Grande es la Regla, duradera su eficacia;
no ha sido perturbada desde los tiempos
de Osiris. La iniquidad es capaz de apode-
rarse de la cantidad, pero el mal nunca
llevará su empresa a buen puerto. No te
entregues a una maquinación contra la es-
pecie humana, pues Dios castiga semejan-
te comportamiento… Si has escuchado las
máximas que acabo de decirte, cada uno
de tus designios progresara.

La enseñanza del sabio Ptah-hotep
(Extracto de las máximas 5 y 38)



CAPÍTULO 1


El calor era tan abrumador que sólo un escorpión negro se aventuraba por la arena del patio del penal. Perdido entre el valle del Nilo y el oasis de Khargeh, más de doscientos kilómetros al oeste de la ciudad santa de Karnak, recibía a los reincidentes que purgaban pesadas penas de trabajos forzados. Cuando la temperatura lo permitía, trabajaban en la pista que unía el valle con el oasis, por la que circulaban las caravanas de asnos cargados con mercancías.


Por décima vez, el juez Pazair presentó su petición al jefe del campo, un coloso proclive a golpear a los indisciplinados.

–No soporto el régimen de favor del que gozo. Quiero trabajar como los demás.

Delgado, bastante alto, con los cabellos castaños, la frente ancha y alta, y los ojos verdes coloreados de marrón, Pazair, cuya juventud había desaparecido con la prueba, conservaba una nobleza que imponía respeto.

–No sois como los demás.

–Soy un prisionero.

–No habéis sido condenado, estáis aislado. Para mí, ni siquiera existís. Vuestro nombre no está en el registro, no tenéis número de identificación.

–Eso no me impide hacer de picapedrero.

–Volved a sentaros.

El jefe del campo desconfiaba de aquel juez. ¿Acaso no había asombrado a Egipto organizando el proceso del famoso general Asher, acusado por el mejor amigo de Pazair, el teniente Suti, de haber torturado y asesinado a un explorador egipcio y de colaborar con los enemigos hereditarios, los beduinos y los libios?

El cadáver del infeliz no había sido encontrado en el lugar que Suti había indicado. De modo que los jurados, al no poder condenar al general, se habían limitado a solicitar una investigación más profunda, que se había paralizado en seguida porque Pazair, que había caído en una emboscada, se había convertido en el principal sospechoso del asesinato de su padre espiritual, el sabio Branir, futuro sumo sacerdote de Karnak. Acusado de flagrante delito, había sido detenido y deportado, con desprecio de la ley.

El juez se sentó en la ardiente arena, en la postura del escriba. Pensaba sin cesar en su esposa Neferet. Durante mucho tiempo creyó que nunca lo amaría; luego había llegado la felicidad, violenta como el sol de verano. Una felicidad brutalmente quebrada, un paraíso del que había sido expulsado sin esperanza de retorno.

Se levantó un viento cálido. Atorbellinó los granos de arena, que azotaron su piel. Con la cabeza cubierta por un paño blanco, Pazair no le prestó atención; recordaba los episodios de su investigación.

Pequeño magistrado llegado de provincias, extraviado en la gran ciudad de Menfis, había cometido el error de mostrarse demasiado concienzudo estudiando de cerca un extraño expediente. Había descubierto el asesinato de cinco veteranos que formaban la guardia de honor de la gran esfinge de Gizeh, matanza presentada como un accidente; el robo de una importante cantidad de hierro celeste, reservado a los templos; una conspiración en la que estaban mezcladas altas personalidades.

Pero no había logrado demostrar, de modo definitivo, la culpabilidad del general Asher, y su intención de derribar a Ramsés el Grande.

Cuando el juez había obtenido plenos poderes para poder conectar entre sí aquellos elementos dispersos, la desgracia había caído sobre él.

Pazair recordaba cada instante de aquella horrible noche.

El mensaje anónimo anunciándole que su maestro Branir estaba en peligro, su desesperada carrera por las calles de la ciudad, el descubrimiento del cadáver del sabio Branir, con una aguja de nácar clavada en el cuello, la llegada del jefe de policía, que no había vacilado ni un solo instante en considerar al juez como un asesino, la sórdida complicidad del decano del porche, el más alto magistrado de Menfis, su encierro, el penal y, al final de todo ello, una muerte solitaria, sin que se conociera la verdad.

La maquinación había sido perfectamente organizada.

Con la ayuda de Branir, el juez habría podido investigar en los templos e identificar a los ladrones del hierro celeste. Pero su maestro había sido eliminado, como los veteranos, por unos misteriosos agresores cuyos objetivos seguían siendo desconocidos. El juez había sabido que una mujer y algunos hombres de origen extranjero se hallaban entre ellos; sus sospechas habían recaído así sobre el químico Chechi, el dentista Qadash y la esposa del transportista Denes, un hombre rico, influyente y deshonesto, pero no había obtenido certeza alguna.

Pazair resistía el calor, el viento de arena, el alimento insípido, porque quería sobrevivir, estrechar a Neferet en sus brazos y ver cómo florecía la justicia.

¿Qué habría inventado el decano del porche, su superior jerárquico, para explicar su desaparición, qué calumnias estarían vertiéndose sobre él?

Escapar era utópico, aunque el campo estuviera abierto a las colinas vecinas. A pie no iría lejos. Lo habían encarcelado allí para que pereciera. Cuando estuviera destrozado, corroído, cuando hubiera perdido cualquier esperanza, divagaría, como un pobre loco mascullando incoherencias.

Ni Neferet ni Suti lo abandonarían. Rechazarían la mentira y la calumnia, lo buscarían por todo Egipto. Tenía que aguantar, dejar que el tiempo corriera por sus venas.


Los cinco conjurados se reunieron en la granja abandonada donde solían encontrarse. La atmósfera era alegre, su plan se desarrollaba como estaba previsto.

Tras haber violado la gran pirámide de Keops y robado las insignias mayores del poder, el codo de oro y el testamento de los dioses, sin las que Ramsés el Grande perdía toda legitimidad, se acercaban día tras día a su objetivo.

El asesinato de los veteranos que custodiaban la esfinge, de donde salía el corredor subterráneo que les había permitido introducirse en la pirámide, y la eliminación del juez Pazair habían sido incidentes menores olvidados ya.

–Queda por hacer lo esencial -declaró uno de los conjurados-. Ramsés aguanta.

–No seamos impacientes.

–¡Hablad por vos!

–Hablo por todos; todavía necesitamos tiempo para sentar los fundamentos de nuestro futuro imperio. Cuanto más atado esté Ramsés, cuanto más incapaz sea de actuar, consciente de correr hacia su caída, más fácil será nuestra victoria. No puede revelar a nadie que la gran pirámide ha sido saqueada y que el centro de energía espiritual, del que sólo él es responsable, ya no funciona.

–Pronto se agotarán sus fuerzas; se verá obligado a vivir el ritual de regeneración.

–¿Quién se lo impondrá?

–¡La tradición, los sacerdotes y él mismo! Es imposible sustraerse a este deber.

–Y al final de la fiesta, tendrá que mostrar al pueblo el testamento de los dioses.

–Un testamento que está en nuestras manos.

–Entonces, Ramsés abdicará y ofrecerá el trono a su sucesor.

–Precisamente el hombre al que hemos designado.

Los conjurados saboreaban ya su victoria. No le darían otra elección a Ramsés el Grande, reducido al rango de esclavo. Cada uno de los miembros de la maquinación seria retribuido de acuerdo con sus méritos, todos ocuparían mañana una posición de privilegio. El mayor país del mundo les pertenecería; modificarían sus estructuras, cambiarían sus mecanismos y lo modelarían de acuerdo con su visión, radicalmente opuesta a la de Ramsés, prisionero de valores ya caducados.

Mientras el fruto maduraba, desarrollaban su red de relaciones, de simpatizantes y aliados. Crímenes, corrupción, violencia… Ninguno de los conjurados lo lamentaba. Eran el precio de la conquista del poder.


CAPÍTULO 2


El ocaso enrojecía las colinas. A aquella hora, el perro de Pazair, Bravo, y su asno, Viento del Norte, debían de estar degustando la comida que les servia Neferet, tras una larga jornada de trabajo. ¿Cuántos enfermos habría curado, se alojaba en la pequeña casa de Menfis, cuya planta baja ocupaba el despacho del juez, o había vuelto a su pueblo de la región tebana para ejercer su oficio de médico, lejos de la agitación de la ciudad?


El valor del juez se debilitaba.

Él, que había consagrado su existencia a la justicia, sabía que nunca la recibiría. Ningún tribunal reconocería su inocencia. Suponiendo que saliera del penal, ¿qué porvenir reservaba a Neferet?

Un anciano se sentó a su lado. Flaco, desdentado, con la piel curtida y arrugada, lanzó un suspiro.

–Para mí, se ha terminado. Soy demasiado viejo. El jefe me exonera del transporte de piedras. Me encargaré de la cocina. Buena noticia, ¿no?

Pazair inclinó la cabeza.

–¿Por qué no trabajas? – interrogó el anciano.

–Me lo impiden.

–¿A quién has robado?

–A nadie.

–Aquí sólo hay grandes ladrones. Han reincidido tantas veces que nunca saldrán del penal, porque traicionaron su juramento de no comenzar de nuevo. Los tribunales no bromean con la palabra dada.

–¿Y a tu entender, se equivocan?

El viejo escupió en la arena.

–¡Extraña pregunta! ¿No estarás del lado de los jueces?

–Soy uno de ellos.

La noticia de su liberación no habría asombrado más al interlocutor de Pazair.

–Te burlas de mi.

–¿Crees que tengo ganas de hacerlo?

–Caramba, caramba… ¡Un juez, uno de verdad!

Lo miraba, inquieto y respetuoso.

–¿Y qué has hecho?

–Dirigí una investigación y quieren cerrarme la boca.

–Debes de estar mezclado en un extraño asunto. Yo soy inocente. Un competidor desleal me acusó de robar una miel que me pertenecía.

–¿Apicultor?

–Tenía colmenas en el desierto, mis abejas me daban la mejor miel de Egipto. Los competidores se volvieron envidiosos; organizaron una emboscada y caí en ella. En el proceso me enojé. Rechacé el veredicto contra mí, pedí un segundo juicio y preparé mi defensa con un escriba. Estaba seguro de ganar.

–Pero fuiste condenado.

–Mis competidores ocultaron en casa objetos robados en un taller. ¡Pruebas de la reincidencia! El juez no investigó demasiado.

–Se equivocó. En su lugar, yo habría examinado los móviles de los acusadores.

–¿Y si te pusieras en su lugar? ¿Y si demostraras que las pruebas son falsas?

–Primero tendría que salir de aquí.

El apicultor escupió de nuevo en la arena.

–Cuando un juez traiciona su función, no lo aíslan en un campo como éste. Ni siquiera te han cortado la nariz. Debes de ser un espía, o algo así.

–Como quieras.

El anciano se levantó y se alejó.


Pazair ni siquiera tocó la habitual bazofia. Ya no tenía ganas de luchar. ¿Qué podía ofrecer a Neferet, salvo la vergüenza y la decadencia? Seria mejor que no volviera a verla nunca y lo olvidara. Conservaría el recuerdo de un magistrado de fe inquebrantable, de un loco enamorado, de un soñador que había creído en la justicia.

Tendido de espaldas, contempló el cielo de lapislázuli. Mañana, desaparecería.


Las blancas velas bogaban por el Nilo. Al caer la noche, los marineros se divertían saltando de un barco a otro, mientras el viento del norte daba velocidad a las embarcaciones.

Caían al agua, reían, se apostrofaban.

Sentada en la orilla, una muchacha no oía los gritos de los revoltosos. Con los carrillos más bien rubios, un rostro muy puro de líneas tiernas, los ojos de un azul de estío, bella como un loto florecido, Neferet invocaba el alma de Branir, su maestro asesinado, y le suplicaba que protegiera a Pazair, al que amaba con todo su ser, cuya muerte había sido proclamada oficialmente sin que ella pudiera creerlo.

–¿Puedo hablaros unos instantes?

Volvió la cabeza.

A su lado se encontraba el médico en jefe del reino, Nebamon, un cincuentón, apuesto todavía, que se había convertido en su más feroz enemigo.

Había intentado terminar con su carrera varias veces. Neferet detestaba a aquel cortesano, ávido de riquezas y de conquistas femeninas, que utilizaba la medicina como un poder sobre los demás y un medio de hacer fortuna.

Con mirada febril, Nebamon admiraba a la joven, cuyas ropas de lino dejaban adivinar formas tan perfectas como conmovedoras. Firmes y altos pechos, piernas largas y finas, pies y manos delicadas que atraían las miradas. Neferet era luminosa.

–Dejadme, os lo ruego.

–Deberíais concederme mayor consideración; lo que sé os interesará en sumo grado.

–Vuestras intrigas me son indiferentes.

–Se trata de Pazair.

Ella no pudo ocultar su emoción.

–Pazair ha muerto.

–No es cierto, querida.

–¡Mentís!

–Conozco la verdad.

–¿Debo suplicaros?

–Os prefiero intratable y orgullosa. Pazair está vivo, pero lo acusan de haber asesinado a Branir.

–¡Es… es absurdo! No os creo.

–Hacéis mal. El jefe de policía, Mentmosé, lo detuvo y lo aisló.

–Pazair no mató a su maestro.

–Mentmosé está convencido de lo contrario.

–Quieren abatirlo, arruinar su reputación e impedirle que prosiga su investigación.

–No importa.

–¿Por qué me lo reveláis?

–Porque sólo yo soy capaz de probar la inocencia de Pazair.

En el estremecimiento que agitó a Neferet se mezclaban la esperanza y la angustia.

–Si deseáis que ponga la prueba en manos del decano del porche, tendréis que ser mi esposa, Neferet, y olvidar a vuestro pequeño juez. Éste es el precio de su libertad. A mi lado, estaréis en el lugar que os corresponde. Ahora, el juego está en vuestras manos. O liberáis a Pazair o lo condenáis a muerte.


CAPÍTULO 3


Entregarse al médico en jefe horrorizaba a Neferet, pero si rechazaba la proposición de Neamon, se convertiría en el verdugo de Pazair.


¿Dónde estaba prisionero, qué sedicias sufría? Si tardaba demasiado, la detención lo destruiría. Neferet no se había confiado a Suti, el fiel amigo de Pazair, su hermano espiritual: habría matado en el acto al médico en jefe.

