16


Sin la intervención de L'Hote, me habrían acogotado y tirado al Nilo. Sacando su sable, amenazó con él a mi agresor. Como éste intentaba huir, se lo lanzó a las piernas, lo que provocó su caída. Subió sobre su espalda y lo mantuvo con la cara contra el suelo. El hombre se debatió, pero tuvo que darse por vencido. L'Hote le arrancó el turbante que le ocultaba la cabeza y el rostro.


¡Abdel-Razuk! El policía del pacha había intentado matarme por segunda vez.

–¿De quién recibes tus órdenes?-pregunté.

El chauz levantó la vista hacia el cielo.

–¡Contesta -se enfureció Néstor l'Hote-, o te parto la nuca!

Traduje la amenaza. La cólera verdadera de mi compañero asustó a Abdel-Razuk. Balbuceando, se decidió a hablar.

–Es… es el Profeta quien me ha dado la orden de matarle.

Me quedé atónito.

–¿Porqué?

–Lo ignoro.

–¿Dónde se encuentra? ¿Se esconde en Tebas?

–Se ha marchado hacia el sur…

–¿Cuándo?

–Tres días atrás. Yo tenía que hacerle llegar la noticia de su muerte para que pudiera regresar a Tebas.

–Desaparece, Abdel-Razuk. No vuelvas a cruzarte en mi camino. Si no, mis amigos y yo no detendremos nuestros sables.

Le ordené a L'Hote que le dejara marchar.

–¿Por qué no se lo llevamos al pacha?

–Si dice la verdad, más vale dejarlo en libertad. Avisará al Profeta. Éste estará muy afectado por el fracaso de su plan. Le estamos pisando los talones. Acabaremos encontrándole y comprendiendo por qué quiere mi muerte. Que todo esté listo dentro de una hora. Salimos para el sur.


Los dos barcos se apartaron del muelle de Luxor. Champollion y los miembros de su expedición, ayudados por el viento, se alejaron rápidamente de la prestigiosa capital de los faraones del Nuevo Imperio. Bernardino Drovetti, cónsul general de Francia, abandonó la ventana desde la cual había asistido a la partida. Encendió una pipa de loza, preparada con tabaco turco, y bebió con gran deleite un vino de Burdeos.

Sentado en un rincón de la amplia sala que servía de cuartel general al cónsul, Abdel-Razuk salmodiaba unos versos del Corán.

–Perfecto -murmuró Drovetti para sí mismo-. Ahora que se ha ido de Tebas podemos continuar sin ningún peligro. ¡Abdel-Razuk!

El chauz del pacha se levantó. Temía a aquel hombre receloso que era escuchado por Mehmet-Alí.

–No olvides tomar las precauciones necesarias… Champollion aborda la parte más peligrosa de su viaje. Puede que la naturaleza nos ayude. Ya ha habido muchos accidentes, en el sur. Nuestro cómplice podrá al fin mostrar de lo que es capaz, en el corazón mismo de esta maldita expedición.


Alejarme de Karnak fue una aflicción. Me prometí a mí mismo que volvería victorioso, con la certeza de poder hacer hablar a las piedras, de devolver la palabra al Egipto eterno. Después de aquellos días pasados en tierra, mis compañeros volvieron a la navegación con una indudable curiosidad, preguntándose qué nuevos horizontes nos esperaban.

Consultando los mapas arqueológicos que yo mismo había trazado, fijé nuestra próxima parada en El-Kab, una ciudad muy antigua donde esperaba ver vestigios de los tiempos más antiguos. Cuando estábamos llegando a la altura de la ciudad de Esna, el viento y la noche se opusieron a estos proyectos. El reis que guiaba la navegación nos recomendó un alto. Decidí entonces navegar un poco más al sur, abandonando nuestros pesados barcos y utilizando unas barcas para llegar al emplazamiento de Contralatopolis. Sólo me acompañaban L'Hote y Rosellini, el cual abordó el primero la orilla.

Un mozo robusto con una chilaba sucia y agujereada vino corriendo hacia él. Hablaba fuerte y articulaba mal. Rosellini me rogó que interviniera. Me di cuenta de que el hombre no tenía dientes, lo cual explicaba su elocución defectuosa. Lo que creí comprender me dejó tan consternado que me sentí desfallecer. Mi palidez alertó a L'Hote, que advertía rápidamente la menor de mis reacciones.

–¿Qué está diciendo este bandido, general? ¿Le ha insultado?

–Mucho peor que eso, amigo, mucho peor…

Me había quedado sin aliento. Tuve que sentarme, sostenido por mis colaboradores. El árabe desdentado estaba sorprendido de verme tan desesperado.

–Hable, maestro-insistió Rosellini.

Hice un esfuerzo considerable para expresarme.

–Había un gran templo aquí, hace sólo doce días… Ha sido totalmente derribado por los obreros del pacha. Las piedras han sido utilizadas, unas para construir fábricas, otras para reforzar el muelle de Esna que amenazaba con ser arrastrado por el Nilo.

Ni L'Hote ni Rosellini encontraron palabras para reconfortarme. Sabían que la destrucción voluntaria de los monumentos egipcios constituía para mí el más insoportable de los sufrimientos. Nada podía consolarme. El viento frío del norte me heló las sienes. Estaba tiritando.

–Volvamos a Esna-dije con lágrimas en los ojos.


Otra calamidad nos esperaba,

El Isis, lleno de agua, estaba encallado en la orilla. Afortunadamente, había abordado en un punto poco profundo y no se había hundido. Tuvimos no obstante que vaciar la embarcación para carenarlo y tapar la vía de agua. Nuestras provisiones estaban mojadas. Habíamos perdido sal, arroz y harina de maíz.

Vi a L'Hote abrumado por primera vez.

–Mala señal, general… El gran sur no vale nada.

–Al contrario -repliqué-. Todo esto no es nada comparado con el peligro que nos habría amenazado si esta vía de agua se hubiera abierto durante la navegación en el gran canal. Nos habríamos hundido irremisiblemente. ¡Que el gran dios Amón sea alabado!

Mi optimismo, que me sorprendió a mí mismo, resultó comunicativo.

–¡Demonio, tiene razón, general! ¡Estamos bajo la protección de los dioses egipcios! Pongamos nuestro destino entre sus manos.

Aquel nuevo entusiasmo fue inmediatamente moderado por la llegada ruidosa de una tropa numerosa, armada con fusiles, largas pistolas, sables y lanzas. Un gigante bigotudo de aspecto poco atractivo estaba al mando. Ordené a mis compañeros que se quedaran en los barcos. Vi a lady Ophelia, con el rostro casi totalmente oculto por un sombrero malva de alas anchas. No se dejaba llevar por el pánico. Con pasos tranquilos, me dirigí hacia el comandante que nos asediaba. Después de desearle mil bendiciones para él y su familia, pregunté cuáles eran los motivos de aquel despliegue de fuerzas contra mi modesta expedición que gozaba del beneficio, como el mundo entero sabía, de los favores insignes del pacha.

La mala suerte se mostraba cruel con todos nosotros. Tenía que habérmelas con una persona de cortos alcances, inaccesible a los encantos del discurso. Su única respuesta fue un «sígame» que no admitía réplica. Me invitaron a subirme a un camello, desde donde hice una señal tranquilizadora con la mano a L'Hote.

Me llevaron a una gran mansión situada a orillas del Nilo, a unos cien metros de allí. El comandante me amenazó con una enorme pistola cubierta de dorados. Me empujó hacia un potentado barrigudo ante el cual se inclinó.

–Soy Ibrahim Bey -declaró el potentado-. La ciudad de Esna y sus alrededores están bajo mi jurisdicción. ¿Es usted ruso?

–No, su excelencia. Mi nombre es Champollion. Soy francés.

–¿Y si fuera ruso? ¿Si estuviera mintiendo? Ayer, en El Cairo, decían que los rusos se dirigían a Constantinopla y que nuestro ejército se disponía a combatirlos. Nuestro amo todopoderoso el pacha teme que unos espías surquen nuestras provincias. Cuenta con que sus gobernadores los detengan y los ejecuten.

A mi alrededor sólo había miradas hostiles.

–El pacha me ha autorizado a viajar por Egipto para estudiar los monumentos antiguos -dije con calma-. Esta es mi única misión.

Ibrahim Bey posó las manos sobre su vientre.

–No lo creo. ¿Quién podría interesarse por esas viejas piedras?

–Mis documentos de acreditación están en el barco. Le bastará con consultarlos.

El potentado hizo una mueca de escepticismo.

–Está demasiado lejos y yo estoy cansado. El pacha me ha pedido que identifique a un espía ruso… y pienso obedecerle. Quienquiera que sea, usted servirá.

El comandante y varios hombres suyos me rodearon, dispuestos a detenerme a la fuerza.

–¡Le prohíbo tocarme! – declaré, furioso y blandiendo mi mano derecha como un arma irrisoria.

El comandante sacó su sable, decidido a hacerme tragar mis palabras.

–¡Apártense! – ordenó brutalmente Ibrahim Bey a sus hombres-. Usted, Champollion, ¡acérquese!

Examinó mi mano derecha con gran interés. Su rostro reflejó una intensa perplejidad.

