no ha sido perturbada desde los tiempos
de Osiris. La iniquidad es capaz de apode-
rarse de la cantidad, pero el mal nunca
llevará su empresa a buen puerto. No te
entregues a una maquinación contra la es-
pecie humana, pues Dios castiga semejan-
te comportamiento… Si has escuchado las
máximas que acabo de decirte, cada uno
de tus designios progresara.
La enseñanza del sabio Ptah-hotep
(Extracto de las máximas 5 y 38)
Por décima vez, el juez Pazair presentó su petición al jefe
del campo, un coloso proclive a golpear a los
indisciplinados.
–No soporto el régimen de favor del que gozo. Quiero trabajar
como los demás.
Delgado, bastante alto, con los cabellos castaños, la frente
ancha y alta, y los ojos verdes coloreados de marrón, Pazair, cuya
juventud había desaparecido con la prueba, conservaba una nobleza
que imponía respeto.
–No sois como los demás.
–Soy un prisionero.
–No habéis sido condenado, estáis aislado. Para mí, ni
siquiera existís. Vuestro nombre no está en el registro, no tenéis
número de identificación.
–Eso no me impide hacer de picapedrero.
–Volved a sentaros.
El jefe del campo desconfiaba de aquel juez. ¿Acaso no había
asombrado a Egipto organizando el proceso del famoso general Asher,
acusado por el mejor amigo de Pazair, el teniente Suti, de haber
torturado y asesinado a un explorador egipcio y de colaborar con
los enemigos hereditarios, los beduinos y los
libios?
El cadáver del infeliz no había sido encontrado en el lugar
que Suti había indicado. De modo que los jurados, al no poder
condenar al general, se habían limitado a solicitar una
investigación más profunda, que se había paralizado en seguida
porque Pazair, que había caído en una emboscada, se había
convertido en el principal sospechoso del asesinato de su padre
espiritual, el sabio Branir, futuro sumo sacerdote de Karnak.
Acusado de flagrante delito, había sido detenido y deportado, con
desprecio de la ley.
El juez se sentó en la ardiente arena, en la postura del
escriba. Pensaba sin cesar en su esposa Neferet. Durante mucho
tiempo creyó que nunca lo amaría; luego había llegado la felicidad,
violenta como el sol de verano. Una felicidad brutalmente quebrada,
un paraíso del que había sido expulsado sin esperanza de
retorno.
Se levantó un viento cálido. Atorbellinó los granos de arena,
que azotaron su piel. Con la cabeza cubierta por un paño blanco,
Pazair no le prestó atención; recordaba los episodios de su
investigación.
Pequeño magistrado llegado de provincias, extraviado en la
gran ciudad de Menfis, había cometido el error de mostrarse
demasiado concienzudo estudiando de cerca un extraño expediente.
Había descubierto el asesinato de cinco veteranos que formaban la
guardia de honor de la gran esfinge de Gizeh, matanza presentada
como un accidente; el robo de una importante cantidad de hierro
celeste, reservado a los templos; una conspiración en la que
estaban mezcladas altas personalidades.
Pero no había logrado demostrar, de modo definitivo, la
culpabilidad del general Asher, y su intención de derribar a Ramsés
el Grande.
Cuando el juez había obtenido plenos poderes para poder
conectar entre sí aquellos elementos dispersos, la desgracia había
caído sobre él.
Pazair recordaba cada instante de aquella horrible
noche.
El mensaje anónimo anunciándole que su maestro Branir estaba
en peligro, su desesperada carrera por las calles de la ciudad, el
descubrimiento del cadáver del sabio Branir, con una aguja de nácar
clavada en el cuello, la llegada del jefe de policía, que no había
vacilado ni un solo instante en considerar al juez como un asesino,
la sórdida complicidad del decano del porche, el más alto
magistrado de Menfis, su encierro, el penal y, al final de todo
ello, una muerte solitaria, sin que se conociera la
verdad.
La maquinación había sido perfectamente
organizada.
Con la ayuda de Branir, el juez habría podido investigar en
los templos e identificar a los ladrones del hierro celeste. Pero
su maestro había sido eliminado, como los veteranos, por unos
misteriosos agresores cuyos objetivos seguían siendo desconocidos.
El juez había sabido que una mujer y algunos hombres de origen
extranjero se hallaban entre ellos; sus sospechas habían recaído
así sobre el químico Chechi, el dentista Qadash y la esposa del
transportista Denes, un hombre rico, influyente y deshonesto, pero
no había obtenido certeza alguna.
Pazair resistía el calor, el viento de arena, el alimento
insípido, porque quería sobrevivir, estrechar a Neferet en sus
brazos y ver cómo florecía la justicia.
¿Qué habría inventado el decano del porche, su superior
jerárquico, para explicar su desaparición, qué calumnias estarían
vertiéndose sobre él?
Escapar era utópico, aunque el campo estuviera abierto a las
colinas vecinas. A pie no iría lejos. Lo habían encarcelado allí
para que pereciera. Cuando estuviera destrozado, corroído, cuando
hubiera perdido cualquier esperanza, divagaría, como un pobre loco
mascullando incoherencias.
Ni Neferet ni Suti lo abandonarían. Rechazarían la mentira y
la calumnia, lo buscarían por todo Egipto. Tenía que aguantar,
dejar que el tiempo corriera por sus venas.
Los cinco conjurados se reunieron en la granja abandonada
donde solían encontrarse. La atmósfera era alegre, su plan se
desarrollaba como estaba previsto.
Tras haber violado la gran pirámide de Keops y robado las
insignias mayores del poder, el codo de oro y el testamento de los
dioses, sin las que Ramsés el Grande perdía toda legitimidad, se
acercaban día tras día a su objetivo.
El asesinato de los veteranos que custodiaban la esfinge, de
donde salía el corredor subterráneo que les había permitido
introducirse en la pirámide, y la eliminación del juez Pazair
habían sido incidentes menores olvidados ya.
–Queda por hacer lo esencial -declaró uno de los conjurados-.
Ramsés aguanta.
–No seamos impacientes.
–¡Hablad por vos!
–Hablo por todos; todavía necesitamos tiempo para sentar los
fundamentos de nuestro futuro imperio. Cuanto más atado esté
Ramsés, cuanto más incapaz sea de actuar, consciente de correr
hacia su caída, más fácil será nuestra victoria. No puede revelar a
nadie que la gran pirámide ha sido saqueada y que el centro de
energía espiritual, del que sólo él es responsable, ya no
funciona.
–Pronto se agotarán sus fuerzas; se verá obligado a vivir el
ritual de regeneración.
–¿Quién se lo impondrá?
–¡La tradición, los sacerdotes y él mismo! Es imposible
sustraerse a este deber.
–Y al final de la fiesta, tendrá que mostrar al pueblo el
testamento de los dioses.
–Un testamento que está en nuestras manos.
–Entonces, Ramsés abdicará y ofrecerá el trono a su
sucesor.
–Precisamente el hombre al que hemos
designado.
Los conjurados saboreaban ya su victoria. No le darían otra
elección a Ramsés el Grande, reducido al rango de esclavo. Cada uno
de los miembros de la maquinación seria retribuido de acuerdo con
sus méritos, todos ocuparían mañana una posición de privilegio. El
mayor país del mundo les pertenecería; modificarían sus
estructuras, cambiarían sus mecanismos y lo modelarían de acuerdo
con su visión, radicalmente opuesta a la de Ramsés, prisionero de
valores ya caducados.
Mientras el fruto maduraba, desarrollaban su red de
relaciones, de simpatizantes y aliados. Crímenes, corrupción,
violencia… Ninguno de los conjurados lo lamentaba. Eran el precio
de la conquista del poder.
El valor del juez se debilitaba.
Él, que había consagrado su existencia a la justicia, sabía
que nunca la recibiría. Ningún tribunal reconocería su inocencia.
Suponiendo que saliera del penal, ¿qué porvenir reservaba a
Neferet?
Un anciano se sentó a su lado. Flaco, desdentado, con la piel
curtida y arrugada, lanzó un suspiro.
–Para mí, se ha terminado. Soy demasiado viejo. El jefe me
exonera del transporte de piedras. Me encargaré de la cocina. Buena
noticia, ¿no?
Pazair inclinó la cabeza.
–¿Por qué no trabajas? – interrogó el
anciano.
–Me lo impiden.
–¿A quién has robado?
–A nadie.
–Aquí sólo hay grandes ladrones. Han reincidido tantas veces
que nunca saldrán del penal, porque traicionaron su juramento de no
comenzar de nuevo. Los tribunales no bromean con la palabra
dada.
–¿Y a tu entender, se equivocan?
El viejo escupió en la arena.
–¡Extraña pregunta! ¿No estarás del lado de los
jueces?
–Soy uno de ellos.
La noticia de su liberación no habría asombrado más al
interlocutor de Pazair.
–Te burlas de mi.
–¿Crees que tengo ganas de hacerlo?
–Caramba, caramba… ¡Un juez, uno de verdad!
Lo miraba, inquieto y respetuoso.
–¿Y qué has hecho?
–Dirigí una investigación y quieren cerrarme la
boca.
–Debes de estar mezclado en un extraño asunto. Yo soy
inocente. Un competidor desleal me acusó de robar una miel que me
pertenecía.
–¿Apicultor?
–Tenía colmenas en el desierto, mis abejas me daban la mejor
miel de Egipto. Los competidores se volvieron envidiosos;
organizaron una emboscada y caí en ella. En el proceso me enojé.
Rechacé el veredicto contra mí, pedí un segundo juicio y preparé mi
defensa con un escriba. Estaba seguro de ganar.
–Pero fuiste condenado.
–Mis competidores ocultaron en casa objetos robados en un
taller. ¡Pruebas de la reincidencia! El juez no investigó
demasiado.
–Se equivocó. En su lugar, yo habría examinado los móviles de
los acusadores.
–¿Y si te pusieras en su lugar? ¿Y si demostraras que las
pruebas son falsas?
–Primero tendría que salir de aquí.
El apicultor escupió de nuevo en la arena.
–Cuando un juez traiciona su función, no lo aíslan en un
campo como éste. Ni siquiera te han cortado la nariz. Debes de ser
un espía, o algo así.
–Como quieras.
El anciano se levantó y se alejó.
Pazair ni siquiera tocó la habitual bazofia. Ya no tenía
ganas de luchar. ¿Qué podía ofrecer a Neferet, salvo la vergüenza y
la decadencia? Seria mejor que no volviera a verla nunca y lo
olvidara. Conservaría el recuerdo de un magistrado de fe
inquebrantable, de un loco enamorado, de un soñador que había
creído en la justicia.
Tendido de espaldas, contempló el cielo de lapislázuli.
Mañana, desaparecería.
Las blancas velas bogaban por el Nilo. Al caer la noche, los
marineros se divertían saltando de un barco a otro, mientras el
viento del norte daba velocidad a las
embarcaciones.
Caían al agua, reían, se apostrofaban.
Sentada en la orilla, una muchacha no oía los gritos de los
revoltosos. Con los carrillos más bien rubios, un rostro muy puro
de líneas tiernas, los ojos de un azul de estío, bella como un loto
florecido, Neferet invocaba el alma de Branir, su maestro
asesinado, y le suplicaba que protegiera a Pazair, al que amaba con
todo su ser, cuya muerte había sido proclamada oficialmente sin que
ella pudiera creerlo.
–¿Puedo hablaros unos instantes?
Volvió la cabeza.
A su lado se encontraba el médico en jefe del reino, Nebamon,
un cincuentón, apuesto todavía, que se había convertido en su más
feroz enemigo.
Había intentado terminar con su carrera varias veces. Neferet
detestaba a aquel cortesano, ávido de riquezas y de conquistas
femeninas, que utilizaba la medicina como un poder sobre los demás
y un medio de hacer fortuna.
Con mirada febril, Nebamon admiraba a la joven, cuyas ropas
de lino dejaban adivinar formas tan perfectas como conmovedoras.
Firmes y altos pechos, piernas largas y finas, pies y manos
delicadas que atraían las miradas. Neferet era
luminosa.
–Dejadme, os lo ruego.
–Deberíais concederme mayor consideración; lo que sé os
interesará en sumo grado.
–Vuestras intrigas me son indiferentes.
–Se trata de Pazair.
Ella no pudo ocultar su emoción.
–Pazair ha muerto.
–No es cierto, querida.
–¡Mentís!
–Conozco la verdad.
–¿Debo suplicaros?
–Os prefiero intratable y orgullosa. Pazair está vivo, pero
lo acusan de haber asesinado a Branir.
–¡Es… es absurdo! No os creo.
–Hacéis mal. El jefe de policía, Mentmosé, lo detuvo y lo
aisló.
–Pazair no mató a su maestro.
–Mentmosé está convencido de lo contrario.
–Quieren abatirlo, arruinar su reputación e impedirle que
prosiga su investigación.
–No importa.
–¿Por qué me lo reveláis?
–Porque sólo yo soy capaz de probar la inocencia de
Pazair.
En el estremecimiento que agitó a Neferet se mezclaban la
esperanza y la angustia.
–Si deseáis que ponga la prueba en manos del decano del
porche, tendréis que ser mi esposa, Neferet, y olvidar a vuestro
pequeño juez. Éste es el precio de su libertad. A mi lado, estaréis
en el lugar que os corresponde. Ahora, el juego está en vuestras
manos. O liberáis a Pazair o lo condenáis a
muerte.
¿Dónde estaba prisionero, qué sedicias sufría? Si tardaba
demasiado, la detención lo destruiría. Neferet no se había confiado
a Suti, el fiel amigo de Pazair, su hermano espiritual: habría
matado en el acto al médico en jefe.
Decidió acceder a la petición del chantajista, siempre que
volviera a ver a Pazair. Mancillada, desesperada, le confesaría
todo antes de envenenarse.
Kem, el policía nubio a las órdenes del juez, se aproximó a
la joven. En ausencia de Pazair, proseguía con sus rondas en
Menfis, acompañado por Matón, su temible babuino, especializado en
arrestar a los ladrones, a quienes inmovilizaba clavándoles los
colmillos en la pierna.
Kem había sufrido la ablación de la nariz por haberse visto
implicado en el asesinato de un oficial, culpable de dedicarse al
tráfico de oro; reconocida la buena fe del nubio, se había
convertido en policía. Una prótesis de madera pintada atenuaba el
efecto de la mutilación.