Decidió acceder a la petición del chantajista, siempre que volviera a ver a Pazair. Mancillada, desesperada, le confesaría todo antes de envenenarse.

Kem, el policía nubio a las órdenes del juez, se aproximó a la joven. En ausencia de Pazair, proseguía con sus rondas en Menfis, acompañado por Matón, su temible babuino, especializado en arrestar a los ladrones, a quienes inmovilizaba clavándoles los colmillos en la pierna.

Kem había sufrido la ablación de la nariz por haberse visto implicado en el asesinato de un oficial, culpable de dedicarse al tráfico de oro; reconocida la buena fe del nubio, se había convertido en policía. Una prótesis de madera pintada atenuaba el efecto de la mutilación.

Kem admiraba a Pazair. Aunque no tuviera la menor confianza en la justicia, creía en la probidad del joven magistrado, causa de su desaparición.

–Tengo la posibilidad de saber dónde está Pazair – declaró Neferet con gravedad.

–En el reino de los muertos, de donde nadie regresa. ¿No os comunicó el general Asher un informe según el cual Pazair había muerto en Asia, mientras buscaba una prueba?

–Es un informe falso, Kem. Pazair está vivo.

–¿Os han mentido?

–Pazair está acusado de haber asesinado a Branir, pero el médico en jefe Nebamon tiene la prueba de su inocencia.

Kem tomó a Neferet por los hombros.

–¡Está salvado!

–A condición de que me convierta en la mujer de Nebamon.

Rabioso, el nubio golpeó con el puño la palma de su mano izquierda.

–¿Y si se burla de vos?

–Quiero ver de nuevo a Pazair.

Kem manoseó su nariz de madera.

–No lamentaréis haber confiado en mi.


Tras la marcha de los forzados, Pazair se introdujo en la cocina, una construcción de madera cubierta con una tela.

Robaría uno de los fragmentos de sílex, con los que se encendía el fuego, y se cortaría las venas. La muerte seria lenta, pero segura; a pleno sol, se sumiría dulcemente en un benéfico sopor. Por la noche, un vigilante lo empujaría con el pie y daría la vuelta a su cadáver en la ardiente arena. Durante las últimas horas, viviría con el alma de Neferet, con la esperanza de que asistiera, invisible pero presente, a su último trance.

Cuando se apoderaba de la piedra cortante, recibió un violento golpe en la nuca y se derrumbó junto a una marmita.

Con un cucharón en la mano, el anciano apicultor ironizó.

–¡El juez convertido en ladrón! ¿Qué pensabas hacer con el sílex? ¡No te muevas o te doy! Derramar tu sangre y abandonar este maldito lugar por el mal camino de la muerte… ¡Estúpido, e indigno de un hombre de bien!

El apicultor bajó la voz.

–Escúchame, juez; conozco un medio de salir de aquí. Yo no tendría fuerzas para atravesar el desierto, pero tú eres joven. Hablaré si aceptas batirte por mi y hacer que anulen mi condena.

Pazair volvió en si.

–Es inútil

–¿Te niegas?

–Aunque consiguiera evadirme, ya no seria juez.

–Vuelve a serlo por mi.

–Imposible. Me acusan de un crimen.

–¿A ti? ¡Es ridículo!

Pazair se acarició la nuca. El anciano le ayudó a levantarse.

–Mañana es el último día del mes. Un carro tirado por bueyes vendrá del oasis y traerá alimentos; regresará vacío. Salta al interior, abandónalo cuando veas el primer ued a la derecha. Remonta el lecho hasta el pie de la colina, allí encontrarás una fuente en un bosquecillo de palmeras. Llena tu odre. Luego camina hacia el valle e intenta encontrar a los nómadas. Por lo menos habrás probado suerte.


El médico en jefe Nebamon había vaciado por segunda vez los crasos rodetes de la señora Silkis, la joven esposa del rico Bel-Tran, fabricante de papiro y alto funcionario, cuya influencia no dejaba de crecer. Como cirujano estético, Nebamon exigía enormes honorarios, que sus pacientes pagaban sin rechistar. Piedras preciosas, telas, géneros alimenticios, mobiliario, instrumental, bueyes, asnos y cabras aumentaban su fortuna, en la que sólo faltaba un tesoro inestimable: Neferet. Otras eran igualmente hermosas; pero en ella se realizaba una armonía única, donde la inteligencia se aliaba con el encanto para dar nacimiento a una luz incomparable.

¿Cómo había podido enamorarse de un ser tan gris como Pazair? Una tontería de juventud que habría lamentado durante toda su vida sin la intervención de Nebamon.

A veces se sentía tan poderoso como el faraón; ¿no poseía, acaso, secretos que salvaban existencias o las prolongaban, no reinaba sobre los médicos y los farmacéuticos, no era aquel a quien suplicaban los altos dignatarios para recobrar la salud? Si sus ayudantes trabajaban en la sombra para procurarle los mejores tratamientos, Nebamon, y sólo él, obtenía la gloria. Ahora bien, Neferet tenía un ingenio médico que él debía explotar; tras una operación con éxito, Nebamon se concedía una semana de descanso en su casa de campo, al sur de Menfis, donde un ejército de servidores satisfacía sus menores deseos. Abandonando las tareas subalternas a su equipo médico, que controlaba con firmeza, prepararía la lista de futuros ascensos a bordo de su nuevo barco de recreo. Estaba impaciente por degustar un vino blanco del delta, procedente de sus viñedos, y las últimas recetas de su cocinero.

Su intendente lo avisó de la presencia de una joven y hermosa visitante. Intrigado, Nebamon salió al porche de su propiedad.

–¡Neferet! Qué maravillosa sorpresa… ¿Almorzaréis conmigo?

–Tengo prisa.

–Pronto tendréis la ocasión de visitar mi casa, estoy seguro. ¿Me traéis una respuesta?

Neferet inclinó la cabeza. El entusiasmo se apoderó del médico en jefe.

–Sabia que seríais razonable.

–Concededme tiempo.

–Puesto que habéis venido, vuestra decisión ya está tomada.

–Me concederéis el privilegio de ver de nuevo a Pazair?

Nebamon hizo una mueca.

–Os imponéis una prueba inútil. Salvad a Pazair, pero olvidadlo.

–Le debo un último encuentro.

–Como queráis. Pero mis condiciones no cambian: primero tendréis que demostrarme vuestro amor. Después intervendré. ¿Estamos de acuerdo?

–No estoy en condiciones de negociar.

–Aprecio vuestra inteligencia, Neferet; sólo vuestra belleza la iguala.

La tomó tiernamente por la muñeca.

–No, Nebamon, aquí no, ahora no.

–¿Dónde y cuándo?

–En el gran palmeral, junto al pozo.

–¿Un lugar que os es agradable?

–Medito allí con frecuencia.

Nebamon sonrió.

–La naturaleza y el amor forman buena pareja. Como vos, disfruto la poesía de los palmerales. ¿Cuándo?

–Mañana, cuando el sol se haya puesto.

–Acepto la penumbra para nuestra primera unión; luego viviremos a pleno sol.


CAPÍTULO 4


Pazair saltó del carro en cuanto distinguió el ued que serpenteaba entre abrojos en dirección a una colina azotada por los vientos. Su caída en la arena no hizo ruido alguno. El vehículo prosiguió su camino, entre calor y polvo. El conductor, adormecido, permitía que los bueyes lo condujeran.


Nadie se lanzaría en persecución del evadido, puesto que aquel calor de horno y la sed no le concedían ninguna posibilidad de sobrevivir. Tal vez una patrulla recogiera su osamenta. Con los pies desnudos y vestido con un gastado paño, el juez se obligó a caminar lentamente y economizó el aliento. Aquí y allá, algunas ondulaciones revelaban el paso de una eciasta, la temible víbora del desierto cuya mordedura era mortal.

Pazair imaginó que estaba paseando con Neferet por una verdeante campiña, animada por los cantos de los pájaros y atravesada por canales; el paisaje le pareció menos hostil, su marcha más ligera. Siguió el seco lecho del ued hasta la base de una pendiente colina donde, incongruentes, tres palmeras se obstinaban en crecer.

El juez se arrodilló y excavó con sus manos; algunos centímetros por debajo de la resquebrajada costra, la tierra estaba húmeda. El viejo apicultor no le había mentido. Al cabo de una hora de esfuerzos, interrumpido por breves pausas, alcanzó el agua. Tras haberse refrescado, se quitó el paño, lo limpió con arena y se frotó la piel. Luego llenó con el precioso líquido el odre que había tomado.

Por la noche caminó hacia el este. A su alrededor, algunos silbidos; las serpientes salían al oscurecer. Si pisaba una, no escaparía a una muerte atroz. Sólo un médico experto, como Neferet, conocía los remedios. El juez olvidó los peligros y avanzó, bajo la protección de la luna. Se saciaba del relativo frescor nocturno. Cuando el alba apareció, bebió un poco de agua, excavó en la arena, se cubrió con ella, y durmió en la posición del feto.

Cuando despertó, el sol comenzaba a declinar. Con los músculos doloridos y la cabeza ardiendo, prosiguió hacia el valle, tan lejano, tan inaccesible. Cuando se agotara su reserva de agua, debería contar con el descubrimiento de un pozo señalado con un círculo de piedras. En la inmensa extensión, a veces llana, a veces ondulada, comenzó a titubear. Estaba al cabo de sus fuerzas, con los labios secos y la lengua hinchada. ¿Qué esperar, salvo la intervención de una divinidad bienhechora?


Nebamon hizo que lo dejaran en el lindero del gran palmeral y despidió la silla de manos. Saboreaba ya aquella maravillosa noche en la que Neferet se le entregaría. Hubiera preferido una mayor espontaneidad, pero los métodos utilizados no importaban. Obtendría lo que deseaba, como de costumbre.

Los guardianes del palmeral, apoyados en el tronco de los grandes árboles, tocaban la flauta, bebían agua fresca y charlaban. El médico en jefe tomó por una gran avenida, giró a la izquierda y se dirigió hacia el antiguo pozo. El lugar era solitario y apacible.

La muchacha pareció nacer del fulgor de poniente, que enrojecía su larga túnica de lino.

Neferet cedía. Ella, tan orgullosa, la que lo había desafiado, le obedecería como una esclava. Cuando la hubiera conquistado, se sentiría unida a él, y olvidaría el pasado. Admitiría que sólo Nebamon le ofrecía la existencia en la que soñaba sin saberlo. Le gustaba demasiado la medicina para seguir refugiándose en un papel subalterno; ¿no era el más envidiable destino convertirse en la esposa del médico en jefe?

La muchacha no se movía. Él avanzó.

–¿Veré de nuevo a Pazair?

–Tenéis mi palabra.

–Haced que lo liberen, Nebamon.

–Esa es mi intención si aceptáis ser mía.

–¿Por qué tanta crueldad? Sed generoso, os lo suplico.

–¿Estáis burlándoos de mí?

–Apelo a vuestra conciencia.

–Seréis mi mujer, Neferet, porque así lo he decidido.

–Renunciad.

Él siguió avanzando y se detuvo a un metro de su presa.

–Me gusta miraros, pero exijo otros placeres.

–¿Destruirme forma parte de ellos?

–Liberaros de un amor ilusorio y de una existencia mediocre.

–Por última vez, renunciad.

–Me pertenecéis, Neferet.

Nebamon tendió la mano hacia ella. Cuando iba a tocarla, fue brutalmente echado hacia atrás y arrojado al suelo. Asustado, descubrió a su agresor: un enorme babuino con las fauces abiertas y espuma en los belfos. Engarfió su mano diestra, peluda y poderosa, en la garganta del médico mientras con la izquierda agarraba sus testículos y tiraba de ellos. Nebamon aulló.

El pie de Kem se plantó en la frente del médico en jefe. El babuino, sin aflojar la presa, se inmovilizó.

–Si os negáis a ayudarnos, mi babuino os emasculará. Yo no habré visto nada; y él no tendrá remordimientos.

–¿Qué queréis?

–La prueba de la inocencia de Pazair.

–No, yo no…

El babuino emitió un sordo gruñido. Sus dedos se apretaron.

–¡Acepto, acepto!

–Os escucho.

Nebamon jadeaba.

–Cuando examiné el cadáver de Branir, advertí que la muerte remontaba a varias horas antes, tal vez todo un día. El estado de los ojos, el aspecto de la piel, la crispación de la boca, la herida… Los signos clínicos no engañaban. Consigné mis observaciones en un papiro. No hubo flagrante delito; Pazair fue sólo un testigo. No hay cargos serios contra él.

–¿Por qué callasteis la verdad?

–Una magnífica oportunidad… Neferet estaba por fin a mi alcance.

–¿Dónde está Pazair?

–No… no lo sé.

–Claro que sí.

El babuino gruñó de nuevo. Aterrorizado, Nebamon cedió.

–Compré al jefe de policía para que no eliminara a Pazair. Era necesario mantenerlo con vida para que mi chantaje tuviera éxito. El juez está aislado, pero ignoro dónde.

–¿Conocéis al verdadero asesino?

–¡No, os juro que no!

Kem no dudó de la sinceridad de la respuesta. Cuando el babuino dirigía un interrogatorio, los sospechosos no mentían.

Neferet oró, dando gracias al alma de Branir. El maestro había protegido al discípulo.


La frugal cena del decano del porche se componía de higos y queso. A la falta de sueño se añadía la inapetencia. No soportaba ya la menor presencia y había despedido a sus criados. ¿Qué podía reprocharse, salvo el deseo de preservar Egipto del desorden? Sin embargo, su conciencia no estaba en paz. Nunca, durante toda su larga carrera, se había apartado así de la Regla.

Asqueado, apartó la escudilla de madera.

Fuera se oyeron unos gemidos. ¿Acaso, según los cuentos de los magos, no acudían los espectros a torturar las almas indignas? El decano salió.

Kem tiraba de la oreja al médico en jefe Nebamon, acompañado por el babuino.

–Nebamon desea confesar.

Al decano no le gustaba el policía nubio. Conocía su pasado de violencia, desaprobaba sus métodos y lamentaba que se hubiera enrolado en las fuerzas de seguridad.

–Nebamon no es libre de hacer lo que quiera. Su declaración no tendrá ningún valor.

–No es una declaración, es una confesión.

El médico en jefe intentó liberarse. El babuino le mordió la pantorrilla, sin clavar los colmillos.