–¿De dónde proviene el anillo que lleva?

–Me ha sido regalado por Mohamed Bey, el gobernador de la provincia de Beni-Hassan.

Una amplia sonrisa animó los labios carnosos del potentado.

–Es mi querido hermano -declaró abrazándome con tanto fervor que casi me ahogó-. ¡Los amigos de mi hermano son mis hermanos!

Las efusiones fueron intensas y duraderas. El potentado de Esna juró que me ofrecería su brazo en este mundo y en el otro, que honraría mi vejez con regalos suntuosos y me guardaría un sitio en el paraíso junto a él. Aproveché aquellas ventajosas disposiciones para pedirle algunas aclaraciones acerca de aquellos espías rusos que tanto le preocupaban. Me contestó que el asunto era serio. La víspera, incluso se creía que El Cairo, lugar de violentos combates, se había vuelto inaccesible. Afortunadamente, aquellas falsas noticias se habían desvanecido como un espejismo.

–Ya que le gustan las viejas piedras -me anunció orgullosa-mente el pacha-, yo tengo algunas que ofrecerle.


Mientras un pacífico ejército de obreros terminaba las reparaciones de nuestros barcos y una cohorte de sirvientes traía platos suculentos, me dirigí con curiosidad hacia el templo de Esna, ya que el consejo de los dioses lo había decidido así.

¡Cuál no fue mi sorpresa al descubrir, en pleno centro de la aldea ruidosa y polvorienta, un edificio de buen tamaño, casi totalmente hundido en la arena! Además, servía de almacén de algodón, lo cual le permitía escapar a la destrucción por algún tiempo. El templo ha sido revestido con limo del Nilo, sobre todo en el exterior. También han cerrado con muros de barro el intervalo que existe entre las primeras hileras de columnas del pronaos, de modo que mi trabajo exigió la ayuda de escaleras y de velas para ver los bajorrelieves de más cerca. Para penetrar en el santuario, hay que descender, no sin haber apartado las basuras que obstruyen el paso. Una vez dentro, hay que evitar empujar a los hombres que duermen en una estera y a los que, descalzos e instalados en alfombras, leen el Corán en aquel lugar que, sin embargo, está destinado a otros misterios. Ese santuario, de fundación antigua, está dedicado al dios carnero Khnoum, que tiene la función de modelar en su torno de alfarero la totalidad de los seres vivientes. Por lo que pude ver, los relieves enseñaban a los sabios el proceso de esta creación que constituye la base de todos los artesanados.

La escalera, colocada entre dos capiteles, chirrió de un modo siniestro. Alguien bajaba. El bajo de una sotana apareció. Con gran dificultad, el padre Bidant se introdujo en aquel templo enterrado hasta el mentón.…

–Es aterrador -dijo al verme, con una vela en la mano-. ¡Es como penetrar en el antro del diablo!

–Tranquilícese, padre. Aquí sólo estoy yo y algunos incrédulos.

–Extraño lugar -observó con inquietud.

–Si le quitáramos su ganga, descubriríamos un templo comenzado en buena época y llevado a término por los emperadores romanos. Hay aquí unos textos sorprendentes sobre el nacimiento de la vida.

–¿De acuerdo con la doctrina cristiana? – se angustió el padre Bidant.

–Me temo que no -reconocí-. Por lo que veo, los textos hablan de una divinidad que transmite su poder a otras fuerzas creadoras que actúan en su nombre… Intermediarios entre Dios y el hombre, por decirlo así. Lo que los antiguos llamaban «genios», contra los cuales el cristianismo luchó tanto.

Esperaba una réplica mordaz, pero el religioso se contentó con deambular por la sala enterrada.

–Hice mal en interpelarle de un modo tan brutal, Champollion. Me enfurecí más allá de lo razonable, es cierto. Es muy poco cristiano. Le ruego que me perdone. Hay que comprenderme. El calor, una comida poco refinada, las fatigas del viaje, la irritación de encontrarme tan alejado de nuestro país, el contacto de nuestro bello país, el contacto repetido con los infieles… otros tantos pesos casi insoportables que me han llevado a este deplorable arrebato de debilidad y de intolerancia.

Estaba profundamente emocionado. La sinceridad del padre Bidant borraba nuestras disputas anteriores.

–Yo no estoy libre de reproches, padre. En cuanto atacan a los viejos egipcios, me hierve la sangre. No me tome por un enemigo jurado de la religión cristiana. Simplemente creo que no es original y que toma sus raíces en una fe más antigua y más amplia que, mañana, será una nueva luz para la humanidad.

El padre Bidant pasó con precaución el dedo por un relieve como si las figuras divinas fueran portadoras de una magia que le ponía en peligro.

–Evidentemente, no puedo seguirle sobre ese terreno, pero admiro su diligencia e intento comprenderla. Admita, por su parte, que yo tengo el deber de mantenerle en el camino de la verdadera fe.

–¡Intentaré convertirle a la religión de los faraones!

El religioso sonrió bondadosamente.

–¡No tiene ninguna probabilidad! Pero siga trabajando para su ciencia…

El padre Bidant salió del templo. Me había equivocado respecto a él.

Era un buen hombre, mal preparado para una aventura semejante y completamente desorientado por el Oriente. Su tolerancia se convertía en la mejor arma para restablecer entre nosotros una paz duradera.

Era de noche cuando dejé a mi vez el santuario de Esna. Allí había perdido la noción del tiempo, sorprendido por la amplitud de la filosofía mostrada en los muros. Sorprendido e irritado, pues todavía tropezaba con algunos jeroglíficos y no conseguía el desciframiento completo que, sin embargo, sentía muy cercano.

Fuera reinaba una alegre agitación. Unas bohemias, las ghaoûzis, habían instalado sus tiendas en una pequeña plaza. Estaban rodeadas de sus padres, tratantes en ganado, que no vacilaban en vender a sus propias hijas al mejor postor. Vestidas con un bolero negro y unas faldas blancas, con el vientre desnudo y el cuello adornado con pesados collares de nácar, las ghaoûzis empezaron a bailar y cantar. Su voz agridulce era acompañada por sones de flauta, clarinete y laúd. Aquella música lancinante producía un efecto inmediato: uno la escuchaba a disgusto, pero se dejaba seducir. Difundiéndose en la noche cálida, se insinuaba en las más pequeñas fibras del cuerpo.

Una de las bailarinas, que se contoneaba a compás con mucha gracia, era especialmente hermosa. Los pechos, libres bajo el bolero, se estremecían de gusto a cada movimiento. Sus tobillos muy finos se movían con una agitación sorprendente.

–¿Le interesan las mujeres públicas?

La voz de lady Redgrave me sobresaltó. Se había vestido como un hombre, con un pantalón negro y una camisa parda, y había recogido su admirable cabello en un moño disimulado bajo una cinta. En la penumbra, podía pasar por un hombre joven.

–Una ocupación muy curiosa para un hombre de ciencia -continuó, irónica-. A menos que este hombre haya mentido sobre su verdadera ocupación, y que sólo sea un espía a sueldo délos franceses…

En aquel ambiente alegre y relajado, no tenía ninguna gana de empezar una disputa…

–Este lugar no es el más apropiado para una dama, lady Redgrave. Es muy peligroso que se aventure en esta muchedumbre.

–¿Por qué me abandona a la soledad? ¿Acaso le he contrariado?

–No es muy agradable ser tratado de espía…, ¡pero es más bien usted quien se aparta decididamente de mí!

–Tiene usted mala fe, señor egiptólogo. Esta falta de rigor científico no le honra.

–No conseguirá enfurecerme, lady Ophelia… La velada es demasiado dulce, el espectáculo demasiado agradable y usted demasiado seductora. Disfrute de estos bailes y estos cantos. Hablaremos más tarde.

–Mañana… ¡siempre mañana! Quédese con sus cortesanas. Yo vuelvo al barco.

¿Cómo retenerla? ¿Cómo convencerla para que se quedara a mi lado? Mientras la hermosa ghaoûzi realizaba una peligrosa acrobacia, lady Redgrave desapareció.


Cuando regresaba, de madrugada, descubrí un objeto inquietante instalado en la proa del Isis: ¡nada menos que un cañón de tamaño respetable! L'Hote, que me esperaba con un tazón de té caliente, me explicó que se trataba de un regalo de Ibrahim Bey para garantizar nuestra seguridad. Me precisó que no se había preocupado por mi larga ausencia, ya que unos soldados turcos habían rodeado el templo mientras trabajaba allí y me habían seguido a distancia durante la fiesta de las ghaoûzis. Su comandante había pasado la noche a bordo del barco, marchándose poco antes de mi llegada.

Partimos hacia El-Kab, la antigua Nekheb. Allí nos recibió la lluvia, que cayó a mares, junto con rayos y truenos. Así podremos decir, como Herodoto durante su viaje que se desarrolló bajo el reinado del rey Psamético: ¡ha llovido en nuestro tiempo en el Alto Egipto!

