

–Vuestro padre venía a menudo a estar con nosotros -reveló a Ramsés- Lo que más deseaba era retirarse del mundo, pero sabía que ese sueño no se realizaría jamás. Vos, majestad, sois joven e innumerables proyectos se agitan en vuestra cabeza y en vuestro corazón. ¿Pero seréis digno del nombre que lleváis?

Ramsés contuvo a duras penas su cólera.

–¿Lo dudáis?

–El cielo responderá por mí. Seguidme.

–¿Es una orden?

–Vos sois el amo del país y yo soy vuestro servidor.

El superior de la Casa de Vida no había bajado los ojos. Este adversario era más temible que aquellos a los que ya se había enfrentado.

–¿Me seguís?

–Mostradme el camino.

El superior avanzó con paso uniforme y se dirigió al santuario de la piedra primordial de donde surgía un obelisco cubierto de textos jeroglíficos.

En el extremo estaba el fénix, inmóvil.

–Majestad, ¿aceptáis levantar la cabeza y mirar fijamente ese pájaro?

El sol del mediodía era tan deslumbrador que el fénix estaba sumido en la luz.

–¿Queréis que me quede ciego?

–Vos debéis juzgar, majestad.

–El rey no tiene por qué aceptar vuestro desafío.

–¿Quién le obliga a ello, sino él mismo?

–Explicadme la razón de vuestra actitud.

–Tenéis un nombre, majestad, y ese nombre es el soporte de vuestro reinado. Hasta ahora, él sólo fue un ideal; pero, ¿lo seguirá siendo u os atreveréis a realizarlo, sea cual sea el riesgo que haya que correr?

Ramsés miró el sol de frente.

El disco de oro no le quemó los ojos, vio al fénix crecer, batir las alas y ascender hacia los confines del cielo. Durante largo rato, la mirada del monarca no se separó del resplandor que iluminaba el azul y creaba el día.

–En verdad sois Ramsés, el hijo de la luz e hijo del sol. Que vuestro reinado proclame su triunfo sobre las tinieblas.

Ramsés comprendió que jamás tendría nada que temer de ese sol del que era la encarnación terrestre. Comulgando con él, se alimentaría de su energía.

Sin decir palabra, el superior se dirigió hacia un edificio oblongo, con muros altos y gruesos. Ramsés lo siguió y entró en la Casa de Vida de Heliópolis. En su centro, un montículo albergaba la piedra divina, cubierta con una piel de carnero; los alquimistas la usaban para realizar las transmutaciones; y algunos trocitos se colocaban en los sarcófagos de los iniciados para hacer posible el tránsito de la muerte a la resurrección.

El superior introdujo al rey en una amplia biblioteca donde se conservaban las obras de astronomía y astrología, las profecías y los anales reales.

–Según nuestros anales -declaró el superior-, el fénix no había aparecido en Heliópolis desde hacia mil cuatrocientos sesenta y un años. Su llegada, en el año uno de vuestro reinado, marca el momento notable del encuentro de dos calendarios establecidos por nuestros astrónomos: el del año fijo, que pierde un día cada cuatro años, y el del año real, que pierde un cuarto de día por año. En el mismo momento en que vos subisteis al trono, los dos ciclos cósmicos coincidieron. Será grabada una estela para anunciar el acontecimiento, si vos lo decidís.

–¿Qué enseñanza debo sacar de vuestras revelaciones?

–Que el azar no existe, majestad, y que vuestro destino pertenece a los dioses.

Una inundación milagrosa, el regreso del fénix, una nueva era… esto era demasiado para Chenar. Deprimido, con la cabeza vacía, consiguió sin embargo poner buena cara durante las ceremonias organizadas en honor de Ramsés, cuyo reinado, colocado bajo tales auspicios, se anunciaba notable. Nadie dudaba de que los dioses hubieran elegido a ese hombre joven para gobernar las Dos Tierras, mantener su unión y aumentar su prestigio.

Sólo Serramanna mostraba mal humor. Garantizar la seguridad del rey requería permanentes proezas; verdaderos tumultos de dignatarios querían saludar al faraón, quien, además, había circulado en carro por las principales calles de Menfis, bajo las ovaciones de su pueblo. Indiferente a los consejos de prudencia del sardo, se embriagaba con su popularidad.

No contento con exponerse así por la capital, el rey se aventuró por el campo, cuya mayor parte estaba cubierta por las aguas de la inundación. Los campesinos reparaban herramientas y arados, consolidaban los graneros, mientras los niños aprendían a nadar utilizando flotadores. Grullas de pico rojo y negro los sobrevolaban, manadas de hipopótamos irascibles holgazaneaban en el río. No concediéndose más de dos o tres horas de sueño por noche, Ramsés logró visitar numerosas aldeas. Recibió las promesas de fidelidad de los jefes de provincia y de los alcaldes, y ganó la confianza de los humildes.

Cuando regresó a Menfis, empezaba el descenso de las aguas y los labradores preparaban la siembra.

–Ni siquiera pareces agotado -observó Nefertari.

–¿Cómo experimentar fatiga cuando uno comulga con su pueblo? Tú pareces abatida.

–Un malestar…

–¿Qué han dicho los médicos?

–Que debía guardar cama para esperar un parto normal.

–¿Por qué estás en pie?

–En tu ausencia, debía…

–Hasta el parto no volveré a abandonar Menfis.

–¿Y tu gran proyecto?

Ramsés pareció contrariado.

–¿Me concederás… un breve viaje?

La reina sonrió.

–¿Qué le puedo negar al faraón?

–¡Qué bella es esta tierra, Nefertari! Recorriéndola me he dado cuenta de que era un milagro del cielo, la hija del agua y del sol. En ella se concilian la fuerza de Horus y la belleza de Hator. Debemos ofrecerle cada segundo de nuestra vida; tú y yo no hemos nacido para gobernarla, sino para servirla.

–Yo también lo creo.

–¿Qué quieres decir?

–Servir es el acto más noble que un ser humano puede realizar. Es por él, y sólo por él, como se llega a alcanzar la plenitud. Hem, «el servidor»… Esta sublime palabra ¿no designa a la vez al hombre más modesto, al destajista de una cantera o al obrero agrícola, y al hombre más poderoso, al faraón, servidor de los dioses y de su pueblo? Desde la coronación he vislumbrado otra realidad. Ni tú ni yo podemos contentarnos con servir. También tenemos que dirigir, orientar, manejar el timón que permitirá a la nave del Estado ir en la buena dirección. Nadie puede hacerlo en nuestro lugar.

El rey se entristeció.

–Cuando mi padre murió, tuve la misma sensación. ¡Qué bueno era sentir la presencia de un ser superior, capaz de guiar, aconsejar y ordenar! Gracias a él, ninguna dificultad era insuperable, ninguna desdicha irremediable.

–Es lo que tu pueblo espera de ti.

–He contemplado el sol de frente y no me ha quemado los ojos.

–El sol está en ti, Ramsés; da la vida, hace crecer las plantas, los animales y a los humanos, pero también puede desecar y matar si se vuelve demasiado violento.

–El desierto está quemado por el sol, ¡pero no carece de vida!

–El desierto es el más allá en la tierra, los humanos no edifican sus casas en él. Allí sólo se construyen las moradas eternas que atravesarán las generaciones y agotarán el tiempo. ¿Acaso el faraón no se siente tentado de sumergir su pensamiento en el desierto olvidando a los hombres?

–Mi padre era un hombre del desierto.

–Todo faraón debe serlo, pero su mirada también debe hacer florecer el Valle.

Ramsés y Nefertari disfrutaron juntos de la paz de la tarde, mientras los rayos del ocaso doraban el obelisco único de Heliópolis.

35

En cuanto las ventanas de la habitación de Ramsés se oscurecieron, Serramanna abandonó el palacio, no sin haber verificado que los guardias que él mismo había elegido estaban en sus puestos. Saltando sobre el lomo de un soberbio caballo negro, cruzó Menfis al galope y tomó la dirección del desierto.

A los egipcios no les gustaba mucho desplazarse de noche. En ausencia del sol, los demonios salían de sus madrigueras y agredían a los viajeros imprudentes. El coloso sardo no creía en esas supersticiones. Además, podía defenderse de una horda de bestias monstruosas. Cuando se le metía una idea en la cabeza, nadie lo detenía.

Serramanna había esperado que Setaú acudiera a la corte y participara en los festejos en honor de Ramsés. Pero el especialista de las serpientes, fiel a su reputación de excéntrico, no había abandonado su laboratorio. Siempre en busca de aquel que había introducido el escorpión en la cabina de Ramsés, el sardo hacía preguntas a unos y a otros, e intentaba obtener informaciones más o menos confidenciales.

A nadie le gustaba Setaú. Temían sus maleficios y las horribles criaturas que frecuentaba, pero había que reconocer que su negocio iba en aumento. Al vender veneno a los preparadores de medicamentos destinados a curar enfermedades graves, empezaba a hacer fortuna.

Aunque seguía desconfiando de Romé, Serramanna se veía obligado a admitir que Setaú resultaba un excelente sospechoso. Tras su fallida fechoría, ya no se atrevía a aparecer ante Ramsés y afrontar la mirada de su amigo. Escondido en su casa, ¿no estaba confesando?

Serramanna necesitaba verlo. El ex pirata se había acostumbrado a juzgar a sus adversarios por su aspecto y debía su supervivencia a su perspicacia. Cuando hubiera observado a Setaú, se formaría una opinión. Y ya que se ocultaba, el sardo lo sacaría a la luz.

En el límite de los cultivos, Serramanna echó pie a tierra y ató las riendas del caballo al tronco de una higuera. Murmuró unas palabras al oído del animal para tranquilizarlo y avanzó sin hacer ruido hacia la granja-laboratorio de Setaú. Aunque la luna apenas era creciente, la noche estaba clara. La risa de una hiena no turbó al sardo, que tenía la sensación de salir al abordaje de un navío tomándolo por sorpresa.

El laboratorio estaba iluminado. Tal vez un interrogatorio algo intenso permitiría obtener la verdad. Era cierto que Serramanna había prometido no atropellar a los sospechosos, ¿pero la necesidad no hacía la ley? Prudente, se curvó, rodeó un montículo y llego al edificio por detrás.

Con la espalda pegada a la pared, el sardo escuchó.

Del interior del laboratorio llegaban unos gemidos. ¿A qué desdichado torturaba el encantador de serpientes? Serramanna se desplazó como un cangrejo hasta una abertura y echó un vistazo. Potes, jarras, filtros, jaulas que contenían escorpiones y serpientes, cuchillos de diversos tamaños, cestos… Toda una serie de trastos colocados sobre tablas y bancos.

En el suelo vio a un hombre y una mujer, desnudos y enlazados. Una espléndida nubia, de cuerpo esbelto y febril, lanzaba gemidos de placer. Su pareja, de cabellos negros y cabeza cuadrada era viril y corpulenta.

El sardo se apartó. Pese a que le gustaban las mujeres sin moderación, no le interesaba ver cómo otros hacían el amor. No obstante, la belleza de aquella nubia lo había emocionado. Interrumpir sus apasionados embates habría sido criminal; así pues se resignó a esperar. Un Setaú agotado seria más fácil de interrogar.

Divertido, pensó en la hermosa menfita con la que cenaría al día siguiente por la noche; según su mejor amiga, apreciaba a los hombres fuertes y musculosos.

Oyó un ruido extraño a su izquierda.

El sardo volvió la cabeza y vio una enorme cobra erguida, dispuesta a atacar. Más valía evitar el combate. Retrocedió, chocó con el muro y se detuvo en seco. Una segunda serpiente, semejante a la primera, le cortaba el paso.

–¡Atrás, bestias asquerosas!

El puñal del coloso no asustó a las serpientes, que seguían amenazantes. Si lograba matar una, la otra le mordería.

–¿Qué sucede aquí?

Desnudo, con una antorcha en la mano, Setaú descubrió al sardo.

–Vienes a robar mis productos… Mis fieles perros guardianes me evitan este tipo de disgustos. Son vigilantes y afectuosos. Lo malo para ti es que su beso es mortal.

–¿No irás a cometer un asesinato, Setaú?

–Vaya, conoces mi nombre… De todos modos eres un ladrón atrapado en flagrante delito, con un puñal en la mano. Legítima defensa, resolverá el juez.

–Soy Serramanna, el jefe de la guardia personal de Ramsés.

–Tu cara no me es desconocida. ¿Por qué querías robarme?

–Sólo deseo verte.

–¿A estas horas? No sólo me impides hacer el amor con Loto, sino que además mientes de manera grosera.

–Te he dicho la verdad.

–¿Y por qué estas súbitas ganas de verme?

–Exigencias de seguridad.

–¿Qué significa eso?

–Mi deber es proteger al rey.

–¿Acaso amenazo a Ramsés?

–Yo no he dicho eso.

–Pero lo piensas, ya que has venido a espiarme.

–No tengo derecho a equivocarme.

Las dos cobras se habían acercado al sardo. Los ojos de Setaú estaban llenos de furor.

–No cometas una locura.

–¿Un antiguo pirata teme la muerte?

–Esta, sí.

–Lárgate, Serramanna, y no me molestes nunca más. Si no, no retendré a mis guardianes.

A una señal de Setaú, las cobras se apartaron. El sardo, empapado en sudor, pasó entre ellas y caminó recto hasta los cultivos.

Su opinión era firme: Setaú tenía alma de criminal.

–¿Qué hacen? – preguntó el pequeño Kha mirando a los campesinos que obligaban a avanzar a un rebaño de corderos por un terreno rebosante de agua.

–Les hacen hundir los granos que han sembrado -respondió Nedjem, el ministro de Agricultura-. La crecida ha depositado una enorme cantidad de légamo en las orillas y los cultivos; gracias a él, el trigo será vigoroso y abundante.

–¿Son útiles estos corderos?

–Como las vacas y todos los animales de la creación.

El descenso de las aguas había empezado. Los campesinos se habían puesto manos a la obra, felices de pisar el barro fértil que el gran río había traído en abundancia. Trabajaban desde muy temprano y sólo tenían unos pocos días para aprovechar aquella tierra blanda y fácil de labrar. Tras el paso de la azada, rompiendo los terrones repletos de agua, el suelo que acababa de ser sembrado se cubría rápido, y los animales ayudaban a los hombres a enterar los granos.

–Es bonito el campo -dijo Kha-, pero prefiero los papiros y los jeroglíficos.

–¿Deseas ver una granja?

–Si quieres.

El ministro tomó al pequeño de la mano. Caminaba de la misma manera que leía y escribía: con una inmensa seriedad, totalmente inhabitual para su edad. A Nedjem, el bueno, le había conmovido el aislamiento del niño, que no reclamaba ni juguete ni compañero, y había rogado a su madre, Iset la Bella, que le dejara actuar como preceptor. Le parecía indispensable sacar al hijo de Ramsés de su prisión dorada y hacerle descubrir la naturaleza y sus maravillas.

Kha no observaba como un niño sorprendido por un espectáculo insólito y nuevo, sino como un escriba experimentado y dispuesto a tomar notas para hacer un informe a la administración.

La granja estaba formada por silos de grano, establos, un corral una panadería y un huerto. En el umbral de la propiedad, Nedjem y Kha fueron invitados a lavarse las manos y los pies. Luego el propietario los recibió, encantado con la visita de tan altas personalidades, y les enseñó sus más hermosas vacas lecheras, alimentadas y mantenidas con sumo cuidado.

–Mi secreto consiste en llevarlas a pacer a buenos lugares -confesó-. No tienen demasiado calor, comen hasta la saciedad y mejoran de semana en semana.

–La vaca es el animal de la diosa Hator -declaró el pequeño Kha-; por ello es hermosa y dulce.

El granjero se sorprendió.

–¿Quién os ha enseñado eso, príncipe?

–Lo leí en un cuento.

–¿Ya sabéis leer?

–¿Quieres complacerme?

–¡Por supuesto!

–Dame un pedazo de caliza y un extremo de caña.

–Sí, sí… en seguida…

El granjero consultó con la mirada a Nedjem, que aprobó con un guiño. Provisto de los útiles, el muchachito se aventuró por el patio de la granja y luego por los establos, bajo la vigilancia de campesinos estupefactos.

Una hora después presentó a su anfitrión el pedazo de caliza cubierto de cifras.

–He contado bien -afirmó Kha-; posees ciento doce vacas.

El niño se frotó los ojos y se refugió en la pierna de Nedjem.

–Ahora tengo sueño -confesó.

El ministro de Agricultura lo tomó en sus brazos. Kha ya dormía.

«Un nuevo milagro de Ramsés», pensó Nedjem.

36

Tan atlético como Ramsés, con los hombros anchos, la frente amplia coronada por una abundante cabellera, barbudo, con el rostro curtido por el sol, Moisés entró con lentitud en el despacho del rey de Egipto.

Ramsés se levantó, los dos amigos se dieron un abrazo.

–Aquí trabajaba Seti, ¿verdad?

–No he modificado nada, Moisés. Esta habitación está impregnada de su pensamiento; ojalá pueda inspirarme para gobernar.

Una suave luz penetraba por las tres ventanas a claustra, cuya disposición aseguraba una agradable circulación de aire. El calor de finales del verano se volvía agradable.