–Tened cuidado -recomendó Kem-. Si lo irritáis, no podré contenerlo.

–¡Marchaos! – ordenó, enfurecido, el magistrado.

Kem empujó al médico hacia el decano.

–Daos prisa, Nebamon, los babuinos no son pacientes.

–Poseo un indicio en el asunto Pazair -declaró el notable con voz ronca.

–No es un indicio -rectificó Kem-; se trata de la prueba de su inocencia.

El decano palideció.

–¿Es una provocación?

–El médico en jefe es un hombre serio y respetable.

Nebamon sacó de su túnica un papiro enrollado y sellado.

–Consigné aquí mis observaciones acerca del cadáver de Branir. El… el flagrante delito es un error de apreciación. Había olvidado… transmitiros este informe.

El magistrado recibió el documento con poco entusiasmo; tuvo la sensación de tocar unas brasas.

–Nos hemos equivocado -deploró el decano del porche-. Para Pazair es demasiado tarde.

–Tal vez no -objetó Kem.

–¡Olvidáis que ha muerto!

El nubio sonrió.

–Otro error de apreciación, sin duda. Engañaron vuestra buena fe.

Con una mirada, el nubio ordenó al babuino que soltara al médico en jefe.

–¿Soy… soy libre?

–Desapareced.

Nebamon huyó cojeando. En su pantorrilla se había impreso la señal de los colmillos del mono, cuyos rojizos ojos brillaban en la noche.

–Os ofreceré un puesto tranquilo, Kem, si aceptáis olvidar tan deplorables acontecimientos.

–No sigáis interviniendo, decano del porche, de lo contrario, no sujetaré a Matón. Pronto será necesario decir la verdad, toda la verdad.


CAPÍTULO 5


En medio del paisaje de rubia arena y montañas negras y blancas, se elevó una nube de polvo. Se acercaban dos hombres a caballo. Pazair se había arrastrado hasta la sombra de un enorme bloque, desprendido de una pirámide natural. Sin agua, era imposible ir más lejos.


Si se trataba de la policía del desierto, lo devolverían al penal. Por lo que a los beduinos se refiere, actuarían según su humor del momento: o lo torturarían o lo utilizarían como esclavo. A excepción de los caravaneros, nadie se aventuraba por aquellas extensiones desiertas. En el mejor de los casos, Pazair cambiaría el penal por la esclavitud.

¡Dos beduinos vestidos con túnicas de coloreadas rayas!

Llevaban los cabellos largos y en el mentón una corta barba.

–¿Quién eres?

–Me he escapado del campo de los ladrones.

El más joven bajó del caballo y miró atentamente a Pazair.

–No pareces muy robusto.

–Tengo sed.

–El agua hay que ganársela. Levántate y combate.

–No tengo fuerzas.

El beduino sacó un puñal de su vaina.

–Si no eres capaz de luchar, morirás.

–Soy juez, no soldado.

–¡Juez! Entonces no vienes del campo de los ladrones.

–Me acusaron falsamente. Alguien quiere que desaparezca.

–El sol te ha vuelto loco.

–Si me matas, serás maldecido en el más allá. Los jueces de los infiernos te harán pedazos el alma.

–¡Me importa un bledo!

El de más edad detuvo el brazo armado.

–La magia de los egipcios es temible. Pongámoslo en pie; luego nos servirá de esclavo.


Pantera, la rubia libia de ojos claros, no se tranquilizaba. A Suti, el amante fogoso e inventivo, le había sucedido un blanduzco llorón y apagado. Enemiga irreductible de Egipto, había caído en manos del teniente de carros, héroe ya en su primera campaña de Asia. Por un repentino impulso, le había devuelto una libertad que ella no aprovechaba, pues le gustaba mucho hacer el amor con él. Cuando Suti fue expulsado del ejército, tras haber intentado estrangular al general Asher, a quien había visto asesinar a uno de sus exploradores, pero a quien el tribunal no pudo condenar por la desaparición del cadáver, el joven no había perdido su dinamismo.

Sin embargo, tras la desaparición de su amigo Pazair, se encerró en el silencio, no comía y ni siquiera la miraba.

–¿Cuándo renacerás?

–Cuando regrese Pazair.

–¡Pazair, siempre Pazair! ¿No comprendes que sus adversarios lo han eliminado?

–No estamos en Libia. Matar es un acto tan grave que condena a la aniquilación. Un criminal no resucita.

–¡Sólo hay una vida, Suti, aquí y ahora! Olvida esas pamplinas.

–¿Olvidar a un amigo?

El amor alimentaba a Pantera. Privada del cuerpo de Suti, languidecía.

Suti era un hombre de buena estatura, rostro alargado, mirada franca y directa, y con largos cabellos negros; fuerza, seducción y elegancia caracterizaban, por lo común, la menor de sus actitudes.

–Soy una mujer libre y no acepto vivir con una piedra. Si sigues inerte, me voy.

–Muy bien, vete.

Ella se arrodilló y lo tomó por la cintura.

–No sabes lo que estás diciendo.

–Si Pazair sufre, yo sufro; si está en peligro, la angustia me domina. No lograrás cambiarlo.

Pantera apartó el paño de Suti. Él no protestó. Jamás había existido un cuerpo de hombre más hermoso, más potente, más armonioso. Desde sus trece años, Pantera había tenido muchos amantes, pero ninguno de ellos la había colmado como aquel egipcio, enemigo jurado de su pueblo. Le acarició dulcemente el pecho, los hombros, rozó sus pechos, bajó hacia el ombligo. Sus dedos, ligeros y sensuales, destilaban placer.

Por fin, el hombre reaccionó. Con mano vigorosa, casi colérica, arrancó los tirantes de la corta túnica. Desnuda, cálida, se tendió junto a él.

–Sentirte, formar contigo una sola cosa… Eso me bastaría.

–A mí no.

La puso de espaldas y se tendió sobre ella. Lánguida, triunfante, recibió su deseo como un elixir de juventud, untuoso y caliente.

Fuera, alguien gritaba. Era una voz grave, imperiosa. Suti se precipitó a la ventana.

–Venid -dijo Kem-. Sé dónde está Pazair.


El decano del porche regaba el pequeño arriate de flores, a la entrada de su casa. A su edad, cada vez le era más difícil inclinarse.

–¿Puedo ayudaros?

El decano se volvió y descubrió a Suti. El antiguo teniente de carros no había perdido en absoluto su soberbia.

–¿Dónde está mi amigo Pazair?

–Ha muerto.

–Mentira.

–Se redactó un informe oficial.

–Me importa un bledo.

–La verdad os disgusta, pero nadie puede modificarla.

–La verdad es que Nebamon compró vuestra conciencia y la del jefe de policía.

El decano del porche se irguió.

–¡No, la mía no!

–Hablad entonces.

El decano vaciló. Podía hacer que detuvieran a Suti por injuria a un magistrado y violencia verbal. Pero le avergonzaba su propia conducta. Ciertamente, el juez Pazair le daba miedo: demasiado decidido, demasiado apasionado, demasiado amante de la justicia. Pero él, el viejo magistrado curtido en todas las intrigas, ¿no había traicionado la fe de su juventud? La suerte del pequeño juez lo obsesionaba. Tal vez hubiera muerto ya, incapaz de resistir la prueba de la reclusión.

–El penal de los ladrones, cerca de Khargeh -murmuró.

–Dadme una orden de misión.

–Pedís demasiado.

–Rápido, tengo prisa.

Suti abandonó su caballo en la última posta, en el lindero de la pista de los oasis. Sólo un asno sería capaz de soportar el calor, el polvo y el viento. Provisto de su arco, una cincuentena de flechas, una espada y dos puñales, Suti se sentía capaz de enfrentarse con cualquier adversario. El decano del porche le había entregado una tablilla de madera precisando que debía llevar a Menfis al juez Pazair.

A regañadientes, Kem se había quedado junto a Neferet. Cuando se hubiera recuperado de su espanto, Nebamon no permanecería inactivo. Sólo el babuino y su dueño protegerían eficazmente a la joven. El nubio, que tanto deseaba liberar al juez, admitió que debía servir de muralla.

Cuando le anunciaron la marcha de su amante, Pantera se había irritado. Si permanecía ausente más de una semana, lo engañaría con el primer recién llegado y proclamaría por todas partes su infortunio. Suti no había prometido nada, salvo regresar con su amigo.

El asno llevaba unos odres y cestos llenos de carne y pescados secos, fruta y panes que permanecerían blandos durante varios días. El hombre y el animal se concederían poco descanso, pues Suti estaba impaciente por llegar a su objetivo.

Al ver el campo, un conjunto de miserables barracas dispersas por el desierto, Suti invocó al dios Mm, patrón de los exploradores y caravaneros. Aunque consideraba inaccesibles a los dioses, era mejor que uno se asegurase su ayuda en determinadas circunstancias.

Suti despertó al jefe del campo, que dormía bajo un refugio de tela. El coloso masculló.

–¿Tenéis aquí al juez Pazair?

–No conozco ese nombre.

–Ya sé que no está registrado.

–Os digo que no lo conozco.

Suti mostró la tablilla que no despertó el menor interés.

Aquí no hay nadie que se llame Pazair. Todos son ladrones reincidentes, ninguno de ellos es juez.

–Mi misión es oficial.

–Esperad a que regresen los prisioneros, ya lo veréis. – El jefe del campo volvió a dormirse.

Suti se preguntó si el decano del porche no lo habría enviado a aquel callejón sin salida mientras hacía suprimir a Pazair en Asia. ¡Ingenuo una vez más! Entró en la cocina para aprovisionarse de agua.

El cocinero, un anciano desdentado, despertó dando un respingo:

–¿Quién eres?

–Vengo a liberar a un amigo. Por desgracia, no te pareces a Pazair.

–¿Qué nombre has dicho?

–El juez Pazair.

–¿Qué quieres de él?

–Liberarlo.

–Bueno… ¡Es demasiado tarde!

–Explícate.

El viejo apicultor habló en voz baja.

–Se escapó, gracias a mi.

–Él, en pleno desierto! No resistirá ni dos días. ¿Qué camino tomó?

–El primer ued, la colina, el bosquecillo de palmeras, la fuente, la meseta rocosa y, hacia el este, en dirección al valle. Si tiene siete vidas como los gatos, lo conseguirá.

–Pazair no tiene resistencia alguna.

–Apresúrate a encontrarlo; prometió demostrar mi inocencia.

–¿No serás un ladrón?

–Muy poco, mucho menos que otros. Quiero ocuparme de mis colmenas. Que vuestro juez me devuelva a casa.


CAPÍTULO 6


Mentmosé recibió al decano del porche en la sala de armas, donde se exponían escudos, espadas y trofeos de caza. Cauteloso, con la nariz puntiaguda y la voz gangosa, el jefe de policía tenía un cráneo calvo y rojo, que le picaba a menudo. Más bien corpulento, hacía régimen para conservar cierta esbeltez. Presente en las grandes recepciones, dotado de una considerable red de amistades, prudente y hábil, Mentmosé reinaba sin discusión sobre los distintos cuerpos de policía del reino. Nadie había podido reprocharle el menor error. Velaba con el mayor cuidado sobre su reputación de dignatario intachable.


–¿Visita privada, querido decano?

–Discreta, como a vos os gustan.

–¿No es eso garantía de una carrera larga y tranquila?

–Cuando hice que incomunicaran a Pazair, puse una condición.

–Me falla la memoria.

–Teníais que descubrir el móvil del crimen.

–No olvidéis que sorprendí a Pazair en flagrante delito.

–¿Por qué iba a matar a su maestro, un sabio que debía convertirse en el sumo sacerdote de Karnak y, por lo tanto, en su mejor ayuda?

–Envidia o locura.

–No me toméis por estúpido.

–¿Qué os importa el móvil? Nos hemos librado de Pazair, eso es lo esencial.

–¿Estáis seguro de su culpabilidad?

–Os lo repito: estaba inclinado sobre el cuerpo de Branir cuando lo sorprendí. ¿Qué hubierais pensado vos en mi lugar?

–¿Y el móvil?

–Vos mismo lo admitisteis: un proceso sería del peor efecto. El país debe respetar a sus jueces y confiar en ellos. A Pazair le gusta el escándalo. Su maestro, Branir, intentó sin duda calmarle. Perdió los estribos y le golpeó. Cualquier jurado lo habría condenado a muerte. Vos y yo fuimos generosos con él, puesto que salvamos su reputación. Oficialmente, ha muerto en misión. ¿No es para él, como para nosotros, la más satisfactoria de las soluciones?

–Suti sabe la verdad.

–¿Cómo…?

–Kem ha hecho hablar al médico en jefe Nebamon. Suti sabe que Pazair está vivo, y he aceptado revelarle el lugar donde se encuentra detenido.

La cólera del jefe de policía sorprendió al decano del porche. Mentmosé tenía fama de ser un hombre ponderado.

–¡Insensato, completamente insensato! ¡Vos, el más alto magistrado de la ciudad, os inclináis ante un soldado expulsado! Ni Kem ni Suti pueden actuar.

–Olvidáis la declaración escrita de Nebamon.

–Confesiones obtenidas bajo tortura no tienen valor alguno.

–Era anterior, firmada y fechada.

–¡Destruidla!

–Kem ha solicitado al médico en jefe que redacte una copia, cuya autenticidad ha sido certificada por dos servidores de la propiedad. La inocencia de Pazair ha quedado probada. Durante las horas que precedieron al crimen, trabajaba en su despacho. Algunos testigos lo afirmarán, he podido verificarlo.

–Admitámoslo… ¿Por qué habéis revelado el lugar donde lo ocultábamos? No teníamos ninguna prisa.

–Para estar en paz conmigo mismo.

–Con vuestra experiencia, a vuestra edad…

–Precisamente, a mi edad. El juez de los muertos puede llamarme de un momento a otro. En el asunto Pazair traicioné el espíritu de la ley.

–Habéis tomado partido por Egipto sin preocuparos por los privilegios de un individuo.

–Vuestro discurso ya no me engaña, Mentmosé.

–¿Me abandonaríais?

–Si Pazair vuelve…

–Se muere muy de prisa en el penal de los ladrones.

Desde hacía mucho tiempo, Suti oía el galope de los caballos. Procedía del este, y se trataba de dos beduinos que se acercaban rápidamente mientras merodeaban en busca de una presa fácil.