Recorrí apresuradamente el interior de la ciudad de El-Kab, que todavía perduraba, así como el segundo recinto que comprendía los templos y los edificios sagrados. Lo examinaba todo, tanto de día como de noche, con una linterna en la mano. No encontré ni una sola columna en pie; los bárbaros han destruido desde hace algunos meses lo que quedaba de los dos templos anteriores y el templo entero situado fuera de la ciudad. Los han derribado para reparar un muelle o alguna otra construcción utilitaria. Tuve que contentarme con examinar una por una las piedras olvidadas por los devastadores y sobre las cuales quedaban algunas esculturas. Un mundo sagrado desaparecía. Aquí y allá, tarjetas que contenían el nombre de grandes faraones, los Tutmés, Amenofis, Ramsés, prueban que aquí hubo obras maestras desvanecidas algún tiempo antes de mi llegada. ¿Iba descaminado cuando me apresuré por venir a Egipto?

El único consuelo me vino de lady Redgrave, que se había ido a explorar una colina cerca de la ciudad antigua. Me llamó con un grito alegre.

–Hay una tumba curiosa -me anunció en cuanto me reuní con ella en compañía de L'Hote y de Rosellini-. Sólo columnas de texto.

Hinqué la rodilla para examinarlos. Aquellos signos me eran familiares, podía comprender el sentido general. La inscripción era la obra de un militar de alto rango, Amosis, jefe de los marinos del faraón. Bajo el reinado de un monarca también llamado Amosis, había llevado sus tropas a la victoria para echar a los hicsos, unos invasores libios, de Egipto. Era la más larga y la más reveladora de las inscripciones relativas a aquella guerra de liberación, al salir de la cual iba a resplandecer la gloria de Tebas, nueva capital del imperio. A unos cuantos siglos de distancia, sentía un gran efecto por aquel héroe, lamentando que no estuviera entre nosotros para expulsar de Egipto a sus bárbaros modernos.

Moktar y Solimán me interrumpieron en mi copia para avisarme de que el profesor Raddi había desaparecido. Me necesitaban para explorar la aldea donde un campesino le había visto entrar en compañía de una mujer joven. Solimán no disimulaba su ansiedad. Si el mineralogista había decidido seducir a una indígena, el asunto podía acabar muy mal. Corrí hasta la aldea. Saber que un miembro de mi expedición estaba en peligro me sumía en el más desgarrador de los tormentos. Ni siquiera me tranquilizaban mis queridos jeroglíficos.

Sólo había unas cincuenta chozas, apretujadas unas contra otras para luchar contra el sol y el calor. Unos niños risueños nos señalaron la presencia de un extraño en una de ellas. El profesor Raddi se encontraba allí, inclinado sobre una joven tumbada en una estera. Por encima de su rostro, agitaba una cuerda de la cual colgaba una moneda.

–No haga ningún ruido, Champollion. Esta niña tiene fiebre. Espero curarla con mi método.

Asistimos, impotentes y dubitativos, a la cura del profesor Raddi. La mirada de los padres, que habían oído hablar de la presencia de un hacedor de milagros en nuestra expedición, brillaba llena de esperanza. Su chabola era de una miseria absoluta, siendo su única riqueza dos baldes de estaño que la madre limpiaba con ahínco.

Pasó una hora larga. La moneda iba y venía incansablemente. La niña balbuceaba frases incoherentes. Salió de su torpor, se incorporó, reconoció a su madre que la tomó en sus brazos.

–Creo que lo he conseguido -suspiró el profesor Raddi, secándose la frente.

–¿Cómo lo ha hecho?

–Tenemos algunos dones de curandero, en mi familia. En Italia los había olvidado. Aquí, los he vuelto a encontrar… ¡Resulta maravilloso no verse confinado cada día en una ciudad, un despacho, no estar encerrado en unas investigaciones que sólo me interesan a mí! ¡Estoy aprendiendo a no trabajar más, Champollion!

Los padres quisieron felicitar al profesor que les gratificó con numerosos abrazos, con una exuberancia muy italiana. Aproveché para dirigirme a la niña.

–Has hablado del Profeta antes… ¿le conoces?

–Me da miedo. Me ha echado el mal de ojo.

–¿Ha vivido en tu aldea?

–No. Pero vino aquí hace una semana.

–¿Sabes dónde ha ido?

–Dijo que a Edfú… Me alegro de que ya no esté aquí.


17


Desbordantes de entusiasmo, llegamos temprano ante el gigantesco pilón del templo de Edfú. Desde una gran distancia, nos había llamado la atención por sus dimensiones colosales. Sin embargo, este prodigioso edificio, el mejor conservado de todos los que habíamos visto hasta entonces, estaba en gran parte enterrado bajo la arena. Las torres sagradas se alzaban a una altura de setenta y cinco pies por encima de nuestras cabezas y se hundían hasta una profundidad de por lo menos cuarenta pies suplementarios bajo la superficie del suelo.


El gran templo del dios Horus, el protector directo del faraón, se había convertido en una especie de aldea piojosa en la cual se habían instalado unos fellahs y sus familias, ignorando el lugar santo que profanaban con su presencia. Vivían encima del tejado del templo que mancillaban sin remordimiento. Para llegar allí, tuvimos que avanzar entre unas chozas antes de llegar a un tramo de peldaños toscamente tallados. Me imaginaba la inmensa explanada oculta bajo aquel montón de escombros, el gran patio que precedía a la sala de columnas, las amplias habitaciones adornadas con relieves y textos, la mayoría de los cuales seguían siendo inaccesibles para mí. Por todas partes, un hormigueo de seres humanos que vivían entre aves de corral, vacas, perros, burros y en medio de una miseria superabundante. Caminábamos sobre unos residuos inmundos y tuvimos que desalojar a unos indígenas que dormían en cornisas o en tambores de capiteles, con la espalda arrellanada contra el rostro de la diosa Hathor o el del dios Horus. La gente fumaba, comía, bebía sin preocuparse por las divinidades.

Aquel templo era un resumen del universo y una suma de las ciencias practicadas por los antiguos. Astrología, botánica, medicina, magia, mineralogía, alquimia, geografía eran enseñadas en estos lugares con los cuales soñaba que algún día fueran devueltos a la luz.

Al entrar en las habitaciones acondicionadas en el interior del pilón, Néstor l'Hote soltó una exclamación. Acababa de identificar el cuerpo de guardia utilizado por un centenar de veteranos en la expedición a Egipto. Olvidados allí después de la convención de El-Arish, se refugiaron en los pueblos de los alrededores, pero volvieron a aquel campamento en cuyos muros grabaron sus nombres, las fechas de los fallecimientos, dibujaron unos molinos de viento de tejados puntiagudos, que les recordaban un rincón de Francia. Los últimos de aquellos valientes se habían convertido en mamelucos, tomando el hábito de aquellos contra quienes habían luchado.

–Es un lugar fabuloso -reconoció el padre Bidant, que visitaba el templo junto a mí.

–Podría serlo, efectivamente, si se le liberara del montón de basura y arena que le ahoga.

–Y le protege de la destrucción -objetó Rosellini.

Me invadió un profundo sentimiento de impotencia. ¿Es que había que enterrar los templos y ocultarlos para siempre para salvarlos? ¿Acaso no se les condenaba así a otra muerte, a una destrucción lenta y perniciosa? ¿No podíamos sacar a Egipto de aquella barbarie?

Unas molestias administrativas vinieron a interrumpir mi meditación. Moktar me necesitaba. Me llevó al otro extremo de la ciudad árabe, hasta una oficina militar que quería examinar mis autorizaciones. Creí que se burlaba de mí. Me había llevado hasta un nicho cerrado por una cortina, entre dos muros de ladrillos a punto de derrumbarse. Descubrí otros nichos parecidos cerrados del mismo modo, y me preguntaba a qué misterio me estaba enfrentando cuando la cortina se abrió. Un hombre con turbante, sentado en una piedra, sostenía un fajo de papeles mugrientos. Acababa de revelarme su despacho.

–Sus autorizaciones -exigió, agresivo.

En lugar de responder directamente, lo cual habría sido un grave insulto, solté una letanía de complimientos melindrosos sobre la importancia y la competencia del alto funcionario que me hacía el inmenso honor de dirigirme la palabra. Aquella retórica florida, aunque cuidadosamente escogida, no sedujo al policía. Fue a levantar la cortina de otro nicho lleno de papelotes. Con una destreza adquirida a lo largo de una larga carrera, sacó un documento amarillento que blandió ante mi rostro. Leí con sorpresa una ley local de 1650, según la cual se prohibía a todo extranjero aventurarse en el territorio de Edfú. El contraventor se jugaba una fuerte pena de prisión. Señalarle que aquellas disposiciones eran caducas habría sido inútil y peligroso.

El buen hombre se mostraba triunfante, sin ocultar su odio hacia el extranjero. Sólo quedaba una solución: demostrarle que yo no era uno de ellos.

Cambiando de actitud, recalqué cada sílaba de mi árabe y le amenacé con las peores represalias aquí y en el más allá si se atrevía a poner en duda mi calidad y mis títulos. Una apariencia de cólera me enfureció. Asustado por aquella reacción que no esperaba, presintiendo que yo era capaz de lo peor, el funcionario recogió torpemente sus papeles que plegó apresuradamente. Me sentí extrañamente inspirado.

–¿Quién te ha ordenado molestarme de este modo?

Apretó los labios.