Ramsés abandonó el sillón real de respaldo recto y se sentó en una silla de paja, frente a su amigo.

–¿Cómo te encuentras, Moisés?

–Mi salud es excelente, mi fuerza desocupada.

–Ya no tenemos mucho tiempo para vernos, y yo soy el único responsable.

–Sabes que la ociosidad, incluso lujosa, me horripila. Apreciaba mi trabajo en Karnak.

–¿La corte de Menfis carece de seducción?

–Los cortesanos me aburren. No dejan de cantar tus alabanzas y no tardarán en elevarte al rango de divinidad. Es estúpido y despreciable.

–¿Criticas mis acciones?

–La crecida milagrosa, el fénix, la nueva era… son hechos indiscutibles que explican tu popularidad. ¿Posees poderes sobrenaturales, eres un predestinado? Tu pueblo está convencido de ello.

–¿Y tú, Moisés?

–A lo mejor es verdad. Pero tú no eres el verdadero Dios.

–¿Lo he pretendido?

–Ten cuidado, Ramsés; la adulación de tu entorno podría conducirte a una vanidad inconmensurable.

–Conoces mal el papel y la función del faraón. Además me tomas por un mediocre.

–Sólo intento ayudarte.

–Voy a darte la oportunidad.

La mirada de Moisés brilló de curiosidad.

–¿Me vuelves a enviar a Karnak?

–Tengo una tarea mucho más importante que otorgarte, si estás de acuerdo.

–¿Más importante que Karnak?

El rey se levantó y se apoyó en la ventana.

–He concebido un inmenso proyecto del que he hablado con Nefertari. Ella y yo estimamos que había que esperar una señal antes de concretarlo. La crecida y el fénix… El cielo me ha ofrecido dos señales, la Casa de Vida me ha confirmado que se abría una nueva era, según las leyes de la astronomía. Terminaré la obra empezada por mi padre, tanto en Karnak como en Abydos; pero este tiempo nuevo debe ser marcado por creaciones nuevas. ¿Es vanidad, Moisés?

–Cada faraón debe actuar así, según la tradición.

Ramsés pareció preocupado.

–El mundo está a punto de cambiar, los hititas constituyen una amenaza constante. Egipto es un país rico y codiciado. Éstas son las verdades que me han llevado a concebir mi proyecto.

–¿Aumentar el poder del ejército?

–No, Moisés, desplazar el centro vital de Egipto.

–Quieres decir…

–Construir una nueva capital.

El hebreo quedó aturdido.

–¿Eso no es… una locura?

–La suerte de nuestro país se jugará en su frontera noreste. Mi gobierno residirá en el Delta, a fin de estar inmediatamente informado del menor acontecimiento que suceda en el Líbano, en Siria y en nuestros protectorados, constantemente amenazados por los hititas. Tebas seguirá siendo la ciudad de Amón, una ciudad espléndida en la que se levantan el inmenso Karnak y el admirable Luxor, que embelleceré. En la orilla oeste, la montaña del silencio vela para siempre sobre los Valles de los Reyes y las Reinas, y las moradas eternas de los seres rectos.

–¿Pero…Menfis?

–Menfis es la balanza de las Dos Tierras, la unión del Delta y del valle del Nilo; continuará siendo nuestra capital económica y nuestro centro de regulación interna. Pero es necesario ir más al norte y más al este, Moisés, no debemos abandonamos en nuestro soberbio aislamiento, no debemos olvidar que ya hemos sido invadidos, y que Egipto se presenta como una presa tentadora.

–¿La línea de fortalezas no basta?

–En caso de peligro debo actuar muy de prisa. Cuanto más cerca de la frontera esté, menos tiempo tardarán en llegarme las informaciones.

–Crear una capital es una empresa peligrosa. ¿Acaso no fracasó Akenatón?

–Akenatón cometió errores imperdonables. El lugar que eligió en el medio Egipto, estaba condenado desde que pusieron la primera piedra. No buscaba la dicha de su pueblo, sino la realización de su sueño místico.

–¿No se opuso a los sacerdotes de Amón, como tú?

–Si el gran sacerdote de Amón es fiel a la Regla y al rey, ¿por qué lo combatiría?

–Akenatón creía en un dios único y construyó una ciudad para su gloria.

–Casi arruinó el próspero país que le había legado su padre, el gran Amenhotep; Akenatón era un débil y un indeciso, perdido en sus plegarias. Bajo su reinado, las potencias hostiles a Egipto conquistaron numerosos territorios que nosotros controlábamos. ¿Insistes en defenderlos?

Moisés vaciló.

–Hoy su capital está abandonada.

–La mía será construida para varias generaciones.

–Casi me das miedo, Ramsés.

–¡Recupera el valor, amigo!

–¿Cuántos años se necesitarán para hacer surgir una ciudad de la nada?

Ramsés sonrió.

–No surgirá de la nada.

–Explícate.

–Durante mis años de formación, Seti me hizo descubrir lugares esenciales. En cada viaje me transmitía una enseñanza que yo intentaba percibir. Ahora, esas peregrinaciones han cobrado sentido. Uno de esos lugares fue Avaris.

–¿Avaris, la ciudad maldita, la capital de los invasores hicsos?

–Seti llevaba el nombre de Set, el asesino de Osiris, pues su poder era tal que supo pacificar la fuerza de destrucción, al sacar de ella la luz oculta y utilizarla para construir.

–¿Y tú quieres transformar Avaris en la ciudad de Ramsés?

–Pi-Ramsés, «la ciudad de Ramsés», capital de Egipto, será efectivamente su nombre.

–¡Es una locura!

–Pi-Ramsés será magnífica y acogedora, los poetas cantarán su belleza.

–¿En cuántos años?

–No he olvidado tu pregunta; es incluso debido a ella por lo que te he convocado.

–Temo comprender…

–Necesito a un hombre de confianza para supervisar los trabajos e impedir todo retraso. No tengo mucho tiempo, Moisés; Avaris debería ser transformada en Pi-Ramsés tan de prisa como sea posible.

–¿Has considerado un plazo?

–Menos de un año.

–¡Imposible!

–Gracias a ti, no.

–¿Me crees capaz de desplazar piedras a la velocidad de un halcón y de ensamblarlas con sólo la fuerza de mi voluntad?

–Piedras, no; ladrillos, sí.

–Entonces, has pensado…

–En los numerosos hebreos que trabajan en la zona. Actualmente están dispersos en varias aldeas. Si los reúnes, formarás un formidable equipo de obreros cualificados, ¡capaz de llevar a cabo una gigantesca empresa!

–¿Los templos no deben ser construidos en piedra?

–Haré agrandar los que ya existen, la construcción se alargará durante varios años. Con los ladrillos levantaremos los palacios, los edificios administrativos, las villas de los nobles, las casas grandes y pequeñas. En menos de un año, Pi-Ramsés será habitable y funcionará como capital.

Moisés pareció dubitativo.

–Mantengo que es imposible. Por sí solo, el plan…

–¡El plan está en mi cabeza! Lo dibujaré yo mismo sobre papiro y tú vigilarás personalmente su ejecución.

–Los hebreos son gentes más bien díscolas. Cada clan tiene su jefe.

–No te pido que te conviertas en el rey de una nación, sino en jefe de unas obras.

–Imponerme no será fácil.

–Yo confío en ello.

–En cuanto se conozca el proyecto, otros hebreos intentarán tomar mi puesto.

–¿Crees que tendrán la posibilidad de obtenerlo?

Moisés sonrió a su vez.

–En los plazos que impones, creo que será imposible tener éxito.

–Construiremos Pi-Ramsés, resplandecerá bajo el sol del Delta e iluminará Egipto con su belleza. Al trabajo, Moisés.

37

Abner, el ladrillero, ya no soportaba las injusticias con las que lo abrumaba Sary. El egipcio trataba a los obreros con desprecio y dureza porque era el esposo de la hermana de Ramsés. Pagaba de menos las horas extras, hacía trampa con las raciones de alimentos y negaba permisos con el pretexto de que el trabajo estaba mal hecho.

Cuando Moisés residía en Tebas, Sary había tenido que batirse en retirada. Desde su partida, redobló la agresividad. La víspera había golpeado a un muchacho de quince años con un bastón, acusándolo de no transportar los ladrillos lo bastante rápido de la fábrica al barco.

Esta vez había ido demasiado lejos.

Cuando Sary se presentó a la entrada de la fábrica, los hebreos estaban sentados en círculo. Sólo Abner permanecía de pie, delante de los capazos vacíos.

–¡De pie y al trabajo! – ordenó Sary, cuya delgadez se había acentuado.

–Deberías pedirnos excusas -declaró Abner con calma.

–¿Qué palabra has empleado?

–El muchacho que has golpeado injustamente está en cama. Deberías excusarte tanto con él como con nosotros.

–¿Has perdido la cabeza, Abner?

–No reanudaremos el trabajo hasta que nos pidas perdón.

La risa de Sary fue feroz.

–¡Eres ridículo, mi pobre Abner!

–Ya que te burlas de nosotros, te denunciaremos.

–Eres ridículo y estúpido. Siguiendo mis órdenes, la policía ha llevado a cabo una investigación y ha comprobado que el joven destajista fue víctima de un accidente, por culpa suya.

–Pero… ¡eso es mentira!

–Su declaración ha sido registrada por un escriba, en mi presencia. Si se echa atrás en lo dicho, lo acusarán de mentiroso.

–¿Cómo te atreves a desnaturalizar así la verdad?

–Si no reanudáis inmediatamente el trabajo, las sanciones serán grandes. Debéis entregar ladrillos para la nueva mansión del alcalde de Tebas, y no soporta los retrasos.

–Las leyes…

–No hables de las leyes, hebreo. Eres incapaz de comprenderlas. Si te atreves a denunciarme, tu familia y tus allegados lo pagarán.

Abner tuvo miedo del egipcio. Él y los demás obreros reanudaron el trabajo.

Dolente, la esposa de Sary, cada vez estaba más maravillada por la extraña personalidad de Ofir, el mago libio. A pesar de su rostro inquietante y su perfil de ave rapaz, pronunciaba palabras tranquilizadoras y hablaba del disco solar, Atón, con un calor comunicativo. Huésped discreto, había aceptado recibir a numerosos amigos de la hermana de Ramsés, recordar lo injusto de la persecución infligida a Akenatón y la necesidad de promover el culto a un dios único.

Ofir fascinaba a todo el mundo. Nadie salía indiferente de sus entrevistas; unos se transformaban, otros se convencían de que el mago era clarividente. Poco a poco tejía una tela en la que retenía las presas dignas de interés. A lo largo de varias semanas, la red de los partidarios de Atón y del reinado de Lita se había ampliado, incluso si parecía lejos de poder jugar un papel cualquiera en la conquista del trono. Un movimiento de ideas tomaba cuerpo.

Lita asistía a las conversaciones, pero permanecía muda. La dignidad de la joven, su actitud, su moderación consiguieron convencer a varios notables. Pertenecía sin duda a una estirpe real que merecía ser tomada en consideración. ¿No debía, tarde o temprano, encontrar un puesto en la corte?

Ofir no criticaba, no exigía nada. Con una voz grave y persuasiva, recordaba las profundas convicciones de Akenatón, la belleza de los poemas que él mismo había compuesto en honor a Atón, su amor por la verdad. El amor y la paz: ¿no era ése el mensaje del rey perseguido y de su descendiente, Lita? Y ese mensaje anunciaba un magnífico futuro, digno de Egipto y de su civilización.

Cuando Dolente presentó al mago al ex ministro de Asuntos Exteriores, Meba, se sintió orgullosa de sí misma. Orgullosa de salir de su apatía habitual, orgullosa de servir a una noble causa. Ramsés la había abandonado, el mago daba un sentido a su existencia.

Con el rostro largo y tranquilizador, el porte noble e imponente, el antiguo diplomático no ocultó su desconfianza.

–Cedo ante vuestra insistencia, querida mía, pero únicamente para agradaros.

–Os doy las gracias, Meba; no lo lamentaréis.

Dolente condujo a Meba hasta el mago, sentado bajo una persea. Anudaba dos hilos para confeccionar una cuerdecita que serviría como soporte de un amuleto.

Se levantó y se inclinó.

–Es un gran honor para mí recibir a un ministro.

–Ya no soy nada -declaró Meba, ácido.

–La injusticia puede golpear a cualquiera y en cualquier momento.

–No es un consuelo.

La hermana de Ramsés intervino.

–Le he explicado todo a mi amigo Meba; quizá acepte ayudamos.

–¡No nos hagamos ilusiones, querida! Ramsés me ha encerrado en una jubilación dorada.

–Deseáis vengaros de él -afirmó el mago con una voz reposada.

–No exageremos -protestó Meba-. Me quedan algunos amigos influyentes que…

–Se ocuparán de sus propias carreras, no de la vuestra. Yo tengo otra meta: probar la legitimidad de Lita.

–Es una utopía. Ramsés posee una personalidad de una fuerza excepcional, y no le entregará el poder a nadie. Además, los milagros que han marcado su primer año de reinado le han vuelto muy popular. Creedme, está fuera del alcance de cualquiera.

–Para vencer a un adversario de su talla no hay que combatir en su propio terreno.

–¿Cuál es vuestro plan?

–¿Os interesa?

Molesto, Meba palpó el amuleto que llevaba al cuello.

–Pues bien…

–Mediante ese gesto acabáis de dar una de las respuestas: la magia. Tengo la capacidad de romper las protecciones que rodean a Ramsés. Será largo y difícil, pero lo lograré.

Asustado, el diplomático retrocedió un paso.

–Soy incapaz de prestaros ayuda.

–Yo no os la pido, Meba. Pero hay otro terreno en el que se puede atacar a Ramsés: el de las ideas.

–No os sigo.

–Los partidarios de Atón necesitan un jefe respetado y respetable. Cuando Atón elimine a los demás dioses, ese hombre jugará un papel de primera fila y derrocará a un Ramsés debilitado e incapaz de actuar.

–¡Es…es muy arriesgado!

–Akenatón fue perseguido, Atón no. Ninguna ley prohíbe su culto, sus adoradores son numerosos y están decididos a imponerlo. Akenatón fracasó, nosotros triunfaremos.

Meba estaba turbado; sus manos temblaban.

–Me gustaría pensarlo.

–¿No es excitante? – preguntó la hermana del rey-. Es un mundo nuevo que se abre ante nosotros, ¡un mundo en el que tendremos nuestro verdadero puesto!

–Sí, sin duda… lo pensaré.

Ofir estaba muy satisfecho de la entrevista. Diplomático prudente y miedoso, Meba no tenía la envergadura de un jefe de clan. Pero detestaba a Ramsés y soñaba con reconquistar su rango. Incapaz de actuar, explotaba no obstante esta oportunidad consultando a su guía y amigo, Chenar, el hombre que Ofir quería manipular. Dolente le había hablado largamente del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, antes celoso de su hermano. Si no había cambiado, Chenar avanzaba enmascarado, animado con el mismo deseo de destruir a Ramsés. A través de Meba, el mago terminaría por entrar en contacto con ese poderoso personaje y haría de él su principal aliado.

Después de una agotadora e interminable jornada de trabajo el dedo gordo del pie derecho de Sary estaba rojo e hinchado, deformado por la artritis. Conducía a duras penas su carro oficial: permanecer de pie le resultaba insoportable. Su única satisfacción había sido tomar medidas disciplinarias contra los hebreos, quienes por fin habían comprendido que era inútil sublevarse contra él. Gracias a sus relaciones en la política tebaica y al apoyo del alcalde de la ciudad, podía tratar a los ladrilleros a su antojo y dar libre curso a su odio contra esa chusma.

La presencia del mago y de su silenciosa musa empezaba a importunarle. Claro, los dos extraños personajes permanecían discretos, pero influenciaban demasiado a Dolente, cuya devoción hacia Atón se volvía exasperante. A fuerza de aferrarse a su misticismo y de beber de las palabras de Ofir como del agua de un manantial, ¿no abandonaba su deber conyugal?

La alta y lasciva morena lo esperaba en el umbral de la villa.

–Busca ungüento para masajearme -ordenó-; el dolor es intolerable.

–Eres demasiado delicado, querido.

–¿Yo, delicado? ¡Desconoces lo pesado de mis días! La compañía de esos hebreos me deprime.

Dolente lo tomó por el brazo y lo llevó a su habitación. Sary se tendió sobre unos cojines, su esposa le lavó los pies, se los perfumó y le untó con ungüento el dedo hinchado.

–¿Tu mago está aún ahí?

–Meba le ha hecho una visita.

–¿El ex ministro de Asuntos Exteriores?

–Se han entendido muy bien.

–¿Meba, partidario de Atón? ¡Es un cobarde!

–Aún posee muchas relaciones, muchos notables lo respetan. Si consiente en ayudar a Ofir y a Lita, progresaremos.

–¿Acaso no concedes demasiada importancia a esos dos iluminados?

–¡Sary! ¿Cómo te atreves a hablarme así?

–Está bien, está bien… No he dicho nada.

–Es nuestra única posibilidad de reconquistar nuestro rango. Y además la creencia en Atón es tan bella, tan pura… ¿No se enternece tu corazón cuando Ofir habla de su fe?

