CAPÍTULO 12


La mansión atribuida al decano del porche maravilló a la joven pareja. Estaba situada en el centro de un barrio modesto y se componía de pequeñas casas blancas de dos pisos, donde se alojaban artesanos y pequeños funcionarios. La habían concluido unos días antes para destinarla a un dignatario que no perdía absolutamente nada con el cambio. Era alargada y estaba coronada por un techo plano, además tenía ocho estancias cuyos muros habían sido decorados con pinturas que representaban pájaros multicolores debatiéndose entre espesuras de papiro.


Pazair no se atrevió a entrar. Se detuvo en el corral, donde un empleado cebaba ocas; unos patos chapoteaban en un estanque, adornado con lotos azules. Al abrigo de una cabaña, dos muchachos, encargados de proporcionar grano a las aves, dormían a pierna suelta. El nuevo dueño del lugar no los despertó. También Neferet se alegraba de poseer semejantes riquezas. Contempló la fértil tierra aireada por gusanos, cuyas deyecciones formaban un excelente abono para los cereales. Ningún campesino los mataba, porque sabían que las lombrices aseguraban la fertilidad del suelo.

Bravo fue el primero que correteó por el magnifico jardín, seguido inmediatamente por Viento del Norte. El asno se agachó bajo un granado, cuya belleza era la más duradera, porque una flor se abría cuando caía la antigua. El perro prefirió un sicómoro, el rumor de cuyas hojas evocaba la dulzura de la miel. Neferet acarició las finas ramas y los maduros frutos, unas veces rojos, otros turquesa, y atrajo a su marido junto a sí, a la sombra del árbol, albergue de la diosa del cielo. Maravillados, contemplaron una avenida de higueras importadas de Siria, y un pabellón de cañas donde disfrutarían del esplendor de los ocasos.

Su tranquilidad no duró mucho tiempo; Traviesa, la pequeña mona verde de Neferet, lanzó un grito de dolor y saltó a los brazos de su dueña. Doliente, le tendió la pata donde se había clavado una espina de acacia. La herida no debía tratarse a la ligera; cuando la espina permanecía bajo la piel provocaba a la larga, una hemorragia interna que había desconcertado a muchos médicos. Sin que se lo ordenaran, Viento del Norte se levantó y se acercó. Neferet sacó de su estuche un escalpelo, extrajo la astilla con infinita suavidad y untó la herida con una pomada compuesta de miel, coloquíntida, hueso de sepia machacado y corteza de sicómoro pulverizada. Si se declaraba una pequeña infección, la trataría con sulfuro de arsénico. Pero Coqueta no parecía estar agonizando; en cuanto la libraron de la espina, trepó a una palmera datilera en busca de algún fruto maduro.

–¿Y si entráramos? – sugirió Neferet.

–La cosa comienza a ser seria.

–¿Qué quieres decir?

–Cuando nos casamos, no teníamos nada. La situación ha cambiado.

–¿Comienzas a cansarte ya?

–No olvides nunca, doctora, que yo te arranqué a tu tranquilidad.

–Mis recuerdos son distintos; ¿no fui yo la que te descubrí primero?

–Hubiéramos debido sentarnos uno junto a otro, rodeados de una multitud de parientes y amigos, y ver desfilar ante nuestras sillas, cofres para ropa, jarras, objetos de tocador, sandalias, ¡qué sé yo! Tú habrías llegado en palanquín, con un vestido de fiesta, al son de las flautas y los tamboriles.

–Prefiero el momento que vivimos ambos, sin ruidos y sin fastos.

–En cuanto hayamos cruzado el umbral de nuestra mansión, seremos responsables de ella. La jerarquía me reprocharía no haber redactado un contrato que protegiera tu porvenir.

–¿Es honesta tu proposición?

–Cumplo la ley. Yo, Pazair, te aporto todos mis bienes a ti, Neferet, que conservarás tu nombre. Como hemos decidido vivir juntos bajo el mismo techo, es decir, estar casados, te deberé reparación si nos separamos. Un tercio de lo que hayamos adquirido, a partir de este día, te pertenecerá, y tendré que alimentarte y vestirte. Por lo demás, el tribunal decidirá.

–Debo confesar al decano del porche que estoy locamente enamorada de un hombre y tengo la firme intención de permanecer unida a él hasta mi último aliento.

–Tal vez, pero la ley…

–Cállate y entremos.

–Pero antes déjame hacer una rectificación: soy yo el que está locamente enamorado de ti.

Abrazados, cruzaron el umbral de su nueva existencia.

En la primera estancia, pequeña y baja, destinada al culto de los antepasados, se recogieron un buen rato venerando el alma de Branir, su maestro asesinado. Descubrieron luego la sala de recepción, las alcobas, la cocina, los baños provistos de canalizaciones de terracota y un excusado con una taza de calcáreo.

El cuarto de baño los dejó maravillados. A uno y otro lado de la losa de calcáreo, colocada en un ángulo, había dos bancos de ladrillos en los que se mantenían servidores y siervas para derramar el agua sobre el que deseara una ducha. Losetas de calcáreo cubrían las paredes de ladrillo, para que no se vieran expuestas a la humedad. Una ligera pendiente, que llevaba al orificio de una canalización de alfarería, profundamente enterrada, permitía que el agua saliera.

La alcoba, bien aireada, tenía una mosquitera sobre un gran lecho de ébano macizo, con los pies en forma de garras de león. A los lados se había colocado la cara jovial del dios Bes, encargado de proteger el descanso y proporcionar a los durmientes felices sueños. Pasmado, Pazair se demoró en el somier de cuerdas vegetales trenzadas, de excepcional calidad. Los numerosos travesaños habían sido dispuestos con perfecta ciencia para soportar un gran peso durante muchos años.

A la cabecera de la cama había un vestido de lino blanco, el tejido de la recién casada que sería, también, su sudario.

–Nunca hubiera creído que podría dormir una sola noche en semejante cama.

–¿Por qué esperar? – preguntó ella pícara.

Colocó el precioso tejido sobre el somier, se quitó el vestido y se tendió, desnuda, feliz de recibir sobre su cuerpo el cuerpo de Pazair.

–Esta hora es tan dulce que nunca la olvidaré; tú la haces eterna con tu mirada. No te alejes de mí; te pertenezco como un jardín que tú adornarás con flores y perfume. Cuando formamos un solo ser, la muerte ya no existe.


A la mañana siguiente, Pazair echó a faltar su pequeña casa de juez principiante y comprendió por qué el visir Bagey se limitaba a un modesto alojamiento en el centro de la ciudad. Ciertamente, los cepillos y las escobas de caña eran numerosos y favorecían una profunda limpieza, pero también era necesaria una mano experta para manejarlos. Ni Neferet ni él tenían tiempo de entregarse a esa tarea, y aunque se lo hubieran pedido al jardinero o al encargado del corral, éstos no habrían abandonado sus ocupaciones. Nadie había pensado en contratar a una mujer de la limpieza. Neferet y Viento del Norte se marcharon pronto hacia palacio; el visir de- seaba una consulta antes de su primera audiencia. Sin escribano, sin despacho instalado, sin criados, el decano del porche se sintió completamente perdido a la cabeza de una propiedad demasiado grande para él. Al denominar a la esposa "ama de casa", los sabios no se habían equivocado.

El jardinero le aconsejó una mujer de unos cincuenta años, que alquilaba sus servicios a los propietarios necesitados; por seis días de trabajo no exigió menos de ocho cabras y dos vestidos nuevos. Expoliado, seguro de que estaba poniendo en peligro el equilibrio financiero de la pareja, el decano del porche se vio obligado a aceptar. Hasta que regresara Neferet, estaría en apuros.

Suti abrió los ojos en señal de asombro y palpó las paredes.

–Parecen de verdad.

–La construcción es reciente, pero de buena calidad.

–Creía ser el mayor bromista de Egipto, pero tú me superas de largo. ¿Quién te ha prestado esta mansión?

–El Estado -respondió Pazair.

–¿Sigues afirmando que eres el nuevo decano del porche?

–Si no me crees, escucha a Neferet.

–Es tu cómplice.

–Ve a palacio.

Suti comenzó a dudar.

–¿Quién te ha nombrado?

–Los nueve amigos del faraón, con el visir a la cabeza.

–¿Ese estirado vejestorio de Bagey ha despedido a tu predecesor, uno de sus estimados colegas, de irreprochable reputación?

–Los reproches existían. Bagey y el alto consejo han actuado de acuerdo con la justicia.

–Un milagro, un sueño…

–Mi demanda fue escuchada.

–¿Y por qué te han nombrado a ti para un puesto tan importante?

–He pensado en ello.

–¿Conclusiones?

–Supongamos que una parte del alto consejo esté convencida de la culpabilidad de Asher y la otra no; ¿no es astuto confiar una investigación cada vez más peligrosa al juez que levantó primero el velo? Cuando se tenga una certeza, en un sentido u otro, será fácil desautorizarme o felicitarme.

–Eres menos estúpido de lo que pareces.

–Esta actitud no me sorprende, está de acuerdo con el derecho egipcio. Puesto que he iniciado el asunto, tengo que concluir mi trabajo. De lo contrario, seré sólo un provocador. ¿De qué puedo quejarme? Me proporciona medios que no esperaba. El alma de Branir me protege.

–No cuentes con los muertos. Kem y yo te proporcionaremos mejor protección.

–¿Me crees amenazado?

–Cada vez más expuesto. Por lo general, el decano del porche es un hombre de edad, prudente, decidido a no correr ningún riesgo y a gozar de sus privilegios. En suma, exactamente lo contrario que tú.

–¿Y qué puedo hacer yo? El destino ha elegido.

–Tal vez no sea el más loco de ambos, pero me gusta. Detendrás al asesino de Branir y yo le cortaré la cabeza a Asher.

–¿Y la señora Tapeni?

–¡Una amante soberbia! ¡No tanto como Pantera, pero tiene imaginación! Ayer por la tarde nos caímos de la cama en el momento crucial. Una mujer ordinaria habría hecho una pausa, pero ella no. Tuve que mostrarme a la altura de las circunstancias, aunque estuviera debajo.

–¡Oh, es realmente admirable! Y en un terreno menos íntimo, ¿qué te ha enseñado?

–No eres un especialista de la seducción. Si le hago preguntas demasiado brutales, se cerrará como un dondiego a mediodía. Hemos comenzado a repasar las ilustres damas que practican el arte del tejido. Algunas son virtuosas de la aguja. ¡Siento que la pista es buena!


Ella regresó por fin, precedida por Viento del Norte. Bravo recibió al asno con ladridos de gozo, y ambos compañeros degustaron el uno una costilla de buey y el otro avena fresca. Traviesa no tenía hambre; su vientre estaba lleno de fruta robada en el huerto y se permitía una larga siesta.

Neferet estaba radiante. Ni la fatiga ni las preocupaciones tenían sobre ella efecto alguno. A menudo, Pazair se sentía indigno de su esposa.

–¿Cómo está el visir?

–Mucho mejor, pero será necesario cuidarlo hasta el fin de sus días. Su hígado y su vesícula biliar están muy mal, y no estoy segura de poder evitar que se le hinchen las piernas y los pies cuando esté cansado. Tendría que caminar mucho, evitar permanecer sentado días enteros, tomar el aire de la campiña.

–Le pides lo imposible. ¿Te ha hablado de Nebamon?

–El médico en jefe está enfermo. La intervención del babuino parece haber tenido consecuencias.

–¿Debemos compadecerlo?

El rebuzno de Viento del Norte los interrumpió. La pitanza no era suficiente.

–Estoy desbordado -confesó Pazair-. He contratado, a precio de oro, una mujer de la limpieza, pero me pierdo en esta gran casa. No tenemos cocinero, el jardinero hace lo que quiere, y no comprendo en absoluto el uso de estos múltiples cepillos. Abandono mis expedientes, no tengo escribano…

Neferet le besó.


CAPÍTULO 13


Bel-Tran felicitó calurosamente a Neferet y Pazair. Vestía un delantal almidonado y una soberbia camisa plisada de manga larga.


–Esta vez, voy a ayudaros de un modo más directo. He sido encargado de la reorganización de los despachos de la administración central. Como decano del porche, vos tenéis la prioridad.

–Me es imposible aceptar el menor privilegio.

–No lo es. Se trata sólo de una disposición reglamentaria que os permitirá tener a mano el conjunto de vuestros expedientes. Trabajaremos uno junto a otro, en vastos y espaciosos locales. No me impidáis, os lo ruego, que defienda nuestra común eficacia.

El rápido ascenso de Bel-Tran dejaba pasmados a los más curtidos cortesanos, pero nadie lo criticaba. Quitaba el polvo a servicios hundidos en la rutina, se libraba de funcionarios perezosos o incompetentes, hacía frente a los mil y un problemas técnicos que surgían día tras día. Dotado de un entusiasmo comunicativo, solía tratar con dureza a sus subordinados; hijos de familias nobles que deploraban sus orígenes modestos, pero aceptaban obedecerle so pena de ser devueltos a sus hogares. Ningún obstáculo detenía a Bel-Tran; tomaba sus medidas, las emprendía con inagotable energía y acababa por desmantelarlo. En su favor tenía una notable puesta a punto del cobro del impuesto sobre la leña, al que habían escapado durante largo tiempo grandes terratenientes, olvidando el bien público. En aquella ocasión, Bel-Tran no había dejado de recordar la juiciosa intervención de Pazair. Cuando se presentaba una dificultad insoluble, Bel-Tran se convertía en su obligado destinatario. En él Pazair reconocía tener un aliado de peso. Gracias a él, evitaría muchas trampas.

–Mi esposa se encuentra mucho mejor -dijo Bel-Tran a Neferet-. Os está muy agradecida y os considera como una amiga.

–¿Y sus jaquecas?

–Son menos frecuentes. Cuando aparecen, aplicamos vuestra pomada: es de una notable eficacia. A pesar de vuestras recomendaciones, Silkis sigue siendo golosa. Escondo el zumo de granada y la miel, pero se procura a hurtadillas jugo de algarrobo o incluso higos. Como vos, el intérprete de los sueños la puso en guardia contra el abuso de azúcar.

–Ninguna medicina sustituye la voluntad.

Bel-Tran hizo una mueca.

–Desde hace una semana, me duelen los dedos de los pies. Incluso me cuesta calzarme.

Neferet examinó los pies, pequeños y rechonchos.

–Haced hervir grasa de buey y hojas de acacia. Preparad una pasta y aplicadla en los puntos doloridos. Si el remedio no os alivia, avisadme.

La camarera llamó a Neferet, que se adaptaba perfectamente a su papel de ama de casa. Pronto instalaría su consulta en una de las alas de la mansión. En palacio, su reputación crecía; la curación del visir era un titulo de gloria que le envidiaban los médicos de la corte, que seguían paralizados por la ausencia de Nebamon.

–Esta casa es deliciosa -observó Bel-Tran degustando, a la vez, una porción de sandia.

–Sin Neferet, habría huido.

–¡No carezcáis de ambición, querido Pazair! Vuestra esposa es un ser excepcional. Sin duda, despertaréis muchas envidias.

–La de Nebamon me basta.

–Su mutismo es sólo pasajero. Neferet y vos lo habéis humillado; sólo piensa en vengarse. Evidentemente, vuestra posición hace más difícil su tarea.

–¿Qué pensáis de los recientes decretos reales?

–Enigmáticos. ¿Por qué necesita el rey reafirmar un poder que nadie discute?

–La última crecida fue mediocre, una hiena fue a beber en un canal, varias mujeres han parido hijos deformes…

–¡Supersticiones populares!

–A veces son temibles.

–Los servidores del Estado deben probar que no son fundadas. ¿Abriréis de nuevo la instrucción contra Asher y la investigación sobre la misteriosa muerte de los veteranos?

–¿No son acaso las principales razones de mi nombramiento?

–En palacio, muchos esperaban que el olvido cubriera tan tristes acontecimientos. Me alegra comprobar que no es así, y no esperaba menos de vuestro valor.

–Maat es una diosa sonriente, pero implacable. Es la fuente de toda felicidad, siempre que no se la traicione. No buscar la verdad me impediría respirar.

El tono de Bel-Tran se ensombreció.

–La calma de Asher me preocupa. Es un hombre violento, partidario de acciones brutales. Una vez informado de vuestro ascenso, lo lógico es que hubiera reaccionado visiblemente.

–¿No se reduce su margen de maniobra?

–Ciertamente, pero no os alegréis demasiado pronto.

–No suelo hacerlo.

–Hoy ya no estáis solo, pero vuestros enemigos no han desaparecido. Sabréis todo lo que yo sepa.


Durante dos semanas, Pazair vivió en un torbellino. Consultó los enormes archivos del decano del porche, ordenó que se clasificaran por separado las tablillas de arcilla cruda, de calcáreo y de madera, los borradores de actas, los inventarios de inmobiliario, del correo oficial, de los rollos de papiro sellados, del material de escriba, consultó la lista de su personal, convocó a cada escriba, procuró que se pagaran y se adecuaran los salarios, examinó las demandas retrasadas y rectificó numerosos errores administrativos. Sorprendido por la magnitud de la tarea, no remoloneó y pronto obtuvo el benevolente oído de sus subordinados. Cada mañana hablaba con Bel-Tran, cuyos consejos le fueron preciosos.

Estaba resolviendo un delicado problema de catastro cuando un escriba rubicundo, de gruesos rasgos, se presentó ante él.

–¡Iarrot! ¿Dónde os habíais metido? – preguntó Pazair.

–Mi hija será bailarina profesional, no cabe duda. Como mi esposa se niega, me veo obligado a divorciarme.

–¿Cuándo reanudaréis el trabajo?

–Este no es mi lugar.

–¡Al contrario! Un buen escribano…

–Os habéis convertido en un personaje muy importante. En estos despachos, los escribas se ven obligados a trabajar y a respetar los horarios. Prefiero ocuparme de la carrera de mi hija. Iremos de provincia en provincia y participaremos en las fiestas de los pueblos, antes de obtener un contrato en una buena compañía. Debo proteger a la pequeña.

–¿Es vuestra decisión definitiva?

–Trabajáis demasiado. Os oponéis a intereses demasiado poderosos. Prefiero abandonar a tiempo mi bastón, mi paño de función y mi estela funeraria, y vivir lejos de dramas y conflictos.

–¿Estáis seguro de poder lograrlo?

–Mi hija me venera y me escuchará siempre. Forjaré su felicidad.


Denes saboreaba su resonante victoria. La lucha había sido dura y su esposa había tenido que utilizar todas sus relaciones para descartar a los innumerables competidores, amargados por su derrota. Así pues, Denes y la señora Nenofar organizarían el banquete en honor del nuevo decano del porche. El don de gentes del transportista y la fuerza de convicción de su esposa les valían, una vez más, el título de maestros de ceremonias de la alta sociedad menfita. El nombramiento de Pazair había sido tan inesperado que merecía una verdadera fiesta, donde los miembros de la buena sociedad rivalizarían en elegancia.

Pazair se preparaba sin entusiasmo.

–Esta recepción me aburre -confesó a Neferet.

–Es en tu honor, querido.

–Preferiría pasar la velada contigo. Mi función no implica este tipo de mundanidades.

–Hemos rechazado todas las invitaciones de los notables; ésta tiene un carácter oficial.

–¡Ese tal Denes es un cara dura! Sabe que sospecho que participa en una maquinación y juega al anfitrión encantado.

–Excelente estrategia para domesticarte.

–¿Crees que lo conseguirá?

La risa de Neferet le encantó. ¡Qué hermosa estaba en su ceñido vestido que dejaba los pechos al descubierto! Su peluca negra, con reflejos de lapislázuli, ponía de relieve la finura de su rostro, apenas maquillado.

Era la juventud, la gracia y el amor. La tomó en sus brazos.

–Tengo ganas de encerrarte.

–¿Celoso?

–¡Si alguien te dirige una mirada, lo estrangulo!

–¡Decano del porche! ¿Cómo os atrevéis a proferir semejantes horrores?

Pazair rodeó el talle de Neferet con un cinturón de cuentas de amatista, que incluía partes de oro repujado en forma de una cabeza de pantera.

–Nos hemos arruinado, pero eres la más hermosa.

–Temo que se trate de una tentativa de seducción.

–Me has descubierto.

Pazair retiró el tirante izquierdo del vestido.

–Llegaremos tarde -objetó la muchacha.


Antes de ponerse el vestido para el banquete, la señora Nenofar pasó a las cocinas, donde sus carniceros, tras haber descuartizado un buey, preparaban los fragmentos colgándolos de una viga sostenida por postes ahorquillados. Ella misma eligió los cuartos que debían asarse y los que se prepararían en adobo, probó las salsas y se aseguró de que varias decenas de ocas asadas estuvieran listas a tiempo. Luego bajó a la bodega, donde su sumiller le presentó vinos y cervezas. Tranquilizada después de haber comprobado la calidad de las viandas y las bebidas, Nenofar inspeccionó la sala del banquete, donde sirvientas y criados disponían, en mesas bajas, copas de oro, bandejas de plata y platos de alabastro.

Toda la mansión olía a jazmín y loto. La recepción sería inolvidable.

Una hora antes de la llegada de los primeros invitados, los jardineros cogieron los frutos más maduros, que se servirían frescos; un escriba anotó la cantidad de jarras colocadas en la sala del banquete, para evitar el fraude. El jardinero en jefe comprobó la limpieza de las avenidas, mientras el portero tiraba de su paño y se ajustaba la peluca. Intratable guardián de la propiedad, sólo dejaría entrar a las personalidades conocidas y a las que llevaran una tablilla de invitación.