Kem admiraba a Pazair. Aunque no tuviera la menor confianza
en la justicia, creía en la probidad del joven magistrado, causa de
su desaparición.
–Tengo la posibilidad de saber dónde está Pazair – declaró
Neferet con gravedad.
–En el reino de los muertos, de donde nadie regresa. ¿No os
comunicó el general Asher un informe según el cual Pazair había
muerto en Asia, mientras buscaba una prueba?
–Es un informe falso, Kem. Pazair está vivo.
–¿Os han mentido?
–Pazair está acusado de haber asesinado a Branir, pero el
médico en jefe Nebamon tiene la prueba de su
inocencia.
Kem tomó a Neferet por los hombros.
–¡Está salvado!
–A condición de que me convierta en la mujer de
Nebamon.
Rabioso, el nubio golpeó con el puño la palma de su mano
izquierda.
–¿Y si se burla de vos?
–Quiero ver de nuevo a Pazair.
Kem manoseó su nariz de madera.
–No lamentaréis haber confiado en mi.
Tras la marcha de los forzados, Pazair se introdujo en la
cocina, una construcción de madera cubierta con una
tela.
Robaría uno de los fragmentos de sílex, con los que se
encendía el fuego, y se cortaría las venas. La muerte seria lenta,
pero segura; a pleno sol, se sumiría dulcemente en un benéfico
sopor. Por la noche, un vigilante lo empujaría con el pie y daría
la vuelta a su cadáver en la ardiente arena. Durante las últimas
horas, viviría con el alma de Neferet, con la esperanza de que
asistiera, invisible pero presente, a su último
trance.
Cuando se apoderaba de la piedra cortante, recibió un
violento golpe en la nuca y se derrumbó junto a una
marmita.
Con un cucharón en la mano, el anciano apicultor
ironizó.
–¡El juez convertido en ladrón! ¿Qué pensabas hacer con el
sílex? ¡No te muevas o te doy! Derramar tu sangre y abandonar este
maldito lugar por el mal camino de la muerte… ¡Estúpido, e indigno
de un hombre de bien!
El apicultor bajó la voz.
–Escúchame, juez; conozco un medio de salir de aquí. Yo no
tendría fuerzas para atravesar el desierto, pero tú eres joven.
Hablaré si aceptas batirte por mi y hacer que anulen mi
condena.
Pazair volvió en si.
–Es inútil
–¿Te niegas?
–Aunque consiguiera evadirme, ya no seria
juez.
–Vuelve a serlo por mi.
–Imposible. Me acusan de un crimen.
–¿A ti? ¡Es ridículo!
Pazair se acarició la nuca. El anciano le ayudó a
levantarse.
–Mañana es el último día del mes. Un carro tirado por bueyes
vendrá del oasis y traerá alimentos; regresará vacío. Salta al
interior, abandónalo cuando veas el primer ued a la derecha.
Remonta el lecho hasta el pie de la colina, allí encontrarás una
fuente en un bosquecillo de palmeras. Llena tu odre. Luego camina
hacia el valle e intenta encontrar a los nómadas. Por lo menos
habrás probado suerte.
El médico en jefe Nebamon había vaciado por segunda vez los
crasos rodetes de la señora Silkis, la joven esposa del rico
Bel-Tran, fabricante de papiro y alto funcionario, cuya influencia
no dejaba de crecer. Como cirujano estético, Nebamon exigía enormes
honorarios, que sus pacientes pagaban sin rechistar. Piedras
preciosas, telas, géneros alimenticios, mobiliario, instrumental,
bueyes, asnos y cabras aumentaban su fortuna, en la que sólo
faltaba un tesoro inestimable: Neferet. Otras eran igualmente
hermosas; pero en ella se realizaba una armonía única, donde la
inteligencia se aliaba con el encanto para dar nacimiento a una luz
incomparable.
¿Cómo había podido enamorarse de un ser tan gris como Pazair?
Una tontería de juventud que habría lamentado durante toda su vida
sin la intervención de Nebamon.
A veces se sentía tan poderoso como el faraón; ¿no poseía,
acaso, secretos que salvaban existencias o las prolongaban, no
reinaba sobre los médicos y los farmacéuticos, no era aquel a quien
suplicaban los altos dignatarios para recobrar la salud? Si sus
ayudantes trabajaban en la sombra para procurarle los mejores
tratamientos, Nebamon, y sólo él, obtenía la gloria. Ahora bien,
Neferet tenía un ingenio médico que él debía explotar; tras una
operación con éxito, Nebamon se concedía una semana de descanso en
su casa de campo, al sur de Menfis, donde un ejército de servidores
satisfacía sus menores deseos. Abandonando las tareas subalternas a
su equipo médico, que controlaba con firmeza, prepararía la lista
de futuros ascensos a bordo de su nuevo barco de recreo. Estaba
impaciente por degustar un vino blanco del delta, procedente de sus
viñedos, y las últimas recetas de su cocinero.
Su intendente lo avisó de la presencia de una joven y hermosa
visitante. Intrigado, Nebamon salió al porche de su
propiedad.
–¡Neferet! Qué maravillosa sorpresa… ¿Almorzaréis
conmigo?
–Tengo prisa.
–Pronto tendréis la ocasión de visitar mi casa, estoy seguro.
¿Me traéis una respuesta?
Neferet inclinó la cabeza. El entusiasmo se apoderó del
médico en jefe.
–Sabia que seríais razonable.
–Concededme tiempo.
–Puesto que habéis venido, vuestra decisión ya está
tomada.
–Me concederéis el privilegio de ver de nuevo a
Pazair?
Nebamon hizo una mueca.
–Os imponéis una prueba inútil. Salvad a Pazair, pero
olvidadlo.
–Le debo un último encuentro.
–Como queráis. Pero mis condiciones no cambian: primero
tendréis que demostrarme vuestro amor. Después intervendré.
¿Estamos de acuerdo?
–No estoy en condiciones de negociar.
–Aprecio vuestra inteligencia, Neferet; sólo vuestra belleza
la iguala.
La tomó tiernamente por la muñeca.
–No, Nebamon, aquí no, ahora no.
–¿Dónde y cuándo?
–En el gran palmeral, junto al pozo.
–¿Un lugar que os es agradable?
–Medito allí con frecuencia.
Nebamon sonrió.
–La naturaleza y el amor forman buena pareja. Como vos,
disfruto la poesía de los palmerales. ¿Cuándo?
–Mañana, cuando el sol se haya puesto.
–Acepto la penumbra para nuestra primera unión; luego
viviremos a pleno sol.
Nadie se lanzaría en persecución del evadido, puesto que
aquel calor de horno y la sed no le concedían ninguna posibilidad
de sobrevivir. Tal vez una patrulla recogiera su osamenta. Con los
pies desnudos y vestido con un gastado paño, el juez se obligó a
caminar lentamente y economizó el aliento. Aquí y allá, algunas
ondulaciones revelaban el paso de una eciasta, la temible víbora
del desierto cuya mordedura era mortal.
Pazair imaginó que estaba paseando con Neferet por una
verdeante campiña, animada por los cantos de los pájaros y
atravesada por canales; el paisaje le pareció menos hostil, su
marcha más ligera. Siguió el seco lecho del ued hasta la base de
una pendiente colina donde, incongruentes, tres palmeras se
obstinaban en crecer.
El juez se arrodilló y excavó con sus manos; algunos
centímetros por debajo de la resquebrajada costra, la tierra estaba
húmeda. El viejo apicultor no le había mentido. Al cabo de una hora
de esfuerzos, interrumpido por breves pausas, alcanzó el agua. Tras
haberse refrescado, se quitó el paño, lo limpió con arena y se
frotó la piel. Luego llenó con el precioso líquido el odre que
había tomado.
Por la noche caminó hacia el este. A su alrededor, algunos
silbidos; las serpientes salían al oscurecer. Si pisaba una, no
escaparía a una muerte atroz. Sólo un médico experto, como Neferet,
conocía los remedios. El juez olvidó los peligros y avanzó, bajo la
protección de la luna. Se saciaba del relativo frescor nocturno.
Cuando el alba apareció, bebió un poco de agua, excavó en la arena,
se cubrió con ella, y durmió en la posición del
feto.
Cuando despertó, el sol comenzaba a declinar. Con los
músculos doloridos y la cabeza ardiendo, prosiguió hacia el valle,
tan lejano, tan inaccesible. Cuando se agotara su reserva de agua,
debería contar con el descubrimiento de un pozo señalado con un
círculo de piedras. En la inmensa extensión, a veces llana, a veces
ondulada, comenzó a titubear. Estaba al cabo de sus fuerzas, con
los labios secos y la lengua hinchada. ¿Qué esperar, salvo la
intervención de una divinidad bienhechora?
Nebamon hizo que lo dejaran en el lindero del gran palmeral y
despidió la silla de manos. Saboreaba ya aquella maravillosa noche
en la que Neferet se le entregaría. Hubiera preferido una mayor
espontaneidad, pero los métodos utilizados no importaban. Obtendría
lo que deseaba, como de costumbre.
Los guardianes del palmeral, apoyados en el tronco de los
grandes árboles, tocaban la flauta, bebían agua fresca y charlaban.
El médico en jefe tomó por una gran avenida, giró a la izquierda y
se dirigió hacia el antiguo pozo. El lugar era solitario y
apacible.
La muchacha pareció nacer del fulgor de poniente, que
enrojecía su larga túnica de lino.
Neferet cedía. Ella, tan orgullosa, la que lo había
desafiado, le obedecería como una esclava. Cuando la hubiera
conquistado, se sentiría unida a él, y olvidaría el pasado.
Admitiría que sólo Nebamon le ofrecía la existencia en la que
soñaba sin saberlo. Le gustaba demasiado la medicina para seguir
refugiándose en un papel subalterno; ¿no era el más envidiable
destino convertirse en la esposa del médico en
jefe?
La muchacha no se movía. Él avanzó.
–¿Veré de nuevo a Pazair?
–Tenéis mi palabra.
–Haced que lo liberen, Nebamon.
–Esa es mi intención si aceptáis ser mía.
–¿Por qué tanta crueldad? Sed generoso, os lo
suplico.
–¿Estáis burlándoos de mí?
–Apelo a vuestra conciencia.
–Seréis mi mujer, Neferet, porque así lo he
decidido.
–Renunciad.
Él siguió avanzando y se detuvo a un metro de su
presa.
–Me gusta miraros, pero exijo otros
placeres.
–¿Destruirme forma parte de ellos?
–Liberaros de un amor ilusorio y de una existencia
mediocre.
–Por última vez, renunciad.
–Me pertenecéis, Neferet.
Nebamon tendió la mano hacia ella. Cuando iba a tocarla, fue
brutalmente echado hacia atrás y arrojado al suelo. Asustado,
descubrió a su agresor: un enorme babuino con las fauces abiertas y
espuma en los belfos. Engarfió su mano diestra, peluda y poderosa,
en la garganta del médico mientras con la izquierda agarraba sus
testículos y tiraba de ellos. Nebamon aulló.
El pie de Kem se plantó en la frente del médico en jefe. El
babuino, sin aflojar la presa, se inmovilizó.
–Si os negáis a ayudarnos, mi babuino os emasculará. Yo no
habré visto nada; y él no tendrá remordimientos.
–¿Qué queréis?
–La prueba de la inocencia de Pazair.
–No, yo no…
El babuino emitió un sordo gruñido. Sus dedos se
apretaron.
–¡Acepto, acepto!
–Os escucho.
Nebamon jadeaba.
–Cuando examiné el cadáver de Branir, advertí que la muerte
remontaba a varias horas antes, tal vez todo un día. El estado de
los ojos, el aspecto de la piel, la crispación de la boca, la
herida… Los signos clínicos no engañaban. Consigné mis
observaciones en un papiro. No hubo flagrante delito; Pazair fue
sólo un testigo. No hay cargos serios contra él.
–¿Por qué callasteis la verdad?
–Una magnífica oportunidad… Neferet estaba por fin a mi
alcance.
–¿Dónde está Pazair?
–No… no lo sé.
–Claro que sí.
El babuino gruñó de nuevo. Aterrorizado, Nebamon
cedió.
–Compré al jefe de policía para que no eliminara a Pazair.
Era necesario mantenerlo con vida para que mi chantaje tuviera
éxito. El juez está aislado, pero ignoro dónde.
–¿Conocéis al verdadero asesino?
–¡No, os juro que no!
Kem no dudó de la sinceridad de la respuesta. Cuando el
babuino dirigía un interrogatorio, los sospechosos no
mentían.
Neferet oró, dando gracias al alma de Branir. El maestro
había protegido al discípulo.
La frugal cena del decano del porche se componía de higos y
queso. A la falta de sueño se añadía la inapetencia. No soportaba
ya la menor presencia y había despedido a sus criados. ¿Qué podía
reprocharse, salvo el deseo de preservar Egipto del desorden? Sin
embargo, su conciencia no estaba en paz. Nunca, durante toda su
larga carrera, se había apartado así de la Regla.
Asqueado, apartó la escudilla de madera.
Fuera se oyeron unos gemidos. ¿Acaso, según los cuentos de
los magos, no acudían los espectros a torturar las almas indignas?
El decano salió.
Kem tiraba de la oreja al médico en jefe Nebamon, acompañado
por el babuino.
–Nebamon desea confesar.
Al decano no le gustaba el policía nubio. Conocía su pasado
de violencia, desaprobaba sus métodos y lamentaba que se hubiera
enrolado en las fuerzas de seguridad.
–Nebamon no es libre de hacer lo que quiera. Su declaración
no tendrá ningún valor.
–No es una declaración, es una confesión.
El médico en jefe intentó liberarse. El babuino le mordió la
pantorrilla, sin clavar los colmillos.
–Tened cuidado -recomendó Kem-. Si lo irritáis, no podré
contenerlo.
–¡Marchaos! – ordenó, enfurecido, el
magistrado.
Kem empujó al médico hacia el decano.
–Daos prisa, Nebamon, los babuinos no son
pacientes.
–Poseo un indicio en el asunto Pazair -declaró el notable con
voz ronca.
–No es un indicio -rectificó Kem-; se trata de la prueba de
su inocencia.
El decano palideció.