–¿No cuenta más tu marido que ese mago libio?

–Pero… ¡No hay ni punto de comparación!

–Él te observa durante todo el día; yo vigilo a los hebreos holgazanes. Una rubia y una morena bajo el mismo techo… ¡Tiene mucha suerte tu Ofir!

Dolente dejó de masajear el dedo enfermo.

–¡Deliras, Sary! Ofir es un sabio y un hombre de oraciones. Hace mucho tiempo que ya no piensa en…

–Y tú, ¿piensas aún en ello?

–¡Me repugnas!

–Quítate el vestido, querida, y vuelve a masajearme. A mí las plegarias me importan un pito.

–¡Ah, lo olvidaba!

–¿Qué, dime?

–Un mensajero real ha dejado una carta para ti.

–Tráemela.

Dolente desapareció. El dedo de Sary ya estaba menos dolorido. ¿Qué quería la administración? Sin duda nombrarle en otro puesto más honorífico en el que, esta vez, evitaría el contacto con los hebreos.

La alta mujer morena reapareció con la misiva. Sary rompió el sello del papiro, lo desenrolló y lo leyó.

Su rostro se crispó y sus labios quedaron privados de sangre.

–He sido convocado en Menfis con mi equipo de ladrilleros.

–¡Es… es maravilloso!

–La carta está firmada por Moisés, supervisor de las obras reales.

38

Ningún ladrillero hebreo faltó a la cita. Cuando las cartas de Moisés llegaron a las distintas aldeas en las que trabajaban, el entusiasmo fue general. Desde su estancia en Karnak, la reputación de Moisés había dado la vuelta a Egipto. Todos sabían que defendía a sus hermanos de raza y no toleraba ninguna opresión. Ser amigo de Ramsés le daba una ventaja notable; y ahora había sido nombrado supervisor de las obras reales. Para muchos nacía una inmensa esperanza. ¿Acaso no mejoraría el joven hebreo los salarios y las condiciones de trabajo?

Él mismo no esperaba semejante éxito. Algunos jefes de clan estaban contrariados, pero las órdenes del faraón no podían ser discutidas; así pues, se pondrían bajo la autoridad de Moisés, que recorría el campo de tiendas establecido al norte de Menfis y se aseguraba de la comodidad y de la higiene.

Sary le cortó el paso.

–¿Cuál es la razón de tu convocatoria?

–Pronto lo sabrás.

–¡Yo no soy hebreo!

–Varios jefes de equipo egipcios están presentes aquí.

–¿Olvidas que mi esposa es la hermana del rey?

–Yo soy el supervisor de sus obras. Dicho de otra manera, me debes obediencia.

Sary se mordió los labios.

–Mi recua de hebreos es muy indisciplinado. He adquirido la costumbre de manejar el garrote y no tengo intención de cambiar.

–Bien manejado, el garrote abre el oído que está en la espalda; en caso de injusticia, el que maneja el garrote es quien debe ser golpeado. Me encargaré de ello yo mismo.

–Tu arrogancia no me asusta.

–Sé más desconfiado, Sary; tengo la capacidad de destituirte. ¿No serías un excelente ladrillero?

–Jamás te atreverías…

–Ramsés me ha dado plenos poderes. No lo olvides.

Moisés apartó a Sary, que escupió en las huellas de los pasos del hebreo.

El regreso a Menfis, del que Dolente se regocijaba tanto, amenazaba con ser un infierno. Aunque fue oficialmente informado de que su hermana mayor acompañaba a su marido, Ramsés no reaccionó. La pareja se había instalado en una villa de medianas dimensiones donde albergaba al mago Ofir y a Lita, presentados como criados. El trío, a pesar de la relativa desaprobación de Sary, estaba muy decidido a empezar de nuevo en Menfis lo que habían emprendido en Tebas. Debido a la gran cantidad de extranjeros que residían en la capital económica del país, la propagación de la religión de Atón sería más que en el sur, tradicionalista y hostil a las evoluciones religiosas. Dolente veía en eso una señal muy favorable para el éxito de su empresa.

Sary permanecía escéptico y se preocupaba sobre todo de su propia suerte. ¿Cuál seria el contenido del discurso que Moisés iba a pronunciar ante miles de hebreos enfebrecidos?

A la entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores velaba una estatua de Thot, bajo la forma de un enorme babuino de granito rosa. El maestro de los jeroglíficos, encarnado en este temible animal capaz de ahuyentar a una fiera, ¿no había separado las lenguas durante la creación de las razas humanas? A ejemplo suyo, los diplomáticos debían practicar varios idiomas, pues la exportación de los signos sagrados, que los egipcios grababan en piedra, estaba prohibida. Durante su estancia en el extranjero, los embajadores y mensajeros hablaban la lengua del país en el que se encontraban.

Como los demás altos funcionarios del ministerio, Acha oró en la capilla situada a la izquierda de la entrada al edificio y depositó narcisos en el altar de Thot. Antes de inclinarse ante los complejos informes de los que dependía la seguridad del país era bueno implorar los favores del escriba divino.

Una vez realizado el rito, el elegante y brillante diplomático cruzó varias salas en las que vio a unos funcionarios muy atareados, y pidió ser recibido por Chenar, que ocupaba un espacioso despacho en el mismo piso.

–Acha, ¡por fin! ¿Dónde estabais?

–He pasado una noche un poco frívola y he dormido más tiempo de lo habitual. ¿Mi ligero retraso os ha causado algún perjuicio?

El rostro de Chenar estaba rojo e hinchado; sin duda alguna, el hermano mayor de Ramsés era presa de una violenta emoción.

–¿Algún incidente grave?

–¿Habéis oído hablar de la reunión de ladrilleros hebreos en el norte de Menfis?

–No he prestado mucha atención.

–Yo tampoco, ¡y ambos nos hemos equivocado!

–¿En qué nos concierne esa gente?

Con la cabeza alargada y fija, y la voz untuosa, Acha sólo experimentaba un profundo desdén respecto de los obreros, que no tenía ocasión de frecuentar.

–¿Conocéis la identidad del hombre que los ha convocado allí y que en adelante llevará el título de supervisor de las obras reales? ¡Moisés!

–¿Qué tiene de sorprendente? Ya ha vigilado una obra en Karnak y se beneficia de una promoción.

–Si sólo fuera eso… Ayer, Moisés se dirigió a los hebreos y les reveló el proyecto de Ramsés: ¡construir una nueva capital en el Delta!

Un largo silencio sucedió a esta revelación. Acha, de ordinario tan seguro de sí, acusó el golpe.

–Estáis seguro…

–Sí, Acha, ¡completamente seguro! Moisés ejecuta las órdenes de mi hermano.

–Una nueva capital… Es imposible.

–¡No para Ramsés!

–¿Es un simple proyecto?

–El faraón en persona ha trazado el plan y ha elegido el emplazamiento: ¡Avaris, la ciudad maldita de los ocupantes hicsos, de los que nos costó tanto deshacernos!

De pronto, el rostro lunar de Chenar se iluminó.

–¿Y si…Ramsés se ha vuelto loco? Como su empresa está destinada al fracaso, habrá que llamar a hombres razonables.

–No seáis optimista. Ramsés corre riesgos enormes, cierto, pero su instinto es un buen guía. No podía tomar mejor decisión; implantando la capital al nordeste del país, tan cerca de la frontera, dará una clara advertencia a los hititas. En vez de replegarse sobre sí mismo, Egipto se muestra consciente del peligro y no cede un palmo de terreno. El rey será informado muy de prisa de los manejos de sus enemigos y actuará sin tardanza.

Chenar se sentó, desengañado.

–Es una catástrofe. Nuestra estrategia se hunde.

–No seáis pesimista. Por una parte, el deseo de Ramsés quizá no se convierta en realidad. Por otra parte, ¿por qué renunciar a nuestros planes?

–¿No es evidente que mi hermano toma en sus manos la política extranjera?

–No es una sorpresa, pero estará prisionero de las informaciones que recibirá y a partir de las cuales apreciará la situación. Dejémosle minimizar nuestro papel y obedezcámosle con deferencia.

Chenar recuperó la confianza.

–Tenéis razón, Acha; una nueva capital no será una muralla infranqueable.

La reina madre, Tuya, había vuelto a encontrar con emoción el jardín de su palacio de Menfis. ¡Qué escasos habían sido los paseos en compañía de Seti, cuán breves los años pasados junto a él! Se acordaba de cada una de sus palabras, de cada una de sus miradas, a menudo había soñado con una vejez larga y apacible durante la cual desgranarían sus recuerdos. Pero Seti había partido por los hermosos senderos del más allá, y ella caminaba sola por este jardín maravilloso, poblado de granados, tamarindos y azufaifas. A un lado y a otro de la avenida había acianos, anémonas, altramuces y ranúnculos. Un poco fatigada, Tuya se sentó cerca del estanque de lotos, bajo un cenador cubierto de glicinas.

Cuando Ramsés se dirigió a ella, desapareció su tristeza.

En menos de un año de reinado, su hijo había adquirido tanta seguridad que la duda parecía expulsada para siempre de su espíritu. Gobernaba con el mismo vigor que su padre, como si una fuerza inagotable lo habitara.

Ramsés abrazó a su madre con ternura y respeto, y se sentó a su derecha.

–Necesito hablarte.

–Por eso estoy aquí, hijo mío.

–¿Apruebas la elección de los hombres que forman mi gobierno?

–¿Te acuerdas del consejo de Seti?

–El que me ha guiado: «Escruta el alma de los hombres, busca dignatarios de carácter firme y recto, capaces de emitir un juicio imparcial sin traicionar su juramento de obediencia.» ¿Lo he logrado? Sólo los próximos años lo dirán.

–¿Ya temes una revuelta?

–Voy de prisa, la revuelta es inevitable. Las susceptibilidades se mostrarán exacerbadas, los intereses contrariados. Cuando tuve la idea de esta nueva capital, fue un fulgor, un rayo de luz que atravesó mi pensamiento y se impuso en mí como una verdad indestructible.

–Eso se llama sia, intuición directa, sin razonamiento y sin análisis. Seti tomó numerosas decisiones gracias a ella, estimaba que se transmitía de corazón de faraón a corazón de faraón.

–¿Apruebas la construcción de Pi-Ramsés, mi ciudad?

–Ya que sia le habló a tu corazón, ¿por qué necesitas mi opinión?

–Porque mi padre está presente en este jardín, y tú y yo oímos su voz.

–Las señales han aparecido, Ramsés; con tu reinado se abre una nueva era. Pi-Ramsés será tu capital.

Las manos de Ramsés se unieron a las de su madre.

–Verás la ciudad, madre, y te gustará.

–Tu protección me preocupa.

–Serramanna vigila constantemente.

–Quiero hablar de tu protección mágica. ¿Piensas construir tu templo de millones de años?

–He elegido dónde levantarlo, pero le doy prioridad a Pi-Ramsés.

–No olvides ese templo. Si las fuerzas de las tinieblas se desencadenan contra ti, él será tu mejor aliado.

39

El lugar era magnífico. Una tierra fértil, amplios campos, hierba en abundancia, senderos bordeados de flores, manzanos cuyos frutos tenían gusto a miel, un olivar de árboles vigorosos, estanques llenos de peces, salinas, extensiones de papiros altos y tupidos: así se presentaba el campo de Avaris, la ciudad odiada, reducida a unas casas y a un templo del dios Set.

Fue ahí donde Seti confrontó a Ramsés con el poder. Sería ahí donde Ramsés construiría su capital.

La belleza y la lujuria del lugar sorprendieron a Moisés. Los hebreos y los contramaestres egipcios formaban parte de la expedición que guiaba Ramsés en persona, acompañado de su león y de su perro. Con la mirada al acecho, Serramanna y una decena de exploradores habían precedido al monarca para asegurarse de que ningún peligro lo amenazaba.

La aldea de Avaris dormitaba bajo el sol. Sólo albergaba a unos funcionarios sin futuro, campesinos de gestos lentos y recogedores de papiros. El lugar parecía abocado al olvido y al eterno ritmo de las estaciones.

La expedición, que salió de Menfis, se detuvo en la ciudad santa de Heliópolis, donde Ramsés hizo ofrendas a su protector, Ra. Luego pasó por Bubastis, ciudad de la diosa de la dulzura y del amor, Bastet, que se encarnaba en una gata, y había recorrido la rama pelusiana[9] del Nilo a la que llamaban «las aguas de Ra». Cercana al lago Manzala, Avaris se encontraba en el extremo occidental del «camino de Horus», una pista que llevaba a Siria-Palestina por el litoral del Sinaí.

–Un emplazamiento estratégico de primera importancia -constató Moisés mirando el plano que le había confiado Ramsés.

–¿Comprendes las razones de mi elección? Prolongadas mediante un canal, las «aguas de Ra» nos permitirán comunicar con los grandes lagos que bordean el istmo de El-Qantara. En caso de urgencia, llegaremos rápidamente en barco a la fortaleza de Selé y a los fortines de la frontera. Reforzaré la protección del este del Delta, controlaré la ruta de las invasiones y seré informado en seguida del menor disturbio que suceda en nuestros protectorados. Aquí, el verano será agradable; las guarniciones no sufrirán calor y estarán dispuestas a intervenir en todo momento.

–Eres muy previsor -estimó Moisés.

–¿Cómo reaccionan tus hombres?

–Parecen felices de trabajar bajo tus órdenes. Aunque la mejor motivación ¿no es el sustancial aumento de salario que les has concedido?

–No hay victoria sin generosidad. Quiero una ciudad espléndida.

Moisés se inclinó de nuevo sobre el plano. Serían construidos cuatro templos mayores: en occidente, el de Amón, «el oculto»; al sur, el de Set, el amo del lugar; en oriente, el de Astarté, la diosa siria; al norte, el de Uadjet, «la diosa verde», garante de la prosperidad del lugar. Junto al templo de Set había un gran puerto fluvial, unido a las «aguas de Ra» y a las «aguas de Avaris», dos anchos canales que rodearían la ciudad y le garantizarían un perfecto suministro de agua potable. Alrededor del puerto se situarían los almacenes, los graneros, las fábricas y los talleres. Más al norte, en el centro de la ciudad, el palacio real, los edificios administrativos, las villas de los nobles y los barrios de viviendas, en los que se codearían los grandes y los humildes. Del palacio saldría la arteria principal, que comunicaría en línea recta con el templo de Ptah, el Creador, mientras dos grandes avenidas llevarían, por la izquierda, hacia el de Amón y, por la derecha, hacia el de Ra. El santuario de Set estaba más aislado, al otro lado del canal que unía las «aguas de Ra» y las «aguas de Avaris».

En cuanto al ejército, contaría con cuatro cuarteles, uno entre la rama pelusiana y los edificios oficiales, los otros tres a lo largo de las «aguas de Avaris», el primero detrás del templo de Ptah, el segundo cerca de los barrios populares, y el tercero próximo a los templos de Ra y de Astarté.

–A partir de mañana, unos especialistas abrirán talleres de fabricación de tejas barnizadas -manifestó Ramsés-. De la casa más modesta a la sala de recepción del palacio proliferarán colores brillantes. También es necesario construir edificios. Tal será tu papel, Moisés.

Con el índice de la mano derecha, Moisés identificó uno a uno los edificios cuyas dimensiones habían sido precisadas por el monarca.

–La obra es gigantesca pero entusiasmadora. Sin embargo…

–¿Sin embargo?

–Sin que tu majestad se moleste, falta un templo. Yo lo vería bien en el espacio libre entre los santuarios de Amón y de Ptah.

–¿A qué divinidad estaría dedicado?

–A la que crea la función del faraón. ¿No será en este templo donde celebrarás tu fiesta de regeneración?

–Para que este rito se lleve a cabo, un faraón debe haber reinado treinta años. Emprender desde hoy la construcción de semejante templo sería una injuria al destino.

–De todos modos has dejado el espacio libre.

–No pensar en ello habría sido una injuria a mi suerte. En el año treinta de mi reinado, durante esa fiesta, estarás en la primera fila de los dignatarios, en compañía de nuestros amigos de infancia.

–Treinta años… ¿Qué suerte nos reserva Dios?

–Por ahora nos ordena crear juntos la capital de Egipto.

–He repartido a los hebreos en dos grupos. El primero llevará los bloques de piedra hasta las obras de los templos, donde trabajarán bajo la dirección de los maestros de obra egipcios. El segundo fabricará miles de ladrillos destinados a tu palacio y a los edificios civiles. La coordinación entre los grupos de producción será dificultosa. Temo que mi popularidad sea destrozada rápidamente. ¿Sabes cómo me llaman los hebreos? Masha, «¡el salvado de las aguas!»

–¿Tú también has realizado un milagro?

–Es una vieja leyenda babilónica que les gusta mucho; han hecho un juego de palabras con mi verdadero nombre, Moisés, «aquel que nació», pues estiman que yo, un hebreo, estoy bendecido por los dioses. ¿Acaso no he recibido la educación de los nobles y no soy amigo del faraón? Dios me ha salvado de las «aguas» de la miseria y del infortunio. Un hombre que se beneficia de tanta suerte merece ser seguido. Razón por la cual los ladrilleros me conceden su confianza.

–Que no carezcan de nada. Te doy el poder de utilizar los graneros reales en caso de necesidad.