Cuando el sol declinó, disponiéndose a descender hacia la montaña de Occidente, se presentó al portero la primera pareja. Éste identificó a un escriba real y su esposa, seguidos muy pronto por la élite de la gran ciudad. Los huéspedes de la señora Nenofar pasearon por el parque plantado de granados, higueras y sicomoros; charlaron alrededor de los estanques bajo las pérgolas o en los pabellones de madera, y admiraron los ramilletes colocados en el cruce de las avenidas.

La presencia del visir Bagey, que no asistía a recepción alguna, y de todos los amigos del faraón, impresionó a la concurrencia; la velada seria memorable.

Justo cuando el disco solar desaparecía, los servidores encendieron unas lámparas, que iluminaron el jardín y la mansión. En el umbral aparecieron la señora Nenofar y Denes.

Los anfitriones daban la impresión de ser la perfecta pareja de moda, feliz de mostrar sus riquezas con la esperanza de despertar la envidia de todos sus invitados: pesada peluca, vestido blanco de orillo dorado, collar de diez vueltas de perlas, pendientes en forma de gacela y sandalias doradas para ella, peluca degradada, larga túnica pesada con capa, sandalias de cuero adornadas de plata para él.

De acuerdo con el protocolo, el visir fue el primero que se acercó a ellos. Vestía un ancho paño sin ninguna elegancia, una sobrepelliz de manga corta y unas sandalias gastadas.

La señora Nenofar y Denes se inclinaron encantados.

–Qué calor -se quejó el visir-. Sólo el invierno es soportable. Unos instantes al sol y mi piel arde.

–Uno de nuestros estanques está a vuestra disposición si deseáis refrescaros antes del banquete -ofreció Denes.

–No sé nadar, y además me horroriza el agua.

El maestro de ceremonias condujo al visir hasta el lugar de honor. Los amigos del faraón se sucedieron, luego los altos dignatarios, los demás escribas reales y las diversas personalidades que habían tenido la suerte de ser invitados a la fiesta más prestigiosa del año. Bel-Tran y Silkis estaban entre estos últimos; la señora Nenofar los saludó distraídamente.

–¿Vendrá el general Asher? – preguntó Denes al oído de su esposa.

–Acaba de excusarse. Le ha surgido un imperativo del servicio.

–¿Y el jefe de policía, Mentmosé?

–Está enfermo.

Los invitados se sentaron en confortables sillones provistos de cojines en la sala del banquete, cuyo techo había sido adornado con hojas de parra. Ante ellos había mesillas en las que se habían dispuesto copas, bandejas y platos. Una orquesta femenina, compuesta por una flautista, una arpista y una tañedora de laúd, tocó ligeras y alegres melodías.

Niñas nubias circularon desnudas entre los invitados y fueron colocando sobre sus pelucas un pequeño cono de pomada perfumada que, al fundirse, exhalaría suaves olores y alejaría a los insectos. Todos recibieron una flor de loto. Un sacerdote derramó agua en una mesa de ofrendas, colocada en el centro de la sala, para purificar los alimentos.

De pronto, la señora Nenofar advirtió que los protagonistas de la fiesta estaban ausentes.

–¡Menudo retraso!

–No te preocupes. Pazair está enamorado del trabajo; lo habrá retenido un expediente.

–¡En una noche como ésta! Nuestros huéspedes se impacientan, hay que comenzar a servir.

–No te pongas nerviosa.

Enojada, Nenofar pidió a la mejor bailarina profesional de Menfis que entrara en escena antes de lo previsto. La joven, que tenía veinte años, era alumna de Sababu, propietaria de la casa de cerveza más respetable de la ciudad. Sólo llevaba un cinturón de conchas, que chocaban deliciosamente a cada uno de sus pasos, y en el muslo izquierdo podían observarse unos tatuajes que representaban al dios Bes, enano sonriente y barbudo, garante de la alegría en todas sus formas. La artista captó la atención de la concurrencia; se entregaría a las más acrobáticas figuras hasta que llegaran Pazair y Neferet.

Cuando los invitados comenzaban a mordisquear granos de uva y finas rajas de melón para abrir su apetito, Nenofar, cada vez más irritada, notó cierta agitación en la puerta de su propiedad. ¡Ellos, por fin!

–Venid pronto.

–Lo siento -se excusó Pazair.

¿Cómo explicar que no había podido resistir el deseo de desnudar a Neferet, que su ardor lo había llevado a romper un tirante, que había logrado hacerle olvidar los imperativos horarios y que su amor contaba más que cualquier invitación, por muy brillante que fuera? Neferet había conseguido convencer a Pazair para que abandonara su lecho de placer.

Ella también se había levantado y, precipitadamente, había tenido que elegir un nuevo vestido.

La bailarina se retiró y los músicos dejaron de tocar cuando la joven pareja cruzó el umbral de la sala del banquete. En un instante fue juzgada por decenas de ojos sin indulgencia alguna.

Pazair no se había preocupado por la elegancia: peluca corta, torso desnudo y paño corto, que le hacían parecer un austero escriba del tiempo de las pirámides. La única concesión a su época era una delantera plisada que apenas atenuaba la austeridad de sus ropas. El hombre correspondía a su reputación de rigor. Jugadores inveterados apostaban sobre el día en que, como todos, cedería ante la corrupción. Otros se divertían menos pensando en los extensos poderes de un decano del porche, cuya juventud, algo incongruente, lo arrastraría fatalmente a ciertos excesos. Y se criticaba la decisión del viejo visir, cada vez más ausente y más dispuesto a delegar parcelas de su autoridad. Muchos cortesanos insistían para que Ramsés lo sustituyera por un administrador experimentado y activo.

Neferet no provocó los mismos debates. Llevaba una simple diadema de flores en el pelo, un ancho collar ocultando sus pechos, ligeros pendientes en forma de loto, brazaletes en las muñecas y en los tobillos, y un largo vestido de lino transparente que revelaba sus formas más que ocultarlas. Contemplarla encantó a los más hastiados y endulzó a los más agrios. Añadía a su juventud y belleza el brillo de una inteligencia tan viva que se expresaba, sin desdén, en su risueña mirada. Nadie se engañó; su encanto no excluía una fuerza de carácter que pocos seres conseguirían quebrantar. ¿Por qué se había encaprichado de un pequeño juez cuyo aspecto severo no era en absoluto una garantía para el porvenir? Había obtenido un alto puesto, pero no sería capaz de ocuparlo por mucho tiempo. El amorío se extinguiría y Neferet elegiría un partido más brillante. Donde el infeliz médico en jefe Nebamon había fracasado, otro tendría éxito. Algunas señoras importantes, ya de cierta edad, deploraron la audaz vestimenta de la esposa de un alto magistrado, pero ellas ignoraban que Neferet no tenía más vestidos que ponerse.

El decano del porche y su esposa se colocaron junto al visir. Los sirvientes se apresuraron a servirles lonchas de buey asado y un exquisito vino tinto.

–¿Está enferma vuestra esposa? – preguntó Neferet.

–No, no sale nunca. Su cocina, sus hijos y su apartamento en el centro de la ciudad le bastan.

–Casi me avergüenza haber aceptado una mansión tan grande -confesó Pazair.

–Haríais mal. He rechazado la propiedad que el faraón atribuye al visir porque detesto el campo. Hace cuarenta años que vivo en el mismo lugar, y no tengo intención de trasladarme. Me gusta la ciudad. El aire libre, los insectos, la campiña no me dicen nada, e incluso me molestan.

–Sin embargo, como médico -recordó Neferet-, os aconsejo que caminéis lo más a menudo posible.

–Voy a pie a mi despacho y luego regreso.

–Necesitaríais más descanso.

–En cuanto se estabilice la situación de mis hijos, reduciré mis horas de trabajo.

–¿Preocupaciones?

–Por mi hija no. Una simple decepción; había entrado como aprendiza de tejedora en el templo de Hathor, pero no ha apreciado una existencia con la jornada acompasada por los rituales. Ha sido contratada como contable de granos en una granja y hará carrera. Mi hijo es más difícil de manejar; el juego de damas lo apasiona, y pierde en él la mitad de su salario de comprobador de ladrillos cocidos. Afortunadamente, vive en casa y su madre lo alimenta. Si cuenta con mi posición para mejorar la suya, se equivoca. No tengo derecho a ello ni lo deseo. Pero espero que tan triviales dificultades no os desalienten; tener hijos es la mayor de las felicidades.

Los manjares y los vinos, de excelente calidad, encantaron el paladar de los invitados, que intercambiaron banalidades hasta el breve discurso del decano del porche, cuyo tono sorprendió a la concurrencia.

–Sólo cuenta la función, no el individuo que la lleva a cabo de modo transitorio. Mi único guía será Maat, la diosa de la justicia, que traza el camino de los magistrados de este país. Si en estos últimos tiempos se han cometido errores, me siento responsable de ellos. Mientras el visir me conceda su confianza, realizaré mi tarea sin preocuparme por los intereses de unos u otros. Los asuntos pendientes no caerán en el olvido, aunque afecten a ciertos notables. La justicia es el más precioso tesoro de Egipto; deseo que cada una de mis decisiones lo enriquezca.

La voz de Pazair era vigorosa, clara y cortante. Quien dudase todavía de su autoridad, quedó desengañado. La aparente juventud del juez no sería un impedimento; todo lo contrario, le ofrecería una indispensable energía puesta al servicio de una impresionante madurez. Muchos cambiaron de opinión; el reinado del nuevo decano del porche tal vez no fuera tan efímero.

Los invitados se dispersaron muy avanzada la noche. El visir Bagey, a quien le gustaba acostarse pronto, fue el primero en marcharse. Todos quisieron saludar a Pazair y Neferet, y felicitarlos.

Libres por fin, salieron al jardín. Unos gritos les llamaron la atención. Se acercaron a un bosquecillo de tamariscos y sorprendieron un altercado entre Bel-Tran y la señora Nenofar.

–Espero no volver a veros nunca más en esta casa.

–No haberme invitado.

–La cortesía me obligaba a hacerlo.

–Y en ese caso, ¿por qué esta cólera?

–No sólo perseguís a mi marido reclamándole tasas atrasadas sino que, además, suprimís mi cargo de inspectora del Tesoro.

–Era honorífico. El Estado os pagaba un salario que no correspondía a un trabajo real. Estoy ordenando los servicios administrativos más onerosos, y no daré marcha atrás. No os quepa duda de que el nuevo decano del porche me aprobará y que habría actuado del mismo modo. Con una sanción para completarlo. Gracias a mí, os libráis de ello.

–¡Hermoso modo de justificaros! Sois más peligroso que un cocodrilo, Bel-Tran.

–Los saurios limpian el Nilo y devoran a los hipopótamos que sobran. Denes debería desconfiar.

–Vuestras amenazas no me impresionan. Intrigantes más astutos que vos han perdido sus colmillos.

–Entonces, me desearé buena suerte.

Furiosa, la señora Nenofar abandonó a su interlocutor, que se reunió con su esposa, impaciente.


Pazair y Neferet saludaron el amanecer desde el tejado de su mansión. Pensaron en el día feliz que nacía y los iluminaba con un amor tan dulce como un perfume de fiesta. Tanto en la tierra corno en el más allá, cuando las generaciones hubieran desaparecido, él adornaría con flores a la mujer amada y plantaría sicomoros junto al estanque de fresca agua, donde nunca se cansarían de mirarse. Sus almas unidas beberían a la sombra, alimentándose con el rumor de las hojas que ondulaban al viento.


CAPÍTULO 14


A Pazair lo obsesionaba una urgencia: celebrar un proceso que proclamara definitivamente la inocencia de Kem y le devolviera su dignidad. De paso, identificaría al testigo fantasma del jefe de policía e inculparía a este último de falsificación de pruebas. En cuanto se levantó, y antes incluso de besarlo, Neferet le hizo beber dos largos tragos de agua cobriza; un mal resfriado demostraba que la linfa del decano del porche seguía infectada y frágil, a consecuencia de su detención.


Pazair tragó demasiado de prisa su desayuno y corrió a su despacho, donde se vio asediado en seguida por un ejército de escribas que blandían una serie de vigorosas quejas emanadas de una veintena de aldeas. Debido a la negativa de un supervisor de los graneros reales, el aceite y los cereales, indispensables para el bienestar de los habitantes perjudicados, no habían sido entregados, a causa de una insuficiente crecida. Apoyándose en una reglamentación obsoleta, el pequeño funcionario se burlaba de los hambrientos campesinos.

El decano del porche, con la ayuda de Bel-Tran, consagró dos largas jornadas a resolver ese asunto, simple en apariencia, sin cometer error administrativo alguno. El supervisor de los graneros fue nombrado encargado del canal que regaba una de las aldeas que se negaba a alimentar.

Luego se presentó otro problema, un conflicto entre productores de frutos y escribas del Tesoro encargados de contabilizarlos; para evitar un interminable procedimiento, el decano del porche acudió personalmente a los huertos, sancionó a quienes cometían fraude y rechazó las acusaciones injustificadas de los agentes del fisco. Pazair percibió hasta qué punto el equilibrio económico del país, alianza de un sector privado y una planificación estatal, era un milagro que se renovaba sin cesar. El individuo debía trabajar según sus deseos y, más allá de cierto nivel, recoger los beneficios de su labor; el Estado debía asegurar el riego, la conservación de los bienes y las personas, el almacenaje y la distribución de alimentos, en caso de crecida insuficiente, y todas las demás tareas de interés comunitario.

Consciente de que si no dominaba el empleo de su tiempo se vería estrangulado, Pazair fijó "el proceso Kem" para la semana siguiente. En cuanto se anunció el día, un sacerdote del templo de Ptah se opuso: se trataba de una fecha nefasta, aniversario del combate cósmico entre Orus, luz celeste, y su hermano Seth, la tempestad[1]. Sería mejor que nadie saliera de casa y que no emprendiera viaje alguno; naturalmente, Mentmosé utilizaría el argumento para no comparecer.


Furioso contra sí mismo, Pazair estuvo a punto de rendirse cuando le sometieron un oscuro asunto de aduanas, que implicaba a unos comerciantes extranjeros. Después de un primer instante de desaliento comenzó a leer el expediente, pero lo rechazó; ¿cómo olvidar la angustia del policía nubio, que buscaba a su babuino por los más recónditos rincones de la ciudad?

Mentmosé, el jefe de policía, abordó a Pazair en una calle muy concurrida, donde el nuevo decano del porche estaba comprando flores rojas de Nubia para preparar una tisana que gustaba mucho a su perro[2].


Incómodo, Mentmosé se mostró untuoso.

–Fui engañado -confesó-; en el fondo, siempre creí en vuestra inocencia.

–Pero, de todos modos, me enviasteis al penal.

–¿No habríais actuado vos del mismo modo? La justicia debe ser implacable con los jueces, de lo contrario, no es creíble.

–En ese caso, ni siquiera se había pronunciado.

–Desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Hoy, el destino os es favorable, y todos nos alegramos de ello. He sabido que pensabais celebrar un proceso, en el porche, sobre el lamentable asunto Kem.

–Estáis bien informado, Mentmosé. Sólo tengo que fijar una fecha, y esta vez no será día nefasto.

¿No deberíamos olvidar tan lamentables peripecias?

–Olvidar es el comienzo de la injusticia. ¿No es el porche el lugar donde debo proteger al débil y salvarlo del poderoso?

–Vuestro policía nubio no es ningún débil.

–Vos sois el poderoso, e intentáis destruirlo acusándolo de un crimen que no ha cometido.

–Aceptad un arreglo que evite muchos sinsabores.

–¿De qué tipo?

–Podrían pronunciarse algunos nombres… Los notables no quieren que su respetabilidad se vea manchada.

–¿Qué puede temer un inocente?

–Los rumores, el qué dirán, la malevolencia…

–Serán barridos en el porche. Cometisteis una grave falta, Mentmosé.

–Soy el brazo ejecutor de la justicia. Separaros de mi persona sería un grave error.

–Quiero el nombre del testigo ocular que acusó a Kem de haber asesinado a Branir.

–Lo inventé.

–De ningún modo, no habríais utilizado ese argumento si el personaje no existiera. Considero el falso testimonio como un acto criminal, que puede arruinar una existencia. El proceso se celebrará; pondrá de relieve vuestro papel de manipulador y me permitirá interrogar a vuestro famoso testigo en presencia de Kem. ¿Su nombre?

–Me niego a dároslo.

–¿Tan importante es el personaje?

–Me comprometí a guardar silencio. Corría muchos riesgos y no quería aparecer.

–Negativa a colaborar en una investigación: ya conocéis la sanción.

–¡Os equivocáis! No soy un cualquiera, sino el jefe de policía.

–Y yo soy el decano del porche.

De pronto, Mentmosé, cuyo cráneo se ponía de un rojo ladrillo y la voz muy aguda, tomó conciencia de que ya no tenía delante de él a un pequeño juez provinciano sediento de integridad, sino al más alto magistrado de la ciudad que, sin prisa pero sin pausa, avanzaba hacia el objetivo que se había fijado.

–Debo reflexionar.

–Os espero mañana por la mañana en mi despacho. Me revelaréis el nombre de vuestro famoso testigo.


Aunque el banquete celebrado en honor del decano del porche hubiera sido un verdadero éxito, Denes ya no pensaba en aquella suntuosa fiesta que había alimentado su fama. Intentaba tranquilizar a su amigo Qadash, que estaba tan excitado que tartamudeaba. El dentista caminaba de un lado a otro y ponía una y otra vez en orden los enloquecidos mechones de su blanca cabellera. La afluencia de sangre enrojecía sus manos y las venitas de su nariz parecían dispuestas a estallar.

Ambos hombres se habían refugiado en la parte más alejada del jardín, lejos de oídos indiscretos. El químico Chechi, que se les había unido, había comprobado que nadie podía escucharlos. Sentado al pie de una palmera datilera, el hombrecillo de negro bigote, aun deplorando la agitación de Qadash, compartía sus preocupaciones.


–¡Tu estrategia es una catástrofe! – reprochó Qadash a Denes.

–Los tres estábamos de acuerdo en utilizar a Mentmosé para hacer que acusara a Kem y calmar así los ardores del juez Pazair.

–¡Y hemos fracasado de un modo lamentable! Soy incapaz de ejercer mi oficio a causa del temblor de mis manos, y vos me habéis negado la utilización del hierro celeste. Cuando me comprometí en esta maquinación, me prometisteis un puesto a la cabeza del Estado.

–En primer lugar, el de médico en jefe, el cargo de Nebamon -recordó Denes, tranquilizador-. Luego, algo mejor todavía.

–¡Pues se acabaron los sueños!

–Claro que no.

–Olvidas que Pazair es decano del porche, que está organizando un proceso para absolver a Kem de cualquier sospecha y hacer comparecer al testigo ocular, ¡es decir, yo mismo!

–Mentmosé no pronunciará tu nombre.

–No estoy tan seguro.

–Ha intrigado durante toda su vida para obtener el cargo; si nos traiciona, se condena a sí mismo.

El químico Chechi asintió con la cabeza. Qadash, tranquilizado, aceptó una copa de cerveza. Denes, que había comido mucho durante el banquete, se frotaba el hinchado vientre.

–Este jefe de policía es un incapaz -deploró-. Cuando tomemos el poder, lo apartaremos.

–Cualquier precipitación seria perjudicial -precisó Chechi, con voz apenas audible-. El general Asher trabaja en la sombra, y no estoy descontento de mis resultados. Pronto dispondremos de un excelente armamento y controlaremos los principales arsenales. Sobre todo, no nos descubramos. Pazair está convencido de que Qadash ha querido robarme el hierro celeste y de que somos enemigos; ignora nuestros verdaderos vínculos y no los descubrirá si somos prudentes. Gracias a las declaraciones públicas de Denes, cree que el actual envite militar es la fabricación de armas irrompibles. Apoyemos esta idea.

–¿Tan ingenuo es? – preguntó el dentista.

–Todo lo contrario. Un proyecto de esta envergadura llamará su atención. ¿Hay algo más importante que una espada capaz de traspasar cascos, armaduras y escudos sin quebrarse? Con ella, Asher fomentará una conspiración para apoderarse del poder. Esta es la verdad que se impondrá en el espíritu del juez.

–Implica tu complicidad -añadió Denes.

–Mi obediencia, como especialista, me libera de responsabilidad.

–De todos modos, estoy preocupado -insistió Qadash, que reinició sus paseos-. Desde que se cruzó en nuestro camino, desdeñamos a Pazair. ¡Y hoy es decano del porche!

–La próxima tormenta lo barrerá -profetizó Denes.

–Cada día que pasa nos es favorable -recordó Chechi-. El poder del faraón se deshace como una piedra corroída.

Ninguno de los tres conjurados advirtió la presencia de un testigo que no había perdido palabra de la entrevista.


Encaramado en una palmera, Matón, el babuino policía, los miraba con sus ojos enrojecidos.


Escandalizada por el comportamiento sectario y agresivo de Bel-Tran, la señora Nenofar no permanecía inactiva. Había convocado en su casa a los encargados de los asuntos de las cincuenta familias más ricas de Menfis para exponerles con claridad la situación. Sus patronos, como ellos mismos, gozaban de cierto número de cargos honoríficos que no estaban obligados a ejercer, pero que les permitían obtener informaciones confidenciales y permanecer en contacto con la alta administración. En su deseo de reorganización, Bel-Tran iba suprimiéndolos unos tras otros. Desde el comienzo de su historia, Egipto había rechazado siempre los excesos de autoritarismo de ese tipo de advenedizo, tan peligroso como una víbora del desierto.