Suti aguardó a que estuvieran a buena distancia, tensó el arco; con la rodilla en tierra, apuntó al de la izquierda. Herido en el hombro, el hombre cayó hacia atrás. Su compañero corrió hacia el agresor. Suti apuntó. La flecha se clavó en lo alto de la pierna. El beduino, aullando de dolor, perdió el control de su montura, cayó y perdió el sentido al golpearse con una roca. Ambos caballos daban vueltas en redondo.

Suti colocó la punta de su espada en la garganta del nómada, que se había incorporado titubeando.

–¿De dónde vienes?

–De la tribu de los areneros.

–¿Dónde acampa?

–Tras las rocas negras.

–¿Os habéis apoderado de un egipcio en estos últimos días?

–De un extraviado que pretendía ser juez.

–¿Cómo le habéis tratado?

–El jefe está interrogándolo.

Suti saltó a lomos del caballo más robusto y sujetó el segundo por las rudimentarias riendas que utilizaban los beduinos. Los dos heridos tendrían que componérselas para sobrevivir.

Los corceles tomaron un sendero flanqueado de guijarros y cada vez más abrupto; resollando por sus ollares, con el pelaje cubierto de sudor, llegaron a la cima de una colina cubierta de erráticos bloques.

El lugar era siniestro.

Entre las rocas abrasadas, negruzcas, se abrían hondonadas donde se arremolinaba la arena; evocaban las calderas del infierno donde, con la cabeza gacha, se consumían los condenados.

Al pie de la pendiente se hallaba el campamento de los nómadas. La tienda más alta y más coloreada, en el centro, debía de ser la del jefe. Caballos y cabras estaban encerrados en un redil. Dos centinelas, uno al sur y el otro al norte, vigilaban los alrededores.

Contrariamente a las leyes de la guerra, Suti aguardó a que cayera la noche; los beduinos, que se entregaban a correrías y pillajes, no merecían ninguna consideración. El egipcio se arrastró en silencio, metro tras metro, y sólo se incorporó junto al centinela del sur, al que despachó golpeándole en las vértebras cervicales. Los areneros, que no dejaban de recorrer el desierto al acecho de la mejor presa, eran poco numerosos en el campamento. Suti se deslizó hasta la tienda del jefe y penetró en ella por un agujero oval que servia de puerta. Tenso, concentrado, se sentía dispuesto a desplegar toda su violencia.

Atónito, contempló un espectáculo inesperado.

El jefe beduino, tendido entre almohadones, prestaba oídos al discurso de Pazair, sentado en la posición del escriba. El juez parecía absolutamente libre.

El beduino se incorporó. Suti saltó hacia él.

–No lo mates -recomendó Pazair-, empezábamos a entendernos.

Suti lanzó a su adversario sobre los almohadones.

–He interrogado al jefe sobre su modo de vivir -explicó Pazair- y he intentado demostrarle que estaba equivocado. Mi negativa a ser esclavo, aun a riesgo de mi vida, le ha asombrado. Quería saber cómo funciona nuestra justicia y…

–Cuando no le diviertas, te atará a la cola de un caballo y serás arrastrado por las cortantes piedras y acabarás desgarrado.

–¿Cómo me has encontrado?

–¿Cómo podía perderte?

Suti ató y amordazó al beduino.

–Salgamos pronto de aquí. Dos caballos nos aguardan en la cima de la colina.

–¿Para qué? No puedo regresar a Egipto.

–Sígueme en vez de decir tonterías.

–No tendré fuerzas.

–Las recuperarás cuando sepas que se ha demostrado tu inocencia y que Neferet está impaciente.


CAPÍTULO 7


El decano del porche no se atrevió a mirar al juez Pazair.


–Sois libre – declaró con voz ronca.

El decano esperaba amargos reproches, una acusación en toda regla, incluso. Pero Pazair se limitaba a mirarlo.

–Naturalmente, la base de la inculpación queda anulada. Por lo demás, os pido un poco de paciencia… Me encargaré de regularizar lo antes posible vuestra situación.

–¿Y el jefe de policía?

–Os presenta sus excusas. Él y yo fuimos engañados…

–¿Nebamon?

–El médico en jefe no es realmente culpable. Una simple negligencia administrativa… Fuisteis víctima de un desgraciado concurso de circunstancias, querido Pazair. Si deseáis poner una querella…

–Lo pensaré.

–A veces es necesario saber perdonar…

–Devolvedme en seguida mi cargo.


Los azules ojos de Neferet parecían dos piedras preciosas en el corazón de las montañas del oro, en el país de los dioses; a su garganta, la turquesa la protegía de los maleficios. Una larga túnica de lino blanco con tirantes afinaba aún más su talle.

Al acercarse, el juez Pazair respiró su perfume. Loto y jazmín embalsamaban su piel satinada. La tomó en sus brazos y permanecieron unidos largos minutos, sin poder hablar.

–¿De modo que me quieres un poco?

Ella se apartó para mirarlo.

Era orgulloso, apasionado, algo loco, riguroso, joven y viejo al mismo tiempo, sin belleza superficial, frágil pero enérgico. Quienes le creían débil se equivocaban lamentablemente. Pese a su severo rostro, su gran frente austera, su carácter exigente, le gustaba la felicidad.

–No quiero separarme más de ti.

La estrechó contra su pecho. La vida tenía un nuevo sabor, poderoso como el joven Nilo. Una vida muy próxima a la muerte, sin embargo, en esa inmensa necrópolis de Saqqara por donde Pazair y Neferet, cogidos de la mano, avanzaban con lentos pasos. Querían recogerse sin tardanza ante la tumba de Branir, su maestro asesinado. ¿Acaso no había transmitido a Neferet los secretos de la medicina y alentado a Pazair para que concretara su vocación?

Penetraron en el taller de momificación donde Djui, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared encalada, comía cerdo con lentejas, aunque aquella carne estuviera prohibida en los períodos cálidos. Sin circuncidar, el momificador no hacía caso alguno de las prescripciones religiosas; con el rostro alargado, espesas y negras cejas que se unían por encima de la nariz, los labios finos y privados de sangre, las manos interminables, las piernas frágiles, vivía al margen de los mortales.

En la mesa de embalsamamiento, descansaba la momia de un hombre de edad, cuyo flanco acababa de cortar con un cuchillo de obsidiana.

–Os conozco -dijo levantando los ojos hacia Pazair-. Sois el juez que investigáis la muerte de los veteranos.

–¿Habéis momificado a Branir?

–Es mi oficio.

–¿Nada anormal?

–Nada.

–¿Ha acudido alguien a la tumba?

–Desde la inhumación, nadie. Sólo el sacerdote encargado del servicio funerario entró en la capilla.

Pazair quedó decepcionado. Esperaba que el asesino, acuciado por los remordimientos, hubiera implorado el perdón de su víctima para evitar el castigo del más allá. Ni siquiera aquella amenaza lo asustaba.

–¿Tuvo éxito vuestra investigación?

–Lo tendrá.

El momificador, indiferente, clavó sus dientes en el pedazo de cerdo.


La pirámide escalonada dominaba el paisaje de eternidad. Muchas tumbas miraban en su dirección, con el fin de participar en la inmortalidad del faraón Coser, cuya inmensa sombra subía y bajaba cada día la gigantesca escalinata de piedra. Por lo general, escultores, grabadores de jeroglíficos y dibujantes animaban los innumerables trabajos. Aquí se excavaba una tumba; allá, se restauraba otra. Hileras de obreros tiraban de las narrias de madera cargadas de bloques de calcáreo o de granito, y los aguadores saciaban la sed de los obreros.

Aquel día festivo, en el que se veneraba a Inhotep, el maestro de obras de la pirámide escalonada, el paraje estaba desierto. Pazair y Neferet pasaron entre las hileras de tumbas que databan de las primeras dinastías, cuidadosamente conservadas por uno de los hijos de Ramsés el Grande. Cuando la mirada se posaba en los nombres de los difuntos escritos en jeroglíficos, los resucitaba, quebrando el obstáculo del tiempo. El poder del verbo superaba al de la muerte.

La sepultura de Branir, cercana a la pirámide escalonada, había sido construida con una hermosa piedra blanca procedente de las canteras de Turah. El acceso al pozo funerario, que conducía a los aposentos subterráneos donde reposaba la momia, había sido obstruido por una enorme losa, mientras que la capilla permanecía abierta a los vivos, que acudirían a celebrar banquetes en compañía de la estatua y de las representaciones del difunto, cargadas de su energía imperecedera.

El escultor había creado una magnífica efigie de Branir, inmortalizándolo con el aspecto de un hombre de edad, de rostro sereno y anchos hombros. El texto principal, en líneas horizontales superpuestas, deseaba al resucitado la bienvenida al hermoso Occidente; al final de un inmenso viaje, llegaba hasta los suyos, sus hermanos los dioses, se alimentaba de estrellas y se purificaba con el agua del océano primordial. Guiado por su corazón, caminaba por los caminos perfectos de la eternidad.

Pazair leyó en voz alta las fórmulas destinadas a los huéspedes de la tumba: "Vivos que estáis en la tierra y pasáis junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiáis la muerte, pronunciad mi nombre para que viva, decid en mi favor la fórmula de ofrenda."

–Identificaré al asesino -prometió Pazair.

Neferet había soñado en una felicidad apacible, lejos de los conflictos y las ambiciones; pero su amor había nacido en la tormenta, y ni Pazair ni ella misma conocerían la paz antes de haber descubierto la verdad.


Cuando las tinieblas fueron vencidas, la tierra se iluminó. Árboles y hierbas reverdecieron, los pájaros abandonaron el nido, los peces saltaron fuera del agua, los barcos bajaron y subieron por el río. Pazair y Neferet salieron de la capilla, cuyos bajorrelieves acogían las luces del alba. Habían pasado la noche junto al alma de Branir, y la habían sentido próxima, vibrante y cálida. Nunca se habrían separado de él.

Terminada la fiesta, los artesanos volvían al lugar. Algunos sacerdotes celebraban los ritos matinales, para perpetuar la memoria de los desaparecidos. Pazair y Neferet siguieron la larga calzada cubierta del rey Unas, que desembocaba, más abajo, en un templo; se sentaron bajo las palmeras, en el lindero de los cultivos. Una niña, risueña, les llevó dátiles, pan fresco y leche.

–Podríamos quedarnos aquí, olvidar los crímenes, la justicia y a los hombres.

–¿Estás volviéndote soñador, juez Pazair?

–Han querido librarse de mi del modo más vil, y no renunciarán a ello. ¿Es prudente emprender una guerra perdida de antemano?

–Por Branir, por el ser que veneramos, tenemos el deber de combatir sin pensar en nosotros mismos.

–Soy sólo un pequeño juez, que la jerarquía destinará a la más alejada de las provincias. Me destruirán sin problemas.

–¿Tienes miedo ya?

–Me falta valor. El penal fue una prueba espantosa.

Ella posó la cabeza en su hombro.

–Ahora estamos juntos. No has perdido ni un ápice de tu fuerza, lo sé, lo siento.

Una dulce calidez invadió a Pazair. Los dolores desaparecieron, la fatiga se atenuó. Neferet era una hechicera.

–Cada día, durante un mes, beberás el agua recogida en una cubeta de cobre. Es un remedio eficaz contra la languidez y la desesperación.

–¿Quién ha podido tenderme esta trampa, sino alguien que supiera que Branir iba a convertirse en sumo sacerdote de Karnak e iba a ser, así, nuestro más fiel apoyo?

–¿A quién te confiaste?

–A tu perseguidor, el médico en jefe Nebamon, para impresionarle.

–Nebamon… Nebamon tenía la prueba de tu inocencia y me obligaba a casarme con él.

–Cometí un terrible error. Al saber el cercano nombramiento de Branir decidió dar un doble golpe: eliminarlo y acusarme del crimen.

En la frente de Pazair apareció una arruga.

–No es el único culpable posible. Cuando el jefe de policía, Mentmosé, me detuvo, se puso de acuerdo con el decano del porche.

–Policía y magistratura aliados en el crimen…

–Una conspiración, Neferet, una conspiración que reúne a hombres de poder e influencia. Branir y yo comenzábamos a ser molestos, porque yo había reunido indicios decisivos y él me habría permitido proseguir la investigación hasta el final. ¿Por qué fue exterminada la guardia de honor de la esfinge? Ésta es la pregunta a la que debo responder.

–¿Te olvidas del químico Chechi, del robo del hierro celeste, de Asher, el general felón?

–Soy incapaz de relacionar a los sospechosos con los delitos.

–Preocupémonos, ante todo, por la memoria de Branir.


Suti había querido festejar dignamente el regreso de su amigo Pazair invitando al juez y a su mujer a una respetable taberna de Menfis, donde se servía un vino tinto que databa del año uno de Ramsés, cordero asado de primera calidad, legumbres con salsa e inolvidables pasteles. Animado, había intentado hacerles olvidar durante unas horas el asesinato de Branir.

De regreso a casa, tambaleándose, con el cerebro lleno de brumas, chocó con Pantera. La rubia libia le agarró por los cabellos.

–¿De dónde vienes?

–Del penal.

–¿Medio borracho?

–Completamente borracho, pero Pazair está sano y salvo.

–¿Y de mí, te preocupas?

Él la tomó por la cintura, la levantó del suelo y la mantuvo sobre su cabeza.

–He vuelto, ¿no es un milagro?

–No te necesito.

–Mientes, nuestros cuerpos no han acabado de descubrirse.

La tendió dulcemente en la cama, le quitó el corto vestido con la delicadeza de un viejo amante y la penetró con el ardor de un joven. Ella aulló de placer, incapaz de resistir aquel asalto que tanto había esperado.

Cuando descansaron, uno junto a otro, jadeantes y encantados, ella puso la mano en el pecho de Suti.

–Prometí engañarte durante tu ausencia.

–¿Has tenido éxito?

–Nunca lo sabrás. La duda te hará sufrir.

–Desengáñate. Para mí sólo cuentan el instante y el goce.

–¡Eres un monstruo!

–¿Te lamentas de ello?

–¿Seguirás ayudando al juez Pazair?

–Mezclamos nuestra sangre.

–¿Está decidido a vengarse?

–Es juez antes que hombre. La verdad le interesa más que el resentimiento.

–Escúchame, por una vez. No lo alientes y, si persiste, mantente al margen.

–¿A qué viene esta advertencia?