–Construiré tu capital, Ramsés.

Los ladrilleros hebreos formaban una corporación celosa de su habilidad. Llevaban una corta peluca negra sujeta por una cinta blanca que dejaba las orejas descubiertas, eran partidarios del bigote y la barba corta, y tenían la frente estrecha y el labio inferior grueso. Sirios y egipcios intentaban rivalizar con ellos, pero los mejores especialistas eran los hebreos y lo seguirían siendo. El trabajo era duro, estrechamente vigilado por contramaestres egipcios, pero correctamente pagado y dividido por numerosos días de permiso. Además, en Egipto, la alimentación era buena y abundante, y hospedarse no tenía demasiados problemas. Incluso los más animosos lograban construirse agradables moradas con materiales de desecho.

Moisés no había disimulado que, en las obras de Pi-Ramsés, el ritmo de trabajo seria más intenso que de costumbre; pero la importancia de las primas compensaría esta molestia. Participar en la construcción de la nueva capital enriquecería a más de un hebreo, a condición de que no economizara el sudor. Tres obreros, a ritmo normal, podían fabricar de ochocientos a novecientos ladrillos de pequeño tamaño por día; en Pi-Ramsés habría que moldear piezas de tamaño considerable[10] que servirían de fundamento para la colocación de otros ladrillos, de dimensiones más modestas y producidos en serie. Estos fundamentos eran responsabilidad de los maestros de obras y de los picapedreros, no de los ladrilleros.

Desde el primer día, los hebreos comprendieron que la vigilancia de Moisés no se debilitaría. Los que habían esperado concederse largas siestas bajo un árbol redujeron sus pretensiones y se rindieron a la evidencia: el ritmo sería sostenido hasta la inauguración oficial de la capital.

Como sus colegas, Abner se decidió a sudar para mezclar légamo del Nilo con paja picada y obtener, en un periquete, la mezcla. Varias áreas[11] habían sido puestas a disposición de los obreros, que mojaban el légamo con el agua sacada de una zanja unida a un canal. Luego, con gran entusiasmo acompañado por cánticos, trabajaban el material con la azada y el pico para hacer más resistentes los futuros ladrillos.

Abner era enérgico y hábil; en cuanto la arcilla le parecía de buena calidad, llenaba con ella un capazo, que un peón llevaba sobre la espalda hasta el taller en el que se vertía en un molde rectangular de madera. El desmoldado era una operación delicada a la que a veces asistía Moisés personalmente. Los ladrillos eran dispuestos en el suelo, donde se secaban durante cuatro días antes de ser apilados y transportados a las diversas obras, empezando por los más claros.

Modesto material, el ladrillo de légamo del Nilo bien fabricado se mostraba de una resistencia notable; cuando las hileras estaban correctamente colocadas, incluso podía desafiar siglos.

Entre los hebreos nació una verdadera emulación; existía el aumento de salario y las primas, cierto, pero también el orgullo de participar en una empresa colosal y de ganar la apuesta que se les había impuesto. En cuanto la exaltación disminuía, Moisés les daba nuevo impulso, y millares de ladrillos perfectos salían de los moldes.

Pi-Ramsés nacía, Pi-Ramsés surgía del sueño de Ramsés para convertirse en algo real. Maestros de obras y picapedreros, respetando el plano del rey, edificaban sólidos cimientos. Incansables, los trabajadores traían a destajo los ladrillos que fabricaban los hebreos.

Bajo el sol, una ciudad tomaba cuerpo.

Abner, al final de cada jornada, admiraba a Moisés. El jefe de los hebreos iba de un grupo a otro, verificaba la calidad de los alimentos, enviaba a descansar a los enfermos y a los obreros demasiado agotados. Al contrario de lo que había pensado, su popularidad no dejaba de crecer.

Gracias a las primas que ya había atesorado, Abner le regalaría una hermosa mansión a su familia, aquí mismo, en la nueva capital.

–¿Estás orgulloso de ti mismo, Abner?

El rostro delgado de Sary llevaba impreso una alegría malsana.

–¿Qué quieres de mí?

–Soy tu jefe de equipo. ¿Lo has olvidado?

–Hago mi trabajo.

–Mal.

–¿Explicate?

–Has estropeado varios ladrillos.

–¡Es falso!

–Dos contramaestres han comprobado tus errores y han redactado un informe. Si se lo entrego a Moisés, serás despedido y sin duda condenado.

–¿Por qué estas invenciones, por qué estas mentiras?

–Te queda una solución: comprar mi silencio con tus ganancias. Así pues, tu falta será borrada.

–¡Eres un chacal, Sary!

–No tienes elección, Abner.

–¿Por qué me detestas?

–Eres un hebreo, entre tantos otros; tú pagas por los demás, eso es todo.

–¡No tienes derecho!

–Respóndeme, en seguida.

Abner bajó los ojos. Sary era el más fuerte.

40

En Menfis, Ofir se sentía más a gusto que en Tebas. La gran ciudad albergaba a numerosos extranjeros, la mayoría perfectamente integrados en la población egipcia. Entre ellos, adeptos de la doctrina de Akenatón en los que el mago reanimó la fe desfalleciente, prometiéndoles que les daría, en un futuro próximo, dicha y prosperidad.

Aquellos que tuvieron la suerte de ver a Lita, siempre silenciosa, se sintieron muy impresionados. Nadie dudó de que por sus venas corriera sangre real y que era la heredera del rey maldito. El discurso paciente y persuasivo del mago hacía maravillas, y la villa menfita de la hermana de Ramsés servía de marco para fructíferas entrevistas que, día tras día, permitían aumentar el número de partidarios del dios único.

Ofir no era el primer extranjero que propagaba las ideas originales, pero sí era el único que intentaba resucitar la herejía desechada por los sucesores de Akenatón. Su capital y su sepultura habían sido abandonadas, ningún cortesano había sido inhumado en la necrópolis cercana a la ciudad de Atón. Y todos sabían que Ramsés, tras haber sometido a su voluntad a la jerarquía de Karnak, no toleraría ningún disturbio religioso. Ofir también tuvo cuidado en destilar en dosis infinitesimales críticas contra el rey y su política, sin provocar la reprobación.

El mago progresaba.

Dolente le trajo zumo de algarroba fresco.

–Parecéis cansado, Ofir.

–Nuestra tarea reclama ardor en todos los instantes. ¿Cómo se encuentra vuestro marido?

–Está muy descontento. Según su última carta, pasa su tiempo reprendiendo a hebreos holgazanes y mentirosos.

–No obstante, se pretende que la construcción de la capital adelanta de prisa.

–Según la opinión general será espléndida.

–¡Pero dedicada a Set, señor del mal y de los poderes tenebrosos! Ramsés intenta ahogar la luz y ocultar el sol. Debemos impedir que triunfe.

–Estoy convencida de ello, Ofir.

–Necesito vuestro apoyo, lo sabéis. ¿Me autorizáis a utilizar los recursos de mi ciencia para impedir a Ramsés que destruya Egipto?

La mujer morena y lasciva se mordisqueó los labios.

–¡Ramsés es mi hermano!

Ofir tomó suavemente las manos de Dolente.

–¡Ya nos ha hecho mucho daño! Por supuesto, respetaré vuestra decisión, pero ¿por qué dudar más tiempo? ¡Ramsés avanza! Y cuanto más avanza, más se refuerzan sus protecciones mágicas. Si aplazamos nuestra intervención, ¿lograré aniquilarlas?

–Es tan grave…

–Sed consciente de vuestras responsabilidades, Dolente. Aún puedo actuar pero pronto será demasiado tarde.

La hermana del rey titubeaba en pronunciar una condena definitiva. Ofir le soltó las manos.

–Quizá existe otro medio.

–¿En qué pensáis?

–El rumor pretende que la reina Nefertari está encinta.

–¡Ya no es un rumor! Basta con mirarla.

–¿Sentís afecto por ella?

–Ni el más mínimo.

–Esta noche, uno de mis compatriotas me traerá lo necesario.

–¡Me encerraré en mi habitación! – gritó Dolente antes de desaparecer.

El hombre llegó en medio de la noche. La villa estaba silenciosa, Dolente y Lita dormían. Ofir abrió la puerta de la mansión, tomó el saco que le tendía el mercader y le pagó con dos sábanas de lino que Dolente había dado al mago.

La transacción sólo duró unos instantes.

Ofir se encerró en una pequeña habitación de la villa, a la que le había tapiado todas las ventanas. Una única lámpara de aceite dispensaba una débil luz.

En una mesa baja, el mago dispuso el contenido del paquete: una estatuilla de mono, una mano de marfil, una burda figura de mujer desnuda, un minúsculo pilar, y otra figura de mujer que tenía serpientes en las manos. El mono le ofrecería la técnica del dios Thot; la mano, la capacidad de actuar; la mujer desnuda, la de golpear los órganos genitales de la reina; el pilar volvería duradero su ataque; la mujer con serpientes destilaría el veneno de la magia negra en el cuerpo de Nefertari.

La tarea de Ofir no parecía fácil. La reina poseía una fuerte personalidad y, durante su coronación, se había beneficiado de protecciones invisibles, análogas a las de Ramsés. Pero el embarazo hacía menos eficaces sus defensas. Otra vida se alimentaba de la de Nefertari y la privaba poco a poco de sus fuerzas.

Se necesitarían al menos tres días y tres noches para que el maleficio tuviera una posibilidad de éxito. Ofir estaba un poco decepcionado de no atacar directamente a Ramsés, pero la prohibición de su hermana se lo impedía. Cuando hubiera conquistado la mente de Dolente, perseguiría una meta más ambiciosa. Por el momento debía contentarse con debilitar al adversario.

Abandonando la gestión de los asuntos corrientes a Ameni y a sus ministros, Ramsés iba con frecuencia a la obra de Pi-Ramsés. Gracias al impulso de Moisés y a una rigurosa organización de trabajo, la obra progresaba a pasos agigantados.

La alegría reinaba entre los obreros; no sólo los alimentos seguían siendo excelentes y abundantes, sino que también las primas anunciadas eran pagadas con regularidad, teniendo en cuenta el esfuerzo de cada uno. Los más animosos amasarían un hermoso peculio y podrían instalarse en la nueva capital o en cualquier otra ciudad en la que comprarían una pequeña extensión de terreno. Además, un servicio de sanidad bien equipado se ocupaba de los enfermos y dispensaba cuidados gratuitos; al contrario que en otras obras, la de Pi-Ramsés no sufría con la presencia de simuladores que intentaban obtener un permiso pretextando males imaginarios.

El rey se preocupaba de la seguridad; varios contramaestres velaban por ello permanentemente. Sólo hubo que lamentar unos heridos leves durante la colocación de bloques de granito en el lugar del templo de Amón. Gracias a la rotación de los equipos, observada con minuciosidad, los hombres no llegaban al límite de sus fuerzas. Cada seis días, dos jornadas de descanso les permitían distenderse y recuperarse.

Moisés era el único que no se concedía tiempo libre. Comprobaba, evitaba los conflictos, tomaba decisiones urgentes, reorganizaba equipos desfallecientes, pedía el material que faltaba, redactaba informes, dormía una hora después del almuerzo y tres horas por la noche. Viendo que tenían un jefe de excepcional vitalidad, los ladrilleros hebreos le obedecían al menor gesto. Jamás habían estado a las órdenes de un hombre que defendía tan bien sus intereses.

Abner le habría hablado a Moisés de las afrentas que le hacía sufrir Sary, pero temía las represalias, debido a las buenas relaciones del egipcio con la policía. Si Abner fuera señalado como perturbador, sería expulsado del país y jamás volvería a ver a su mujer y a sus hijos. Desde que pagaba, Sary ya no lo hostigaba y casi se mostraba amable. Como lo más duro parecía haber pasado, el hebreo se encerró en el silencio y amoldó los ladrillos con el mismo ardor que sus colegas.

Aquella mañana, Ramsés visitó la obra. En cuanto fue anunciada la llegada del monarca, los hebreos se lavaron meticulosamente, se recortaron barbas y bigotes, se sujetaron la peluca de fiesta con una cinta blanca nueva y alinearon los ladrillos uno al lado de otro en un orden impecable.

Del primer carro que se detuvo ante la fábrica descendió un gigante acorazado y armado, cuyo porte asustó. ¿Alguno de los obreros merecía sanciones disciplinarias? El despliegue de unos veinte arqueros hizo aún más pesada la atmósfera.

Mudo, Serramanna pasó entre las hileras de hebreos, inmóviles e inquietos.

Cuando se sintió satisfecho de su inspección, el sardo hizo señas a uno de sus soldados para que abriera el camino al carro real.

Los ladrilleros se inclinaron ante el faraón, quien los felicitó uno a uno, llamándolos por su nombre. El anuncio de la distribución de pelucas nuevas y la entrega de jarras de vino blanco del Delta provocó una explosión de alegría; pero el presente que emocionó más a los obreros fue la atención que el rey tuvo por los ladrillos recientemente moldeados. Tomó varios en la mano y los sopesó.

–Perfecto -declaró-. Raciones dobles durante una semana y un día de descanso suplementario. ¿Dónde se encuentra vuestro jefe de equipo?

Sary salió de la fila.

El ex ayo de Ramsés era el único que no se regocijaba de la visita del monarca. Él, antaño brillante profesor y cortesano ambicioso, temía volver a ver al rey, contra el que había conspirado.

–¿Has realizado tus nuevas funciones, Sary?

–Agradezco a vuestra majestad habérmelas confiado.

–Sin la clemencia de mi madre y de Nefertari, tu castigo habría sido más rudo.

–Soy consciente de ello, majestad, e intento, mediante mi actitud, borrar mis faltas.

–Son imborrables, Sary.

–El remordimiento que roe mi corazón es peor que un ácido.

–Debe de ser muy suave para permitirte sobrevivir tanto tiempo a tu crimen.

–¿No puedo esperar el perdón de vuestra majestad?

–Ignoro esa noción, Sary; se vive en la Regla o fuera de la Regla. Has mancillado a Maat, y tu alma será vil para siempre. Que Moisés no tenga que quejarse de ti, si no ya no tendrás ocasión de perjudicar a nadie.

–Juro a vuestra majestad que…

–Ni una palabra más, Sary. Y alégrate de tener la suerte de trabajar en la edificación de Pi-Ramsés.

Cuando el rey subió de nuevo a su carro, unas aclamaciones surgieron de los pechos. De mala gana, Sary se mezcló al concierto.

41

Como estaba previsto, los templos crecían más lentamente que los edificios profanos. Sin embargo, la entrega de los bloques se efectuaba sin retraso, y los especialistas en arrastrar las barcazas desde tierra, entre los cuales habían numerosos hebreos, los traían con regularidad a las obras.

Gracias a la intensa actividad de los ladrilleros, el palacio real, cuyas partes en piedra eran confiadas a especialistas, formaba ya una masa impresionante en el corazón de la capital. Los primeros barcos de transporte atracaban, los almacenes estaban abiertos, de los talleres de carpintería salían muebles de lujo, la fábrica de telas barnizadas empezaba su producción. Los muros de las villas parecían surgir de la tierra, los barrios de la ciudad adquirían forma, los cuarteles pronto albergarían las primeras tropas.

–El lago del palacio será espléndido -anunció Moisés-; preveo el final de su excavación para mediados del mes próximo. Tu capital será hermosa, Ramsés, pues está construida con amor.

–Tú eres el principal artífice de este éxito.

–Sólo en apariencia. Has sido tú quien ha trazado el plano; yo lo he ejecutado.

El rey percibió un matiz de reproche en el tono de su amigo. Cuando iba a pedirle una explicación, un mensajero del palacio de Menfis se acercó a él a galope tendido. Serramanna le obligó a pararse a unos diez metros del monarca.

Jadeante, el mensajero saltó a tierra.

–Es necesario regresar con urgencia a Menfis, majestad… La reina… la reina está enferma.

Ramsés tropezó con el doctor Pariamakhú, el jefe de los médicos de palacio, cincuentón docto y autoritario, con manos largas y finas. Cirujano experimentado, se le consideraba un internista notable, pero severo con sus pacientes.

–Quiero ver a la reina -exigió Ramsés.

–La reina duerme, majestad. Las enfermeras le han masajeado el cuerpo con aceite mezclado con un somnífero.

–¿Qué sucede?

–Temo un parto prematuro.

–¿No es…peligroso?

–El riesgo es mayor, en efecto.

–Os ordeno salvar a Nefertari.

–El pronóstico del nacimiento sigue siendo favorable.

–¿Cómo lo sabéis?

–Mis servicios han procedido al examen habitual, majestad. Han colocado cebada y trigo en dos sacos de tela que fueron regados varios días seguidos con la orina de la reina. Y de la misma manera que han germinado la cebada y el trigo, ella también dará a luz; y ya que el trigo germinó primero, puedo deciros que será una niña.

–He oído decir lo contrario.

El doctor Pariamakhú se quedó helado.

–Vuestra majestad se confunde con otra experiencia en la cual se utiliza trigo candeal y cebada, que se cubre con tierra. Queda esperar que la semilla, salida de vuestro corazón hasta llegar al corazón de la reina, se haya fijado bien en la columna vertebral y en los huesos de la criatura. Un esperma de buena calidad producirá una excelente médula espinal y una perfecta médula ósea. ¿Debo recordaros que el padre forma los huesos y los tendones y la madre, la carne y la sangre?