–¿Es una provocación?
–El médico en jefe es un hombre serio y
respetable.
Nebamon sacó de su túnica un papiro enrollado y
sellado.
–Consigné aquí mis observaciones acerca del cadáver de
Branir. El… el flagrante delito es un error de apreciación. Había
olvidado… transmitiros este informe.
El magistrado recibió el documento con poco entusiasmo; tuvo
la sensación de tocar unas brasas.
–Nos hemos equivocado -deploró el decano del porche-. Para
Pazair es demasiado tarde.
–Tal vez no -objetó Kem.
–¡Olvidáis que ha muerto!
El nubio sonrió.
–Otro error de apreciación, sin duda. Engañaron vuestra buena
fe.
Con una mirada, el nubio ordenó al babuino que soltara al
médico en jefe.
–¿Soy… soy libre?
–Desapareced.
Nebamon huyó cojeando. En su pantorrilla se había impreso la
señal de los colmillos del mono, cuyos rojizos ojos brillaban en la
noche.
–Os ofreceré un puesto tranquilo, Kem, si aceptáis olvidar
tan deplorables acontecimientos.
–No sigáis interviniendo, decano del porche, de lo contrario,
no sujetaré a Matón. Pronto será necesario decir la verdad, toda la
verdad.
Si se trataba de la policía del desierto, lo devolverían al
penal. Por lo que a los beduinos se refiere, actuarían según su
humor del momento: o lo torturarían o lo utilizarían como esclavo.
A excepción de los caravaneros, nadie se aventuraba por aquellas
extensiones desiertas. En el mejor de los casos, Pazair cambiaría
el penal por la esclavitud.
¡Dos beduinos vestidos con túnicas de coloreadas
rayas!
Llevaban los cabellos largos y en el mentón una corta
barba.
–¿Quién eres?
–Me he escapado del campo de los ladrones.
El más joven bajó del caballo y miró atentamente a
Pazair.
–No pareces muy robusto.
–Tengo sed.
–El agua hay que ganársela. Levántate y
combate.
–No tengo fuerzas.
El beduino sacó un puñal de su vaina.
–Si no eres capaz de luchar, morirás.
–Soy juez, no soldado.
–¡Juez! Entonces no vienes del campo de los
ladrones.
–Me acusaron falsamente. Alguien quiere que
desaparezca.
–El sol te ha vuelto loco.
–Si me matas, serás maldecido en el más allá. Los jueces de
los infiernos te harán pedazos el alma.
–¡Me importa un bledo!
El de más edad detuvo el brazo armado.
–La magia de los egipcios es temible. Pongámoslo en pie;
luego nos servirá de esclavo.
Pantera, la rubia libia de ojos claros, no se tranquilizaba.
A Suti, el amante fogoso e inventivo, le había sucedido un
blanduzco llorón y apagado. Enemiga irreductible de Egipto, había
caído en manos del teniente de carros, héroe ya en su primera
campaña de Asia. Por un repentino impulso, le había devuelto una
libertad que ella no aprovechaba, pues le gustaba mucho hacer el
amor con él. Cuando Suti fue expulsado del ejército, tras haber
intentado estrangular al general Asher, a quien había visto
asesinar a uno de sus exploradores, pero a quien el tribunal no
pudo condenar por la desaparición del cadáver, el joven no había
perdido su dinamismo.
Sin embargo, tras la desaparición de su amigo Pazair, se
encerró en el silencio, no comía y ni siquiera la
miraba.
–¿Cuándo renacerás?
–Cuando regrese Pazair.
–¡Pazair, siempre Pazair! ¿No comprendes que sus adversarios
lo han eliminado?
–No estamos en Libia. Matar es un acto tan grave que condena
a la aniquilación. Un criminal no resucita.
–¡Sólo hay una vida, Suti, aquí y ahora! Olvida esas
pamplinas.
–¿Olvidar a un amigo?
El amor alimentaba a Pantera. Privada del cuerpo de Suti,
languidecía.
Suti era un hombre de buena estatura, rostro alargado, mirada
franca y directa, y con largos cabellos negros; fuerza, seducción y
elegancia caracterizaban, por lo común, la menor de sus
actitudes.
–Soy una mujer libre y no acepto vivir con una piedra. Si
sigues inerte, me voy.
–Muy bien, vete.
Ella se arrodilló y lo tomó por la cintura.
–No sabes lo que estás diciendo.
–Si Pazair sufre, yo sufro; si está en peligro, la angustia
me domina. No lograrás cambiarlo.
Pantera apartó el paño de Suti. Él no protestó. Jamás había
existido un cuerpo de hombre más hermoso, más potente, más
armonioso. Desde sus trece años, Pantera había tenido muchos
amantes, pero ninguno de ellos la había colmado como aquel egipcio,
enemigo jurado de su pueblo. Le acarició dulcemente el pecho, los
hombros, rozó sus pechos, bajó hacia el ombligo. Sus dedos, ligeros
y sensuales, destilaban placer.
Por fin, el hombre reaccionó. Con mano vigorosa, casi
colérica, arrancó los tirantes de la corta túnica. Desnuda, cálida,
se tendió junto a él.
–Sentirte, formar contigo una sola cosa… Eso me
bastaría.
–A mí no.
La puso de espaldas y se tendió sobre ella. Lánguida,
triunfante, recibió su deseo como un elixir de juventud, untuoso y
caliente.
Fuera, alguien gritaba. Era una voz grave, imperiosa. Suti se
precipitó a la ventana.
–Venid -dijo Kem-. Sé dónde está Pazair.
El decano del porche regaba el pequeño arriate de flores, a
la entrada de su casa. A su edad, cada vez le era más difícil
inclinarse.
–¿Puedo ayudaros?
El decano se volvió y descubrió a Suti. El antiguo teniente
de carros no había perdido en absoluto su
soberbia.
–¿Dónde está mi amigo Pazair?
–Ha muerto.
–Mentira.
–Se redactó un informe oficial.
–Me importa un bledo.
–La verdad os disgusta, pero nadie puede
modificarla.
–La verdad es que Nebamon compró vuestra conciencia y la del
jefe de policía.
El decano del porche se irguió.
–¡No, la mía no!
–Hablad entonces.
El decano vaciló. Podía hacer que detuvieran a Suti por
injuria a un magistrado y violencia verbal. Pero le avergonzaba su
propia conducta. Ciertamente, el juez Pazair le daba miedo:
demasiado decidido, demasiado apasionado, demasiado amante de la
justicia. Pero él, el viejo magistrado curtido en todas las
intrigas, ¿no había traicionado la fe de su juventud? La suerte del
pequeño juez lo obsesionaba. Tal vez hubiera muerto ya, incapaz de
resistir la prueba de la reclusión.
–El penal de los ladrones, cerca de Khargeh
-murmuró.
–Dadme una orden de misión.
–Pedís demasiado.
–Rápido, tengo prisa.
Suti abandonó su caballo en la última posta, en el lindero de
la pista de los oasis. Sólo un asno sería capaz de soportar el
calor, el polvo y el viento. Provisto de su arco, una cincuentena
de flechas, una espada y dos puñales, Suti se sentía capaz de
enfrentarse con cualquier adversario. El decano del porche le había
entregado una tablilla de madera precisando que debía llevar a
Menfis al juez Pazair.
A regañadientes, Kem se había quedado junto a Neferet. Cuando
se hubiera recuperado de su espanto, Nebamon no permanecería
inactivo. Sólo el babuino y su dueño protegerían eficazmente a la
joven. El nubio, que tanto deseaba liberar al juez, admitió que
debía servir de muralla.
Cuando le anunciaron la marcha de su amante, Pantera se había
irritado. Si permanecía ausente más de una semana, lo engañaría con
el primer recién llegado y proclamaría por todas partes su
infortunio. Suti no había prometido nada, salvo regresar con su
amigo.
El asno llevaba unos odres y cestos llenos de carne y
pescados secos, fruta y panes que permanecerían blandos durante
varios días. El hombre y el animal se concederían poco descanso,
pues Suti estaba impaciente por llegar a su
objetivo.
Al ver el campo, un conjunto de miserables barracas dispersas
por el desierto, Suti invocó al dios Mm, patrón de los exploradores
y caravaneros. Aunque consideraba inaccesibles a los dioses, era
mejor que uno se asegurase su ayuda en determinadas
circunstancias.
Suti despertó al jefe del campo, que dormía bajo un refugio
de tela. El coloso masculló.
–¿Tenéis aquí al juez Pazair?
–No conozco ese nombre.
–Ya sé que no está registrado.
–Os digo que no lo conozco.
Suti mostró la tablilla que no despertó el menor
interés.
Aquí no hay nadie que se llame Pazair. Todos son ladrones
reincidentes, ninguno de ellos es juez.
–Mi misión es oficial.
–Esperad a que regresen los prisioneros, ya lo veréis. – El
jefe del campo volvió a dormirse.
Suti se preguntó si el decano del porche no lo habría enviado
a aquel callejón sin salida mientras hacía suprimir a Pazair en
Asia. ¡Ingenuo una vez más! Entró en la cocina para aprovisionarse
de agua.
El cocinero, un anciano desdentado, despertó dando un
respingo:
–¿Quién eres?
–Vengo a liberar a un amigo. Por desgracia, no te pareces a
Pazair.
–¿Qué nombre has dicho?
–El juez Pazair.
–¿Qué quieres de él?
–Liberarlo.
–Bueno… ¡Es demasiado tarde!
–Explícate.
El viejo apicultor habló en voz baja.
–Se escapó, gracias a mi.
–Él, en pleno desierto! No resistirá ni dos días. ¿Qué camino
tomó?
–El primer ued, la colina, el bosquecillo de palmeras, la
fuente, la meseta rocosa y, hacia el este, en dirección al valle.
Si tiene siete vidas como los gatos, lo
conseguirá.
–Pazair no tiene resistencia alguna.
–Apresúrate a encontrarlo; prometió demostrar mi
inocencia.
–¿No serás un ladrón?
–Muy poco, mucho menos que otros. Quiero ocuparme de mis
colmenas. Que vuestro juez me devuelva a casa.
–¿Visita privada, querido decano?
–Discreta, como a vos os gustan.
–¿No es eso garantía de una carrera larga y
tranquila?
–Cuando hice que incomunicaran a Pazair, puse una
condición.
–Me falla la memoria.
–Teníais que descubrir el móvil del crimen.
–No olvidéis que sorprendí a Pazair en flagrante
delito.
–¿Por qué iba a matar a su maestro, un sabio que debía
convertirse en el sumo sacerdote de Karnak y, por lo tanto, en su
mejor ayuda?
–Envidia o locura.
–No me toméis por estúpido.
–¿Qué os importa el móvil? Nos hemos librado de Pazair, eso
es lo esencial.
–¿Estáis seguro de su culpabilidad?
–Os lo repito: estaba inclinado sobre el cuerpo de Branir
cuando lo sorprendí. ¿Qué hubierais pensado vos en mi
lugar?
–¿Y el móvil?
–Vos mismo lo admitisteis: un proceso sería del peor efecto.
El país debe respetar a sus jueces y confiar en ellos. A Pazair le
gusta el escándalo. Su maestro, Branir, intentó sin duda calmarle.
Perdió los estribos y le golpeó. Cualquier jurado lo habría
condenado a muerte. Vos y yo fuimos generosos con él, puesto que
salvamos su reputación. Oficialmente, ha muerto en misión. ¿No es
para él, como para nosotros, la más satisfactoria de las
soluciones?
–Suti sabe la verdad.
–¿Cómo…?
–Kem ha hecho hablar al médico en jefe Nebamon. Suti sabe que
Pazair está vivo, y he aceptado revelarle el lugar donde se
encuentra detenido.
La cólera del jefe de policía sorprendió al decano del
porche. Mentmosé tenía fama de ser un hombre
ponderado.
–¡Insensato, completamente insensato! ¡Vos, el más alto
magistrado de la ciudad, os inclináis ante un soldado expulsado! Ni
Kem ni Suti pueden actuar.
–Olvidáis la declaración escrita de Nebamon.
–Confesiones obtenidas bajo tortura no tienen valor
alguno.
–Era anterior, firmada y fechada.
–¡Destruidla!
–Kem ha solicitado al médico en jefe que redacte una copia,
cuya autenticidad ha sido certificada por dos servidores de la
propiedad. La inocencia de Pazair ha quedado probada. Durante las
horas que precedieron al crimen, trabajaba en su despacho. Algunos
testigos lo afirmarán, he podido verificarlo.
–Admitámoslo… ¿Por qué habéis revelado el lugar donde lo
ocultábamos? No teníamos ninguna prisa.
–Para estar en paz conmigo mismo.
–Con vuestra experiencia, a vuestra edad…
–Precisamente, a mi edad. El juez de los muertos puede
llamarme de un momento a otro. En el asunto Pazair traicioné el
espíritu de la ley.
–Habéis tomado partido por Egipto sin preocuparos por los
privilegios de un individuo.
–Vuestro discurso ya no me engaña, Mentmosé.
–¿Me abandonaríais?
–Si Pazair vuelve…
–Se muere muy de prisa en el penal de los
ladrones.
Desde hacía mucho tiempo, Suti oía el galope de los caballos.
Procedía del este, y se trataba de dos beduinos que se acercaban
rápidamente mientras merodeaban en busca de una presa
fácil.
Suti aguardó a que estuvieran a buena distancia, tensó el
arco; con la rodilla en tierra, apuntó al de la izquierda. Herido
en el hombro, el hombre cayó hacia atrás. Su compañero corrió hacia
el agresor. Suti apuntó. La flecha se clavó en lo alto de la
pierna. El beduino, aullando de dolor, perdió el control de su
montura, cayó y perdió el sentido al golpearse con una roca. Ambos
caballos daban vueltas en redondo.
Suti colocó la punta de su espada en la garganta del nómada,
que se había incorporado titubeando.
–¿De dónde vienes?
–De la tribu de los areneros.
–¿Dónde acampa?
–Tras las rocas negras.
–¿Os habéis apoderado de un egipcio en estos últimos
días?
–De un extraviado que pretendía ser juez.
–¿Cómo le habéis tratado?
–El jefe está interrogándolo.
Suti saltó a lomos del caballo más robusto y sujetó el
segundo por las rudimentarias riendas que utilizaban los beduinos.