–Es el Profeta, ¿verdad? ¿Estás a su servicio?

Su mutismo fue una respuesta suficiente. Furioso, cerré yo mismo la cortina sobre aquel fantoche.

Dos hombres habían observado la escena desde el interior de una choza situada sobre un montículo que dominaba la ciudad.

–Champollion continúa -murmuró Abdel-Razuk.

–No podíamos esperar otra cosa de ese imbécil de policía -opinó Drovetti-. Ha derramado el poco veneno que tenía. Ha infundido una nueva preocupación en el espíritu de Champollion. El hombre es sensible. Conseguiremos asustarle para que desista.


Néstor l'Hote retrasó nuestra salida. El infeliz había penetrado en el interior de una de las chabolas construidas en el tejado del templo para dibujar un capitel que había sacado de un montón de inmundicias. Su hazaña le valió cubrirse de granos y de placas rojas. Unas comezones insoportables le obligaron a bañarse largamente en el Nilo. Nuestros barcos llegaron a uno de los lugares más sorprendentes del valle del Nilo, el Gebel Silsileh, donde los dos desiertos se encuentran. Sólo dejan al río un estrecho pasaje entre dos colinas de arenisca amarilla. Gebel Silsileh significa «montaña de la cadena»; según la tradición, una cadena tendida entre estos dos macizos cerraba el curso del Nilo. Las dos orillas han sido explotadas por los antiguos egipcios y el viajante se queda pasmado si considera, al recorrer las canteras, la cantidad de piedras que tuvieron que sacarse para producir las galerías a cielo abierto y los amplios espacios excavados que uno no se cansa de descubrir, viviendo con el recuerdo de los obreros que habían sudado tinta para hacer nacer el primer estado de las futuras obras maestras. Por las inmensas fallas y la cantidad de restos que todavía se ven, se puede deducir que los trabajos han sido llevados durante miles de años, y que han proporcionado los materiales empleados en la mayor parte de los monumentos de Egipto. Tuvimos la sensación de entrar en la ladera misma de la montaña donde, bloque a bloque, habían nacido Luxor, Deir el-Bahari, Karnak…

El profesor Raddi se extasió. Nunca había tenido la ocasión de apreciar tal cantidad de arenisca de tan buena calidad. La voz del Nilo, rápido y atronador en aquel lugar, evocaba la de los maestros de obras, los capataces, los canteros, los pedreros, los destajistas, para quienes, durante muchos años, aquella inmensa cantera había sido el único horizonte.

–Es prodigioso -dijo el profesor Raddi arrodillado delante de un bloque-. Éste es el mejor laboratorio de mi carrera. Aquí están los ingenieros de antaño, ¡aquí están, puedo oírlos! Estas piedras no tienen ningún secreto para ellos… Con sus manos conocen el interior de ellas, hasta la más mínima veta. Son capaces de distinguir las buenas de las malas sólo con tocarlas con la palma de la mano. Están aquí para siempre, no pueden desaparecer…

L'Hote y Rosellini reprimieron su asombro. Su mirada indicaba claramente que tomaban al mineralogista por un medio loco.

–El sol es demasiado fuerte -dijo Rosellini-. Nos derrite los sesos. Deberíamos regresar a Tebas.

La reacción del profesor Raddi fue de una violencia increíble. Abofeteó a su compatriota con tanta fuerza que lo tiró al suelo.

–¡Le prohíbo que diga burradas! ¡Es usted indigno de estos lugares! ¡Cállese o márchese!

L'Hote quiso abalanzarse sobre el mineralogista. Cortándole el paso, lady Redgrave se lo impidió.

–Es inútil agravar este incidente. Conserve su sangre fría, señor L'Hote.

Estupefacto y ofendido, Rosellini volvió hacia mí una mirada suplicante. L'Hote esperaba mis órdenes. Yo era incapaz de darlas. La discordia me había dejado totalmente confuso. Nuestra pequeña comunidad se disgregaba, el odio reemplazaba a la amistad. Indiferente al drama que había provocado, el profesor Raddi se alejó a paso lento, sacando su lupa para examinar más de cerca cada ejemplar excepcional.

–General-intervino L'Hote-, déjeme castigar a ese malcriado.

Contesté que no con la cabeza. Rabioso, el dibujante cogió un pequeño bloque de arenisca y lo tiró a lo lejos, antes de ir a sentarse aparte. Fue Moktar quien ayudó a Rosellini a levantarse. Mi discípulo italiano, que no era ningún hombre de pugilato, tardaba en recobrar el aliento.

–¿Por qué… por qué me ha golpeado el profesor Raddi?

–Sea un hombre -exigió lady Redgrave-. Le ha herido en su amor propio y ha reaccionado. ¡Si cede desde la primera batalla, el futuro de la egiptología tiene muy mal comienzo!

Ippolito Rosellini se sobresaltó.

–Maestro, ¡esta mujer es un demonio! ¡No deja de espiarnos, es el apóstol de nuestro peor enemigo! ¿Por qué confía en ella? ¿Por qué no la echa? ¡Dentro de poco, nos apuñalará por la espalda!

Moktar sonreía. Aquellas disensiones le gustaban.

–Déjenme solo -pedí.


Habían caído las máscaras. Las canteras del Gebel Silsileh habían revelado la verdadera naturaleza de mis compañeros. El profesor Raddi, egoísta, encerrado en sus visiones; Néstor l'Hote, vengativo e intolerante; Rosellini, cobarde y sin carácter; lady Redgrave, imperiosa e implacable. Afortunadamente, el padre Bidant no había asistido a los desgarrones que acababan de romper nuestro tejido fraternal. Sentí ganas de reunirme con él a bordo del Hathor, y de confesarme a él. Pero la visión de Solimán, sentado en la proa del barco, me disuadió de ello.

¿De qué pecados tenía que liberar mi alma? ¿No me había abandonado yo mismo para ofrecerme a Egipto, a la espiritualidad que impregnaba hasta la más pequeña de sus piedras?

Trabajar en aquellas canteras mágicas me devolvió el sosiego. Mis ojos cansados por tantas esculturas del tiempo de los tolomeos y los romanos han vuelto a ver con deleite unos bajorrelieves faraónicos de la buena época. Hay aquí innumerables huellas de los reyes de la XVIII dinastía y de sus maestros de obras. Mi querido Ramsés, su padre, el huraño Seti, y su hijo Merenptah se habían hecho excavar en la roca unas capillas de eternidad donde figuraban unas alabanzas al dios Nilo, identificado con el río celeste que transporta el agua primordial a través del universo; es natural que se le honre aquí, ya que es el lugar donde el río parece renacer tras haber roto las montañas de arenisca que le cortaban el paso. Cuando se comprendan enteramente los textos, se sabrá que los egipcios tenían un concepto muy avanzado de la energía, cuyos cambios aseguran la perpetuación de la vida, ya sea de las estrellas o la de los hombres. Imaginaban que nuestra tierra está rodeada de un océano de vibraciones donde toman forma las fuerzas creadoras, veían a cada ser como un haz de ondas perpetuamente renovadas y que actuaban entre ellas.

Aquellas canteras ofrecieron, más allá de la prueba, un nuevo impulso al viaje. Encarnaban la juventud del mundo, el deseo de construir otra vida. El Gebel Silsileh enseñaba que la sociedad de los hombres debía ser habitada por templos y siempre sería una obra de construcción.

Había sacado consuelo de la soledad, dialogando con la piedra. Veía claramente cuál era mi deber: volver a unificar nuestra comunidad.


Durante dos días, escudriñamos bloque a bloque el doble templo de Kom Ombo. Una de sus mitades está consagrada al dios halcón Horus, y la otra al dios cocodrilo Sobek. Así se aliaban el principio del aire y del agua en una alquimia sutil. El lugar es magnífico. El santuario forma una especie de mirador que domina el Nilo. El sol poniente lo adorna de luces doradas que borran la mala calidad de las esculturas tardías y restablece el edificio en su esplendor de antaño.

El padre Bidant permanecía enclaustrado en su camarote donde se dedicaba a la oración. Néstor l'Hote, enfurruñado, dibujaba con aplicación, aunque no de muy buena gana, los relieves que le designaba. Rosellini estaba con fiebre y no salía de su habitación. Lady Redgrave leía El paraíso perdido de Milton en la terraza del templo que daba al Nilo. Solimán seguía vigilando a Moktar, temiendo los contactos que éste podría establecer con adversarios de la sombra.

¿Quién, entre mis compañeros de viaje, me traicionaba en beneficio del pacha y del cónsul? ¿Quién poseía la duplicidad suficiente para hacer alarde de una falsa amistad e intentar ahogar unos descubrimientos que, estaba convencido de ello, cambiarían profundamente la historia y el pensamiento de los hombres?

Mi convicción se reforzaba cada día. Egipto era más que Egipto. Había hecho nacer las ciencias, formulado la más profunda de las filosofías, construido los templos más perfectos. Aquí palpita el corazón del mundo. De aquí surgirá la revolución espiritual que barrerá las antiguas creencias y permitirá que los hombres comulguen de nuevo con los dioses. Es la razón por la cual debo lograr, a cualquier precio, descifrar esta lengua sagrada, estas palabras de creación que dan las instrucciones para el uso de la energía celeste. Los egipcios sólo ambicionaban la sabiduría, que no se adquiría con una creencia, sino con el conocimiento del universo.