Pariamakhú no estaba descontento del curso de medicina de que acababa de descargar sobre su prestigioso alumno.

–¿Dudáis de mis conocimientos fisiológicos de antiguo alumno del Kap, doctor?

–¡Claro que no, majestad!

–No habéis previsto este incidente.

–Majestad, mi ciencia tiene ciertos límites y…

–Mi poder no los tiene, doctor, y exijo un nacimiento feliz.

–Majestad…

–¿Sí, doctor?

–Vuestra propia salud merece gran atención. Aún no he tenido el honor de examinaros, como me imponen los deberes de mi cargo.

–No penséis más en ello, yo no conozco la enfermedad. Avisadme en cuanto la reina se despierte.

El sol declinaba cuando Serramanna autorizó al doctor Pariamakhú a entrar en el despacho del rey.

El médico parecía incómodo.

–La reina está despierta, majestad.

Ramsés se levantó.

–Pero…

–¡Hable, doctor!

Pariamakhú, que se había jactado ante sus colegas de poder domeñar a su ilustre cliente, echaba de menos a Seti, a quien sin embargo juzgaba rebelde y desagradable. Ramsés era una tormenta, cuya cólera era preferible evitar.

–La reina acaba de ser llevada a la sala de parto.

–¡Había exigido verla!

–Las comadronas han estimado que no había que perder un segundo.

Ramsés rompió el cálamo con el que escribía. Si Nefertari moría, ¿tendría fuerzas para reinar?

Seis comadronas de la Casa de Vida, que llevaban una túnica larga y un ancho collar de turquesas, ayudaron a caminar a Nefertari hasta la sala de parto, un pabellón aireado y adornado con flores. Como las demás mujeres de Egipto, la reina pariría desnuda, con el busto recto, en cuclillas sobre piedras cubiertas por un lecho de cañas. Éstas simbolizaban el destino de cada recién nacido, cuya duración de vida era fijada por Thot.

La primera comadrona sujetaría a la reina con su cuerpo; la segunda intervendría en cada fase del parto; la tercera recibiría al niño en sus manos abiertas; la cuarta administraría los primeros cuidados; la quinta era la nodriza; y la sexta presentaría a la reina dos llaves de vida, hasta el momento en que el niño lanzara su primer grito. Conscientes del peligro, las seis mujeres mostraban sin embargo una calma perfecta.

Después de haber masajeado largamente a Nefertari, la comadrona jefe había aplicado cataplasmas en el bajo vientre y le había vendado el abdomen. Juzgando necesario acelerar un alumbramiento que se anunciaba doloroso, había introducido en la vagina una pasta formada de trementina, cebolla, leche, hinojo y sal. Para aminorar el sufrimiento, utilizaría tierra cocida molida con aceite tibio y untaría las partes genitales.

Las seis comadronas sabían que la lucha de Nefertari sería larga y su resultado incierto.

–Que la diosa Hator conceda un hijo a la reina -cantó monótonamente una de ellas-, que ninguna enfermedad le alcance. Desaparece, demonio, que llegas con las tinieblas y entras solapadamente, con el rostro vuelto hacia atrás. No abrazarás a este niño, no lo dormirás, no lo perjudicarás, no te lo llevarás. Que el espíritu venga a él y lo anime, que ningún maleficio lo alcance, que las estrellas le sean favorables.

Cuando cayó la noche, las contracciones se hicieron más frecuentes. Entre los dientes de la reina se introdujo una pasta a base de habas, para permitirle apretar los dientes sin herirse a sí misma.

Seguras de su técnica, concentradas, recitando las antiguas fórmulas contra el dolor, las seis comadronas ayudaron a la reina de Egipto a dar a luz.

Ramsés no soportaba la impaciencia.

Cuando el doctor Pariamakhú volvió a aparecer por décima vez creyó que el rey iba a saltarle a la garganta.

–¿Ya acabó por fin?

–Sí, majestad.

–¿Nefertari?

–La reina está viva, con buena salud, y tenéis una hija.

–¿También con buena salud?

–Eso es… algo más delicado.

Ramsés apartó al médico y se precipitó hacia el pabellón de parto. Una comadrona lo limpiaba.

–¿Dónde están la reina y mi hija?

–En una habitación del palacio, majestad.

–¡Quiero saber la verdad!

–La niña está muy débil.

–Deseo verlas.

Relajada, radiante pero agotada, Nefertari dormía. La comadrona jefe le había hecho tomar una poción sedante. El bebé era de una belleza notable. Fresca, con los ojos a la vez asombrados y curiosos, la hija de Nefertari y de Ramsés ya saboreaba la vida como un milagro.

El rey la tomó en brazos.

–¡Es magnífica! ¿Qué teméis?

–El cordón del amuleto que debíamos ponerle alrededor del cuello se ha roto. Es un mal presagio, majestad, muy mal presagio.

–¿Se ha formulado la predicción?

–Esperamos a la profetisa.

Ésta se presentó minutos más tarde y, con las seis comadronas, recreó la cofradía de las siete de Hator, encargadas de percibir el destino del recién nacido. Formando un círculo alrededor de él, unieron sus pensamientos para desvelar el futuro.

Su meditación duró más tiempo de lo habitual.

Con aspecto sombrío, la profetisa salió del grupo y avanzó hacia el rey.

–El momento no es propicio, majestad. Somos incapaces de…

–No mientas.

–Podemos equivocarnos.

–Sé sincera, te lo ruego.

–El destino de esta niña se jugará en las próximas veinticuatro horas. Si no encontramos un medio para apartar a los demonios que roen su corazón, vuestra hija no sobrevivirá la próxima noche.

42

La nodriza, de excelente salud, fue la encargada de amamantar a la hija de la pareja real. El mismo doctor Pariamakhú había controlado la leche, que debía tener el agradable olor de la harina de algarrobo. Para asegurar una vigorosa subida de la leche, la nodriza bebió zumo de higuera y comió espina dorsal de pescado, cocida y triturada con aceite.

Para desesperación de la nodriza y del médico, el bebé se negaba a alimentarse. Probaron con otra nodriza, pero tampoco tuvo éxito. La última solución, una leche excepcional conservada en una vasija en forma de hipopótamo, no dio mejores resultados. El bebé no bebió el líquido untuoso que salía de los pezones del animal.

El médico humedeció los labios de su pequeña paciente y se aprestaba a envolverla en una tela húmeda cuando Ramsés la tomó en sus brazos.

–¡Es necesario hidratar, majestad!

–Vuestra ciencia es inútil. Mi fuerza la mantendrá con vida.

Apretando a su hija contra su pecho, el rey fue a la cabecera del lecho de Nefertari. A pesar de su agotamiento, la reina seguía radiante.

–¡Soy tan feliz! ¿No está bien protegida?

–¿Cómo te sientes?

–Estoy bien, no te preocupes por nada. ¿Has pensado en el nombre de nuestra hija?

–Ese papel le corresponde a la madre.

–Se llamará Meritamón, «la amada de Amón», y verá tu templo de millones de años. Mientras daba a luz he tenido un extraño pensamiento… Hay que construirlo sin tardanza, Ramsés… Ese templo será tu mejor muralla contra el mal, estaremos unidos en él contra la adversidad.

–Tu deseo se hará realidad.

–¿Por qué estrechas a nuestra hija tan fuerte?

La mirada de Nefertari era tan clara, tan confiada, que Ramsés fue incapaz de disimularle la verdad.

–Meritamón está enferma.

La reina se incorporó y agarró la muñeca del rey.

–¿Qué enfermedad tiene?

–Se niega a alimentarse, pero yo la curaré.

Cansada, la reina dejó de luchar.

–Ya he perdido un hijo, las fuerzas de las tinieblas quieren llevarse a nuestra hija… La noche me persigue.

Nefertari se desvaneció.

–¿Vuestras conclusiones, doctor? – preguntó Ramsés.

–La reina está muy débil -respondió Pariamakhú.

–¿La salvaréis?

–Lo ignoro, majestad. Si sobrevive, no podrá tener más hijos; un nuevo embarazo sería fatal para ella.

–¿Y nuestra hija?

–No comprendo nada; ¡ahora está tan tranquila! Quizá la hipótesis de las comadronas sea la buena, pero me parece absurda.

–¡Hablad!

–Creen en un maleficio.

–¿Un maleficio, aquí, en mi palacio?

–Precisamente por eso juzgo esta idea inverosímil. Sin embargo, quizá deberíamos convocar a los magos de la corte…

–¿Y si el responsable fuese uno de ellos? No, sólo me queda una única posibilidad.

Meritamón se había dormido en los poderosos brazos de Ramsés.

La corte bullía en rumores. Nefertari habría dado a luz a un segundo hijo nacido muerto y la reina estaría a punto de sucumbir. Ramsés, presa de desesperación, habría perdido la razón. Chenar no se atrevía a creer estas excelentes noticias, pero esperaba que no estuvieran del todo desprovistas de fundamento.

Dolente y él se dirigieron a palacio. Chenar intentó poner un rostro grave y afligido, pero su hermana parecía derrumbada de verdad.

–Llegarías a ser una excelente actriz, mi hermana querida.

–Estos acontecimientos me trastornan.

–Sin embargo, no quieres ni a Ramsés ni a Nefertari.

–Ese niño… Ese niño no tiene la culpa.

–¡Qué importancia puede tener! Se te ve muy sensible de repente. Si el rumor es fundado, nuestro futuro se despeja.

Dolente no se atrevía a confesar a Chenar que el maleficio exitoso del mago Ofir era la verdadera causa de su turbación. Para haber logrado romper el destino de la pareja real, el libio disponía de un raro dominio sobre las fuerzas ocultas.

Ameni, más pálido que de costumbre, recibió a Dolente y a Chenar.

–Dadas las circunstancias -declaró este último-, hemos pensado que el rey desearía tener junto a él a su hermano y a su hermana.

–Lo lamento, prefiere estar solo.

–¿Cómo se encuentra Nefertari?

–La reina descansa.

–¿Y la niña? – preguntó Dolente.

–El doctor Pariamakhú está con ella.

–¿No tenéis noticias más precisas?

–Hay que esperar.

Mientras Chenar y Dolente abandonaban el palacio, vieron pasar a Serramanna y a sus soldados flanqueando a un hombre sin peluca, mal afeitado y vestido con una túnica de piel de antílope de múltiples bolsillos. Se dirigían hacia los apartamentos privados de la pareja real con mucha premura.

–¡Setaú! Eres mi última esperanza.

El encantador de serpientes se acercó al rey y contempló al bebé que tenía en brazos.

–No me gustan las criaturas, pero ésta es una pequeña maravilla. La obra de Nefertari, por supuesto.

–Meritamón, nuestra hija, va a morir, Setaú.

–¿De qué estás hablando?

–De un maleficio.

–¿Aquí, en palacio?

–Lo ignoro.

–¿Cómo se manifiesta?

–Rehúsa alimentarse.

–¿Y Nefertari?

–Está muy mal.

–Supongo que el querido doctor Pariamakhú ha dejado de luchar.

–Está desamparado.

–Es su actitud normal. Coloca suavemente a tu hija en su cuna.

Ramsés lo hizo. En cuanto abandonó los brazos de su padre, Meritamón respiró con dificultad.

–Sólo tu poder la mantiene con vida… Es lo que temía. Pero… ¿en que pensáis en este palacio? ¡Esta niña ni siquiera lleva un amuleto protector!

De uno de los bolsillos, Setaú sacó un amuleto con forma de escarabajo, lo ató al extremo de una cuerdecita con siete nudos y lo colocó en el cuello de Meritamón. Sobre el escarabajo había un texto: «La muerte ladrona no se apoderará de mí, la luz divina me salvará.»

–Vuelve a coger a tu hija y ábreme las puertas del laboratorio -ordenó Setaú.

–Crees que lograrás…

–Luego charlaremos. No tenemos mucho tiempo.

El laboratorio del palacio tenía varias secciones. Setaú se encerró en la habitación donde se almacenaban caninos inferiores de hipopótamo macho, que superaban a veces setenta centímetros de largo y diez de ancho. Talló uno en forma de creciente lunar con extremos alargados y, después de haber pulido la superficie sin deteriorar el marfil, grabó en él varias figuras destinadas a rechazar las fuerzas maléficas, surgidas de la noche para matar a la madre y a la hija. Setaú eligió aquellas que le parecían mejor adaptadas a la situación: un grifo alado con cuerpo de león y cabeza de halcón, un hipopótamo hembra manejando un cuchillo, una rana, un sol resplandeciente, un enano barbudo con serpientes en cada mano. Describiéndolas en voz alta, las volvió eficaces. Les ordenó cortar la garganta de los demonios machos y hembras, pisotearlos, lacerarlos y ahuyentarlos. Luego preparó una poción a base de veneno de víbora para abrir la boca del estómago; incluso en dosis infinitesimales, tal vez sería demasiado violenta para el organismo de una niña de pecho.

Cuando Setaú salió, el doctor Pariamakhú se precipitó sobre él, enloquecido.

–Hay que actuar de prisa, la niña está empeorando.

Frente al sol poniente, Ramsés sostenía a su hija en brazos, abandonada y confiada. A pesar de su magnetismo, la respiración del bebé se volvía irregular. El hijo de Nefertari, el único hijo de su unión que podría vivir… Si Meritamón moría, Nefertari no lo superaría. La cólera llenó el corazón del rey, una cólera que desafiaría a las tinieblas reptantes y salvaría a su hija de los maleficios.

Setaú entró en la habitación. En la mano llevaba el marfil esculpido.

–Esto debería parar el maleficio -explicó-. Pero no será suficiente. Si queremos reparar los daños causados en el interior del cuerpo y permitirle que se alimente, será necesario hacerle beber este remedio.

Al enunciar su composición, el doctor Pariamakhú se sobresaltó.

–¡Me opongo a ello, majestad!

–¿Estás seguro del resultado, Setaú?

–Es realmente peligroso. Te toca decidir a ti.

–Actuemos.

43

Setaú colocó el marfil sobre el pecho de Meritamón. Tendida en su cuna, con sus grandes ojos inquisitivos, la niña respiró apaciblemente.

Ramsés, Setaú y el doctor Pariamakhú permanecieron silenciosos. El talismán parecía eficaz, ¿pero su protección seria duradera?

Diez minutos más tarde, Meritamón se agitó y lloró.

–Que traigan una estatua de la diosa Opet -ordenó Setaú-; regreso al laboratorio. Doctor, humedezca los labios del bebé y ¡sobre todo no haga nada más!

Opet, el hipopótamo hembra, era la patrona de las comadronas y de las nodrizas. En el cielo tomaba la forma de una constelación que impedía a la Osa Mayor, de naturaleza setiana, por lo tanto portadora de un enorme poder, encontrar la paz de Osiris resucitado. Llena de leche materna y cargada de energía positiva por los magos de la Casa de Vida, la estatua de Opet fue colocada a la cabecera de la cuna.

Su presencia calmó a la niña. Meritamón se volvió a dormir.

Setaú reapareció con un marfil mágico toscamente tallado en cada mano.

–Es escueto -declaró-, pero tendría que ser suficiente.

Colocó el primero sobre el vientre del bebé y el segundo sobre sus pies. Meritamón no tuvo ninguna reacción.

–Ahora, un campo de fuerzas positivas la protege. El hechizo está roto, el maleficio es inoperante.

-¿Está salvada? – preguntó el rey.

–Sólo el amamantamiento la arrancará de la muerte. Si la boca de su estómago permanece cerrada, morirá.

–Dale tu poción.

–Dásela tu mismo.

Con suavidad, Ramsés separó los labios de su hija, profundamente dormida y vertió el líquido ámbar en la boquita. El doctor Pariamakhú había vuelto la cabeza.

Segundos más tarde, Meritamón abrió los ojos y gritó.

–De prisa -dijo Setaú-, ¡la teta de la estatua!

Ramsés levantó a su hija, Setaú sacó el vástago metálico que tapaba el seno de donde se derramaba la leche, el rey pegó los labios del bebé al orificio.

Meritamón bebió con voluptuosidad, deteniéndose apenas para recuperar el aliento, y lanzó suspiros de contento.

–¿Qué deseas, Setaú?

–Nada, Ramsés.

–Te nombro director de los magos de palacio.

–¡Que se las arreglen sin mí! ¿Cómo se encuentra Nefertari?

–Es sorprendente. Mañana paseará por el jardín.

–¿Y la pequeña?

–Su sed de vivir es inextinguible.

–¿Qué han predicho las siete hadas?

–El velo negro que cubría el destino de Meritamón se ha desgarrado; ellas han visto un vestido de sacerdotisa, una mujer de gran nobleza y las piedras de un templo.

–Una existencia austera, ¿no?

–Mereces ser rico, Setaú.

–Mis serpientes, mis escorpiones y Loto me bastan.

–Tus créditos de investigación serán ilimitados. En cuanto a tu producción de veneno, el palacio la comprará, al mejor precio, para distribuirla a los hospitales.

–Rechazo los privilegios.

–Éste no lo es. Ya que tus productos son excelentes, tu remuneración debe ser elevada y tu trabajo alentado.