Los dos heridos tendrían que componérselas para
sobrevivir.
Los corceles tomaron un sendero flanqueado de guijarros y
cada vez más abrupto; resollando por sus ollares, con el pelaje
cubierto de sudor, llegaron a la cima de una colina cubierta de
erráticos bloques.
El lugar era siniestro.
Entre las rocas abrasadas, negruzcas, se abrían hondonadas
donde se arremolinaba la arena; evocaban las calderas del infierno
donde, con la cabeza gacha, se consumían los
condenados.
Al pie de la pendiente se hallaba el campamento de los
nómadas. La tienda más alta y más coloreada, en el centro, debía de
ser la del jefe. Caballos y cabras estaban encerrados en un redil.
Dos centinelas, uno al sur y el otro al norte, vigilaban los
alrededores.
Contrariamente a las leyes de la guerra, Suti aguardó a que
cayera la noche; los beduinos, que se entregaban a correrías y
pillajes, no merecían ninguna consideración. El egipcio se arrastró
en silencio, metro tras metro, y sólo se incorporó junto al
centinela del sur, al que despachó golpeándole en las vértebras
cervicales. Los areneros, que no dejaban de recorrer el desierto al
acecho de la mejor presa, eran poco numerosos en el campamento.
Suti se deslizó hasta la tienda del jefe y penetró en ella por un
agujero oval que servia de puerta. Tenso, concentrado, se sentía
dispuesto a desplegar toda su violencia.
Atónito, contempló un espectáculo
inesperado.
El jefe beduino, tendido entre almohadones, prestaba oídos al
discurso de Pazair, sentado en la posición del escriba. El juez
parecía absolutamente libre.
El beduino se incorporó. Suti saltó hacia
él.
–No lo mates -recomendó Pazair-, empezábamos a
entendernos.
Suti lanzó a su adversario sobre los
almohadones.
–He interrogado al jefe sobre su modo de vivir -explicó
Pazair- y he intentado demostrarle que estaba equivocado. Mi
negativa a ser esclavo, aun a riesgo de mi vida, le ha asombrado.
Quería saber cómo funciona nuestra justicia y…
–Cuando no le diviertas, te atará a la cola de un caballo y
serás arrastrado por las cortantes piedras y acabarás
desgarrado.
–¿Cómo me has encontrado?
–¿Cómo podía perderte?
Suti ató y amordazó al beduino.
–Salgamos pronto de aquí. Dos caballos nos aguardan en la
cima de la colina.
–¿Para qué? No puedo regresar a Egipto.
–Sígueme en vez de decir tonterías.
–No tendré fuerzas.
–Las recuperarás cuando sepas que se ha demostrado tu
inocencia y que Neferet está impaciente.
–Sois libre – declaró con voz ronca.
El decano esperaba amargos reproches, una acusación en toda
regla, incluso. Pero Pazair se limitaba a mirarlo.
–Naturalmente, la base de la inculpación queda anulada. Por
lo demás, os pido un poco de paciencia… Me encargaré de regularizar
lo antes posible vuestra situación.
–¿Y el jefe de policía?
–Os presenta sus excusas. Él y yo fuimos
engañados…
–¿Nebamon?
–El médico en jefe no es realmente culpable. Una simple
negligencia administrativa… Fuisteis víctima de un desgraciado
concurso de circunstancias, querido Pazair. Si deseáis poner una
querella…
–Lo pensaré.
–A veces es necesario saber perdonar…
–Devolvedme en seguida mi cargo.
Los azules ojos de Neferet parecían dos piedras preciosas en
el corazón de las montañas del oro, en el país de los dioses; a su
garganta, la turquesa la protegía de los maleficios. Una larga
túnica de lino blanco con tirantes afinaba aún más su
talle.
Al acercarse, el juez Pazair respiró su perfume. Loto y
jazmín embalsamaban su piel satinada. La tomó en sus brazos y
permanecieron unidos largos minutos, sin poder
hablar.
–¿De modo que me quieres un poco?
Ella se apartó para mirarlo.
Era orgulloso, apasionado, algo loco, riguroso, joven y viejo
al mismo tiempo, sin belleza superficial, frágil pero enérgico.
Quienes le creían débil se equivocaban lamentablemente. Pese a su
severo rostro, su gran frente austera, su carácter exigente, le
gustaba la felicidad.
–No quiero separarme más de ti.
La estrechó contra su pecho. La vida tenía un nuevo sabor,
poderoso como el joven Nilo. Una vida muy próxima a la muerte, sin
embargo, en esa inmensa necrópolis de Saqqara por donde Pazair y
Neferet, cogidos de la mano, avanzaban con lentos pasos. Querían
recogerse sin tardanza ante la tumba de Branir, su maestro
asesinado. ¿Acaso no había transmitido a Neferet los secretos de la
medicina y alentado a Pazair para que concretara su
vocación?
Penetraron en el taller de momificación donde Djui, sentado
en el suelo, con la espalda apoyada en la pared encalada, comía
cerdo con lentejas, aunque aquella carne estuviera prohibida en los
períodos cálidos. Sin circuncidar, el momificador no hacía caso
alguno de las prescripciones religiosas; con el rostro alargado,
espesas y negras cejas que se unían por encima de la nariz, los
labios finos y privados de sangre, las manos interminables, las
piernas frágiles, vivía al margen de los mortales.
En la mesa de embalsamamiento, descansaba la momia de un
hombre de edad, cuyo flanco acababa de cortar con un cuchillo de
obsidiana.
–Os conozco -dijo levantando los ojos hacia Pazair-. Sois el
juez que investigáis la muerte de los veteranos.
–¿Habéis momificado a Branir?
–Es mi oficio.
–¿Nada anormal?
–Nada.
–¿Ha acudido alguien a la tumba?
–Desde la inhumación, nadie. Sólo el sacerdote encargado del
servicio funerario entró en la capilla.
Pazair quedó decepcionado. Esperaba que el asesino, acuciado
por los remordimientos, hubiera implorado el perdón de su víctima
para evitar el castigo del más allá. Ni siquiera aquella amenaza lo
asustaba.
–¿Tuvo éxito vuestra investigación?
–Lo tendrá.
El momificador, indiferente, clavó sus dientes en el pedazo
de cerdo.
La pirámide escalonada dominaba el paisaje de eternidad.
Muchas tumbas miraban en su dirección, con el fin de participar en
la inmortalidad del faraón Coser, cuya inmensa sombra subía y
bajaba cada día la gigantesca escalinata de piedra. Por lo general,
escultores, grabadores de jeroglíficos y dibujantes animaban los
innumerables trabajos. Aquí se excavaba una tumba; allá, se
restauraba otra. Hileras de obreros tiraban de las narrias de
madera cargadas de bloques de calcáreo o de granito, y los
aguadores saciaban la sed de los obreros.
Aquel día festivo, en el que se veneraba a Inhotep, el
maestro de obras de la pirámide escalonada, el paraje estaba
desierto. Pazair y Neferet pasaron entre las hileras de tumbas que
databan de las primeras dinastías, cuidadosamente conservadas por
uno de los hijos de Ramsés el Grande. Cuando la mirada se posaba en
los nombres de los difuntos escritos en jeroglíficos, los
resucitaba, quebrando el obstáculo del tiempo. El poder del verbo
superaba al de la muerte.
La sepultura de Branir, cercana a la pirámide escalonada,
había sido construida con una hermosa piedra blanca procedente de
las canteras de Turah. El acceso al pozo funerario, que conducía a
los aposentos subterráneos donde reposaba la momia, había sido
obstruido por una enorme losa, mientras que la capilla permanecía
abierta a los vivos, que acudirían a celebrar banquetes en compañía
de la estatua y de las representaciones del difunto, cargadas de su
energía imperecedera.
El escultor había creado una magnífica efigie de Branir,
inmortalizándolo con el aspecto de un hombre de edad, de rostro
sereno y anchos hombros. El texto principal, en líneas horizontales
superpuestas, deseaba al resucitado la bienvenida al hermoso
Occidente; al final de un inmenso viaje, llegaba hasta los suyos,
sus hermanos los dioses, se alimentaba de estrellas y se purificaba
con el agua del océano primordial. Guiado por su corazón, caminaba
por los caminos perfectos de la eternidad.
Pazair leyó en voz alta las fórmulas destinadas a los
huéspedes de la tumba: "Vivos que estáis en la tierra y pasáis
junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiáis la muerte,
pronunciad mi nombre para que viva, decid en mi favor la fórmula de
ofrenda."
–Identificaré al asesino -prometió Pazair.
Neferet había soñado en una felicidad apacible, lejos de los
conflictos y las ambiciones; pero su amor había nacido en la
tormenta, y ni Pazair ni ella misma conocerían la paz antes de
haber descubierto la verdad.
Cuando las tinieblas fueron vencidas, la tierra se iluminó.
Árboles y hierbas reverdecieron, los pájaros abandonaron el nido,
los peces saltaron fuera del agua, los barcos bajaron y subieron
por el río. Pazair y Neferet salieron de la capilla, cuyos
bajorrelieves acogían las luces del alba. Habían pasado la noche
junto al alma de Branir, y la habían sentido próxima, vibrante y
cálida. Nunca se habrían separado de él.
Terminada la fiesta, los artesanos volvían al lugar. Algunos
sacerdotes celebraban los ritos matinales, para perpetuar la
memoria de los desaparecidos. Pazair y Neferet siguieron la larga
calzada cubierta del rey Unas, que desembocaba, más abajo, en un
templo; se sentaron bajo las palmeras, en el lindero de los
cultivos. Una niña, risueña, les llevó dátiles, pan fresco y
leche.
–Podríamos quedarnos aquí, olvidar los crímenes, la justicia
y a los hombres.
–¿Estás volviéndote soñador, juez Pazair?
–Han querido librarse de mi del modo más vil, y no
renunciarán a ello. ¿Es prudente emprender una guerra perdida de
antemano?
–Por Branir, por el ser que veneramos, tenemos el deber de
combatir sin pensar en nosotros mismos.
–Soy sólo un pequeño juez, que la jerarquía destinará a la
más alejada de las provincias. Me destruirán sin
problemas.
–¿Tienes miedo ya?
–Me falta valor. El penal fue una prueba
espantosa.
Ella posó la cabeza en su hombro.
–Ahora estamos juntos. No has perdido ni un ápice de tu
fuerza, lo sé, lo siento.
Una dulce calidez invadió a Pazair. Los dolores
desaparecieron, la fatiga se atenuó. Neferet era una
hechicera.
–Cada día, durante un mes, beberás el agua recogida en una
cubeta de cobre. Es un remedio eficaz contra la languidez y la
desesperación.
–¿Quién ha podido tenderme esta trampa, sino alguien que
supiera que Branir iba a convertirse en sumo sacerdote de Karnak e
iba a ser, así, nuestro más fiel apoyo?
–¿A quién te confiaste?
–A tu perseguidor, el médico en jefe Nebamon, para
impresionarle.
–Nebamon… Nebamon tenía la prueba de tu inocencia y me
obligaba a casarme con él.
–Cometí un terrible error. Al saber el cercano nombramiento
de Branir decidió dar un doble golpe: eliminarlo y acusarme del
crimen.
En la frente de Pazair apareció una arruga.
–No es el único culpable posible. Cuando el jefe de policía,
Mentmosé, me detuvo, se puso de acuerdo con el decano del
porche.
–Policía y magistratura aliados en el
crimen…
–Una conspiración, Neferet, una conspiración que reúne a
hombres de poder e influencia. Branir y yo comenzábamos a ser
molestos, porque yo había reunido indicios decisivos y él me habría
permitido proseguir la investigación hasta el final. ¿Por qué fue
exterminada la guardia de honor de la esfinge? Ésta es la pregunta
a la que debo responder.
–¿Te olvidas del químico Chechi, del robo del hierro celeste,
de Asher, el general felón?
–Soy incapaz de relacionar a los sospechosos con los
delitos.
–Preocupémonos, ante todo, por la memoria de
Branir.
Suti había querido festejar dignamente el regreso de su amigo
Pazair invitando al juez y a su mujer a una respetable taberna de
Menfis, donde se servía un vino tinto que databa del año uno de
Ramsés, cordero asado de primera calidad, legumbres con salsa e
inolvidables pasteles. Animado, había intentado hacerles olvidar
durante unas horas el asesinato de Branir.
De regreso a casa, tambaleándose, con el cerebro lleno de
brumas, chocó con Pantera. La rubia libia le agarró por los
cabellos.
–¿De dónde vienes?
–Del penal.
–¿Medio borracho?
–Completamente borracho, pero Pazair está sano y
salvo.
–¿Y de mí, te preocupas?
Él la tomó por la cintura, la levantó del suelo y la mantuvo
sobre su cabeza.
–He vuelto, ¿no es un milagro?
–No te necesito.
–Mientes, nuestros cuerpos no han acabado de
descubrirse.
La tendió dulcemente en la cama, le quitó el corto vestido
con la delicadeza de un viejo amante y la penetró con el ardor de
un joven. Ella aulló de placer, incapaz de resistir aquel asalto
que tanto había esperado.
Cuando descansaron, uno junto a otro, jadeantes y encantados,
ella puso la mano en el pecho de Suti.
–Prometí engañarte durante tu ausencia.
–¿Has tenido éxito?
–Nunca lo sabrás. La duda te hará sufrir.
–Desengáñate. Para mí sólo cuentan el instante y el
goce.
–¡Eres un monstruo!
–¿Te lamentas de ello?
–¿Seguirás ayudando al juez Pazair?
–Mezclamos nuestra sangre.
–¿Está decidido a vengarse?
–Es juez antes que hombre. La verdad le interesa más que el
resentimiento.
–Escúchame, por una vez. No lo alientes y, si persiste,
mantente al margen.
–¿A qué viene esta advertencia?
–Se enfrenta a alguien demasiado fuerte.
–¿Y tú qué sabes?
–Un presentimiento.
–¿Qué me ocultas?
–¿Qué mujer podría engañarte?
El despacho del jefe de policía parecía una zumbante colmena.
Mentmosé no dejaba de ir y venir, distribuía órdenes,
contradictorias a veces, azuzaba a sus empleados para que
transportaran los rollos de papiro, las tablillas de madera y los
menores archivos acumulados desde que entró en funciones. Con ojos
enfebrecidos, Mentmosé se rascaba el calvo cráneo y maldecía la
lentitud de su propia administración.