Estas piedras labradas por siglos de luz elevan el alma con su sola presencia. El viaje que tanto había esperado se convertía en una peregrinación hacia la esencia del ser. ¿Qué individuo dotado de conciencia habría podido sentirse extraño a este país donde cada templo habla de lo esencial? Sobre aquella altura que dominaba el Nilo, estaba por primera vez suspendido sobre mi propia existencia. La vi en su pobreza y su irrisión. Yo sólo era una hormiga intentando sacar algo de comida en una inmensa sala de banquetes donde unos gigantes servían los más sabrosos platos; pero una hormiga laboriosa, obstinada, de apetito insaciable y fuerzas desmedidas en relación con su tamaño. La providencia me había ofrecido el más hermoso regalo con el que un hombre puede soñar: descubrir el paraíso en la tierra, penetrar en él en vida. Gozar de él egoístamente habría sido la peor de las bajezas. Tenía que transmitir las verdades que había vislumbrado levantando el velo de Isis, trabajar sin descanso y sin tener en cuenta el cansancio.

El sol comenzó a descender hacia el horizonte, inundando de oro líquido los reflejos plateados del río. Apreciaba aquel momento como una ofrenda. Los egipcios la llamaban «plenitud». Todo se apaciguaba. Los perfumes se insinuaban en la brisa del norte que arrugaba la superficie del río. Instintivamente, la gente se callaba. El paisaje llenaba la mirada, disolvía los pensamientos en un océano de verde y naranja, borraba las impurezas. ' *

Una silueta avanzaba entre las columnas. Moktar se detuvo a una distancia respetuosa.

–El que busca está aquí -anunció, misterioso.

–¿Quién te lo ha dicho?

–Las noticias vuelan, en Oriente… Nadie sabe quién las transmite. El Profeta se esconde en la aldea, en casa de un comerciante.

–¿Y si no te creyera?

–¿Cómo convencerle? Sólo soy un humilde intermediario. Si desea que le guíe, dos burros nos esperan.

¿Me estaba tendiendo Moktar una trampa? Él, el sirviente de mis enemigos, ¿podía concederme su ayuda sin segunda intención? ¿A quién pedir consejo sin revelar la presencia del Profeta? Tenía que correr el riesgo.


–Te sigo, Moktar.

El mercado nocturno de Kom Ombo estaba en su apogeo. La muchedumbre se movía entre los puestos al aire libre. Nuestros burros, con una paciencia inquebrantable, se abrían paso entre cajas llenas de grano, empujaban a los aguadores, evitaban los camellos, pisaban unos montones de pistacho colocados en unos cuadrados de tela. Mujeres de fellahs, con el rostro descubierto, nos miraron con curiosidad. Compraban alimentos, negociaban piezas de ropa. Muchas de ellas se habían agrupado alrededor de un adivino. Otra, chillona, cambiaba un pollo por unas cebollas. Un carnicero, indiferente a una disputa que acababa de estallar entre dos jóvenes, degollaba un cordero. Unos pilluelos, que habían robado unas habas, las despedazaban a dentelladas. Una multitud de lámparas de aceite iluminaba los tenderetes.

El burro se detuvo delante de una chabola. Unas palmas obstruían la puerta.

–Le esperan en el interior -indicó Moktar.

Vacilé. Ningún miembro de la expedición conocía el lugar donde me estaba aventurando.

Moktar, glacial, me observaba. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Si retrocedía ante el obstáculo, perdía irremediablemente mi prestigio. Nadie, en este país, volvería a dirigirme la palabra.

Todos sabrían que el general, El Egipcio, el enviado del gobierno francés, era un cobarde.

Volviéndome para saludar las últimas luces del sol poniente, puse término a mi titubeo. Pasando por encima de un reborde de tierra, penetré en la choza.

Allí reinaba una oscuridad total. Un fuerte olor a ajo agredió mi nariz. Me quedé inmóvil, reteniendo el aliento, y percibí una respiración ligera.

–¿Es usted el Profeta?-pregunté, tenso.

No obtuve ninguna respuesta. El miedo me estaba revolviendo las tripas. Una luz débil iluminó la pequeña habitación, al fondo de la cual se encontraba una mujer árabe con velo, vestida con una delicada blusa roja y un pantalón bombacho de seda azul. Una rica aristócrata.

–¿Quién es usted? ¿Por qué me ha hecho venir aquí?

–¿Y usted, quién es? – me preguntó en árabe una voz deformada por el velo.

–Champollion, comisionado por Francia para descubrir y proteger las riquezas del Antiguo Egipto.

–Guarde sus declaraciones pomposas para el pacha -contestó-. ¿Quién es realmente?

Una certeza me pasó por la imaginación.

–Quítese ese velo o lo haré yo mismo.

Di un paso hacia delante.

–¿Se atrevería?

Mi actitud le demostró que estaba decidido a llevar a cabo mi amenaza. Muy despacio, se quitó la tela frágil que le ocultaba el rostro.

–Lady Ophelia… ¿por qué toda esta farsa?

–No es una farsa, Jean-François. Necesitaba hablarle, lejos de toda presencia enemiga y lejos de Solimán.

–¿Considera a todos los miembros de nuestra expedición como enemigos?

–Estoy al servicio de mi país, lo mismo que usted está al servicio del suyo. Yo también cumplo con una misión. Si me quiere un poco, revéleme sus verdaderas intenciones.

–Ha recurrido a esta mascarada…

–Me alegra poder demostrarle que me adapto a Egipto tan bien como usted. Conozco su lengua y sus costumbres.

–Conoce sobre todo a Moktar… y seguramente a su amo, Drovetti.

–¿Por qué iba a ocultarlo? Sí, el cónsul general es un amigo. Sí, el pacha me ha recibido y ha escuchado mis opiniones. ¿Acaso son criminales por eso? ¿Acaso soy la más despreciable de las mujeres por apreciarlos en su verdadero valor? Usted tiene prejuicios, Champollion. Los amos de Egipto no son tan diabólicos como cree.

–¿Intenta persuadirme de que no permiten la destrucción de los monumentos egipcios?

Tuvo un exasperado movimiento de hombros.

–¡Deje de jugar a los arqueólogos ultrajados, Champollion! Trabaja para la mayor gloria de Francia, yo para la de Inglaterra, eso es todo. Tenemos el mismo oficio, aunque estemos en dos campos opuestos. El deber no excluye ni la admiración ni… el afecto.

–Lady Ophelia, yo no soy un espía -afirmé enérgicamente-. Francia me ha confiado un trabajo científico, es cierto, pero este viaje ha superado todas mis esperanzas. Aquí me esperan los mayores misterios.

Lady Redgrave sonrió.

–¡Tiene talento, Jean-François! Su personaje de sabio es perfecto. Ya casi no dudo de su pasión por los jeroglíficos. Sus dotes para la comedia son excepcionales.

–¿Cómo hacerle admitir su error? ¿Cómo convencerle de que soy egiptólogo y nada más?

Se volvió a poner el velo.

–Yo también sé guardar mis secretos -dijo con suavidad-. Mi mayor deseo sería revelárselos… si fuera sincero.

La sublime princesa de Oriente avanzó hacia mí ondulando. Sin ser consciente de hacer el menor gesto, la tomé en mis brazos. Su boca se acercó a la mía. Su piel estaba perfumada con jazmín.

–No -respondí rechazándola-. Usted no me ama a mí, sino a un fantasma que se ha inventado. Primero confíe en mi palabra, ¡confíe plenamente! Si no, permanezcamos cada uno en el silencio.

Con sus ojos verde claro, acusadores y despechados, me traspasó el corazón.


18


Con el calor del mediodía, bajo un sol resplandeciente, navegábamos hacia Asuán. El paisaje cambiaba, se suavizaba. Palmeras, sicómoros, acacias, tamariscos, bosquecillos verdes alegraban las orillas. Aquí y allá, las manchas blancas formadas por unas pequeñas mezquitas coronadas con una cúpula o un minarete. Las aldeas eran más ricas, más risueñas. Los alrededores de Asuán marcaron la entrada en un nuevo mundo. El granito sucedió a la arenisca. La población que vemos agitarse es una mezcla de fellahs, turcos, bicharis, nubios, abisinios, sudaneses. Los tenderetes de los mercados están cubiertos de colmillos de elefante, dátiles, pieles de felinos, especias, productos exóticos. Al fondo del paisaje, el Nilo parece cortado por una cortina de árboles, rocas desnudas, colinas áridas que hacen creer que Egipto acaba ahí y que las fuentes del río están muy cerca.


Mis compañeros estaban encantados con aquel amplio oasis a la salida del árido camino del valle del Nilo. No paré hasta llegar a la isla de Elefantina para estudiar allí dos famosos templos de la buena época. Volví a llevarme otro disgusto: habían sido derribados hacía pocos años. Sólo queda el emplazamiento. Tuve que contentarme con una puerta en ruinas dedicada a Alejandro, hijo del conquistador, y con algunos actos de adoración, jeroglíficos grabados sobre una vieja muralla; finalmente, con algunos escombros faraónicos esparcidos y empleados como materiales en construcciones romanas.