–Se enfrenta a alguien demasiado fuerte.

–¿Y tú qué sabes?

–Un presentimiento.

–¿Qué me ocultas?

–¿Qué mujer podría engañarte?


El despacho del jefe de policía parecía una zumbante colmena. Mentmosé no dejaba de ir y venir, distribuía órdenes, contradictorias a veces, azuzaba a sus empleados para que transportaran los rollos de papiro, las tablillas de madera y los menores archivos acumulados desde que entró en funciones. Con ojos enfebrecidos, Mentmosé se rascaba el calvo cráneo y maldecía la lentitud de su propia administración.

Cuando salió a la calle para comprobar el cargamento de un cairo, chocó con el juez Pazair.

–Querido juez…

–Me contempláis como si fuera un fantasma.

–¡Qué idea! Espero que vuestra salud…

–El penal la quebrantó, pero mi esposa me recompondrá muy pronto. ¿Cambiáis de domicilio?

–Los servicios de irrigación han previsto una abundante crecida. Debo tomar precauciones.

–Este barrio no es inundable, o eso me parece.

–Nunca se es lo bastante prudente.

–¿Y dónde os instaláis?

–Bueno… en mi casa. Es provisional, claro.

–Sobre todo, es ilegal. ¿Lo sabe el decano del porche?

–Nuestro querido decano está muy cansado. Importunarlo habría sido inconveniente.

–¿No tendríais que interrumpir ese traslado de expedientes?

La voz de Mentmosé se hizo gangosa y aguda.

–Tal vez seáis inocente del crimen del que os acusaban, pero vuestra posición sigue siendo incierta y no os autoriza a darme órdenes.

–Es cierto, pero la vuestra os obliga a ayudarme.

Los ojos del jefe de policía se entornaron, como los de un gato.

–¿Qué queréis?

–Examinar de cerca la aguja de nácar que mató a Branir.

Mentmosé se rascó el cráneo.

–En pleno traslado…

–No se trata de archivos sino de pruebas de cargo. Debe de estar en un expediente junto al mensaje que me engañó: "Branir está en peligro, venid en seguida."

–Mis hombres no lo encontraron.

–¿Y la aguja?

–Un momento.

El jefe de policía desapareció. La agitación se calmó. Algunos portadores de papiro dejaron su carga en las estanterías y recuperaron el aliento.

Mentmosé reapareció diez minutos más tarde con el rostro ensombrecido.

–La aguja ha desaparecido.


CAPÍTULO 8


En cuanto Pazair hubo bebido el agua curativa contenida en una copela de cobre, Bravo exigió su parte. El perro, de altas patas, provisto de una larga cola retorcida, grandes orejas caídas que se erguían cuando le acercaban la comida, y con el cuello adornado por un collar de cuero rosa y blanco donde se había inscrito "Bravo, compañero de Pazair", lamió el benéfico líquido, seguido pronto por el asno del juez, que respondía al dulce nombre de Viento del Norte. Traviesa, la mona verde de Neferet, saltó sobre el lomo del asno, tiró de la cola al perro y se refugió detrás de su dueña.


–¿Cómo cuidarme en estas condiciones?

–No os quejéis, juez Pazair. Tenéis el privilegio de que os cuide, a domicilio y permanentemente, un concienzudo médico.

La besó en el cuello, en el lugar preciso donde la hacia estremecerse. Neferet tuvo el valor de rechazarlo.

–La carta.

Pazair se sentó en la posición del escriba y desenrolló en sus rodillas un papiro de buena calidad, de unos veinte centímetros de ancho. Dada la importancia del mensaje, utilizaría sólo el anverso del documento. A la izquierda, la parte enrollada; a la derecha, la desplegada. Para dar un carácter augusto al texto, escribiría en líneas verticales, separadas por una línea muy recta, trazada con su más hermosa tinta y un cálamo, cuya punta estaba perfectamente afilada.

Su mano no tembló.


Al visir Bagey, de parte del juez Pazair.

Quieran los dioses proteger al visir, Ra iluminarle con sus rayos, Amón preservar su integridad, Ptalí darle coherencia.

Espero que vuestra salud sea excelente y que vuestra prosperidad no sea menor. Apelo a vos, en mi calidad de magistrado, para informaros de hechos de excepcional gravedad. No sólo fui acusado, falsamente, del asesinato de Branir el prudente y deportado a un penal de ladrones, sino que también el arma del crimen ha desaparecido, cuando estaba en poder del jefe de Policía, Mentmose.

Juez de barrio, creo haber puesto en evidencia el comportamiento sospechoso del general Asher y demostrado que los cinco veteranos destinados a la guardia de honor de la esfinge fueron asesinados.

En mi persona se ha escarnecido toda la justicia. Intentaron librarse de mí, con la activa complicidad del jefe de policía y del decano del porche, para impedir mi investigación y preservar a unos conspiradores que persiguen un objetivo que ignoro.

Mi suerte personal me importa poco, pero quiero identificar a los culpables de la muerte de mi maestro. Séame también permitido formular mis inquietudes por el país; si tantas muertes atroces permanecen impunes, ¿no serán pronto el crimen y la mentira los nuevos guías del pueblo? Sólo el visir tiene capacidad para arrancar las raíces del mal. Por ello solicito su intervención, ante la mirada de los dioses, y jurando por la Regla que mis palabras son verídicas.


Pazair fechó la carta, puso su sello en el papiro, lo enrolló, lo ató y después lo cerró con un sello de arcilla. Escribió su nombre y el del destinatario. En menos de una hora lo entregaría al mensajero, que lo depositaría aquel mismo día en el despacho del visir.

El juez se levantó inquieto.

–Esta carta puede significar nuestro exilio.

–Ten confianza. La reputación del visir Bagey es merecida.

–Si nos equivocamos, nos separarán para siempre.

–No, partiría contigo.


No había nadie en el jardincillo. La puerta de la pequeña casa blanca estaba abierta, y Pazair entró. Ni Suti ni Pantera estaban allí, a pesar de lo avanzado de la hora. Poco antes de la puesta del sol, los amantes habrían podido tomar el fresco en el cenador, junto al pozo.

Pazair, intrigado, atravesó la estancia principal. Por fin oyó unos ruidos. No procedían de la alcoba, sino de la cocina al aire libre, situada detrás de la vivienda. Sin duda alguna, Pantera y Suti estaban trabajando.

La rubia libia fabricaba mantequilla, mezclándola con ifenogreco y alcaravea, para conservarla en la parte más fresca del sótano, sin añadirle agua ni sal para que no se oscureciera.

Suti preparaba cerveza. Había hecho una pasta, superficialmente cocida en moldes dispuestos alrededor de un hogar, con harina de cebada molida y amasada. Los panes obtenidos maceraban en agua azucarada con dátiles. Tras la fermentación era preciso agitar y filtrar el liquido, y luego verterlo en una jarra untada de arcilla, indispensable para la conservación.

Había tres jarras colocadas en los agujeros de una tabla elevada y provistas de un tapón de barro seco.

–¿Te dedicas a la artesanía? – preguntó Pazair.

Suti se volvió.

–¡Ni siquiera te había oído! Sí, Pantera y yo hemos decidido hacer fortuna. Ella fabricará mantequilla y yo cerveza.

Harta, la libia apartó la materia grasa, se secó las manos con un paño oscuro y desapareció sin saludar al juez.

–No se lo reproches, es una colérica. Olvidemos la mantequilla. ¡Afortunadamente, hay cerveza! Prueba esto.

Suti sacó de su agujero la jarra más grande, quitó el tapón y colocó el tubo conectado a un filtro que sólo dejaba pasar el líquido y que retendría los trozos de pasta en suspensión.

Pazair aspiró, pero se interrumpió casi enseguida.

–¡Agria!

–¿Cómo, agria? He seguido la receta al pie de la letra.

Suti aspiró a su vez y escupió.

–¡Infecta! Abandono la fabricación de cerveza, no es un oficio para mí. ¿Cuál es la situación?

–He escrito al visir.

–Peligroso.

–Indispensable.

–No resistirás el próximo penal.

–La justicia triunfará.

–Tu credulidad es conmovedora.

–El visir Bagey actuará.

–¿Y por qué no va a estar corrompido y comprometido, como el jefe de policía y el decano del porche?

–Porque es el visir Bagey.

–Ese viejo pedazo de palo es inaccesible a cualquier sentimiento.

–Defenderá el interés de Egipto.

–Espero que los dioses te oigan.

–Esta noche he recordado el horrible momento en que vi la aguja de nácar clavada en el cuello de Branir. Es un objeto precioso de elevado precio, que sólo una mano experta podía manejar.

–¿Una pista?

–Una simple idea, carente de interés quizá. ¿Aprobarías una visita al principal taller de tejido de Menfis?

–¿Yo, en misión?

–Parece que las mujeres son allí muy hermosas.

–¿Te dan miedo?

–El taller no está en mi jurisdicción. Mentmosé aprovecharía el menor paso en falso.


Monopolio real, el tejido empleaba gran número de hombres y mujeres. Trabajaban en telares de bajo lizo, formados por dos cilindros en los que se enrollaban los hilos de la urdimbre, y de alto lizo, formado por un marco rectangular colocado verticalmente, enrollándose el hilo de la urdimbre en el cilindro superior y la tela en el cilindro inferior. Algunos tejidos superaban los veinte metros de largo y su anchura variaba de un metro veinte a un metro ochenta.

Suti observó a un tejedor, con el pecho apoyado en las rodillas, que terminaba un galón para la túnica de un noble; prestó más atención a las muchachas que torcían los hilos y enrollaban en ovillo las fibras de lino enriadas. Sus colegas, no menos seductoras, disponían una urdimbre sobre el enjulio superior de un telar puesto a lo largo, antes de entrecruzar dos series de hilos tensos. Una hilandera utilizaba un bastón coronado por un disco de madera que manejaba con pasmosa destreza.

Suti no pasó desapercibido; su largo rostro, su mirada directa, sus largos cabellos negros, su aspecto lleno de elegancia y fuerza dejaban indiferentes a pocas mujeres.

–¿Qué buscáis? – preguntó la hilandera, que mojaba las fibras para obtener un hilo delgado y resistente.

–Me gustaría hablar con el director del taller.

–La señora Tapeni sólo recibe a los visitantes recomendados por palacio.

–¿Nunca hace excepciones? – murmuró Suti.

Conmovida, la hilandera abandonó su instrumento.

–Voy a ver.

El taller era grande y estaba limpio. La inspección de trabajo lo exigía. La luz entraba por tragaluces rectangulares practicados en el techo plano y la circulación de aire se obtenía gracias a una sabia disposición de ventanas oblongas. En invierno trabajaban calientes; en verano, frescos. Los especialistas calificados, tras varios años de aprendizaje, percibían un salario elevado, sin discriminación entre hombres y mujeres.

Cuando Suti sonreía a una tejedora, la hilandera regreso.

–Seguidme.

La señora Tapeni, cuyo nombre significaba "el ratón", se hallaba en una inmensa sala donde había telares, urdimbres, bobinas de hilo, agujas, bastones de hilandera y demás instrumentos necesarios para la práctica de su arte. Pequeña, con los cabellos negros, los ojos verdes y la piel oscura, muy vivaz, reinaba sobre los obreros con mano de militar. Su aparente dulzura ocultaba un autoritarismo a menudo penoso. Pero los productos que salían de su taller eran de tal belleza que no podía hacérsele crítica alguna. Soltera a los treinta años, Tapeni pensaba sólo en su oficio. Hijos y familia le parecían obstáculos para la prosecución de una carrera.

En cuanto vio a Suti, tuvo miedo. Miedo de enamorarse estúpidamente de un hombre al que le bastaba comparecer para seducir. Su temor se transformó en seguida en otro sentimiento, muy excitante: el irresistible atractivo de la cazadora ante la pieza. Su voz se hizo acariciadora.

–¿Cómo puedo ayudaros?

–Se trata de un asunto… privado.

Tapeni despidió a sus ayudantes. El perfume del misterio aumentaba su curiosidad.

–Ahora estamos solos.

Suti dio la vuelta a la estancia y se detuvo ante una hilera de agujas de nácar dispuestas en una tabla cubierta de tejido.

–Son soberbias. ¿Quién está autorizado a manejarlas?

–¿Os interesan los secretos de mi oficio?

–Me apasionan.

–¿Inspector de palacio?

–Tranquilizaos: busco a alguien que utilizó este tipo de aguja.

–¿Una amante en fuga?

–¿Quién sabe?

–También los hombres las utilizan. Espero que no seáis…

–Alejad vuestros temores.

–¿Cómo os llamáis?

–Suti.

–¿Vuestra profesión?

–Viajo mucho.

–Comerciante y un poco espía… Sois muy guapo.

–Y vos encantadora.

–¿De verdad?

Tapeni corrió el pestillo de madera que servia de cerrojo.

–¿Pueden encontrarse estas agujas en cualquier taller?

–Sólo los mayores las poseen.

–Entonces, la lista de usuarios es limitada.

–Ciertamente.

Ella se acercó, giró a su alrededor, tocó sus hombros.

–Eres fuerte. Debes de saber combatir.

–Soy un héroe. ¿Querríais darme algunos nombres?

–Tal vez. ¿Tanta prisa tienes?

–Identificar al propietario de una aguja como ésta…

–Cállate un poco, más tarde hablaremos. Aceptaré ayudarte, a condición de que te muestres tierno, muy tierno…

Posó sus labios en los de Suti que, tras una breve vacilación, se vio obligado a responder a la invitación. La cortesía y el sentido de la reciprocidad eran valores intangibles de la civilización. No rechazar un regalo era uno de los imperativos de la moral de Suti.

La señora Tapeni untó el sexo de su amante con una pomada a base de semillas de acacia machacadas con miel; esterilizado el esperma, gozaría con total tranquilidad de aquel magnifico cuerpo de hombre, olvidando el ruido de los telares y las recriminaciones de los obreros.

"Investigar para Pazair -pensó Suti- no sólo presenta peligros."


CAPÍTULO 9


El juez Pazair y su policía, el nubio Kem, se dieron un abrazo. El coloso negro iba acompañado por su babuino de mirada tan inquisidora que asustaba a los viandantes. Conmovido hasta las lágrimas, el nubio se palpó la prótesis de madera que sustituía su nariz cortada.


–Neferet me lo ha contado todo. Estoy libre gracias a vosotros dos.

