Pazair no se atrevió a entrar. Se detuvo en el corral, donde
un empleado cebaba ocas; unos patos chapoteaban en un estanque,
adornado con lotos azules. Al abrigo de una cabaña, dos muchachos,
encargados de proporcionar grano a las aves, dormían a pierna
suelta. El nuevo dueño del lugar no los despertó. También Neferet
se alegraba de poseer semejantes riquezas. Contempló la fértil
tierra aireada por gusanos, cuyas deyecciones formaban un excelente
abono para los cereales. Ningún campesino los mataba, porque sabían
que las lombrices aseguraban la fertilidad del
suelo.
Bravo fue el primero que correteó por el magnifico jardín,
seguido inmediatamente por Viento del Norte. El asno se agachó bajo
un granado, cuya belleza era la más duradera, porque una flor se
abría cuando caía la antigua. El perro prefirió un sicómoro, el
rumor de cuyas hojas evocaba la dulzura de la miel. Neferet
acarició las finas ramas y los maduros frutos, unas veces rojos,
otros turquesa, y atrajo a su marido junto a sí, a la sombra del
árbol, albergue de la diosa del cielo. Maravillados, contemplaron
una avenida de higueras importadas de Siria, y un pabellón de cañas
donde disfrutarían del esplendor de los ocasos.
Su tranquilidad no duró mucho tiempo; Traviesa, la pequeña
mona verde de Neferet, lanzó un grito de dolor y saltó a los brazos
de su dueña. Doliente, le tendió la pata donde se había clavado una
espina de acacia. La herida no debía tratarse a la ligera; cuando
la espina permanecía bajo la piel provocaba a la larga, una
hemorragia interna que había desconcertado a muchos médicos. Sin
que se lo ordenaran, Viento del Norte se levantó y se acercó.
Neferet sacó de su estuche un escalpelo, extrajo la astilla con
infinita suavidad y untó la herida con una pomada compuesta de
miel, coloquíntida, hueso de sepia machacado y corteza de sicómoro
pulverizada. Si se declaraba una pequeña infección, la trataría con
sulfuro de arsénico. Pero Coqueta no parecía estar agonizando; en
cuanto la libraron de la espina, trepó a una palmera datilera en
busca de algún fruto maduro.
–¿Y si entráramos? – sugirió Neferet.
–La cosa comienza a ser seria.
–¿Qué quieres decir?
–Cuando nos casamos, no teníamos nada. La situación ha
cambiado.
–¿Comienzas a cansarte ya?
–No olvides nunca, doctora, que yo te arranqué a tu
tranquilidad.
–Mis recuerdos son distintos; ¿no fui yo la que te descubrí
primero?
–Hubiéramos debido sentarnos uno junto a otro, rodeados de
una multitud de parientes y amigos, y ver desfilar ante nuestras
sillas, cofres para ropa, jarras, objetos de tocador, sandalias,
¡qué sé yo! Tú habrías llegado en palanquín, con un vestido de
fiesta, al son de las flautas y los tamboriles.
–Prefiero el momento que vivimos ambos, sin ruidos y sin
fastos.
–En cuanto hayamos cruzado el umbral de nuestra mansión,
seremos responsables de ella. La jerarquía me reprocharía no haber
redactado un contrato que protegiera tu porvenir.
–¿Es honesta tu proposición?
–Cumplo la ley. Yo, Pazair, te aporto todos mis bienes a ti,
Neferet, que conservarás tu nombre. Como hemos decidido vivir
juntos bajo el mismo techo, es decir, estar casados, te deberé
reparación si nos separamos. Un tercio de lo que hayamos adquirido,
a partir de este día, te pertenecerá, y tendré que alimentarte y
vestirte. Por lo demás, el tribunal decidirá.
–Debo confesar al decano del porche que estoy locamente
enamorada de un hombre y tengo la firme intención de permanecer
unida a él hasta mi último aliento.
–Tal vez, pero la ley…
–Cállate y entremos.
–Pero antes déjame hacer una rectificación: soy yo el que
está locamente enamorado de ti.
Abrazados, cruzaron el umbral de su nueva
existencia.
En la primera estancia, pequeña y baja, destinada al culto de
los antepasados, se recogieron un buen rato venerando el alma de
Branir, su maestro asesinado. Descubrieron luego la sala de
recepción, las alcobas, la cocina, los baños provistos de
canalizaciones de terracota y un excusado con una taza de
calcáreo.
El cuarto de baño los dejó maravillados. A uno y otro lado de
la losa de calcáreo, colocada en un ángulo, había dos bancos de
ladrillos en los que se mantenían servidores y siervas para
derramar el agua sobre el que deseara una ducha. Losetas de
calcáreo cubrían las paredes de ladrillo, para que no se vieran
expuestas a la humedad. Una ligera pendiente, que llevaba al
orificio de una canalización de alfarería, profundamente enterrada,
permitía que el agua saliera.
La alcoba, bien aireada, tenía una mosquitera sobre un gran
lecho de ébano macizo, con los pies en forma de garras de león. A
los lados se había colocado la cara jovial del dios Bes, encargado
de proteger el descanso y proporcionar a los durmientes felices
sueños. Pasmado, Pazair se demoró en el somier de cuerdas vegetales
trenzadas, de excepcional calidad. Los numerosos travesaños habían
sido dispuestos con perfecta ciencia para soportar un gran peso
durante muchos años.
A la cabecera de la cama había un vestido de lino blanco, el
tejido de la recién casada que sería, también, su
sudario.
–Nunca hubiera creído que podría dormir una sola noche en
semejante cama.
–¿Por qué esperar? – preguntó ella pícara.
Colocó el precioso tejido sobre el somier, se quitó el
vestido y se tendió, desnuda, feliz de recibir sobre su cuerpo el
cuerpo de Pazair.
–Esta hora es tan dulce que nunca la olvidaré; tú la haces
eterna con tu mirada. No te alejes de mí; te pertenezco como un
jardín que tú adornarás con flores y perfume. Cuando formamos un
solo ser, la muerte ya no existe.
A la mañana siguiente, Pazair echó a faltar su pequeña casa
de juez principiante y comprendió por qué el visir Bagey se
limitaba a un modesto alojamiento en el centro de la ciudad.
Ciertamente, los cepillos y las escobas de caña eran numerosos y
favorecían una profunda limpieza, pero también era necesaria una
mano experta para manejarlos. Ni Neferet ni él tenían tiempo de
entregarse a esa tarea, y aunque se lo hubieran pedido al jardinero
o al encargado del corral, éstos no habrían abandonado sus
ocupaciones. Nadie había pensado en contratar a una mujer de la
limpieza. Neferet y Viento del Norte se marcharon pronto hacia
palacio; el visir de- seaba una consulta antes de su primera
audiencia. Sin escribano, sin despacho instalado, sin criados, el
decano del porche se sintió completamente perdido a la cabeza de
una propiedad demasiado grande para él. Al denominar a la esposa
"ama de casa", los sabios no se habían equivocado.
El jardinero le aconsejó una mujer de unos cincuenta años,
que alquilaba sus servicios a los propietarios necesitados; por
seis días de trabajo no exigió menos de ocho cabras y dos vestidos
nuevos. Expoliado, seguro de que estaba poniendo en peligro el
equilibrio financiero de la pareja, el decano del porche se vio
obligado a aceptar. Hasta que regresara Neferet, estaría en
apuros.
Suti abrió los ojos en señal de asombro y palpó las
paredes.
–Parecen de verdad.
–La construcción es reciente, pero de buena
calidad.
–Creía ser el mayor bromista de Egipto, pero tú me superas de
largo. ¿Quién te ha prestado esta mansión?
–El Estado -respondió Pazair.
–¿Sigues afirmando que eres el nuevo decano del
porche?
–Si no me crees, escucha a Neferet.
–Es tu cómplice.
–Ve a palacio.
Suti comenzó a dudar.
–¿Quién te ha nombrado?
–Los nueve amigos del faraón, con el visir a la
cabeza.
–¿Ese estirado vejestorio de Bagey ha despedido a tu
predecesor, uno de sus estimados colegas, de irreprochable
reputación?
–Los reproches existían. Bagey y el alto consejo han actuado
de acuerdo con la justicia.
–Un milagro, un sueño…
–Mi demanda fue escuchada.
–¿Y por qué te han nombrado a ti para un puesto tan
importante?
–He pensado en ello.
–¿Conclusiones?
–Supongamos que una parte del alto consejo esté convencida de
la culpabilidad de Asher y la otra no; ¿no es astuto confiar una
investigación cada vez más peligrosa al juez que levantó primero el
velo? Cuando se tenga una certeza, en un sentido u otro, será fácil
desautorizarme o felicitarme.
–Eres menos estúpido de lo que pareces.
–Esta actitud no me sorprende, está de acuerdo con el derecho
egipcio. Puesto que he iniciado el asunto, tengo que concluir mi
trabajo. De lo contrario, seré sólo un provocador. ¿De qué puedo
quejarme? Me proporciona medios que no esperaba. El alma de Branir
me protege.
–No cuentes con los muertos. Kem y yo te proporcionaremos
mejor protección.
–¿Me crees amenazado?
–Cada vez más expuesto. Por lo general, el decano del porche
es un hombre de edad, prudente, decidido a no correr ningún riesgo
y a gozar de sus privilegios. En suma, exactamente lo contrario que
tú.
–¿Y qué puedo hacer yo? El destino ha
elegido.
–Tal vez no sea el más loco de ambos, pero me gusta.
Detendrás al asesino de Branir y yo le cortaré la cabeza a
Asher.
–¿Y la señora Tapeni?
–¡Una amante soberbia! ¡No tanto como Pantera, pero tiene
imaginación! Ayer por la tarde nos caímos de la cama en el momento
crucial. Una mujer ordinaria habría hecho una pausa, pero ella no.
Tuve que mostrarme a la altura de las circunstancias, aunque
estuviera debajo.
–¡Oh, es realmente admirable! Y en un terreno menos íntimo,
¿qué te ha enseñado?
–No eres un especialista de la seducción. Si le hago
preguntas demasiado brutales, se cerrará como un dondiego a
mediodía. Hemos comenzado a repasar las ilustres damas que
practican el arte del tejido. Algunas son virtuosas de la aguja.
¡Siento que la pista es buena!
Ella regresó por fin, precedida por Viento del Norte. Bravo
recibió al asno con ladridos de gozo, y ambos compañeros degustaron
el uno una costilla de buey y el otro avena fresca. Traviesa no
tenía hambre; su vientre estaba lleno de fruta robada en el huerto
y se permitía una larga siesta.
Neferet estaba radiante. Ni la fatiga ni las preocupaciones
tenían sobre ella efecto alguno. A menudo, Pazair se sentía indigno
de su esposa.
–¿Cómo está el visir?
–Mucho mejor, pero será necesario cuidarlo hasta el fin de
sus días. Su hígado y su vesícula biliar están muy mal, y no estoy
segura de poder evitar que se le hinchen las piernas y los pies
cuando esté cansado. Tendría que caminar mucho, evitar permanecer
sentado días enteros, tomar el aire de la campiña.
–Le pides lo imposible. ¿Te ha hablado de
Nebamon?
–El médico en jefe está enfermo. La intervención del babuino
parece haber tenido consecuencias.
–¿Debemos compadecerlo?
El rebuzno de Viento del Norte los interrumpió. La pitanza no
era suficiente.
–Estoy desbordado -confesó Pazair-. He contratado, a precio
de oro, una mujer de la limpieza, pero me pierdo en esta gran casa.
No tenemos cocinero, el jardinero hace lo que quiere, y no
comprendo en absoluto el uso de estos múltiples cepillos. Abandono
mis expedientes, no tengo escribano…
Neferet le besó.
–Esta vez, voy a ayudaros de un modo más directo. He sido
encargado de la reorganización de los despachos de la
administración central. Como decano del porche, vos tenéis la
prioridad.
–Me es imposible aceptar el menor
privilegio.
–No lo es. Se trata sólo de una disposición reglamentaria que
os permitirá tener a mano el conjunto de vuestros expedientes.
Trabajaremos uno junto a otro, en vastos y espaciosos locales. No
me impidáis, os lo ruego, que defienda nuestra común
eficacia.
El rápido ascenso de Bel-Tran dejaba pasmados a los más
curtidos cortesanos, pero nadie lo criticaba. Quitaba el polvo a
servicios hundidos en la rutina, se libraba de funcionarios
perezosos o incompetentes, hacía frente a los mil y un problemas
técnicos que surgían día tras día. Dotado de un entusiasmo
comunicativo, solía tratar con dureza a sus subordinados; hijos de
familias nobles que deploraban sus orígenes modestos, pero
aceptaban obedecerle so pena de ser devueltos a sus hogares. Ningún
obstáculo detenía a Bel-Tran; tomaba sus medidas, las emprendía con
inagotable energía y acababa por desmantelarlo. En su favor tenía
una notable puesta a punto del cobro del impuesto sobre la leña, al
que habían escapado durante largo tiempo grandes terratenientes,
olvidando el bien público. En aquella ocasión, Bel-Tran no había
dejado de recordar la juiciosa intervención de Pazair. Cuando se
presentaba una dificultad insoluble, Bel-Tran se convertía en su
obligado destinatario. En él Pazair reconocía tener un aliado de
peso. Gracias a él, evitaría muchas trampas.
–Mi esposa se encuentra mucho mejor -dijo Bel-Tran a
Neferet-. Os está muy agradecida y os considera como una
amiga.
–¿Y sus jaquecas?
–Son menos frecuentes. Cuando aparecen, aplicamos vuestra
pomada: es de una notable eficacia. A pesar de vuestras
recomendaciones, Silkis sigue siendo golosa. Escondo el zumo de
granada y la miel, pero se procura a hurtadillas jugo de algarrobo
o incluso higos. Como vos, el intérprete de los sueños la puso en
guardia contra el abuso de azúcar.
–Ninguna medicina sustituye la voluntad.
Bel-Tran hizo una mueca.
–Desde hace una semana, me duelen los dedos de los pies.
Incluso me cuesta calzarme.
Neferet examinó los pies, pequeños y
rechonchos.
–Haced hervir grasa de buey y hojas de acacia. Preparad una
pasta y aplicadla en los puntos doloridos. Si el remedio no os
alivia, avisadme.
La camarera llamó a Neferet, que se adaptaba perfectamente a
su papel de ama de casa. Pronto instalaría su consulta en una de
las alas de la mansión. En palacio, su reputación crecía; la
curación del visir era un titulo de gloria que le envidiaban los
médicos de la corte, que seguían paralizados por la ausencia de
Nebamon.
–Esta casa es deliciosa -observó Bel-Tran degustando, a la
vez, una porción de sandia.
–Sin Neferet, habría huido.
–¡No carezcáis de ambición, querido Pazair! Vuestra esposa es
un ser excepcional. Sin duda, despertaréis muchas
envidias.
–La de Nebamon me basta.
–Su mutismo es sólo pasajero. Neferet y vos lo habéis
humillado; sólo piensa en vengarse. Evidentemente, vuestra posición
hace más difícil su tarea.
–¿Qué pensáis de los recientes decretos
reales?
–Enigmáticos. ¿Por qué necesita el rey reafirmar un poder que
nadie discute?
–La última crecida fue mediocre, una hiena fue a beber en un
canal, varias mujeres han parido hijos deformes…
–¡Supersticiones populares!
–A veces son temibles.
–Los servidores del Estado deben probar que no son fundadas.
¿Abriréis de nuevo la instrucción contra Asher y la investigación
sobre la misteriosa muerte de los veteranos?
–¿No son acaso las principales razones de mi
nombramiento?
–En palacio, muchos esperaban que el olvido cubriera tan
tristes acontecimientos. Me alegra comprobar que no es así, y no
esperaba menos de vuestro valor.
–Maat es una diosa sonriente, pero implacable. Es la fuente
de toda felicidad, siempre que no se la traicione. No buscar la
verdad me impediría respirar.
El tono de Bel-Tran se ensombreció.
–La calma de Asher me preocupa. Es un hombre violento,
partidario de acciones brutales. Una vez informado de vuestro
ascenso, lo lógico es que hubiera reaccionado
visiblemente.
–¿No se reduce su margen de maniobra?
–Ciertamente, pero no os alegréis demasiado
pronto.
–No suelo hacerlo.
–Hoy ya no estáis solo, pero vuestros enemigos no han
desaparecido. Sabréis todo lo que yo sepa.
Durante dos semanas, Pazair vivió en un torbellino. Consultó
los enormes archivos del decano del porche, ordenó que se
clasificaran por separado las tablillas de arcilla cruda, de
calcáreo y de madera, los borradores de actas, los inventarios de
inmobiliario, del correo oficial, de los rollos de papiro sellados,
del material de escriba, consultó la lista de su personal, convocó
a cada escriba, procuró que se pagaran y se adecuaran los salarios,
examinó las demandas retrasadas y rectificó numerosos errores
administrativos. Sorprendido por la magnitud de la tarea, no
remoloneó y pronto obtuvo el benevolente oído de sus subordinados.
Cada mañana hablaba con Bel-Tran, cuyos consejos le fueron
preciosos.
Estaba resolviendo un delicado problema de catastro cuando un
escriba rubicundo, de gruesos rasgos, se presentó ante
él.
–¡Iarrot! ¿Dónde os habíais metido? – preguntó
Pazair.
–Mi hija será bailarina profesional, no cabe duda. Como mi
esposa se niega, me veo obligado a divorciarme.
–¿Cuándo reanudaréis el trabajo?
–Este no es mi lugar.
–¡Al contrario! Un buen escribano…
–Os habéis convertido en un personaje muy importante. En
estos despachos, los escribas se ven obligados a trabajar y a
respetar los horarios. Prefiero ocuparme de la carrera de mi hija.
Iremos de provincia en provincia y participaremos en las fiestas de
los pueblos, antes de obtener un contrato en una buena compañía.
Debo proteger a la pequeña.
–¿Es vuestra decisión definitiva?
–Trabajáis demasiado. Os oponéis a intereses demasiado
poderosos. Prefiero abandonar a tiempo mi bastón, mi paño de
función y mi estela funeraria, y vivir lejos de dramas y
conflictos.
–¿Estáis seguro de poder lograrlo?
–Mi hija me venera y me escuchará siempre. Forjaré su
felicidad.
Denes saboreaba su resonante victoria. La lucha había sido
dura y su esposa había tenido que utilizar todas sus relaciones
para descartar a los innumerables competidores, amargados por su
derrota. Así pues, Denes y la señora Nenofar organizarían el
banquete en honor del nuevo decano del porche. El don de gentes del
transportista y la fuerza de convicción de su esposa les valían,
una vez más, el título de maestros de ceremonias de la alta
sociedad menfita. El nombramiento de Pazair había sido tan
inesperado que merecía una verdadera fiesta, donde los miembros de
la buena sociedad rivalizarían en elegancia.
Pazair se preparaba sin entusiasmo.
–Esta recepción me aburre -confesó a
Neferet.
–Es en tu honor, querido.
–Preferiría pasar la velada contigo. Mi función no implica
este tipo de mundanidades.
–Hemos rechazado todas las invitaciones de los notables; ésta
tiene un carácter oficial.
–¡Ese tal Denes es un cara dura! Sabe que sospecho que
participa en una maquinación y juega al anfitrión
encantado.
–Excelente estrategia para domesticarte.
–¿Crees que lo conseguirá?
La risa de Neferet le encantó. ¡Qué hermosa estaba en su
ceñido vestido que dejaba los pechos al descubierto! Su peluca
negra, con reflejos de lapislázuli, ponía de relieve la finura de
su rostro, apenas maquillado.
Era la juventud, la gracia y el amor. La tomó en sus
brazos.
–Tengo ganas de encerrarte.
–¿Celoso?
–¡Si alguien te dirige una mirada, lo
estrangulo!
–¡Decano del porche! ¿Cómo os atrevéis a proferir semejantes
horrores?
Pazair rodeó el talle de Neferet con un cinturón de cuentas
de amatista, que incluía partes de oro repujado en forma de una
cabeza de pantera.
–Nos hemos arruinado, pero eres la más
hermosa.
–Temo que se trate de una tentativa de
seducción.
–Me has descubierto.
Pazair retiró el tirante izquierdo del
vestido.
–Llegaremos tarde -objetó la muchacha.
Antes de ponerse el vestido para el banquete, la señora
Nenofar pasó a las cocinas, donde sus carniceros, tras haber
descuartizado un buey, preparaban los fragmentos colgándolos de una
viga sostenida por postes ahorquillados. Ella misma eligió los
cuartos que debían asarse y los que se prepararían en adobo, probó
las salsas y se aseguró de que varias decenas de ocas asadas
estuvieran listas a tiempo. Luego bajó a la bodega, donde su
sumiller le presentó vinos y cervezas. Tranquilizada después de
haber comprobado la calidad de las viandas y las bebidas, Nenofar
inspeccionó la sala del banquete, donde sirvientas y criados
disponían, en mesas bajas, copas de oro, bandejas de plata y platos
de alabastro.
Toda la mansión olía a jazmín y loto. La recepción sería
inolvidable.
Una hora antes de la llegada de los primeros invitados, los
jardineros cogieron los frutos más maduros, que se servirían
frescos; un escriba anotó la cantidad de jarras colocadas en la
sala del banquete, para evitar el fraude. El jardinero en jefe
comprobó la limpieza de las avenidas, mientras el portero tiraba de
su paño y se ajustaba la peluca. Intratable guardián de la
propiedad, sólo dejaría entrar a las personalidades conocidas y a
las que llevaran una tablilla de invitación.
Cuando el sol declinó, disponiéndose a descender hacia la
montaña de Occidente, se presentó al portero la primera pareja.