Lo que me hizo saber uno de los guardias de la isla provocó mi furor: eran el nuevo palacio del pacha y un nuevo cuartel los que habían devorado las piedras de los antiguos santuarios. Néstor l'Hote, que advertía mi enojo, dibujaba con ahínco, silencioso.

Fue Rosellini quien me sacó del triste torpor que me abrumaba.

–Venga, maestro -me suplicó-. Creo haber descubierto… ¡la fuente sin sombra!

La excitación de mi discípulo era culminante. En aquel lugar, que se creía mítico, los rayos del sol caían verticalmente el día del solsticio de verano. Los egipcios, gracias a unos sabios cálculos, habían medido allí la circunferencia exacta de la Tierra.

La fuente sin sombra parecía un pozo, una especie de nilómetro que al cabo de un tramo de peldaños daba acceso al río. Los escalones estaban recubiertos de musgo. Rosellini resbaló y cayó pesadamente sobre el costado. Le ayudé a levantarse, pero se negó a continuar, temiendo una nueva caída. Por mi parte, volvía a encontrar la fuerza y la osadía de la juventud en cuanto entraba en contacto con las viejas piedras. Me adentré gozoso hasta el centro de aquel viejo monumento donde tantos sacerdotes habían bajado antes que yo.

Permanecí un largo rato en la penumbra que reinaba en el interior del pozo destinado a captar la luz. Su frescor borraba el cansancio. El tiempo se detenía. Me sentía más solo, ciertamente, desde la ruptura con lady Ophelia, pero aquella soledad estaba atravesada por los soles que iluminaban mis jornadas en Egipto. Tenía la sensación de recorrer las salas de un templo inmenso, del tamaño del país entero, a medida que avanzaba hacia el sur. Desde el principio de mi viaje, me había dado cuenta que ver Egipto en su totalidad era esencial. Al llegar a la puerta del Mediodía, en Asuán, me había llenado de paisajes y de santuarios. Mi sed de Egipto aumentaba por segundos.

Fue al volverme para subir la escalera cuando la vi.

La víbora tenía su mirada vacía fija en mí. Estaba alzada sobre su cola, dispuesta a saltar.

No podía retroceder ni avanzar. Tenía que permanecer tan inmóvil como el reptil. La muerte se me presentaba bajo la forma de esta serpiente que, extrañamente, no me inspiraba ningún temor. Había conocido, a lo largo de mis investigaciones, a numerosas diosas serpientes: la cobra protectora de Egipto, la que se alzaba en la frente del rey para alejar a las fuerzas nocivas de su camino, la que velaba por las cosechas y las siegas. ¿Y qué decir de los reptiles que tenían el valor de letras madres en el alfabeto jeroglífico? Si efectivamente era el egipcio, ¿qué podía temer de un jeroglífico viviente?

Así que subí un peldaño, sin dejar de mirar a la víbora. Se ir-guió aún más. Continué, muy lentamente. Mi pierna izquierda pasó a menos de un metro de la cabecita plana. Todavía podía atacarme por detrás. No me apresuré.

Peldaño a peldaño, volví a ver la luz del sol que nunca me pareció tan suave.


La mayor celebridad de Asuán es su mercado, el más pintoresco y animado del país. En la entrada, montones de trigo, mijo y arroz vigilados por unos fellahs dormidos, enrollados en sus vestidos a la sombra de los parasoles. Unos niños desnudos, rodeados de moscas, corrían por todas partes. Unos magos que leían el porvenir en unas figuras de geomancia trazadas en el polvo eran avasallados por una clientela muy numerosa. Sorprendí a uno de ellos, un gran sudanés ciego, sonriendo de gusto con la idea de explotar tanta credulidad.

–¿Por qué me ha hecho venir aquí?

–Uno de nuestros hermanos me ha dado noticias alarmantes que nos conciernen. Todos los miembros de nuestra cofradía se han marchado de Egipto. Drovetti ha enviado numerosos informes al pacha para denunciar a los Hermanos de Luxor como peligrosos conspiradores. El pacha ha decidido suprimirlos según sus métodos habituales, con la más absoluta discreción. Estamos despertando sospechas muy graves. El carácter oficial de su misión todavía le protege, pero ¿por cuánto tiempo? Sería mejor regresar a El Cairo lo antes posible, y solicitar su repatriación pretextando problemas de salud. Continuar este viaje sería una imprudencia tal vez mortal.

Pasamos por una callejuela saturada por una caravana compuesta por camellos cansados, cubiertos de polvo. Resoplaban bajo el peso de su carga, que comprendía huevos de avestruz, marfil, pulseras de oro y de plata, escudillas de madera, pieles de animales, cuero, tambores. A la cabeza del cortejo, un borriquillo montado por un anciano cuyas piernas eran tan largas que casi tocaban el suelo. Aromas embriagadores, mezcla de especias y plantas aromáticas, emanaban de las cocinas al aire libre.

–¿Estás fichado por la policía del pacha, Solimán?

–Lo ignoro.

–¿Lo ignoras realmente, hermano, o te niegas a decírmelo?

Guardó silencio.

–Corres riesgos mucho mayores que yo, Solimán. Deja la expedición. Escóndete.

–He jurado protegerle. No faltaré a mi palabra.

La luz ya sólo penetraba por lentejuelas que centelleaban en la tela tendida por encima de la callejuela. La tierra estaba mojada. Unos hombres en cuclillas fumaban el narguile. Otros comían maíz o dátiles. Una pequeña nubia, únicamente vestida con un collar, y con los tobillos cargados de anillas, me tiró de la manga y se escapó riendo.

–Y yo, Solimán, no me echaré atrás. He esperado este viaje toda mi vida. Es la meta y el coronamiento de mi existencia. Cualesquiera que sean los peligros, iré hasta el final. Para impedírmelo, habrá que destruirme. Si tengo que morir feliz, será en esta tierra.

–Olvida, hermano, que debe transmitir a los demás lo que ha visto y percibido. Ya no tiene derecho a vivir para usted mismo.

–No olvido nada. Todavía desconozco Nubia, he rozado Tebas, no he encontrado al Profeta… Mientras mi trabajo no esté terminado, mientras mi desciframiento no esté a punto, no transmitiré nada serio.

–Entremos en esta tienda -sugirió Solimán, súbitamente inquieto-. Nos están siguiendo.

El comerciante, un hombre gordo, rechoncho y calvo, se inclinó ante nosotros y, con un abundante lirismo, nos predicó la extraordinaria calidad de sus productos, cuya fama era nada menos que mundial: flechas, arcos, puñales, mazos, látigos, alfombras, narguiles, turbantes… El mismo buen hombre era todo un bazar. Discutimos el precio de una manta que encontramos al fondo de la tienda, de la cual salimos una hora más tarde.

Solimán observó la muchedumbre.

–Vayamos a tomar un café -dijo golpeando una persiana de madera pintada de azul.

La persiana se abrió en dos, en el sentido vertical, descubriendo una alcoba en cuyo interior estaba sentado un viejo árabe arrugado que vigilaba una cafetera humeante. Nos sirvió dos tazas.

–Estamos a salvo -juzgó Solimán-. Al menos por algún tiempo… Comprendo su resolución, ¿pero le parece razonable?

–¿Acaso es razonable este viaje? ¿Querer sacar a Egipto del silencio y de las tinieblas es razonable? Ese argumento no me convencerá, Solimán. La prudencia ya no se lleva. Hay que vencer por la mano a la adversidad.

–Resulta muy difícil hacerle cambiar de opinión, incluso ante lo imposible.

–¿Drovetti tiene agentes en Nubia?

–No lo creo. La policía del pacha está casi totalmente ausente de esa región. Sólo tendremos que temer a los saqueadores… y a los traidores.

–¿Has identificado a la criatura que Drovetti ha colocado entre nosotros?

Solimán bebió un trago de café.

–Acusar sin certeza sería una infamia. Las palabras pronunciadas ya no se borran. No, no le he identificado.

Hacer hablar a Solimán habría sido un error. Saboreé a mi vez el excelente brebaje, esperando que se decidiera.

–Su discípulo, Ippolito Rosellini, es un hombre extraño. Tiene una mirada pérfida. Se muestra demasiado deferente hacia usted. Así no se comporta un alumno benévolo.

–¿Tienes hechos concretos que reprocharle?

–Es demasiado astuto para cometer faltas burdas. Pero él es quien le llevó a la necrópolis donde fue descubierto el cadáver del monje copto, el excavador de Anastasy. Él es, igualmente, quien le indicó el emplazamiento del nilómetro donde le esperaba una víbora. ¿Y si Rosellini hubiera organizado el primer asesinato y preparado el segundo?

No había ocultado a Solimán el incidente de la fuente sin sombra.

Unos oscuros pensamientos con respecto a Rosellini me habían pasado por la imaginación. Asustado, los había ahuyentado.

–Rosellini no es un traidor.

–De todos modos, evite el lugar más peligroso de la región -recomendó Solimán.

–¿A saber?

–Las canteras.

–¿Las canteras de granito? ¿Ese lugar fabuloso? Solimán, eres mi hermano… ¡no puedes prohibirme semejante gozo!