El inflamado discurso de la señora Nenofar fue aprobado por unanimidad. Un hombre tomaría partido por la razón y la justicia: Pazair, el decano del porche. De ese modo, una delegación, compuesta por Nenofar y diez eminentes representantes de la nobleza, obtuvo audiencia a la mañana siguiente. Nadie iba con las manos vacías: pusieron a los pies del juez redomas de ungüento, un lote de preciosas telas y un cofre lleno de joyas.

–Recibid este homenaje a vuestra función -dijo el de más edad.

–Vuestra generosidad me conmueve, pero me veo obligado a rechazarlo.

El anciano dignatario se indignó.

–¿Por qué razón?

–Tentativa de corrupción.

–¡Lejos de nosotros esa idea! Hacednos el favor de aceptar.

–Llevaos esos regalos y ofrecédselos a vuestros sirvientes que más lo merezcan.

La señora Nenofar consideró indispensable intervenir.

–Decano del porche, exigimos que se respeten la jerarquía y los valores tradicionales.

–Encontraréis en mí un aliado.

Tranquilizada, la escultural esposa del transportista Denes se expresó con ardor.

–Bel-Tran, sin ninguna razón de peso, acaba de suprimir mi cargo honorífico de inspectora del Tesoro y se dispone a perjudicar a muchos miembros de las familias más estimadas de Menfis. Atenta a nuestras costumbres y ataca antiquísimos privilegios. Exigimos vuestra intervención para que esta persecución cese.

Pazair leyó un párrafo de la Regla:

–"Tú que juzgas, no hagas diferencia alguna entre un rico y un hombre del pueblo. No concedas atención alguna a las hermosas ropas ni desdeñes a aquel cuyo sencillo atavío se debe a sus modestos recursos. No aceptes regalo alguno de quien posea bienes ni perjudiques al débil en su beneficio. Así, si sólo te preocupas de los actos cuando pronuncies tu sentencia, el país tendrá sólidas bases."

Aquellos preceptos, de todos conocidos, sembraron, sin embargo, el desconcierto.

–¿Qué significa esa cita? – se extrañó la señora Nenofar.

–Que estoy al corriente de la situación y que apruebo a Bel-Tran. Vuestros "privilegios" no son muy antiguos, se remontan sólo a los primeros años del reinado de Ramsés.

–¿Criticáis al rey?

–Él os incitaba, como noble, a cumplir nuevos deberes, no a beneficiaros de un titulo. El visir no ha formulado oposición alguna a la reorganización administrativa de Bel-Tran. Los primeros resultados son alentadores.

–¿Pensáis empobrecer a la nobleza?

–Devolverle su verdadera grandeza, para que sea un ejemplo.

Bagey el rigorista, Bel-Tran el ambicioso, Pazair el idealista: la señora Nenofar se estremeció pensando en la alianza de aquellos tres hombres. Afortunadamente, el viejo visir no tardaría en jubilarse, el chacal quebraría sus largos colmillos sobre una piedra y el juez íntegro, antes o después, caería en la tentación.

–Basta ya de frases hechas; ¿qué partido tomáis?

–¿No he sido bastante claro?

–Ningún notable ha hecho carrera sin nuestra ayuda.

–Me resignaré a ser la excepción.

–Fracasaréis.


Tapeni era insaciable. No tenía el inimitable ardor de Pantera, pero daba pruebas de una soberbia imaginación, tanto en las posturas como en las caricias. Para no decepcionarla, Suti se veía obligado a seguirla en sus divagaciones e incluso a precederla. Tapeni sentía un profundo afecto por el joven, al que reservaba tesoros de ternura. Morena, pequeña, ardiente, practicaba el arte del sexo, unas veces con refinamiento y otras con violencia.

Afortunadamente, Tapeni estaba también muy ocupada por su trabajo; de este modo, Suti gozaba de períodos de descanso que aprovechaba para tranquilizar a Pantera y demostrarle su incólume pasión.

Tapeni se ponía el vestido, Suti se ajustaba el paño.

–Eres un hombre apuesto y un fogoso semental.

–"Gacela saltadora" sería un buen apodo para ti.

–La poesía me deja indiferente, pero tu virilidad me fascina.

–Sabes dirigirte a ella con gestos convincentes, pero hemos perdido de vista el motivo de mi primera visita.

–¿La aguja de nácar?

–Eso es.

–Un hermoso objeto, raro, precioso, que sólo manejan gentes de calidad, expertas en tejido.

–¿Tienes la lista?

–Claro.

–¿Aceptarías comunicármela?

–Son mujeres, rivales… Me pides demasiado.

Suti temía esa respuesta.

–¿Cómo podré seducirte?

–Eres el hombre que quería. Por la noche te echo en falta. Me veo obligada a hacerme el amor a mi misma pensando en ti. ¿No se hacen insoportables estos sufrimientos?

–Podría concederte una noche, de vez en cuando.

–Quiero todas tus noches.

–¿Deseas…?

–Casarme, querido.

–Por principio moral, soy hostil a ello.

–Tendrás que abandonar a tus amantes, hacerte rico, vivir en mi casa, esperarme, estar siempre dispuesto a satisfacer mis más enloquecidos deseos.

–Existen actividades más penosas.

–Haremos oficial nuestra unión la semana que viene.

Suti no protestó. Ya descubriría un modo para escapar de aquella esclavitud.

–¿Quiénes manejan esas agujas?

Tapeni hizo un arrumaco.

–¿Tengo tu palabra?

–Sólo tengo una.

–¿Tan importante es la información?

–Para mí, sí. Pero si te niegas…

Ella lo agarró del brazo.

–No te enojes.

–Me torturas.

–Es un juego. Pocas damas nobles saben utilizar a la perfección y sin temblar agujas de este tipo. El instrumento exige precisión. Sólo veo tres: la esposa del antiguo supervisor de los canales es la mejor.

–¿Dónde está?

–Tiene ochenta años y vive en la isla Elefantina, junto a la frontera sur.

Suti hizo una mueca.

–¿Y las otras dos?

–La viuda del director de los graneros, pequeña y frágil, tenía, sin embargo, una fuerza increíble. Pero se rompió el brazo hace dos años y…

–¿La tercera?

–Su alumna preferida que, a pesar de su fortuna, sigue confeccionándose ella misma la mayoría de sus vestidos: la señora Nenofar.


CAPÍTULO 15


La audiencia se abriría a media mañana. Kem, aunque no había recuperado su babuino, había aceptado comparecer.


Al alba, Pazair inspeccionó el porche al que lo llamaba el destino. Enfrentarse con Mentmosé no sería fácil; el jefe de policía, que se hallaba entre la espada y la pared, no se dejaría degollar como un pato miedoso. El juez temía una reacción viciosa, digna de un notable dispuesto a pisotear a los demás para preservar sus privilegios.

Pazair salió del porche y observó el templo al que estaba adosado. Tras los altos muros trabajaban los especialistas de la energía divina; conscientes de las divinidades humanas, se negaban a aceptarlas como una fatalidad. El hombre era arcilla y paja, sólo Dios construía moradas de eternidad, donde residían las fuerzas de creación, para siempre inaccesibles y, sin embargo, presentes en los más modestos sílex.

Sin el templo, la justicia hubiera sido sólo molestias, arreglos de cuentas, dominio de una casta; gracias a él, la diosa Maat llevaba el gobernalle y velaba sobre la balanza. Ningún individuo podía poseer la justicia; sólo Maat, de cuerpo tan ligero como una pluma de avestruz, conocía el peso de los actos. Los magistrados debían servirla con la ternura de un hijo por su madre.

Mentmosé brotó de la oscuridad agonizante. Pazair, friolero a pesar de la estación, se había puesto una capa de lana en los hombros; el jefe de policía se limitaba a la túnica almidonada, que llevaba con mucha soberbia. En su cintura se había colocado un puñal de mango corto y hoja fina. Su mirada era fría.

–Sois muy madrugador, Mentmosé.

–No tengo la intención de desempeñar el papel de acusado.

–Os he citado como testigo.

–Vuestra estrategia es simple: abrumarme con faltas más o menos imaginarias. ¿Debo recordaros que, como vos, hago aplicar la ley?

–Olvidando aplicárosla a vos mismo.

–Una investigación no se lleva a cabo con buenos sentimientos; a veces, es preciso ensuciarse las manos.

–¿No habréis olvidado purificároslas?

–No es hora de moralejas de pacotilla. No prefiráis un peligroso negro al jefe de policía.

–Ante la justicia no hay desigualdades: hice juramento en este sentido.

–¿Quién sois, Pazair?

–Un juez de Egipto.

Estas palabras habían sido pronunciadas con tanta fuerza y seguridad que turbaron a Mentmosé. Había tenido la mala suerte de chocar con un magistrado de los antiguos tiempos, uno de esos hombres representados en los bajorrelieves de la edad de oro de las pirámides, con la cabeza erguida, respetuoso de la rectitud, enamorado de la verdad, insensible a la condena y a la alabanza. Tras tantos años pasados en los meandros de la alta administración, el jefe de policía estaba convencido de que esta raza se extinguiría definitivamente con el visir Bagey. Lamentablemente, como una mala hierba que creía aniquilada, renacía con Pazair.

–¿Por qué me perseguís?

–No sois una víctima inocente.

–Fui manipulado.

–¿Por quién?

–Lo ignoro.

–¡Vamos, Mentmosé! Sois el hombre mejor informado de Egipto e intentáis convencerme de que un individuo más calculador que vos ha manejado los hilos en vez de vos.

–Puesto que deseáis la verdad, hela aquí. Reconoced que no me hace favor alguno.

–Sigo siendo escéptico.

–Os equivocáis. Nada sé sobre la verdadera causa de la muerte de los veteranos; ni tampoco sobre el robo del hierro celeste. El asesinato de Branir me ofrecía la ocasión, a través de una denuncia anónima, de librarme de vos. No vacilé porque os odio. Detesto vuestra inteligencia, vuestra voluntad de conseguirlo a toda costa, vuestra negativa a la componenda. Un día u otro os atacaría. Mi última oportunidad era Kem; si lo hubierais aceptado como chivo expiatorio, habríamos firmado un pacto de no agresión.

–Vuestro falso testigo ocular, ¿no será él el manipulador?

Mentmosé se rascó el rosado cráneo.

–Ciertamente existe una conspiración, cuya cabeza pensante es el general Asher, pero he sido incapaz de desentrañar su madeja. Tenemos enemigos comunes; ¿por qué no nos aliamos?

El silencio de Pazair pareció de buen augurio.

–Vuestra intransigencia sólo durará algún tiempo -afirmó Mentmosé-. Os ha permitido ascender mucho en la jerarquía, pero no tiréis demasiado de la cuerda. Conozco la vida; escuchad mis consejos, os beneficiarán.

–Estoy preguntándomelo.

–¡En buena hora! Estoy dispuesto a terminar con mis resentimientos y consideraros un amigo.

–Si no estáis en el núcleo de la conspiración -estimó Pazair, reflexionando en voz alta-, es mucho más grave de lo que imaginaba.

Mentmosé quedó desconcertado. Esperaba otra conclusión.

–El nombre de vuestro falso testigo se convierte en un indicio fundamental.

–No insistáis.

–Entonces, caeréis solo, Mentmosé.

–¿Os atreveréis a acusarme?…

–De conspiración contra la seguridad del Estado.

–¡Los jurados no os seguirán!

–Ya veremos. Existen suficientes datos para alertarlos.

–¿Si os doy el nombre, me dejaréis en paz?

–No.

–¡Sois un insensato!

–No cederé a chantaje alguno.

–En ese caso, no tengo interés alguno en hablar.

–Como gustéis. Dentro de un rato nos veremos en el tribunal.

Los dedos de Mentmosé se crisparon en la empuñadura del puñal. Por primera vez en su carrera, el jefe de policía se sentía cogido en la red.

–¿Qué porvenir me reserváis?

–El que vos mismo habéis elegido.

–Sois un excelente juez, yo soy un buen policía. Un error se repara.

–¿El nombre del falso testigo?

Mentmosé no caería solo.

–El dentista Qadash.

El jefe de policía acechó la reacción de Pazair. Como el decano del porche permaneció silencioso, dudó en desaparecer.

–Qadash -repitió.

Mentmosé dio media vuelta, con la esperanza de que la revelación lo salvara. No había advertido la presencia de un atento testigo, cuyos enrojecidos ojos no se habían apartado de él ni un solo instante. El babuino, encaramado en el techo del porche, recordaba a la estatua del dios Thot. Sentado sobre sus posaderas, con las manos en las rodillas, parecía meditar.

Pazair supo que el jefe de policía no había mentido. De lo contrario, el mono se habría arrojado sobre él.

El juez llamó a Matón. El babuino vaciló, se deslizó a lo largo de una columna, se plantó ante Pazair y le tendió la mano.

Cuando se encontró con Kem, el animal saltó al cuello del hombre, que lloraba de júbilo.


Las codornices sobrevolaron los campos y cayeron sobre el trigo. Fatigada por una larga migración, la que encabezaba la bandada no había advertido el peligro. Calzados con sandalias de papiro, pegados al suelo, los cazadores desplegaron una red de prieta malla mientras sus ayudantes agitaban trapos para asustar a los pájaros. Aterrorizados, fueron capturados en gran número. Asadas, las codornices serian uno de los manjares más apreciados en las mejores mesas.

A Pazair no le gustaba el espectáculo. Ver a un ser privado de libertad, aunque fuera una simple codorniz, le causaba un verdadero sufrimiento. Neferet, que percibía el menor de sus sentimientos, lo condujo por la campiña. Caminaron hasta un lago de tranquilas aguas, rodeado de sicomoros y tamariscos, que un rey tebano había hecho excavar para su gran esposa real. Según la leyenda, la diosa Hator se bañaba allí al ocaso. La muchacha esperaba que la visión de aquel paraíso apaciguara al juez.

¿No probaba la confesión del jefe de policía que, desde los primeros días de su investigación a Mentmosé, Pazair se había orientado hacia uno de los responsables de la conspiración? Qadash no había vacilado en sobornar a Mentmosé para enviar al juez a presidio. Víctima del vértigo, el decano del porche se preguntaba si no sería instrumento de una voluntad superior que trazaba su camino y lo obligaba a seguirlo sucediera lo que sucediese.

La culpabilidad de Qadash lo impulsaba a hacerse preguntas a las que no debía contestar precipitadamente y sin pruebas. Un extraño ardor, a veces insoportable, lo atormentaba; impaciente por descubrir la verdad, ¿no estaría arriesgándose a desnaturalizaría quemando las etapas?

Neferet había decidido arrancarlo de su despacho y sus expedientes, sin hacer caso de sus protestas. Se lo había llevado así hasta las risueñas soledades de la campiña de Occidente.

–Estoy perdiendo unas horas preciosas.

–¿Tan pesada te resulta mi compañía?

–Perdóname.

–Necesitas distanciarte.

–El dentista Qadash nos lleva al químico Chechi, y éste al general Asher, por lo tanto, al asesinato de los cinco veteranos y, sin duda, al transportista Denes y su mujer. Los conspiradores pertenecen a la élite de este país. Quieren tomar el poder fomentando una conjura militar y asegurándose el monopolio de las nuevas armas. Por eso han suprimido a Branir, futuro sumo sacerdote de Karnak, que me habría permitido investigar en los templos el robo del hierro celeste; por eso intentaron suprimirme acusándome del asesinato de mi maestro. ¡Es un asunto enorme, Neferet! Sin embargo, no estoy seguro de tener razón. Dudo de mis propias afirmaciones.

Lo guió por un sendero que rodeaba el lago. A media tarde, bajo un calor abrumador, los campesinos dormitaban a la sombra de los árboles o las chozas.

Neferet se arrodilló en la orilla, recogió un capullo de loto y se adornó con él el pelo. Un pez plateado, de hinchado vientre, saltó del agua y desapareció en un estallido de brillantes gotitas.

La muchacha entró en el agua; mojada, el vestido de lino se pegó a su ligero cuerpo y reveló sus formas. Se zambulló, nadó con agilidad y, risueña, acompañó con la mano a una carpa que zigzagueaba ante ella. Cuando salió, su perfume parecía exaltado por el baño.

–¿No vienes?

Mirarla era tan maravilloso que Pazair había olvidado moverse. Se quitó el paño mientras ella se libraba del vestido.

Desnudos y abrazados, se sumieron en la espesura de papiro donde, llenos de felicidad, hicieron el amor.


Pazair se había opuesto firmemente a la gestión de Neferet. ¿Por qué la había convocado el médico en jefe Nebamon, sino para tenderle una trampa y vengarse?

Kem y su babuino seguirían a Neferet para proteger su seguridad. El mono se introdujo en el jardín de Nebamon; si el médico en jefe se ponía amenazador, intervendría del modo más brutal.

Neferet no sentía temor alguno; al contrario, se alegraba de conocer las intenciones de su más encarnizado enemigo.

A pesar de las advertencias de Pazair, aceptaba las condiciones de Nebamon: una entrevista cara a cara.

El portero dejó pasar a la joven, que tomó una avenida de tamariscos, cuyas abundantes y entremezcladas ramas rozaban el suelo; sus frutos, de largos pelos azucarados, tenían que recogerse con el rocío y secarse al sol. Con la madera se fabricaban famosos ataúdes, parecidos al de Osiris, y bastones que alejaban a los enemigos de la luz. Sorprendida por el anormal silencio que reinaba en aquella gran propiedad, Neferet lamentó de pronto no haberse provisto de semejante arma.

Ni un jardinero, ni un aguador, ni un criado… Los alrededores de la suntuosa mansión estaban desiertos. Vacilante, Neferet cruzó el umbral. La gran sala reservada a los visitantes era fresca, bien aireada, apenas iluminada por algunos focos de luz.

–¿Hay alguien ahí? – preguntó.

Nadie respondió. La mansión parecía abandonada. ¿Había olvidado Nebamon su cita y había vuelto a la ciudad? Incrédula, exploró los aposentos privados.

El médico en jefe dormía, tendido de espaldas, en el gran lecho de su alcoba, cuyas paredes estaban decoradas con patos volando y garzas en reposo. Su rostro estaba fatigado, su respiración era corta e irregular.

–Nebamon, soy Neferet -dijo dulcemente.

Nebamon despertó. Incrédulo, se frotó los ojos y se incorporó.

–Os habéis atrevido… ¡Nunca lo hubiera creído!

–¿Tan temible sois?

La contempló.

–Lo era. Deseaba la desaparición de Pazair y vuestra decadencia. Saberos felices juntos me torturaba; os quería a mis pies, pobre, suplicante. Vuestra felicidad impedía la mía. ¿Por qué no pude seduciros? ¡Sucumbieron tantas otras! Pero vos no os parecéis a ellas.

Nebamon había envejecido mucho; su voz, de lánguidas inflexiones que se habían hecho famosas, se volvía entrecortada.

–¿Qué tenéis?

–Soy un anfitrión despreciable. ¿Os gustaría probar mis pasteles en forma de pirámide, rellenos de confitura de dátil?

–No soy golosa.

–Y, sin embargo, amáis la vida, os ofrecéis a ella sin freno alguno. Habríamos formado una pareja magnífica. Pazair no os merece, y lo sabéis; no será decano por mucho tiempo y habréis dejado pasar la fortuna.

–¿Es indispensable?

–Un médico pobre no progresa.

–¿Os libra vuestra riqueza del sufrimiento?

–Tumor vascular.

–No es irremediable. Para aliviar el dolor, receto aplicaciones de jugo de sicómoro, extraído del árbol a comienzos de la primavera, antes de que dé frutos.

–Excelente prescripción. Conocéis perfectamente la materia médica.

–La operación es inevitable. Practicaré una incisión con una caña afilada, extirparé el tumor calentándolo al fuego y cauterizaré con una lanceta.

–Tendríais razón si mi organismo fuera capaz de soportar la intervención.

–¿Tan debilitado estáis?

–Mis días están contados. Por eso he despedido a parientes y criados. Me aburren. En el palacio debe de haber un buen jaleo. Nadie tomará iniciativas en mi ausencia. Los imbéciles que me obedecen al pie de la letra ya no saben qué camino tomar. ¡Miserable comedia!… Volver a veros ilumina mi agonía.

–¿Puedo auscultaros?

–Divertios.

La muchacha escuchó los latidos de aquel corazón, débiles y desordenados. Nebamon no mentía. Estaba gravemente enfermo. Permanecía inmóvil, respirando el perfume de Neferet, disfrutando la suavidad de aquella mano en su piel, la ternura de aquella oreja en su pecho. Habría dado su eternidad para que aquellos instantes no terminaran, pero ya no disponía de semejante tesoro; al pie de la balanza del juicio, la devoradora lo aguardaba.

Neferet se apartó.

–¿Quién os cuida?

–Yo mismo, el ilustre médico en jefe del reino de Egipto.

–¿De qué modo?

–Con el desprecio. Me detesto, Neferet, porque no soy capaz de hacerme amar por vos. Mi existencia fue una letanía de éxitos, de mentiras y torpezas, pero me falta vuestro rostro, la pasión que habría debido arrastraros hacia mí. Muero por vuestra ausencia.

–No tengo derecho a abandonaros.

–¡No vaciléis ni un segundo, aprovechad vuestra oportunidad! Si recobrara la salud, volvería a ser una bestia feroz, no cesaría hasta suprimir a Pazair y capturaros.

–Un enfermo merece cuidados.

–¿Aceptaríais ese papel?

–En Menfis existen excelentes facultativos.

–Vos, o nadie más.

–No seáis niño.

–¿Me habríais amado sin Pazair?

–Ya conocéis la respuesta.

–¡Mentidme, os lo ruego!

–Esta misma noche regresarán vuestros servidores. Os receto una alimentación ligera.

Nebamon se incorporó.