–El babuino se mostró persuasivo.

–¿Noticias de Nebamon?

–Descansa en su mansión.

–Volverá al ataque.

–¿Quién lo duda? Tendréis que mostraros más prudente.

–Siempre que siga siendo juez. He escrito al visir: o se encarga de la investigación y me confirma en mis funciones o considera mi petición insolente e inaceptable.

Rubicundo, rollizo, con los brazos cargados de papiro, el escribano Iarrot entró en el despacho del juez.

–¡Esto es lo que he hecho en vuestra ausencia! ¿Debo seguir trabajando?

–Ignoro mi suerte futura, pero detesto que los expedientes esperen. Mientras no me lo prohíban, seguiré poniendo mi sello. ¿Cómo está tu hija?

–Un comienzo de sarampión y una pelea con un muchachuelo odioso que le arañó la cara. He denunciado a los padres. Afortunadamente cada vez baila mejor. Pero mi mujer… ¡qué arpía!

Gruñón, Iarrot colocó los papiros en sus casillas.

–No saldré de mi despacho antes de que el visir responda -indicó Pazair.

–Voy a dar una vuelta por casa de Nebamon -declaró el nubio.


Neferet y Pazair habían tomado la decisión de no vivir nunca en casa de Branir. Nadie debía residir en el lugar golpeado por la desgracia. Se limitarían a la pequeña morada oficial, la mitad de la cual estaba ocupada por los archivos del juez. Si los expulsaban, regresarían a la región tebana.

Neferet se levantaba antes que Pazair, al que le gustaba trabajar hasta muy tarde. Tras haberse lavado y maquillado, alimentaba al perro, al asno y a la mona verde. Bravo, que tenía una pequeña infección en una pata, era cuidado con limo del Nilo, cuyas virtudes desinfectantes actuaban de prisa.

La joven colocaba su estuche médico en el lomo de Viento del Norte; con un innato sentido de la orientación, el asno la guiaba por las callejas del barrio donde los enfermos requerían su intervención. Le pagaban llenando de alimentos variados los cestos que el asno llevaba con evidente satisfacción. Ricos y pobres no vivían en barrios separados; algunas terrazas arboladas dominaban pequeñas casas de ladrillos secos, vastas mansiones rodeadas de jardines se hallaban junto a animadas callejas por las que circulaban animales y gente. Se gritaba, se negociaba, se reía, pero Neferet no tenía tiempo de participar en discusiones y festejos. Después de tres días de incierta lucha, expulsaba por fin una fiebre maligna del cuerpo de una niña a la que habían invadido los demonios de la noche. La pequeña enferma podía tomar ya leche de nodriza, conservada en un recipiente con forma de hipopótamo. Los latidos de su corazón eran buenos, el pulso regular. Neferet adornó su garganta con un collar de flores y sus orejas con ligeros pendientes; la sonrisa de su paciente fue la más hermosa recompensa. Cuando regresó, rendida, Suti discutía con Pazair.

–Vi a la señora Tapeni, superior del principal taller de tejido de Menfis.

–¿Resultados?

–Acepta ayudarme.

–¿Alguna pista seria?

–Todavía no. Numerosas personas pudieron utilizar este tipo de aguja.

Pazair bajó la mirada.

–Dime, Suti… ¿Es hermosa la tal señora Tapeni?

–No es desagradable.

–¿Y ese primer contacto fue sólo… amistoso?

–La señora Tapeni es independiente y afectuosa.

Neferet se perfumó y les sirvió bebida.

–Esta cerveza no tiene riesgos -indicó Pazair-; lo que tal vez no suceda en tu relación con Tapeni.

–¿Piensas en Pantera? Comprenderá las necesidades de la investigación.

Suti besó a Neferet en ambas mejillas.

–No olvidéis, ni el uno ni la otra, que soy un héroe.


A Denes, rico y afamado transportista, le gustaba descansar en la sala de estar de su suntuosa mansión de Menfis. En las paredes había flores de loto; en el suelo, losas de color, evocación de los peces debatiéndose en un estanque. En una decena de cestos colocados en mesillas, granadas y uva.

Cuando regresaba de los muelles, donde controlaba la llegada y la partida de sus barcos, le gustaba degustar leche cuajada con sal y beber agua, que se mantenía fresca en una jarra de terracota. Tendido en unos almohadones, hacía que una sirvienta le diera un masaje y que le afeitara su barbero personal, igualando los pelos de su fina barba blanca. Con el rostro cuadrado, pesado, Denes dejaba de dar órdenes cuando intervenía su esposa, Nenofar; corpulenta e imponente, vestida a la última moda, poseía las tres cuartas partes de la fortuna de la pareja. Por lo tanto, en sus numerosos enfrentamientos, Denes consideraba preferible ceder.

Aquella tarde no había disputas. Denes ponía su cara de los días malos y ni siquiera escuchaba el inflamado discurso de Nenofar, que maldecía al fisco, el calor y las moscas.

Cuando un sirviente introdujo al dentista Qadash, Denes se levantó y lo besó.

–Pazair ha regresado -declaró, huraño, el facultativo.

Lagrimeante, con la frente pequeña y los pómulos salientes, se frotaba sus manos, enrojecidas a causa de la mala circulación sanguínea. En su nariz se observaban venitas violetas a punto de estallar. Con sus blancos cabellos en desorden, Qadash se agitaba.

Él y su amigo Denes habían sufrido las sospechas del juez y aguantado sus ataques, sin que consiguiera demostrar su culpabilidad.

–¿Qué ha ocurrido? ¡Un informe oficial proclamaba la muerte de Pazair!

–Tranquilizate -recomendó Denes-. Ha vuelto, pero no se atreverá a emprender acción alguna contra nosotros. Su detención le ha destrozado.

–¿Y tú qué sabes? – protestó Nenofar, que se maquillaba tomando ungüento con una cuchara cuyo mango representaba a un negro tendido con las manos atadas a la espalda-. El pequeño juez es empecinado. Se vengará.

–No le temo.

–Porque estás ciego, como de costumbre.

–Tu posición en la corte nos permite estar permanentemente informados de las actuaciones de Pazair.

La señora Nenofar, que dirigía con ardor un equipo de agentes comerciales encargados de vender productos egipcios en el extranjero, había obtenido los puestos de intendente de paños e inspectora del Tesoro.

–El aparato judicial no tiene relación alguna con las exigencias económicas -objetó-. ¿Y si llega hasta el visir?

–Bagey es tan rígido como intratable. No se dejará manipular por un magistrado ambicioso cuyo único objetivo es formar escándalo para aumentar su notoriedad.

La llegada del químico Chechi interrumpió la conversación. Pequeño, con el labio superior adornado por un bigote negro, encerrado hasta el punto de confiarse días enteros en el silencio, se desplazaba como una sombra.

–Me he retrasado.

–¡Pazair está en Menfis! – farfulló Qadash.

–Estoy al corriente.

–¿Qué piensa el general Asher?

–Está tan sorprendido como nosotros. Habíamos recibido con júbilo el anuncio de la muerte del juez.

–¿Quién lo ha hecho liberar?

–Asher lo ignora.

–¿Qué medidas piensa tomar?

–No he tenido derecho a sus confidencias.

–¿Y el programa de armamento? – preguntó Denes.

–Prosigue.

–¿Expedición a la vista?

–El libio Adafi ha fomentado algunos desórdenes cerca de Biblos, pero las fuerzas del orden han bastado para detener la rebelión de dos aldeas.

–Así pues, Asher mantiene la confianza del faraón.

–Mientras no se pruebe su culpabilidad, el rey no puede destituir a un héroe que él mismo condecoró y nombró jefe de sus instructores del ejército de Asia.

La señora Nenofar se puso al cuello un collar de amatistas.

–La guerra es a menudo conveniente para el comercio. Si Asher prevé una campaña contra Siria o Libia, advertídmelo sin tardanza. Cambiaré mis circuitos comerciales y sabré mostrarme generosa con vos.

Chechi se inclinó.

–¡Olvidáis a Pazair! – protestó Qadash.

–Un hombre solo contra fuerzas que lo aplastarán -ironizó Denes-. Actuemos con astucia.

–¿Y si comprende?

–Dejemos actuar a Nebamon. ¿No es nuestro brillante médico el peor afectado?

Nebamon tomaba una decena de baños calientes diarios en una gran cubeta de granito rosa en la que sus servidores vertían un líquido aromatizado. Luego se untaba los testículos con una pomada calmante que, poco a poco, apaciguaba el dolor.

El maldito babuino de Kem, el policía nubio, casi le había arrancado la virilidad. Dos días después de la agresión, una profusión de granos había afligido la delicada piel de las bolsas. Temiendo que supuraran, el médico en jefe se había aislado en la más hermosa de sus mansiones, tras haber anulado las operaciones de cirugía estética prometidas a las envejecidas bellezas de la corte.

Cuanto más odiaba a Pazair, más amaba a Neferet. Se había burlado de él, cierto, pero no le guardaba rencor alguno.

Sin aquel juez mediocre, pernicioso a fuerza de obstinación, la joven habría cedido y se habría convertido en su esposa.

Nebamon no había fracasado nunca. Sufría en sus carnes aquella insoportable afrenta. El mejor aliado de Nebamon seguía siendo Mentmosé. La posición del jefe de policía, que había destruido el mensaje con el que se había atraído a Pazair junto a su maestro y el arma del crimen, se hacia muy delicada. Una investigación seria demostraría, por lo menos, su incompetencia. Mentmosé, que había intrigado durante toda su vida para obtener su puesto, no soportaría ser revocado. Por lo tanto, no todo estaba perdido.

El general Asher dirigía personalmente el ejercicio de los soldados de élite que, en cuanto recibieran la orden, partirían hacia Asia. Pequeño, con rostro de roedor, los cabellos muy cortos, los hombros cubiertos de pelo negro e hirsuto, las piernas cortas, el pecho cruzado por una cicatriz, se complacía realmente viendo sufrir a los hombres cargados con sacos llenos de piedras, obligados a arrastrarse por la arena y el polvo y a defenderse de un agresor armado con un cuchillo. Eliminaba sin piedad a los vencidos. Los oficiales no gozaban de prerrogativa alguna; también ellos debían demostrar sus aptitudes físicas.

–¿Qué pensáis de esos futuros héroes, Mentmosé?

El jefe de policía, arrebujado en un manto de lana, no soportaba el frescor del alba.

–Felicidades, general.

–La mitad de estos imbéciles no es apta para el servicio, y la otra mitad no es mucho mejor. Nuestro ejército es demasiado rico y demasiado perezoso. Hemos perdido el gusto por la victoria.

Mentmosé estornudó.

–¿Habéis cogido frío?

–Las preocupaciones, la fatiga…

–¿El juez Pazair?

–Vuestra ayuda me seria preciosa, general.

–En Egipto nadie puede atacar a la justicia. En otros países tendríamos más libertad.

–Un informe afirmaba que había muerto en Asia…

–Simple error administrativo, del que no soy responsable. El proceso que me instruyó Pazair no tuvo éxito, y me han mantenido en mis funciones. Lo demás no me interesa.

–Deberíais mostraros más circunspecto.

–¿No ha sido descalificado ese pequeño juez?

–Las acusaciones que se le hacían han sido retiradas. ¿No podríamos estudiar juntos… una solución?

–Vos sois policía, yo soy soldado. No mezclemos los géneros.

–En nuestro respectivo interés…

–Mi interés consiste en mantenerme lo más alejado posible de ese juez. Hasta luego, Mentmosé; mis oficiales me esperan.


CAPÍTULO 10


La hiena atravesó el arrabal del sur, lanzó su siniestro grito, descendió hasta la orilla y bebió en el canal. Unos niños aullaron asustados. Sus madres los metieron en las casas y cerraron la puerta. Nadie atacó al animal, enorme y seguro de sí mismo. Ni siquiera los cazadores experimentados se atrevieron a acercarse. Satisfecha, la hiena regresó al desierto.


Todos recordaron la antigua profecía: cuando las bestias salvajes beban en el río, la injusticia reinará y la felicidad abandonará el país.

El pueblo murmuró y su lamento, mil veces repetido de un barrio a otro, llegó a oídos de Ramsés el Grande. Lo invisible comenzaba a hablar; encarnándose en el cuerpo de una hiena, desautorizaba al rey ante los ojos del país. En todas las provincias, la gente se inquietó por el mal presagio y se interrogó sobre la legitimidad del reinado.

El faraón tendría que actuar muy pronto.


Neferet barría la habitación con una corta escoba; de rodillas, sujetaba con fuerza el rígido mango y, con su flexible muñeca, agitaba las largas fibras de junco unidas en un manojo.

–La respuesta del visir no llega -observó Pazair, que estaba sentado en una silla baja.

Neferet apoyó la cabeza en las rodillas del juez.

–¿Por qué te atormentas sin cesar? La inquietud te corroe y te debilita.

–¿Qué intentará contra ti Nebamon?

–¿Acaso no me protegerás tú?

Él le acarició los cabellos.

–Todo lo que deseo, lo encuentro a tu lado. ¡Qué hermosa es esta hora! Cuando duermo junto a ti, me inunda una eternidad de gozo. Amándome, has elevado mi corazón. Estás en él, lo llenas con tu presencia. No te alejes nunca de mí. Cuando te miro, mis ojos no necesitan otra luz.

Sus labios se unieron con la suavidad de una primera emoción.


Neferet se disponía a salir para sus consultas cuando una joven sin aliento corrió hacia ella.

–¡Aguardad, os lo ruego! – gritó Silkis, la esposa del alto funcionario Bel-Tran.

El asno, que cargaba con el estuche médico, aceptó permanecer inmóvil.

–Mi marido desearía ver urgentemente al juez Pazair.

Bel-Tran, fabricante y vendedor de papiro, se había distinguido por sus cualidades de gestor y había sido elevado al rango de tesorero principal de los graneros y, luego, de subdirector del Tesoro. Pazair lo había ayudado en un periodo difícil y sentía por él agradecimiento y amistad. Silkis, mucho más joven que su marido, había sido cliente del médico en jefe Nebamon, que había conseguido afinar su rostro y sus grandes caderas. Bel-Tran quería llevar junto a sí a una esposa digna de las más hermosas damas de Egipto, aunque fuera a costa de la cirugía estética. Con la piel clara y los rasgos más finos, Silkis parecía una adolescente de rotundas formas.