Solimán meneó la cabeza, desanimado.

–Justo lo que me temía… Por lo menos no pierda de vista el comportamiento de Rosellini… Si es él quien le pide que visiten las canteras, piense que puede ser una trampa.

A la hora de la cena, el ambiente se reveló taciturno. Lady Red-grave, indispuesta, comía en su camarote. El padre Bidant había empezado un ayuno. El profesor Raddi, que había emprendido el estudio de los minerales recogidos desde el principio del viaje, se había retirado a su dominio tras haber engullido un huevo y bebido un vaso de vino. Moktar y Solimán cenaban tortas y habas en la zona de los sirvientes. L'Hote ponía mala cara. Rosellini comía un pollo asado con buen apetito.

–¿Por qué esa cara tan larga, Néstor?

–La morriña, general. Demasiado calor, demasiado desierto, demasiado polvo… Sueño con campos verdes, lluvias, nubes. Recuerdo las madrugadas brumosas con la hierba húmeda de rocío, el fuego en la chimenea, las noches frías en que uno se hace un ovillo en unas sábanas calentadas por un mundillo.

Yo también recordaba los dormitorios helados del colegio, la escarcha, el barro de las ciudades, la capa de plomo parisina que ocultaba el sol durante días enteros, semanas, meses. Recordaba los dedos helados, los resfriados, las bronquitis, los miembros dolorosos, la desesperación de los cielos bajos… ¡Y no añoraba nada!

–General, tiene que decirme dónde vamos. Siempre estoy dispuesto a seguirle, pero me gustaría saber dónde me lleva… ¿Volvemos a Tebas o continuamos hacia el sur?

–No tengo por costumbre ocultarle la verdad, Néstor. Cuando le pedí que viniera a Oriente conmigo, le dije cuál era mi meta: Tebas y el gran sur, hasta donde llega el Nilo. Estamos llegando a Nubia. Continuamos.

Rosellini intervino.

–No nos marchemos de Asuán sin ver el templo de Filé. Los antiguos afirman que es una maravilla.

–Bonitos dibujos en perspectiva -apreció L'Hote, animado.

–Hay otro emplazamiento que no debemos olvidar. Tiene una gran importancia científica.

–¿Cuál?

–Las canteras de granito, maestro.

Entre Asuán y Filé, las canteras se extienden en un espacio de más de seis kilómetros. Unos burros ágiles y llenos de ardor nos llevaron primero por unos senderos que ellos solos conocían, senderos que atravesaban mausoleos musulmanes en ruinas antes de desembocar en un océano de rocas de granito sembrado de naos, estelas, columnas y estatuas esbozadas. Aquellas obras habían sido abandonadas a causa de imperfecciones de la piedra. Un coloso de Amenofis III, tallado en la roca y luego desbastado para el transporte hacia «la morada del oro» donde los escultores, «los que dan la vida», le abrirían la boca y los ojos, ha sido abandonado en un camino que se dirige hacia la llanura. El asiento de la estatua tiene la altura de dos hombres. Lo más extraordinario es un obelisco de al menos treinta y dos metros de largo, bien tallado, pero todavía tumbado en la roca de la cual no está totalmente despegado. Una fisura había vuelto el monolito impropio para la elevación. Examinándolo de cerca, me di cuenta de que para desprender un bloque tan colosal los canteros hacían unas muescas con el puntero, cada seis pulgadas aproximadamente, para delimitar la superficie de piedra a extraer. En estas muescas, que podían tener hasta veinte centímetros, introducían unas cuñas de madera que mojaban. Éstas se hinchaban, y aquel sencillo mecanismo bastaba para hacer estallar el granito, ofreciendo a los canteros unas masas listas para pulir. Aquí y allá yacían restos de percutores que servían precisamente para desbastar y pulir.

Nos habíamos dispersado, cada uno admirando una de las regiones de aquel paisaje mineral donde todavía se sentía la presencia de los genios que habían tenido un conocimiento tan íntimo de la piedra que conocían de antemano la más mínima veta y le destinaban su justo lugar en el futuro edificio.

El profesor Raddi, deslumbrado por aquel nuevo paraíso, había reclutado a L'Hote y a Moktar para recoger y llevar las muestras más notables de granito, que seleccionaba con un cuidado meticuloso. Aquella pasión renovada me tranquilizaba.

De nuevo con sus primeros amores, el buen profesor volvía a recuperar las ganas de vivir.

El padre Bidant conversaba animadamente con lady Red-grave. Estaban sentados a pleno sol en un bloque gigantesco de granito rosa. No veía a Solimán. Recorrí algunos metros en dirección a una estela con la intención de apuntar sus inscripciones jeroglíficas y me di cuenta de que el único que se había quedado junto a mí era Rosellini. Con su acostumbrada preocupación por el detalle, tomaba multitud de apuntes.

–Mire esto -dije hincando la rodilla-. Huellas de un plano inclinado… Por él se hacían deslizar los bloques con la ayuda de rodillos y trineos. Eran transportados hasta un desembarcadero durante el estiaje. Los carpinteros construían unas balsas muy grandes bajo las piedras; cuando llegaba la crecida, levantaba aquellas masas y las transportaba por todo Egipto. Sin duda una parte de los colosos, una vez levantada, permanecía sumergida con objeto de perder al menos la tercera parte de su peso. Qué cantera más fabulosa, Ippolito… Los egipcios no sólo sabían extraer, pulir, tallar. También tenían talento para la organización y la distribución del trabajo, la creación de lo sagrado a la escala de todo un país.

Mi discípulo permanecía serio, como si no apreciara mis palabras.

–¿Qué es lo que le permite imaginar todo eso, maestro?

–No imagino, Ippolito, veo. Veo estas escenas como si las viviera mientras le hablo. Encontraremos los documentos que lo confirmarán.

En la mano izquierda, Rosellini tenía una piedra negra que había servido de percutor.

–¿Y si se equivocara? ¿Si los antiguos egipcios no hubieran sido más que unos bárbaros, como los de ahora?

Contemplé pasmado a mi discípulo. Mi vista se nubló. Me pareció que levantaba el brazo, como si quisiera golpearme.

–He debido oír mal, Ippolito… después de lo que hemos visto y sentido cómo…

El brazo inició un movimiento agresivo. No me moví. Prefería morir antes que aceptar la traición de un hombre en quien había confiado plenamente.

De pronto, los ojos de Rosellini cambiaron de expresión. Le invadía el temor, como si hubiera descubierto una presencia detrás de mí. Su mano se abrió. La piedra afilada cayó al suelo.

–Perdóneme, maestro, estaba desvariando. El calor, seguramente… Déjeme anotar el texto de esta estela. No se exceda trabajando. Le necesitamos tanto.

Me sentía incapaz de hablar. ¿Habría soñado? ¿Había ideado mi discípulo un proyecto asesino contra mí? Aquello no era más que una horrible pesadilla. Además tenía la prueba, ya que había renunciado espontáneamente a su primera intención, suponiendo que ésta hubiera existido alguna vez.

El aire ligero y el sol ardiente que reinaban en las canteras purificaron aquellos momentos tenebrosos.

Me estremecí cuando descubrí a Solimán, con el rostro grave como el de un juez, en el montículo que dominaba el lugar donde me encontraba con Rosellini.


Moktar adoptó un aire grave.

–Es totalmente imposible -afirmó una vez más-. El Isis y el Hathor no pueden cruzar la catarata.

Impresionado por haber sido admitido en mi camarote, que cada día rebosaba más de papeles y estatuillas compradas por Rosellini, Moktar, el sirviente de Drovetti, falsamente contrito, me transmitía las órdenes de la administración egipcia.

–¿Qué solución me propones? – pregunté, conciliador.

–Lo que no desea Alá no pueden realizarlo los hombres.

–Muy bien. ¿No existen, más allá de la catarata, otras embarcaciones que nos llevarían a Nubia?

–Tal vez… pero tendríamos que descargar el Hathor y el Isis, y transportar en camellos el material de la expedición hasta el desembarcadero, frente a Filé.

Sonreí, radiante.

–¡Pues bien, descarguemos!


Filé, la isla sagrada, la morada de la gran maga, me reservaba una desagradable sorpresa. Un dolor de reumatismo en el pie izquierdo me impedía caminar. El sentido común me habría aconsejado el reposo, pero ¿cómo permanecer inmóvil cuando el templo de Isis se encontraba tan cerca?

Sostenido por Solimán, monté un burro para atravesar las canteras de granito rosa, erizadas de inscripciones jeroglíficas. Tras haber cruzado el Nilo en barca, me ayudaron cuatro hombres reforzados por otros seis, pues la pendiente era casi vertical. Me llevaron sobre sus hombros y me subieron hasta un pequeño santuario donde me había preparado una habitación en unas viejas construcciones romanas muy parecidas a una cárcel, pero muy saneadas y protegidas del viento.

La isla tenía un suelo muy árido. Unas rocas de granito defendían sus costas. Ofrecía el más admirable grupo de ruinas que jamás había contemplado en un espacio tan limitado. Algunas palmeras, unos hierbajos y unas flores naranjas y amarillas daban una ilusión de frescor.