–Si me atreviera…

–Atrévete.

–¿Aún te queda vino tinto del Fayum, del año tercero de Seti?

–Te enviaré varias ánforas mañana mismo.

–¡Eso me costará bastantes redomas de veneno!

–Permíteme que te las regale.

–No me gustan los regalos, sobre todo viniendo del rey.

–Es el amigo quien te ruega que aceptes este presente. ¿Cómo has adquirido la ciencia que ha salvado a Meritamón?

–Las serpientes me lo han enseñado casi todo, Loto ha hecho el resto. La técnica de las brujas nubias es incomparable. El amuleto que tu hija lleva al cuello le evitará muchos sinsabores, a condición de que sea vuelto a cargar cada año.

–Una villa oficial os espera, a Loto y a ti.

–¡En plena ciudad! No hablas en serio… ¿Cómo estudiaríamos las serpientes? Necesitamos el desierto, la noche y el peligro. A propósito de peligro… Este maleficio es inhabitual.

–Explícate.

–He tenido que emplear grandes recursos, pues el ataque era serio. Hay maleficio extranjero en este asunto, sirio, libio o hebreo; si no hubiera utilizado tres marfiles mágicos, no habría logrado romper el campo de fuerzas negativas. Y no quiero recordar la voluntad de hacer morir de hambre a un niño de pecho… Un espíritu particularmente perverso, en mi opinión.

–¿Un mago de palacio?

–Me sorprendería. Tu enemigo está familiarizado con las fuerzas del mal.

–¿Volverá a hacerlo?

–Puedes estar seguro de ello.

–¿Cómo podemos identificarlo e impedir que vuelva a perjudicar a alguien?

–No tengo la menor idea. Un demonio de esta talla sabe disimularse con arte consumado. Quizá ya te hayas cruzado con él; te habrá parecido amable e inofensivo. Quizá se oculta en un antro inaccesible.

–¿Cómo puedo proteger a Nefertari y a Meritamón?

–Utilizando los medios que han probado su eficacia: amuletos y ritual de invocación a las fuerzas benéficas.

–¿Y si es insuficiente?

–Será necesario desplegar una energía superior a la del mago negro.

–Así pues, crear un hogar que la produzca.

El templo de millones de años… Ramsés no tendría un aliado más eficaz.

Pi-Ramsés crecía.

Aún no era una ciudad, pero edificios y casas tomaban forma, dominados por la imponente masa del palacio, cuyos basamentos de piedra emulaban tanto a los de Tebas como a los de Menfis. El ardor en la tarea no flaqueaba. Moisés parecía infatigable, la intendencia seguía siendo ejemplar. Viendo el resultado de sus esfuerzos, los constructores de la nueva capital, desde los maestros de obra a los peones, deseaban ver la culminación de la obra. Había algunos que tenían la intención de establecerse en la ciudad edificada por sus manos.

Dos jefes de clan, celosos del éxito de Moisés, habían intentado cuestionar su autoridad. Sin esperar siquiera que el joven hebreo se defendiera, la totalidad de los ladrilleros había exigido que permaneciera en su puesto. Desde ese instante, Moisés, sin ser consciente de ello, aparecía cada vez más como el rey sin corona de un pueblo sin país. Construir aquella capital le robaba tanta energía que sus angustias se habían disipado. Ya no se preguntaba acerca del dios único y sólo se preocupaba por la buena organización de las obras.

El anuncio de la llegada de Ramsés le regocijó. Unos pájaros de mal agüero se habían referido a la muerte de Nefertari y de su hija. Durante unos días, la atmósfera había estado cargada. Para desmentir el rumor, Moisés había apostado que el rey no tardaría en visitar la ciudad en construcción.

Ramsés le dio la razón.

Serramanna no pudo impedir que los obreros formaran un pasillo de honor al paso del carro real. Querían tocarle para conseguir un poco de la magia del faraón. El sardo maldijo a ese joven monarca que no tenía ninguna consideración por las medidas de seguridad y se exponía al puñal de un agresor.

Ramsés fue derecho a la villa provisional que ocupaba Moisés. Cuando el faraón echó pie a tierra, el hebreo se inclinó; una vez en el interior y al abrigo de las miradas, los dos amigos se dieron un abrazo.

–Si continuamos así, tu insensata apuesta está a punto de ser ganada.

–¿Estás adelantado en los plazos?

–Así es.

–Hoy quiero verlo todo.

–Te llevarás muchas sorpresas. ¿Cómo se encuentra Nefertari?

–La reina está muy bien, nuestra hija también. Meritamón será tan bella como su madre.

–¿No estuvieron a punto de morir?

–Setaú las ha salvado.

–¿Con sus venenos?

–Se ha convertido en un experto en magia y disipó el maleficio que afectaba a mi esposa y a mi hija.

Moisés quedó estupefacto.

–¿Quién se ha atrevido a provocarlo?

–Aún lo ignoramos.

–Hay que ser infame para atacar a una mujer y su hijo, ¡y loco para herir a la esposa y a la hija del faraón!

–Me he preguntado si esta horrible agresión no está vinculada con la construcción de Pi-Ramsés. Muchos notables están en contra de que cree esta nueva capital.

–No, es imposible… Entre el descontento y el crimen, el abismo es demasiado grande.

–Si el culpable fuera un hebreo, ¿cuál sería tu reacción?

–Un criminal es un criminal, sea cual sea su pueblo. Pero creo que te equivocas.

–Si te enteras de cualquier cosa, no me lo ocultes.

–¿No confías en mí?

–¿Te hablaría así si no lo hiciera?

–Ningún hebreo concebiría semejante fechoría.

–Debo ausentarme durante varias semanas, Moisés, te confío mi capital.

–Cuando regreses, ya no la reconocerás. No tardes demasiado; no nos gustaría posponer la inauguración.

44

En esos primeros días de un mes de junio sofocante, Ramsés festejaba el inicio de su segundo año de reinado. Ya había pasado un año desde la partida de Seti hacia el reino de las estrellas.

El barco de la pareja real se había inmovilizado a la altura de Gebel Silsileh, en el lugar en el que las dos orillas se estrechaban. Según la tradición, el genio del Nilo residía allí, y el faraón debía despertarlo para que se convirtiera en el padre nutricio e hiciera subir las aguas.

Tras haber hecho la ofrenda de leche y vino, y pronunciado las plegarias rituales, la pareja real entró en una capilla excavada en la roca. Allí reinaba una temperatura agradable.

–¿Has hablado con el doctor Pariamakhú? – pregunto Ramsés a Nefertari.

–Me ha prescrito un nuevo tratamiento para borrar las últimas trazas de fatiga.

–¿Nada más?

–¿Me ha ocultado la verdad a propósito de Meritamón?

–No, tranquilízate.

–¿Qué debería haberme dicho?

–El valor no es la mayor virtud de ese buen doctor.

–¿De qué cobardía es culpable?

–Has sobrevivido de milagro al parto.

El rostro de Nefertari se ensombreció.

–No tendré otro niño, ¿verdad? Y no te daré un hijo.

–Kha y Meritamón son los herederos legítimos de la Corona.

–Ramsés debe tener otros niños y otros hijos. Si estimas que retirarme a un templo es indispensable…

El rey estrechó a su esposa contra sí.

–Te amo, Nefertari. Tú eres el amor y la luz, tú eres la reina de Egipto. Nuestras almas están unidas para siempre, nadie podrá separarnos.

–Iset te dará hijos.

–Nefertari…

–Es necesario, Ramsés, es necesario. Tú no eres un hombre como los demás, tú eres el faraón.

En cuanto llegaron a Tebas, la pareja real se dirigió al sitio en el que sería edificado el templo de millones de años de Ramsés. El lugar les pareció grandioso y cargado de una energía que se alimentaba a la vez de la montaña de Occidente y de la llanura fértil.

–Me he equivocado al descuidar esta fundación en provecho de la capital -confesó Ramsés-. La advertencia de mi madre y el atentado perpetrado contra ti y nuestra hija me han abierto la mente. Sólo un templo de millones de años nos protegerá del mal oculto en las tinieblas.

Noble y resplandeciente, Nefertari recorrió la amplia extensión de arena y de rocas que parecía abocada a la esterilidad. Como Ramsés, gozaba de una complicidad con el sol; se deslizaba sobre su piel sin quemarla y la iluminaba con sus rayos. En esos momentos inmóviles era la diosa de las fundaciones, cuyos pasos sacralizaban el terreno elegido.

La gran esposa real surgía de la eternidad y la grababa en aquella tierra quemada por el sol, marcada ya con el sello de Ramsés.

Los dos hombres se tropezaron en la pasarela del barco real y se quedaron inmóviles, cara a cara. Setaú era más bajo que Serramanna, pero igual de ancho de hombros. Las miradas se enfrentaron.

–Esperaba no volver a verte cerca del rey, Setaú.

–Me aflige mucho decepcionarte.

–Se habla de un mago negro que ha puesto en peligro la vida de la reina y de su hija.

–¿Todavía no lo has identificado? Ramsés está muy mal rodeado.

–¿Nadie te ha cerrado el pico?

–Pruébalo, si eso te divierte. Pero desconfía de mis serpientes.

–¿Es una amenaza?

–Lo que tú pienses me es indiferente. Sea cual sea su hábito, los piratas siempre serán piratas.

–Si confiesas tu crimen, me harás ganar tiempo.

–Para ser jefe de seguridad, estás muy mal informado. ¿Ignoras que he salvado a la hija de la pareja real?

–¡Pamplinas! Eres un vicioso, Setaú.

–Y tú tienes la mente torcida.

–En el mismo instante en que intentes perjudicar al rey, te partiré el cráneo con mi puño.

–La pretensión va a sofocarte, Serramanna.

–Probémoslo, ¿quieres?

–Agredir sin razón a un amigo del rey te conducirá a prisión.

–Pronto residirás en ella.

–Tú me precederás, sardo. Mientras tanto, apártate de mi camino.

–¿Adónde vas?

–A reunirme con Ramsés y, bajo sus órdenes, purificar el sitio de su futuro templo de los reptiles que lo habrían elegido como domicilio.

–Te impediré dañar, brujo.

Setaú apartó a Serramanna.

–En vez de decir estupideces, seria mejor que protegieras al rey.

Ramsés se recogió varias horas en la capilla de culto a su padre, en el interior del templo de Gurnah, en la orilla oeste de Tebas. El rey había depositado sobre el altar unos racimos de uva, higos, bayas de enebro y piñas de pino. En este lugar de reposo, el alma de Seti vivía en paz, alimentada por la esencia sutil de las ofrendas.

Allí fue donde Seti anunció que Ramsés le sucedería. El joven príncipe no sintió el peso de las palabras de su padre. Vivía un sueño, bajo la sombra protectora de un gigante cuyo pensamiento se movía como la barca divina a través de los espacios celestes.

Cuando la corona roja y la corona blanca fueron puestas sobre su cabeza, Ramsés había abandonado para siempre la quietud del heredero del trono para afrontar un mundo cuya rudeza no sospechaba. En las paredes de ese templo, unos dioses sonrientes y graves sacralizaban la vida; un faraón resucitado les rendía homenaje y comulgaba con el invisible. En el exterior, los hombres, la humanidad con su coraje y su cobardía, su rectitud y su hipocresía, su generosidad y su avidez. Y él, Ramsés, en medio de esas fuerzas contrarias, encargado de mantener el vínculo entre los humanos y los dioses, cualesquiera que fueran sus deseos y sus debilidades.

Sólo reinaba desde hacía un año pero hacía mucho tiempo que ya no se pertenecía.

Cuando Ramsés subió en el carro de Serramanna, que sujetaba las riendas, el sol declinaba.

–¿Adónde vamos, majestad?

–Al Valle de los Reyes.

–He hecho registrar los barcos que forman la flotilla.

–¿Nada sospechoso?

–Nada.

El sardo estaba nervioso.

–¿No tienes nada más que decirme, Serramanna?

–En realidad no, majestad.

–¿Estás seguro de ello?

–Acusar sin pruebas seria una falta grave.

–¿Has identificado al mago negro?

–Mi opinión no tiene ningún valor. Sólo cuentan los hechos.

–Al galope, Serramanna.

Los caballos se lanzaron hacia el Valle, cuyo acceso estaba vigilado permanentemente por soldados. En este final de un día de verano, el calor se había acumulado en la roca, que lo devolvía, y se tenía la sensación de penetrar en un horno en el que uno perecería asfixiado.

Sudando y jadeante, el oficial responsable del destacamento se inclinó ante el faraón y le garantizó que ningún ladrón se introduciría en la tumba de Seti.

Pero Ramsés no se dirigió a la morada eterna de su padre, sino a la suya. Terminada la jornada de trabajo, los picapedreros limpiaban sus herramientas y las guardaban en canastos. La visita repentina del soberano interrumpió las conversaciones; los artesanos se reunieron detrás del maestro de obras, que acababa de redactar su informe diario.

–Hemos excavado el largo pasillo hasta la sala de Maat. ¿Puedo enseñároslo, majestad?

–Déjame solo.

Ramsés franqueó el umbral de su tumba y descendió una escalera bastante corta excavada en la roca, que correspondía a la entrada del sol en las tinieblas. En las paredes del pasillo que seguía habían grabado jeroglíficos dispuestos en columnas verticales, unas plegarias que una figura del faraón eternamente joven dirigía al poder de la luz, del que enumeraba los nombres secretos. Luego se desvelaban las horas de la noche y las pruebas de la cámara oculta que debía superar el viejo sol para esperar renacer en la mañana.

Después de haber cruzado aquel reino de las sombras, Ramsés se vio venerando las divinidades, presentes en el más allá como lo habían sido en la tierra. Admirablemente dibujadas, pintadas con colores vivos, recreaban al rey permanentemente.

A la derecha estaba la sala del carro real con cuatro pilares. Allí serían conservados el timón, la caja, las ruedas y las demás piezas del carro ritual de Ramsés, para que fuera reconstruido en el otro mundo y permitiera al monarca desplazarse por él, derribando a los enemigos de la luz.

Más allá, el pasillo se estrechaba. Lo decoraban las escenas y los textos rituales de la abertura de la boca y de los ojos, practicada sobre la estatua del rey, transfigurada y resucitado.

Luego reinaba otra vez la roca, apenas desbastada por los cinceles de los picapedreros. Necesitarían varios meses para abrir y decorar la sala de Maat y la morada de oro en la que sería instalado el sarcófago.

La muerte de Ramsés se construía ante él, tranquila y misteriosa. Ninguna palabra faltaría en el lenguaje de la eternidad, ninguna escena en el arte de lo invisible. El joven rey evolucionaba por el más allá de su persona terrestre, participaba de un universo en el que las leyes superaban para siempre el entendimiento humano.

Cuando el faraón salió de su tumba, una noche apacible reinaba en el Valle de sus antepasados.

45

El segundo profeta de Amón, Doki, corrió al palacio de Tebas, en el que el rey acababa de convocar a los principales dignatarios de la jerarquía de Karnak. Pequeño, con el cráneo afeitado, la frente estrecha, la nariz y el mentón prominentes, y una mandíbula que recordaba la de un cocodrilo, Doki temía llegar tarde debido a la estupidez de su secretario, que había omitido prevenirlo con urgencia, cuando verificaba las cuentas del escriba de los rebaños. El imbécil sería enviado a una granja, lejos de la comodidad de los despachos del templo.

Serramanna registró a Doki y lo dejó entrar en la sala de audiencias del faraón. Frente a él, sentado en un asiento provisto de brazos, se hallaba el viejo Nebú, gran sacerdote y primer profeta de Amón. Arrugado, con los hombros caídos, había colocado su dolorida pierna izquierda sobre un cojín y aspiraba de un frasco de esencia de flores.

–Queréis perdonarme, majestad. Mi retraso…

–No hablemos más. ¿Dónde se encuentra el tercer profeta?

–Es el encargado de los ritos de purificación en la Casa de Vida y desea permanecer recluido.

–De acuerdo. ¿Y Bakhen, el cuarto profeta?

–En la obra de Luxor.

–¿Por qué no está aquí?

–Supervisa la difícil colocación de los obeliscos. Si queréis que le haga venir inmediatamente…

–Es inútil. ¿La salud del gran sacerdote de Karnak es satisfactoria?

–No -respondió Nebú con voz fatigada-. Me desplazo con dificultad y paso la mayor parte del tiempo en la sala de archivos. Mi predecesor había descuidado unos rituales antiguos que deseo poner de nuevo al día.

–¿Y tú, Doki, estás más preocupado por los asuntos de este mundo?

–¡Es sumamente necesario, Majestad! Bakhen y yo nos preocupamos de la gestión de esta propiedad bajo el control de nuestro venerado gran sacerdote.

–Mis jóvenes subordinados han comprendido que mal pie no impide buen ojo -precisó Nebú-. La misión que el rey me ha confiado será realizada sin descanso, y no toleraré ni inexactitud ni pereza.

La firmeza del tono sorprendió a Ramsés. Aunque parecía agotado, el viejo Nebú mantenía firmemente el timón.

–Vuestra presencia es una gran dicha, majestad. Significa que el nacimiento de vuestra nueva capital no implica el abandono de Tebas.