–Os juro que no he participado en ninguna de las conspiraciones que preocupan a vuestro marido. Ignoro todo lo que se refiere al asesinato de Branir, a la muerte de los veteranos y a los manejos del general Asher. Mi único objetivo era enviar a Pazair al penal y obligaros a que fuerais mi mujer. Mientras viva, no tendré otra.

–¿No es preciso renunciar a lo imposible?

–El viento cambiará, estoy seguro de ello.


CAPÍTULO 16


Pantera, radiante, acariciaba el pecho de Suti. Le había hecho el amor con el ardor de una crecida reciente, tan ardiente que sus ondas se lanzaban al asalto de las montañas.


–¿Por qué estás tan sombrío?

–Preocupaciones sin importancia.

–Se murmura mucho.

–¿Sobre qué?

–Sobre la suerte de Ramsés el Grande. Algunos afirman que ha cambiado. El mes pasado hubo un incendio en los muelles, varios accidentes en el río, acacias partidas en dos por el rayo.

–Tonterías.

–No para tus compatriotas. Están convencidos de que el poder mágico del faraón está agotándose.

–¡Qué cosas! Celebrará una fiesta de regeneración y el pueblo gritará su júbilo.

–¿A qué espera?

–Ramsés tiene el sentido del acto justo en el momento oportuno.

–¿Y tus problemas?

–No tienen ninguna importancia, te lo repito.

–Una mujer.

–Mi investigación.

–¿Qué quiere?

–Me veo obligado a…

–¡Una boda, con un contrato en debida forma! Dicho de otro modo, ¡me repudias!

Desenfrenada, la rubia libia rompió algunas tazas de terracota y dislocó una silla de paja.

–¿Cómo es? ¿Alta, baja, joven, vieja?

–Baja, de cabellos muy negros, menos hermosa que tú.

–¿Rica?

–Claro.

–¡No te basto, no tengo fortuna! Te diviertes más con tu puta rubia y te vuelves honorable con tu burguesa morena.

–Necesito obtener una información.

–¿Y estás obligado a casarte?

–Simple formalidad.

–¿Y yo?

–Sé paciente. En cuanto haya obtenido lo que me interesa, me divorciaré.

–¿Cómo reaccionará?

–Para ella es sólo un capricho. Lo olvidará pronto.

–Niégate, Suti. Cometes un grave error.

–Imposible.

–¡Deja de obedecer a Pazair!

–El contrato matrimonial se ha firmado ya.


Pazair decano del porche, primer magistrado de Menfis, autoridad moral indiscutible, ponía mala cara, como un adolescente contrariado. No admitía los esfuerzos que Neferet había hecho en favor de Nebamon. La muchacha había reunido a varios terapeutas que habían acudido a la cabecera del médico en jefe, había devuelto los servidores a la propiedad, y velado para que el enfermo fuera cuidado y atendido.

Aquella actitud lo encolerizaba.

–No se ayuda a los enemigos -masculló.

–¿Cómo puede hablar así un juez?

–Debe hacerlo.

–Soy médica.

–Ese monstruo intentó destruimos, a ti y a mí.

–Fracasó. Y hoy, él está destruyéndose desde el interior.

–Su mal no borra sus faltas.

–Tienes razón.

–Si lo admites, no te preocupes más por él.

–No ocupa el menor de mis pensamientos, pero cumplo con mi deber.

Pazair se tranquilizó un poco.

–¿No estarás celoso?

La atrajo hacia sí.

–Nadie lo está más que yo.

–¿Me darás permiso para cuidar a alguien más que a mi marido?

–Si la ley me lo permitiera, no.

Bravo, con los ojos inquietos, tendió la pata derecha a Neferet y la izquierda a Pazair. Cualquier disensión entre sus dueños lo hacia desgraciado. Su acrobática postura provocó una carcajada que el perro, tranquilizado, compartió ladrando.


Suti apartó a dos escribas, con los brazos cargados de papiros, empujó a un escribano y forzó la puerta del despacho de Pazair, que estaba bebiendo una copa de agua cobriza.

Con los largos cabellos negros en desorden, el antiguo héroe era presa del furor.

–¿Algo va mal, Suti?

–¡Sí, tú!

El decano del porche se levantó y cerró la puerta. La tempestad seria violenta.

–Podríamos discutir en otra parte.

–¡De ningún modo! Este lugar es precisamente la razón de mi cólera.

–¿Eres víctima de una injusticia?

–¡Te aburguesas, Pazair! Mira a tu alrededor: chupatintas, funcionarios obtusos, almas mezquinas, preocupadas por su ascenso. Olvidas nuestra amistad, descuidas la investigación sobre el general Asher, ya no buscas la verdad, ¡como si ya no creyeras en mi! Has caído en la trampa de los títulos y la respetabilidad. Sin embargo, vi cómo Asher torturaba y mataba a un egipcio, sé que es un traidor, ¡y tú te pavoneas como un notable!

–Has bebido.

–Mala cerveza, y mucha. Lo necesitaba. Nadie se atreve a hablarte como yo.

–Los matices no son tu fuerte, pero no te sabia tan estúpido.

–¡No me insultes! Niégalo si te atreves.

–Siéntate.

–¡Yo no pacto!

–Acepta al menos una tregua.

Tambaleándose un poco, Suti consiguió agacharse sin perder el equilibrio.

–Es inútil que intentes seducirme. He visto claro tu juego.

–Tienes suerte. Yo me pierdo siempre.

Asombrado, Suti se volvió hacia Pazair.

–¿Qué quieres decir?

–Mira mejor: estoy abrumado de trabajo. Cuando era un pequeño juez en un barrio de Menfis, tenía tiempo para investigar. Aquí debo responder mil demandas, tratar muchos expedientes, calmar las cóleras de los unos y las impaciencias de los otros.

–¡Has caído en la trampa! Dimite, y sígueme.

–¿Qué proyectos tienes?

–Retorcerle el cuello al general Asher y curar a Egipto del mal que le corroe.

–Ese resultado no se alcanzará así.

–¡Claro que sí! ¡Cortándole la cabeza a la conspiración, la sedición termina!

–¿Y el asesino de Branir?

Suti esbozó una sonrisa feroz.

–Fui un buen investigador, pero he tenido que casarme con la señora Tapeni.

–Valoro tu sacrificio.

–De lo contrario, no hubiera hablado.

–Ahora eres rico.

–Pantera no lo acepta.

–Un seductor como tú podrá lograrlo.

–Casado, yo… ¡Peor que el presidio! En cuanto sea posible, me divorciaré.

–¿Fue bien la ceremonia?

–En la más estricta intimidad. Ella no quería que asistiera nadie. En la cama se desenfrenó. Para Tapeni, soy una golosina inagotable.

–Bueno, ¿y la investigación?

–Sólo algunas personas de alto linaje utilizan el tipo de aguja que mató a Branir. Entre ellas, la más hábil y la más notable es la señora Nenofar. Si su cargo de inspectora del Tesoro es sólo honorífico es efectivamente la intendente de los paños y conoce a las mil maravillas el oficio.

¡La señora Nenofar, la esposa del transportista Denes, la feroz enemiga de Bel-Tran, el mejor apoyo del juez! Sin embargo, durante el proceso a Asher, como miembro del jurado, no había censurado a Pazair. El juez se sentía, de nuevo, en falso. La culpabilidad parecía evidente, pero su convicción no llegaba a formarse.

–Detenla inmediatamente -aconsejó Suti.

–No se ha establecido la prueba.

–¡Como con Asher! ¿Por qué niegas sin cesar la evidencia?

–Yo no, Suti, el tribunal. Para considerar culpable a una persona acusada de asesinato, los jurados exigen una impecable instrucción.

–¡Pero yo me he casado!

–Intenta obtener algo más.

–Te vuelves cada vez más exigente y te encierras en una red de leyes que te alejan de la realidad. Niegas la verdad: Asher es un traidor y un criminal que intenta apoderarse del ejército de Asia; Nenofar asesinó a tu maestro.

–¿Por qué no actúa el general?

–Porque está colocando a sus hombres en los protectorados y en el propio Egipto. Como instructor de los oficiales de Asia, forma un clan de escribas y de militares que le son afectos. Muy pronto, con la ayuda de su amigo Chechi, dispondrá de armas irrompibles que le permitirán enfrentarse sin temor a cualquier ejército. Quien controla las armas gobierna el país.

Pazair seguía sin creerlo.

–Un golpe de Estado militar no tiene posibilidades de triunfar.

–¡No estamos en la edad de oro, sino en el reinado de Ramsés! En nuestras provincias, hay extranjeros a miles; nuestros queridos compatriotas piensan más en enriquecerse que en satisfacer a los dioses. La vieja moral ha muerto.

–La persona del faraón sigue siendo sagrada. El general Asher no está a la altura. Ningún clan lo apoyará. El país lo rechazará.

El argumento fue convincente. Suti admitió que su razonamiento, indiscutible en un país de Asia, no valía para el Egipto de Ramsés el Grande. Una facción, aunque estuviera muy bien armada, no lograría el asentimiento de los templos, y menos aún la adhesión del pueblo. Para gobernar las Dos Tierras no bastaba con la fuerza. Se necesitaba un ser mágico, capaz de hacer un pacto con los dioses y lograr que el amor del más allá brillara en la tierra. Ridículas palabras para los oídos de un griego, de un libio o de un sirio, pero esenciales para los de un egipcio; fueran cuales fuesen sus cualidades de estratega e intrigante, Asher carecía de esas virtudes.

–Es extraño -dijo Pazair-. Habíamos considerado tres posibles culpables del asesinato de Branir: el decano del porche, exiliado, que se muere de inanición; Nebamon, que sufre una grave enfermedad, y Mentmosé, al borde del abismo. Los tres habrían podido escribir la nota ordenándome que me reuniera con mi maestro y organizar la puesta en escena destinada a acusarme. Y tú añades a la señora Nenofar. Pero me parece que el antiguo decano no tiene nada que ver; su comportamiento fue el de un magistrado desgastado, débil, abrumado por sus compromisos. Nebamon le ha jurado a Neferet que no estaba comprometido en conspiración alguna. Y el jefe de policía, por lo general tan hábil y tan seguro de sí mismo, parece el manipulado y no el manipulador. Si nos hemos equivocado tan gravemente, ¿por qué no dudar en lo que se refiere a la señora Nenofar?

–¡Ahí está tu conspiración! El general Asher no se limita a sus soldados de élite, necesita apoyo entre los nobles y los ricos. Tiene el de Denes y el de la señora Nenofar, los comerciantes más ricos de Menfis. Gracias a su fortuna, comprará silencios, conciencias y complicidades. El cerebro del asunto es doble.

–¿No organizó Denes un banquete para celebrar mi investidura?

–¿No intentó comprarte, también a ti? Cuando no lo logra, fabrica una verdad que le conviene. Tú, asesino de Branir; Qadash, testigo ocular del mismo crimen, para librarse definitivamente de tu fiel policía, Kem.

Esta vez, a pesar de su embriaguez, Suti se mostraba convincente.

–Si tienes razón, nuestros adversarios son todavía más numerosos y fuertes de lo que suponíamos.

–¿Está Denes a la altura de un jefe de Estado?

¡De ningún modo! Demasiado lleno de cinismo, demasiado indiferente ante los demás. Demasiado corto de vista; sus finanzas y su interés personal son sus únicas preocupaciones. La señora Nenofar, en cambio, es más temible de lo que parece; la creo capaz de asumir una regencia. ¡No soñamos, decano del porche! Cinco cadáveres de veteranos, Branir asesinado, varias tentativas de eliminación… Desde hacia decenios, Egipto no había conocido semejantes trastornos. Tu investigación molesta. Y puesto que dispones de poder, utilízalo! Tu papeleo puede esperar.

–Garantiza el equilibrio del país y la felicidad cotidiana de la población.

–¿Qué quedará de ello si la conspiración tiene éxito?

Pazair se levantó tenso.

–La inacción se te hace insoportable, Suti.

–Un héroe necesita hazañas.

–¿Estás dispuesto a correr riesgos?

–Tanto como tú. Quiero asistir al castigo del general Asher.


El cólico de Silkis había tomado proporciones alarmantes. Temiendo una disentería, el propio Bel-Tran había ido a buscar a Neferet en plena noche. La médica hizo tomar a la enferma semillas de eneldo oloroso; sus propiedades sedantes y digestivas atenuaron los espasmos. Como ungüento, mezcladas con brionia y cilantro, aliviaban las jaquecas. La hermosa umbelífera de flores amarillas no bastaría, pues las diarreas eran muy dolorosas; cada cuarto de hora, Silkis tenía que tomar una copa llena de cerveza de algarrobo, obtenida a partir de las vainas y mezclada con aceite y miel. Una hora después del comienzo del tratamiento, los síntomas se atenuaron.

–Sois maravillosa -balbuceó la paciente.

–Estad tranquila. Mañana mismo estaréis restablecida. Bebed cerveza de algarrobo durante una semana.

–¿Debo temer complicaciones?

–Ninguna. Una simple intoxicación alimenticia. Mal curada, habría sido inquietante. Durante algunos días, alimentaos con cereales.

Bel-Tran le dio calurosamente las gracias a Neferet y la llevó aparte.

–¿Habéis sido sincera?

–No temáis.

–Permitidme que os ofrezca una colación.

Neferet no rechazó aquel instante de reposo antes de una larga jornada en la que visitaría a más de una docena de enfermos, ricos o pobres. Pronto amanecería; era inútil intentar dormir.

–Desde que entré en el Tesoro -reveló Bel-Tran-, tengo insomnio. Mientras Silkis duerme, trabajo en los asuntos del día siguiente. A veces, una bola dolorosa se forma en mi estómago, y quedo casi paralizado.

–Estáis agotando vuestro sistema nervioso.

–El Tesoro no me concede descanso. Admito vuestros reproches, Neferet, pero ¿no podría también devolvéroslos? Vais de un lugar a otro de la ciudad, y no os resistís a súplica alguna. Vuestro lugar está en otra parte. En palacio faltan facultativos de vuestra calidad. Al rodearse de mediocres, Nebamon ha hecho el vacío a su alrededor. Os expulsó del cuerpo principal de médicos a causa de vuestra competencia.

–Es el médico en jefe quien decide los nombramientos, ni vos ni yo podemos hacer nada.

–Habéis curado al visir y a varios notables. Reuniré sus testimonios y los presentaré a la comisión de disciplina. Los más estúpidos se verán obligados a reconocer vuestros méritos.

–No tengo ganas de luchar por mí misma.

–Pazair, como decano del porche, no puede intervenir en vuestro favor so pena de ser sospechoso de parcialidad. No es mi caso. Me batiré por vos.


Tebas estaba conmocionada. La gran ciudad del sur, garante de las más antiguas tradiciones, hostil a las innovaciones económicas que Menfis, la rival del norte, aceptaba con excesiva complacencia, aguardaba impaciente el nombre del nuevo sumo sacerdote que reinaría sobre más de ochenta mil empleados, sesenta y cinco ciudades y pueblos, un millón de hombres y mujeres que trabajaban, más o menos directamente, para el templo, cuatrocientas mil cabezas de ganado, cuatrocientos cincuenta viñedos y huertos y noventa navíos.

El faraón debía proporcionar los objetos de culto, los alimentos, el aceite, el incienso, los ungüentos, la ropa, y facilitar tierras, cuya propiedad sería indicada por grandes estelas plantadas en los linderos de los campos, en cada ángulo; el sumo sacerdote debía percibir las tasas sobre las mercancías y los pescadores. El pontífice de Amón gestionaba un Estado en el Estado; así pues, el rey tenía que nombrar a un hombre cuya fidelidad y obediencia le estuvieran aseguradas, sin por ello ser un personaje insustancial, desprovisto de autoridad; Branir tenía aquel temple; su brutal desaparición había sido un problema para Ramsés el Grande. La víspera de la entronización, todavía no se conocía su elección.

Pazair y Suti se habían desplazado hasta allí por curiosidad y por necesidad. Ni siquiera el sumo sacerdote de Ptah de Menfis había podido proporcionarles ninguna información sobre el robo del hierro celeste. Sin ninguna duda, el precioso metal procedía de un templo del sur; sólo el sumo sacerdote de Karnak pondría a los investigadores sobre una pista seria.

Pero ¿con qué personaje tendría que enfrentarse Pazair?

Como decano del porche, Pazair fue admitido en el desembarcadero, acompañado por Suti, al que presentó como su ayudante. Muchas barcas ocupaban la dársena excavada entre el Nilo y el templo; hileras de árboles preservaban el frescor.

Los dos amigos, conducidos por un sacerdote, pasaron entre las esfinges con cabeza humana, cuya mirada apartaba a los profanos. Ante cada uno de los vigilantes guardianes, una regata de irrigación conducía el agua a un foso, de unos cincuenta centímetros de profundidad, donde crecían flores.

Así, la vía sacra que conducía del mundo exterior al templo estaba adornada con los más vivos y tornasolados colores.

Pazair y Suti tuvieron acceso al primer gran patio, donde celebrantes de cráneo afeitado, vestidos con ropas de lino, adornaban con flores los altares. Fueran cuales fuesen los acontecimientos, el culto debía garantizarse. Los puros, los padres divinos, los servidores del dios, los dueños de los secretos, los portadores de los rituales, los astrólogos y los músicos se consagraban a sus ocupaciones, fijadas por la Regla en vigor desde el tiempo de las pirámides. Sólo una pequeña parte de ellos vivía permanentemente en el interior del santuario; los demás oficiaban durante períodos más o menos largos, que iban de una semana a tres meses. Dos veces por día y dos veces por noche, procedían a abluciones, porque consideraban que la ascesis interior tenía que verse acompañada por una impecable limpieza física.

Los dos amigos se sentaron en un banco de piedra. La tranquilidad del lugar, su majestad, la profunda paz inscrita en las piedras de eternidad les hicieron olvidar preocupaciones y preguntas. Aquí, la vida, liberada de la erosión de la continuidad, tenía otro sabor. Incluso Suti, que no creía en los dioses, llenó su alma de plenitud.

El nuevo sumo sacerdote de Karnak había recibido del rey las insignias de su función, un bastón de oro y dos anillos.

Jefe, en adelante, del más rico y más vasto de los templos de Egipto, velaría para preservar sus tesoros. Cada mañana abriría los dos batientes del santuario secreto, la región de luz donde Amón se regeneraba en el misterio de Oriente. Había prestado el juramento de observar el ritual, renovar las ofrendas y ocuparse de la morada divina, donde la creación de los primeros instantes se mantenía en equilibrio. Mañana pensaría en su abundante personal, que comprendía el director de su casa, un mayordomo, un chambelán, escribas, secretarios y jefes de equipo; mañana echaría en falta la tranquila existencia de la que lo había arrancado la decisión del faraón. En aquel momento tan intenso pensaba en el precepto fundamental de la Regla: "No levantes la voz en el templo, Dios detesta los gritos. Que tu corazón sea amante. No interrogues a Dios a diestro y siniestro, pues le gusta el silencio. El silencioso parece el árbol que crece en el huerto; sus frutos son dulces, su sombra agradable, reverdece y acaba sus días en el vergel donde ha nacido."

El sumo sacerdote se recogió largo rato en el Santo de los santos, solo ante el naos que contenía la estatua del dios. Nunca había esperado vivir semejante emoción, que reducía a la nada sus aspiraciones de ayer y sus irrisorias esperanzas.

El vestido del primer servidor de Amón lo despojaba de su humanidad y lo convertía en un desconocido para sí mismo. Poco importaba, puesto que no tendría posibilidad alguna para interrogarse sobre sus gustos o sus dudas.

El sumo sacerdote retrocedió borrando sus pasos. En cuanto hubiera salido del Santo de los santos, se volvería para enfrentarse con el universo del templo.


Las aclamaciones saludaron la aparición del sumo sacerdote en el umbral de la inmensa sala con columnas construida por Ramsés. A él le tocaba, ahora, abrir el camino con su bastón de oro y gobernar un pacifico ejército, consagrado a la gloria de Amón.

Pazair dio un respingo.

–Increíble.

–¿Lo conoces? – preguntó Suti.

–Es Kani, el jardinero.


CAPÍTULO 17


Cuando recibió el homenaje de los dignatarios en el gran patio, Kani se detuvo largo rato ante Pazair. El juez se inclinó.


En su intercambio de miradas, ambos hombres compartieron una profunda alegría.

–Me gustaría consultaros lo antes posible.

–Os recibiré esta misma noche -prometió Kani.


El palacio del sumo sacerdote, próximo a la entrada del templo, era una maravilla de arquitectura y decoración. La belleza de las pinturas, que glorificaban la presencia divina en la naturaleza, encantaba la mirada. Kani recibió a Pazair en su gabinete particular, que ya estaba lleno de papiros. Calurosos, se dieron un abrazo.

–Me siento feliz por Egipto -declaró el juez.

–¡Deseo que tengáis razón! Branir estaba destinado a la función que ocupo. Sabio entre los sabios, ¿quién podrá igualarlo? Honraré su memoria cada mañana y se presentarán ofrendas a su estatua instalada en el templo.

–Ramsés no se ha equivocado.

–Me gusta este lugar, es cierto, como si siempre hubiera vivido aquí. Estoy aquí gracias a vos.

–Mi ayuda fue mínima.

–Decisiva. Os noto preocupado.

–Mi investigación resulta muy ardua.

–¿Cómo puedo ayudaros?

–Deseo investigar en el templo de Coptos, con la esperanza de encontrar el origen del hierro celeste entregado al químico Chechi, cómplice del general Asher. Para inculpar al primero y probar la complicidad del segundo, necesito seguir el hilo. Sin vuestra autorización, es imposible.

–¿Son algunos sacerdotes cómplices de los criminales?

–No puede excluirse.

–No eludiremos la dificultad. Dadme una semana.