Éste identificó a un escriba real y su esposa, seguidos muy pronto
por la élite de la gran ciudad. Los huéspedes de la señora Nenofar
pasearon por el parque plantado de granados, higueras y sicomoros;
charlaron alrededor de los estanques bajo las pérgolas o en los
pabellones de madera, y admiraron los ramilletes colocados en el
cruce de las avenidas.
La presencia del visir Bagey, que no asistía a recepción
alguna, y de todos los amigos del faraón, impresionó a la
concurrencia; la velada seria memorable.
Justo cuando el disco solar desaparecía, los servidores
encendieron unas lámparas, que iluminaron el jardín y la mansión.
En el umbral aparecieron la señora Nenofar y
Denes.
Los anfitriones daban la impresión de ser la perfecta pareja
de moda, feliz de mostrar sus riquezas con la esperanza de
despertar la envidia de todos sus invitados: pesada peluca, vestido
blanco de orillo dorado, collar de diez vueltas de perlas,
pendientes en forma de gacela y sandalias doradas para ella, peluca
degradada, larga túnica pesada con capa, sandalias de cuero
adornadas de plata para él.
De acuerdo con el protocolo, el visir fue el primero que se
acercó a ellos. Vestía un ancho paño sin ninguna elegancia, una
sobrepelliz de manga corta y unas sandalias
gastadas.
La señora Nenofar y Denes se inclinaron
encantados.
–Qué calor -se quejó el visir-. Sólo el invierno es
soportable. Unos instantes al sol y mi piel arde.
–Uno de nuestros estanques está a vuestra disposición si
deseáis refrescaros antes del banquete -ofreció
Denes.
–No sé nadar, y además me horroriza el agua.
El maestro de ceremonias condujo al visir hasta el lugar de
honor. Los amigos del faraón se sucedieron, luego los altos
dignatarios, los demás escribas reales y las diversas
personalidades que habían tenido la suerte de ser invitados a la
fiesta más prestigiosa del año. Bel-Tran y Silkis estaban entre
estos últimos; la señora Nenofar los saludó
distraídamente.
–¿Vendrá el general Asher? – preguntó Denes al oído de su
esposa.
–Acaba de excusarse. Le ha surgido un imperativo del
servicio.
–¿Y el jefe de policía, Mentmosé?
–Está enfermo.
Los invitados se sentaron en confortables sillones provistos
de cojines en la sala del banquete, cuyo techo había sido adornado
con hojas de parra. Ante ellos había mesillas en las que se habían
dispuesto copas, bandejas y platos. Una orquesta femenina,
compuesta por una flautista, una arpista y una tañedora de laúd,
tocó ligeras y alegres melodías.
Niñas nubias circularon desnudas entre los invitados y fueron
colocando sobre sus pelucas un pequeño cono de pomada perfumada
que, al fundirse, exhalaría suaves olores y alejaría a los
insectos. Todos recibieron una flor de loto. Un sacerdote derramó
agua en una mesa de ofrendas, colocada en el centro de la sala,
para purificar los alimentos.
De pronto, la señora Nenofar advirtió que los protagonistas
de la fiesta estaban ausentes.
–¡Menudo retraso!
–No te preocupes. Pazair está enamorado del trabajo; lo habrá
retenido un expediente.
–¡En una noche como ésta! Nuestros huéspedes se impacientan,
hay que comenzar a servir.
–No te pongas nerviosa.
Enojada, Nenofar pidió a la mejor bailarina profesional de
Menfis que entrara en escena antes de lo previsto. La joven, que
tenía veinte años, era alumna de Sababu, propietaria de la casa de
cerveza más respetable de la ciudad. Sólo llevaba un cinturón de
conchas, que chocaban deliciosamente a cada uno de sus pasos, y en
el muslo izquierdo podían observarse unos tatuajes que
representaban al dios Bes, enano sonriente y barbudo, garante de la
alegría en todas sus formas. La artista captó la atención de la
concurrencia; se entregaría a las más acrobáticas figuras hasta que
llegaran Pazair y Neferet.
Cuando los invitados comenzaban a mordisquear granos de uva y
finas rajas de melón para abrir su apetito, Nenofar, cada vez más
irritada, notó cierta agitación en la puerta de su propiedad.
¡Ellos, por fin!
–Venid pronto.
–Lo siento -se excusó Pazair.
¿Cómo explicar que no había podido resistir el deseo de
desnudar a Neferet, que su ardor lo había llevado a romper un
tirante, que había logrado hacerle olvidar los imperativos horarios
y que su amor contaba más que cualquier invitación, por muy
brillante que fuera? Neferet había conseguido convencer a Pazair
para que abandonara su lecho de placer.
Ella también se había levantado y, precipitadamente, había
tenido que elegir un nuevo vestido.
La bailarina se retiró y los músicos dejaron de tocar cuando
la joven pareja cruzó el umbral de la sala del banquete. En un
instante fue juzgada por decenas de ojos sin indulgencia
alguna.
Pazair no se había preocupado por la elegancia: peluca corta,
torso desnudo y paño corto, que le hacían parecer un austero
escriba del tiempo de las pirámides. La única concesión a su época
era una delantera plisada que apenas atenuaba la austeridad de sus
ropas. El hombre correspondía a su reputación de rigor. Jugadores
inveterados apostaban sobre el día en que, como todos, cedería ante
la corrupción. Otros se divertían menos pensando en los extensos
poderes de un decano del porche, cuya juventud, algo incongruente,
lo arrastraría fatalmente a ciertos excesos. Y se criticaba la
decisión del viejo visir, cada vez más ausente y más dispuesto a
delegar parcelas de su autoridad. Muchos cortesanos insistían para
que Ramsés lo sustituyera por un administrador experimentado y
activo.
Neferet no provocó los mismos debates. Llevaba una simple
diadema de flores en el pelo, un ancho collar ocultando sus pechos,
ligeros pendientes en forma de loto, brazaletes en las muñecas y en
los tobillos, y un largo vestido de lino transparente que revelaba
sus formas más que ocultarlas. Contemplarla encantó a los más
hastiados y endulzó a los más agrios. Añadía a su juventud y
belleza el brillo de una inteligencia tan viva que se expresaba,
sin desdén, en su risueña mirada. Nadie se engañó; su encanto no
excluía una fuerza de carácter que pocos seres conseguirían
quebrantar. ¿Por qué se había encaprichado de un pequeño juez cuyo
aspecto severo no era en absoluto una garantía para el porvenir?
Había obtenido un alto puesto, pero no sería capaz de ocuparlo por
mucho tiempo. El amorío se extinguiría y Neferet elegiría un
partido más brillante. Donde el infeliz médico en jefe Nebamon
había fracasado, otro tendría éxito. Algunas señoras importantes,
ya de cierta edad, deploraron la audaz vestimenta de la esposa de
un alto magistrado, pero ellas ignoraban que Neferet no tenía más
vestidos que ponerse.
El decano del porche y su esposa se colocaron junto al visir.
Los sirvientes se apresuraron a servirles lonchas de buey asado y
un exquisito vino tinto.
–¿Está enferma vuestra esposa? – preguntó
Neferet.
–No, no sale nunca. Su cocina, sus hijos y su apartamento en
el centro de la ciudad le bastan.
–Casi me avergüenza haber aceptado una mansión tan grande
-confesó Pazair.
–Haríais mal. He rechazado la propiedad que el faraón
atribuye al visir porque detesto el campo. Hace cuarenta años que
vivo en el mismo lugar, y no tengo intención de trasladarme. Me
gusta la ciudad. El aire libre, los insectos, la campiña no me
dicen nada, e incluso me molestan.
–Sin embargo, como médico -recordó Neferet-, os aconsejo que
caminéis lo más a menudo posible.
–Voy a pie a mi despacho y luego regreso.
–Necesitaríais más descanso.
–En cuanto se estabilice la situación de mis hijos, reduciré
mis horas de trabajo.
–¿Preocupaciones?
–Por mi hija no. Una simple decepción; había entrado como
aprendiza de tejedora en el templo de Hathor, pero no ha apreciado
una existencia con la jornada acompasada por los rituales. Ha sido
contratada como contable de granos en una granja y hará carrera. Mi
hijo es más difícil de manejar; el juego de damas lo apasiona, y
pierde en él la mitad de su salario de comprobador de ladrillos
cocidos. Afortunadamente, vive en casa y su madre lo alimenta. Si
cuenta con mi posición para mejorar la suya, se equivoca. No tengo
derecho a ello ni lo deseo. Pero espero que tan triviales
dificultades no os desalienten; tener hijos es la mayor de las
felicidades.
Los manjares y los vinos, de excelente calidad, encantaron el
paladar de los invitados, que intercambiaron banalidades hasta el
breve discurso del decano del porche, cuyo tono sorprendió a la
concurrencia.
–Sólo cuenta la función, no el individuo que la lleva a cabo
de modo transitorio. Mi único guía será Maat, la diosa de la
justicia, que traza el camino de los magistrados de este país. Si
en estos últimos tiempos se han cometido errores, me siento
responsable de ellos. Mientras el visir me conceda su confianza,
realizaré mi tarea sin preocuparme por los intereses de unos u
otros. Los asuntos pendientes no caerán en el olvido, aunque
afecten a ciertos notables. La justicia es el más precioso tesoro
de Egipto; deseo que cada una de mis decisiones lo
enriquezca.
La voz de Pazair era vigorosa, clara y cortante. Quien dudase
todavía de su autoridad, quedó desengañado. La aparente juventud
del juez no sería un impedimento; todo lo contrario, le ofrecería
una indispensable energía puesta al servicio de una impresionante
madurez. Muchos cambiaron de opinión; el reinado del nuevo decano
del porche tal vez no fuera tan efímero.
Los invitados se dispersaron muy avanzada la noche. El visir
Bagey, a quien le gustaba acostarse pronto, fue el primero en
marcharse. Todos quisieron saludar a Pazair y Neferet, y
felicitarlos.
Libres por fin, salieron al jardín. Unos gritos les llamaron
la atención. Se acercaron a un bosquecillo de tamariscos y
sorprendieron un altercado entre Bel-Tran y la señora
Nenofar.
–Espero no volver a veros nunca más en esta
casa.
–No haberme invitado.
–La cortesía me obligaba a hacerlo.
–Y en ese caso, ¿por qué esta cólera?
–No sólo perseguís a mi marido reclamándole tasas atrasadas
sino que, además, suprimís mi cargo de inspectora del
Tesoro.
–Era honorífico. El Estado os pagaba un salario que no
correspondía a un trabajo real. Estoy ordenando los servicios
administrativos más onerosos, y no daré marcha atrás. No os quepa
duda de que el nuevo decano del porche me aprobará y que habría
actuado del mismo modo. Con una sanción para completarlo. Gracias a
mí, os libráis de ello.
–¡Hermoso modo de justificaros! Sois más peligroso que un
cocodrilo, Bel-Tran.
–Los saurios limpian el Nilo y devoran a los hipopótamos que
sobran. Denes debería desconfiar.
–Vuestras amenazas no me impresionan. Intrigantes más astutos
que vos han perdido sus colmillos.
–Entonces, me desearé buena suerte.
Furiosa, la señora Nenofar abandonó a su interlocutor, que se
reunió con su esposa, impaciente.
Pazair y Neferet saludaron el amanecer desde el tejado de su
mansión. Pensaron en el día feliz que nacía y los iluminaba con un
amor tan dulce como un perfume de fiesta. Tanto en la tierra corno
en el más allá, cuando las generaciones hubieran desaparecido, él
adornaría con flores a la mujer amada y plantaría sicomoros junto
al estanque de fresca agua, donde nunca se cansarían de mirarse.
Sus almas unidas beberían a la sombra, alimentándose con el rumor
de las hojas que ondulaban al viento.
Pazair tragó demasiado de prisa su desayuno y corrió a su
despacho, donde se vio asediado en seguida por un ejército de
escribas que blandían una serie de vigorosas quejas emanadas de una
veintena de aldeas. Debido a la negativa de un supervisor de los
graneros reales, el aceite y los cereales, indispensables para el
bienestar de los habitantes perjudicados, no habían sido
entregados, a causa de una insuficiente crecida. Apoyándose en una
reglamentación obsoleta, el pequeño funcionario se burlaba de los
hambrientos campesinos.
El decano del porche, con la ayuda de Bel-Tran, consagró dos
largas jornadas a resolver ese asunto, simple en apariencia, sin
cometer error administrativo alguno. El supervisor de los graneros
fue nombrado encargado del canal que regaba una de las aldeas que
se negaba a alimentar.
Luego se presentó otro problema, un conflicto entre
productores de frutos y escribas del Tesoro encargados de
contabilizarlos; para evitar un interminable procedimiento, el
decano del porche acudió personalmente a los huertos, sancionó a
quienes cometían fraude y rechazó las acusaciones injustificadas de
los agentes del fisco. Pazair percibió hasta qué punto el
equilibrio económico del país, alianza de un sector privado y una
planificación estatal, era un milagro que se renovaba sin cesar. El
individuo debía trabajar según sus deseos y, más allá de cierto
nivel, recoger los beneficios de su labor; el Estado debía asegurar
el riego, la conservación de los bienes y las personas, el
almacenaje y la distribución de alimentos, en caso de crecida
insuficiente, y todas las demás tareas de interés
comunitario.
Furioso contra sí mismo, Pazair estuvo a punto de rendirse
cuando le sometieron un oscuro asunto de aduanas, que implicaba a
unos comerciantes extranjeros. Después de un primer instante de
desaliento comenzó a leer el expediente, pero lo rechazó; ¿cómo
olvidar la angustia del policía nubio, que buscaba a su babuino por
los más recónditos rincones de la ciudad?
Incómodo, Mentmosé se mostró untuoso.
–Fui engañado -confesó-; en el fondo, siempre creí en vuestra
inocencia.
–Pero, de todos modos, me enviasteis al
penal.
–¿No habríais actuado vos del mismo modo? La justicia debe
ser implacable con los jueces, de lo contrario, no es
creíble.
–En ese caso, ni siquiera se había
pronunciado.
–Desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Hoy,
el destino os es favorable, y todos nos alegramos de ello. He
sabido que pensabais celebrar un proceso, en el porche, sobre el
lamentable asunto Kem.
–Estáis bien informado, Mentmosé. Sólo tengo que fijar una
fecha, y esta vez no será día nefasto.
¿No deberíamos olvidar tan lamentables
peripecias?
–Olvidar es el comienzo de la injusticia. ¿No es el porche el
lugar donde debo proteger al débil y salvarlo del
poderoso?
–Vuestro policía nubio no es ningún débil.
–Vos sois el poderoso, e intentáis destruirlo acusándolo de
un crimen que no ha cometido.
–Aceptad un arreglo que evite muchos
sinsabores.
–¿De qué tipo?
–Podrían pronunciarse algunos nombres… Los notables no
quieren que su respetabilidad se vea manchada.
–¿Qué puede temer un inocente?
–Los rumores, el qué dirán, la malevolencia…
–Serán barridos en el porche. Cometisteis una grave falta,
Mentmosé.
–Soy el brazo ejecutor de la justicia. Separaros de mi
persona sería un grave error.
–Quiero el nombre del testigo ocular que acusó a Kem de haber
asesinado a Branir.
–Lo inventé.
–De ningún modo, no habríais utilizado ese argumento si el
personaje no existiera. Considero el falso testimonio como un acto
criminal, que puede arruinar una existencia. El proceso se
celebrará; pondrá de relieve vuestro papel de manipulador y me
permitirá interrogar a vuestro famoso testigo en presencia de Kem.
¿Su nombre?
–Me niego a dároslo.
–¿Tan importante es el personaje?
–Me comprometí a guardar silencio. Corría muchos riesgos y no
quería aparecer.
–Negativa a colaborar en una investigación: ya conocéis la
sanción.
–¡Os equivocáis! No soy un cualquiera, sino el jefe de
policía.
–Y yo soy el decano del porche.
De pronto, Mentmosé, cuyo cráneo se ponía de un rojo ladrillo
y la voz muy aguda, tomó conciencia de que ya no tenía delante de
él a un pequeño juez provinciano sediento de integridad, sino al
más alto magistrado de la ciudad que, sin prisa pero sin pausa,
avanzaba hacia el objetivo que se había fijado.
–Debo reflexionar.
–Os espero mañana por la mañana en mi despacho. Me revelaréis
el nombre de vuestro famoso testigo.
Aunque el banquete celebrado en honor del decano del porche
hubiera sido un verdadero éxito, Denes ya no pensaba en aquella
suntuosa fiesta que había alimentado su fama. Intentaba
tranquilizar a su amigo Qadash, que estaba tan excitado que
tartamudeaba. El dentista caminaba de un lado a otro y ponía una y
otra vez en orden los enloquecidos mechones de su blanca cabellera.
La afluencia de sangre enrojecía sus manos y las venitas de su
nariz parecían dispuestas a estallar.
Ambos hombres se habían refugiado en la parte más alejada del
jardín, lejos de oídos indiscretos. El químico Chechi, que se les
había unido, había comprobado que nadie podía escucharlos. Sentado
al pie de una palmera datilera, el hombrecillo de negro bigote, aun
deplorando la agitación de Qadash, compartía sus
preocupaciones.
–¡Tu estrategia es una catástrofe! – reprochó Qadash a
Denes.
–Los tres estábamos de acuerdo en utilizar a Mentmosé para
hacer que acusara a Kem y calmar así los ardores del juez
Pazair.
–¡Y hemos fracasado de un modo lamentable! Soy incapaz de
ejercer mi oficio a causa del temblor de mis manos, y vos me habéis
negado la utilización del hierro celeste. Cuando me comprometí en
esta maquinación, me prometisteis un puesto a la cabeza del
Estado.
–En primer lugar, el de médico en jefe, el cargo de Nebamon
-recordó Denes, tranquilizador-. Luego, algo mejor
todavía.
–¡Pues se acabaron los sueños!
–Claro que no.
–Olvidas que Pazair es decano del porche, que está
organizando un proceso para absolver a Kem de cualquier sospecha y
hacer comparecer al testigo ocular, ¡es decir, yo
mismo!
–Mentmosé no pronunciará tu nombre.
–No estoy tan seguro.
–Ha intrigado durante toda su vida para obtener el cargo; si
nos traiciona, se condena a sí mismo.
El químico Chechi asintió con la cabeza. Qadash,
tranquilizado, aceptó una copa de cerveza. Denes, que había comido
mucho durante el banquete, se frotaba el hinchado
vientre.
–Este jefe de policía es un incapaz -deploró-. Cuando tomemos
el poder, lo apartaremos.
–Cualquier precipitación seria perjudicial -precisó Chechi,
con voz apenas audible-. El general Asher trabaja en la sombra, y
no estoy descontento de mis resultados. Pronto dispondremos de un
excelente armamento y controlaremos los principales arsenales.
Sobre todo, no nos descubramos. Pazair está convencido de que
Qadash ha querido robarme el hierro celeste y de que somos
enemigos; ignora nuestros verdaderos vínculos y no los descubrirá
si somos prudentes. Gracias a las declaraciones públicas de Denes,
cree que el actual envite militar es la fabricación de armas
irrompibles. Apoyemos esta idea.
–¿Tan ingenuo es? – preguntó el dentista.
–Todo lo contrario. Un proyecto de esta envergadura llamará
su atención. ¿Hay algo más importante que una espada capaz de
traspasar cascos, armaduras y escudos sin quebrarse? Con ella,
Asher fomentará una conspiración para apoderarse del poder. Esta es
la verdad que se impondrá en el espíritu del juez.
–Implica tu complicidad -añadió Denes.
–Mi obediencia, como especialista, me libera de
responsabilidad.
–De todos modos, estoy preocupado -insistió Qadash, que
reinició sus paseos-. Desde que se cruzó en nuestro camino,
desdeñamos a Pazair. ¡Y hoy es decano del porche!
–La próxima tormenta lo barrerá -profetizó
Denes.
–Cada día que pasa nos es favorable -recordó Chechi-. El
poder del faraón se deshace como una piedra
corroída.
Ninguno de los tres conjurados advirtió la presencia de un
testigo que no había perdido palabra de la
entrevista.
Encaramado en una palmera, Matón, el babuino policía, los
miraba con sus ojos enrojecidos.
Escandalizada por el comportamiento sectario y agresivo de
Bel-Tran, la señora Nenofar no permanecía inactiva. Había convocado
en su casa a los encargados de los asuntos de las cincuenta
familias más ricas de Menfis para exponerles con claridad la
situación. Sus patronos, como ellos mismos, gozaban de cierto
número de cargos honoríficos que no estaban obligados a ejercer,
pero que les permitían obtener informaciones confidenciales y
permanecer en contacto con la alta administración. En su deseo de
reorganización, Bel-Tran iba suprimiéndolos unos tras otros. Desde
el comienzo de su historia, Egipto había rechazado siempre los
excesos de autoritarismo de ese tipo de advenedizo, tan peligroso
como una víbora del desierto.
El inflamado discurso de la señora Nenofar fue aprobado por
unanimidad. Un hombre tomaría partido por la razón y la justicia:
Pazair, el decano del porche. De ese modo, una delegación,
compuesta por Nenofar y diez eminentes representantes de la
nobleza, obtuvo audiencia a la mañana siguiente. Nadie iba con las
manos vacías: pusieron a los pies del juez redomas de ungüento, un
lote de preciosas telas y un cofre lleno de joyas.
–Recibid este homenaje a vuestra función -dijo el de más
edad.
–Vuestra generosidad me conmueve, pero me veo obligado a
rechazarlo.
El anciano dignatario se indignó.
–¿Por qué razón?
–Tentativa de corrupción.
–¡Lejos de nosotros esa idea! Hacednos el favor de
aceptar.
–Llevaos esos regalos y ofrecédselos a vuestros sirvientes
que más lo merezcan.
La señora Nenofar consideró indispensable
intervenir.
–Decano del porche, exigimos que se respeten la jerarquía y
los valores tradicionales.