Cuando salió a la calle para comprobar el cargamento de un
cairo, chocó con el juez Pazair.
–Querido juez…
–Me contempláis como si fuera un fantasma.
–¡Qué idea! Espero que vuestra salud…
–El penal la quebrantó, pero mi esposa me recompondrá muy
pronto. ¿Cambiáis de domicilio?
–Los servicios de irrigación han previsto una abundante
crecida. Debo tomar precauciones.
–Este barrio no es inundable, o eso me
parece.
–Nunca se es lo bastante prudente.
–¿Y dónde os instaláis?
–Bueno… en mi casa. Es provisional, claro.
–Sobre todo, es ilegal. ¿Lo sabe el decano del
porche?
–Nuestro querido decano está muy cansado. Importunarlo habría
sido inconveniente.
–¿No tendríais que interrumpir ese traslado de
expedientes?
La voz de Mentmosé se hizo gangosa y aguda.
–Tal vez seáis inocente del crimen del que os acusaban, pero
vuestra posición sigue siendo incierta y no os autoriza a darme
órdenes.
–Es cierto, pero la vuestra os obliga a
ayudarme.
Los ojos del jefe de policía se entornaron, como los de un
gato.
–¿Qué queréis?
–Examinar de cerca la aguja de nácar que mató a
Branir.
Mentmosé se rascó el cráneo.
–En pleno traslado…
–No se trata de archivos sino de pruebas de cargo. Debe de
estar en un expediente junto al mensaje que me engañó: "Branir está
en peligro, venid en seguida."
–Mis hombres no lo encontraron.
–¿Y la aguja?
–Un momento.
El jefe de policía desapareció. La agitación se calmó.
Algunos portadores de papiro dejaron su carga en las estanterías y
recuperaron el aliento.
Mentmosé reapareció diez minutos más tarde con el rostro
ensombrecido.
–La aguja ha desaparecido.
–¿Cómo cuidarme en estas condiciones?
–No os quejéis, juez Pazair. Tenéis el privilegio de que os
cuide, a domicilio y permanentemente, un concienzudo
médico.
La besó en el cuello, en el lugar preciso donde la hacia
estremecerse. Neferet tuvo el valor de rechazarlo.
–La carta.
Pazair se sentó en la posición del escriba y desenrolló en
sus rodillas un papiro de buena calidad, de unos veinte centímetros
de ancho. Dada la importancia del mensaje, utilizaría sólo el
anverso del documento. A la izquierda, la parte enrollada; a la
derecha, la desplegada. Para dar un carácter augusto al texto,
escribiría en líneas verticales, separadas por una línea muy recta,
trazada con su más hermosa tinta y un cálamo, cuya punta estaba
perfectamente afilada.
Su mano no tembló.
Al visir Bagey, de parte del juez Pazair.
Quieran los dioses proteger al visir, Ra iluminarle con sus
rayos, Amón preservar su integridad, Ptalí darle
coherencia.
Espero que vuestra salud sea excelente y que vuestra
prosperidad no sea menor. Apelo a vos, en mi calidad de magistrado,
para informaros de hechos de excepcional gravedad. No sólo fui
acusado, falsamente, del asesinato de Branir el prudente y
deportado a un penal de ladrones, sino que también el arma del
crimen ha desaparecido, cuando estaba en poder del jefe de Policía,
Mentmose.
Juez de barrio, creo haber puesto en evidencia el
comportamiento sospechoso del general Asher y demostrado que los
cinco veteranos destinados a la guardia de honor de la esfinge
fueron asesinados.
En mi persona se ha escarnecido toda la justicia. Intentaron
librarse de mí, con la activa complicidad del jefe de policía y del
decano del porche, para impedir mi investigación y preservar a unos
conspiradores que persiguen un objetivo que
ignoro.
Mi suerte personal me importa poco, pero quiero identificar a
los culpables de la muerte de mi maestro. Séame también permitido
formular mis inquietudes por el país; si tantas muertes atroces
permanecen impunes, ¿no serán pronto el crimen y la mentira los
nuevos guías del pueblo? Sólo el visir tiene capacidad para
arrancar las raíces del mal. Por ello solicito su intervención,
ante la mirada de los dioses, y jurando por la Regla que mis
palabras son verídicas.
Pazair fechó la carta, puso su sello en el papiro, lo
enrolló, lo ató y después lo cerró con un sello de arcilla.
Escribió su nombre y el del destinatario. En menos de una hora lo
entregaría al mensajero, que lo depositaría aquel mismo día en el
despacho del visir.
El juez se levantó inquieto.
–Esta carta puede significar nuestro exilio.
–Ten confianza. La reputación del visir Bagey es
merecida.
–Si nos equivocamos, nos separarán para
siempre.
–No, partiría contigo.
No había nadie en el jardincillo. La puerta de la pequeña
casa blanca estaba abierta, y Pazair entró. Ni Suti ni Pantera
estaban allí, a pesar de lo avanzado de la hora. Poco antes de la
puesta del sol, los amantes habrían podido tomar el fresco en el
cenador, junto al pozo.
Pazair, intrigado, atravesó la estancia principal. Por fin
oyó unos ruidos. No procedían de la alcoba, sino de la cocina al
aire libre, situada detrás de la vivienda. Sin duda alguna, Pantera
y Suti estaban trabajando.
La rubia libia fabricaba mantequilla, mezclándola con
ifenogreco y alcaravea, para conservarla en la parte más fresca del
sótano, sin añadirle agua ni sal para que no se
oscureciera.
Suti preparaba cerveza. Había hecho una pasta,
superficialmente cocida en moldes dispuestos alrededor de un hogar,
con harina de cebada molida y amasada. Los panes obtenidos
maceraban en agua azucarada con dátiles. Tras la fermentación era
preciso agitar y filtrar el liquido, y luego verterlo en una jarra
untada de arcilla, indispensable para la
conservación.
Había tres jarras colocadas en los agujeros de una tabla
elevada y provistas de un tapón de barro seco.
–¿Te dedicas a la artesanía? – preguntó
Pazair.
Suti se volvió.
–¡Ni siquiera te había oído! Sí, Pantera y yo hemos decidido
hacer fortuna. Ella fabricará mantequilla y yo
cerveza.
Harta, la libia apartó la materia grasa, se secó las manos
con un paño oscuro y desapareció sin saludar al
juez.
–No se lo reproches, es una colérica. Olvidemos la
mantequilla. ¡Afortunadamente, hay cerveza! Prueba
esto.
Suti sacó de su agujero la jarra más grande, quitó el tapón y
colocó el tubo conectado a un filtro que sólo dejaba pasar el
líquido y que retendría los trozos de pasta en
suspensión.
Pazair aspiró, pero se interrumpió casi
enseguida.
–¡Agria!
–¿Cómo, agria? He seguido la receta al pie de la
letra.
Suti aspiró a su vez y escupió.
–¡Infecta! Abandono la fabricación de cerveza, no es un
oficio para mí. ¿Cuál es la situación?
–He escrito al visir.
–Peligroso.
–Indispensable.
–No resistirás el próximo penal.
–La justicia triunfará.
–Tu credulidad es conmovedora.
–El visir Bagey actuará.
–¿Y por qué no va a estar corrompido y comprometido, como el
jefe de policía y el decano del porche?
–Porque es el visir Bagey.
–Ese viejo pedazo de palo es inaccesible a cualquier
sentimiento.
–Defenderá el interés de Egipto.
–Espero que los dioses te oigan.
–Esta noche he recordado el horrible momento en que vi la
aguja de nácar clavada en el cuello de Branir. Es un objeto
precioso de elevado precio, que sólo una mano experta podía
manejar.
–¿Una pista?
–Una simple idea, carente de interés quizá. ¿Aprobarías una
visita al principal taller de tejido de Menfis?
–¿Yo, en misión?
–Parece que las mujeres son allí muy
hermosas.
–¿Te dan miedo?
–El taller no está en mi jurisdicción. Mentmosé aprovecharía
el menor paso en falso.
Monopolio real, el tejido empleaba gran número de hombres y
mujeres. Trabajaban en telares de bajo lizo, formados por dos
cilindros en los que se enrollaban los hilos de la urdimbre, y de
alto lizo, formado por un marco rectangular colocado verticalmente,
enrollándose el hilo de la urdimbre en el cilindro superior y la
tela en el cilindro inferior. Algunos tejidos superaban los veinte
metros de largo y su anchura variaba de un metro veinte a un metro
ochenta.
Suti observó a un tejedor, con el pecho apoyado en las
rodillas, que terminaba un galón para la túnica de un noble; prestó
más atención a las muchachas que torcían los hilos y enrollaban en
ovillo las fibras de lino enriadas. Sus colegas, no menos
seductoras, disponían una urdimbre sobre el enjulio superior de un
telar puesto a lo largo, antes de entrecruzar dos series de hilos
tensos. Una hilandera utilizaba un bastón coronado por un disco de
madera que manejaba con pasmosa destreza.
Suti no pasó desapercibido; su largo rostro, su mirada
directa, sus largos cabellos negros, su aspecto lleno de elegancia
y fuerza dejaban indiferentes a pocas mujeres.
–¿Qué buscáis? – preguntó la hilandera, que mojaba las fibras
para obtener un hilo delgado y resistente.
–Me gustaría hablar con el director del
taller.
–La señora Tapeni sólo recibe a los visitantes recomendados
por palacio.
–¿Nunca hace excepciones? – murmuró Suti.
Conmovida, la hilandera abandonó su
instrumento.
–Voy a ver.
El taller era grande y estaba limpio. La inspección de
trabajo lo exigía. La luz entraba por tragaluces rectangulares
practicados en el techo plano y la circulación de aire se obtenía
gracias a una sabia disposición de ventanas oblongas. En invierno
trabajaban calientes; en verano, frescos. Los especialistas
calificados, tras varios años de aprendizaje, percibían un salario
elevado, sin discriminación entre hombres y
mujeres.
Cuando Suti sonreía a una tejedora, la hilandera
regreso.
–Seguidme.
La señora Tapeni, cuyo nombre significaba "el ratón", se
hallaba en una inmensa sala donde había telares, urdimbres, bobinas
de hilo, agujas, bastones de hilandera y demás instrumentos
necesarios para la práctica de su arte. Pequeña, con los cabellos
negros, los ojos verdes y la piel oscura, muy vivaz, reinaba sobre
los obreros con mano de militar. Su aparente dulzura ocultaba un
autoritarismo a menudo penoso. Pero los productos que salían de su
taller eran de tal belleza que no podía hacérsele crítica alguna.
Soltera a los treinta años, Tapeni pensaba sólo en su oficio. Hijos
y familia le parecían obstáculos para la prosecución de una
carrera.
En cuanto vio a Suti, tuvo miedo. Miedo de enamorarse
estúpidamente de un hombre al que le bastaba comparecer para
seducir. Su temor se transformó en seguida en otro sentimiento, muy
excitante: el irresistible atractivo de la cazadora ante la pieza.
Su voz se hizo acariciadora.
–¿Cómo puedo ayudaros?
–Se trata de un asunto… privado.
Tapeni despidió a sus ayudantes. El perfume del misterio
aumentaba su curiosidad.
–Ahora estamos solos.
Suti dio la vuelta a la estancia y se detuvo ante una hilera
de agujas de nácar dispuestas en una tabla cubierta de
tejido.
–Son soberbias. ¿Quién está autorizado a
manejarlas?
–¿Os interesan los secretos de mi oficio?
–Me apasionan.
–¿Inspector de palacio?
–Tranquilizaos: busco a alguien que utilizó este tipo de
aguja.
–¿Una amante en fuga?
–¿Quién sabe?
–También los hombres las utilizan. Espero que no
seáis…
–Alejad vuestros temores.
–¿Cómo os llamáis?
–Suti.
–¿Vuestra profesión?
–Viajo mucho.
–Comerciante y un poco espía… Sois muy
guapo.
–Y vos encantadora.
–¿De verdad?
Tapeni corrió el pestillo de madera que servia de
cerrojo.
–¿Pueden encontrarse estas agujas en cualquier
taller?
–Sólo los mayores las poseen.
–Entonces, la lista de usuarios es limitada.
–Ciertamente.
Ella se acercó, giró a su alrededor, tocó sus
hombros.
–Eres fuerte. Debes de saber combatir.
–Soy un héroe. ¿Querríais darme algunos
nombres?
–Tal vez. ¿Tanta prisa tienes?
–Identificar al propietario de una aguja como
ésta…
–Cállate un poco, más tarde hablaremos. Aceptaré ayudarte, a
condición de que te muestres tierno, muy tierno…
Posó sus labios en los de Suti que, tras una breve
vacilación, se vio obligado a responder a la invitación. La
cortesía y el sentido de la reciprocidad eran valores intangibles
de la civilización. No rechazar un regalo era uno de los
imperativos de la moral de Suti.
La señora Tapeni untó el sexo de su amante con una pomada a
base de semillas de acacia machacadas con miel; esterilizado el
esperma, gozaría con total tranquilidad de aquel magnifico cuerpo
de hombre, olvidando el ruido de los telares y las recriminaciones
de los obreros.
"Investigar para Pazair -pensó Suti- no sólo presenta
peligros."
–Neferet me lo ha contado todo. Estoy libre gracias a
vosotros dos.
–El babuino se mostró persuasivo.
–¿Noticias de Nebamon?
–Descansa en su mansión.
–Volverá al ataque.
–¿Quién lo duda? Tendréis que mostraros más
prudente.
–Siempre que siga siendo juez. He escrito al visir: o se
encarga de la investigación y me confirma en mis funciones o
considera mi petición insolente e inaceptable.
Rubicundo, rollizo, con los brazos cargados de papiro, el
escribano Iarrot entró en el despacho del juez.
–¡Esto es lo que he hecho en vuestra ausencia! ¿Debo seguir
trabajando?
–Ignoro mi suerte futura, pero detesto que los expedientes
esperen. Mientras no me lo prohíban, seguiré poniendo mi sello.
¿Cómo está tu hija?
–Un comienzo de sarampión y una pelea con un muchachuelo
odioso que le arañó la cara. He denunciado a los padres.