–No era mi intención, Nebú. ¿Qué faraón digno de su función podría descuidar la ciudad de Amón, el dios de las victorias?

–¿Por qué alejarse de ella?

La pregunta parecía cargada de reproches.

–No corresponde al gran sacerdote de Amón discutir la política de Egipto.

–Lo admito de buen grado, majestad, ¿pero no le corresponde preocuparse por el futuro de su templo?

–Que Nebú esté tranquilo. ¿Acaso la gran sala de columnas Karnak no es la más bella y la más amplia jamás construida?

–Os lo agradezco, majestad; pero permitid a un viejo sin ambición que os pregunte la verdadera razón de vuestra presencia aquí.

Ramsés sonrió.

–¿Quién es más impaciente, Nebú, tú o yo?

–En vos arde el fuego de la juventud, en mí se impone la voz del reino de las sombras. El poco tiempo que me queda por vivir me prohíbe los discursos inútiles.

Los mandobles entre Ramsés y Nebú dejaron a Doki sin habla. Si el gran sacerdote continuaba desafiando así al monarca, su cólera no tardaría en estallar.

–La familia real está en peligro -reveló el faraón-. He venido a Tebas para buscar la protección mágica que necesita.

–¿Cómo pensáis actuar?

–Fundando mi templo de millones de años.

Nebú apretó su bastón.

–Os lo apruebo, pero primero es necesario acrecentar el ka, ese poder del que sois depositario.

–¿De qué manera?

–Terminando el templo de Luxor, el santuario del ka por excelencia.

–¿No barres hacia dentro, Nebú?

–En otras circunstancias, sin duda habría intentado influenciaros poco o mucho, pero la gravedad de vuestras palabras me ha disuadido de ello. Es en Luxor donde se acumula el poder que Karnak necesita para hacer resplandecer lo divino, es ése el que necesitáis para reinar.

–Tendré en cuenta vuestra opinión, gran sacerdote, pero te ordeno preparar el ritual de fundación de mi templo de millones de años, que será levantado en la orilla de Occidente.

Para calmar la fiebre que se había apoderado de él, Doki bebió varias copas de cerveza fuerte. Sus manos temblaban, un sudor helado corría a lo largo de su espalda. Después de haber sufrido tantas injusticias, ¡por fin la suerte le sonreía!

Él, el segundo profeta de Amón, condenado a envejecer en ese puesto subalterno, ¡era depositario de un secreto de Estado de la mayor importancia! Al confiarse, Ramsés había cometido un error que Doki explotaba, con la esperanza de acceder a la función de gran sacerdote.

El templo de millones de años… ¡Una ocasión inesperada, la solución que le parecía inaccesible! Pero debía calmarse, no actuar con precipitación, no perder un segundo, pronunciar las palabras justas, saber callarse.

Su posición de segundo profeta le permitía sustraer los productos que le servirían de moneda de cambio, suprimiendo algunas líneas en los inventarios. Como supervisor de los escribas controladores, no corría ningún riesgo.

¿No se ilusionaba, poseía verdaderamente la capacidad de llevar semejante proyecto a buen fin? Ni el gran sacerdote ni el rey eran niños crédulos. Al menor paso en falso, sería desenmascarado. Pero semejante posibilidad no se volvería a presentar. Un faraón no construía más que un único templo de millones de años.

Situado a media hora de camino de Karnak, Luxor estaba unido al inmenso templo de Amón por una avenida bordeada de esfinges protectoras. Utilizando los archivos de la Casa de Vida, que contenían los secretos del cielo y de la tierra, y leyendo los libros de Thot, Bakhen había trazado un plan que permitiría ampliar Luxor conforme a la voluntad expresada por Ramsés desde el primer año de su reinado. Gracias al apoyo de Nebú, los trabajos habían avanzado de prisa. Añadido al santuario Amenhotep, un gran patio de cincuenta y dos metros de ancho por cuarenta y ocho de largo albergaría unas estatuas de Ramsés. Ante el elegante pilón, de sesenta y cinco metros de ancho, seis colosos que representaban al faraón custodiarían el acceso al templo del ka, mientras dos obeliscos, de veinticinco metros de alto, se alzarían hacia el cielo para disipar las fuerzas nocivas.

La hermosa piedra de arenisca, de una belleza inigualable, los muros cubiertos de electro, el suelo de plata harían de Luxor la obra maestra del reinado de Ramsés. Los mástiles para oriflamas, afirmando la presencia de lo divino, tocarían las estrellas.

Pero el espectáculo al que Bakhen asistía desde hacía al menos una hora lo sumía en la desesperación. Procedente de las canteras de Asuán, una barcaza de setenta metros de largo, que transportaba el primero de los dos obeliscos, giraba sobre sí misma en medio del Nilo, atrapada por un remolino que no señalaba ninguna carta de navegación. En la parte delantera del pesado navío de sicomoro, el marinero, que sondeaba sin cesar el río con una larga pértiga para evitar la varada en un banco arena, había visto demasiado tarde el peligro. Aterrorizado, el hombre de la caña había hecho una falsa maniobra; en el mismo instante en que éste caía al agua, uno de los dos timones se rompía. El otro, bloqueado, había quedado inservible.

Los movimientos desordenados de la barcaza habían desequilibrado el cargamento. Al correrse, el obelisco, monolito de doscientas toneladas, había roto varias cuerdas que aseguraban su estabilidad. Otras amenazaban con ceder. Pronto, el gigantesco bloque de granito rosa caería al río.

Bakhen apretó los puños y lloró.

Este naufragio era un espantoso fracaso del que no se repondría. Con toda justicia sería considerado el responsable de la pérdida de un obelisco y de la muerte de varios hombres. ¿No había sido él, demasiado apresurado, quien había ordenado la salida de la barcaza sin esperar la crecida? Inconsciente de los peligros que hacía correr a la tripulación, Bakhen se había creído superior a las leyes de la naturaleza.

El cuarto profeta de Amón habría dado con gusto su vida para impedir este desastre. Pero el barco cabeceaba cada vez más, y unos siniestros crujidos probaban que el casco no tardaría en romperse. El obelisco era un perfecto acierto. Sólo faltaba el dorado del piramidión, que habría resplandecido bajo los rayos del sol. Un obelisco condenado a desaparecer en el fondo del Nilo.

En la orilla, un hombre gesticulaba. Un gigante bigotudo con casco y armado, cuyas protestas se perdían en el viento violento.

Bakhen se dio cuenta de que se dirigía a un nadador, al que le suplicaba que regresara. Pero éste avanzaba de prisa en dirección al barco a la deriva. Corriendo el riesgo de ahogarse o perecer golpeado por un remo, logró alcanzar la proa de la barcaza y trepar a lo largo del casco ayudándose con un cabo.

El hombre empuñó el timón bloqueado que dos manos intentaban en vano poner de nuevo en marcha. Con una fuerza increíble, apoyándose en sus talones, los músculos de sus brazos y de su pecho al borde del estallido, logró hacer que se moviera la pesada pieza de madera.

El barco dejó de dar vueltas sobre sí mismo y se inmovilizó unos instantes, paralelo a la orilla. Aprovechando un viento favorable, el hombre de la caña logró salir del remolino, ayudado en seguida por unos remeros que habían recuperado la confianza.

Cuando la barcaza atracó, decenas de picapedreros y de peones se ocuparon de descargar el obelisco.

Cuando su salvador apareció en lo alto de la pasarela, Bakhen lo reconoció. Ramsés, el rey de Egipto, había arriesgado su vida para salvar la aguja de piedra que traspasaría el cielo.

Chenar comía seis veces al día y engordaba a ojos vistas. Esto le ocurría cuando perdía la esperanza de conquistar el poder y tomar por fin su revancha sobre Ramsés. La bulimia lo tranquilizaba, le permitía olvidar el nacimiento de una nueva capital y la insolente popularidad del rey. Ya ni siquiera Acha lograba confortarlo. Era cierto que empleaba argumentos convincentes: el poder gastaba, el entusiasmo de los primeros meses de reinado se deshilacharía, las dificultades de todo orden se acumularían en el camino de Ramsés… Pero nada concreto corroboraba estas hermosas palabras. Los hititas parecían paralizados, sensibles al eco de los milagros realizados por el joven monarca.

En resumen, todo iba de mal en peor.

Chenar se encarnizaba con un muslo de oca asada cuando su intendente le anunció la visita de Meba, el ex ministro de Asuntos Exteriores, al que le había quitado el puesto y le había hecho creer que Ramsés era el único responsable de aquel cambio.

–No quiero verlo.

–Insiste.

–Despídelo.

–Dice que posee una información importante que os concierne.

El ex ministro no era ni un jactancioso ni un fabulador. Además había construido su carrera basándose en la prudencia.

–Entonces, déjale entrar.

Meba no había cambiado: con el rostro ancho y tranquilizador, el aire pontifical, una voz neutra y sin gran personalidad: un alto funcionario aferrado a su comodidad y a sus costumbres, incapaz de comprender las verdaderas razones de su caída.

–Gracias por recibirme, Chenar.

–Es un placer recibir a un viejo amigo. ¿Tienes hambre o sed?

–Un poco de agua fresca me iría bien.

–¿Has renunciado al vino y a la cerveza?

–Desde que he perdido el puesto, sufro horribles dolores de cabeza.

–Lamento ser el beneficiario involuntario de esa injusticia. El tiempo pasará, Meba, quizá conseguiré obtener un puesto honorífico para ti.

–Ramsés no es un rey que se vuelva atrás. En tan pocos meses, su éxito es fulgurante.

Chenar clavó los dientes en un ala de oca.

–Me resigné -confesó el viejo diplomático-, hasta el momento en que vuestra hermana, Dolente, me presentó a un extraño personaje.

–¿Su nombre?

–Ofir, es libio.

–Jamás he oído hablar de él.

–Se oculta.

–¿Por qué razón?

–Porque protege a una joven, Lita.

–¿Qué sórdida historia me cuentas?

–Según Ofir, Lita es descendiente de Akenatón.

–¡Pero todos sus descendientes están muertos!

–¿Y si fuera cierto?

–Ramsés la desterrará de inmediato.

–Vuestra hermana ha tomado partido por ella y por los seguidores de Atón, el dios único, que excluirá a los demás. En el mismo Tebas se ha formado un clan.

–¡Espero que tú no formes parte de él! Esta locura terminará mal. ¿Olvidas que Ramsés pertenece a una dinastía que condena la experiencia intentada por Akenatón?

–Soy consciente de ello y estaba asustado cuando me encontré con ese Ofir. Después de pensarlo mejor deduje que era un hombre que podría ser un aliado precioso contra Ramsés.

–¿Un libio obligado a esconderse?

–Ofir posee una cualidad apreciable: es mago.

–¡Los hay a centenares!

–A pesar de todo éste ha puesto en peligro la vida de Nefertari y de su hija.

–¿Qué intentas decirme?

–Vuestra hermana, Dolente, está convencida de que Ofir es un sabio y que Lita subirá al trono de Egipto. Como cuenta conmigo para reunir a los partidarios de Atón, me aprovecho de sus confidencias. Ofir es un mago temible, decidido a destruir las defensas mágicas de la pareja real.

–¿Estás seguro de ello?

–Cuando lo hayáis visto, os convenceréis. Pero eso no es todo Chenar; ¿habéis pensado en Moisés?

–Moisés… ¿Por qué Moisés?

–Las ideas de Akenatón no están muy alejadas de las de estos hebreos. ¿No se murmura que al amigo del faraón se le ve atormentado por el advenimiento de un dios único y que su fe en nuestra civilización está debilitada?

Chenar examinó a Meba con atención.

–¿Qué propones?

–Que alentéis a Ofir a continuar su acción de mago negro y a encontrarse con Moisés.

–Tu descendiente de Akenatón me disgusta…

–A mí también, ¿pero qué importa? Convenzamos a Ofir de que creemos en Atón y en el reinado de Lita. Cuando el mago haya debilitado a Ramsés y manipulado a Moisés contra el rey, nos desharemos de este dudoso personaje y de su protegida.

–Un plan interesante, mi querido Meba.

–Cuento con vos para mejorarlo.

–¿Qué deseáis a cambio?

–Recuperar mi antiguo puesto. La diplomacia es toda mi vida. Me gusta recibir a los embajadores, presidir cenas mundanas, discutir a medias palabras con dignatarios extranjeros, promover una relación, tender trampas, gozar del protocolo… Nadie puede comprenderlo si no ha entrado en la carrera. Cuando seáis rey, nombradme ministro de Asuntos Exteriores.

–Tus propuestas son totalmente dignas de interés.

Meba estaba encantado.

–Si no os molesta, bebería con ganas un poco de vino. Mi migraña ha desaparecido.

Bakhen, cuarto profeta de Amón, se había prosternado ante Ramsés.

–No tengo ninguna excusa, majestad. Soy el único responsable de este desastre.

–¿Qué desastre?

–El obelisco podría haberse perdido, la tripulación diezmarse.

–Tus pesadillas no tienen ningún sentido, Bakhen. Sólo la realidad cuenta.

–Ésta no borra mi imprudencia.

–¿Por qué la has cometido?

–Deseaba hacer de Luxor la joya de vuestro reinado.

–¿Creías que un único maestro de obras me bastaba? Levántate, Bakhen.

El ex instructor militar de Ramsés no había perdido nada de su robustez. Se parecía más a un atleta que a un sacerdote ascético.

–Has tenido suerte, Bakhen, y yo aprecio a los hombres a los que el destino favorece. ¿La magia de un ser no consiste en desviar los golpes de la suerte?

–Sin vuestra intervención…

–¡Así que eres capaz de provocar que venga el faraón! Bonita hazaña, en verdad, que merece ser grabada en los anales.

Bakhen temía que una terrible sanción sucediera a esas irónicas palabras. Pero la mirada penetrante de Ramsés se desvió y se orientó hacia la barcaza. Las maniobras de descarga se efectuaban sin dificultad.

–Ese obelisco es espléndido. ¿Cuándo estará listo el segundo?

–A finales de septiembre, espero.

–¡Que los grabadores de jeroglíficos se den prisa!

–En las canteras de Asuán hace demasiado calor.

–¿Qué eres, Bakhen, un constructor o un quejumbroso? Ve allá y vigila la finalización del trabajo. ¿Y los colosos?

–Los picapedreros han elegido una arenisca magnífica en las canteras de Gebel Silsileh.

–Que se pongan a la obra también, y sin demoras. Envía a un emisario hoy mismo y luego ve a comprobar que los escultores no pierden ni una hora. ¿Por qué está inacabado todavía el gran patio?

–¡Era imposible ir más de prisa, majestad!

–Te equivocas, Bakhen. Para construir un santuario del ka, un lugar de reposo ofrecido al poder que crea el universo permanentemente, no hay que comportarse como un modesto capataz, vacilando sobre los pasos a seguir y tímido con los materiales. Es el fuego del rayo el que debe proteger tu pensamiento en la piedra y hacer nacer el templo. Te has mostrado lento y perezoso: ésa es tu verdadera falta.

Aturdido, Bakhen era incapaz de protestar.

–Cuando Luxor esté terminado, producirá ka, una energía que necesito lo más pronto posible. Moviliza a los mejores artesanos.

–Algunos se ocupan de vuestra morada eterna, en el Valle de los Reyes.

–Hazles venir aquí, mi tumba esperará. También te preocuparás de otra urgencia: la creación de mi templo de millones de años, en la orilla oeste. Su presencia preservará al reino de muchas desdichas.

–Queréis…

–Un edificio colosal, un santuario tan poderoso que su magia rechace la adversidad. Mañana le daremos vida.

–Pero si existe Luxor, majestad…

–También existe Pi-Ramsés, toda una ciudad. Llama a los escultores de todas las provincias y conserva sólo a aquellos cuya mano tenga genio.

–¡Majestad, los días no son extensibles!

–Si te falta tiempo, Bakhen, créalo.

47

Doki encontró al escultor en una taberna de Tebas que jamás habían frecuentado ni uno ni otro. Se sentaron en la esquina más oscura, cerca de obreros libaneses que hablaban alto y fuerte.

–He recibido vuestro mensaje y he venido -dijo el escultor-. ¿Por qué tanto misterio?

Tocado con una peluca que le ocultaba las orejas y le caía sobre la frente, Doki estaba irreconocible.

–¿Habéis hablado de mi carta con alguien?

–No.

–¿Ni siquiera con vuestra esposa?

–Soy soltero.

–¿Con vuestra amante?

–Sólo la veo mañana por la noche.

–Dadme esa carta.

El escultor entregó el papiro enrollado a Doki, quien lo rompió en mil pedazos.

–Si no nos entendemos -explicó-, no quedará ninguna huella de nuestro contacto. Jamás os habré escrito y jamás nos habremos encontrado.

El escultor, un hombre cuadrado y fornido, comprendía mal estas sutilezas.

–Ya he trabajado para Karnak y no tuve que lamentarlo, ¡pero jamás me habían convocado en una taberna para mantener conversaciones incoherentes!

–Seamos claros: ¿queréis ser rico?

–¿Quién no lo desearía?

–Vuestra fortuna puede ser adquirida rápidamente, pero será necesario correr riesgos.

–¿Cuáles?

–Antes de revelároslos, tenemos que ponemos de acuerdo.