Pazair, con el cuerpo absolutamente afeitado, se alojó en una casita cercana al lago sagrado de Karnak y participó en los ritos como "sacerdote puro". Escribió a Neferet cada día explicándole el esplendor y la paz del templo. Suti, que no aceptaba sacrificar sus largos cabellos, se refugió en casa de una amiga a la que había encontrado presenciando unas justas náuticas. La bella no se había casado todavía, y soñaba con Menfis; él se consagró en cuerpo y alma a distraerla.

En la fecha prevista, el sumo sacerdote recibió a ambos amigos en su sala de audiencias. Kani ya había cambiado; si los rasgos del antiguo jardinero, especialista en plantas medicinales, seguían marcados por el sol y surcados por profundas arrugas, el aspecto se había hecho majestuoso. Al elegirlo, Ramsés había adivinado al pontífice bajo el hombre humilde. No necesitaría adaptación alguna. En tan pocos días, Kani se había imbuido ya de su función.

Pazair le presentó a Suti, quien se sentía muy incómodo en aquel austero lugar.

–Efectivamente, es preciso investigar en Coptos -declaró el sumo sacerdote-. Los especialistas en metales preciosos y minerales raros dependen del superior del templo, que había sido minero y, luego, policía del desierto. Si alguien puede aclararos el origen de ese hierro celeste, él es la persona indicada. Coptos es el punto de partida de todas las grandes expediciones a las minas y a las canteras.

–¿Puede estar implicado?

–Según los informes que me han sometido, no. Vigila tanto como es vigilado, y se ocupa de la entrega de materiales preciosos al conjunto de los templos de Egipto. Ninguna falta en veinte años. En especial, es responsable de la pista del oro. Sin embargo, he preparado una orden por escrito que os permitirá acceder a los archivos del templo. A mi modo de ver, el fraude se produce en otra parte; ¿no sería necesario tratar con los mineros y los prospectores?


Un viento violento agitaba los negros cabellos de Suti; de pie en la proa del barco que bogaba hacia Menfis, no se tranquilizaba, indignándose ante la tranquilidad de Pazair.

–Coptos, el desierto, los tesoros de la arena… ¡Qué locura!

–Con el documento que Kani me entregó puedo registrar de cabo a rabo el templo de Coptos.

–¡Absurdo! Los ladrones de esas características no son tan estúpidos como para dejar huellas de su fechoría.

–Tu opinión me parece sensata. Así pues…

–Así pues, tendremos que jugar a los héroes y partir a la aventura, acompañados por individuos sin fe ni ley, que no vacilan en despanzurrar a su prójimo por una pepita. Antaño, la experiencia me habría tentado, pero estoy casado y…

–¡Te has vuelto un pequeño burgués!

–Me gustaría gozar un poco más de la fortuna de la señora Tapeni, a cambio de mis buenos y leales servicios. Además, ¿no me pediste que obtuviera más información?

–No eres un hombre hecho para vivir a expensas de una dama.

–¡Envía a tu nubio!

–Lo identificarían en seguida. Yo voy a seguir esta pista.

–¡Estás loco! No resistirás dos días.

–Sobreviví al penal.

–Los buscadores de minerales están acostumbrados a morirse de sed, a soportar el más ardiente de los soles y a luchar contra escorpiones, serpientes y bestias salvajes. ¡Olvida esta tontería!

–La verdad es mi oficio, Suti.


Neferet fue llamada urgentemente a la cabecera de Nebamon. Aunque tres médicos se ocuparan permanentemente de él, el enfermo acababa de entrar en coma.

Viento del Norte aceptó servir de montura; a buen paso, el asno tomó la dirección de la mansión del médico en jefe.

En cuanto Neferet llegó, Nebamon recuperó el conocimiento. Sufría del estómago, se quejaba de dolores en el brazo y el pecho. "Crisis cardiaca", diagnosticó Neferet. Posó la mano en su pecho y le magnetizó hasta que el dolor desapareció. Hizo cocer una raíz de brionia en aceite y completó la poción con hojas de acacia, higos y miel.

–Lo beberéis cuatro veces por día -recomendó.

–¿Cuánto tiempo me queda por vivir?

–Vuestro caso es serio.

–No sabéis mentir, Neferet. ¿Cuánto tiempo?

–Sólo Dios es dueño de nuestro destino.

–¡Me importan un pimiento las hermosas frases! Tengo miedo de morir, quiero saber cuántos días me quedan para hacer que vengan mozas y beber vino.

–Vos elegís.

Nebamon, con la tez muy pálida, la agarró del brazo.

–¡No dejo de mentir, Neferet! Os quiero a vos. Besadme, os lo suplico. Una vez, sólo una vez…

Ella se soltó sin brusquedad.

El rostro de Nebamon se cubrió de sudor.

–El juicio del más allá será severo. Mi existencia fue mediocre, pero he tenido la suerte de dirigir el más ilustre de los cuerpos médicos. Sólo me falta una mujer, una verdadera mujer, que me habría hecho menos malo. Antes de enfrentarme a Osiris, ayudaré a Pazair, el que me venció. Decidle que Qadash compraba mi testimonio con amuletos, piezas excepcionales de las que se encarga su antiguo intendente. Para pagar semejante precio, el asunto debe de ser enorme. Enorme…

Fueron las últimas palabras del médico en jefe Nebamon, que murió devorando a Neferet con los ojos.


Pazair recordó el corrompido intendente del dentista Qadash; de hecho, ya se había visto implicado en el tráfico de esos objetos que tanto gustaban a su propio patrón. ¿No se cambiaba acaso un hermoso amuleto de lapislázuli por un cesto lleno de pescado fresco? Vivos y muertos deseaban la protección mágica contra las fuerzas de las tinieblas. En forma de ojo completo, de pierna, de mano, de escalera hacia el cielo, de instrumentos, de loto o de papiro, representando algunas divinidades, los amuletos eran receptáculos de energía positiva. Muchos egipcios, sin distinción de edad o de clase social, los llevaban de buena gana al cuello, en contacto directo con la piel.

La persona de Qadash adquiría relieve. Pazair lanzó pues su administración tras las huellas de su ex intendente. Las investigaciones fueron rápidas e instructivas. El hombre había obtenido un empleo similar en una gran propiedad del Medio Egipto. Una propiedad que pertenecía a un excelente amigo de Qadash, el transportista Denes.

Durante la audiencia semanal que el visir concedía a sus más próximos colaboradores, se debatían numerosos temas.

Bagey apreciaba las intervenciones concisas y detestaba a los charlatanes. Sus propias conclusiones eran breves y sin apelación. Un escribano las registraba, y otro las transformaba en decisiones administrativas, en las que el visir ponía su sello.

–¿Propuestas, juez Pazair?

–Sólo una: que se sustituya al jefe de policía. Mentmosé es indigno de sus funciones. Las faltas que ha cometido son demasiado graves para ser perdonadas.

El secretario del visir se rebeló.

–Mentmosé ha prestado grandes servicios al país. Ha sabido mantener el orden con una conciencia ejemplar.

–El visir conoce mis argumentos -precisó Pazair-. Mentmosé ha mentido, ha falsificado expedientes y se ha burlado de la justicia. Sólo el antiguo decano del porche ha sido castigado; ¿por qué su cómplice debe quedar sin castigo?

–¡El jefe de policía no puede ser un ingenuo corderito!

–Ya basta -intervino el visir-. Los hechos son conocidos y probados, el expediente no tiene ambigüedad alguna. Leed, escribano.

Las acusaciones eran abrumadoras. Pazair, sin miramientos, había puesto de relieve las villanías de Mentmosé.

–¿Quién desea que Mentmosé conserve su puesto? – preguntó el visir tras haber oído los cargos.

Ninguna voz se levantó en favor del policía.

–Mentmosé queda destituido -decidió el visir-. Si desea apelar, comparecerá ante mí. Si se le reconoce culpable de nuevo, irá a presidio. Procedamos inmediatamente a la designación de su sucesor. ¿A quién proponéis?

–A Kem -declaró Pazair con voz pausada.

–¡Escandaloso! – protestó uno de los escribanos.

Hubo otras oposiciones.

–Kem tiene una larga experiencia -insistió Pazair-. Ha sufrido en su propia carne lo que considera una injusticia, pero siempre se mantuvo al lado del orden. Ciertamente, no le gusta demasiado la humanidad, pero lleva a cabo su oficio como un sacerdocio.

–Un nubio de baja extracción, un…

–Un hombre de acción, sin ilusiones. Nadie conseguirá corromperlo.

El visir interrumpió la discusión.

–Kem es nombrado jefe de policía de Menfis. Si alguien se opone, que presente sus argumentos ante mi tribunal. Si los considero inaceptables, será condenado por injuria. Se levanta la sesión.


Ante el decano del porche, Mentmosé entregó a Kem el bastón de marfil coronado por una mano, que simbolizaba el poder del jefe de policía, y un amuleto en forma de media luna en la que estaban grabados un ojo y un león, emblemas de la vigilancia. Pese a su nombramiento, el nubio se había negado a cambiar el arco, las flechas, la espada y el garrote por unas ropas de notable.

Kem no le dio las gracias a Mentmosé, al borde de la apoplejía. No se pronunció discurso alguno. El nubio, desconfiado, probó en seguida el sello por miedo a que el antiguo jefe de policía lo hubiera falsificado.

–¿Estáis satisfecho? – preguntó Mentmosé con voz nasal.

–Soy testigo de la observancia del decreto promulgado por el visir -repuso Pazair sereno- Como decano del porche, levanto acta de la transferencia de las atribuciones.

–¡Vos convencisteis a Bagey para que me destituyera!

–El visir ha cumplido con su deber. Vuestras faltas os condenan.

–Habría tenido que…

Mentmosé no se atrevió a pronunciar la palabra que le abrasaba los labios. La mirada del nubio se lo impidió.

–Una amenaza de muerte es un delito -declaró severo.

–No he dicho nada de eso.

–No intentéis nada más contra el juez Pazair. De lo contrarío, intervendré.

–Vuestro personal os espera -precisó el juez-; haríais bien abandonando Menfis en seguida.

Nombrado superintendente de pesca en el delta, Mentmosé residiría ahora en una pequeña ciudad costera donde no se fomentaba más conjura que el cálculo del precio del pescado, según su tamaño y su peso.

Buscó una respuesta hiriente, pero la visión del nubio, hierático, le cortó la inspiración.

Kem había metido su mano de justicia y su amuleto oficial en un arcón de madera, bajo su colección de puñales asiáticos. Delegando las tareas administrativas en escribas acostumbrados a tan aburrido ejercicio, cerró la puerta del despacho de Mentmosé, decidido a hacer en él muy cortas apariciones. La calle, los campos, la naturaleza eran sus dominios predilectos y seguirían siéndolo; no se detenía a los culpables leyendo hermosos papiros. De modo que le alegraba viajar en compañía de Pazair.

Desembarcaron en Hermópolis, la ciudad sagrada del dios Thot, dueño de la lengua sagrada; cabalgando en asnos especializados en el transporte de notables, atravesaron una espléndida y apacible campiña. Era época de siembra. Tras el descenso de las aguas, la tierra, enriquecida por el limo, se ofrecía a los arados y las azadas que quebraban las pellas.

Los sembradores, con el cuello y la cabeza adornados de flores, arrojaban semillas en el suelo, vaciando con amplio gesto sus pequeñas bolsas de fibras de papiro. Después, corderos, bueyes y cerdos pisotearían las semillas y las hundirían.

A veces, el labrador encontraba un pez prisionero en un charco. Los carneros conducían sus rebaños hacia los buenos terrenos; si era necesario, sus guardianes manejaban un azote de cuero, cuyo chasquido devolvía a los indisciplinados al buen camino. Una vez cubierta, la semilla, de acuerdo con un proceso alquímico análogo a la muerte y resurrección de Osiris, convertiría Egipto en una tierra fértil y rica.

La propiedad de Denes era inmensa. La servían tres aldeas. En la mayor, Pazair y Kem bebieron leche de cabra y degustaron un yogur salado y cremoso, conservado en jarras. Lo extendieron en rebanadas de pan y le añadieron finas hierbas. Los campesinos utilizaban el alumbre, procedente del oasis de Khargeh, para cuajar la leche sin agriarla y preparar quesos muy apreciados.

Saciados, ambos hombres caminaron hasta la enorme granja de Denes, compuesta por varios edificios, silos para grano, bodega, prensa, establos, caballerizas, corral, panadería, matadero y talleres. Tras haberse lavado los pies y las manos, el juez y el policía exigieron ver al intendente de la propiedad. Un palafrenero fue a buscarlo a las caballerizas.

En cuanto el importante personaje vio a Pazair, puso pies en polvorosa. Kem no se movió. Su babuino dio un salto y arrojó al suelo al fugitivo. Cuando los colmillos se hundieron en la carne de la espalda, el intendente dejó de debatirse.

Kem consideró que la postura era adecuada para un buen interrogatorio.

–Celebro volver a veros -dijo Pazair-. Nuestra presencia parece asustaros.

–¡Apartad ese mono!

–¿Quién os ha contratado?

–El transportista Denes.

–¿A petición de Qadash?

El intendente vaciló. Las mandíbulas del simio se cerraron.

–¡Sí, sí!

–Así pues, no os reprochaba haberle robado. Tal vez haya una explicación sencilla: Denes, Qadash y vos sois cómplices. Habéis intentado huir porque ocultáis pruebas de cargo en esta granja. He redactado una orden de registro, de ejecución inmediata. ¿Queréis ayudarnos?

–Os equivocáis.

Kem habría utilizado, de buena gana, su mono, pero Pazair prefirió una solución más metódica y menos violenta.

El intendente fue levantado, atado y colocado bajo la custodia de varios campesinos que detestaban su tiranía. Indicaron al juez que el detenido prohibía el acceso a un almacén cerrado con varios cerrojos de madera. Con un puñal, Kem los hizo saltar. En su interior había muchos arcones, cuyas tapas, unas veces llanas, otras abombadas, otras triangulares, estaban atadas con cordones enrollados alrededor de dos botones, uno al lado, el otro en lo alto de la tapa. El conjunto de muebles, de diversos tamaños, era de gran valor. Kem cortó las cuerdas. En varios arcones de madera de sicómoro había piezas de lino de primera calidad, ropas y sábanas.

–¿El tesoro de la señora Nenofar?

–Le pediremos los albaranes de salida de los talleres.

Ambos hombres la emprendieron con unos arcones de madera tierna, forrados de ébano y adornados con paneles de marquetería. Contenían centenares de amuletos de lapislázuli.

–Una auténtica fortuna -exclamó el nubio.

–La factura es tan hermosa que el origen de estas piezas debe resultar fácil de establecer.

–Yo me encargaré.

–Denes y sus cómplices los venden a precio de oro en Libia, Siria, el Líbano y en otros países que gustan de la magia egipcia. Tal vez se los ofrezcan a los beduinos para hacerlos invulnerables.

–¿Atentado contra la seguridad del Estado?

–Denes lo negará y acusará al intendente.

–Incluso siendo decano del porche, dudáis de la justicia.

–No seáis tan pesimista, Kem; ¿no estamos aquí en misión oficial?

Oculto bajo tres arcones de tapa plana encontraron un objeto insólito que los dejó estupefactos.

Un cofre de acacia maciza y dorada, de unos treinta centímetros de alto, veinte de ancho y quince de profundidad.

En la tapa de ébano había dos botones de marfil perfectamente torneados.

–Es una obra maestra digna del faraón -murmuró Kem.

–Diríase… una pieza de equipo funerario.

–En ese caso, no tenemos derecho a tocarlo.

–Debo hacer inventario de su contenido.

–¿No cometeréis sacrilegio?

–No hay inscripción alguna.

Kem dejó que el juez quitara personalmente el cordón que unía los botones de marfil con los que estaban a los lados. Pazair levantó la tapa lentamente. El brillo del oro lo deslumbró. ¡Un enorme escarabajo de oro macizo! A uno y otro lado, un cincel de escultor en miniatura, de hierro celeste, y un ojo de lapislázuli.

–El ojo del resucitado, el cincel utilizado para abrirle la boca en el otro mundo y el escarabajo, colocado en el lugar de su corazón para que sus metamorfosis sean eternas.

En el vientre del escarabajo descubrieron una inscripción jeroglífica, pero había sido tan martilleada que resultaba imposible de descifrar.

–Es un rey -afirmó Kem turbado-. Un rey cuya tumba ha sido desvalijada.

En la época de Ramsés el Grande, aquella fechoría parecía imposible. Varios siglos antes, los beduinos habían invadido el delta y pillado algunas necrópolis. Desde la liberación, los faraones eran enterrados en el valle de los Reyes, custodiado día y noche.

–Sólo un extranjero puede haber concebido un proyecto tan monstruoso -continuó el nubio con voz temblorosa.

Turbado, Pazair cerró el cofre.

–Llevemos este tesoro a Kani. En Karnak estará seguro.


CAPÍTULO 18


El sumo sacerdote de Karnak ordenó a los artesanos del templo que examinaran el cofre y su contenido. Cuando tuvo el resultado de los expertos, convocó a Pazair. Ambos hombres deambularon bajo un pórtico, al abrigo del sol.


–Es imposible identificar al propietario de estas maravillas.

–¿Un rey?

–El tamaño del escarabajo es sorprendente, pero el indicio no basta.

–Kem, el nuevo jefe de policía, piensa en la violación de una sepultura.

–Inverosímil. Habría sido denunciada, nadie habría podido ahogar el escándalo. ¿Cómo iba a pasar desapercibido el crimen más grave que pueda cometerse? ¡Hace cinco siglos que no se ha vuelto a llevar a cabo! Ramsés lo ha condenado, y el nombre de los culpables habría sido destruido ante la población entera.

Kani tenía razón. Los temores del nubio no estaban justificados.

–Es probable -consideró Kani- que esas admirables piezas hayan sido robadas en algunos talleres. O Denes pensaba venderlos o los destinaba a su propia tumba.

Conociendo la vanidad del personaje, Pazair se inclinó por la segunda posibilidad.

–¿Habéis investigado en Coptos?

–No he tenido tiempo -respondió el juez-, y vacilo sobre el método a seguir.

–Sed prudente.

–¿Algún elemento nuevo?

–Los orfebres de Karnak no lo dudan: el oro del escarabajo procede de la mina de Coptos.

Coptos, situada a poca distancia al norte de Tebas, era una ciudad extraña. Por las calles circulaban muchos mineros, carros y exploradores del desierto, unos a punto de partir, otros al regreso de una temporada en el infierno de las soledades ardientes y rocosas. Todos se prometían que en la próxima tentativa descubrirían el mayor filón. Los caravaneros vendían sus mercancías, traídas desde Nubia, algunos cazadores llevaban sus presas al templo y a los nobles, los nómadas intentaban integrarse en la sociedad egipcia.

Todos esperaban el próximo decreto real, que alentaría a los voluntarios a tomar una de las numerosas pistas que se dirigían a las canteras de jaspe, granito o porfiro, hacia el puerto de Kossir, en el mar Rojo, o tal vez hacia los yacimientos de turquesa del Sinaí. Soñaban con el oro, con minas secretas o inexploradas, con aquella carne de los dioses que el templo reservaba a las divinidades y a los faraones. Mil veces se habían tramado intrigas para apoderarse de él, y en todas las ocasiones habían fracasado gracias a la omnipresencia de un cuerpo de policía especializado, "los de la vista penetrante". Acompañados por temibles e infatigables perros, rudos, sin piedad alguna, conocían la menor pista, el más pequeño ued, se orientaban sin trabajo en un mundo hostil, donde un profano no sobreviviría por largo tiempo. Cazadores de hombres y animales, mataban íbices, cabras montesas y gacelas, y capturaban a los fugitivos que escapaban de la prisión. Sus presas favoritas eran los beduinos que intentaban atacar las caravanas y desvalijar a los viajeros; numerosos, bien entrenados, "los de la vista penetrante" no les daban la ocasión de tener éxito en sus cobardes empresas. Si por desgracia un grupo de beduinos más astutos conseguía sus fines, los policías del desierto se pasaban la consigna: alcanzarlos y exterminarlos. Desde hacía muchos años, ningún ladrón había podido presumir de sus hazañas. La vigilancia de los mineros era estrecha; los ladrones no tenían posibilidad alguna de robar una cantidad importante de metal precioso.

Mientras se dirigía hacia el soberbio templo de Coptos, donde se conservaban antiquísimos planos que revelaban el emplazamiento de las riquezas minerales de Egipto, Pazair se cruzó con un grupo de policías que empujaban a un grupo de prisioneros maltratados por los perros.

El decano del porche se sentía impaciente e incómodo. Impaciente por progresar y saber si Coptos le proporcionaría revelaciones inesperadas; incómodo porque temía que el superior del templo estuviera conchabado con los conjurados.

Antes de emprender cualquier acción, tenía que confirmar o despejar esta duda.

La vigorosa recomendación del sumo sacerdote de Karnak fue muy eficaz. Tras leer el documento, todas las puertas fueron abriéndose, y el superior lo recibió de inmediato.

Era un hombre de edad, corpulento y seguro de sí mismo; la dignidad del sacerdote no había borrado un pasado de hombre de acción.

–¡Cuántos honores y atenciones! – ironizó con un tono de voz tan grave que hacía temblar a sus subordinados-. Un decano del porche autorizado a registrar mi modesto templo, es una muestra de estima que no esperaba. ¿Está dispuesta a invadir el lugar vuestra cohorte de policías?

–He venido solo.

El superior de Coptos frunció su enmarañado entrecejo.

–No entiendo vuestra gestión.

–Deseo vuestra ayuda.