Afortunadamente cada vez baila mejor. Pero mi mujer… ¡qué
arpía!
Gruñón, Iarrot colocó los papiros en sus
casillas.
–No saldré de mi despacho antes de que el visir responda
-indicó Pazair.
–Voy a dar una vuelta por casa de Nebamon -declaró el
nubio.
Neferet y Pazair habían tomado la decisión de no vivir nunca
en casa de Branir. Nadie debía residir en el lugar golpeado por la
desgracia. Se limitarían a la pequeña morada oficial, la mitad de
la cual estaba ocupada por los archivos del juez. Si los
expulsaban, regresarían a la región tebana.
Neferet se levantaba antes que Pazair, al que le gustaba
trabajar hasta muy tarde. Tras haberse lavado y maquillado,
alimentaba al perro, al asno y a la mona verde. Bravo, que tenía
una pequeña infección en una pata, era cuidado con limo del Nilo,
cuyas virtudes desinfectantes actuaban de prisa.
La joven colocaba su estuche médico en el lomo de Viento del
Norte; con un innato sentido de la orientación, el asno la guiaba
por las callejas del barrio donde los enfermos requerían su
intervención. Le pagaban llenando de alimentos variados los cestos
que el asno llevaba con evidente satisfacción. Ricos y pobres no
vivían en barrios separados; algunas terrazas arboladas dominaban
pequeñas casas de ladrillos secos, vastas mansiones rodeadas de
jardines se hallaban junto a animadas callejas por las que
circulaban animales y gente. Se gritaba, se negociaba, se reía,
pero Neferet no tenía tiempo de participar en discusiones y
festejos. Después de tres días de incierta lucha, expulsaba por fin
una fiebre maligna del cuerpo de una niña a la que habían invadido
los demonios de la noche. La pequeña enferma podía tomar ya leche
de nodriza, conservada en un recipiente con forma de hipopótamo.
Los latidos de su corazón eran buenos, el pulso regular. Neferet
adornó su garganta con un collar de flores y sus orejas con ligeros
pendientes; la sonrisa de su paciente fue la más hermosa
recompensa. Cuando regresó, rendida, Suti discutía con
Pazair.
–Vi a la señora Tapeni, superior del principal taller de
tejido de Menfis.
–¿Resultados?
–Acepta ayudarme.
–¿Alguna pista seria?
–Todavía no. Numerosas personas pudieron utilizar este tipo
de aguja.
Pazair bajó la mirada.
–Dime, Suti… ¿Es hermosa la tal señora
Tapeni?
–No es desagradable.
–¿Y ese primer contacto fue sólo… amistoso?
–La señora Tapeni es independiente y
afectuosa.
Neferet se perfumó y les sirvió bebida.
–Esta cerveza no tiene riesgos -indicó Pazair-; lo que tal
vez no suceda en tu relación con Tapeni.
–¿Piensas en Pantera? Comprenderá las necesidades de la
investigación.
Suti besó a Neferet en ambas mejillas.
–No olvidéis, ni el uno ni la otra, que soy un
héroe.
A Denes, rico y afamado transportista, le gustaba descansar
en la sala de estar de su suntuosa mansión de Menfis. En las
paredes había flores de loto; en el suelo, losas de color,
evocación de los peces debatiéndose en un estanque. En una decena
de cestos colocados en mesillas, granadas y uva.
Cuando regresaba de los muelles, donde controlaba la llegada
y la partida de sus barcos, le gustaba degustar leche cuajada con
sal y beber agua, que se mantenía fresca en una jarra de terracota.
Tendido en unos almohadones, hacía que una sirvienta le diera un
masaje y que le afeitara su barbero personal, igualando los pelos
de su fina barba blanca. Con el rostro cuadrado, pesado, Denes
dejaba de dar órdenes cuando intervenía su esposa, Nenofar;
corpulenta e imponente, vestida a la última moda, poseía las tres
cuartas partes de la fortuna de la pareja. Por lo tanto, en sus
numerosos enfrentamientos, Denes consideraba preferible
ceder.
Aquella tarde no había disputas. Denes ponía su cara de los
días malos y ni siquiera escuchaba el inflamado discurso de
Nenofar, que maldecía al fisco, el calor y las
moscas.
Cuando un sirviente introdujo al dentista Qadash, Denes se
levantó y lo besó.
–Pazair ha regresado -declaró, huraño, el
facultativo.
Lagrimeante, con la frente pequeña y los pómulos salientes,
se frotaba sus manos, enrojecidas a causa de la mala circulación
sanguínea. En su nariz se observaban venitas violetas a punto de
estallar. Con sus blancos cabellos en desorden, Qadash se
agitaba.
Él y su amigo Denes habían sufrido las sospechas del juez y
aguantado sus ataques, sin que consiguiera demostrar su
culpabilidad.
–¿Qué ha ocurrido? ¡Un informe oficial proclamaba la muerte
de Pazair!
–Tranquilizate -recomendó Denes-. Ha vuelto, pero no se
atreverá a emprender acción alguna contra nosotros. Su detención le
ha destrozado.
–¿Y tú qué sabes? – protestó Nenofar, que se maquillaba
tomando ungüento con una cuchara cuyo mango representaba a un negro
tendido con las manos atadas a la espalda-. El pequeño juez es
empecinado. Se vengará.
–No le temo.
–Porque estás ciego, como de costumbre.
–Tu posición en la corte nos permite estar permanentemente
informados de las actuaciones de Pazair.
La señora Nenofar, que dirigía con ardor un equipo de agentes
comerciales encargados de vender productos egipcios en el
extranjero, había obtenido los puestos de intendente de paños e
inspectora del Tesoro.
–El aparato judicial no tiene relación alguna con las
exigencias económicas -objetó-. ¿Y si llega hasta el
visir?
–Bagey es tan rígido como intratable. No se dejará manipular
por un magistrado ambicioso cuyo único objetivo es formar escándalo
para aumentar su notoriedad.
La llegada del químico Chechi interrumpió la conversación.
Pequeño, con el labio superior adornado por un bigote negro,
encerrado hasta el punto de confiarse días enteros en el silencio,
se desplazaba como una sombra.
–Me he retrasado.
–¡Pazair está en Menfis! – farfulló Qadash.
–Estoy al corriente.
–¿Qué piensa el general Asher?
–Está tan sorprendido como nosotros. Habíamos recibido con
júbilo el anuncio de la muerte del juez.
–¿Quién lo ha hecho liberar?
–Asher lo ignora.
–¿Qué medidas piensa tomar?
–No he tenido derecho a sus confidencias.
–¿Y el programa de armamento? – preguntó
Denes.
–Prosigue.
–¿Expedición a la vista?
–El libio Adafi ha fomentado algunos desórdenes cerca de
Biblos, pero las fuerzas del orden han bastado para detener la
rebelión de dos aldeas.
–Así pues, Asher mantiene la confianza del
faraón.
–Mientras no se pruebe su culpabilidad, el rey no puede
destituir a un héroe que él mismo condecoró y nombró jefe de sus
instructores del ejército de Asia.
La señora Nenofar se puso al cuello un collar de
amatistas.
–La guerra es a menudo conveniente para el comercio. Si Asher
prevé una campaña contra Siria o Libia, advertídmelo sin tardanza.
Cambiaré mis circuitos comerciales y sabré mostrarme generosa con
vos.
Chechi se inclinó.
–¡Olvidáis a Pazair! – protestó Qadash.
–Un hombre solo contra fuerzas que lo aplastarán -ironizó
Denes-. Actuemos con astucia.
–¿Y si comprende?
–Dejemos actuar a Nebamon. ¿No es nuestro brillante médico el
peor afectado?
Nebamon tomaba una decena de baños calientes diarios en una
gran cubeta de granito rosa en la que sus servidores vertían un
líquido aromatizado. Luego se untaba los testículos con una pomada
calmante que, poco a poco, apaciguaba el dolor.
El maldito babuino de Kem, el policía nubio, casi le había
arrancado la virilidad. Dos días después de la agresión, una
profusión de granos había afligido la delicada piel de las bolsas.
Temiendo que supuraran, el médico en jefe se había aislado en la
más hermosa de sus mansiones, tras haber anulado las operaciones de
cirugía estética prometidas a las envejecidas bellezas de la
corte.
Cuanto más odiaba a Pazair, más amaba a Neferet. Se había
burlado de él, cierto, pero no le guardaba rencor
alguno.
Sin aquel juez mediocre, pernicioso a fuerza de obstinación,
la joven habría cedido y se habría convertido en su
esposa.
Nebamon no había fracasado nunca. Sufría en sus carnes
aquella insoportable afrenta. El mejor aliado de Nebamon seguía
siendo Mentmosé. La posición del jefe de policía, que había
destruido el mensaje con el que se había atraído a Pazair junto a
su maestro y el arma del crimen, se hacia muy delicada. Una
investigación seria demostraría, por lo menos, su incompetencia.
Mentmosé, que había intrigado durante toda su vida para obtener su
puesto, no soportaría ser revocado. Por lo tanto, no todo estaba
perdido.
El general Asher dirigía personalmente el ejercicio de los
soldados de élite que, en cuanto recibieran la orden, partirían
hacia Asia. Pequeño, con rostro de roedor, los cabellos muy cortos,
los hombros cubiertos de pelo negro e hirsuto, las piernas cortas,
el pecho cruzado por una cicatriz, se complacía realmente viendo
sufrir a los hombres cargados con sacos llenos de piedras,
obligados a arrastrarse por la arena y el polvo y a defenderse de
un agresor armado con un cuchillo. Eliminaba sin piedad a los
vencidos. Los oficiales no gozaban de prerrogativa alguna; también
ellos debían demostrar sus aptitudes físicas.
–¿Qué pensáis de esos futuros héroes,
Mentmosé?
El jefe de policía, arrebujado en un manto de lana, no
soportaba el frescor del alba.
–Felicidades, general.
–La mitad de estos imbéciles no es apta para el servicio, y
la otra mitad no es mucho mejor. Nuestro ejército es demasiado rico
y demasiado perezoso. Hemos perdido el gusto por la
victoria.
Mentmosé estornudó.
–¿Habéis cogido frío?
–Las preocupaciones, la fatiga…
–¿El juez Pazair?
–Vuestra ayuda me seria preciosa, general.
–En Egipto nadie puede atacar a la justicia. En otros países
tendríamos más libertad.
–Un informe afirmaba que había muerto en
Asia…
–Simple error administrativo, del que no soy responsable. El
proceso que me instruyó Pazair no tuvo éxito, y me han mantenido en
mis funciones. Lo demás no me interesa.
–Deberíais mostraros más circunspecto.
–¿No ha sido descalificado ese pequeño juez?
–Las acusaciones que se le hacían han sido retiradas. ¿No
podríamos estudiar juntos… una solución?
–Vos sois policía, yo soy soldado. No mezclemos los
géneros.
–En nuestro respectivo interés…
–Mi interés consiste en mantenerme lo más alejado posible de
ese juez. Hasta luego, Mentmosé; mis oficiales me
esperan.
Todos recordaron la antigua profecía: cuando las bestias
salvajes beban en el río, la injusticia reinará y la felicidad
abandonará el país.
El pueblo murmuró y su lamento, mil veces repetido de un
barrio a otro, llegó a oídos de Ramsés el Grande. Lo invisible
comenzaba a hablar; encarnándose en el cuerpo de una hiena,
desautorizaba al rey ante los ojos del país. En todas las
provincias, la gente se inquietó por el mal presagio y se interrogó
sobre la legitimidad del reinado.
El faraón tendría que actuar muy pronto.
Neferet barría la habitación con una corta escoba; de
rodillas, sujetaba con fuerza el rígido mango y, con su flexible
muñeca, agitaba las largas fibras de junco unidas en un
manojo.
–La respuesta del visir no llega -observó Pazair, que estaba
sentado en una silla baja.
Neferet apoyó la cabeza en las rodillas del
juez.
–¿Por qué te atormentas sin cesar? La inquietud te corroe y
te debilita.
–¿Qué intentará contra ti Nebamon?
–¿Acaso no me protegerás tú?
Él le acarició los cabellos.
–Todo lo que deseo, lo encuentro a tu lado. ¡Qué hermosa es
esta hora! Cuando duermo junto a ti, me inunda una eternidad de
gozo. Amándome, has elevado mi corazón. Estás en él, lo llenas con
tu presencia. No te alejes nunca de mí. Cuando te miro, mis ojos no
necesitan otra luz.
Sus labios se unieron con la suavidad de una primera
emoción.
Neferet se disponía a salir para sus consultas cuando una
joven sin aliento corrió hacia ella.
–¡Aguardad, os lo ruego! – gritó Silkis, la esposa del alto
funcionario Bel-Tran.
El asno, que cargaba con el estuche médico, aceptó permanecer
inmóvil.
–Mi marido desearía ver urgentemente al juez
Pazair.
Bel-Tran, fabricante y vendedor de papiro, se había
distinguido por sus cualidades de gestor y había sido elevado al
rango de tesorero principal de los graneros y, luego, de
subdirector del Tesoro. Pazair lo había ayudado en un periodo
difícil y sentía por él agradecimiento y amistad. Silkis, mucho más
joven que su marido, había sido cliente del médico en jefe Nebamon,
que había conseguido afinar su rostro y sus grandes caderas.
Bel-Tran quería llevar junto a sí a una esposa digna de las más
hermosas damas de Egipto, aunque fuera a costa de la cirugía
estética. Con la piel clara y los rasgos más finos, Silkis parecía
una adolescente de rotundas formas.
–Si aceptara venir conmigo, lo llevaría a la sede del Tesoro,
donde Bel-Tran lo recibirá antes de marcharse al delta. Pero
primero me gustaría disfrutar de vuestros
cuidados.
–¿Qué os pasa?
–Tengo espantosas jaquecas.
–¿Qué coméis?
–Muchas golosinas, lo confieso. Adoro el zumo de higo, me
encanta el zumo de granada y cubro mis pasteles con zumo de
algarrobo.
–¿Legumbres?
–Me gustan menos.
–Pues más legumbres y menos golosinas. Vuestras jaquecas
disminuirán. Os aplicaréis localmente una pomada.
Neferet le prescribió un remedio compuesto por tallo de caña,
enebro, savia de pino, bayas de laurel y resma de terebinto,
machacados y convertidos en una masa compacta mezclada con
grasa.