–¿De acuerdo sobre qué?

–Si os negáis, abandonáis Tebas.

–¿Si no?

–Entonces es mejor dejarlo aquí.

Doki se levantó.

–De acuerdo. Quedaos.

–Vuestra palabra, sobre la vida del faraón y bajo la vigilancia de la diosa del silencio que fulmina al perjuro.

–La tenéis.

Dar la palabra era un acto mágico que comprometía al ser entero. Traicionarla hacía huir el ka y privaba al alma de sus cualidades.

–Sólo os pediré que grabéis unos jeroglíficos en una estela -reveló Doki.

–Pero… ¡es mi trabajo! ¿Por qué tanto misterio?

–Lo veréis en el momento debido.

–¿Y…esa fortuna?

–Treinta vacas lecheras, cien corderos, diez bueyes grasos, un barco ligero, veinte pares de sandalias, mobiliario y un caballo.

El escultor se estremeció.

–Todo eso… ¿por una simple estela?

–En efecto.

–Habría que estar loco para negarse. ¡Chocadla!

Los dos hombres se golpearon la mano.

–¿Para cuándo es el trabajo?

–Mañana al alba, en la orilla oeste de Tebas.

Meba había invitado a Chenar a la villa de uno de sus antiguos subordinados, a unos veinte kilómetros al norte de Menfis, en pleno campo. El ex ministro de Asuntos Exteriores y el hermano mayor de Ramsés habían llegado por caminos distintos y con dos horas de intervalo. Chenar había juzgado prudente no advertir a Acha de esta gestión.

–Tu mago se retrasa -reprochó Chenar a Meba.

–Me ha prometido que vendría.

–No tengo la costumbre de esperar. Si no está aquí en menos una hora, me voy.

Ofir hizo su entrada, acompañado de Lita.

El mal humor de Chenar desapareció en ese mismo instante. Fascinado, miró atentamente al inquietante personaje. Delgado, con los pómulos salientes, la nariz prominente, los labios muy delgados, el libio tenía una cabeza de buitre dispuesto a devorar su presa. La joven, con la cabeza gacha, tenía el aspecto de una vencida, desprovista de toda personalidad.

–Es un gran honor para nosotros -declaró Ofir con una voz profunda que hizo estremecer a Chenar-. No nos atrevíamos a esperar semejante favor.

–Mi amigo Meba me ha hablado de vos.

–El dios Atón se regocijará por ello.

–Será mejor que no pronunciéis ese nombre.

–He consagrado mi existencia a hacer reconocer los derechos de Lita al trono. Si el hermano mayor de Ramsés me recibe, ¿no es acaso porque aprueba mi gestión?

–Razonáis con precisión, Ofir, ¿pero no olvidáis el mayor obstáculo: el propio Ramsés?

–Al contrario. El faraón que gobierna Egipto es un ser de una envergadura y de una fuerza excepcionales, por lo tanto un adversario muy rudo cuyas defensas serán difíciles de romper. Sin embargo, dispongo de algunas armas que considero eficaces.

–Ya sabéis que los que practican la magia negra son condenados a pena de muerte.

–Ramsés y sus antepasados han intentado destruir la obra de Akenatón; él y yo mantendremos una lucha sin piedad.

–Todo consejo de moderación será pues inútil.

–En efecto.

–Conozco bien a mi hermano: es un hombre testarudo y violento, que no soportaría ningún golpe a su autoridad. Si encuentra partidarios del dios único en su camino, los aplastará.

–Por eso la única solución consiste en golpearlo por la espalda.

–Proyecto excelente, pero difícil de poner en práctica.

–Mi magia lo corroerá como el ácido.

–¿Qué pensaríais de un aliado en el interior de la fortaleza?

Los ojos del mago se contrajeron, a la manera de un gato; sólo quedó una rendija, que volvió su mirada insostenible.

Chenar estaba contento consigo mismo, había golpeado con precisión.

–¿Su nombre?

–Moisés. Un amigo de infancia de Ramsés, un hebreo a quien ha confiado la supervisión de las obras de Pi-Ramsés. Convencedlo de que os ayude, y nos convertiremos en aliados.

El general que mandaba el fuerte de Elefantina pasaba unos a felices. Desde la incursión llevada a cabo por Seti en persona, las provincias nubias, puestas bajo tutela egipcia, vivían en paz y enviaban regularmente sus productos.

La frontera meridional del doble país estaba bien guardada; después de muchos decenios, ninguna tribu nubia habría pensado en atacarla, ni siquiera cuestionarla. Nubia era para siempre territorio egipcio; los hijos de los jefes de tribu eran educados en Egipto antes de regresar a su casa y propagar allí la cultura faraónica, bajo el control del virrey de Nubia, un alto funcionario nombrado por el rey. Aunque a los egipcios les horrorizara permanecer mucho tiempo en el extranjero, aquel puesto era codiciado, pues su titular se beneficiaba de apreciables privilegios.

Pero el general no lo envidiaba, pues el clima y la quietud de Elefantina, de donde era originario, no valían nada. La guarnición se entrenaba desde el alba, antes de ponerse a disposición de los canteros para asegurar la carga de los bloques de granito en las barcazas que partían hacia el norte. ¡Qué lejos estaba el tiempo de las expediciones guerreras, y qué bueno era que estuviera lejos!

Desde su nombramiento, el general se había transformado en aduanero. Sus hombres comprobaban los productos procedentes del Gran Sur y les aplicaban las tasas, en función del baremo impuesto por la Doble Casa Blanca -El Ministerio de Economía y Finanzas-. Una acumulación de papeleo y de documentos administrativos atestaban el cuartel general, pero el oficial superior prefería luchar con ellos más que con los temibles guerreros nubios.

En pocos minutos subiría a un barco rápido que lo llevaría a examinar las fortificaciones desde el Nilo. Como cada día, disfrutaría de la dulzura de la brisa y se llenaría los ojos con la belleza de las orillas y de los acantilados. ¿Y cómo no pensar en la sabrosa cena que compartiría luego con una joven viuda que salía poco a poco de su desdicha?

Un inhabitual ruido de pasos hizo que se sobresaltara.

Su ordenanza se presentó ante él, sofocado.

–Mensaje urgente, mi general.

–¿De dónde procede?

–De una patrulla de vigilancia, en el desierto de Nubia.

–¿Las minas de oro?

–Sí, mi general.

–¿Qué ha dicho el mensajero?

–Que el asunto era muy serio.

Dicho de otro modo, el general no podía guardar el papiro enrollado en un armario y olvidarlo allí durante unos días. Rompió el sello, desenrolló el documento y lo examinó estupefacto.

–Es… ¡es falso!

–No, mi general. El mensajero está a vuestra disposición.

–No puede ser cierto… ¡Según este informe, unos nubios sublevados habrían atacado el convoy militar que llevaba el oro a Egipto!

48

La luna nueva acababa de nacer.

Ramsés iba con el torso desnudo y llevaba una peluca y un taparrabo arcaico, semejantes a los de los faraones del Antiguo imperio. La reina vestía una larga túnica blanca ajustada. En lugar de corona, llevaba la estrella de siete brazos de la diosa Sechat a la que encarnaba, durante los ritos de la fundación del Ramesseum, el templo de millones de años. Ramsés recordaba su estancia entre los picapedreros, en las canteras de Gebel Silsileh, donde había manejado el mazo y el cincel. Entonces pensó en convertirse en miembro de esa corporación antes de que su padre lo arrancara de ese sueño.

La pareja real estaba asistida por unos treinta ritualistas venidos del templo de Karnak; a su cabeza, el gran sacerdote Nebú, el segundo profeta, Doki, y el cuarto, Bakhen. A partir del día siguiente, pondría a trabajar a dos arquitectos y sus equipos. Ramsés había fijado que el templo de millones de años tendría una extensión de cinco hectáreas. Además del santuario mismo, incluiría un palacio y numerosas dependencias, entre ellas una biblioteca, almacenes y un jardín. Esta ciudad sagrada, económicamente autónoma, estaría dedicada al culto del poder sobrenatural presente en el ser del faraón.

Aturdido por la amplitud del proyecto, Bakhen se negaba a pensar en las dificultades y se concentraba en los gestos realizados por la pareja real. Tras haber fijado los ángulos simbólicos del futuro edificio, el rey y la reina, manejando un largo mazo, habían hundido las estacas que señalaban los cimientos tendido el cordel, evocando la memoria de Imhotep, creador, de la primera pirámide y modelo de arquitectos.

Luego el faraón había cavado la zanja de un cimiento con ayuda de una azada y había colocado en la cavidad pequeños lingotes de oro y plata, herramientas en miniatura y amuletos, cubiertos luego con arena y velados a las miradas.

Con mano firme, Ramsés había puesto en su lugar la primera piedra angular con una palanca y moldeado personalmente un ladrillo; de su acto creador surgirían los suelos, los muros y los techos del templo. Llegó el momento de la purificación: Ramsés dio la vuelta al espacio sagrado echando granos de incienso, cuyo nombre jeroglífico, sonter, significaba: «aquel que diviniza».

Bakhen levantó una puerta de madera, maqueta de la futura puerta monumental del edificio. Al consagrarla, el rey abrió la boca del templo de millones de años y lo condujo a la vida. En adelante, el Verbo estaba en él. Ramsés golpeó doce veces esta puerta con la porra blanca, «la iluminadora», llamando la presencia de las divinidades. Sujetando una lámpara encendida, iluminó el santuario en el que residiría el invisible.

Finalmente pronunció la antigua fórmula, afirmando que no había construido ese monumento para sí mismo y que lo ofrecía a su verdadero amo, la Regla, origen y fin de todos los templos de Egipto.

Bakhen tuvo la sensación de vivir un verdadero milagro. Lo que se realizaba allí, ante los ojos de algunos privilegiados, superaba el entendimiento humano. Sobre ese suelo aún vacío, que ya pertenecía a los dioses, el poder del ka empezaba a desplegarse.

–La estela de fundación está preparada -declaró Doki.

–Que se implante -ordenó el rey.

El escultor pagado por Doki trajo una pequeña piedra cubierta de jeroglíficos. El texto sacralizaba para siempre el territorio del Ramesseum, que no regresaría al mundo profano; la magia de los signos transformaba la tierra en cielo.

Setaú se adelantó, con un papiro en blanco y un cubilete lleno de tinta fresca en la mano. Doki se sobresaltó; la intervención de aquel tosco personaje no estaba prevista.

Setaú escribió un texto sobre el papiro, en líneas horizontales y de derecha a izquierda, luego lo leyó en voz alta.

–«Que sea sellada cada boca viva que hablara contra el faraón pronunciando malas palabras o que tuviera la intención de pronunciarlas contra él, de noche como de día. Que este templo de millones de años sea el recinto mágico que proteja al ser real y rechace el mal.»

Doki sudaba la gota gorda. Nadie le había prevenido de esta intervención mágica que, por suerte, no podía cambiar en nada el desarrollo de su plan.

Setaú presentó el papiro enrollado a Ramsés. El rey colocó su sello y lo dejó al pie de la estela donde sería enterrado. Al fijarse en los jeroglíficos, el rey los hizo existir.

De pronto, se dio la vuelta.

–¿Quién ha grabado estos jeroglíficos?

En la pregunta del monarca era perceptible la cólera.

El escultor se adelantó.

–Yo, majestad.

–¿Quién te ha dado el texto para inscribir en la piedra?

–El gran sacerdote de Amón en persona, majestad.

El escultor se prosternó, a un tiempo por respeto y para evitar la mirada furiosa de Ramsés. La inscripción tradicional relativa a la fundación de un templo de millones de años había sido modificada y desnaturalizada, aniquilando su función protectora.

Así pues, el viejo Nebú, aliado de las fuerzas de las tinieblas y vendido a los enemigos del faraón, había traicionado a Ramsés. El rey tuvo ganas de romperle la cabeza con el mazo de fundación, pero una extraña energía, que subía del suelo sacralizado, esparció un calor benéfico en su árbol de vida, la columna vertebral. En su corazón se abrió una puerta que modificó su visión. No, no era la violencia lo que había que emplear. Y el gesto muy discreto que Nebú acababa de realizar le confirmó esa opinión.

–Levántate, escultor.

El hombre obedeció.

–Ve hacia el gran sacerdote y tráemelo.

Doki triunfaba. Su plan se desarrollaba a la perfección, las protestas del viejo serían enmarañadas e inútiles. El castigo del rey sería terrible y el puesto de gran sacerdote quedaría vacante. Esta vez, el rey llamaría a un hombre experimentado y familiarizado con la jerarquía, a él, a Doki.

El escultor se había aprendido bien la lección. Se detuvo ante un viejo que tenía un bastón dorado en la mano derecha y llevaba un anillo de oro en el dedo medio, los dos símbolos atribuidos al gran sacerdote de Amón.

–¿Es éste el hombre que te ha dado el texto para grabar en la estela? – preguntó Ramsés.

–Es él.

–Pues eres un mentiroso.

–¡No, majestad! Os juro que fue el gran sacerdote de Amón en persona quien…

–Jamás lo has visto, escultor.

Nebú recuperó el bastón y el anillo que había confiado a un ritualista de edad, en el momento en que el escultor, que le daba la espalda, pronunciaba la acusación contra él.

Perturbado, el artesano titubeó.

–Doki… ¿Dónde estás, Doki? Tienes que ayudarme, ¡yo no soy responsable! ¡Eres tú quien me ha ordenado decir que el gran sacerdote de Amón quería destruir la magia del templo!

Doki huía.

Loco de rabia, el escultor lo alcanzó y se encarnizó sobre él a puñetazos.

Doki había sucumbido a sus heridas. El escultor, acusado de crimen de sangre, de degradación de jeroglíficos, de corrupción y de mentira, comparecería ante el tribunal del visir y sería condenado ya fuera a la pena de muerte en forma de suicidio, ya fuera a trabajos forzados en una prisión de los oasis.

Al día siguiente del drama, a la puesta del sol, Ramsés implantó personalmente la estela fundacional del Ramesseum, debidamente rectificada.

El Ramesseum había nacido.

–¿Sospechabas que Doki quería perjudicarte? – preguntó Ramsés a Nebú.

–La naturaleza humana está hecha así -respondió el gran sacerdote-. Raros son los seres que se contentan con seguir su propia vía sin tener celos de los demás. Como escriben los sabios con justedad, la envidia es una enfermedad mortal que ningún médico sabría combatir.

–Es necesario reemplazar a Doki.

–¿Pensáis en Bakhen, majestad?

–Por supuesto.

–No me opondré a vuestra decisión, pero me parece prematura. Habéis encargado a Bakhen que vigile los trabajos de Luxor y de vuestro templo de millones de años, y habéis acertado. Este hombre merece vuestra confianza. Pero no lo aplastéis bajo una carga demasiado pesada y no dejéis que su espíritu se disperse en tareas tan diversas. Cuando llegue el momento, superará otros grados de la jerarquía.

–¿Qué propones?

–En el puesto de Doki, nombrad a un viejo, como yo, preocupado por la meditación y los ritos. Así, el templo de Amón de Karnak no os causará ninguna preocupación.

–Lo elegirás tú mismo. ¿Has consultado el plan del Ramesseum?

–Mi existencia fue una larga serie de días felices y apacibles, pero siento un gran pesar: no vivir lo suficiente para ver terminado vuestro templo de millones de años.

–¿Quién sabe, Nebú?

–Mis huesos están doloridos, majestad, mi vista disminuye, mis oídos se vuelven sordos y duermo cada vez más. El fin se acerca, lo noto.

–¿No dicen que los sabios viven cien años?

–Sólo soy un viejo satisfecho de todo. ¿Por qué le reprocharía a la muerte el recuperar la suerte de la que me he beneficiado para ofrecérsela a otros?

–Tu intuición me parece todavía excelente. ¿Si no hubieras dado tu bastón y tu anillo al ritualista, qué habría ocurrido?

–Lo pasado pasado está, majestad; la Regla de Maat nos ha protegido.

Ramsés contempló la amplia extensión donde se levantaría su templo de millones de años.

–Veo un edificio grandioso, Nebú, un santuario de granito, arenisca y basalto. Sus pilones subirán hasta el cielo, sus puertas serán de bronce dorado, unos árboles sombrearán los estanques de agua pura, los graneros estarán llenos de trigo, el tesoro albergará oro, plata, piedras preciosas y jarrones raros. Estatuas vivas habitarán los patios y las capillas. Un cerco protegerá estas maravillas. Al alba y al ocaso, subiremos juntos a la terraza y veneraremos la eternidad inscrita en la piedra. Tres seres vivirán para siempre en ese templo: mi padre, Seti, mi madre, Tuya y mi esposa, Nefertari.

–Olvidáis al cuarto, que también es el primero: vos mismo, Ramsés.

La gran esposa real se acercó al rey con un brote de acacia en la mano.

Ramsés se arrodilló y lo plantó en el suelo; Nefertari lo regó delicadamente.

–Vela por este árbol, Nebú; crecerá con mi templo. Quieran los dioses que algún día pueda descansar bajo su sombra benéfica, olvidar el mundo y a los hombres, y ver a la diosa de Occidente, que se manifestará en su follaje y en su tronco, antes de tomarme la mano.