–Si aceptara venir conmigo, lo llevaría a la sede del Tesoro, donde Bel-Tran lo recibirá antes de marcharse al delta. Pero primero me gustaría disfrutar de vuestros cuidados.

–¿Qué os pasa?

–Tengo espantosas jaquecas.

–¿Qué coméis?

–Muchas golosinas, lo confieso. Adoro el zumo de higo, me encanta el zumo de granada y cubro mis pasteles con zumo de algarrobo.

–¿Legumbres?

–Me gustan menos.

–Pues más legumbres y menos golosinas. Vuestras jaquecas disminuirán. Os aplicaréis localmente una pomada.

Neferet le prescribió un remedio compuesto por tallo de caña, enebro, savia de pino, bayas de laurel y resma de terebinto, machacados y convertidos en una masa compacta mezclada con grasa.

–Mi marido os pagará generosamente.

–Como quiera.

–¿Aceptaríais ser nuestro médico?

–Si mi terapia os conviene, ¿por qué no?

–A mi marido y a mí nos satisfaría mucho. ¿Puedo llevarme al juez?

–A condición de que no lo perdáis.


Cuanto más deprisa trabajaba Bel-Tran, más expedientes delicados y espinosos le confiaban. Su prodigiosa memoria para las cifras y su capacidad para calcular a una velocidad asombrosa lo hacían indispensable. Unas semanas después de su entrada en funciones entre los altos funcionados del Tesoro, obtenía un ascenso y se convertía en uno de los íntimos colaboradores del director de la Casa del oro y de la plata, a cargo de las finanzas del reino. No dejaba de recibir elogios; preciso, rápido, metódico, encarnizado trabajador, dormía poco, era el primero que llegaba a los locales del Tesoro y el último que se marchaba. Algunos le auguraban una fulgurante carrera.

Bel-Tran estaba rodeado de tres escribas a los que les dictaba cartas administrativas cuando su esposa introdujo a Pazair. Le dio un fuerte abrazo, terminó la tarea que estaba haciendo, despidió a los escribas y rogó a su mujer que le preparara un copioso almuerzo.

–Tenemos cocinero, pero Silkis es intratable en lo que se refiere a la calidad de los productos. Su opinión es decisiva.

–Parecéis muy ocupado.

–Nunca imaginé que mis nuevas funciones fueran tan exaltantes. Pero hablemos de vos.

Con los negros cabellos pegados con ungüento oloroso a un cráneo redondo, de pesada osamenta y manos y pies rollizos, Bel-Tran hablaba deprisa y se movía sin cesar. Parecía incapaz de disfrutar un momento de reposo, incitado por diez proyectos y mil preocupaciones.

–Habéis vivido un calvario. Me informaron muy tarde y no pude intervenir en modo alguno.

–No os lo reprocho. Sólo Suti podía sacarme de aquel mal paso.

–Y a vuestro entender, ¿quiénes son los culpables?

–El decano del porche, Mentmosé y Nebamon.

–El decano tendrá que dimitir. El caso de Mentmosé es más delicado; jurará que fue engañado. Por lo que a Nebamon se refiere, está agazapado en su propiedad, pero no es hombre que renuncie. ¿Olvidáis al general Asher? Os odia. Durante el proceso estuvisteis a punto de destruir su reputación; su poder, sin embargo, permanece intacto y su influencia no ha disminuido. ¿No será él, en la sombra, quien manipule las marionetas?

–He escrito al visir para solicitarle proseguir la investigación.

–Excelente idea.

–No me ha respondido todavía.

–Tengo confianza. Bagey no aceptará que la justicia sea burlada de ese modo. Atacándoos a vos, vuestros enemigos chocarán con él.

–Aunque me aparte del asunto, aunque no me permita volver a ser juez, descubriré al asesino de Branir. Me considero responsable de su muerte.

–¿Qué estáis imaginando?

–Fui demasiado charlatán.

–No os torturéis así.

–Acusarme de haberle asesinado era el golpe más cruel que podían darme.

–¡Han fracasado, Pazair! Quería veros para aseguraros mi apoyo. Sean cuales sean las pruebas futuras, estoy con vos. ¿No deseáis trasladaros, vivir en una casa más espaciosa?

–Espero la respuesta del visir.


Kem, incluso en el sueño, permanecía alerta. Conservaba el instinto del cazador de sus años de infancia y. adolescencia pasados en las lejanas regiones de Nubia. ¿Cuántos de sus compañeros, demasiado seguros de sí mismos, habían perecido en la sabana, heridos por las zarpas de un león?

El nubio despertó sobresaltado y se palpó la nariz de madera; a veces soñaba que la materia inerte se transformaba en carne palpitante; pero no era hora de ilusiones; unos hombres subían la escalera. El babuino también había abierto los ojos. Kem vivía rodeado de arcos, espadas, puñales y escudos. Se equipó en un instante, mientras dos policías echaban abajo la puerta del alojamiento. Derribó al primero, el babuino al segundo. Pero veinte agresores más le siguieron.

–¡Huye! – ordenó el nubio a su mono.

El babuino le dirigió una mirada en la que se mezclaban el despecho y la promesa de venganza. Escapando de la jauría, salió por una ventana, saltó al techo de la casa vecina y desapareció.

Kem, luchando con desesperada energía, fue difícil de dominar; caído de espaldas, agarrotado, vio entrar a Mentmosé.

El propio jefe de policía puso una calceta con forma de almendra hueca en las atadas muñecas.

–Por fin tenemos al asesino -dijo sonriendo.


Pantera machacó los restos de zafiro, esmeralda, topacio y hematites, tamizó el polvo obtenido en un cedazo de fino junco y, luego, lo vertió todo en un caldero bajo el que había encendido un fuego de leña de sicómoro. Añadió un poco de resma de terebinto para obtener un ungüento de lujo, con el que formaría un cono; engrasaría con él las pelucas, sus tocados y cabellos, y se perfumaría el cuerpo entero.

Suti sorprendió a la rubia libia cuando se inclinaba sobre su mixtura.

–Me cuestas muy cara, diablesa, y todavía no he encontrado el medio de hacer fortuna. Ahora ni siquiera puedo venderte como esclava.

–Te has acostado con una egipcia.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo noto. Su olor te mancilla.

–Pazair me ha confiado una investigación delicada.

–¡Pazair, siempre Pazair! ¿Te ordenó que me engañaras?

–He conversado con una mujer notable, encargada del principal taller de tejido de la ciudad.

–¿Qué tiene de tan…, notable? Sus nalgas, su sexo, sus pechos, su…

–No seas vulgar.

Pantera se lanzó sobre su amante con tanta violencia que le arrojó contra la pared y le cortó la respiración.

–¿En tu país no es un crimen ser infiel?

–No estamos casados.

–¡Claro que si, vivimos bajo el mismo techo!

–A causa de tus orígenes, necesitaríamos un contrato. Detesto el papeleo.

–Si no la abandonas inmediatamente, te mataré.

Suti invirtió la situación. Esta vez le tocó a la libia encontrarse de espaldas a la pared.

–Escúchame bien, Pantera. Nadie me ha dictado nunca mi conducta. Si debo casarme con otra para cumplir con mis deberes de amigo, lo haré. O lo comprendes, o te vas.

Sus ojos se dilataron, pero no brotó de ellos lágrima alguna. Ella le mataría. Seguro.


Con su más hermosa escritura, el juez Pazair se disponía a redactar una segunda misiva para el visir, con el fin de hacer más hincapié en la gravedad de los hechos y solicitar una intervención urgente del primer magistrado de Egipto, cuando el jefe de policía entró en su despacho.

Mentmosé tenía cara de satisfacción.

–Juez Pazair, merezco vuestras felicitaciones.

–¿Por qué razón?

–He detenido al asesino de Branir.

Sin abandonar la postura del escriba, Pazair observó a Mentmosé.

–El asunto es demasiado grave para bromear con él.

–No bromeo.

–¿Cómo se llama?

–Kem, vuestro policía nubio.

–Es grotesco.

–¡Ese hombre es un animal! Recordad su pasado, ya ha matado.

–Vuestras acusaciones son de extremada gravedad. ¿En qué pruebas se basan?

–Testigo ocular.

–Que comparezca ante mí.

Mentmosé pareció molesto.

–Desgraciadamente, es imposible y, sobre todo, inútil.

–¿Inútil?

–Se ha entablado el proceso y se ha hecho justicia.

Pazair se levantó atónito.

–Tengo un documento firmado por el decano del porche.

El juez leyó el papiro. Kem, condenado a muerte, había sido encerrado en una mazmorra de la gran prisión.

–No se menciona el nombre del testigo.

–No tiene importancia… Vio a Kem matando a Branir y ha declarado bajo juramento.

–¿Quién es?

–Olvidadlo. El asesino será castigado, eso es lo esencial.

–¡Perdéis vuestra sangre fría, Mentmosé! Antaño, ni siquiera os habríais atrevido a mostrarme un documento tan miserable.

–No comprendo…

–La sentencia se ha pronunciado sin la presencia del acusado, esta ilegalidad supone la anulación del procedimiento.

–Os traigo la cabeza del culpable y me habláis de técnica judicial.

–De justicia -rectificó Pazair.

–¡Sed razonable por una vez! Ciertos escrúpulos son estériles.

–No se ha establecido la culpabilidad de Kem.

–No importa. ¿Quién echará en falta a un negro mutilado y criminal?

Si Pazair no hubiera estado revestido de su dignidad de juez, no habría contenido la violencia que lo inflamaba.

–Conozco la vida mejor que vos -prosiguió Mentmosé-. Algunos sacrificios son necesarios. Vuestra función os obliga a pensar primero en el reino, en su bienestar y su seguridad.

–¿Los amenaza, acaso, Kem?

–Ni vos ni yo tenemos interés en levantar ciertos velos. Osiris recibirá a Branir en el paraíso de los justos, y el crimen será castigado. ¿Qué más queréis?

–La verdad, Mentmosé.

–¡Ilusiones!

–Sin ella, Egipto moriría.

–Seréis vos quien desaparecerá, Pazair.


Kem no temía la muerte, pero sufría por la ausencia de su babuino. Privado de un hermano, tras tantos años de trabajo en común, no podía ya cambiar con él miradas cómplices y tener en cuenta sus intuiciones. Sin embargo, se alegraba de que su libertad estuviera preservada. Él estaba encerrado en una especie de sótano de techo bajo donde reinaba un calor asfixiante. Sin juicio, una condena inmediata y una ejecución sumaria: esta vez no escaparía de sus enemigos. Pazair no tendría tiempo de intervenir y sólo podría deplorar la desaparición del nubio, que Mentmosé disfrazaría de accidente.

Kem no sentía aprecio alguno por la raza humana. La consideraba corrupta, vil y solapada, apenas buena para servir de pasto al monstruo que, junto a la balanza del juicio final, devoraba a los condenados. Una de las pocas cosas que le causaban felicidad era haber conocido a Pazair; con su actitud, afirmaba la existencia de una justicia en la que Kem no creía desde hacía mucho tiempo. Con Neferet, su compañera para toda la eternidad, estaba comprometido en un combate perdido de antemano, sin preocuparse por su destino. Al nubio le hubiera gustado ayudarle hasta el desastre final, en el que la mentira, como de costumbre, prevalecería.

La puerta de la celda se abrió.

El nubio se irguió e hinchó el pecho. No le daría al verdugo la imagen de un hombre abatido. Enderezando la espalda, salió de su prisión tras apartar el brazo que se tendía hacia él.

Deslumbrado por el sol, creyó que sus ojos lo engañaban.

–No es…

Pazair cortó la cuerda que ataba las muñecas de Kem.

–He destruido la acusación por sus numerosas ilegalidades. Sois libre.

El coloso tomó al juez en sus brazos, y estuvo a punto de ahogarle.

–¿No tenéis va bastantes problemas? Tendríais que haberme olvidado en esta mazmorra.

–¿El encarcelamiento ha debilitado vuestras facultades?

–¿Y mi mono?

–Ha huido.

–Volverá.

–También él está disculpado. El decano del porche ha reconocido el fundamento de mis protestas y ha desautorizado al jefe de policía.

–Le retorceré el cuello a Mentmosé.

–Seríais culpable de asesinato, y tenemos mejores cosas que hacer, especialmente identificar al misterioso testigo ocular que está en la base de vuestro arresto.

El nubio levantó al cielo sus puños cerrados.

–¡Dejádmelo a mí!

El juez no respondió. Kem se sintió animado por una salvaje alegría cuando recuperó su arco, sus flechas, su maza y su escudo de madera cubierto de piel de buey.

–El babuino es un asesino -añadió risueño-. No lo detendrá ley alguna.


Ramsés el Grande centró su atención ante el desvalijado sarcófago de Keops. Con un nudo en la garganta, el pecho dolorido, el hombre más poderoso del mundo se había convertido en esclavo de una pandilla de asesinos y ladrones. Apoderándose de los sagrados emblemas de la realeza, privándole de la gran magia de Estado prevista por los dioses, convertían su poder en ilegitimo y lo condenaban a abdicar, antes o después, en favor de un intrigante que destruiría la obra emprendida hacía ya tantas dinastías.

Los criminales no atacaban sólo su persona, sino el ideal de gobierno y los valores tradicionales que encarnaba. Si entre los culpables había algunos egipcios, no habrían actuado solos; libios, hititas o sirios les habrían insuflado el más maléfico de los proyectos para derribar Egipto de su pedestal y abrirlo a las influencias extranjeras, hasta el punto de hacerlo dependiente.

El testamento de los dioses había sido transmitido y conservado intacto de faraón en faraón. Hoy estaba en unas manos impuras y lo manipulaban cerebros diabólicos. Durante mucho tiempo, Ramsés había esperado que el cielo lo protegiera y el pueblo siguiera ignorando el drama, hasta poder encontrar una solución.

Pero la estrella del gran monarca comenzaba a apagarse. La próxima crecida seria insuficiente. Las reservas de los graneros reales alimentarían las provincias más desfavorecidas y ningún egipcio moriría de hambre. Pero algunos cultivadores se verían obligados a abandonar sus campos y se murmuraría que el rey no tenía ya la capacidad de apartar la desgracia, a menos que celebrara una fiesta de regeneración, durante la que dioses y diosas le insuflarían una nueva energía. Una energía reservada al depositario del testamento que legitimara su reinado.

Ramsés el Grande imploró la luz de la que era hijo; no cedería sin combatir.