–Encontraréis en mí un aliado.
Tranquilizada, la escultural esposa del transportista Denes
se expresó con ardor.
–Bel-Tran, sin ninguna razón de peso, acaba de suprimir mi
cargo honorífico de inspectora del Tesoro y se dispone a perjudicar
a muchos miembros de las familias más estimadas de Menfis. Atenta a
nuestras costumbres y ataca antiquísimos privilegios. Exigimos
vuestra intervención para que esta persecución
cese.
Pazair leyó un párrafo de la Regla:
–"Tú que juzgas, no hagas diferencia alguna entre un rico y
un hombre del pueblo. No concedas atención alguna a las hermosas
ropas ni desdeñes a aquel cuyo sencillo atavío se debe a sus
modestos recursos. No aceptes regalo alguno de quien posea bienes
ni perjudiques al débil en su beneficio. Así, si sólo te preocupas
de los actos cuando pronuncies tu sentencia, el país tendrá sólidas
bases."
Aquellos preceptos, de todos conocidos, sembraron, sin
embargo, el desconcierto.
–¿Qué significa esa cita? – se extrañó la señora
Nenofar.
–Que estoy al corriente de la situación y que apruebo a
Bel-Tran. Vuestros "privilegios" no son muy antiguos, se remontan
sólo a los primeros años del reinado de Ramsés.
–¿Criticáis al rey?
–Él os incitaba, como noble, a cumplir nuevos deberes, no a
beneficiaros de un titulo. El visir no ha formulado oposición
alguna a la reorganización administrativa de Bel-Tran. Los primeros
resultados son alentadores.
–¿Pensáis empobrecer a la nobleza?
–Devolverle su verdadera grandeza, para que sea un
ejemplo.
Bagey el rigorista, Bel-Tran el ambicioso, Pazair el
idealista: la señora Nenofar se estremeció pensando en la alianza
de aquellos tres hombres. Afortunadamente, el viejo visir no
tardaría en jubilarse, el chacal quebraría sus largos colmillos
sobre una piedra y el juez íntegro, antes o después, caería en la
tentación.
–Basta ya de frases hechas; ¿qué partido
tomáis?
–¿No he sido bastante claro?
–Ningún notable ha hecho carrera sin nuestra
ayuda.
–Me resignaré a ser la excepción.
–Fracasaréis.
Tapeni era insaciable. No tenía el inimitable ardor de
Pantera, pero daba pruebas de una soberbia imaginación, tanto en
las posturas como en las caricias. Para no decepcionarla, Suti se
veía obligado a seguirla en sus divagaciones e incluso a
precederla. Tapeni sentía un profundo afecto por el joven, al que
reservaba tesoros de ternura. Morena, pequeña, ardiente, practicaba
el arte del sexo, unas veces con refinamiento y otras con
violencia.
Afortunadamente, Tapeni estaba también muy ocupada por su
trabajo; de este modo, Suti gozaba de períodos de descanso que
aprovechaba para tranquilizar a Pantera y demostrarle su incólume
pasión.
Tapeni se ponía el vestido, Suti se ajustaba el
paño.
–Eres un hombre apuesto y un fogoso
semental.
–"Gacela saltadora" sería un buen apodo para
ti.
–La poesía me deja indiferente, pero tu virilidad me
fascina.
–Sabes dirigirte a ella con gestos convincentes, pero hemos
perdido de vista el motivo de mi primera visita.
–¿La aguja de nácar?
–Eso es.
–Un hermoso objeto, raro, precioso, que sólo manejan gentes
de calidad, expertas en tejido.
–¿Tienes la lista?
–Claro.
–¿Aceptarías comunicármela?
–Son mujeres, rivales… Me pides demasiado.
Suti temía esa respuesta.
–¿Cómo podré seducirte?
–Eres el hombre que quería. Por la noche te echo en falta. Me
veo obligada a hacerme el amor a mi misma pensando en ti. ¿No se
hacen insoportables estos sufrimientos?
–Podría concederte una noche, de vez en
cuando.
–Quiero todas tus noches.
–¿Deseas…?
–Casarme, querido.
–Por principio moral, soy hostil a ello.
–Tendrás que abandonar a tus amantes, hacerte rico, vivir en
mi casa, esperarme, estar siempre dispuesto a satisfacer mis más
enloquecidos deseos.
–Existen actividades más penosas.
–Haremos oficial nuestra unión la semana que
viene.
Suti no protestó. Ya descubriría un modo para escapar de
aquella esclavitud.
–¿Quiénes manejan esas agujas?
Tapeni hizo un arrumaco.
–¿Tengo tu palabra?
–Sólo tengo una.
–¿Tan importante es la información?
–Para mí, sí. Pero si te niegas…
Ella lo agarró del brazo.
–No te enojes.
–Me torturas.
–Es un juego. Pocas damas nobles saben utilizar a la
perfección y sin temblar agujas de este tipo. El instrumento exige
precisión. Sólo veo tres: la esposa del antiguo supervisor de los
canales es la mejor.
–¿Dónde está?
–Tiene ochenta años y vive en la isla Elefantina, junto a la
frontera sur.
Suti hizo una mueca.
–¿Y las otras dos?
–La viuda del director de los graneros, pequeña y frágil,
tenía, sin embargo, una fuerza increíble. Pero se rompió el brazo
hace dos años y…
–¿La tercera?
–Su alumna preferida que, a pesar de su fortuna, sigue
confeccionándose ella misma la mayoría de sus vestidos: la señora
Nenofar.
Al alba, Pazair inspeccionó el porche al que lo llamaba el
destino. Enfrentarse con Mentmosé no sería fácil; el jefe de
policía, que se hallaba entre la espada y la pared, no se dejaría
degollar como un pato miedoso. El juez temía una reacción viciosa,
digna de un notable dispuesto a pisotear a los demás para preservar
sus privilegios.
Pazair salió del porche y observó el templo al que estaba
adosado. Tras los altos muros trabajaban los especialistas de la
energía divina; conscientes de las divinidades humanas, se negaban
a aceptarlas como una fatalidad. El hombre era arcilla y paja, sólo
Dios construía moradas de eternidad, donde residían las fuerzas de
creación, para siempre inaccesibles y, sin embargo, presentes en
los más modestos sílex.
Sin el templo, la justicia hubiera sido sólo molestias,
arreglos de cuentas, dominio de una casta; gracias a él, la diosa
Maat llevaba el gobernalle y velaba sobre la balanza. Ningún
individuo podía poseer la justicia; sólo Maat, de cuerpo tan ligero
como una pluma de avestruz, conocía el peso de los actos. Los
magistrados debían servirla con la ternura de un hijo por su
madre.
Mentmosé brotó de la oscuridad agonizante. Pazair, friolero a
pesar de la estación, se había puesto una capa de lana en los
hombros; el jefe de policía se limitaba a la túnica almidonada, que
llevaba con mucha soberbia. En su cintura se había colocado un
puñal de mango corto y hoja fina. Su mirada era
fría.
–Sois muy madrugador, Mentmosé.
–No tengo la intención de desempeñar el papel de
acusado.
–Os he citado como testigo.
–Vuestra estrategia es simple: abrumarme con faltas más o
menos imaginarias. ¿Debo recordaros que, como vos, hago aplicar la
ley?
–Olvidando aplicárosla a vos mismo.
–Una investigación no se lleva a cabo con buenos
sentimientos; a veces, es preciso ensuciarse las
manos.
–¿No habréis olvidado purificároslas?
–No es hora de moralejas de pacotilla. No prefiráis un
peligroso negro al jefe de policía.
–Ante la justicia no hay desigualdades: hice juramento en
este sentido.
–¿Quién sois, Pazair?
–Un juez de Egipto.
Estas palabras habían sido pronunciadas con tanta fuerza y
seguridad que turbaron a Mentmosé. Había tenido la mala suerte de
chocar con un magistrado de los antiguos tiempos, uno de esos
hombres representados en los bajorrelieves de la edad de oro de las
pirámides, con la cabeza erguida, respetuoso de la rectitud,
enamorado de la verdad, insensible a la condena y a la alabanza.
Tras tantos años pasados en los meandros de la alta administración,
el jefe de policía estaba convencido de que esta raza se
extinguiría definitivamente con el visir Bagey. Lamentablemente,
como una mala hierba que creía aniquilada, renacía con
Pazair.
–¿Por qué me perseguís?
–No sois una víctima inocente.
–Fui manipulado.
–¿Por quién?
–Lo ignoro.
–¡Vamos, Mentmosé! Sois el hombre mejor informado de Egipto e
intentáis convencerme de que un individuo más calculador que vos ha
manejado los hilos en vez de vos.
–Puesto que deseáis la verdad, hela aquí. Reconoced que no me
hace favor alguno.
–Sigo siendo escéptico.
–Os equivocáis. Nada sé sobre la verdadera causa de la muerte
de los veteranos; ni tampoco sobre el robo del hierro celeste. El
asesinato de Branir me ofrecía la ocasión, a través de una denuncia
anónima, de librarme de vos. No vacilé porque os odio. Detesto
vuestra inteligencia, vuestra voluntad de conseguirlo a toda costa,
vuestra negativa a la componenda. Un día u otro os atacaría. Mi
última oportunidad era Kem; si lo hubierais aceptado como chivo
expiatorio, habríamos firmado un pacto de no
agresión.
–Vuestro falso testigo ocular, ¿no será él el
manipulador?
Mentmosé se rascó el rosado cráneo.
–Ciertamente existe una conspiración, cuya cabeza pensante es
el general Asher, pero he sido incapaz de desentrañar su madeja.
Tenemos enemigos comunes; ¿por qué no nos aliamos?
El silencio de Pazair pareció de buen
augurio.
–Vuestra intransigencia sólo durará algún tiempo -afirmó
Mentmosé-. Os ha permitido ascender mucho en la jerarquía, pero no
tiréis demasiado de la cuerda. Conozco la vida; escuchad mis
consejos, os beneficiarán.
–Estoy preguntándomelo.
–¡En buena hora! Estoy dispuesto a terminar con mis
resentimientos y consideraros un amigo.
–Si no estáis en el núcleo de la conspiración -estimó Pazair,
reflexionando en voz alta-, es mucho más grave de lo que
imaginaba.
Mentmosé quedó desconcertado. Esperaba otra
conclusión.
–El nombre de vuestro falso testigo se convierte en un
indicio fundamental.
–No insistáis.
–Entonces, caeréis solo, Mentmosé.
–¿Os atreveréis a acusarme?…
–De conspiración contra la seguridad del
Estado.
–¡Los jurados no os seguirán!
–Ya veremos. Existen suficientes datos para
alertarlos.
–¿Si os doy el nombre, me dejaréis en paz?
–No.
–¡Sois un insensato!
–No cederé a chantaje alguno.
–En ese caso, no tengo interés alguno en
hablar.
–Como gustéis. Dentro de un rato nos veremos en el
tribunal.
Los dedos de Mentmosé se crisparon en la empuñadura del
puñal. Por primera vez en su carrera, el jefe de policía se sentía
cogido en la red.
–¿Qué porvenir me reserváis?
–El que vos mismo habéis elegido.
–Sois un excelente juez, yo soy un buen policía. Un error se
repara.
–¿El nombre del falso testigo?
Mentmosé no caería solo.
–El dentista Qadash.
El jefe de policía acechó la reacción de Pazair. Como el
decano del porche permaneció silencioso, dudó en
desaparecer.
–Qadash -repitió.
Mentmosé dio media vuelta, con la esperanza de que la
revelación lo salvara. No había advertido la presencia de un atento
testigo, cuyos enrojecidos ojos no se habían apartado de él ni un
solo instante. El babuino, encaramado en el techo del porche,
recordaba a la estatua del dios Thot. Sentado sobre sus posaderas,
con las manos en las rodillas, parecía meditar.
Pazair supo que el jefe de policía no había mentido. De lo
contrario, el mono se habría arrojado sobre él.
El juez llamó a Matón. El babuino vaciló, se deslizó a lo
largo de una columna, se plantó ante Pazair y le tendió la
mano.
Cuando se encontró con Kem, el animal saltó al cuello del
hombre, que lloraba de júbilo.
Las codornices sobrevolaron los campos y cayeron sobre el
trigo. Fatigada por una larga migración, la que encabezaba la
bandada no había advertido el peligro. Calzados con sandalias de
papiro, pegados al suelo, los cazadores desplegaron una red de
prieta malla mientras sus ayudantes agitaban trapos para asustar a
los pájaros. Aterrorizados, fueron capturados en gran número.
Asadas, las codornices serian uno de los manjares más apreciados en
las mejores mesas.
A Pazair no le gustaba el espectáculo. Ver a un ser privado
de libertad, aunque fuera una simple codorniz, le causaba un
verdadero sufrimiento. Neferet, que percibía el menor de sus
sentimientos, lo condujo por la campiña. Caminaron hasta un lago de
tranquilas aguas, rodeado de sicomoros y tamariscos, que un rey
tebano había hecho excavar para su gran esposa real. Según la
leyenda, la diosa Hator se bañaba allí al ocaso. La muchacha
esperaba que la visión de aquel paraíso apaciguara al
juez.
¿No probaba la confesión del jefe de policía que, desde los
primeros días de su investigación a Mentmosé, Pazair se había
orientado hacia uno de los responsables de la conspiración? Qadash
no había vacilado en sobornar a Mentmosé para enviar al juez a
presidio. Víctima del vértigo, el decano del porche se preguntaba
si no sería instrumento de una voluntad superior que trazaba su
camino y lo obligaba a seguirlo sucediera lo que
sucediese.
La culpabilidad de Qadash lo impulsaba a hacerse preguntas a
las que no debía contestar precipitadamente y sin pruebas. Un
extraño ardor, a veces insoportable, lo atormentaba; impaciente por
descubrir la verdad, ¿no estaría arriesgándose a desnaturalizaría
quemando las etapas?
Neferet había decidido arrancarlo de su despacho y sus
expedientes, sin hacer caso de sus protestas. Se lo había llevado
así hasta las risueñas soledades de la campiña de
Occidente.
–Estoy perdiendo unas horas preciosas.
–¿Tan pesada te resulta mi compañía?
–Perdóname.
–Necesitas distanciarte.
–El dentista Qadash nos lleva al químico Chechi, y éste al
general Asher, por lo tanto, al asesinato de los cinco veteranos y,
sin duda, al transportista Denes y su mujer. Los conspiradores
pertenecen a la élite de este país. Quieren tomar el poder
fomentando una conjura militar y asegurándose el monopolio de las
nuevas armas. Por eso han suprimido a Branir, futuro sumo sacerdote
de Karnak, que me habría permitido investigar en los templos el
robo del hierro celeste; por eso intentaron suprimirme acusándome
del asesinato de mi maestro. ¡Es un asunto enorme, Neferet! Sin
embargo, no estoy seguro de tener razón. Dudo de mis propias
afirmaciones.
Lo guió por un sendero que rodeaba el lago. A media tarde,
bajo un calor abrumador, los campesinos dormitaban a la sombra de
los árboles o las chozas.
Neferet se arrodilló en la orilla, recogió un capullo de loto
y se adornó con él el pelo. Un pez plateado, de hinchado vientre,
saltó del agua y desapareció en un estallido de brillantes
gotitas.
La muchacha entró en el agua; mojada, el vestido de lino se
pegó a su ligero cuerpo y reveló sus formas. Se zambulló, nadó con
agilidad y, risueña, acompañó con la mano a una carpa que
zigzagueaba ante ella. Cuando salió, su perfume parecía exaltado
por el baño.
–¿No vienes?
Mirarla era tan maravilloso que Pazair había olvidado
moverse. Se quitó el paño mientras ella se libraba del
vestido.
Desnudos y abrazados, se sumieron en la espesura de papiro
donde, llenos de felicidad, hicieron el amor.
Pazair se había opuesto firmemente a la gestión de Neferet.
¿Por qué la había convocado el médico en jefe Nebamon, sino para
tenderle una trampa y vengarse?
Kem y su babuino seguirían a Neferet para proteger su
seguridad. El mono se introdujo en el jardín de Nebamon; si el
médico en jefe se ponía amenazador, intervendría del modo más
brutal.
Neferet no sentía temor alguno; al contrario, se alegraba de
conocer las intenciones de su más encarnizado
enemigo.
A pesar de las advertencias de Pazair, aceptaba las
condiciones de Nebamon: una entrevista cara a
cara.
El portero dejó pasar a la joven, que tomó una avenida de
tamariscos, cuyas abundantes y entremezcladas ramas rozaban el
suelo; sus frutos, de largos pelos azucarados, tenían que recogerse
con el rocío y secarse al sol. Con la madera se fabricaban famosos
ataúdes, parecidos al de Osiris, y bastones que alejaban a los
enemigos de la luz. Sorprendida por el anormal silencio que reinaba
en aquella gran propiedad, Neferet lamentó de pronto no haberse
provisto de semejante arma.
Ni un jardinero, ni un aguador, ni un criado… Los alrededores
de la suntuosa mansión estaban desiertos. Vacilante, Neferet cruzó
el umbral. La gran sala reservada a los visitantes era fresca, bien
aireada, apenas iluminada por algunos focos de
luz.
–¿Hay alguien ahí? – preguntó.
Nadie respondió. La mansión parecía abandonada. ¿Había
olvidado Nebamon su cita y había vuelto a la ciudad? Incrédula,
exploró los aposentos privados.
El médico en jefe dormía, tendido de espaldas, en el gran
lecho de su alcoba, cuyas paredes estaban decoradas con patos
volando y garzas en reposo. Su rostro estaba fatigado, su
respiración era corta e irregular.
–Nebamon, soy Neferet -dijo dulcemente.
Nebamon despertó. Incrédulo, se frotó los ojos y se
incorporó.
–Os habéis atrevido… ¡Nunca lo hubiera
creído!
–¿Tan temible sois?
La contempló.
–Lo era. Deseaba la desaparición de Pazair y vuestra
decadencia. Saberos felices juntos me torturaba; os quería a mis
pies, pobre, suplicante. Vuestra felicidad impedía la mía. ¿Por qué
no pude seduciros? ¡Sucumbieron tantas otras! Pero vos no os
parecéis a ellas.
Nebamon había envejecido mucho; su voz, de lánguidas
inflexiones que se habían hecho famosas, se volvía
entrecortada.
–¿Qué tenéis?
–Soy un anfitrión despreciable. ¿Os gustaría probar mis
pasteles en forma de pirámide, rellenos de confitura de
dátil?
–No soy golosa.
–Y, sin embargo, amáis la vida, os ofrecéis a ella sin freno
alguno. Habríamos formado una pareja magnífica. Pazair no os
merece, y lo sabéis; no será decano por mucho tiempo y habréis
dejado pasar la fortuna.
–¿Es indispensable?
–Un médico pobre no progresa.
–¿Os libra vuestra riqueza del sufrimiento?
–Tumor vascular.
–No es irremediable. Para aliviar el dolor, receto
aplicaciones de jugo de sicómoro, extraído del árbol a comienzos de
la primavera, antes de que dé frutos.
–Excelente prescripción. Conocéis perfectamente la materia
médica.
–La operación es inevitable. Practicaré una incisión con una
caña afilada, extirparé el tumor calentándolo al fuego y
cauterizaré con una lanceta.
–Tendríais razón si mi organismo fuera capaz de soportar la
intervención.
–¿Tan debilitado estáis?
–Mis días están contados. Por eso he despedido a parientes y
criados. Me aburren. En el palacio debe de haber un buen jaleo.
Nadie tomará iniciativas en mi ausencia. Los imbéciles que me
obedecen al pie de la letra ya no saben qué camino tomar.
¡Miserable comedia!… Volver a veros ilumina mi
agonía.
–¿Puedo auscultaros?
–Divertios.
La muchacha escuchó los latidos de aquel corazón, débiles y
desordenados. Nebamon no mentía. Estaba gravemente enfermo.
Permanecía inmóvil, respirando el perfume de Neferet, disfrutando
la suavidad de aquella mano en su piel, la ternura de aquella oreja
en su pecho. Habría dado su eternidad para que aquellos instantes
no terminaran, pero ya no disponía de semejante tesoro; al pie de
la balanza del juicio, la devoradora lo aguardaba.
Neferet se apartó.
–¿Quién os cuida?
–Yo mismo, el ilustre médico en jefe del reino de
Egipto.
–¿De qué modo?
–Con el desprecio. Me detesto, Neferet, porque no soy capaz
de hacerme amar por vos. Mi existencia fue una letanía de éxitos,
de mentiras y torpezas, pero me falta vuestro rostro, la pasión que
habría debido arrastraros hacia mí. Muero por vuestra
ausencia.
–No tengo derecho a abandonaros.
–¡No vaciléis ni un segundo, aprovechad vuestra oportunidad!
Si recobrara la salud, volvería a ser una bestia feroz, no cesaría
hasta suprimir a Pazair y capturaros.
–Un enfermo merece cuidados.
–¿Aceptaríais ese papel?
–En Menfis existen excelentes facultativos.
–Vos, o nadie más.
–No seáis niño.
–¿Me habríais amado sin Pazair?
–Ya conocéis la respuesta.
–¡Mentidme, os lo ruego!
–Esta misma noche regresarán vuestros servidores. Os receto
una alimentación ligera.
Nebamon se incorporó.
–Os juro que no he participado en ninguna de las
conspiraciones que preocupan a vuestro marido. Ignoro todo lo que
se refiere al asesinato de Branir, a la muerte de los veteranos y a
los manejos del general Asher. Mi único objetivo era enviar a
Pazair al penal y obligaros a que fuerais mi mujer. Mientras viva,
no tendré otra.
–¿No es preciso renunciar a lo imposible?
–El viento cambiará, estoy seguro de ello.
–¿Por qué estás tan sombrío?
–Preocupaciones sin importancia.