–Mi marido os pagará generosamente.
–Como quiera.
–¿Aceptaríais ser nuestro médico?
–Si mi terapia os conviene, ¿por qué no?
–A mi marido y a mí nos satisfaría mucho. ¿Puedo llevarme al
juez?
–A condición de que no lo perdáis.
Cuanto más deprisa trabajaba Bel-Tran, más expedientes
delicados y espinosos le confiaban. Su prodigiosa memoria para las
cifras y su capacidad para calcular a una velocidad asombrosa lo
hacían indispensable. Unas semanas después de su entrada en
funciones entre los altos funcionados del Tesoro, obtenía un
ascenso y se convertía en uno de los íntimos colaboradores del
director de la Casa del oro y de la plata, a cargo de las finanzas
del reino. No dejaba de recibir elogios; preciso, rápido, metódico,
encarnizado trabajador, dormía poco, era el primero que llegaba a
los locales del Tesoro y el último que se marchaba. Algunos le
auguraban una fulgurante carrera.
Bel-Tran estaba rodeado de tres escribas a los que les
dictaba cartas administrativas cuando su esposa introdujo a Pazair.
Le dio un fuerte abrazo, terminó la tarea que estaba haciendo,
despidió a los escribas y rogó a su mujer que le preparara un
copioso almuerzo.
–Tenemos cocinero, pero Silkis es intratable en lo que se
refiere a la calidad de los productos. Su opinión es
decisiva.
–Parecéis muy ocupado.
–Nunca imaginé que mis nuevas funciones fueran tan
exaltantes. Pero hablemos de vos.
Con los negros cabellos pegados con ungüento oloroso a un
cráneo redondo, de pesada osamenta y manos y pies rollizos,
Bel-Tran hablaba deprisa y se movía sin cesar. Parecía incapaz de
disfrutar un momento de reposo, incitado por diez proyectos y mil
preocupaciones.
–Habéis vivido un calvario. Me informaron muy tarde y no pude
intervenir en modo alguno.
–No os lo reprocho. Sólo Suti podía sacarme de aquel mal
paso.
–Y a vuestro entender, ¿quiénes son los
culpables?
–El decano del porche, Mentmosé y Nebamon.
–El decano tendrá que dimitir. El caso de Mentmosé es más
delicado; jurará que fue engañado. Por lo que a Nebamon se refiere,
está agazapado en su propiedad, pero no es hombre que renuncie.
¿Olvidáis al general Asher? Os odia. Durante el proceso estuvisteis
a punto de destruir su reputación; su poder, sin embargo, permanece
intacto y su influencia no ha disminuido. ¿No será él, en la
sombra, quien manipule las marionetas?
–He escrito al visir para solicitarle proseguir la
investigación.
–Excelente idea.
–No me ha respondido todavía.
–Tengo confianza. Bagey no aceptará que la justicia sea
burlada de ese modo. Atacándoos a vos, vuestros enemigos chocarán
con él.
–Aunque me aparte del asunto, aunque no me permita volver a
ser juez, descubriré al asesino de Branir. Me considero responsable
de su muerte.
–¿Qué estáis imaginando?
–Fui demasiado charlatán.
–No os torturéis así.
–Acusarme de haberle asesinado era el golpe más cruel que
podían darme.
–¡Han fracasado, Pazair! Quería veros para aseguraros mi
apoyo. Sean cuales sean las pruebas futuras, estoy con vos. ¿No
deseáis trasladaros, vivir en una casa más
espaciosa?
–Espero la respuesta del visir.
Kem, incluso en el sueño, permanecía alerta. Conservaba el
instinto del cazador de sus años de infancia y. adolescencia
pasados en las lejanas regiones de Nubia. ¿Cuántos de sus
compañeros, demasiado seguros de sí mismos, habían perecido en la
sabana, heridos por las zarpas de un león?
El nubio despertó sobresaltado y se palpó la nariz de madera;
a veces soñaba que la materia inerte se transformaba en carne
palpitante; pero no era hora de ilusiones; unos hombres subían la
escalera. El babuino también había abierto los ojos. Kem vivía
rodeado de arcos, espadas, puñales y escudos. Se equipó en un
instante, mientras dos policías echaban abajo la puerta del
alojamiento. Derribó al primero, el babuino al segundo. Pero veinte
agresores más le siguieron.
–¡Huye! – ordenó el nubio a su mono.
El babuino le dirigió una mirada en la que se mezclaban el
despecho y la promesa de venganza. Escapando de la jauría, salió
por una ventana, saltó al techo de la casa vecina y
desapareció.
Kem, luchando con desesperada energía, fue difícil de
dominar; caído de espaldas, agarrotado, vio entrar a
Mentmosé.
El propio jefe de policía puso una calceta con forma de
almendra hueca en las atadas muñecas.
–Por fin tenemos al asesino -dijo sonriendo.
Pantera machacó los restos de zafiro, esmeralda, topacio y
hematites, tamizó el polvo obtenido en un cedazo de fino junco y,
luego, lo vertió todo en un caldero bajo el que había encendido un
fuego de leña de sicómoro. Añadió un poco de resma de terebinto
para obtener un ungüento de lujo, con el que formaría un cono;
engrasaría con él las pelucas, sus tocados y cabellos, y se
perfumaría el cuerpo entero.
Suti sorprendió a la rubia libia cuando se inclinaba sobre su
mixtura.
–Me cuestas muy cara, diablesa, y todavía no he encontrado el
medio de hacer fortuna. Ahora ni siquiera puedo venderte como
esclava.
–Te has acostado con una egipcia.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo noto. Su olor te mancilla.
–Pazair me ha confiado una investigación
delicada.
–¡Pazair, siempre Pazair! ¿Te ordenó que me
engañaras?
–He conversado con una mujer notable, encargada del principal
taller de tejido de la ciudad.
–¿Qué tiene de tan…, notable? Sus nalgas, su sexo, sus
pechos, su…
–No seas vulgar.
Pantera se lanzó sobre su amante con tanta violencia que le
arrojó contra la pared y le cortó la respiración.
–¿En tu país no es un crimen ser infiel?
–No estamos casados.
–¡Claro que si, vivimos bajo el mismo techo!
–A causa de tus orígenes, necesitaríamos un contrato. Detesto
el papeleo.
–Si no la abandonas inmediatamente, te
mataré.
Suti invirtió la situación. Esta vez le tocó a la libia
encontrarse de espaldas a la pared.
–Escúchame bien, Pantera. Nadie me ha dictado nunca mi
conducta. Si debo casarme con otra para cumplir con mis deberes de
amigo, lo haré. O lo comprendes, o te vas.
Sus ojos se dilataron, pero no brotó de ellos lágrima alguna.
Ella le mataría. Seguro.
Con su más hermosa escritura, el juez Pazair se disponía a
redactar una segunda misiva para el visir, con el fin de hacer más
hincapié en la gravedad de los hechos y solicitar una intervención
urgente del primer magistrado de Egipto, cuando el jefe de policía
entró en su despacho.
Mentmosé tenía cara de satisfacción.
–Juez Pazair, merezco vuestras
felicitaciones.
–¿Por qué razón?
–He detenido al asesino de Branir.
Sin abandonar la postura del escriba, Pazair observó a
Mentmosé.
–El asunto es demasiado grave para bromear con
él.
–No bromeo.
–¿Cómo se llama?
–Kem, vuestro policía nubio.
–Es grotesco.
–¡Ese hombre es un animal! Recordad su pasado, ya ha
matado.
–Vuestras acusaciones son de extremada gravedad. ¿En qué
pruebas se basan?
–Testigo ocular.
–Que comparezca ante mí.
Mentmosé pareció molesto.
–Desgraciadamente, es imposible y, sobre todo,
inútil.
–¿Inútil?
–Se ha entablado el proceso y se ha hecho
justicia.
Pazair se levantó atónito.
–Tengo un documento firmado por el decano del
porche.
El juez leyó el papiro. Kem, condenado a muerte, había sido
encerrado en una mazmorra de la gran prisión.
–No se menciona el nombre del testigo.
–No tiene importancia… Vio a Kem matando a Branir y ha
declarado bajo juramento.
–¿Quién es?
–Olvidadlo. El asesino será castigado, eso es lo
esencial.
–¡Perdéis vuestra sangre fría, Mentmosé! Antaño, ni siquiera
os habríais atrevido a mostrarme un documento tan
miserable.
–No comprendo…
–La sentencia se ha pronunciado sin la presencia del acusado,
esta ilegalidad supone la anulación del
procedimiento.
–Os traigo la cabeza del culpable y me habláis de técnica
judicial.
–De justicia -rectificó Pazair.
–¡Sed razonable por una vez! Ciertos escrúpulos son
estériles.
–No se ha establecido la culpabilidad de
Kem.
–No importa. ¿Quién echará en falta a un negro mutilado y
criminal?
Si Pazair no hubiera estado revestido de su dignidad de juez,
no habría contenido la violencia que lo inflamaba.
–Conozco la vida mejor que vos -prosiguió Mentmosé-. Algunos
sacrificios son necesarios. Vuestra función os obliga a pensar
primero en el reino, en su bienestar y su
seguridad.
–¿Los amenaza, acaso, Kem?
–Ni vos ni yo tenemos interés en levantar ciertos velos.
Osiris recibirá a Branir en el paraíso de los justos, y el crimen
será castigado. ¿Qué más queréis?
–La verdad, Mentmosé.
–¡Ilusiones!
–Sin ella, Egipto moriría.
–Seréis vos quien desaparecerá, Pazair.
Kem no temía la muerte, pero sufría por la ausencia de su
babuino. Privado de un hermano, tras tantos años de trabajo en
común, no podía ya cambiar con él miradas cómplices y tener en
cuenta sus intuiciones. Sin embargo, se alegraba de que su libertad
estuviera preservada. Él estaba encerrado en una especie de sótano
de techo bajo donde reinaba un calor asfixiante. Sin juicio, una
condena inmediata y una ejecución sumaria: esta vez no escaparía de
sus enemigos. Pazair no tendría tiempo de intervenir y sólo podría
deplorar la desaparición del nubio, que Mentmosé disfrazaría de
accidente.
Kem no sentía aprecio alguno por la raza humana. La
consideraba corrupta, vil y solapada, apenas buena para servir de
pasto al monstruo que, junto a la balanza del juicio final,
devoraba a los condenados. Una de las pocas cosas que le causaban
felicidad era haber conocido a Pazair; con su actitud, afirmaba la
existencia de una justicia en la que Kem no creía desde hacía mucho
tiempo. Con Neferet, su compañera para toda la eternidad, estaba
comprometido en un combate perdido de antemano, sin preocuparse por
su destino. Al nubio le hubiera gustado ayudarle hasta el desastre
final, en el que la mentira, como de costumbre,
prevalecería.
La puerta de la celda se abrió.
El nubio se irguió e hinchó el pecho. No le daría al verdugo
la imagen de un hombre abatido. Enderezando la espalda, salió de su
prisión tras apartar el brazo que se tendía hacia
él.
Deslumbrado por el sol, creyó que sus ojos lo
engañaban.
–No es…
Pazair cortó la cuerda que ataba las muñecas de
Kem.
–He destruido la acusación por sus numerosas ilegalidades.
Sois libre.
El coloso tomó al juez en sus brazos, y estuvo a punto de
ahogarle.
–¿No tenéis va bastantes problemas? Tendríais que haberme
olvidado en esta mazmorra.
–¿El encarcelamiento ha debilitado vuestras
facultades?
–¿Y mi mono?
–Ha huido.
–Volverá.
–También él está disculpado. El decano del porche ha
reconocido el fundamento de mis protestas y ha desautorizado al
jefe de policía.
–Le retorceré el cuello a Mentmosé.
–Seríais culpable de asesinato, y tenemos mejores cosas que
hacer, especialmente identificar al misterioso testigo ocular que
está en la base de vuestro arresto.
El nubio levantó al cielo sus puños
cerrados.
–¡Dejádmelo a mí!
El juez no respondió. Kem se sintió animado por una salvaje
alegría cuando recuperó su arco, sus flechas, su maza y su escudo
de madera cubierto de piel de buey.
–El babuino es un asesino -añadió risueño-. No lo detendrá
ley alguna.
Ramsés el Grande centró su atención ante el desvalijado
sarcófago de Keops. Con un nudo en la garganta, el pecho dolorido,
el hombre más poderoso del mundo se había convertido en esclavo de
una pandilla de asesinos y ladrones. Apoderándose de los sagrados
emblemas de la realeza, privándole de la gran magia de Estado
prevista por los dioses, convertían su poder en ilegitimo y lo
condenaban a abdicar, antes o después, en favor de un intrigante
que destruiría la obra emprendida hacía ya tantas
dinastías.
Los criminales no atacaban sólo su persona, sino el ideal de
gobierno y los valores tradicionales que encarnaba. Si entre los
culpables había algunos egipcios, no habrían actuado solos; libios,
hititas o sirios les habrían insuflado el más maléfico de los
proyectos para derribar Egipto de su pedestal y abrirlo a las
influencias extranjeras, hasta el punto de hacerlo
dependiente.
El testamento de los dioses había sido transmitido y
conservado intacto de faraón en faraón. Hoy estaba en unas manos
impuras y lo manipulaban cerebros diabólicos. Durante mucho tiempo,
Ramsés había esperado que el cielo lo protegiera y el pueblo
siguiera ignorando el drama, hasta poder encontrar una
solución.
Pero la estrella del gran monarca comenzaba a apagarse. La
próxima crecida seria insuficiente. Las reservas de los graneros
reales alimentarían las provincias más desfavorecidas y ningún
egipcio moriría de hambre. Pero algunos cultivadores se verían
obligados a abandonar sus campos y se murmuraría que el rey no
tenía ya la capacidad de apartar la desgracia, a menos que
celebrara una fiesta de regeneración, durante la que dioses y
diosas le insuflarían una nueva energía. Una energía reservada al
depositario del testamento que legitimara su
reinado.
Ramsés el Grande imploró la luz de la que era hijo; no
cedería sin combatir.
–Os ponéis tan elegante porque os han convocado a
palacio.
–¿Cómo negároslo?
Pazair no precisó que acababa de recibir una respuesta,
bastante breve, del visir, que lo citaba inmediatamente en aquella
hermosa mañana de estío.