–Aquí, como en cualquier parte, se habló mucho del proceso que intentasteis contra el general Asher.

–¿En qué términos?

–El general tiene más partidarios que adversarios.

–¿Y en qué bando estáis vos?

–¡Es un forajido!

Pazair disimuló su alivio. Si el superior no mentía, el horizonte se aclaraba.

–¿Qué le reprocháis?

–Soy un antiguo minero y pertenecía a la policía del desierto. Desde hace un año, Asher intenta apoderarse de "los de la vista penetrante". ¡Mientras yo esté vivo, no lo logrará!

La cólera del superior no era fingida.

–Sólo vos podéis informarme sobre el extraño recorrido de una gran cantidad de hierro celeste encontrado en Menfis, en el laboratorio de un químico llamado Chechi. Naturalmente, ignoraba la presencia del precioso metal y afirma haber sido víctima de una jugarreta. Sin embargo, intenta fabricar armas irrompibles, por cuenta del general Asher sin duda. Por lo tanto, Chechi necesita este hierro excepcional.

–El que os lo ha contado se burló de vos.

–¿Por qué?

–¡Porque el hierro celeste no es irrompible! Procede de los meteoritos.

–No es irrompible…

–Corrió la fábula, pero es sólo una fábula.

–¿Se conoce el emplazamiento de estos meteoritos?

–Pueden caer en cualquier parte, pero dispongo de un mapa. Sólo una expedición oficial, bajo el control de la policía del desierto, está habilitada para tomar el hierro celeste y transportarlo a Coptos.

–Se apoderaron de un bloque entero.

–No es sorprendente. Una pandilla de bandoleros dio con un meteorito cuyo emplazamiento no está registrado.

–¿Está utilizándolo Asher?

–¿Para qué? Sabe que el hierro celeste está reservado a usos rituales. Haciendo que se fabriquen armas con este metal, se expondría a graves problemas. En cambio, venderlo al extranjero, sobre todo a los hititas, que lo aprecian mucho, le proporcionaría nuevos subsidios.

Vender, especular, negociar… Esas no eran las especialidades de Asher, sino las del transportista Denes, tan ávido de bienes materiales. De paso, Chechi cobraría su comisión. Pazair se había equivocado. El químico sólo desempeñaba el papel de almacenero al servicio de Denes. Sin embargo, el general Asher deseaba hacerse con la policía del desierto.

–¿Se ha cometido algún robo en vuestras reservas de metales preciosos?

–Me vigila un ejército de policías, sacerdotes y escribas, y yo los vigilo a ellos, nos observamos unos a otros. ¿Habéis sospechado de mí?

–Sí, lo confieso.

–Aprecio vuestra franqueza. Quedaos aquí unos días y comprenderéis por qué es imposible cualquier rapiña.

Pazair decidió conceder su confianza al superior.

–Entre las riquezas acumuladas por un traficante de amuletos, descubrí un escarabajo de oro de grandes proporciones. El oro procedía de la isla de Coptos.

El antiguo minero se desconcertó.

–¿Quién lo dice?

–Los orfebres de Karnak.

–Entonces es cierto.

–Supongo que semejante pieza constará en vuestros archivos.

–¿Cómo se llama el propietario?

–Martillearon la inscripción.

–Enojoso. Desde hace mucho tiempo, cada una de las parcelas de oro procedente de las minas ha sido catalogada, encontraréis su rastro en los archivos. Se indica su destino, el nombre del templo, del faraón, del orfebre. Sin nombres, no conseguiréis nada.

–¿Hay trabajo artesano en la propia mina?

–A veces. Algunos orfebres moldearon ciertos objetos en los lugares de extracción. El templo os pertenece; registradlo de arriba abajo.

–No será necesario.

–Os deseo buena suerte. Liberad a Egipto del tal general Asher, trae mala suerte.


Pazair había adquirido la convicción de que el superior de Coptos era inocente. Sin duda tendría que renunciar a saber la procedencia del hierro celeste, objeto de un nuevo negocio subterráneo de Denes, cuyas capacidades en la materia parecían inagotables. Pero parecía que algunos mineros, orfebres o policías del desierto robaban piedras o metales preciosos, por cuenta de Denes, o por la de Asher o, tal vez, por la de ambos. ¿No estarían amasando, aliados, una inmensa fortuna para pasar a una ofensiva cuya naturaleza real el juez no conseguía determinar todavía?

Si demostraba que el general asesino encabezaba una pandilla de ladrones de oro, Asher no escaparía a la más severa condena. ¿Cómo conseguirlo sino mezclándose con los buscadores? Hallar un hombre lo bastante temerario seria difícil, imposible incluso. La empresa se anunciaba muy peligrosa. Sólo se la había propuesto a Suti para provocarlo. La única solución consistía en comprometerse él mismo, tras haber convencido a Neferet de lo razonable de su gestión.


Los ladridos de Bravo le alegraron el corazón. Su perro se lanzó a una loca carrera y se detuvo, jadeante, a los pies de su amo, al que llenó de caricias. Conociendo el carácter sombrío de su asno, Pazair fue a demostrarle en seguida su afecto. La feliz mirada de Viento del Norte lo recompensó.

Cuando estrechó a Neferet en sus brazos, el juez la notó preocupada y cansada.

–Es grave -dijo-. Suti se ha refugiado en nuestra casa. Está encerrado en una habitación desde hace una semana y se niega a salir.

–¿Qué ha hecho?

–Sólo quiere hablar contigo. Esta noche ha bebido mucho.

–¡Por fin! – exclamó Suti sobreexcitado.

–Kem y yo hemos descubierto indicios esenciales -dijo Pazair.

–Si Neferet no me hubiera ocultado, me habrían deportado a Asia.

–¿De qué delito te han declarado culpable?

–El general Asher me acusa de deserción, injurias a oficial superior, abandono de puesto, pérdida de armas homologadas, cobardía ante el enemigo y denuncia calumniosa.

–Ganarás tu proceso.

–De ningún modo.

–¿Qué temes?

–Al abandonar el ejército, dejé de rellenar ciertos documentos que me liberaban de cualquier obligación. El plazo legal ha prescrito. Asher, con razón, confiaba en mi negligencia. Efectivamente soy un desertor y puedo ser condenado a presidio militar.

–Es enojoso.

–Un año de campo de trabajo en Asia, eso es lo que me espera. ¡Imaginas cómo me tratarán los escribas del general! No saldré vivo.

–Me interpondré.

¡ Soy culpable, Pazair! ¿Cómo es posible que tú, el decano del porche, vayas contra la ley?

–La misma sangre corre por nuestras venas.

–¡Y caerás conmigo! Me han tendido una buena trampa. Sólo me queda una solución: aceptar tu oferta y partir como buscador, desvanecerme en el desierto. Escaparé de la señora Tapeni, de Pantera, de ese general asesino, y haré fortuna. ¡La pista del oro! ¿Puede haber sueño más bello?

–Como tú mismo decías, no lo hay más peligroso.

–No estoy hecho para una existencia sedentaria. Echaré en falta a las mujeres, pero cuento con mi suerte.

–No tenemos ganas de perderte -objetó Neferet.

Conmovido, la contempló.

–Volveré. ¡Volveré rico, poderoso y honrado! Todos los Asher del mundo temblarán ante mí y se arrastrarán a mis pies, pero no tendré piedad y los aplastaré con el talón. Volveré para besaros en ambas mejillas y degustar el banquete que me habréis preparado.

–A mi modo de ver -consideró Pazair-, mejor será que festejemos inmediatamente y que abandones tus proyectos de borracho.

–Nunca estuve más lúcido. Si me quedo, seré condenado y te arrastraré en mi caída. Tozudo como eres, te obstinarías por defenderme y luchar por una causa perdida de antemano. Así, todos nuestros esfuerzos habrán sido vanos.

–¿Es necesario correr tales riesgos? – preguntó Neferet.

–¿Cómo salir de este mal paso sin una acción resonante? El ejército me está ya prohibido, sólo me queda el oficio maldito: ¡buscador de oro! No, no me he vuelto loco. Esta vez haré fortuna. Lo presiento, en mi cabeza, en mis dedos, en mi vientre.

–¿Es una decisión irrevocable?

–Estoy dándole vueltas desde hace una semana, he tenido tiempo de pensar. Ni siquiera tú la modificarías.

Pazair y Neferet se miraron; Suti no bromeaba.

–En ese caso, tengo que darte una información.

–¿Sobre Asher?

–Kem y yo hemos descubierto un tráfico de amuletos en el que están comprometidos Denes y Qadash. Es posible que el general esté implicado en los robos de oro. Dicho de otro modo, los conspiradores amasan riquezas.

–¡Asher ladrón de oro! ¡Es fabuloso! Condena a muerte, ¿no es cierto?

–Si se establece la prueba, sí.

–¡Eres mi hermano, Pazair!

Suti cayó en brazos del juez.

–Yo te traeré esa prueba. No sólo me haré rico, sino que derribaré, también, al monstruo de su pedestal.

–No corras tanto, es sólo una hipótesis.

–¡No, es la verdad!

–Si persistes, haré que tu misión sea oficial.

–¿De qué modo?

–Con la autorización de Kem, estás enrolado desde hace quince días en la policía del desierto. Te pagarán un sueldo.

–Quince días… ¡Antes de las acusaciones del general!

–A Kem, el papeleo le importa un pito. Estarás en regla, eso es lo esencial.

–¡Bebamos! – exigió Suti.

Neferet se inclinó.

–Introdúcete entre los mineros -recomendó Pazair- y no menciones a nadie tu calidad de policía. Revélala sólo para salvarte de un peligro inminente.

–¿Sospechas de alguien en especial?

–A Asher le gustaría que la policía del desierto estuviera bajo su mando. En consecuencia, ha debido de introducir en ella chivatos o comprar algunas conciencias, y lo mismo entre los mineros. Intentaremos comunicarnos por el servicio de correo o por cualquier otro medio que no te ponga en peligro. Tenemos que estar informados del progreso de nuestras respectivas investigaciones. Mi código de identificación será… Viento del Norte.

–Si reconoces ser un asno, el camino de la sabiduría sigue accesible.

–Exijo una promesa.

–La tienes.

–No abuses de tu famosa suerte. Si el peligro se hace acuciante, vuelve.

–Ya me conoces.

–Precisamente por eso.

–Yo actuaré en secreto; el que está expuesto eres tú.

–¿Quieres demostrar que corro más peligro que tú?

–Si los jueces se vuelven inteligentes, este país tiene todavía porvenir.


CAPÍTULO 19


Denes contó y volvió a contar los higos secos. Tras varias verificaciones, comprobó el robo. Faltaban ocho frutos con respecto a las cuentas de su escriba de los árboles frutajes. Furioso, convocó a su personal y lo amenazó con las peores sanciones si el culpable no aparecía. Una cocinera de edad, que quería estar tranquila, empujó a un chiquillo de unos diez años, ¡el propio hijo del escriba! Éste fue condenado a diez bastonazos y el muchacho a quince. El transportista quería que se respetara estrictamente la moralidad; el menor de sus bienes debía ser considerado como tal. En ausencia de la señora Nenofar, que estaba viéndoselas con los servicios del Tesoro para intentar disminuir la influencia de Bel-Tran,


Denes mantenía el orden en su propiedad.

La cólera le había despertado el apetito. Se hizo servir cerdo asado, leche y queso fresco. La inesperada visita de Pazair lo dejó sin hambre. Con aire alegre, lo invitó, sin embargo, a compartir su tentempié. El decano del porche se sentó en el murete de piedra seca que cerraba la pérgola y observó al transportista con aguda mirada.

–¿Por qué contratasteis al antiguo intendente de Qadash, reconocido culpable de falta de delicadeza?

–Mi oficina de contratación cometió un error. Qadash y yo estábamos convencidos de que aquel despreciable individuo había abandonado la provincia.

–La abandonó, ciertamente, pero para ponerse a la cabeza de vuestra mayor explotación agrícola, cerca de Hermópolis.

–Utilizaría un nombre falso. No os quepa duda de que mañana será despedido.

–No será necesario. Está en la cárcel.

El transportista se mesó su delgada barba, de la que sobresalían algunos pelos.

–¿En la cárcel? ¿Qué delito ha cometido?

–¿Ignoráis su papel de encubridor?

–¡Encubridor, qué horrible palabra!

Denes parecía indignado.

–Tráfico de amuletos depositados en arcones -precisó Pazair.

–¿En mi casa, en mi granja? ¡Increíble, insensato! Os pido la mayor discreción, querido decano; mi reputación no debe sufrir por los crímenes de ese miserable.

–Sois pues una de sus victimas.

–Me engañó del modo más vil, porque sabia que nunca voy a esa explotación. Mis negocios me retienen en Menfis, y la provincia no me gusta demasiado. Me atrevo a esperar un severo castigo.

–¿No tenéis información alguna sobre los manejos de vuestro intendente?

–¡Ninguna! Yo tengo muy buena fe.

–¿Sabíais que en esta misma granja se ocultaba un tesoro?

El transportista pareció atónito.

–¡Un tesoro, ahora! ¿De qué naturaleza?

–Secreto del sumario. ¿Sabéis dónde se halla nuestro amigo Qadash?

–Aquí, a causa de su estado de fatiga, le he ofrecido hospitalidad.

–¿Puedo verlo, si su salud mejora?

Denes mandó a buscar al dentista, bastante enfadado. Gesticulando, sin poder estarse quieto, Qadash se lanzó a una serie de enmarañadas explicaciones con las que se defendía por haber contratado a un intendente, afirmando haberlo expulsado de su propiedad.

Respondió a las preguntas de Pazair con frases ampulosas, sin pies ni cabeza. O el dentista de cabellos canos estaba perdiendo la razón o hacía comedia.

El juez lo interrumpió.

–Creo comprender que ni el uno ni el otro sabían nada. El tráfico de amuletos se llevaba a cabo a vuestras espaldas.

Denes felicitó al juez por sus conclusiones. Qadash desapareció sin saludarlo.

–Perdonadlo; la edad, un pasajero cansancio.

–La investigación prosigue -añadió Pazair-. El intendente sólo es un peón. Sabré quién concibió el juego y fijó sus reglas. No os quepa duda de que os tendré al corriente.

–Os lo agradecería.

–Deseo hablar con vuestra esposa.

–Ignoro a qué hora regresará de palacio.

–Volveré al anochecer.

–¿Es necesario?

–Indispensable.


La señora Nenofar se entregaba a su placer favorito, la confección de vestidos. El juez fue conducido a su taller. Cuidadosamente maquillada, cosía la manga de un vestido largo y manifestó su irritación.

–Estoy cansada. Verme importunada en mi propia morada me resulta desagradable.

–Lo siento mucho. Vuestro trabajo es notable.

–¿Os impresionan, acaso, mis dones para la costura?

–Me fascinan.

Nenofar pareció desconcertada.

–¿Qué significa?…

–¿De dónde proceden las piezas de tejido que utilizáis?

–Es cosa mía.

–Desengañaos.

La esposa del transportista abandonó su labor y se levantó, ultrajada.

–Os conmino a explicaros.

–En vuestra granja del Medio Egipto, entre objetos sospechosos, se hallaban unas piezas de lino, vestidos y sábanas. Supongo que os pertenecen.

–¿Disponéis de una prueba?

–Formal, no.

–En ese caso, ahorradme vuestras suposiciones y largaos.

–Me veo obligado, pero insisto en un punto: no me engañaréis.


Pantera había concluido.

Cabellos de un enfermo muerto la víspera, algunos granos de cebada robados de la tumba de un niño antes de que fuera cerrada, semillas de manzana, sangre de un perro negro, vino agriado, orines de asno y serrín de madera: el filtro sería eficaz. Durante quince días, la rubia libia se había deslomado para reunir los ingredientes. Por las buenas o por las malas, su rival bebería aquella mixtura. Consumida de amor, pero frígida para siempre, decepcionaría a Suti. La abandonaría sin tardanza.

Pantera oyó un ruido. Alguien acababa de entrar en la pequeña casa blanca, pasando por el jardincillo.

Apagó la lámpara que iluminaba la cocina y tomó un cuchillo. ¡Se había atrevido! ¡La muy arpía la desafiaba bajo su propio techo, sin duda con la intención de librarse de ella!

El intruso penetró en la alcoba, abrió una bolsa de viaje y metió en ella unas ropas. Pantera levantó su arma.

–¡Suti!

El joven se volvió. Creyéndose amenazado, se echó hacia un lado. La libia soltó el cuchillo.

¿Te has vuelto loca?

Se irguió, inmovilizó sus muñecas y puso el pie sobre la

–¿Para qué quieres el cuchillo?

–¡Para terminar con ella!

–¿De quién estás hablando?

–De la mujer con la que te has casado.

–Olvídala y olvídame.

Pantera se sobresaltó.

–Suti…

–Ya ves, me marcho.

–¿Dónde?

–Misión secreta.

–¡Mientes, te reúnes con ella!

Él soltó una carcajada, la liberó, metió un último paño en su bolsa y se la echó al hombro.

–Quédate tranquila, no me seguirá.

Pantera se agarró a su amante.

–Me das miedo. ¡Explícate, te lo suplico!

–Me consideran desertor y debo abandonar Menfis en seguida. Si el general Asher me pone las manos encima, moriré deportado.

–¿No te protege tu amigo Pazair?

–He sido negligente y soy culpable. Si realizo la tarea que me ha confiado, vencerá a Asher y regresaré.

La besó con pasión.

–Sí has mentido -prometió ella-, te mataré.


Kem investigó en las fábricas de amuletos más prestigiosas con la ayuda de los subordinados directos de Kani. Estas investigaciones fueron estériles. El jefe de policía abandonó Tebas y tomó el barco hacia Menfis, donde prosiguió el mismo tipo de investigaciones, que resultaron igualmente decepcionantes.

El nubio reflexionó. En vista de que los soberbios amuletos, objeto de tráfico ilícito, no procedían de un taller abierto al público, decidió interrogar a numerosos informadores, sensibles a la presencia del babuino. Uno de ellos, un enano de origen sirio, aceptó hablar a condición de recibir tres sacos de cebada y un asno de menos de tres años. Redactar una demanda escrita y seguir el procedimiento reglamentario hubiera supuesto demasiado tiempo. El nubio sacrificó su sueldo y amenazó al enano con romperle las costillas si intentaba engañarlo. Éste habló de la existencia de una oficina clandestina abierta desde hacia dos años, en el barrio norte, junto a unos astilleros.

Transformado en aguador, Kem observó las idas y venidas durante varios días. Tras el cierre del astillero, extraños obreros penetraban en una calleja sin aparente salida, y salían de ella antes del amanecer con unos cestos cerrados que entregaban a un barquero.

La cuarta noche, el nubio penetró en el estrecho pasaje. Al fondo había una especie de murete, compuesto por un panel de juncos cubiertos de barro seco, que Kem derribó de un empujón.

Cuatro hombres estupefactos asistieron a la irrupción del coloso negro seguido por su babuino. Kem se encargó del más delgado, el mono mordió la pantorrilla del segundo, el tercero huyó. Por lo que al último se refiere, el de más edad, no se atrevía ni a respirar. En su mano izquierda sostenía un magnífico nudo de Isis en lapislázuli. Cuando Kem se acercó a él, lo dejó caer al suelo.

–¿Acaso eres tú el patrón?

El hombre inclinó la cabeza. Era pequeño y barrigudo, y estaba muerto de miedo. Kem recogió el nudo de Isis.

–Soberbio trabajo. Diríase que no eres un aprendiz; ¿Dónde aprendiste el oficio?

–En el templo de Ptah -masculló.

–¿Por qué lo abandonaste?

–Me expulsaron.

–¿Motivo?

El artesano inclinó la cabeza.

–Robo.


El taller, de techo bajo, carecía de ventilación. A lo largo de las paredes de barro seco se amontonaban cofres que contenían bloques de lapislázuli procedentes de las lejanas regiones montañosas. En una mesilla baja se situaban los objetos acabados; y en un cesto se depositaban las piezas defectuosas y los desechos.

–¿Quién te contrató?

–No… ya no me acuerdo.

–¡Vamos, amiguito! Mentir es estúpido. Además, a mi mono le horroriza. Y merece su nombre de Matón, debes saberlo. Quiero que me digas cómo se llama el que dirige este tráfico.

–¿Me protegeréis?

–En el penal de los ladrones estarás seguro.

Al hombrecillo le satisfacía abandonar Menfis, aunque fuera para ir al infierno. Olvidó responder.

–Te escucho -insistió Kem.

–El penal… ¿no hay manera de escapar de él?

–Depende de ti. Y, sobre todo, del nombre que me des.

–No ha dejado rastro alguno a sus espaldas, negará y mi testimonio será insuficiente.

–No te preocupes de las consecuencias judiciales.

–Mejor seria que me liberara.

Creyendo en la pasividad del nubio, el artesano dio un paso hacia la calleja. Una enorme mano le rodeó la garganta.

–¡Rápido, ese nombre!

–Chechi. El químico Chechi.


Pazair y Kem caminaban a lo largo del canal, por el que circulaban los barcos de carga. Los marinos se apostrofaban y cantaban, zarpando los unos, de regreso los otros. Egipto era próspero, apacible y feliz. Sin embargo, el decano del porche sufría insomnios y presentía una tragedia, pero no podía identificar las causas del mal. Cada noche hablaba con Neferet y le comunicaba su inquietud. A pesar de su natural optimismo, la joven admitía que la angustia de su marido tenía fundamento.

–Tenéis razón -le dijo al jefe de policía-; el proceso de Chechi llegará a un no ha lugar. Protestará de su inocencia, y la palabra de un ladrón, expulsado de un templo, no tendrá peso alguno.

–Y, sin embargo, no mintió.