–Se murmura mucho.
–¿Sobre qué?
–Sobre la suerte de Ramsés el Grande. Algunos afirman que ha
cambiado. El mes pasado hubo un incendio en los muelles, varios
accidentes en el río, acacias partidas en dos por el
rayo.
–Tonterías.
–No para tus compatriotas. Están convencidos de que el poder
mágico del faraón está agotándose.
–¡Qué cosas! Celebrará una fiesta de regeneración y el pueblo
gritará su júbilo.
–¿A qué espera?
–Ramsés tiene el sentido del acto justo en el momento
oportuno.
–¿Y tus problemas?
–No tienen ninguna importancia, te lo
repito.
–Una mujer.
–Mi investigación.
–¿Qué quiere?
–Me veo obligado a…
–¡Una boda, con un contrato en debida forma! Dicho de otro
modo, ¡me repudias!
Desenfrenada, la rubia libia rompió algunas tazas de
terracota y dislocó una silla de paja.
–¿Cómo es? ¿Alta, baja, joven, vieja?
–Baja, de cabellos muy negros, menos hermosa que
tú.
–¿Rica?
–Claro.
–¡No te basto, no tengo fortuna! Te diviertes más con tu puta
rubia y te vuelves honorable con tu burguesa
morena.
–Necesito obtener una información.
–¿Y estás obligado a casarte?
–Simple formalidad.
–¿Y yo?
–Sé paciente. En cuanto haya obtenido lo que me interesa, me
divorciaré.
–¿Cómo reaccionará?
–Para ella es sólo un capricho. Lo olvidará
pronto.
–Niégate, Suti. Cometes un grave error.
–Imposible.
–¡Deja de obedecer a Pazair!
–El contrato matrimonial se ha firmado ya.
Pazair decano del porche, primer magistrado de Menfis,
autoridad moral indiscutible, ponía mala cara, como un adolescente
contrariado. No admitía los esfuerzos que Neferet había hecho en
favor de Nebamon. La muchacha había reunido a varios terapeutas que
habían acudido a la cabecera del médico en jefe, había devuelto los
servidores a la propiedad, y velado para que el enfermo fuera
cuidado y atendido.
Aquella actitud lo encolerizaba.
–No se ayuda a los enemigos -masculló.
–¿Cómo puede hablar así un juez?
–Debe hacerlo.
–Soy médica.
–Ese monstruo intentó destruimos, a ti y a
mí.
–Fracasó. Y hoy, él está destruyéndose desde el
interior.
–Su mal no borra sus faltas.
–Tienes razón.
–Si lo admites, no te preocupes más por él.
–No ocupa el menor de mis pensamientos, pero cumplo con mi
deber.
Pazair se tranquilizó un poco.
–¿No estarás celoso?
La atrajo hacia sí.
–Nadie lo está más que yo.
–¿Me darás permiso para cuidar a alguien más que a mi
marido?
–Si la ley me lo permitiera, no.
Bravo, con los ojos inquietos, tendió la pata derecha a
Neferet y la izquierda a Pazair. Cualquier disensión entre sus
dueños lo hacia desgraciado. Su acrobática postura provocó una
carcajada que el perro, tranquilizado, compartió
ladrando.
Suti apartó a dos escribas, con los brazos cargados de
papiros, empujó a un escribano y forzó la puerta del despacho de
Pazair, que estaba bebiendo una copa de agua
cobriza.
Con los largos cabellos negros en desorden, el antiguo héroe
era presa del furor.
–¿Algo va mal, Suti?
–¡Sí, tú!
El decano del porche se levantó y cerró la puerta. La
tempestad seria violenta.
–Podríamos discutir en otra parte.
–¡De ningún modo! Este lugar es precisamente la razón de mi
cólera.
–¿Eres víctima de una injusticia?
–¡Te aburguesas, Pazair! Mira a tu alrededor: chupatintas,
funcionarios obtusos, almas mezquinas, preocupadas por su ascenso.
Olvidas nuestra amistad, descuidas la investigación sobre el
general Asher, ya no buscas la verdad, ¡como si ya no creyeras en
mi! Has caído en la trampa de los títulos y la respetabilidad. Sin
embargo, vi cómo Asher torturaba y mataba a un egipcio, sé que es
un traidor, ¡y tú te pavoneas como un notable!
–Has bebido.
–Mala cerveza, y mucha. Lo necesitaba. Nadie se atreve a
hablarte como yo.
–Los matices no son tu fuerte, pero no te sabia tan
estúpido.
–¡No me insultes! Niégalo si te atreves.
–Siéntate.
–¡Yo no pacto!
–Acepta al menos una tregua.
Tambaleándose un poco, Suti consiguió agacharse sin perder el
equilibrio.
–Es inútil que intentes seducirme. He visto claro tu
juego.
–Tienes suerte. Yo me pierdo siempre.
Asombrado, Suti se volvió hacia Pazair.
–¿Qué quieres decir?
–Mira mejor: estoy abrumado de trabajo. Cuando era un pequeño
juez en un barrio de Menfis, tenía tiempo para investigar. Aquí
debo responder mil demandas, tratar muchos expedientes, calmar las
cóleras de los unos y las impaciencias de los
otros.
–¡Has caído en la trampa! Dimite, y sígueme.
–¿Qué proyectos tienes?
–Retorcerle el cuello al general Asher y curar a Egipto del
mal que le corroe.
–Ese resultado no se alcanzará así.
–¡Claro que sí! ¡Cortándole la cabeza a la conspiración, la
sedición termina!
–¿Y el asesino de Branir?
Suti esbozó una sonrisa feroz.
–Fui un buen investigador, pero he tenido que casarme con la
señora Tapeni.
–Valoro tu sacrificio.
–De lo contrario, no hubiera hablado.
–Ahora eres rico.
–Pantera no lo acepta.
–Un seductor como tú podrá lograrlo.
–Casado, yo… ¡Peor que el presidio! En cuanto sea posible, me
divorciaré.
–¿Fue bien la ceremonia?
–En la más estricta intimidad. Ella no quería que asistiera
nadie. En la cama se desenfrenó. Para Tapeni, soy una golosina
inagotable.
–Bueno, ¿y la investigación?
–Sólo algunas personas de alto linaje utilizan el tipo de
aguja que mató a Branir. Entre ellas, la más hábil y la más notable
es la señora Nenofar. Si su cargo de inspectora del Tesoro es sólo
honorífico es efectivamente la intendente de los paños y conoce a
las mil maravillas el oficio.
¡La señora Nenofar, la esposa del transportista Denes, la
feroz enemiga de Bel-Tran, el mejor apoyo del juez! Sin embargo,
durante el proceso a Asher, como miembro del jurado, no había
censurado a Pazair. El juez se sentía, de nuevo, en falso. La
culpabilidad parecía evidente, pero su convicción no llegaba a
formarse.
–Detenla inmediatamente -aconsejó Suti.
–No se ha establecido la prueba.
–¡Como con Asher! ¿Por qué niegas sin cesar la
evidencia?
–Yo no, Suti, el tribunal. Para considerar culpable a una
persona acusada de asesinato, los jurados exigen una impecable
instrucción.
–¡Pero yo me he casado!
–Intenta obtener algo más.
–Te vuelves cada vez más exigente y te encierras en una red
de leyes que te alejan de la realidad. Niegas la verdad: Asher es
un traidor y un criminal que intenta apoderarse del ejército de
Asia; Nenofar asesinó a tu maestro.
–¿Por qué no actúa el general?
–Porque está colocando a sus hombres en los protectorados y
en el propio Egipto. Como instructor de los oficiales de Asia,
forma un clan de escribas y de militares que le son afectos. Muy
pronto, con la ayuda de su amigo Chechi, dispondrá de armas
irrompibles que le permitirán enfrentarse sin temor a cualquier
ejército. Quien controla las armas gobierna el
país.
Pazair seguía sin creerlo.
–Un golpe de Estado militar no tiene posibilidades de
triunfar.
–¡No estamos en la edad de oro, sino en el reinado de Ramsés!
En nuestras provincias, hay extranjeros a miles; nuestros queridos
compatriotas piensan más en enriquecerse que en satisfacer a los
dioses. La vieja moral ha muerto.
–La persona del faraón sigue siendo sagrada. El general Asher
no está a la altura. Ningún clan lo apoyará. El país lo
rechazará.
El argumento fue convincente. Suti admitió que su
razonamiento, indiscutible en un país de Asia, no valía para el
Egipto de Ramsés el Grande. Una facción, aunque estuviera muy bien
armada, no lograría el asentimiento de los templos, y menos aún la
adhesión del pueblo. Para gobernar las Dos Tierras no bastaba con
la fuerza. Se necesitaba un ser mágico, capaz de hacer un pacto con
los dioses y lograr que el amor del más allá brillara en la tierra.
Ridículas palabras para los oídos de un griego, de un libio o de un
sirio, pero esenciales para los de un egipcio; fueran cuales fuesen
sus cualidades de estratega e intrigante, Asher carecía de esas
virtudes.
–Es extraño -dijo Pazair-. Habíamos considerado tres posibles
culpables del asesinato de Branir: el decano del porche, exiliado,
que se muere de inanición; Nebamon, que sufre una grave enfermedad,
y Mentmosé, al borde del abismo. Los tres habrían podido escribir
la nota ordenándome que me reuniera con mi maestro y organizar la
puesta en escena destinada a acusarme. Y tú añades a la señora
Nenofar. Pero me parece que el antiguo decano no tiene nada que
ver; su comportamiento fue el de un magistrado desgastado, débil,
abrumado por sus compromisos. Nebamon le ha jurado a Neferet que no
estaba comprometido en conspiración alguna. Y el jefe de policía,
por lo general tan hábil y tan seguro de sí mismo, parece el
manipulado y no el manipulador. Si nos hemos equivocado tan
gravemente, ¿por qué no dudar en lo que se refiere a la señora
Nenofar?
–¡Ahí está tu conspiración! El general Asher no se limita a
sus soldados de élite, necesita apoyo entre los nobles y los ricos.
Tiene el de Denes y el de la señora Nenofar, los comerciantes más
ricos de Menfis. Gracias a su fortuna, comprará silencios,
conciencias y complicidades. El cerebro del asunto es
doble.
–¿No organizó Denes un banquete para celebrar mi
investidura?
–¿No intentó comprarte, también a ti? Cuando no lo logra,
fabrica una verdad que le conviene. Tú, asesino de Branir; Qadash,
testigo ocular del mismo crimen, para librarse definitivamente de
tu fiel policía, Kem.
Esta vez, a pesar de su embriaguez, Suti se mostraba
convincente.
–Si tienes razón, nuestros adversarios son todavía más
numerosos y fuertes de lo que suponíamos.
–¿Está Denes a la altura de un jefe de
Estado?
¡De ningún modo! Demasiado lleno de cinismo, demasiado
indiferente ante los demás. Demasiado corto de vista; sus finanzas
y su interés personal son sus únicas preocupaciones. La señora
Nenofar, en cambio, es más temible de lo que parece; la creo capaz
de asumir una regencia. ¡No soñamos, decano del porche! Cinco
cadáveres de veteranos, Branir asesinado, varias tentativas de
eliminación… Desde hacia decenios, Egipto no había conocido
semejantes trastornos. Tu investigación molesta. Y puesto que
dispones de poder, utilízalo! Tu papeleo puede
esperar.
–Garantiza el equilibrio del país y la felicidad cotidiana de
la población.
–¿Qué quedará de ello si la conspiración tiene
éxito?
Pazair se levantó tenso.
–La inacción se te hace insoportable, Suti.
–Un héroe necesita hazañas.
–¿Estás dispuesto a correr riesgos?
–Tanto como tú. Quiero asistir al castigo del general
Asher.
El cólico de Silkis había tomado proporciones alarmantes.
Temiendo una disentería, el propio Bel-Tran había ido a buscar a
Neferet en plena noche. La médica hizo tomar a la enferma semillas
de eneldo oloroso; sus propiedades sedantes y digestivas atenuaron
los espasmos. Como ungüento, mezcladas con brionia y cilantro,
aliviaban las jaquecas. La hermosa umbelífera de flores amarillas
no bastaría, pues las diarreas eran muy dolorosas; cada cuarto de
hora, Silkis tenía que tomar una copa llena de cerveza de
algarrobo, obtenida a partir de las vainas y mezclada con aceite y
miel. Una hora después del comienzo del tratamiento, los síntomas
se atenuaron.
–Sois maravillosa -balbuceó la paciente.
–Estad tranquila. Mañana mismo estaréis restablecida. Bebed
cerveza de algarrobo durante una semana.
–¿Debo temer complicaciones?
–Ninguna. Una simple intoxicación alimenticia. Mal curada,
habría sido inquietante. Durante algunos días, alimentaos con
cereales.
Bel-Tran le dio calurosamente las gracias a Neferet y la
llevó aparte.
–¿Habéis sido sincera?
–No temáis.
–Permitidme que os ofrezca una colación.
Neferet no rechazó aquel instante de reposo antes de una
larga jornada en la que visitaría a más de una docena de enfermos,
ricos o pobres. Pronto amanecería; era inútil intentar
dormir.
–Desde que entré en el Tesoro -reveló Bel-Tran-, tengo
insomnio. Mientras Silkis duerme, trabajo en los asuntos del día
siguiente. A veces, una bola dolorosa se forma en mi estómago, y
quedo casi paralizado.
–Estáis agotando vuestro sistema nervioso.
–El Tesoro no me concede descanso. Admito vuestros reproches,
Neferet, pero ¿no podría también devolvéroslos? Vais de un lugar a
otro de la ciudad, y no os resistís a súplica alguna. Vuestro lugar
está en otra parte. En palacio faltan facultativos de vuestra
calidad. Al rodearse de mediocres, Nebamon ha hecho el vacío a su
alrededor. Os expulsó del cuerpo principal de médicos a causa de
vuestra competencia.
–Es el médico en jefe quien decide los nombramientos, ni vos
ni yo podemos hacer nada.
–Habéis curado al visir y a varios notables. Reuniré sus
testimonios y los presentaré a la comisión de disciplina. Los más
estúpidos se verán obligados a reconocer vuestros
méritos.
–No tengo ganas de luchar por mí misma.
–Pazair, como decano del porche, no puede intervenir en
vuestro favor so pena de ser sospechoso de parcialidad. No es mi
caso. Me batiré por vos.
Tebas estaba conmocionada. La gran ciudad del sur, garante de
las más antiguas tradiciones, hostil a las innovaciones económicas
que Menfis, la rival del norte, aceptaba con excesiva complacencia,
aguardaba impaciente el nombre del nuevo sumo sacerdote que
reinaría sobre más de ochenta mil empleados, sesenta y cinco
ciudades y pueblos, un millón de hombres y mujeres que trabajaban,
más o menos directamente, para el templo, cuatrocientas mil cabezas
de ganado, cuatrocientos cincuenta viñedos y huertos y noventa
navíos.
El faraón debía proporcionar los objetos de culto, los
alimentos, el aceite, el incienso, los ungüentos, la ropa, y
facilitar tierras, cuya propiedad sería indicada por grandes
estelas plantadas en los linderos de los campos, en cada ángulo; el
sumo sacerdote debía percibir las tasas sobre las mercancías y los
pescadores. El pontífice de Amón gestionaba un Estado en el Estado;
así pues, el rey tenía que nombrar a un hombre cuya fidelidad y
obediencia le estuvieran aseguradas, sin por ello ser un personaje
insustancial, desprovisto de autoridad; Branir tenía aquel temple;
su brutal desaparición había sido un problema para Ramsés el
Grande. La víspera de la entronización, todavía no se conocía su
elección.
Pazair y Suti se habían desplazado hasta allí por curiosidad
y por necesidad. Ni siquiera el sumo sacerdote de Ptah de Menfis
había podido proporcionarles ninguna información sobre el robo del
hierro celeste. Sin ninguna duda, el precioso metal procedía de un
templo del sur; sólo el sumo sacerdote de Karnak pondría a los
investigadores sobre una pista seria.
Pero ¿con qué personaje tendría que enfrentarse
Pazair?
Como decano del porche, Pazair fue admitido en el
desembarcadero, acompañado por Suti, al que presentó como su
ayudante. Muchas barcas ocupaban la dársena excavada entre el Nilo
y el templo; hileras de árboles preservaban el
frescor.
Los dos amigos, conducidos por un sacerdote, pasaron entre
las esfinges con cabeza humana, cuya mirada apartaba a los
profanos. Ante cada uno de los vigilantes guardianes, una regata de
irrigación conducía el agua a un foso, de unos cincuenta
centímetros de profundidad, donde crecían flores.
Así, la vía sacra que conducía del mundo exterior al templo
estaba adornada con los más vivos y tornasolados
colores.
Pazair y Suti tuvieron acceso al primer gran patio, donde
celebrantes de cráneo afeitado, vestidos con ropas de lino,
adornaban con flores los altares. Fueran cuales fuesen los
acontecimientos, el culto debía garantizarse. Los puros, los padres
divinos, los servidores del dios, los dueños de los secretos, los
portadores de los rituales, los astrólogos y los músicos se
consagraban a sus ocupaciones, fijadas por la Regla en vigor desde
el tiempo de las pirámides. Sólo una pequeña parte de ellos vivía
permanentemente en el interior del santuario; los demás oficiaban
durante períodos más o menos largos, que iban de una semana a tres
meses. Dos veces por día y dos veces por noche, procedían a
abluciones, porque consideraban que la ascesis interior tenía que
verse acompañada por una impecable limpieza
física.
Los dos amigos se sentaron en un banco de piedra. La
tranquilidad del lugar, su majestad, la profunda paz inscrita en
las piedras de eternidad les hicieron olvidar preocupaciones y
preguntas. Aquí, la vida, liberada de la erosión de la continuidad,
tenía otro sabor. Incluso Suti, que no creía en los dioses, llenó
su alma de plenitud.
El nuevo sumo sacerdote de Karnak había recibido del rey las
insignias de su función, un bastón de oro y dos
anillos.
Jefe, en adelante, del más rico y más vasto de los templos de
Egipto, velaría para preservar sus tesoros. Cada mañana abriría los
dos batientes del santuario secreto, la región de luz donde Amón se
regeneraba en el misterio de Oriente. Había prestado el juramento
de observar el ritual, renovar las ofrendas y ocuparse de la morada
divina, donde la creación de los primeros instantes se mantenía en
equilibrio. Mañana pensaría en su abundante personal, que
comprendía el director de su casa, un mayordomo, un chambelán,
escribas, secretarios y jefes de equipo; mañana echaría en falta la
tranquila existencia de la que lo había arrancado la decisión del
faraón. En aquel momento tan intenso pensaba en el precepto
fundamental de la Regla: "No levantes la voz en el templo, Dios
detesta los gritos. Que tu corazón sea amante. No interrogues a
Dios a diestro y siniestro, pues le gusta el silencio. El
silencioso parece el árbol que crece en el huerto; sus frutos son
dulces, su sombra agradable, reverdece y acaba sus días en el
vergel donde ha nacido."
El sumo sacerdote se recogió largo rato en el Santo de los
santos, solo ante el naos que contenía la estatua del dios. Nunca
había esperado vivir semejante emoción, que reducía a la nada sus
aspiraciones de ayer y sus irrisorias esperanzas.
El vestido del primer servidor de Amón lo despojaba de su
humanidad y lo convertía en un desconocido para sí mismo. Poco
importaba, puesto que no tendría posibilidad alguna para
interrogarse sobre sus gustos o sus dudas.
El sumo sacerdote retrocedió borrando sus pasos. En cuanto
hubiera salido del Santo de los santos, se volvería para
enfrentarse con el universo del templo.
Las aclamaciones saludaron la aparición del sumo sacerdote en
el umbral de la inmensa sala con columnas construida por Ramsés. A
él le tocaba, ahora, abrir el camino con su bastón de oro y
gobernar un pacifico ejército, consagrado a la gloria de
Amón.
Pazair dio un respingo.
–Increíble.
–¿Lo conoces? – preguntó Suti.
–Es Kani, el jardinero.
En su intercambio de miradas, ambos hombres compartieron una
profunda alegría.
–Me gustaría consultaros lo antes posible.
–Os recibiré esta misma noche -prometió
Kani.
El palacio del sumo sacerdote, próximo a la entrada del
templo, era una maravilla de arquitectura y decoración. La belleza
de las pinturas, que glorificaban la presencia divina en la
naturaleza, encantaba la mirada. Kani recibió a Pazair en su
gabinete particular, que ya estaba lleno de papiros. Calurosos, se
dieron un abrazo.
–Me siento feliz por Egipto -declaró el
juez.
–¡Deseo que tengáis razón! Branir estaba destinado a la
función que ocupo. Sabio entre los sabios, ¿quién podrá igualarlo?
Honraré su memoria cada mañana y se presentarán ofrendas a su
estatua instalada en el templo.
–Ramsés no se ha equivocado.
–Me gusta este lugar, es cierto, como si siempre hubiera
vivido aquí. Estoy aquí gracias a vos.
–Mi ayuda fue mínima.
–Decisiva. Os noto preocupado.
–Mi investigación resulta muy ardua.
–¿Cómo puedo ayudaros?
–Deseo investigar en el templo de Coptos, con la esperanza de
encontrar el origen del hierro celeste entregado al químico Chechi,
cómplice del general Asher. Para inculpar al primero y probar la
complicidad del segundo, necesito seguir el hilo. Sin vuestra
autorización, es imposible.
–¿Son algunos sacerdotes cómplices de los
criminales?
–No puede excluirse.
–No eludiremos la dificultad. Dadme una
semana.