–¿Un ascenso?
–Es poco probable.
–¡Que los dioses os sean favorables! Es cierto que un buen
juez es su aliado.
–Es preferible, en efecto.
El barbero hundió su hoja en una copa que contenía agua con
natrón. Se apartó de su cliente, contempló su obra y, con
delicadeza, afeitó unos pelos rebeldes en el
mentón.
–Los emisarios del faraón han transmitido estos últimos días
curiosos decretos; ¿por qué quiere reafirmar Ramsés el Grande que
es la única muralla contra la desgracia y los cataclismos? En este
país nadie lo duda. En fin, nadie… Se murmura, de todos modos, que
su poder declina. La hiena que bebe en el río, la mala crecida,
lluvias en el delta en esta estación…, son signos tangibles del
descontento de los dioses. Algunos consideran que Ramsés tendría
que celebrar una fiesta de regeneración para recuperar la plenitud
de su poder mágico. ¡Qué magnífico momento! Quince días de reposo,
distribución de alimento, cerveza a voluntad, bailarinas por las
calles… Mientras el rey esté encerrado en el templo con las
divinidades, nosotros nos pegaremos una buena
vida.
Los decretos reales habían intrigado a Pazair. ¿Qué oscuro
adversario temía Ramsés? Tenía la sensación de que el monarca
estaba a la defensiva, sin nombrar al adversario, visible o
invisible, al que combatía. Sin embargo, Egipto permanecía
tranquilo; ningún signo de desestabilización, salvo aquella
misteriosa conspiración que Pazair había desmantelado, al menos en
parte. Pero ¿de qué modo ponía en peligro el trono del faraón el
robo del hierro celeste?
Quedaba el general Asher, a quien el testimonio de Suti
designaba como un traidor y un aliado de los asiáticos, dispuestos
siempre a invadir Egipto, tierra de todas las
riquezas.
Aunque ocupara una de las más altas funciones militares,
¿tendría deseos de levantar las tropas contra el soberano? La
hipótesis parecía inverosímil. El felón se preocupaba por las
ventajas personales, no por el peso de un gobierno que seria
incapaz de asumir.
Desde el asesinato de su maestro Branir, Pazair perdía pie.
Razonaba en el vacío, se sentía traqueteado como el cargamento
transportado por un asno. Él, que había establecido un sólido
expediente contra el general Asher y sus probables cómplices,
carecía de clarividencia, pues estaba obsesionado por el rostro
martirizado del venerado ser cuya existencia habían
segado.
–Estáis perfecto -consideró el barbero-. Hablad un poco de mí
en palacio; me gustaría afeitar a algunos nobles.
El juez asintió con la cabeza.
A su vez, Neferet lo miró.
Con los cabellos peinados, el cuerpo lavado y perfumado, y
vestido con un paño de luminosa blancura, el examen fue
concluyente.
–¿Estás dispuesto? – preguntó.
–Es preciso. ¿Tengo aspecto de asustado?
–Exteriormente, no.
–La carta del visir no contenía aliento
alguno.
–No esperes ninguna benevolencia, así no tendrás una
decepción.
–Si me destituye, exigiré que prosigan con la
investigación.
–No dejaremos sin castigo la muerte de
Branir.
La expresión sonriente de su inflexible voluntad lo
tranquilizó.
–Tengo miedo, Neferet.
–Yo también. Pero no retrocederemos.
Los nueve amigos del faraón, tocados con una pesada peluca
negra y vestidos con una larga túnica blanca plisada, adornada con
un lazo a la altura del ombligo, se habían reunido durante la
mañana, convocados por el visir Bagey. Tras debates bastante vivos,
habían obtenido la unanimidad. El portador de la Regla, el
superintendente de la Doble Casa blanca, el encargado de los
canales y director de las moradas del agua, el superintendente de
los escritos, el superintendente de los campos, el director de las
misiones secretas, el escriba del catastro y el intendente del rey,
tras unos profundos intercambios de opinión, habían adoptado la
sorprendente propuesta del visir, considerada primero irreal e,
incluso, peligrosa. Pero la urgencia de la situación y su carácter
dramático justificaban una decisión rápida y
desacostumbrada.
Cuando anunciaron a Pazair, los nueve amigos se instalaron en
la gran sala de audiencias, de paredes desnudas y blancas, donde se
sentaron en bancos de piedra, a un lado y otro de Bagey que ocupaba
una silla con respaldo bajo.
De su cuello colgaba el imponente corazón de cobre, la única
joya ritual que se permitía. Bajo sus pies, una piel de pantera que
evocaba el salvajismo dominado.
El juez Pazair se inclinó ante la augusta asamblea. Los
rostros helados de los nueve amigos no presagiaban nada
bueno.
–Juez Pazair, ¿admitís que sólo la práctica de la justicia
mantiene la prosperidad de nuestro país?
–Esa es mi más profunda convicción.
–Si no se actúa según la justicia, si se la considera una
mentira, los rebeldes levantarán la cabeza, reinará el hambre y
rugirán los demonios. ¿Sigue siendo ésa vuestra
convicción?
–Vuestras palabras expresan la verdad que
vivo.
–He recibido vuestras dos cartas, juez Pazair, y las he
comunicado a este consejo para que cada uno de sus miembros sea
juez de vuestra conducta. ¿Consideráis haber sido fiel a vuestra
misión?
–No creo haberla traicionado. He sufrido en mis carnes, tengo
el sabor de la desesperación y la muerte en la boca, pero esos
sufrimientos son insignificantes comparados con el ultraje
infligido a la función de juez. La han mancillado, la han
pisoteado.
–Cuando sepáis que el jefe de policía, Mentmosé, y el decano
del porche fueron nombrados por esta asamblea, y con mi aprobación,
¿mantendréis vuestras acusaciones?
Pazair tragó saliva. Había ido demasiado lejos. Aun
fortalecido por la evidencia, aun provisto de pruebas irrefutables,
un pequeño juez no debía atacar a los notables. El visir y su
consejo tomaban partido por sus colaboradores
directos.
–Mantengo mis acusaciones, cualquiera que sea su precio. Fui
deportado sin motivo, el jefe de policía no realizó ninguna
comprobación seria, el decano del porche prescindió de la verdad en
beneficio de la mentira. Quisieron eliminarme para que la
investigación sobre el asesinato de Branir, la misteriosa muerte de
los veteranos y la desaparición del hierro celeste no prosiguiera.
Vosotros, los nueve amigos del faraón, habréis oído esta verdad, y
no la olvidaréis. La corrupción ha abandonado su cubil y gangrenado
una parte del Estado. Si no se cortan los miembros enfermos, se
apoderará del cuerpo entero.
Pazair no bajó los ojos y sostuvo la mirada del visir, que
pocos hombres se habían atrevido a afrontar.
–La precipitación y la intransigencia extravían al mejor de
los jueces -indicó Bagey-. ¿Cuál de estos dos caminos adoptaríais:
tener éxito en la vida o servir a la justicia?
–¿Por qué van a oponerse?
–Porque la existencia de un hombre pocas veces concuerda con
la ley de Maat.
–La mía le fue ofrecida por juramento.
El visir mantuvo un largo silencio. Pazair supo que iba a
pronunciar una sentencia inapelable.
–El portador de la Regla, el intendente del rey y yo hemos
examinado los hechos, procedido a interrogatorios y llegado a las
mismas conclusiones. El decano del porche, efectivamente, ha
cometido graves faltas. A causa de su edad, de su experiencia y de
los servicios prestados a la justicia, lo condenamos al exilio en
el oasis de Khargeh, donde terminará sus días en la soledad y el
recogimiento. Jamás volverá al valle. ¿Estáis
satisfecho?
–¿Por qué voy a alegrarme de la desgracia de un juez
destituido?
–Condenar es un deber.
–Proseguir la investigación es otro.
–La confío al nuevo decano del porche. Vos,
Pazair.
El juez palideció.
–Mi juventud…
–La dignidad de decano no implica ser anciano, sino ser
competente, una competencia que esta asamblea os reconoce. ¿Teméis
acaso el peso de este cargo hasta el punto de renunciar a
él?
–No lo esperaba…
–El destino golpea en un instante, tan rápido como el
cocodrilo que se lanza al río. ¿Vuestra respuesta?
Pazair levantó sus manos unidas en señal de respeto y
aceptación, y se inclinó.
–Juez del porche -declaró Bagey-, no tenéis ningún derecho.
Sólo cuentan vuestros deberes. Que Thot guíe vuestro pensamiento y
oriente vuestro juicio, pues sólo un dios preserva al hombre de las
bajezas. Conoced vuestro rango, estad orgulloso de él, no os
vanagloriéis. Colocad vuestro honor por encima de la muchedumbre,
sed silencioso y útil a los demás. No soltéis la cuerda del
gobernalle, sed un pilar en vuestra función, amad el bien, detestad
el mal. No profiráis mentira alguna, no seáis ligero ni confuso, no
tengáis el corazón vacío. Explorad las profundidades de los seres a
quienes juzguéis, gracias al ojo de Ra, la luz celestial. Tended el
brazo derecho y abrid la mano.
Pazair obedeció.
–He aquí vuestro anillo con el sello, que autentificará los
documentos en los que lo pongáis. En adelante actuaréis a las
puertas del templo para impartir justicia y proteger a los débiles.
Haréis que el orden se respete en Menfis. Velaréis para que los
impuestos se paguen debidamente, por la buena marcha de los
trabajos agrícolas y la entrega de los géneros. Si es necesario,
presidiréis el más alto tribunal de justicia. En cualquier
circunstancia, no os limitéis a lo que oigáis y penetrad en el
secreto de los corazones.
–Puesto que queréis justicia, ¿quién se encargará del jefe de
policía, Mentmosé, cuyas bribonadas son
imperdonables?
–Que vuestra investigación precise sus
faltas.
–Os prometo no ceder a pasión alguna y tomarme el tiempo
necesario.
El portador de la Regla se levantó.
–Confirmo la decisión del visir en nombre del consejo. A
partir de este instante, el decano del porche Pazair será
reconocido como tal en todo Egipto. Le serán atribuidos una
mansión, bienes materiales, servidores, despachos y
funcionarios.
El superintendente de la Doble Casa blanca se levantó a su
vez.
–De acuerdo con la ley, el decano del porche será
responsable, con sus bienes, de cualquier decisión inicua. Si se
debe reparación a un litigante, la pagará él mismo, sin recurrir a
las finanzas públicas.
El visir emitió un insólito lamento.
Todos se volvieron hacia él. Bagey se llevó la mano al
costado diestro, se agarró al respaldo de la silla, intentó en vano
sujetarse y se derrumbó inanimado.
Cuando Neferet vio acercarse a Pazair, con la frente cubierta
de sudor y los ojos angustiados, creyó que había huido de
palacio.
–El visir se encuentra mal.
–¿Está con él el médico en jefe?
–Nebamon está enfermo. Ninguno de sus ayudantes se atreve a
intervenir sin su autorización.
La muchacha tomó su reloj de mano y lo sujetó a su muñeca,
después puso su estuche en el lomo de Viento del Norte. El asno
tomó el buen camino.
Bagey estaba tendido en unos almohadones. Neferet lo
auscultó, escuchó los latidos del corazón en su pecho, en sus venas
y sus arterias, descubrió dos corrientes, una que caldeaba el
costado derecho del cuerpo, otra que helaba el costado izquierdo.
El mal era profundo y se extendía a todo el organismo. Utilizando
su clepsidra de mano, calculó el ritmo del corazón y el tiempo de
reacción de los órganos principales.
Los cortesanos aguardaban el diagnóstico con
ansiedad.
–Se trata de una enfermedad que conozco, la trataré ahora
mismo -declaró-. El hígado está dañado, la vena porta obstruida.
Las arterias hepáticas y el canal colédoco, que unen el corazón con
el hígado, están en mal estado. No proporcionan el agua y el aire
necesarios y contienen una sangre demasiado
espesa.
Neferet hizo beber al enfermo achicoria, que se cultivaba en
los jardines de los templos. La planta de anchas hojas azules, que
se cerraban a mediodía, tenía numerosas virtudes curativas;
mezclada con una pequeña cantidad de vino viejo, trataba numerosas
afecciones del hígado y de la vesícula. La médica magnetizó el
órgano bloqueado; el visir despertó, muy pálido, y
vomitó.
Neferet le pidió que bebiera varias copas de achicoria, hasta
que retuviera el líquido; el cuerpo del enfermo finalmente se
enfrió.
–El hígado está abierto y limpio -observó.
–¿Quién sois? – preguntó Bagey.
–Soy la doctora Neferet, la esposa del juez Pazair. Deberéis
vigilar vuestra alimentación -precisó con voz tranquila- y beber
achicoria diariamente. Para evitar un grave infarto, que os
destruiría, tomaréis una poción a base de higos, frutos cortados
del sicómoro, semillas de brionia, frutos de persea, goma y resma.
Yo misma os prepararé la mezcla, que debe exponerse al rocío y
filtrarse de madrugada.
–Me habéis salvado la vida.
–He cumplido con mi deber, y hemos tenido
suerte.
–¿Dónde ejercéis?
–En Menfis.
El visir se levantó. Pese a la flojedad de sus piernas y a
una fuerte jaqueca, dio algunos pasos.
–El descanso es indispensable -estimó Neferet ayudándole a
sentarse-. Nebamon os…
–Vos me trataréis.
Una semana más tarde, el visir Bagey, restablecido por
completo, entregó al nuevo decano del porche una estela de calcáreo
en la que se habían grabado tres pares de orejas, uno azul oscuro,
otro amarillo y el tercero verde pálido. Así se evocaban el cielo
de lapislázuli, donde reinaban las estrellas de los sabios, el oro
que formaba la carne de las divinidades y la turquesa del amor; así
se manifestaban los deberes del juez principal de Menfis: escuchar
a los demandantes, respetar la voluntad de los dioses, mostrarse
benevolente sin debilidad.
Escuchar era la base de la educación, y seguía siendo la
virtud principal de un magistrado. Grave, concentrado, Pazair
recibió la estela y levantó el bloque de calcáreo a la altura de
sus ojos, frente a todos los jueces de la gran ciudad, que se
habían reunido para felicitar al nuevo decano.
Neferet lloró de alegría.