–No lo dudo.

–¿De qué sirve la justicia? – gruñó el nubio.

–Dadme tiempo. Conocemos los vínculos de amistad que unen a Denes y Qadash, y a Qadash y Chechi. Esos tres son cómplices. Además, Chechi es probablemente el fiel servidor del general Asher. He aquí a cuatro conjurados, responsables de varios crímenes. Suti debe traernos pruebas de la culpabilidad de Asher; estoy convencido de que robó el hierro celeste y de que organiza el tráfico de metales preciosos, como el lapislázuli y, tal vez, incluso el oro. Su posición de especialista en asuntos asiáticos le da mucha libertad en este terreno.

Denes es un ambicioso, ávido de fortuna y de poder; manipula a Qadash y a Chechi, que aporta a la conjura sus competencias técnicas, y no olvido a la señora Nenofar que, con su habilidad en el manejo de la aguja, atravesó la nuca de mi maestro.

–Cuatro hombres y una mujer… ¿Cómo pueden, por si solos, desestabilizar a Ramsés?

–Esta pregunta me obsesiona, pero soy incapaz de responder a ella. ¿Por qué, si se trata de los mismos, pillaron una tumba real? Quedan tantas incertidumbres, Kem; nuestro trabajo está muy lejos de haber terminado.

–A pesar de mi título, seguiré investigando solo. Sólo confío en vos.

–Os liberaré de tareas administrativas.

–Si me atreviera…

–Hablad.

–Sed tan prudente como yo.

–Sólo Suti y Neferet reciben mis confidencias.

–Él es vuestro hermano de sangre, ella es vuestra esposa para la eternidad. Si el uno o el otro os traicionaran, quedarán condenados aquí y en el más allá.

–¿Por qué tanta desconfianza?

–Porque olvidáis haceros una pregunta esencial: ¿son cinco o más los conjurados?


En plena noche, con la cabeza cubierta por un chal, se aventuró por el almacén donde, en nombre de sus amigos, había dado cita al devorador de sombras. La suerte la había señalado para encontrarse con él y transmitirle sus consignas.

Por lo general, no procedían así; pero la urgencia de la situación exigía un contacto directo y la certeza de que las órdenes serian perfectamente comprendidas. Exageradamente maquillada, irreconocible, vestida como una vulgar campesina y calzada con unas sandalias de papiro, no corría riesgo alguno de que la identificaran.

A consecuencia de los descubrimientos del juez Pazair, el transportista Denes había reunido urgentemente a sus aliados. Si la confiscación del bloque de hierro celeste representaba sólo una pérdida financiera, el descubrimiento de objetos funerarios pertenecientes a Keops resultaba más molesto.

Ciertamente, Pazair no podía identificar al rey, cuyo nombre había sido cuidadosamente borrado, ni comprender el chantaje del que Ramsés el Grande, obligado al silencio, era objeto. Ni una sola palabra podía salir de la boca del hombre más poderoso del mundo, encerrado en la soledad, incapaz de confesar que ya no poseía los símbolos del gobierno, sin los cuales su legitimidad quedaba aniquilada.

Denes había optado por el inmovilismo; las actuaciones del decano del porche no lo asustaban, pero la mayoría de los conjurados votó contra él. Aunque Pazair no tuviera posibilidad alguna de llegar a la verdad, cada vez era más molesto para sus respectivas actividades. El químico Chechi había sido el más virulento; ¿acaso no acababa de perder las sustanciales ganancias de su tráfico de amuletos clandestinos?

Obstinado, paciente, riguroso, el juez acabaría por organizar un proceso; uno o varios notables se verían acusados, tal vez condenados e, incluso, encarcelados. Por una parte, la conjura quedaría gravemente debilitada; por la otra, las victimas del rencor del magistrado perderían una honorabilidad que les haría mucha falta tras la abdicación de Ramses.

La mujer había dado un respingo cuando le anunciaron su designación, luego se había alegrado. Un delicioso estremecimiento la había recorrido, idéntico al que había sentido al desnudarse ante el guardián en jefe de la esfinge de Gizeh.

Atrayéndolo hacia sí, le había hecho perder su vigilancia y le había abierto las puertas de la muerte. Sus encantos les habían supuesto la victoria.

No sabía nada del devorador de sombras, salvo que cometía crímenes por encargo, más por el placer de matar que a cambio de fuertes retribuciones. Cuando lo vio, sentado en una caja y pelando una cebolla, quedó fascinada y aterrorizada.

–Llegáis con retraso. La luna ha superado ya la extremidad del puerto.

–Hay que actuar de nuevo.

–¿Quién?

–Vuestra tarea será muy delicada.

–¿Una mujer, un niño?

–Un juez.

–En Egipto no se asesina a los jueces.

–No lo mataréis, lo dejaréis impotente.

–Difícil.

–¿Qué deseáis?

–Oro. Una buena cantidad.

–Lo tendréis.

–¿Cuándo?

–Actuad sólo sobre seguro, que todos queden convencidos de que Pazair ha sido víctima de un accidente.

–¡El decano del porche en persona! Aumentad la cantidad de oro.

–No toleraremos un fracaso.

–Yo tampoco. Pazair está protegido, me es imposible fijar un plazo…

–Lo admitimos. Que sea lo antes posible.

El devorador de sombras se levantó.

–Un detalle aún…

–¿Cuál?

Rápido como una serpiente, le bloqueó el brazo casi hasta romperlo y la obligó a volverse de espaldas.

–Deseo un anticipo.

–No os atreveréis…

–Un anticipo en especies.

Le levantó el vestido. Ella no gritó.

–¡Estáis loco!

–Y tú eres muy imprudente. Tu rostro no me interesa, no quiero saber quién eres. Si cooperas, será mejor para ambos.

Cuando sintió su sexo entre los muslos, dejó de resistirse. Hacer el amor con un asesino la excitaba más que sus habituales justas. Mantendría en secreto aquel episodio. El asalto fue rápido y muy violento.

–Vuestro juez no os molestará más -prometió el devorador de sombras.


CAPÍTULO 20


Palmeras, higos y algarrobos daban sombra. Tras el almuerzo, y antes de reanudar sus consultas, Neferet disfrutaba del silencio de su jardín, turbado en seguida por los saltos, las escaladas y los gritos de la pequeña mona verde, feliz de poder llevar una fruta a su dueña. Traviesa no se tranquilizaba hasta que Neferet se sentaba; entonces, más calmada, se metía bajo la silla y observaba las idas y venidas del perro.


¿No parecía todo Egipto un jardín en el que la bienhechora sombra del faraón permitía que se desarrollasen los árboles, tanto en el gozo de la mañana como en la paz vespertina?

No era raro que el propio Ramsés velara personalmente por la plantación de olivos o perseas. Le gustaba pasear por jardines cubiertos de flores y contemplar los vergeles. Los templos gozaban de la protección de altas frondas en las que nidificaban los pájaros mensajeros de lo sagrado. El ser intranquilo, decían los sabios, es un árbol que se marchita en la sequedad de su corazón; la tranquilidad, por el contrario, da frutos y derrama a su alrededor un dulce frescor.

Neferet plantó un sicómoro en el centro de un pequeño foso; una jarra porosa, que conservaría la humedad, protegía la joven planta. Bajo el empuje de las raíces, el frágil recipiente se rompería; y los fragmentos de alfarería, mezclados con la tierra, reforzarían el humus. Neferet cuidó de consolidar los bordes de barro seco, designados a retener el agua después del riego.

Los ladridos de Bravo anunciaron la próxima llegada de Pazair; un cuarto de hora antes de que cruzara el umbral, y fuera cual fuera el momento del día, el perro presentía la llegada de su dueño. Cuando se ausentaba por largo tiempo, Bravo perdía el apetito y no respondía a las provocaciones de Traviesa. Olvidando la dignidad de su función, el decano del porche corrió junto a su perro, que saltó sobre su paño dejando la huella de dos patas lodosas. El juez se desnudó y se tendió en una estera junto a su esposa.

–Qué suave es hoy el sol.

–Pareces agotado.

–Se ha superado considerablemente la dosis normal de importunos.

–¿Has recordado tu agua cobriza?

–No he tenido tiempo de cuidarme. Mi despacho no se vaciaba; de la viuda de guerra al escriba que necesita un adelanto, en la lista no faltaba nadie.

Ella se tendió a su lado.

–No sois razonable, juez Pazair. Contemplad vuestro jardín.

–Suti tiene razón, he caído en una trampa. Quiero ser de nuevo pequeño juez de pueblo.

–Tu destino no es volver atrás. ¿Se ha marchado Suti a Coptos?

–Esta mañana, con armas y bagajes. Me ha prometido volver con la cabeza de Asher y un montón de oro.

–Rezaremos cada día a Mm, el protector de los exploradores, y a Hator, la soberana de los desiertos. Nuestra amistad cruzará el espacio.

–¿Y tus enfermos?

–Algunos me preocupan. Espero ciertas plantas raras para fabricar mis remedios. Pero la farmacia del hospital central no toma nota de mis encargos.

Pazair cerró los ojos.

–¿Tienes otras preocupaciones, querido?

–¿Cómo ocultártelas? Te conciernen a ti.

–¿He infligido la ley?

–La sucesión al cargo de médico en jefe del reino está abierta. Como decano del porche, debo examinar la validez jurídica de las candidaturas que se transmitan al consejo de especialistas. Me he visto obligado a aceptar la primera.

–¿Quién es?

–El dentista Qadash. Si es elegido, el expediente que Bel-Tran ha abierto en tu favor no servirá para nada.

–¿Tiene posibilidades de éxito?

–Una carta de Nebamon lo presenta como el sucesor que desea.

–¿Una falsificación?

–Dos testigos avalaron el documento y certificaron el buen estado mental de Nebamon: Denes y Chechi. ¡Los muy bandidos ni siquiera se ocultan ya!

–Qué importa mi carrera, soy feliz curando. Mi consulta privada me basta.

–Intentarán cerrarla, e incluso tú misma serás cuestionada.

–¿No me defenderá acaso el mejor de los jueces?

–Qadash… Hace mucho tiempo que me pregunto por su papel exacto; el velo está desgarrándose. ¿Cuáles son las prerrogativas del médico en jefe?

–Cuidar al faraón, nombrar a los cirujanos, los médicos y los farmacéuticos que forman el cuerpo oficial de palacio, recibir y controlar las sustancias tóxicas, los venenos y los medicamentos peligrosos, adoptar directrices sobre la salud pública y hacer que se apliquen tras el acuerdo del visir y del rey.

–Si Qadash tuviera tales poderes… ¡Efectivamente, es el cargo que ambiciona!

–No es fácil influir en el comité que decide.

–Desengáñate. Denes intentará corromper a sus miembros. Qadash es mayor, de respetable apariencia, tiene una larga práctica y… y Ramsés sólo sufre una notable afección, ¡artritis mental! Este nombramiento es una fase de su plan. Debemos impedir que tengan éxito.

–¿De qué modo?

–Todavía lo ignoro.

–¿Temes que Qadash pueda atentar contra la salud del faraón?

–No, demasiado arriesgado.

Traviesa saltó sobre el vientre de Pazair y tiró de un pelo, a la altura del plexo. Sensible, el juez soltó un grito de dolor, pero su mano derecha se cerró en el vacío. La mona verde ya se había refugiado bajo la silla de su dueña.

–Si este maldito animal no hubiera intervenido en nuestro primer encuentro, ya le habría dado una buena zurra.

Para que la perdonaran, Traviesa trepó a una palmera y lanzó un dátil, que Pazair atrapó al vuelo. Bravo acudió y lo devoró.

La tristeza veló el rostro de Neferet.

–¿Qué deploras?

–Había concebido un proyecto insensato.

–¿Qué deseabas?

–He renunciado a ello.

–Confíamelo.

–¿Para qué?

Se acurrucó junto a él.

–Me habría gustado… un hijo.

–Yo también pienso en ello.

–¿Lo deseas?

–Mientras no se haya obtenido la luz, haríamos mal.

–Me rebelé contra esa idea, pero creo que tu pensamiento es acertado.

–O renuncio a la investigación o deberemos tener paciencia.

–Olvidar el asesinato de Branir nos condenaría a ser la más vil de las parejas.

La abrazó.

–¿Te parece necesario seguir vestida cuando el aire vespertino es tan suave?


La tarea del devorador de sombras no seria fácil. En primer lugar, si abandonaba con demasiada frecuencia y durante mucho tiempo su cargo oficial, llamaría la atención; ahora bien, actuaba solo, sin cómplices, siempre dispuestos a denunciar, debía aprender a conocer las costumbres de Pazair, y mostrarse paciente. Además, no le habían ordenado matar al decano del porche, sino que debía inutilizarlo, disfrazando el atentado como un accidente, para que no se abriera investigación alguna.

La ejecución de aquel plan tenía enormes dificultades. El devorador de sombras había exigido tres lingotes de oro, una hermosa fortuna que le permitiría establecerse en el delta, comprar una granja y vivir días felices. Ya sólo mataría por placer, cuando el deseo le fuera irresistible, y se complacería mandando un ejército de servidores, dispuestos a satisfacer sus menores necesidades.

En cuanto hubiera recibido el oro, iniciaría la caza, excitado por la idea de llevar a cabo su obra maestra.


El horno estaba al rojo blanco. Chechi había dispuesto unos moldes en los que vertería el metal líquido para que tomara la forma de un lingote de gran tamaño. En el laboratorio reinaba una temperatura insoportable; sin embargo, el químico del pequeño bigote negro no transpiraba, mientras que Denes sudaba la gota gorda.

–He conseguido el acuerdo de nuestros amigos -declaró.

–¿No lo lamentan?

–No tenemos elección.

De una bolsa de tela, el transportista sacó la máscara de Keops y el collar, del mismo metal, que había adornado el busto de su momia.

–Obtendremos dos lingotes.

–¿Y el tercero?

–Lo compraremos al general Asher. Sus robos de oro están perfectamente organizados, pero no se me escapa nada.

Chechi contempló el rostro del constructor de la gran pirámide. Los rasgos eran severos y serenos, de extraordinaria belleza. El orfebre había conseguido una sensación de eterna juventud.

–Me da miedo -confesó Chechi.

–Sólo es una máscara funeraria.

–Sus ojos… ¡están vivos!

–No caigas en fantasmagorías. Ese juez nos ha hecho perder una fortuna apoderándose del bloque de hierro celeste que queríamos vender a los hititas, y del escarabajo de oro que me había reservado para mi tumba. Conservar la máscara y el collar resulta demasiado arriesgado; además, lo necesitamos para pagar al devorador de sombras. Apresúrate.

Chechi, como siempre, obedeció a Denes. El sublime rostro y el collar desaparecieron en el horno. Pronto, el oro en fusión fluiría por un canalón y llenaría los moldes.

–¿Y el codo de oro? – interrogó el químico.

El rostro de Denes se iluminó.

–Podrá servir… ¡de tercer lingote! Prescindiremos de los servicios del general.

Chechi pareció vacilar.

–Será mejor que nos libremos de él -afirmó el transportista-, conservaremos sólo lo esencial: el testamento de los dioses. En el lugar donde se encuentra, Pazair no tiene ninguna posibilidad de encontrarlo.

Denes rió sarcástico cuando el codo de Keops desapareció en el horno.

–Mañana, mi buen Chechi, serás uno de los personajes más importantes del reino. Esta noche, el devorador de sombras recibirá la primera parte de su pago.


El policía del desierto medía más de dos metros. En el cinturón de su paño llevaba dos puñales con el mango muy gastado. Nunca calzaba sandalias; había caminado tanto por los canchales que ni siquiera una espina de acacia perforaba la callosidad formada en la planta de sus pies.

–¿Tu nombre?

–Suti.

–¿De dónde vienes?

–De Tebas.

–¿Profesión?

–Aguador, recolector de lino, criador de cerdos, pescador…

Un dogo de ojos vacíos olisqueó al joven. No debía de pesar menos de setenta kilos. Tenía el pelo muy corto y el lomo cubierto de cicatrices. Se notaba que estaba dispuesto a saltar.

–¿Por qué quieres ser minero?

–Me gusta la aventura.

–¿Te gusta también la sed, la canícula, las víboras cornudas, los escorpiones negros, las marchas forzadas, el trabajo agotador en estrechas galerías o la falta de aire?

–Todos los oficios tienen sus inconvenientes.

–Vas por mal camino, muchacho.

Suti sonrió del modo más bobalicón posible. El policía lo dejó pasar.

Suti destacaba entre todos los que formaban la fila de espera, que llegaba a la oficina de contratación. Su aspecto conquistador y su impresionante musculatura contrastaban con el aspecto enflaquecido de varios candidatos, evidentemente inadecuados.

Dos mineros de edad avanzada le hicieron las mismas preguntas que el policía, y les dio las mismas respuestas. Se sentía examinado como una bestia de tiro.

–Está organizándose una expedición. ¿Estás disponible?

–Lo estoy. ¿Cuál es el destino?

–En nuestra corporación se obedece y no se hacen preguntas. La mitad de los novatos caen por el camino y se las arreglan para regresar al valle. No nos ocupamos de las bajas. Saldremos esta noche, a las dos, antes de que amanezca. Este es tu equipo.

Suti recibió un bastón, una estera y una manta enrollada.

Con una cuerda ataría la manta y la estera alrededor del bastón, indispensable en el desierto, ya que golpeando el suelo, el caminante apartaba las serpientes.

–¿Y el agua?

–Te entregarán tu ración. No olvides lo más precioso.

Suti se colgó al cuello la pequeña bolsa de cuero donde el afortunado descubridor introducía el oro, la cornalina, el lapislázuli o cualquier piedra preciosa. El contenido de la bolsa le pertenecía, además de su sueldo.

–No cabe mucho -observó.

–Muchas bolsas se quedan vacías, muchacho.

–Incapaces.

–Tienes la lengua muy larga; el desierto se encargará de que enmudezcas.


A la salida de la ciudad, al borde de la pista, se habían reunido más de doscientos hombres. La mayoría rezaba al dios Mm, formulando tres deseos: regresar sanos y salvos, no morir de sed y llenar de piedras preciosas su bolsa de cuero. De su garganta colgaban amuletos. Los más instruidos habían consultado a un astrólogo, algunos habían renunciado al viaje debido a un augurio desfavorable. Los veteranos transmitían a los incrédulos y descreídos el mensaje de la corporación: "Se va al desierto sin Dios, se regresa con él al valle."

El jefe de la expedición, Efjraim, era un coloso barbudo de interminables brazos. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro e hirsuto, que hacía que se pareciera a un oso asiático. Al verlo, varios candidatos renunciaron; se decía que Efraim era cruel y brutal. Pasó revista a su tropa, deteniéndose ante cada uno de los voluntarios.

–¿Tú eres Suti?

–Tengo esa suerte.

–Parece que eres ambicioso.

–No vengo a recoger guijarros.

–Pues, mientras, llevarás mi bolsa.

El coloso le soltó un pesado equipaje, que Suti se puso en su hombro izquierdo. Efraim rió sarcásticamente.

–Aprovecha. Pronto no te mostrarás tan orgulloso.

La tropa se puso en marcha antes del amanecer y caminó hasta media mañana, avanzando por un paisaje desnudo y árido. Los campesinos, mal equipados para el terreno, pronto tuvieron los pies ensangrentados; Efraim evitaba la ardiente arena y tomaba caminos sembrados de fragmentos de roca tan cortantes como el metal. Las primeras montañas sorprendieron a Suti; parecían formar una infranqueable barrera, que impedía a los humanos el acceso a un país secreto, donde se formaban los bloques de piedra pura reservados para las moradas de los dioses. Allí se concentraba una formidable energía; la montaña daba nacimiento a la roca, que estaba preñada de minerales preciosos, pero sólo desvelaba sus riquezas a los amantes pacientes y obstinados. Fascinado, dejó su fardo.

Una patada en los riñones lo arrojó sobre la arena.

–No te he permitido descansar -dijo Efraim malhumorado.

Suti se levantó.

–Limpia mi saco. Durante la comida, no lo dejes en el suelo. Como me has desobedecido, te quedarás sin agua.

Suti se preguntó si no lo habrían denunciado; pero otros voluntarios fueron objeto de malos tratos. A Efraim le gustaba poner a prueba al personal hasta sacarlos de sus casillas.

Un nubio, que hizo ademán de levantar el puño, fue derribado rápidamente y abandonado al borde de la pista.

Al caer la tarde, la tropa llegó a una cantera de gres. Talladores de piedra desprendían bloques y los marcaban con una señal característica de su equipo. Se habían excavado cuidadosamente pequeñas trincheras a lo largo de cada veta y, luego, alrededor del bloque deseado; el contramaestre hundía con una maza estacas de madera en las hendiduras alineadas a cordel, para desprenderlo de la roca madre sin que se rompiera.

Efraim lo saludó.

–Llevo a las minas una pandilla de perezosos. Si necesitas que te echemos una mano, no lo dudes.

–No puedo rechazarlo, pero ¿no han caminado todo el día?

–Si quieren comer, que hagan algo útil.

–No es muy regular.

Yo dicto la ley.

–Hay que bajar una decena de bloques de lo alto de la cantera; con una treintena de hombres sería rápido.

Efraim los designó; entre ellos se encontraba Suti, a quien libró de su equipaje.

–Bebe y sube.

El contramaestre había construido una guía, pero se había roto a media ladera. Por lo tanto, era preciso sujetar los bloques con cuerdas, hasta aquel lugar, antes de liberarlos y permitir que prosiguieran su carrera. Un grueso cable, sujetado por cinco hombres en cada uno de sus extremos, estaba tendido horizontalmente para frenar una carrera demasiado rápida. En cuanto la guía se hubiese reparado, la maniobra resultaría inútil. Pero el contramaestre se había retrasado y la propuesta de Efraim le convenía.