Pazair, con el cuerpo absolutamente afeitado, se alojó en una
casita cercana al lago sagrado de Karnak y participó en los ritos
como "sacerdote puro". Escribió a Neferet cada día explicándole el
esplendor y la paz del templo. Suti, que no aceptaba sacrificar sus
largos cabellos, se refugió en casa de una amiga a la que había
encontrado presenciando unas justas náuticas. La bella no se había
casado todavía, y soñaba con Menfis; él se consagró en cuerpo y
alma a distraerla.
En la fecha prevista, el sumo sacerdote recibió a ambos
amigos en su sala de audiencias. Kani ya había cambiado; si los
rasgos del antiguo jardinero, especialista en plantas medicinales,
seguían marcados por el sol y surcados por profundas arrugas, el
aspecto se había hecho majestuoso. Al elegirlo, Ramsés había
adivinado al pontífice bajo el hombre humilde. No necesitaría
adaptación alguna. En tan pocos días, Kani se había imbuido ya de
su función.
Pazair le presentó a Suti, quien se sentía muy incómodo en
aquel austero lugar.
–Efectivamente, es preciso investigar en Coptos -declaró el
sumo sacerdote-. Los especialistas en metales preciosos y minerales
raros dependen del superior del templo, que había sido minero y,
luego, policía del desierto. Si alguien puede aclararos el origen
de ese hierro celeste, él es la persona indicada. Coptos es el
punto de partida de todas las grandes expediciones a las minas y a
las canteras.
–¿Puede estar implicado?
–Según los informes que me han sometido, no. Vigila tanto
como es vigilado, y se ocupa de la entrega de materiales preciosos
al conjunto de los templos de Egipto. Ninguna falta en veinte años.
En especial, es responsable de la pista del oro. Sin embargo, he
preparado una orden por escrito que os permitirá acceder a los
archivos del templo. A mi modo de ver, el fraude se produce en otra
parte; ¿no sería necesario tratar con los mineros y los
prospectores?
Un viento violento agitaba los negros cabellos de Suti; de
pie en la proa del barco que bogaba hacia Menfis, no se
tranquilizaba, indignándose ante la tranquilidad de
Pazair.
–Coptos, el desierto, los tesoros de la arena… ¡Qué
locura!
–Con el documento que Kani me entregó puedo registrar de cabo
a rabo el templo de Coptos.
–¡Absurdo! Los ladrones de esas características no son tan
estúpidos como para dejar huellas de su fechoría.
–Tu opinión me parece sensata. Así pues…
–Así pues, tendremos que jugar a los héroes y partir a la
aventura, acompañados por individuos sin fe ni ley, que no vacilan
en despanzurrar a su prójimo por una pepita. Antaño, la experiencia
me habría tentado, pero estoy casado y…
–¡Te has vuelto un pequeño burgués!
–Me gustaría gozar un poco más de la fortuna de la señora
Tapeni, a cambio de mis buenos y leales servicios. Además, ¿no me
pediste que obtuviera más información?
–No eres un hombre hecho para vivir a expensas de una
dama.
–¡Envía a tu nubio!
–Lo identificarían en seguida. Yo voy a seguir esta
pista.
–¡Estás loco! No resistirás dos días.
–Sobreviví al penal.
–Los buscadores de minerales están acostumbrados a morirse de
sed, a soportar el más ardiente de los soles y a luchar contra
escorpiones, serpientes y bestias salvajes. ¡Olvida esta
tontería!
–La verdad es mi oficio, Suti.
Neferet fue llamada urgentemente a la cabecera de Nebamon.
Aunque tres médicos se ocuparan permanentemente de él, el enfermo
acababa de entrar en coma.
Viento del Norte aceptó servir de montura; a buen paso, el
asno tomó la dirección de la mansión del médico en
jefe.
En cuanto Neferet llegó, Nebamon recuperó el conocimiento.
Sufría del estómago, se quejaba de dolores en el brazo y el pecho.
"Crisis cardiaca", diagnosticó Neferet. Posó la mano en su pecho y
le magnetizó hasta que el dolor desapareció. Hizo cocer una raíz de
brionia en aceite y completó la poción con hojas de acacia, higos y
miel.
–Lo beberéis cuatro veces por día
-recomendó.
–¿Cuánto tiempo me queda por vivir?
–Vuestro caso es serio.
–No sabéis mentir, Neferet. ¿Cuánto tiempo?
–Sólo Dios es dueño de nuestro destino.
–¡Me importan un pimiento las hermosas frases! Tengo miedo de
morir, quiero saber cuántos días me quedan para hacer que vengan
mozas y beber vino.
–Vos elegís.
Nebamon, con la tez muy pálida, la agarró del
brazo.
–¡No dejo de mentir, Neferet! Os quiero a vos. Besadme, os lo
suplico. Una vez, sólo una vez…
Ella se soltó sin brusquedad.
El rostro de Nebamon se cubrió de sudor.
–El juicio del más allá será severo. Mi existencia fue
mediocre, pero he tenido la suerte de dirigir el más ilustre de los
cuerpos médicos. Sólo me falta una mujer, una verdadera mujer, que
me habría hecho menos malo. Antes de enfrentarme a Osiris, ayudaré
a Pazair, el que me venció. Decidle que Qadash compraba mi
testimonio con amuletos, piezas excepcionales de las que se encarga
su antiguo intendente. Para pagar semejante precio, el asunto debe
de ser enorme. Enorme…
Fueron las últimas palabras del médico en jefe Nebamon, que
murió devorando a Neferet con los ojos.
Pazair recordó el corrompido intendente del dentista Qadash;
de hecho, ya se había visto implicado en el tráfico de esos objetos
que tanto gustaban a su propio patrón. ¿No se cambiaba acaso un
hermoso amuleto de lapislázuli por un cesto lleno de pescado
fresco? Vivos y muertos deseaban la protección mágica contra las
fuerzas de las tinieblas. En forma de ojo completo, de pierna, de
mano, de escalera hacia el cielo, de instrumentos, de loto o de
papiro, representando algunas divinidades, los amuletos eran
receptáculos de energía positiva. Muchos egipcios, sin distinción
de edad o de clase social, los llevaban de buena gana al cuello, en
contacto directo con la piel.
La persona de Qadash adquiría relieve. Pazair lanzó pues su
administración tras las huellas de su ex intendente. Las
investigaciones fueron rápidas e instructivas. El hombre había
obtenido un empleo similar en una gran propiedad del Medio Egipto.
Una propiedad que pertenecía a un excelente amigo de Qadash, el
transportista Denes.
Durante la audiencia semanal que el visir concedía a sus más
próximos colaboradores, se debatían numerosos
temas.
Bagey apreciaba las intervenciones concisas y detestaba a los
charlatanes. Sus propias conclusiones eran breves y sin apelación.
Un escribano las registraba, y otro las transformaba en decisiones
administrativas, en las que el visir ponía su
sello.
–¿Propuestas, juez Pazair?
–Sólo una: que se sustituya al jefe de policía. Mentmosé es
indigno de sus funciones. Las faltas que ha cometido son demasiado
graves para ser perdonadas.
El secretario del visir se rebeló.
–Mentmosé ha prestado grandes servicios al país. Ha sabido
mantener el orden con una conciencia ejemplar.
–El visir conoce mis argumentos -precisó Pazair-. Mentmosé ha
mentido, ha falsificado expedientes y se ha burlado de la justicia.
Sólo el antiguo decano del porche ha sido castigado; ¿por qué su
cómplice debe quedar sin castigo?
–¡El jefe de policía no puede ser un ingenuo
corderito!
–Ya basta -intervino el visir-. Los hechos son conocidos y
probados, el expediente no tiene ambigüedad alguna. Leed,
escribano.
Las acusaciones eran abrumadoras. Pazair, sin miramientos,
había puesto de relieve las villanías de Mentmosé.
–¿Quién desea que Mentmosé conserve su puesto? – preguntó el
visir tras haber oído los cargos.
Ninguna voz se levantó en favor del policía.
–Mentmosé queda destituido -decidió el visir-. Si desea
apelar, comparecerá ante mí. Si se le reconoce culpable de nuevo,
irá a presidio. Procedamos inmediatamente a la designación de su
sucesor. ¿A quién proponéis?
–A Kem -declaró Pazair con voz pausada.
–¡Escandaloso! – protestó uno de los
escribanos.
Hubo otras oposiciones.
–Kem tiene una larga experiencia -insistió Pazair-. Ha
sufrido en su propia carne lo que considera una injusticia, pero
siempre se mantuvo al lado del orden. Ciertamente, no le gusta
demasiado la humanidad, pero lleva a cabo su oficio como un
sacerdocio.
–Un nubio de baja extracción, un…
–Un hombre de acción, sin ilusiones. Nadie conseguirá
corromperlo.
El visir interrumpió la discusión.
–Kem es nombrado jefe de policía de Menfis. Si alguien se
opone, que presente sus argumentos ante mi tribunal. Si los
considero inaceptables, será condenado por injuria. Se levanta la
sesión.
Ante el decano del porche, Mentmosé entregó a Kem el bastón
de marfil coronado por una mano, que simbolizaba el poder del jefe
de policía, y un amuleto en forma de media luna en la que estaban
grabados un ojo y un león, emblemas de la vigilancia. Pese a su
nombramiento, el nubio se había negado a cambiar el arco, las
flechas, la espada y el garrote por unas ropas de
notable.
Kem no le dio las gracias a Mentmosé, al borde de la
apoplejía. No se pronunció discurso alguno. El nubio, desconfiado,
probó en seguida el sello por miedo a que el antiguo jefe de
policía lo hubiera falsificado.
–¿Estáis satisfecho? – preguntó Mentmosé con voz
nasal.
–Soy testigo de la observancia del decreto promulgado por el
visir -repuso Pazair sereno- Como decano del porche, levanto acta
de la transferencia de las atribuciones.
–¡Vos convencisteis a Bagey para que me
destituyera!
–El visir ha cumplido con su deber. Vuestras faltas os
condenan.
–Habría tenido que…
Mentmosé no se atrevió a pronunciar la palabra que le
abrasaba los labios. La mirada del nubio se lo
impidió.
–Una amenaza de muerte es un delito -declaró
severo.
–No he dicho nada de eso.
–No intentéis nada más contra el juez Pazair. De lo
contrarío, intervendré.
–Vuestro personal os espera -precisó el juez-; haríais bien
abandonando Menfis en seguida.
Nombrado superintendente de pesca en el delta, Mentmosé
residiría ahora en una pequeña ciudad costera donde no se fomentaba
más conjura que el cálculo del precio del pescado, según su tamaño
y su peso.
Buscó una respuesta hiriente, pero la visión del nubio,
hierático, le cortó la inspiración.
Kem había metido su mano de justicia y su amuleto oficial en
un arcón de madera, bajo su colección de puñales asiáticos.
Delegando las tareas administrativas en escribas acostumbrados a
tan aburrido ejercicio, cerró la puerta del despacho de Mentmosé,
decidido a hacer en él muy cortas apariciones. La calle, los
campos, la naturaleza eran sus dominios predilectos y seguirían
siéndolo; no se detenía a los culpables leyendo hermosos papiros.
De modo que le alegraba viajar en compañía de
Pazair.
Desembarcaron en Hermópolis, la ciudad sagrada del dios Thot,
dueño de la lengua sagrada; cabalgando en asnos especializados en
el transporte de notables, atravesaron una espléndida y apacible
campiña. Era época de siembra. Tras el descenso de las aguas, la
tierra, enriquecida por el limo, se ofrecía a los arados y las
azadas que quebraban las pellas.
Los sembradores, con el cuello y la cabeza adornados de
flores, arrojaban semillas en el suelo, vaciando con amplio gesto
sus pequeñas bolsas de fibras de papiro. Después, corderos, bueyes
y cerdos pisotearían las semillas y las hundirían.
A veces, el labrador encontraba un pez prisionero en un
charco. Los carneros conducían sus rebaños hacia los buenos
terrenos; si era necesario, sus guardianes manejaban un azote de
cuero, cuyo chasquido devolvía a los indisciplinados al buen
camino. Una vez cubierta, la semilla, de acuerdo con un proceso
alquímico análogo a la muerte y resurrección de Osiris, convertiría
Egipto en una tierra fértil y rica.
La propiedad de Denes era inmensa. La servían tres aldeas. En
la mayor, Pazair y Kem bebieron leche de cabra y degustaron un
yogur salado y cremoso, conservado en jarras. Lo extendieron en
rebanadas de pan y le añadieron finas hierbas. Los campesinos
utilizaban el alumbre, procedente del oasis de Khargeh, para cuajar
la leche sin agriarla y preparar quesos muy
apreciados.
Saciados, ambos hombres caminaron hasta la enorme granja de
Denes, compuesta por varios edificios, silos para grano, bodega,
prensa, establos, caballerizas, corral, panadería, matadero y
talleres. Tras haberse lavado los pies y las manos, el juez y el
policía exigieron ver al intendente de la propiedad. Un palafrenero
fue a buscarlo a las caballerizas.
En cuanto el importante personaje vio a Pazair, puso pies en
polvorosa. Kem no se movió. Su babuino dio un salto y arrojó al
suelo al fugitivo. Cuando los colmillos se hundieron en la carne de
la espalda, el intendente dejó de debatirse.
Kem consideró que la postura era adecuada para un buen
interrogatorio.
–Celebro volver a veros -dijo Pazair-. Nuestra presencia
parece asustaros.
–¡Apartad ese mono!
–¿Quién os ha contratado?
–El transportista Denes.
–¿A petición de Qadash?
El intendente vaciló. Las mandíbulas del simio se
cerraron.
–¡Sí, sí!
–Así pues, no os reprochaba haberle robado. Tal vez haya una
explicación sencilla: Denes, Qadash y vos sois cómplices. Habéis
intentado huir porque ocultáis pruebas de cargo en esta granja. He
redactado una orden de registro, de ejecución inmediata. ¿Queréis
ayudarnos?
–Os equivocáis.
Kem habría utilizado, de buena gana, su mono, pero Pazair
prefirió una solución más metódica y menos
violenta.
El intendente fue levantado, atado y colocado bajo la
custodia de varios campesinos que detestaban su tiranía. Indicaron
al juez que el detenido prohibía el acceso a un almacén cerrado con
varios cerrojos de madera. Con un puñal, Kem los hizo saltar. En su
interior había muchos arcones, cuyas tapas, unas veces llanas,
otras abombadas, otras triangulares, estaban atadas con cordones
enrollados alrededor de dos botones, uno al lado, el otro en lo
alto de la tapa. El conjunto de muebles, de diversos tamaños, era
de gran valor. Kem cortó las cuerdas. En varios arcones de madera
de sicómoro había piezas de lino de primera calidad, ropas y
sábanas.
–¿El tesoro de la señora Nenofar?
–Le pediremos los albaranes de salida de los
talleres.
Ambos hombres la emprendieron con unos arcones de madera
tierna, forrados de ébano y adornados con paneles de marquetería.
Contenían centenares de amuletos de lapislázuli.
–Una auténtica fortuna -exclamó el nubio.
–La factura es tan hermosa que el origen de estas piezas debe
resultar fácil de establecer.
–Yo me encargaré.
–Denes y sus cómplices los venden a precio de oro en Libia,
Siria, el Líbano y en otros países que gustan de la magia egipcia.
Tal vez se los ofrezcan a los beduinos para hacerlos
invulnerables.
–¿Atentado contra la seguridad del Estado?
–Denes lo negará y acusará al intendente.
–Incluso siendo decano del porche, dudáis de la
justicia.
–No seáis tan pesimista, Kem; ¿no estamos aquí en misión
oficial?
Oculto bajo tres arcones de tapa plana encontraron un objeto
insólito que los dejó estupefactos.
Un cofre de acacia maciza y dorada, de unos treinta
centímetros de alto, veinte de ancho y quince de
profundidad.
En la tapa de ébano había dos botones de marfil perfectamente
torneados.
–Es una obra maestra digna del faraón -murmuró
Kem.
–Diríase… una pieza de equipo funerario.
–En ese caso, no tenemos derecho a tocarlo.
–Debo hacer inventario de su contenido.
–¿No cometeréis sacrilegio?
–No hay inscripción alguna.
Kem dejó que el juez quitara personalmente el cordón que unía
los botones de marfil con los que estaban a los lados. Pazair
levantó la tapa lentamente. El brillo del oro lo deslumbró. ¡Un
enorme escarabajo de oro macizo! A uno y otro lado, un cincel de
escultor en miniatura, de hierro celeste, y un ojo de
lapislázuli.
–El ojo del resucitado, el cincel utilizado para abrirle la
boca en el otro mundo y el escarabajo, colocado en el lugar de su
corazón para que sus metamorfosis sean eternas.
En el vientre del escarabajo descubrieron una inscripción
jeroglífica, pero había sido tan martilleada que resultaba
imposible de descifrar.
–Es un rey -afirmó Kem turbado-. Un rey cuya tumba ha sido
desvalijada.
En la época de Ramsés el Grande, aquella fechoría parecía
imposible. Varios siglos antes, los beduinos habían invadido el
delta y pillado algunas necrópolis. Desde la liberación, los
faraones eran enterrados en el valle de los Reyes, custodiado día y
noche.
–Sólo un extranjero puede haber concebido un proyecto tan
monstruoso -continuó el nubio con voz temblorosa.
Turbado, Pazair cerró el cofre.
–Llevemos este tesoro a Kani. En Karnak estará
seguro.
–Es imposible identificar al propietario de estas
maravillas.
–¿Un rey?
–El tamaño del escarabajo es sorprendente, pero el indicio no
basta.
–Kem, el nuevo jefe de policía, piensa en la violación de una
sepultura.
–Inverosímil. Habría sido denunciada, nadie habría podido
ahogar el escándalo. ¿Cómo iba a pasar desapercibido el crimen más
grave que pueda cometerse? ¡Hace cinco siglos que no se ha vuelto a
llevar a cabo! Ramsés lo ha condenado, y el nombre de los culpables
habría sido destruido ante la población entera.
Kani tenía razón. Los temores del nubio no estaban
justificados.
–Es probable -consideró Kani- que esas admirables piezas
hayan sido robadas en algunos talleres. O Denes pensaba venderlos o
los destinaba a su propia tumba.
Conociendo la vanidad del personaje, Pazair se inclinó por la
segunda posibilidad.
–¿Habéis investigado en Coptos?
–No he tenido tiempo -respondió el juez-, y vacilo sobre el
método a seguir.
–Sed prudente.
–¿Algún elemento nuevo?
–Los orfebres de Karnak no lo dudan: el oro del escarabajo
procede de la mina de Coptos.
Coptos, situada a poca distancia al norte de Tebas, era una
ciudad extraña. Por las calles circulaban muchos mineros, carros y
exploradores del desierto, unos a punto de partir, otros al regreso
de una temporada en el infierno de las soledades ardientes y
rocosas. Todos se prometían que en la próxima tentativa
descubrirían el mayor filón. Los caravaneros vendían sus
mercancías, traídas desde Nubia, algunos cazadores llevaban sus
presas al templo y a los nobles, los nómadas intentaban integrarse
en la sociedad egipcia.
Todos esperaban el próximo decreto real, que alentaría a los
voluntarios a tomar una de las numerosas pistas que se dirigían a
las canteras de jaspe, granito o porfiro, hacia el puerto de
Kossir, en el mar Rojo, o tal vez hacia los yacimientos de turquesa
del Sinaí. Soñaban con el oro, con minas secretas o inexploradas,
con aquella carne de los dioses que el templo reservaba a las
divinidades y a los faraones. Mil veces se habían tramado intrigas
para apoderarse de él, y en todas las ocasiones habían fracasado
gracias a la omnipresencia de un cuerpo de policía especializado,
"los de la vista penetrante". Acompañados por temibles e
infatigables perros, rudos, sin piedad alguna, conocían la menor
pista, el más pequeño ued, se orientaban sin trabajo en un mundo
hostil, donde un profano no sobreviviría por largo tiempo.
Cazadores de hombres y animales, mataban íbices, cabras montesas y
gacelas, y capturaban a los fugitivos que escapaban de la prisión.
Sus presas favoritas eran los beduinos que intentaban atacar las
caravanas y desvalijar a los viajeros; numerosos, bien entrenados,
"los de la vista penetrante" no les daban la ocasión de tener éxito
en sus cobardes empresas. Si por desgracia un grupo de beduinos más
astutos conseguía sus fines, los policías del desierto se pasaban
la consigna: alcanzarlos y exterminarlos. Desde hacía muchos años,
ningún ladrón había podido presumir de sus hazañas. La vigilancia
de los mineros era estrecha; los ladrones no tenían posibilidad
alguna de robar una cantidad importante de metal
precioso.
Mientras se dirigía hacia el soberbio templo de Coptos, donde
se conservaban antiquísimos planos que revelaban el emplazamiento
de las riquezas minerales de Egipto, Pazair se cruzó con un grupo
de policías que empujaban a un grupo de prisioneros maltratados por
los perros.
El decano del porche se sentía impaciente e incómodo.
Impaciente por progresar y saber si Coptos le proporcionaría
revelaciones inesperadas; incómodo porque temía que el superior del
templo estuviera conchabado con los conjurados.
Antes de emprender cualquier acción, tenía que confirmar o
despejar esta duda.
La vigorosa recomendación del sumo sacerdote de Karnak fue
muy eficaz. Tras leer el documento, todas las puertas fueron
abriéndose, y el superior lo recibió de inmediato.
Era un hombre de edad, corpulento y seguro de sí mismo; la
dignidad del sacerdote no había borrado un pasado de hombre de
acción.
–¡Cuántos honores y atenciones! – ironizó con un tono de voz
tan grave que hacía temblar a sus subordinados-. Un decano del
porche autorizado a registrar mi modesto templo, es una muestra de
estima que no esperaba. ¿Está dispuesta a invadir el lugar vuestra
cohorte de policías?
–He venido solo.
El superior de Coptos frunció su enmarañado
entrecejo.
–No entiendo vuestra gestión.
–Deseo vuestra ayuda.