CAPÍTULO 11


Con el mango de madera de su navaja en la mano, el barbero pasó la hoja de cobre por las mejillas, el mentón y el cuello del juez Pazair, sentado en un taburete, ante su morada, junto a Viento del Norte, que observaba la escena con mirada plácida mientras Bravo dormía entre sus patas. Como todos los barberos, éste era hablador.


–Os ponéis tan elegante porque os han convocado a palacio.

–¿Cómo negároslo?

Pazair no precisó que acababa de recibir una respuesta, bastante breve, del visir, que lo citaba inmediatamente en aquella hermosa mañana de estío.

–¿Un ascenso?

–Es poco probable.

–¡Que los dioses os sean favorables! Es cierto que un buen juez es su aliado.

–Es preferible, en efecto.

El barbero hundió su hoja en una copa que contenía agua con natrón. Se apartó de su cliente, contempló su obra y, con delicadeza, afeitó unos pelos rebeldes en el mentón.

–Los emisarios del faraón han transmitido estos últimos días curiosos decretos; ¿por qué quiere reafirmar Ramsés el Grande que es la única muralla contra la desgracia y los cataclismos? En este país nadie lo duda. En fin, nadie… Se murmura, de todos modos, que su poder declina. La hiena que bebe en el río, la mala crecida, lluvias en el delta en esta estación…, son signos tangibles del descontento de los dioses. Algunos consideran que Ramsés tendría que celebrar una fiesta de regeneración para recuperar la plenitud de su poder mágico. ¡Qué magnífico momento! Quince días de reposo, distribución de alimento, cerveza a voluntad, bailarinas por las calles… Mientras el rey esté encerrado en el templo con las divinidades, nosotros nos pegaremos una buena vida.

Los decretos reales habían intrigado a Pazair. ¿Qué oscuro adversario temía Ramsés? Tenía la sensación de que el monarca estaba a la defensiva, sin nombrar al adversario, visible o invisible, al que combatía. Sin embargo, Egipto permanecía tranquilo; ningún signo de desestabilización, salvo aquella misteriosa conspiración que Pazair había desmantelado, al menos en parte. Pero ¿de qué modo ponía en peligro el trono del faraón el robo del hierro celeste?

Quedaba el general Asher, a quien el testimonio de Suti designaba como un traidor y un aliado de los asiáticos, dispuestos siempre a invadir Egipto, tierra de todas las riquezas.

Aunque ocupara una de las más altas funciones militares, ¿tendría deseos de levantar las tropas contra el soberano? La hipótesis parecía inverosímil. El felón se preocupaba por las ventajas personales, no por el peso de un gobierno que seria incapaz de asumir.

Desde el asesinato de su maestro Branir, Pazair perdía pie. Razonaba en el vacío, se sentía traqueteado como el cargamento transportado por un asno. Él, que había establecido un sólido expediente contra el general Asher y sus probables cómplices, carecía de clarividencia, pues estaba obsesionado por el rostro martirizado del venerado ser cuya existencia habían segado.

–Estáis perfecto -consideró el barbero-. Hablad un poco de mí en palacio; me gustaría afeitar a algunos nobles.

El juez asintió con la cabeza.

A su vez, Neferet lo miró.

Con los cabellos peinados, el cuerpo lavado y perfumado, y vestido con un paño de luminosa blancura, el examen fue concluyente.

–¿Estás dispuesto? – preguntó.

–Es preciso. ¿Tengo aspecto de asustado?

–Exteriormente, no.

–La carta del visir no contenía aliento alguno.

–No esperes ninguna benevolencia, así no tendrás una decepción.

–Si me destituye, exigiré que prosigan con la investigación.

–No dejaremos sin castigo la muerte de Branir.

La expresión sonriente de su inflexible voluntad lo tranquilizó.

–Tengo miedo, Neferet.

–Yo también. Pero no retrocederemos.


Los nueve amigos del faraón, tocados con una pesada peluca negra y vestidos con una larga túnica blanca plisada, adornada con un lazo a la altura del ombligo, se habían reunido durante la mañana, convocados por el visir Bagey. Tras debates bastante vivos, habían obtenido la unanimidad. El portador de la Regla, el superintendente de la Doble Casa blanca, el encargado de los canales y director de las moradas del agua, el superintendente de los escritos, el superintendente de los campos, el director de las misiones secretas, el escriba del catastro y el intendente del rey, tras unos profundos intercambios de opinión, habían adoptado la sorprendente propuesta del visir, considerada primero irreal e, incluso, peligrosa. Pero la urgencia de la situación y su carácter dramático justificaban una decisión rápida y desacostumbrada.

Cuando anunciaron a Pazair, los nueve amigos se instalaron en la gran sala de audiencias, de paredes desnudas y blancas, donde se sentaron en bancos de piedra, a un lado y otro de Bagey que ocupaba una silla con respaldo bajo.

De su cuello colgaba el imponente corazón de cobre, la única joya ritual que se permitía. Bajo sus pies, una piel de pantera que evocaba el salvajismo dominado.

El juez Pazair se inclinó ante la augusta asamblea. Los rostros helados de los nueve amigos no presagiaban nada bueno.

–Juez Pazair, ¿admitís que sólo la práctica de la justicia mantiene la prosperidad de nuestro país?

–Esa es mi más profunda convicción.

–Si no se actúa según la justicia, si se la considera una mentira, los rebeldes levantarán la cabeza, reinará el hambre y rugirán los demonios. ¿Sigue siendo ésa vuestra convicción?

–Vuestras palabras expresan la verdad que vivo.

–He recibido vuestras dos cartas, juez Pazair, y las he comunicado a este consejo para que cada uno de sus miembros sea juez de vuestra conducta. ¿Consideráis haber sido fiel a vuestra misión?

–No creo haberla traicionado. He sufrido en mis carnes, tengo el sabor de la desesperación y la muerte en la boca, pero esos sufrimientos son insignificantes comparados con el ultraje infligido a la función de juez. La han mancillado, la han pisoteado.

–Cuando sepáis que el jefe de policía, Mentmosé, y el decano del porche fueron nombrados por esta asamblea, y con mi aprobación, ¿mantendréis vuestras acusaciones?

Pazair tragó saliva. Había ido demasiado lejos. Aun fortalecido por la evidencia, aun provisto de pruebas irrefutables, un pequeño juez no debía atacar a los notables. El visir y su consejo tomaban partido por sus colaboradores directos.

–Mantengo mis acusaciones, cualquiera que sea su precio. Fui deportado sin motivo, el jefe de policía no realizó ninguna comprobación seria, el decano del porche prescindió de la verdad en beneficio de la mentira. Quisieron eliminarme para que la investigación sobre el asesinato de Branir, la misteriosa muerte de los veteranos y la desaparición del hierro celeste no prosiguiera. Vosotros, los nueve amigos del faraón, habréis oído esta verdad, y no la olvidaréis. La corrupción ha abandonado su cubil y gangrenado una parte del Estado. Si no se cortan los miembros enfermos, se apoderará del cuerpo entero.

Pazair no bajó los ojos y sostuvo la mirada del visir, que pocos hombres se habían atrevido a afrontar.

–La precipitación y la intransigencia extravían al mejor de los jueces -indicó Bagey-. ¿Cuál de estos dos caminos adoptaríais: tener éxito en la vida o servir a la justicia?

–¿Por qué van a oponerse?

–Porque la existencia de un hombre pocas veces concuerda con la ley de Maat.

–La mía le fue ofrecida por juramento.

El visir mantuvo un largo silencio. Pazair supo que iba a pronunciar una sentencia inapelable.

–El portador de la Regla, el intendente del rey y yo hemos examinado los hechos, procedido a interrogatorios y llegado a las mismas conclusiones. El decano del porche, efectivamente, ha cometido graves faltas. A causa de su edad, de su experiencia y de los servicios prestados a la justicia, lo condenamos al exilio en el oasis de Khargeh, donde terminará sus días en la soledad y el recogimiento. Jamás volverá al valle. ¿Estáis satisfecho?

–¿Por qué voy a alegrarme de la desgracia de un juez destituido?

–Condenar es un deber.

–Proseguir la investigación es otro.

–La confío al nuevo decano del porche. Vos, Pazair.

El juez palideció.

–Mi juventud…

–La dignidad de decano no implica ser anciano, sino ser competente, una competencia que esta asamblea os reconoce. ¿Teméis acaso el peso de este cargo hasta el punto de renunciar a él?

–No lo esperaba…

–El destino golpea en un instante, tan rápido como el cocodrilo que se lanza al río. ¿Vuestra respuesta?

Pazair levantó sus manos unidas en señal de respeto y aceptación, y se inclinó.

–Juez del porche -declaró Bagey-, no tenéis ningún derecho. Sólo cuentan vuestros deberes. Que Thot guíe vuestro pensamiento y oriente vuestro juicio, pues sólo un dios preserva al hombre de las bajezas. Conoced vuestro rango, estad orgulloso de él, no os vanagloriéis. Colocad vuestro honor por encima de la muchedumbre, sed silencioso y útil a los demás. No soltéis la cuerda del gobernalle, sed un pilar en vuestra función, amad el bien, detestad el mal. No profiráis mentira alguna, no seáis ligero ni confuso, no tengáis el corazón vacío. Explorad las profundidades de los seres a quienes juzguéis, gracias al ojo de Ra, la luz celestial. Tended el brazo derecho y abrid la mano.

Pazair obedeció.

–He aquí vuestro anillo con el sello, que autentificará los documentos en los que lo pongáis. En adelante actuaréis a las puertas del templo para impartir justicia y proteger a los débiles. Haréis que el orden se respete en Menfis. Velaréis para que los impuestos se paguen debidamente, por la buena marcha de los trabajos agrícolas y la entrega de los géneros. Si es necesario, presidiréis el más alto tribunal de justicia. En cualquier circunstancia, no os limitéis a lo que oigáis y penetrad en el secreto de los corazones.

–Puesto que queréis justicia, ¿quién se encargará del jefe de policía, Mentmosé, cuyas bribonadas son imperdonables?

–Que vuestra investigación precise sus faltas.

–Os prometo no ceder a pasión alguna y tomarme el tiempo necesario.

El portador de la Regla se levantó.

–Confirmo la decisión del visir en nombre del consejo. A partir de este instante, el decano del porche Pazair será reconocido como tal en todo Egipto. Le serán atribuidos una mansión, bienes materiales, servidores, despachos y funcionarios.

El superintendente de la Doble Casa blanca se levantó a su vez.

–De acuerdo con la ley, el decano del porche será responsable, con sus bienes, de cualquier decisión inicua. Si se debe reparación a un litigante, la pagará él mismo, sin recurrir a las finanzas públicas.

El visir emitió un insólito lamento.

Todos se volvieron hacia él. Bagey se llevó la mano al costado diestro, se agarró al respaldo de la silla, intentó en vano sujetarse y se derrumbó inanimado.

Cuando Neferet vio acercarse a Pazair, con la frente cubierta de sudor y los ojos angustiados, creyó que había huido de palacio.

–El visir se encuentra mal.

–¿Está con él el médico en jefe?

–Nebamon está enfermo. Ninguno de sus ayudantes se atreve a intervenir sin su autorización.

La muchacha tomó su reloj de mano y lo sujetó a su muñeca, después puso su estuche en el lomo de Viento del Norte. El asno tomó el buen camino.

Bagey estaba tendido en unos almohadones. Neferet lo auscultó, escuchó los latidos del corazón en su pecho, en sus venas y sus arterias, descubrió dos corrientes, una que caldeaba el costado derecho del cuerpo, otra que helaba el costado izquierdo. El mal era profundo y se extendía a todo el organismo. Utilizando su clepsidra de mano, calculó el ritmo del corazón y el tiempo de reacción de los órganos principales.

Los cortesanos aguardaban el diagnóstico con ansiedad.

–Se trata de una enfermedad que conozco, la trataré ahora mismo -declaró-. El hígado está dañado, la vena porta obstruida. Las arterias hepáticas y el canal colédoco, que unen el corazón con el hígado, están en mal estado. No proporcionan el agua y el aire necesarios y contienen una sangre demasiado espesa.

Neferet hizo beber al enfermo achicoria, que se cultivaba en los jardines de los templos. La planta de anchas hojas azules, que se cerraban a mediodía, tenía numerosas virtudes curativas; mezclada con una pequeña cantidad de vino viejo, trataba numerosas afecciones del hígado y de la vesícula. La médica magnetizó el órgano bloqueado; el visir despertó, muy pálido, y vomitó.

Neferet le pidió que bebiera varias copas de achicoria, hasta que retuviera el líquido; el cuerpo del enfermo finalmente se enfrió.

–El hígado está abierto y limpio -observó.

–¿Quién sois? – preguntó Bagey.

–Soy la doctora Neferet, la esposa del juez Pazair. Deberéis vigilar vuestra alimentación -precisó con voz tranquila- y beber achicoria diariamente. Para evitar un grave infarto, que os destruiría, tomaréis una poción a base de higos, frutos cortados del sicómoro, semillas de brionia, frutos de persea, goma y resma. Yo misma os prepararé la mezcla, que debe exponerse al rocío y filtrarse de madrugada.

–Me habéis salvado la vida.

–He cumplido con mi deber, y hemos tenido suerte.

–¿Dónde ejercéis?

–En Menfis.

El visir se levantó. Pese a la flojedad de sus piernas y a una fuerte jaqueca, dio algunos pasos.

–El descanso es indispensable -estimó Neferet ayudándole a sentarse-. Nebamon os…

–Vos me trataréis.


Una semana más tarde, el visir Bagey, restablecido por completo, entregó al nuevo decano del porche una estela de calcáreo en la que se habían grabado tres pares de orejas, uno azul oscuro, otro amarillo y el tercero verde pálido. Así se evocaban el cielo de lapislázuli, donde reinaban las estrellas de los sabios, el oro que formaba la carne de las divinidades y la turquesa del amor; así se manifestaban los deberes del juez principal de Menfis: escuchar a los demandantes, respetar la voluntad de los dioses, mostrarse benevolente sin debilidad.

Escuchar era la base de la educación, y seguía siendo la virtud principal de un magistrado. Grave, concentrado, Pazair recibió la estela y levantó el bloque de calcáreo a la altura de sus ojos, frente a todos los jueces de la gran ciudad, que se habían reunido para felicitar al nuevo decano.

Neferet lloró de alegría.