El incidente se produjo cuando el sexto bloque llegó al cable con demasiada velocidad. Los hombres, fatigados, no consiguieron detenerlo. El cable recibió un choque tan violento que los obreros fueron lanzados hacia un lado, salvo uno de unos cincuenta años, que cayó de cabeza sobre la guía. Este intentó, en vano, agarrarse al brazo de Suti, del que dos compañeros tiraron con fuerza hacia atrás. El aullido del infeliz se ahogó muy pronto. El bloque lo aplastó, salió de su camino y se quebró con un rugido de trueno.

El contramaestre lloró.

–Al menos hemos hecho la mitad del trabajo -afirmó Efraim.


CAPÍTULO 21


Plantada en una roca elevada, con sus dos largos cuernos arqueados dirigidos hacia el cielo y una corta barba en el mentón, la cabra montesa contemplaba a los mineros que caminaban bajo el sol. El animal, en la lengua jeroglífica, era el símbolo de la serena nobleza, adquirida al término de una existencia conforme a la ley divina.


–¡Allí! – aulló uno de los obreros-. ¡Matémosla!

–Cállate, imbécil -repuso Efraim-. Es la protectora de la mina. Si la tocamos, moriremos todos.

El gran macho trepó por una pendiente muy empinada y, de un prodigioso salto, desapareció al otro lado de la montaña.

Cinco días de marchas forzadas habían agotado al grupo; sólo Efraim parecía tan fresco como al principio. Suti seguía resistiendo; el esplendor inhumano del paisaje le daba fuerzas. Ni la brutalidad del jefe de la expedición ni las terribles condiciones del viaje habían mermado su determinacion.

El coloso barbudo ordenó a los hombres que se reunieran y trepó sobre un bloque. De este modo aplastaba a los desharrapados.

–El desierto es inmenso -declaró con su retumbante voz-, y vosotros sois menos que hormigas. Os quejáis sin descanso de que tenéis sed, como viejas impotentes. No sois dignos de ser mineros y hurgar en las entrañas de la tierra. Sin embargo, os he traído hasta aquí. Los metales son mejores que vosotros. Cuando excavéis la montaña, la haréis sufrir; ella intentará vengarse enterrándoos. ¡Peor para los incapaces! Estableced el campamento, el trabajo comenzará mañana al amanecer.

Los obreros plantaron las tiendas, comenzando por la del jefe de la expedición, tan pesada que había agotado a cinco hombres. Se desenrolló con precaución y se montó ante la vigilante mirada de Efraim, hasta que presidió el centro del campamento. Prepararon la comida, mojaron el suelo para evitar el polvo y calmaron su sed bebiendo el agua que los odres mantenían fresca. No faltaría el precioso líquido, gracias al pozo excavado junto a la mina.

Suti dormitaba cuando una patada le laceró el flanco.

–Levántate -ordenó Efraim.

El joven contuvo su rabia y obedeció.

–Todos los que están aquí tienen algo que reprocharse. ¿Y tú?

–Es mi secreto.

–Habla.

–Déjame tranquilo.

–Odio a los que van con tapujos.

–Abandoné el trabajo obligatorio.

–¿Dónde?

–En mi pueblo, cerca de Tebas. Querían llevarme a Menfis para limpiar canales. Preferí huir y probar suerte como minero.

–No me gusta tu cara. Estoy seguro de que mientes.

–Quiero hacer fortuna. Nadie me lo impedirá, ni siquiera tú.

–Me molestas, pequeño. Te aplastaré. Peleémonos con los puños desnudos.

Efraim designó un árbitro. Su papel consistiría en descalificar al adversario que mordiera; los demás golpes estaban permitidos.

Sin más advertencia, el barbudo se lanzó sobre Suti, lo agarró por el torso, lo levantó del suelo, lo hizo girar por encima de su cabeza y lo lanzó a varios metros.

Lacerado, con un hombro dolorido, el joven se levantó.

Efraim, con las manos en las caderas, lo miraba con desdén. Los mineros reían.

–Ataca si tienes valor.

Desafiado, Efraim no vaciló. Esta vez, sus largos brazos sólo agarraron el vacío. Suti, que lo había esquivado en el último momento, recuperó el aliento. Demasiado seguro de su fuerza, Efraim conocía sólo una llave. Aunque no existieran, Suti agradeció a los dioses haberle proporcionado una infancia belicosa durante la que había aprendido a pelearse. Evitó más de diez veces los desordenados asaltos de su adversario.

Multiplicando su furia, lo fatigaba y le hacia perder la lucidez. El joven no tenía derecho a equivocarse; si llegara a caer prisionero de la tenaza de sus brazos, lo aplastaría. Apostando por la rapidez, desequilibró a su adversario con una zancadilla, se deslizó bajo el coloso que caía y utilizó su propia energía para hacerle una llave de cuello. Efraim cayó pesadamente al suelo. Suti se sentó a horcajadas sobre su nuca y amenazó con romperla; el vencido golpeó la arena con el puño, admitiendo su derrota.

–¡Bien hecho, pequeño!

–Mereces morir.

–Si me matas, no te librarás de la policía del desierto.

–Me importa un pimiento. No serás el primero a quien mande a los infiernos.

Efraim se asustó.

–¿Qué quieres?

–Jura que no seguirás martirizando a los hombres del grupo.

Los mineros ya no reían. Se acercaron, atentos.

–Date prisa o te retuerzo el cuello.

–¡Lo juro por el dios Mm!

–Y por Hator, dueña del Occidente. ¡Repítelo!

–¡Lo juro por Hator, dueña del Occidente!

Suti soltó la presa. Un juramento prestado ante tantos testigos no podía romperse. Si traicionaba su palabra, el nombre de Efraim quedaría destruido para la eternidad y se vería condenado al aniquilamiento.

Los mineros lanzaron gritos de júbilo y llevaron a hombros a Suti. Cuando el júbilo decreció, él les habló con firmeza.

–Aquí, el jefe es Efraim. Sólo él conoce las pistas, los manantiales y las minas. Sin él, no volveremos al valle. Obedezcámosle, que cumpla su palabra, y todo irá bien.

Estupefacto, el barbudo puso su mano en el hombro de Suti.

–Eres fuerte, pequeño, pero también inteligente.

Efraim lo llevó aparte.

–Te juzgué mal.

–Quiero hacer fortuna.

–Podríamos ser amigos.

–Siempre que me sea útil.

–Podría sértelo, pequeño.


Algunas portadoras de ofrendas, vestidas con una túnica blanca sujeta por un tirante que pasaba entre sus pechos descubiertos y un delantal adornado con una redecilla de perlas colocadas en rombo, entraron lentamente en el palacio de la princesa Hattusa. Iban tocadas con una peluca recogida en un moño alto, y eran tan frescas y tan hermosas que Denes sintió que su sangre se caldeaba. En cada uno de sus viajes engañaba a la señora Nenofar con perfecta y obligatoria discreción. El escándalo lo habría desacreditado; no tenía, por lo tanto, ninguna amante oficial y se limitaba a breves encuentros sin futuro.

De vez en cuando hacia el amor a su mujer, pero la declarada frigidez de Nenofar justificaba sus aventuras extraconyugales.

El intendente del harén fue a buscarlo al jardín. Pensó en solicitarle una muchacha, pero renunció a ello; un harén era un centro económico en el que prevalecía el sentido del trabajo, no la chocarrería. Como transportista, Denes había solicitado una audiencia oficial a la esposa hitita de Ramsés.

Ella lo recibió en una sala de cuatro columnas, con las paredes pintadas de amarillo claro. En el suelo había un mosaico de losetas verde y rojo.

Hattusa estaba sentada en un sitial de madera de ébano con los brazos y los pies dorados. Tenía los ojos negros, la piel muy blanca, las manos largas y finas, y parecía poseer el extraño encanto de las asiáticas. Denes se mantuvo en guardia.

–Inesperada visita -dijo ella, ácida.

–Soy transportista, vos dirigís un harén. ¿Quién puede sorprenderse de nuestro encuentro?

–Sin embargo, vos lo considerabais peligroso.

–La situación ha cambiado mucho. Pazair se ha convertido en decano del porche; con este título dificulta mis actividades.

–¿En qué me afecta eso?

–¿Habéis cambiado de opinión?

–Ramsés me ha escarnecido, ¡humilla a mi pueblo! Exijo venganza.

Satisfecho, Denes se mesó los blancos pelos de su fina barba.

–La obtendréis, princesa. Nuestros objetivos siguen siendo los mismos. Este rey es un déspota y un incapaz; está encadenado a caducas tradiciones y no tiene visión alguna de futuro. El tiempo trabaja a nuestro favor, pero algunos de mis amigos se impacientan; por ello hemos decidido aumentar la impopularidad de Ramsés.

–¿Bastará eso para desestabilizarlo?

Denes, nervioso, no debía decir demasiado. La hitita era una aliada momentánea, y deberían apartarla tras la caída del soberano.

–Tened confianza en nosotros: nuestra estrategia es imparable.

–Desconfiad, Denes; Ramsés es un guerrero hábil y valeroso.

–Está atado de pies y manos.

Un brillo de excitación animó la mirada de Hattusa.

–¿No debería saber más?

–Sería inútil e imprudente.

Hattusa hizo una mueca; su callada cólera la hacia más hermosa todavía.

–¿Qué proponéis?

–Desorganizar el tráfico de mercancías. En Menfis lo conseguiré sin dificultades, pero en Tebas necesitaré vuestra ayuda. El pueblo gruñirá, harán responsable al faraón. El debilitamiento de la economía del país hará vacilar su trono.

–¿Cuántas conciencias deben comprarse?

–Pocas, pero caras. Los principales escribas que controlan el tráfico de mercancías deben cometer repetidos errores. Las investigaciones administrativas serán largas y complicadas, se instalará la confusión durante varias semanas.

–Actuarán mis hombres de confianza.

Denes no creía demasiado en la eficacia del plan; sería un nuevo golpe contra el rey que sólo tendría consecuencias limitadas. Pero había adormecido la desconfianza de Hattusa.

–Tengo que haceros otra confidencia -murmuró.

Os escucho.

Se aproximó y habló en voz baja.

–Dentro de unos meses dispondré de una importante cantidad de hierro celeste.

La mirada de la hitita reveló su interés. Utilizado con fines mágicos, el raro metal sería una nueva arma contra Ramsés.

–¿Vuestro precio?

–Tres lingotes de oro al hacer el pedido, tres a la entrega.

–Cuando abandonéis el harén, estarán en vuestro equipaje.


Vender lo que no tenía y realizar un beneficio de aquella magnitud procuraba a Denes una profunda satisfacción. Hacer esperar a la princesa sería fácil. Si demostraba excesiva animosidad, arrojaría la responsabilidad sobre Chechi. El servilismo del químico del pequeño bigote ya le había sido muy útil.


La criada sirvió aceitunas, rábanos y una lechuga. La propia Silkis preparó el aliño.

–Gracias por haber aceptado nuestra invitación -dijo Bel-Tran a Neferet y Pazair-. Teneros a ambos sentados a nuestra mesa es un honor.

–No son necesarios los cumplidos -subrayó el juez.

El cocinero dispuso costillas de cordero asadas, calabacines y guisantes en una bandeja de cobre que había sobre una mesita. Su frescor acarició el paladar de los invitados. Silkis lucía unos soberbios pendientes en forma de discos, adornados con rosetas y espirales.

–He tenido un sueño sorprendente -confesó-. Bebía varias veces cerveza caliente! Estaba realmente angustiada y he consultado al intérprete. ¡Su diagnóstico me ha asustado! El sueño significa que van a robar mis bienes.

–No os preocupéis demasiado -recomendó Neferet-; los intérpretes de los sueños se equivocan a menudo.

–¡Que los dioses os escuchen!

–Mi esposa es demasiado ansiosa -estimó Bel-Tran-. ¿No podríais darle un remedio?

Al finalizar la comida, mientras Neferet recetaba unas tisanas calmantes a Silkis, Bel-Tran y el juez dieron un paseo por el jardín.

–No me queda mucho tiempo para apreciar la naturaleza -deploró el financiero-; mi trabajo es cada vez más absorbente. Cuando regreso, por la noche, mis hijos ya están acostados. No verlos crecer, no jugar con ellos es un penoso sacrificio. La gestión de los graneros, mi explotación de papiro, mi servicio del Tesoro… ¡Los días son demasiado cortos! ¿No tenéis la misma sensación?

–Sí, con demasiada frecuencia. Ser decano del porche no es una sinecura.

–¿Avanzáis en vuestra investigación sobre el general Asher?

–Poco a poco.

–Me gustaría comunicaros un insólito acontecimiento que me inquieta en sumo grado. Ya sabéis que la princesa Hattusa tiene un temperamento más bien belicoso y no perdona a Ramsés haberla arrancado de su país.

–Una hostilidad casi declarada.

–¿Adónde la conducirá? Oponerse abiertamente al rey, es decir, intentar una conjura sería suicida. Sin embargo, acaba de recibir una extraña visita: la del transportista Denes.

–¿Estáis seguro?

–Uno de mis colaboradores fue a visitar el harén y creyó reconocerlo. Extrañado, se aseguró de que no se equivocaba.

–¿Tan extravagante es la visita de Denes?

–Hattusa posee su propia flota de navíos mercantes. El harén es una institución de Estado donde un transportista privado no puede desempeñar papel alguno. Y si se trata de una visita amistosa, ¿qué significado darle?

Una alianza entre la princesa hitita, esposa secundaria del rey, y uno de los miembros de la conjura… La revelación de Bel-Tran tenía una indiscutible importancia. ¿No sería Hattusa la cabeza pensante y Denes uno de los ejecutores? La conclusión parecía demasiado apresurada. Nadie conocía el contenido de la entrevista, cuya existencia, sin embargo, dejaba entrever una conjunción de intereses, hostiles al bienestar del reino.

–Es una colusión sospechosa, Pazair.

–¿Cómo conocer su magnitud?

–Lo ignoro. ¿No pensáis que se prepara una tentativa de invasión por el norte? Ciertamente, Ramsés yuguló a los hititas, pero ¿renunciarán alguna vez a sus proyectos expansionistas?

–En este caso, el general Asher sería un paso obligado.

Cuanto más se precisaban los contornos del enemigo más difícil se anunciaba el combate y más incierto el porvenir.


Aquella misma noche, un mensajero de palacio llevó a Neferet una carta con el sello de Tuy, la madre de Ramsés el Grande. La gran dama deseaba consultar lo antes posible al médico. Aunque permaneciera enclaustrada, Tuy seguía siendo una de las personalidades más influyentes de su corte. Era altiva, detestaba la mediocridad y la pequeñez, aconsejaba sin ordenar y velaba con cuidadoso celo por la grandeza del país. Ramsés sentía por ella afecto y admiración; desde la desaparición de la mujer amada, Nefertari, había convertido a su madre en su principal confidente. Algunos afirmaban que no tomaba decisión alguna sin haberla consultado.

Tuy reinaba sobre una numerosa casa y disponía de un palacio en cada ciudad importante. El de Menfis se componía de una veintena de estancias y un vasto salón con cuatro pilares en el que recibía a sus huéspedes de alcurnia. Un chambelán condujo a Neferet hasta la alcoba de la reina madre.

A sus sesenta años, Tuy era una mujer delgada, de ojos penetrantes, nariz recta y fina, mejillas ajadas y mentón pequeño, casi cuadrado. Llevaba la peluca ritual que correspondía a su función, que imitaba los despojos de un buitre cuyas alas enmarcaban su rostro.

–Vuestra reputación ha llegado hasta mí. El visir Bagey, poco dado a los cumplidos, habla de vuestros milagros.

–Podría hacer una larga lista con mis fracasos, majestad. Un médico que presumiera de sus éxitos tendría que cambiar de oficio.

–Me encuentro mal y necesito vuestros conocimientos. Los ayudantes de Nebamon son unos ignorantes.

–¿Qué os ocurre, majestad?

–Los ojos. Además, tengo violentos dolores en el vientre, oigo mal y mi nuca está rígida.

Neferet diagnosticó sin dificultades unas anormales secreciones del útero. Recetó unas fumigaciones con resma de terebinto, mezclada con aceite de calidad superior.

El examen de los ojos la preocupó más: conjuntivitis granulosa, tracoma con complicaciones parpebrales, riesgo de glaucoma.

La reina madre percibió la turbación de la médica.

–Sed franca.

–Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré. Pero el tratamiento será largo y exigirá de vos mucha atención. Al levantarse, la reina madre tendría que lavarse los ojos con una solución a base de cáñamo, muy eficaz contra el glaucoma. El mismo producto, en forma de ungüento con miel y aplicado localmente, calmaría los dolores del útero. Otro remedio, cuyo principal agente era el sílex negro, haría desaparecer la infección del lagrimal, al igual que los humores malignos. Para suprimir el tracoma, la enferma se aplicaría en los párpados una pomada compuesta por láudano, galena, bilis de tortuga, ocre amarillo y tierra de Nubia. Finalmente, con la ayuda de una pluma de buitre vaciada, instilaría en sus ojos un colirio. Aloes, crisocola, harina de coloquíntida, hojas de acacia, corteza de ébano y agua fría se mezclarían, se convertirían en pasta, se dejaría secar y luego se machacaría con agua. El producto obtenido tenía que pasar una noche al aire libre, recibir el rocío y ser filtrado. Además de la instilación, la reina madre lo utilizaría en compresas, aplicadas en el ojo cuatro veces al día.

–Estoy muy vieja y débil -aseguró-; me disgusta ocuparme así de mi misma.

–Estáis enferma, majestad; tomaos tiempo para cuidaros y os curaréis.

–Creo que debo obedeceros, aunque me cueste. Aceptad esto.

Tuy ofreció a la médica un admirable collar de siete vueltas de cuentas de cornalina y oro de Nubia; los dos motivos del cierre eran flores de loto.

Neferet vaciló.

–Aguardad al menos a los resultados del tratamiento.

–Ya me siento mejor.

La reina madre le puso personalmente el collar y comprobó su efecto.

–Sois muy bella, Neferet.

La muchacha se ruborizó.

–Además, sois feliz. Mis familiares afirman que vuestro marido es un juez excepcional.

–Servir a Maat da sentido a su vida.

–Egipto necesita seres como él y como vos.

Tuy llamó a su copero. Sirvió cerveza dulce y fruta. Las dos mujeres se sentaron en unas sillas bajas provistas de confortables almohadones.

–He seguido la carrera y la investigación del juez Pazair. Divertida primero, intrigada más tarde y, por fin, indignada. ¡Su deportación fue un acto inicuo e inadmisible! Afortunadamente, ya ha obtenido una primera victoria; su cargo de decano del porche le permite proseguir la lucha con mayores medios, nombrar a Kem jefe de policía fue una excelente iniciativa; el visir Bagey hizo bien aprobándola.

Aquellas pocas frases no eran pronunciadas al azar. Cuando Neferet se las comunicara a Pazair, se sentiría loco de júbilo; la voz de Tuy era el entorno más intimo del faraón, y significaba que aprobaba su acción.

–Desde la muerte de mi marido y el acceso al trono de mi hijo, velo por la felicidad de nuestro país. Ramsés es un gran rey; ha alejado el espectro de la guerra, ha enriquecido los templos, ha alimentado a su pueblo. Egipto sigue siendo la tierra amada por los dioses. Pero me siento turbada, Neferet; ¿aceptáis ser mi confidente?

–Si me consideráis digna, majestad.

–Ramsés está cada vez más preocupado, ausente a veces, como si hubiera envejecido bruscamente. Su carácter ha cambiado; ¿renuncia acaso a combatir, a resolver dificultad tras dificultad, a prescindir de los obstáculos?

–Tal vez esté enfermo.

–A excepción de su debilidad dental, sigue siendo el más vigoroso e infatigable de los hombres. Por primera vez desconfía de mí. Ya no percibo sus intenciones ocultas. El hecho no me sorprendería si, de acuerdo con su costumbre, me hubiera anunciado cara a cara su decisión. Pero me rehuye, ignoro por qué. Hablad de ello con el juez Pazair. Temo por Egipto, Neferet. Tantos asesinatos estos últimos meses, tantos enigmas sin resolver, y el rey que se aleja de mí, su reciente afición por la soledad… Que Pazair prosiga sus investigaciones.

–¿Os parece que el faraón está amenazado?

–Es amado y respetado.

–¿No murmura el pueblo que su suerte está abandonándolo?

–En cuanto un reinado se prolonga, sucede así. Ramsés conoce la solución: celebrar una fiesta de regeneración, reformar su pacto con las divinidades e insuflar de nuevo la alegría en el ánimo de sus súbditos. Los rumores no me preocupan demasiado; pero ¿por qué ha promulgado el rey unos decretos reafirmando su autoridad, que nadie discute?

–¿Teméis algún mal solapado que pueda debilitar su espíritu?

–La corte descubriría pronto sus efectos. No, sus facultades están intactas; y, sin embargo, ya no es el mismo.

La cerveza era muy dulce, la compota de frutas suculenta. Neferet sintió que no debía seguir preguntando. A Pazair le correspondía apreciar aquellas excepcionales confidencias y saber utilizarlas.

–Me gustó mucho vuestra dignidad cuando Nebamon murió -prosiguió Tuy-; aquel hombre no valía nada, pero había sabido imponerse. Fue extraordinariamente injusto con vos; por lo tanto, he decidido repararlo. Él y yo éramos los responsables del hospital principal de Menfis. Él ha muerto y yo no soy médico. Mañana se publicará el decreto que os otorgará la dirección de este hospital.


CAPÍTULO 22