–Aquí, como en cualquier parte, se habló mucho del proceso
que intentasteis contra el general Asher.
–¿En qué términos?
–El general tiene más partidarios que
adversarios.
–¿Y en qué bando estáis vos?
–¡Es un forajido!
Pazair disimuló su alivio. Si el superior no mentía, el
horizonte se aclaraba.
–¿Qué le reprocháis?
–Soy un antiguo minero y pertenecía a la policía del
desierto. Desde hace un año, Asher intenta apoderarse de "los de la
vista penetrante". ¡Mientras yo esté vivo, no lo
logrará!
La cólera del superior no era fingida.
–Sólo vos podéis informarme sobre el extraño recorrido de una
gran cantidad de hierro celeste encontrado en Menfis, en el
laboratorio de un químico llamado Chechi. Naturalmente, ignoraba la
presencia del precioso metal y afirma haber sido víctima de una
jugarreta. Sin embargo, intenta fabricar armas irrompibles, por
cuenta del general Asher sin duda. Por lo tanto, Chechi necesita
este hierro excepcional.
–El que os lo ha contado se burló de vos.
–¿Por qué?
–¡Porque el hierro celeste no es irrompible! Procede de los
meteoritos.
–No es irrompible…
–Corrió la fábula, pero es sólo una fábula.
–¿Se conoce el emplazamiento de estos
meteoritos?
–Pueden caer en cualquier parte, pero dispongo de un mapa.
Sólo una expedición oficial, bajo el control de la policía del
desierto, está habilitada para tomar el hierro celeste y
transportarlo a Coptos.
–Se apoderaron de un bloque entero.
–No es sorprendente. Una pandilla de bandoleros dio con un
meteorito cuyo emplazamiento no está registrado.
–¿Está utilizándolo Asher?
–¿Para qué? Sabe que el hierro celeste está reservado a usos
rituales. Haciendo que se fabriquen armas con este metal, se
expondría a graves problemas. En cambio, venderlo al extranjero,
sobre todo a los hititas, que lo aprecian mucho, le proporcionaría
nuevos subsidios.
Vender, especular, negociar… Esas no eran las especialidades
de Asher, sino las del transportista Denes, tan ávido de bienes
materiales. De paso, Chechi cobraría su comisión. Pazair se había
equivocado. El químico sólo desempeñaba el papel de almacenero al
servicio de Denes. Sin embargo, el general Asher deseaba hacerse
con la policía del desierto.
–¿Se ha cometido algún robo en vuestras reservas de metales
preciosos?
–Me vigila un ejército de policías, sacerdotes y escribas, y
yo los vigilo a ellos, nos observamos unos a otros. ¿Habéis
sospechado de mí?
–Sí, lo confieso.
–Aprecio vuestra franqueza. Quedaos aquí unos días y
comprenderéis por qué es imposible cualquier
rapiña.
Pazair decidió conceder su confianza al
superior.
–Entre las riquezas acumuladas por un traficante de amuletos,
descubrí un escarabajo de oro de grandes proporciones. El oro
procedía de la isla de Coptos.
El antiguo minero se desconcertó.
–¿Quién lo dice?
–Los orfebres de Karnak.
–Entonces es cierto.
–Supongo que semejante pieza constará en vuestros
archivos.
–¿Cómo se llama el propietario?
–Martillearon la inscripción.
–Enojoso. Desde hace mucho tiempo, cada una de las parcelas
de oro procedente de las minas ha sido catalogada, encontraréis su
rastro en los archivos. Se indica su destino, el nombre del templo,
del faraón, del orfebre. Sin nombres, no conseguiréis
nada.
–¿Hay trabajo artesano en la propia mina?
–A veces. Algunos orfebres moldearon ciertos objetos en los
lugares de extracción. El templo os pertenece; registradlo de
arriba abajo.
–No será necesario.
–Os deseo buena suerte. Liberad a Egipto del tal general
Asher, trae mala suerte.
Pazair había adquirido la convicción de que el superior de
Coptos era inocente. Sin duda tendría que renunciar a saber la
procedencia del hierro celeste, objeto de un nuevo negocio
subterráneo de Denes, cuyas capacidades en la materia parecían
inagotables. Pero parecía que algunos mineros, orfebres o policías
del desierto robaban piedras o metales preciosos, por cuenta de
Denes, o por la de Asher o, tal vez, por la de ambos. ¿No estarían
amasando, aliados, una inmensa fortuna para pasar a una ofensiva
cuya naturaleza real el juez no conseguía determinar
todavía?
Si demostraba que el general asesino encabezaba una pandilla
de ladrones de oro, Asher no escaparía a la más severa condena.
¿Cómo conseguirlo sino mezclándose con los buscadores? Hallar un
hombre lo bastante temerario seria difícil, imposible incluso. La
empresa se anunciaba muy peligrosa. Sólo se la había propuesto a
Suti para provocarlo. La única solución consistía en comprometerse
él mismo, tras haber convencido a Neferet de lo razonable de su
gestión.
Los ladridos de Bravo le alegraron el corazón. Su perro se
lanzó a una loca carrera y se detuvo, jadeante, a los pies de su
amo, al que llenó de caricias. Conociendo el carácter sombrío de su
asno, Pazair fue a demostrarle en seguida su afecto. La feliz
mirada de Viento del Norte lo recompensó.
Cuando estrechó a Neferet en sus brazos, el juez la notó
preocupada y cansada.
–Es grave -dijo-. Suti se ha refugiado en nuestra casa. Está
encerrado en una habitación desde hace una semana y se niega a
salir.
–¿Qué ha hecho?
–Sólo quiere hablar contigo. Esta noche ha bebido
mucho.
–¡Por fin! – exclamó Suti sobreexcitado.
–Kem y yo hemos descubierto indicios esenciales -dijo
Pazair.
–Si Neferet no me hubiera ocultado, me habrían deportado a
Asia.
–¿De qué delito te han declarado culpable?
–El general Asher me acusa de deserción, injurias a oficial
superior, abandono de puesto, pérdida de armas homologadas,
cobardía ante el enemigo y denuncia calumniosa.
–Ganarás tu proceso.
–De ningún modo.
–¿Qué temes?
–Al abandonar el ejército, dejé de rellenar ciertos
documentos que me liberaban de cualquier obligación. El plazo legal
ha prescrito. Asher, con razón, confiaba en mi negligencia.
Efectivamente soy un desertor y puedo ser condenado a presidio
militar.
–Es enojoso.
–Un año de campo de trabajo en Asia, eso es lo que me espera.
¡Imaginas cómo me tratarán los escribas del general! No saldré
vivo.
–Me interpondré.
¡ Soy culpable, Pazair! ¿Cómo es posible que tú, el decano
del porche, vayas contra la ley?
–La misma sangre corre por nuestras venas.
–¡Y caerás conmigo! Me han tendido una buena trampa. Sólo me
queda una solución: aceptar tu oferta y partir como buscador,
desvanecerme en el desierto. Escaparé de la señora Tapeni, de
Pantera, de ese general asesino, y haré fortuna. ¡La pista del oro!
¿Puede haber sueño más bello?
–Como tú mismo decías, no lo hay más
peligroso.
–No estoy hecho para una existencia sedentaria. Echaré en
falta a las mujeres, pero cuento con mi suerte.
–No tenemos ganas de perderte -objetó
Neferet.
Conmovido, la contempló.
–Volveré. ¡Volveré rico, poderoso y honrado! Todos los Asher
del mundo temblarán ante mí y se arrastrarán a mis pies, pero no
tendré piedad y los aplastaré con el talón. Volveré para besaros en
ambas mejillas y degustar el banquete que me habréis
preparado.
–A mi modo de ver -consideró Pazair-, mejor será que
festejemos inmediatamente y que abandones tus proyectos de
borracho.
–Nunca estuve más lúcido. Si me quedo, seré condenado y te
arrastraré en mi caída. Tozudo como eres, te obstinarías por
defenderme y luchar por una causa perdida de antemano. Así, todos
nuestros esfuerzos habrán sido vanos.
–¿Es necesario correr tales riesgos? – preguntó
Neferet.
–¿Cómo salir de este mal paso sin una acción resonante? El
ejército me está ya prohibido, sólo me queda el oficio maldito:
¡buscador de oro! No, no me he vuelto loco. Esta vez haré fortuna.
Lo presiento, en mi cabeza, en mis dedos, en mi
vientre.
–¿Es una decisión irrevocable?
–Estoy dándole vueltas desde hace una semana, he tenido
tiempo de pensar. Ni siquiera tú la modificarías.
Pazair y Neferet se miraron; Suti no
bromeaba.
–En ese caso, tengo que darte una
información.
–¿Sobre Asher?
–Kem y yo hemos descubierto un tráfico de amuletos en el que
están comprometidos Denes y Qadash. Es posible que el general esté
implicado en los robos de oro. Dicho de otro modo, los
conspiradores amasan riquezas.
–¡Asher ladrón de oro! ¡Es fabuloso! Condena a muerte, ¿no es
cierto?
–Si se establece la prueba, sí.
–¡Eres mi hermano, Pazair!
Suti cayó en brazos del juez.
–Yo te traeré esa prueba. No sólo me haré rico, sino que
derribaré, también, al monstruo de su pedestal.
–No corras tanto, es sólo una hipótesis.
–¡No, es la verdad!
–Si persistes, haré que tu misión sea
oficial.
–¿De qué modo?
–Con la autorización de Kem, estás enrolado desde hace quince
días en la policía del desierto. Te pagarán un
sueldo.
–Quince días… ¡Antes de las acusaciones del
general!
–A Kem, el papeleo le importa un pito. Estarás en regla, eso
es lo esencial.
–¡Bebamos! – exigió Suti.
Neferet se inclinó.
–Introdúcete entre los mineros -recomendó Pazair- y no
menciones a nadie tu calidad de policía. Revélala sólo para
salvarte de un peligro inminente.
–¿Sospechas de alguien en especial?
–A Asher le gustaría que la policía del desierto estuviera
bajo su mando. En consecuencia, ha debido de introducir en ella
chivatos o comprar algunas conciencias, y lo mismo entre los
mineros. Intentaremos comunicarnos por el servicio de correo o por
cualquier otro medio que no te ponga en peligro. Tenemos que estar
informados del progreso de nuestras respectivas investigaciones. Mi
código de identificación será… Viento del Norte.
–Si reconoces ser un asno, el camino de la sabiduría sigue
accesible.
–Exijo una promesa.
–La tienes.
–No abuses de tu famosa suerte. Si el peligro se hace
acuciante, vuelve.
–Ya me conoces.
–Precisamente por eso.
–Yo actuaré en secreto; el que está expuesto eres
tú.
–¿Quieres demostrar que corro más peligro que
tú?
–Si los jueces se vuelven inteligentes, este país tiene
todavía porvenir.
Denes mantenía el orden en su propiedad.
La cólera le había despertado el apetito. Se hizo servir
cerdo asado, leche y queso fresco. La inesperada visita de Pazair
lo dejó sin hambre. Con aire alegre, lo invitó, sin embargo, a
compartir su tentempié. El decano del porche se sentó en el murete
de piedra seca que cerraba la pérgola y observó al transportista
con aguda mirada.
–¿Por qué contratasteis al antiguo intendente de Qadash,
reconocido culpable de falta de delicadeza?
–Mi oficina de contratación cometió un error. Qadash y yo
estábamos convencidos de que aquel despreciable individuo había
abandonado la provincia.
–La abandonó, ciertamente, pero para ponerse a la cabeza de
vuestra mayor explotación agrícola, cerca de
Hermópolis.
–Utilizaría un nombre falso. No os quepa duda de que mañana
será despedido.
–No será necesario. Está en la cárcel.
El transportista se mesó su delgada barba, de la que
sobresalían algunos pelos.
–¿En la cárcel? ¿Qué delito ha cometido?
–¿Ignoráis su papel de encubridor?
–¡Encubridor, qué horrible palabra!
Denes parecía indignado.
–Tráfico de amuletos depositados en arcones -precisó
Pazair.
–¿En mi casa, en mi granja? ¡Increíble, insensato! Os pido la
mayor discreción, querido decano; mi reputación no debe sufrir por
los crímenes de ese miserable.
–Sois pues una de sus victimas.
–Me engañó del modo más vil, porque sabia que nunca voy a esa
explotación. Mis negocios me retienen en Menfis, y la provincia no
me gusta demasiado. Me atrevo a esperar un severo
castigo.
–¿No tenéis información alguna sobre los manejos de vuestro
intendente?
–¡Ninguna! Yo tengo muy buena fe.
–¿Sabíais que en esta misma granja se ocultaba un
tesoro?
El transportista pareció atónito.
–¡Un tesoro, ahora! ¿De qué naturaleza?
–Secreto del sumario. ¿Sabéis dónde se halla nuestro amigo
Qadash?
–Aquí, a causa de su estado de fatiga, le he ofrecido
hospitalidad.
–¿Puedo verlo, si su salud mejora?
Denes mandó a buscar al dentista, bastante enfadado.
Gesticulando, sin poder estarse quieto, Qadash se lanzó a una serie
de enmarañadas explicaciones con las que se defendía por haber
contratado a un intendente, afirmando haberlo expulsado de su
propiedad.
Respondió a las preguntas de Pazair con frases ampulosas, sin
pies ni cabeza. O el dentista de cabellos canos estaba perdiendo la
razón o hacía comedia.
El juez lo interrumpió.
–Creo comprender que ni el uno ni el otro sabían nada. El
tráfico de amuletos se llevaba a cabo a vuestras
espaldas.
Denes felicitó al juez por sus conclusiones. Qadash
desapareció sin saludarlo.
–Perdonadlo; la edad, un pasajero cansancio.
–La investigación prosigue -añadió Pazair-. El intendente
sólo es un peón. Sabré quién concibió el juego y fijó sus reglas.
No os quepa duda de que os tendré al corriente.
–Os lo agradecería.
–Deseo hablar con vuestra esposa.
–Ignoro a qué hora regresará de palacio.
–Volveré al anochecer.
–¿Es necesario?
–Indispensable.
La señora Nenofar se entregaba a su placer favorito, la
confección de vestidos. El juez fue conducido a su taller.
Cuidadosamente maquillada, cosía la manga de un vestido largo y
manifestó su irritación.
–Estoy cansada. Verme importunada en mi propia morada me
resulta desagradable.
–Lo siento mucho. Vuestro trabajo es
notable.
–¿Os impresionan, acaso, mis dones para la
costura?
–Me fascinan.
Nenofar pareció desconcertada.
–¿Qué significa?…
–¿De dónde proceden las piezas de tejido que
utilizáis?
–Es cosa mía.
–Desengañaos.
La esposa del transportista abandonó su labor y se levantó,
ultrajada.
–Os conmino a explicaros.
–En vuestra granja del Medio Egipto, entre objetos
sospechosos, se hallaban unas piezas de lino, vestidos y sábanas.
Supongo que os pertenecen.
–¿Disponéis de una prueba?
–Formal, no.
–En ese caso, ahorradme vuestras suposiciones y
largaos.
–Me veo obligado, pero insisto en un punto: no me
engañaréis.
Pantera había concluido.
Cabellos de un enfermo muerto la víspera, algunos granos de
cebada robados de la tumba de un niño antes de que fuera cerrada,
semillas de manzana, sangre de un perro negro, vino agriado, orines
de asno y serrín de madera: el filtro sería eficaz. Durante quince
días, la rubia libia se había deslomado para reunir los
ingredientes. Por las buenas o por las malas, su rival bebería
aquella mixtura. Consumida de amor, pero frígida para siempre,
decepcionaría a Suti. La abandonaría sin tardanza.
Pantera oyó un ruido. Alguien acababa de entrar en la pequeña
casa blanca, pasando por el jardincillo.
Apagó la lámpara que iluminaba la cocina y tomó un cuchillo.
¡Se había atrevido! ¡La muy arpía la desafiaba bajo su propio
techo, sin duda con la intención de librarse de
ella!
El intruso penetró en la alcoba, abrió una bolsa de viaje y
metió en ella unas ropas. Pantera levantó su arma.
–¡Suti!
El joven se volvió. Creyéndose amenazado, se echó hacia un
lado. La libia soltó el cuchillo.
¿Te has vuelto loca?
Se irguió, inmovilizó sus muñecas y puso el pie sobre
la
–¿Para qué quieres el cuchillo?
–¡Para terminar con ella!
–¿De quién estás hablando?
–De la mujer con la que te has casado.
–Olvídala y olvídame.
Pantera se sobresaltó.
–Suti…
–Ya ves, me marcho.
–¿Dónde?
–Misión secreta.
–¡Mientes, te reúnes con ella!
Él soltó una carcajada, la liberó, metió un último paño en su
bolsa y se la echó al hombro.
–Quédate tranquila, no me seguirá.
Pantera se agarró a su amante.
–Me das miedo. ¡Explícate, te lo suplico!
–Me consideran desertor y debo abandonar Menfis en seguida.
Si el general Asher me pone las manos encima, moriré
deportado.
–¿No te protege tu amigo Pazair?
–He sido negligente y soy culpable. Si realizo la tarea que
me ha confiado, vencerá a Asher y regresaré.
La besó con pasión.
–Sí has mentido -prometió ella-, te mataré.
Kem investigó en las fábricas de amuletos más prestigiosas
con la ayuda de los subordinados directos de Kani. Estas
investigaciones fueron estériles. El jefe de policía abandonó Tebas
y tomó el barco hacia Menfis, donde prosiguió el mismo tipo de
investigaciones, que resultaron igualmente
decepcionantes.
El nubio reflexionó. En vista de que los soberbios amuletos,
objeto de tráfico ilícito, no procedían de un taller abierto al
público, decidió interrogar a numerosos informadores, sensibles a
la presencia del babuino. Uno de ellos, un enano de origen sirio,
aceptó hablar a condición de recibir tres sacos de cebada y un asno
de menos de tres años. Redactar una demanda escrita y seguir el
procedimiento reglamentario hubiera supuesto demasiado tiempo. El
nubio sacrificó su sueldo y amenazó al enano con romperle las
costillas si intentaba engañarlo. Éste habló de la existencia de
una oficina clandestina abierta desde hacia dos años, en el barrio
norte, junto a unos astilleros.
Transformado en aguador, Kem observó las idas y venidas
durante varios días. Tras el cierre del astillero, extraños obreros
penetraban en una calleja sin aparente salida, y salían de ella
antes del amanecer con unos cestos cerrados que entregaban a un
barquero.
La cuarta noche, el nubio penetró en el estrecho pasaje. Al
fondo había una especie de murete, compuesto por un panel de juncos
cubiertos de barro seco, que Kem derribó de un
empujón.
Cuatro hombres estupefactos asistieron a la irrupción del
coloso negro seguido por su babuino. Kem se encargó del más
delgado, el mono mordió la pantorrilla del segundo, el tercero
huyó. Por lo que al último se refiere, el de más edad, no se
atrevía ni a respirar. En su mano izquierda sostenía un magnífico
nudo de Isis en lapislázuli. Cuando Kem se acercó a él, lo dejó
caer al suelo.
–¿Acaso eres tú el patrón?
El hombre inclinó la cabeza. Era pequeño y barrigudo, y
estaba muerto de miedo. Kem recogió el nudo de
Isis.
–Soberbio trabajo. Diríase que no eres un aprendiz; ¿Dónde
aprendiste el oficio?
–En el templo de Ptah -masculló.
–¿Por qué lo abandonaste?
–Me expulsaron.
–¿Motivo?
El artesano inclinó la cabeza.
–Robo.
El taller, de techo bajo, carecía de ventilación. A lo largo
de las paredes de barro seco se amontonaban cofres que contenían
bloques de lapislázuli procedentes de las lejanas regiones
montañosas. En una mesilla baja se situaban los objetos acabados; y
en un cesto se depositaban las piezas defectuosas y los
desechos.
–¿Quién te contrató?
–No… ya no me acuerdo.
–¡Vamos, amiguito! Mentir es estúpido. Además, a mi mono le
horroriza. Y merece su nombre de Matón, debes saberlo. Quiero que
me digas cómo se llama el que dirige este tráfico.
–¿Me protegeréis?
–En el penal de los ladrones estarás seguro.
Al hombrecillo le satisfacía abandonar Menfis, aunque fuera
para ir al infierno. Olvidó responder.
–Te escucho -insistió Kem.
–El penal… ¿no hay manera de escapar de él?
–Depende de ti. Y, sobre todo, del nombre que me
des.
–No ha dejado rastro alguno a sus espaldas, negará y mi
testimonio será insuficiente.
–No te preocupes de las consecuencias
judiciales.
–Mejor seria que me liberara.
Creyendo en la pasividad del nubio, el artesano dio un paso
hacia la calleja. Una enorme mano le rodeó la
garganta.
–¡Rápido, ese nombre!
–Chechi. El químico Chechi.
Pazair y Kem caminaban a lo largo del canal, por el que
circulaban los barcos de carga. Los marinos se apostrofaban y
cantaban, zarpando los unos, de regreso los otros. Egipto era
próspero, apacible y feliz. Sin embargo, el decano del porche
sufría insomnios y presentía una tragedia, pero no podía
identificar las causas del mal. Cada noche hablaba con Neferet y le
comunicaba su inquietud. A pesar de su natural optimismo, la joven
admitía que la angustia de su marido tenía
fundamento.
–Tenéis razón -le dijo al jefe de policía-; el proceso de
Chechi llegará a un no ha lugar. Protestará de su inocencia, y la
palabra de un ladrón, expulsado de un templo, no tendrá peso
alguno.
–Y, sin embargo, no mintió.
–No lo dudo.
–¿De qué sirve la justicia? – gruñó el
nubio.
–Dadme tiempo. Conocemos los vínculos de amistad que unen a
Denes y Qadash, y a Qadash y Chechi. Esos tres son cómplices.
Además, Chechi es probablemente el fiel servidor del general Asher.
He aquí a cuatro conjurados, responsables de varios crímenes. Suti
debe traernos pruebas de la culpabilidad de Asher; estoy convencido
de que robó el hierro celeste y de que organiza el tráfico de
metales preciosos, como el lapislázuli y, tal vez, incluso el oro.
Su posición de especialista en asuntos asiáticos le da mucha
libertad en este terreno.
Denes es un ambicioso, ávido de fortuna y de poder; manipula
a Qadash y a Chechi, que aporta a la conjura sus competencias
técnicas, y no olvido a la señora Nenofar que, con su habilidad en
el manejo de la aguja, atravesó la nuca de mi
maestro.
–Cuatro hombres y una mujer… ¿Cómo pueden, por si solos,
desestabilizar a Ramsés?
–Esta pregunta me obsesiona, pero soy incapaz de responder a
ella. ¿Por qué, si se trata de los mismos, pillaron una tumba real?
Quedan tantas incertidumbres, Kem; nuestro trabajo está muy lejos
de haber terminado.
–A pesar de mi título, seguiré investigando solo. Sólo confío
en vos.
–Os liberaré de tareas administrativas.
–Si me atreviera…
–Hablad.
–Sed tan prudente como yo.
–Sólo Suti y Neferet reciben mis
confidencias.
–Él es vuestro hermano de sangre, ella es vuestra esposa para
la eternidad. Si el uno o el otro os traicionaran, quedarán
condenados aquí y en el más allá.
–¿Por qué tanta desconfianza?
–Porque olvidáis haceros una pregunta esencial: ¿son cinco o
más los conjurados?
En plena noche, con la cabeza cubierta por un chal, se
aventuró por el almacén donde, en nombre de sus amigos, había dado
cita al devorador de sombras. La suerte la había señalado para
encontrarse con él y transmitirle sus consignas.
Por lo general, no procedían así; pero la urgencia de la
situación exigía un contacto directo y la certeza de que las
órdenes serian perfectamente comprendidas. Exageradamente
maquillada, irreconocible, vestida como una vulgar campesina y
calzada con unas sandalias de papiro, no corría riesgo alguno de
que la identificaran.
A consecuencia de los descubrimientos del juez Pazair, el
transportista Denes había reunido urgentemente a sus aliados. Si la
confiscación del bloque de hierro celeste representaba sólo una
pérdida financiera, el descubrimiento de objetos funerarios
pertenecientes a Keops resultaba más molesto.
Ciertamente, Pazair no podía identificar al rey, cuyo nombre
había sido cuidadosamente borrado, ni comprender el chantaje del
que Ramsés el Grande, obligado al silencio, era objeto. Ni una sola
palabra podía salir de la boca del hombre más poderoso del mundo,
encerrado en la soledad, incapaz de confesar que ya no poseía los
símbolos del gobierno, sin los cuales su legitimidad quedaba
aniquilada.
Denes había optado por el inmovilismo; las actuaciones del
decano del porche no lo asustaban, pero la mayoría de los
conjurados votó contra él. Aunque Pazair no tuviera posibilidad
alguna de llegar a la verdad, cada vez era más molesto para sus
respectivas actividades. El químico Chechi había sido el más
virulento; ¿acaso no acababa de perder las sustanciales ganancias
de su tráfico de amuletos clandestinos?
Obstinado, paciente, riguroso, el juez acabaría por organizar
un proceso; uno o varios notables se verían acusados, tal vez
condenados e, incluso, encarcelados. Por una parte, la conjura
quedaría gravemente debilitada; por la otra, las victimas del
rencor del magistrado perderían una honorabilidad que les haría
mucha falta tras la abdicación de Ramses.
La mujer había dado un respingo cuando le anunciaron su
designación, luego se había alegrado. Un delicioso estremecimiento
la había recorrido, idéntico al que había sentido al desnudarse
ante el guardián en jefe de la esfinge de Gizeh.
Atrayéndolo hacia sí, le había hecho perder su vigilancia y
le había abierto las puertas de la muerte. Sus encantos les habían
supuesto la victoria.
No sabía nada del devorador de sombras, salvo que cometía
crímenes por encargo, más por el placer de matar que a cambio de
fuertes retribuciones. Cuando lo vio, sentado en una caja y pelando
una cebolla, quedó fascinada y aterrorizada.
–Llegáis con retraso. La luna ha superado ya la extremidad
del puerto.
–Hay que actuar de nuevo.
–¿Quién?
–Vuestra tarea será muy delicada.
–¿Una mujer, un niño?
–Un juez.
–En Egipto no se asesina a los jueces.
–No lo mataréis, lo dejaréis impotente.
–Difícil.
–¿Qué deseáis?
–Oro. Una buena cantidad.
–Lo tendréis.
–¿Cuándo?
–Actuad sólo sobre seguro, que todos queden convencidos de
que Pazair ha sido víctima de un accidente.
–¡El decano del porche en persona! Aumentad la cantidad de
oro.
–No toleraremos un fracaso.
–Yo tampoco. Pazair está protegido, me es imposible fijar un
plazo…
–Lo admitimos. Que sea lo antes posible.
El devorador de sombras se levantó.
–Un detalle aún…
–¿Cuál?
Rápido como una serpiente, le bloqueó el brazo casi hasta
romperlo y la obligó a volverse de espaldas.
–Deseo un anticipo.
–No os atreveréis…
–Un anticipo en especies.
Le levantó el vestido. Ella no gritó.
–¡Estáis loco!
–Y tú eres muy imprudente. Tu rostro no me interesa, no
quiero saber quién eres. Si cooperas, será mejor para
ambos.
Cuando sintió su sexo entre los muslos, dejó de resistirse.
Hacer el amor con un asesino la excitaba más que sus habituales
justas. Mantendría en secreto aquel episodio. El asalto fue rápido
y muy violento.
–Vuestro juez no os molestará más -prometió el devorador de
sombras.
¿No parecía todo Egipto un jardín en el que la bienhechora
sombra del faraón permitía que se desarrollasen los árboles, tanto
en el gozo de la mañana como en la paz vespertina?
No era raro que el propio Ramsés velara personalmente por la
plantación de olivos o perseas. Le gustaba pasear por jardines
cubiertos de flores y contemplar los vergeles. Los templos gozaban
de la protección de altas frondas en las que nidificaban los
pájaros mensajeros de lo sagrado. El ser intranquilo, decían los
sabios, es un árbol que se marchita en la sequedad de su corazón;
la tranquilidad, por el contrario, da frutos y derrama a su
alrededor un dulce frescor.
Neferet plantó un sicómoro en el centro de un pequeño foso;
una jarra porosa, que conservaría la humedad, protegía la joven
planta. Bajo el empuje de las raíces, el frágil recipiente se
rompería; y los fragmentos de alfarería, mezclados con la tierra,
reforzarían el humus. Neferet cuidó de consolidar los bordes de
barro seco, designados a retener el agua después del
riego.
Los ladridos de Bravo anunciaron la próxima llegada de
Pazair; un cuarto de hora antes de que cruzara el umbral, y fuera
cual fuera el momento del día, el perro presentía la llegada de su
dueño. Cuando se ausentaba por largo tiempo, Bravo perdía el
apetito y no respondía a las provocaciones de Traviesa. Olvidando
la dignidad de su función, el decano del porche corrió junto a su
perro, que saltó sobre su paño dejando la huella de dos patas
lodosas. El juez se desnudó y se tendió en una estera junto a su
esposa.
–Qué suave es hoy el sol.
–Pareces agotado.
–Se ha superado considerablemente la dosis normal de
importunos.
–¿Has recordado tu agua cobriza?
–No he tenido tiempo de cuidarme. Mi despacho no se vaciaba;
de la viuda de guerra al escriba que necesita un adelanto, en la
lista no faltaba nadie.
Ella se tendió a su lado.
–No sois razonable, juez Pazair. Contemplad vuestro
jardín.
–Suti tiene razón, he caído en una trampa. Quiero ser de
nuevo pequeño juez de pueblo.
–Tu destino no es volver atrás. ¿Se ha marchado Suti a
Coptos?
–Esta mañana, con armas y bagajes. Me ha prometido volver con
la cabeza de Asher y un montón de oro.
–Rezaremos cada día a Mm, el protector de los exploradores, y
a Hator, la soberana de los desiertos. Nuestra amistad cruzará el
espacio.
–¿Y tus enfermos?
–Algunos me preocupan. Espero ciertas plantas raras para
fabricar mis remedios. Pero la farmacia del hospital central no
toma nota de mis encargos.
Pazair cerró los ojos.
–¿Tienes otras preocupaciones, querido?
–¿Cómo ocultártelas? Te conciernen a ti.
–¿He infligido la ley?
–La sucesión al cargo de médico en jefe del reino está
abierta. Como decano del porche, debo examinar la validez jurídica
de las candidaturas que se transmitan al consejo de especialistas.
Me he visto obligado a aceptar la primera.
–¿Quién es?
–El dentista Qadash. Si es elegido, el expediente que
Bel-Tran ha abierto en tu favor no servirá para
nada.
–¿Tiene posibilidades de éxito?
–Una carta de Nebamon lo presenta como el sucesor que
desea.
–¿Una falsificación?
–Dos testigos avalaron el documento y certificaron el buen
estado mental de Nebamon: Denes y Chechi. ¡Los muy bandidos ni
siquiera se ocultan ya!
–Qué importa mi carrera, soy feliz curando. Mi consulta
privada me basta.
–Intentarán cerrarla, e incluso tú misma serás
cuestionada.
–¿No me defenderá acaso el mejor de los
jueces?
–Qadash… Hace mucho tiempo que me pregunto por su papel
exacto; el velo está desgarrándose. ¿Cuáles son las prerrogativas
del médico en jefe?
–Cuidar al faraón, nombrar a los cirujanos, los médicos y los
farmacéuticos que forman el cuerpo oficial de palacio, recibir y
controlar las sustancias tóxicas, los venenos y los medicamentos
peligrosos, adoptar directrices sobre la salud pública y hacer que
se apliquen tras el acuerdo del visir y del rey.
–Si Qadash tuviera tales poderes… ¡Efectivamente, es el cargo
que ambiciona!
–No es fácil influir en el comité que
decide.
–Desengáñate. Denes intentará corromper a sus miembros.
Qadash es mayor, de respetable apariencia, tiene una larga práctica
y… y Ramsés sólo sufre una notable afección, ¡artritis mental! Este
nombramiento es una fase de su plan. Debemos impedir que tengan
éxito.
–¿De qué modo?
–Todavía lo ignoro.
–¿Temes que Qadash pueda atentar contra la salud del
faraón?
–No, demasiado arriesgado.
Traviesa saltó sobre el vientre de Pazair y tiró de un pelo,
a la altura del plexo. Sensible, el juez soltó un grito de dolor,
pero su mano derecha se cerró en el vacío. La mona verde ya se
había refugiado bajo la silla de su dueña.
–Si este maldito animal no hubiera intervenido en nuestro
primer encuentro, ya le habría dado una buena
zurra.
Para que la perdonaran, Traviesa trepó a una palmera y lanzó
un dátil, que Pazair atrapó al vuelo. Bravo acudió y lo
devoró.
La tristeza veló el rostro de Neferet.
–¿Qué deploras?
–Había concebido un proyecto insensato.
–¿Qué deseabas?
–He renunciado a ello.
–Confíamelo.
–¿Para qué?
Se acurrucó junto a él.
–Me habría gustado… un hijo.
–Yo también pienso en ello.
–¿Lo deseas?
–Mientras no se haya obtenido la luz, haríamos
mal.
–Me rebelé contra esa idea, pero creo que tu pensamiento es
acertado.
–O renuncio a la investigación o deberemos tener
paciencia.
–Olvidar el asesinato de Branir nos condenaría a ser la más
vil de las parejas.
La abrazó.
–¿Te parece necesario seguir vestida cuando el aire
vespertino es tan suave?
La tarea del devorador de sombras no seria fácil. En primer
lugar, si abandonaba con demasiada frecuencia y durante mucho
tiempo su cargo oficial, llamaría la atención; ahora bien, actuaba
solo, sin cómplices, siempre dispuestos a denunciar, debía aprender
a conocer las costumbres de Pazair, y mostrarse paciente. Además,
no le habían ordenado matar al decano del porche, sino que debía
inutilizarlo, disfrazando el atentado como un accidente, para que
no se abriera investigación alguna.
La ejecución de aquel plan tenía enormes dificultades. El
devorador de sombras había exigido tres lingotes de oro, una
hermosa fortuna que le permitiría establecerse en el delta, comprar
una granja y vivir días felices. Ya sólo mataría por placer, cuando
el deseo le fuera irresistible, y se complacería mandando un
ejército de servidores, dispuestos a satisfacer sus menores
necesidades.
En cuanto hubiera recibido el oro, iniciaría la caza,
excitado por la idea de llevar a cabo su obra
maestra.
El horno estaba al rojo blanco. Chechi había dispuesto unos
moldes en los que vertería el metal líquido para que tomara la
forma de un lingote de gran tamaño. En el laboratorio reinaba una
temperatura insoportable; sin embargo, el químico del pequeño
bigote negro no transpiraba, mientras que Denes sudaba la gota
gorda.
–He conseguido el acuerdo de nuestros amigos
-declaró.
–¿No lo lamentan?
–No tenemos elección.
De una bolsa de tela, el transportista sacó la máscara de
Keops y el collar, del mismo metal, que había adornado el busto de
su momia.
–Obtendremos dos lingotes.
–¿Y el tercero?
–Lo compraremos al general Asher. Sus robos de oro están
perfectamente organizados, pero no se me escapa
nada.
Chechi contempló el rostro del constructor de la gran
pirámide. Los rasgos eran severos y serenos, de extraordinaria
belleza. El orfebre había conseguido una sensación de eterna
juventud.
–Me da miedo -confesó Chechi.
–Sólo es una máscara funeraria.
–Sus ojos… ¡están vivos!
–No caigas en fantasmagorías. Ese juez nos ha hecho perder
una fortuna apoderándose del bloque de hierro celeste que queríamos
vender a los hititas, y del escarabajo de oro que me había
reservado para mi tumba. Conservar la máscara y el collar resulta
demasiado arriesgado; además, lo necesitamos para pagar al
devorador de sombras. Apresúrate.
Chechi, como siempre, obedeció a Denes. El sublime rostro y
el collar desaparecieron en el horno. Pronto, el oro en fusión
fluiría por un canalón y llenaría los moldes.
–¿Y el codo de oro? – interrogó el químico.
El rostro de Denes se iluminó.
–Podrá servir… ¡de tercer lingote! Prescindiremos de los
servicios del general.
Chechi pareció vacilar.
–Será mejor que nos libremos de él -afirmó el transportista-,
conservaremos sólo lo esencial: el testamento de los dioses. En el
lugar donde se encuentra, Pazair no tiene ninguna posibilidad de
encontrarlo.
Denes rió sarcástico cuando el codo de Keops desapareció en
el horno.
–Mañana, mi buen Chechi, serás uno de los personajes más
importantes del reino. Esta noche, el devorador de sombras recibirá
la primera parte de su pago.
El policía del desierto medía más de dos metros. En el
cinturón de su paño llevaba dos puñales con el mango muy gastado.
Nunca calzaba sandalias; había caminado tanto por los canchales que
ni siquiera una espina de acacia perforaba la callosidad formada en
la planta de sus pies.
–¿Tu nombre?
–Suti.
–¿De dónde vienes?
–De Tebas.
–¿Profesión?
–Aguador, recolector de lino, criador de cerdos,
pescador…
Un dogo de ojos vacíos olisqueó al joven. No debía de pesar
menos de setenta kilos. Tenía el pelo muy corto y el lomo cubierto
de cicatrices. Se notaba que estaba dispuesto a
saltar.
–¿Por qué quieres ser minero?
–Me gusta la aventura.
–¿Te gusta también la sed, la canícula, las víboras cornudas,
los escorpiones negros, las marchas forzadas, el trabajo agotador
en estrechas galerías o la falta de aire?
–Todos los oficios tienen sus
inconvenientes.
–Vas por mal camino, muchacho.
Suti sonrió del modo más bobalicón posible. El policía lo
dejó pasar.
Suti destacaba entre todos los que formaban la fila de
espera, que llegaba a la oficina de contratación. Su aspecto
conquistador y su impresionante musculatura contrastaban con el
aspecto enflaquecido de varios candidatos, evidentemente
inadecuados.
Dos mineros de edad avanzada le hicieron las mismas preguntas
que el policía, y les dio las mismas respuestas. Se sentía
examinado como una bestia de tiro.
–Está organizándose una expedición. ¿Estás
disponible?
–Lo estoy. ¿Cuál es el destino?
–En nuestra corporación se obedece y no se hacen preguntas.
La mitad de los novatos caen por el camino y se las arreglan para
regresar al valle. No nos ocupamos de las bajas. Saldremos esta
noche, a las dos, antes de que amanezca. Este es tu
equipo.
Suti recibió un bastón, una estera y una manta
enrollada.
Con una cuerda ataría la manta y la estera alrededor del
bastón, indispensable en el desierto, ya que golpeando el suelo, el
caminante apartaba las serpientes.
–¿Y el agua?
–Te entregarán tu ración. No olvides lo más
precioso.
Suti se colgó al cuello la pequeña bolsa de cuero donde el
afortunado descubridor introducía el oro, la cornalina, el
lapislázuli o cualquier piedra preciosa. El contenido de la bolsa
le pertenecía, además de su sueldo.
–No cabe mucho -observó.
–Muchas bolsas se quedan vacías, muchacho.
–Incapaces.
–Tienes la lengua muy larga; el desierto se encargará de que
enmudezcas.
A la salida de la ciudad, al borde de la pista, se habían
reunido más de doscientos hombres. La mayoría rezaba al dios Mm,
formulando tres deseos: regresar sanos y salvos, no morir de sed y
llenar de piedras preciosas su bolsa de cuero. De su garganta
colgaban amuletos. Los más instruidos habían consultado a un
astrólogo, algunos habían renunciado al viaje debido a un augurio
desfavorable. Los veteranos transmitían a los incrédulos y
descreídos el mensaje de la corporación: "Se va al desierto sin
Dios, se regresa con él al valle."
El jefe de la expedición, Efjraim, era un coloso barbudo de
interminables brazos. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro e
hirsuto, que hacía que se pareciera a un oso asiático. Al verlo,
varios candidatos renunciaron; se decía que Efraim era cruel y
brutal. Pasó revista a su tropa, deteniéndose ante cada uno de los
voluntarios.
–¿Tú eres Suti?
–Tengo esa suerte.
–Parece que eres ambicioso.
–No vengo a recoger guijarros.
–Pues, mientras, llevarás mi bolsa.
El coloso le soltó un pesado equipaje, que Suti se puso en su
hombro izquierdo. Efraim rió sarcásticamente.
–Aprovecha. Pronto no te mostrarás tan
orgulloso.
La tropa se puso en marcha antes del amanecer y caminó hasta
media mañana, avanzando por un paisaje desnudo y árido. Los
campesinos, mal equipados para el terreno, pronto tuvieron los pies
ensangrentados; Efraim evitaba la ardiente arena y tomaba caminos
sembrados de fragmentos de roca tan cortantes como el metal. Las
primeras montañas sorprendieron a Suti; parecían formar una
infranqueable barrera, que impedía a los humanos el acceso a un
país secreto, donde se formaban los bloques de piedra pura
reservados para las moradas de los dioses. Allí se concentraba una
formidable energía; la montaña daba nacimiento a la roca, que
estaba preñada de minerales preciosos, pero sólo desvelaba sus
riquezas a los amantes pacientes y obstinados. Fascinado, dejó su
fardo.
Una patada en los riñones lo arrojó sobre la
arena.
–No te he permitido descansar -dijo Efraim
malhumorado.
Suti se levantó.
–Limpia mi saco. Durante la comida, no lo dejes en el suelo.
Como me has desobedecido, te quedarás sin agua.
Suti se preguntó si no lo habrían denunciado; pero otros
voluntarios fueron objeto de malos tratos. A Efraim le gustaba
poner a prueba al personal hasta sacarlos de sus
casillas.
Un nubio, que hizo ademán de levantar el puño, fue derribado
rápidamente y abandonado al borde de la pista.
Al caer la tarde, la tropa llegó a una cantera de gres.
Talladores de piedra desprendían bloques y los marcaban con una
señal característica de su equipo. Se habían excavado
cuidadosamente pequeñas trincheras a lo largo de cada veta y,
luego, alrededor del bloque deseado; el contramaestre hundía con
una maza estacas de madera en las hendiduras alineadas a cordel,
para desprenderlo de la roca madre sin que se
rompiera.
Efraim lo saludó.
–Llevo a las minas una pandilla de perezosos. Si necesitas
que te echemos una mano, no lo dudes.
–No puedo rechazarlo, pero ¿no han caminado todo el
día?
–Si quieren comer, que hagan algo útil.
–No es muy regular.
Yo dicto la ley.
–Hay que bajar una decena de bloques de lo alto de la
cantera; con una treintena de hombres sería
rápido.
Efraim los designó; entre ellos se encontraba Suti, a quien
libró de su equipaje.
–Bebe y sube.
El contramaestre había construido una guía, pero se había
roto a media ladera. Por lo tanto, era preciso sujetar los bloques
con cuerdas, hasta aquel lugar, antes de liberarlos y permitir que
prosiguieran su carrera. Un grueso cable, sujetado por cinco
hombres en cada uno de sus extremos, estaba tendido horizontalmente
para frenar una carrera demasiado rápida. En cuanto la guía se
hubiese reparado, la maniobra resultaría inútil. Pero el
contramaestre se había retrasado y la propuesta de Efraim le
convenía.
El incidente se produjo cuando el sexto bloque llegó al cable
con demasiada velocidad. Los hombres, fatigados, no consiguieron
detenerlo. El cable recibió un choque tan violento que los obreros
fueron lanzados hacia un lado, salvo uno de unos cincuenta años,
que cayó de cabeza sobre la guía. Este intentó, en vano, agarrarse
al brazo de Suti, del que dos compañeros tiraron con fuerza hacia
atrás. El aullido del infeliz se ahogó muy pronto. El bloque lo
aplastó, salió de su camino y se quebró con un rugido de
trueno.
El contramaestre lloró.
–Al menos hemos hecho la mitad del trabajo -afirmó
Efraim.
–¡Allí! – aulló uno de los obreros-.
¡Matémosla!
–Cállate, imbécil -repuso Efraim-. Es la protectora de la
mina. Si la tocamos, moriremos todos.
El gran macho trepó por una pendiente muy empinada y, de un
prodigioso salto, desapareció al otro lado de la
montaña.
Cinco días de marchas forzadas habían agotado al grupo; sólo
Efraim parecía tan fresco como al principio. Suti seguía
resistiendo; el esplendor inhumano del paisaje le daba fuerzas. Ni
la brutalidad del jefe de la expedición ni las terribles
condiciones del viaje habían mermado su
determinacion.
El coloso barbudo ordenó a los hombres que se reunieran y
trepó sobre un bloque. De este modo aplastaba a los
desharrapados.
–El desierto es inmenso -declaró con su retumbante voz-, y
vosotros sois menos que hormigas. Os quejáis sin descanso de que
tenéis sed, como viejas impotentes. No sois dignos de ser mineros y
hurgar en las entrañas de la tierra. Sin embargo, os he traído
hasta aquí. Los metales son mejores que vosotros. Cuando excavéis
la montaña, la haréis sufrir; ella intentará vengarse enterrándoos.
¡Peor para los incapaces! Estableced el campamento, el trabajo
comenzará mañana al amanecer.
Los obreros plantaron las tiendas, comenzando por la del jefe
de la expedición, tan pesada que había agotado a cinco hombres. Se
desenrolló con precaución y se montó ante la vigilante mirada de
Efraim, hasta que presidió el centro del campamento. Prepararon la
comida, mojaron el suelo para evitar el polvo y calmaron su sed
bebiendo el agua que los odres mantenían fresca. No faltaría el
precioso líquido, gracias al pozo excavado junto a la
mina.
Suti dormitaba cuando una patada le laceró el
flanco.
–Levántate -ordenó Efraim.
El joven contuvo su rabia y obedeció.
–Todos los que están aquí tienen algo que reprocharse. ¿Y
tú?
–Es mi secreto.
–Habla.
–Déjame tranquilo.
–Odio a los que van con tapujos.
–Abandoné el trabajo obligatorio.
–¿Dónde?
–En mi pueblo, cerca de Tebas. Querían llevarme a Menfis para
limpiar canales. Preferí huir y probar suerte como
minero.
–No me gusta tu cara. Estoy seguro de que
mientes.
–Quiero hacer fortuna. Nadie me lo impedirá, ni siquiera
tú.
–Me molestas, pequeño. Te aplastaré. Peleémonos con los puños
desnudos.
Efraim designó un árbitro. Su papel consistiría en
descalificar al adversario que mordiera; los demás golpes estaban
permitidos.
Sin más advertencia, el barbudo se lanzó sobre Suti, lo
agarró por el torso, lo levantó del suelo, lo hizo girar por encima
de su cabeza y lo lanzó a varios metros.
Lacerado, con un hombro dolorido, el joven se
levantó.
Efraim, con las manos en las caderas, lo miraba con desdén.
Los mineros reían.
–Ataca si tienes valor.
Desafiado, Efraim no vaciló. Esta vez, sus largos brazos sólo
agarraron el vacío. Suti, que lo había esquivado en el último
momento, recuperó el aliento. Demasiado seguro de su fuerza, Efraim
conocía sólo una llave. Aunque no existieran, Suti agradeció a los
dioses haberle proporcionado una infancia belicosa durante la que
había aprendido a pelearse. Evitó más de diez veces los
desordenados asaltos de su adversario.
Multiplicando su furia, lo fatigaba y le hacia perder la
lucidez. El joven no tenía derecho a equivocarse; si llegara a caer
prisionero de la tenaza de sus brazos, lo aplastaría. Apostando por
la rapidez, desequilibró a su adversario con una zancadilla, se
deslizó bajo el coloso que caía y utilizó su propia energía para
hacerle una llave de cuello. Efraim cayó pesadamente al suelo. Suti
se sentó a horcajadas sobre su nuca y amenazó con romperla; el
vencido golpeó la arena con el puño, admitiendo su
derrota.
–¡Bien hecho, pequeño!
–Mereces morir.
–Si me matas, no te librarás de la policía del
desierto.
–Me importa un pimiento. No serás el primero a quien mande a
los infiernos.
Efraim se asustó.
–¿Qué quieres?
–Jura que no seguirás martirizando a los hombres del
grupo.
Los mineros ya no reían. Se acercaron,
atentos.
–Date prisa o te retuerzo el cuello.
–¡Lo juro por el dios Mm!
–Y por Hator, dueña del Occidente.
¡Repítelo!
–¡Lo juro por Hator, dueña del Occidente!
Suti soltó la presa. Un juramento prestado ante tantos
testigos no podía romperse. Si traicionaba su palabra, el nombre de
Efraim quedaría destruido para la eternidad y se vería condenado al
aniquilamiento.
Los mineros lanzaron gritos de júbilo y llevaron a hombros a
Suti. Cuando el júbilo decreció, él les habló con
firmeza.
–Aquí, el jefe es Efraim. Sólo él conoce las pistas, los
manantiales y las minas. Sin él, no volveremos al valle.
Obedezcámosle, que cumpla su palabra, y todo irá
bien.
Estupefacto, el barbudo puso su mano en el hombro de
Suti.
–Eres fuerte, pequeño, pero también
inteligente.
Efraim lo llevó aparte.
–Te juzgué mal.
–Quiero hacer fortuna.
–Podríamos ser amigos.
–Siempre que me sea útil.
–Podría sértelo, pequeño.
Algunas portadoras de ofrendas, vestidas con una túnica
blanca sujeta por un tirante que pasaba entre sus pechos
descubiertos y un delantal adornado con una redecilla de perlas
colocadas en rombo, entraron lentamente en el palacio de la
princesa Hattusa. Iban tocadas con una peluca recogida en un moño
alto, y eran tan frescas y tan hermosas que Denes sintió que su
sangre se caldeaba. En cada uno de sus viajes engañaba a la señora
Nenofar con perfecta y obligatoria discreción. El escándalo lo
habría desacreditado; no tenía, por lo tanto, ninguna amante
oficial y se limitaba a breves encuentros sin
futuro.
De vez en cuando hacia el amor a su mujer, pero la declarada
frigidez de Nenofar justificaba sus aventuras
extraconyugales.
El intendente del harén fue a buscarlo al jardín. Pensó en
solicitarle una muchacha, pero renunció a ello; un harén era un
centro económico en el que prevalecía el sentido del trabajo, no la
chocarrería. Como transportista, Denes había solicitado una
audiencia oficial a la esposa hitita de Ramsés.
Ella lo recibió en una sala de cuatro columnas, con las
paredes pintadas de amarillo claro. En el suelo había un mosaico de
losetas verde y rojo.
Hattusa estaba sentada en un sitial de madera de ébano con
los brazos y los pies dorados. Tenía los ojos negros, la piel muy
blanca, las manos largas y finas, y parecía poseer el extraño
encanto de las asiáticas. Denes se mantuvo en
guardia.
–Inesperada visita -dijo ella, ácida.
–Soy transportista, vos dirigís un harén. ¿Quién puede
sorprenderse de nuestro encuentro?
–Sin embargo, vos lo considerabais
peligroso.
–La situación ha cambiado mucho. Pazair se ha convertido en
decano del porche; con este título dificulta mis
actividades.
–¿En qué me afecta eso?
–¿Habéis cambiado de opinión?
–Ramsés me ha escarnecido, ¡humilla a mi pueblo! Exijo
venganza.
Satisfecho, Denes se mesó los blancos pelos de su fina
barba.
–La obtendréis, princesa. Nuestros objetivos siguen siendo
los mismos. Este rey es un déspota y un incapaz; está encadenado a
caducas tradiciones y no tiene visión alguna de futuro. El tiempo
trabaja a nuestro favor, pero algunos de mis amigos se impacientan;
por ello hemos decidido aumentar la impopularidad de
Ramsés.
–¿Bastará eso para desestabilizarlo?
Denes, nervioso, no debía decir demasiado. La hitita era una
aliada momentánea, y deberían apartarla tras la caída del
soberano.
–Tened confianza en nosotros: nuestra estrategia es
imparable.
–Desconfiad, Denes; Ramsés es un guerrero hábil y
valeroso.
–Está atado de pies y manos.
Un brillo de excitación animó la mirada de
Hattusa.
–¿No debería saber más?
–Sería inútil e imprudente.
Hattusa hizo una mueca; su callada cólera la hacia más
hermosa todavía.
–¿Qué proponéis?
–Desorganizar el tráfico de mercancías. En Menfis lo
conseguiré sin dificultades, pero en Tebas necesitaré vuestra
ayuda. El pueblo gruñirá, harán responsable al faraón. El
debilitamiento de la economía del país hará vacilar su
trono.
–¿Cuántas conciencias deben comprarse?
–Pocas, pero caras. Los principales escribas que controlan el
tráfico de mercancías deben cometer repetidos errores. Las
investigaciones administrativas serán largas y complicadas, se
instalará la confusión durante varias semanas.
–Actuarán mis hombres de confianza.
Denes no creía demasiado en la eficacia del plan; sería un
nuevo golpe contra el rey que sólo tendría consecuencias limitadas.
Pero había adormecido la desconfianza de Hattusa.
–Tengo que haceros otra confidencia
-murmuró.
Os escucho.
Se aproximó y habló en voz baja.
–Dentro de unos meses dispondré de una importante cantidad de
hierro celeste.
La mirada de la hitita reveló su interés. Utilizado con fines
mágicos, el raro metal sería una nueva arma contra
Ramsés.
–¿Vuestro precio?
–Tres lingotes de oro al hacer el pedido, tres a la
entrega.
–Cuando abandonéis el harén, estarán en vuestro
equipaje.
Vender lo que no tenía y realizar un beneficio de aquella
magnitud procuraba a Denes una profunda satisfacción. Hacer esperar
a la princesa sería fácil. Si demostraba excesiva animosidad,
arrojaría la responsabilidad sobre Chechi. El servilismo del
químico del pequeño bigote ya le había sido muy
útil.
La criada sirvió aceitunas, rábanos y una lechuga. La propia
Silkis preparó el aliño.
–Gracias por haber aceptado nuestra invitación -dijo Bel-Tran
a Neferet y Pazair-. Teneros a ambos sentados a nuestra mesa es un
honor.
–No son necesarios los cumplidos -subrayó el
juez.
El cocinero dispuso costillas de cordero asadas, calabacines
y guisantes en una bandeja de cobre que había sobre una mesita. Su
frescor acarició el paladar de los invitados. Silkis lucía unos
soberbios pendientes en forma de discos, adornados con rosetas y
espirales.
–He tenido un sueño sorprendente -confesó-. Bebía varias
veces cerveza caliente! Estaba realmente angustiada y he consultado
al intérprete. ¡Su diagnóstico me ha asustado! El sueño significa
que van a robar mis bienes.
–No os preocupéis demasiado -recomendó Neferet-; los
intérpretes de los sueños se equivocan a menudo.
–¡Que los dioses os escuchen!
–Mi esposa es demasiado ansiosa -estimó Bel-Tran-. ¿No
podríais darle un remedio?
Al finalizar la comida, mientras Neferet recetaba unas
tisanas calmantes a Silkis, Bel-Tran y el juez dieron un paseo por
el jardín.
–No me queda mucho tiempo para apreciar la naturaleza
-deploró el financiero-; mi trabajo es cada vez más absorbente.
Cuando regreso, por la noche, mis hijos ya están acostados. No
verlos crecer, no jugar con ellos es un penoso sacrificio. La
gestión de los graneros, mi explotación de papiro, mi servicio del
Tesoro… ¡Los días son demasiado cortos! ¿No tenéis la misma
sensación?
–Sí, con demasiada frecuencia. Ser decano del porche no es
una sinecura.
–¿Avanzáis en vuestra investigación sobre el general
Asher?
–Poco a poco.
–Me gustaría comunicaros un insólito acontecimiento que me
inquieta en sumo grado. Ya sabéis que la princesa Hattusa tiene un
temperamento más bien belicoso y no perdona a Ramsés haberla
arrancado de su país.
–Una hostilidad casi declarada.
–¿Adónde la conducirá? Oponerse abiertamente al rey, es
decir, intentar una conjura sería suicida. Sin embargo, acaba de
recibir una extraña visita: la del transportista
Denes.
–¿Estáis seguro?
–Uno de mis colaboradores fue a visitar el harén y creyó
reconocerlo. Extrañado, se aseguró de que no se
equivocaba.
–¿Tan extravagante es la visita de Denes?
–Hattusa posee su propia flota de navíos mercantes. El harén
es una institución de Estado donde un transportista privado no
puede desempeñar papel alguno. Y si se trata de una visita
amistosa, ¿qué significado darle?
Una alianza entre la princesa hitita, esposa secundaria del
rey, y uno de los miembros de la conjura… La revelación de Bel-Tran
tenía una indiscutible importancia. ¿No sería Hattusa la cabeza
pensante y Denes uno de los ejecutores? La conclusión parecía
demasiado apresurada. Nadie conocía el contenido de la entrevista,
cuya existencia, sin embargo, dejaba entrever una conjunción de
intereses, hostiles al bienestar del reino.
–Es una colusión sospechosa, Pazair.
–¿Cómo conocer su magnitud?
–Lo ignoro. ¿No pensáis que se prepara una tentativa de
invasión por el norte? Ciertamente, Ramsés yuguló a los hititas,
pero ¿renunciarán alguna vez a sus proyectos
expansionistas?
–En este caso, el general Asher sería un paso
obligado.
Cuanto más se precisaban los contornos del enemigo más
difícil se anunciaba el combate y más incierto el
porvenir.
Aquella misma noche, un mensajero de palacio llevó a Neferet
una carta con el sello de Tuy, la madre de Ramsés el Grande. La
gran dama deseaba consultar lo antes posible al médico. Aunque
permaneciera enclaustrada, Tuy seguía siendo una de las
personalidades más influyentes de su corte. Era altiva, detestaba
la mediocridad y la pequeñez, aconsejaba sin ordenar y velaba con
cuidadoso celo por la grandeza del país. Ramsés sentía por ella
afecto y admiración; desde la desaparición de la mujer amada,
Nefertari, había convertido a su madre en su principal confidente.
Algunos afirmaban que no tomaba decisión alguna sin haberla
consultado.
Tuy reinaba sobre una numerosa casa y disponía de un palacio
en cada ciudad importante. El de Menfis se componía de una veintena
de estancias y un vasto salón con cuatro pilares en el que recibía
a sus huéspedes de alcurnia. Un chambelán condujo a Neferet hasta
la alcoba de la reina madre.
A sus sesenta años, Tuy era una mujer delgada, de ojos
penetrantes, nariz recta y fina, mejillas ajadas y mentón pequeño,
casi cuadrado. Llevaba la peluca ritual que correspondía a su
función, que imitaba los despojos de un buitre cuyas alas
enmarcaban su rostro.
–Vuestra reputación ha llegado hasta mí. El visir Bagey, poco
dado a los cumplidos, habla de vuestros milagros.
–Podría hacer una larga lista con mis fracasos, majestad. Un
médico que presumiera de sus éxitos tendría que cambiar de
oficio.
–Me encuentro mal y necesito vuestros conocimientos. Los
ayudantes de Nebamon son unos ignorantes.
–¿Qué os ocurre, majestad?
–Los ojos. Además, tengo violentos dolores en el vientre,
oigo mal y mi nuca está rígida.
Neferet diagnosticó sin dificultades unas anormales
secreciones del útero. Recetó unas fumigaciones con resma de
terebinto, mezclada con aceite de calidad
superior.
El examen de los ojos la preocupó más: conjuntivitis
granulosa, tracoma con complicaciones parpebrales, riesgo de
glaucoma.
La reina madre percibió la turbación de la
médica.
–Sed franca.
–Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré. Pero el
tratamiento será largo y exigirá de vos mucha atención. Al
levantarse, la reina madre tendría que lavarse los ojos con una
solución a base de cáñamo, muy eficaz contra el glaucoma. El mismo
producto, en forma de ungüento con miel y aplicado localmente,
calmaría los dolores del útero. Otro remedio, cuyo principal agente
era el sílex negro, haría desaparecer la infección del lagrimal, al
igual que los humores malignos. Para suprimir el tracoma, la
enferma se aplicaría en los párpados una pomada compuesta por
láudano, galena, bilis de tortuga, ocre amarillo y tierra de Nubia.
Finalmente, con la ayuda de una pluma de buitre vaciada, instilaría
en sus ojos un colirio. Aloes, crisocola, harina de coloquíntida,
hojas de acacia, corteza de ébano y agua fría se mezclarían, se
convertirían en pasta, se dejaría secar y luego se machacaría con
agua. El producto obtenido tenía que pasar una noche al aire libre,
recibir el rocío y ser filtrado. Además de la instilación, la reina
madre lo utilizaría en compresas, aplicadas en el ojo cuatro veces
al día.
–Estoy muy vieja y débil -aseguró-; me disgusta ocuparme así
de mi misma.
–Estáis enferma, majestad; tomaos tiempo para cuidaros y os
curaréis.
–Creo que debo obedeceros, aunque me cueste. Aceptad
esto.
Tuy ofreció a la médica un admirable collar de siete vueltas
de cuentas de cornalina y oro de Nubia; los dos motivos del cierre
eran flores de loto.
Neferet vaciló.
–Aguardad al menos a los resultados del
tratamiento.
–Ya me siento mejor.
La reina madre le puso personalmente el collar y comprobó su
efecto.
–Sois muy bella, Neferet.
La muchacha se ruborizó.
–Además, sois feliz. Mis familiares afirman que vuestro
marido es un juez excepcional.
–Servir a Maat da sentido a su vida.
–Egipto necesita seres como él y como vos.
Tuy llamó a su copero. Sirvió cerveza dulce y fruta. Las dos
mujeres se sentaron en unas sillas bajas provistas de confortables
almohadones.
–He seguido la carrera y la investigación del juez Pazair.
Divertida primero, intrigada más tarde y, por fin, indignada. ¡Su
deportación fue un acto inicuo e inadmisible! Afortunadamente, ya
ha obtenido una primera victoria; su cargo de decano del porche le
permite proseguir la lucha con mayores medios, nombrar a Kem jefe
de policía fue una excelente iniciativa; el visir Bagey hizo bien
aprobándola.
Aquellas pocas frases no eran pronunciadas al azar. Cuando
Neferet se las comunicara a Pazair, se sentiría loco de júbilo; la
voz de Tuy era el entorno más intimo del faraón, y significaba que
aprobaba su acción.
–Desde la muerte de mi marido y el acceso al trono de mi
hijo, velo por la felicidad de nuestro país. Ramsés es un gran rey;
ha alejado el espectro de la guerra, ha enriquecido los templos, ha
alimentado a su pueblo. Egipto sigue siendo la tierra amada por los
dioses. Pero me siento turbada, Neferet; ¿aceptáis ser mi
confidente?
–Si me consideráis digna, majestad.
–Ramsés está cada vez más preocupado, ausente a veces, como
si hubiera envejecido bruscamente. Su carácter ha cambiado;
¿renuncia acaso a combatir, a resolver dificultad tras dificultad,
a prescindir de los obstáculos?
–Tal vez esté enfermo.
–A excepción de su debilidad dental, sigue siendo el más
vigoroso e infatigable de los hombres. Por primera vez desconfía de
mí. Ya no percibo sus intenciones ocultas. El hecho no me
sorprendería si, de acuerdo con su costumbre, me hubiera anunciado
cara a cara su decisión. Pero me rehuye, ignoro por qué. Hablad de
ello con el juez Pazair. Temo por Egipto, Neferet. Tantos
asesinatos estos últimos meses, tantos enigmas sin resolver, y el
rey que se aleja de mí, su reciente afición por la soledad… Que
Pazair prosiga sus investigaciones.
–¿Os parece que el faraón está amenazado?
–Es amado y respetado.
–¿No murmura el pueblo que su suerte está
abandonándolo?
–En cuanto un reinado se prolonga, sucede así. Ramsés conoce
la solución: celebrar una fiesta de regeneración, reformar su pacto
con las divinidades e insuflar de nuevo la alegría en el ánimo de
sus súbditos. Los rumores no me preocupan demasiado; pero ¿por qué
ha promulgado el rey unos decretos reafirmando su autoridad, que
nadie discute?
–¿Teméis algún mal solapado que pueda debilitar su
espíritu?
–La corte descubriría pronto sus efectos. No, sus facultades
están intactas; y, sin embargo, ya no es el mismo.
La cerveza era muy dulce, la compota de frutas suculenta.
Neferet sintió que no debía seguir preguntando. A Pazair le
correspondía apreciar aquellas excepcionales confidencias y saber
utilizarlas.
–Me gustó mucho vuestra dignidad cuando Nebamon murió
-prosiguió Tuy-; aquel hombre no valía nada, pero había sabido
imponerse. Fue extraordinariamente injusto con vos; por lo tanto,
he decidido repararlo. Él y yo éramos los responsables del hospital
principal de Menfis. Él ha muerto y yo no soy médico. Mañana se
publicará el decreto que os otorgará la dirección de este
hospital.