El padre Bidant se inclinó sobre mí.

–¿Sufre usted mucho?

–Lo bastante como para permanecer aquí inmóvil cuando debería deambular por el templo.

–¿Aceptaría mi brazo?

–Con mucho gusto, padre. Unos cuantos pasos acelerarán mi curación.

Caminamos penosamente hasta el pasaje central del pilón exterior, donde Néstor l'Hote lloraba contemplando una inscripción. Intrigado, ¡creí que había adquirido de pronto el pleno y entero conocimiento de los jeroglíficos! Acercándome al objeto de su emoción, me desengañé.

–¡Lea, general, lea! ¡Qué maravilloso recuerdo!

El año VI de la República francesa, el 13 de mesidor, un ejército francés al mando de Bonaparte descendió a Alejandría. Veinte días después, el ejército hizo huir a los mamelucos a las pirámides. Desaix, comandante de la primera división, los persiguió más allá de las cataratas, donde llegó el 13 de ventoso del año VII

Conmovido, abandoné al dibujante a su entusiasmo patriótico para examinar los innumerables bajorrelieves del gran templo. El dominio de Isis estaba dedicado al culto y a los misterios accesibles a los únicos iniciados cuya vida era lo bastante pura a los ojos de la gran diosa. Vivieron aquí hasta el siglo V después de Cristo y fueron arrojados por persecuciones. Comprendí que el último monumento elevado por los egipcios no contenía ninguna nueva forma de divinidad. El sistema religioso de este pueblo estaba tan unificado, tan ligado en todas sus partes, y detenido desde un tiempo inmemorial de un modo tan absoluto y tan preciso que la dominación de los griegos y los romanos no produjo ninguna innovación: los Tolomeos y los Césares sólo han vuelto a hacer, en Nubia como en Egipto, lo que los persas habían destruido durante las invasiones, y restablecido templos allí donde los hubo anteriormente, dedicados a los mismos dioses. Aquella formidable visión de lo sagrado que expuse con ímpetu no convenció al padre Bidant, que sin embargo escuchó atento mis palabras.

–Mi creencia me basta, Champollion. No debería enardecerse con esas contemplaciones antiguas. Haría mejor en vigilar a los que le rodean. Mi gota se volvió más dolorosa.

–¿Qué insinúa, padre?

–Néstor l'Hote es un personaje muy curioso… ¿No sería su ahogamiento un simulacro? Desconfío de él desde el principio de nuestro viaje. Dos o tres veces me ha parecido verle en compañía de árabes más bien sospechosos, seguramente esbirros de Drovetti o del pacha. Mucho me temo que nos traicione.

Impresionado por las declaraciones del religioso, intenté recordar los momentos en que el comportamiento de L'Hote habría resultado condenable. El sufrimiento que me causaba mi pie me impedía reflexionar.

–Es usted demasiado ingenuo, Champollion. ¿Realmente cree que un hombre como L'Hote haya emprendido una aventura tan peligrosa sólo por el placer de dibujar? Piense en el interés…, es lo que mueve el mundo. Ese L'Hote no vale más que cualquier otro. Si le han ofrecido dinero para espiarle, la conspiración ha sido fomentada en Francia. Su instigador sólo puede ser Drovetti.

–Lléveme al suroeste de la isla, ante la puerta de la sala de las columnas.

–¿Por qué ese lugar?

–Un recuerdo, padre, un simple recuerdo.

El religioso comprendió que guardaría silencio sobre ese punto. No deseaba confiarle mi esperanza de contemplar allí un pequeño obelisco de arenisca cuya litografía había recibido. Me había permitido identificar una tarjeta y descifrar en ella el nombre de Cleopatra, escrito como lo había previsto. Aquel precioso testimonio era una etapa esencial en el camino de la comprensión de los jeroglíficos. Una verificación en el original resultaba indispensable y me daría una clave, gracias a la cual tal vez podría prescindir de aquel dichoso Profeta que huía continuamente.

En lugar del obelisco encontré a lady Redgrave, envuelta en una amplia tela de algodón blanca que le dejaba los hombros descubiertos. Acostumbrada al sol, no llevaba sombrero, suficientemente protegida por su abundante cabello rubio veneciano que había dejado suelto.

–Su obelisco se encuentra ahora en el museo Británico, señor Champollion. Mi tío lo necesitaba para sus trabajos. Ha llegado en buen estado.

El tono de su voz pretendía ser áspero. Me estaba asestando un golpe que deseaba fatal. Pero su mirada me hablaba de otro modo.

El padre Bidant, optando por evitar una disputa, me llevó más lejos.

–Renunciemos al gran sur y volvamos a El Cairo lo antes posible -me recomendó-. Este país es aterrador. Nos hará morir a todos.

–A la buena de Dios, padre… La verdad es que no me decido a prolongar la aventura.

–¿Por fin vuelve a ser razonable?

–Lady Redgrave me ha indicado la única decisión que se puede tomar…, la ausencia de ese obelisco me obliga a buscar la otra huella que ha preludiado mis primeras intuiciones, que debo comprobar sobre el terreno.

–¿Otro obelisco?

–Un templo entero.

–¿En Tebas?

–No, padre. En el gran sur. Allí donde vamos.

No volví a mi lecho inmediatamente. Me sentía con fuerza suficiente para pasearme por la galería del gran templo que daba a la escalera ante la cual atracaban las barcas. Aunque el sol abrasaba, el lugar era fresco y relajante. Cada uno de los capiteles de la columnata era diferente, alegrando la vista con la delicadeza del modelado. La sonrisa de la diosa estaba inscrita en la piedra.


La fiebre fue tan fuerte que fui presa del delirio. El rostro de lady Ophelia se confundía con el de la diosa Isis, que recibía la simiente de Osiris, muerto para dar a luz a un hijo, Horus, que restablecía la justicia y el orden alterados por su hermano Seth, asesino de su padre. Los relieves de Filé daban vueltas a mi alrededor, revelándome la verdadera naturaleza de Isis, la Naturaleza creando según un plano preconcebido por los dioses. La gran diosa se convertía en Hathor, el templo de Horus, la sonrisa del cielo, la eterna alegría de las estrellas, madre y nodriza de la luz. Isis y Hathor, la misma y la otra, la sonrisa del más allá que hace madurar las cosechas y reverdecer los campos. La misma mujer, la que nunca cambia, el amor celeste.

–¡Maestro! ¡Maestro! ¡Lo he conseguido!

Las exclamaciones de Rosellini me sacaron de mi sueño. Me enderecé en mi cama.

–¡Maestro, un naos! ¡Un naos entero! Lo he encontrado en las cámaras subterráneas del templo. Lo he conseguido por un precio módico… ¡El único intacto de todo Egipto!

Rosellini se lanzó en una descripción detallada de aquel bloque monolito, el sanctasanctórum del templo, que contenía la estatua del dios que sólo el faraón podía contemplar.

–También tengo para usted una carta de Francia.

–¡Démela, rápido!

Una larga misiva de más de cuatro páginas firmadas por mi hermano Jacques-Joseph. Evocaba sus cartas precedentes que, desgraciadamente, debieron perderse. Me describía el frío parisino, las lluvias, la niebla, me deseaba mucho éxito y sobre todo muchos hallazgos que fundarían la ciencia egiptológica y harían renacer la espiritualidad de los faraones. Me hablaba de mi salud, que imaginaba mucho mejor que en Francia, de su impaciencia por leer los innumerables apuntes que no dejaría de redactar. Me reservaba para el final una mala noticia que le apenaba mucho: mi candidatura a la Academia había sido rechazada una vez más. Mi fama ante la ciencia oficial no dejaba de disminuir. Las campañas de calumnia iban a buen paso. Me suplicaba que no me afligiera por eso y que confiara en el porvenir.

–Tengo hambre -le dije a mi discípulo-. Prepáreme una comida consistente para celebrar mi curación.


Todos reunidos, organizamos un gaudeamus en el emplazamiento de la catarata, sentados a la sombra de un santol, una mimosa muy espinosa, el único árbol del lugar, frente a los rompientes del Nilo cuyo rumor me recordó nuestros torrentes de los Alpes. La majestuosidad del sitio, la absoluta serenidad de las piedras, a las cuales no afectaban las pasiones humanas, nos redujeron al silencio. Nos preparábamos para cruzar una frontera y nos dábamos cuenta de la gravedad del acontecimiento.

Más tarde me hice desembarcar en la rocosa Biggeh cuyo granito tenía el color de la sangre. Allí estaba inscrito el recuerdo de Osiris volviendo a la vida. No muy lejos, el Nilo se abría paso a través de un montón de escollos, abriendo canales de piedra donde brincaban las aguas en una alegre ceremonia. La voz de la catarata, potente y autoritaria, llenaba nuestros oídos. Unos nubios, completamente desnudos, nadaban entre las rocas valiéndose de paquetes de cañas que empujaban delante de ellos como si fueran flotadores. Uno de ellos se dirigió hacia nosotros, sin preocuparse por la presencia de una dama, y nos invitó a tomar té en su aldea de chozas, más allá de las ruinas de un templo.

Tuve ganas de sentarme allí y quedarme a esperar la resurrección de Osiris. El hombre, en aquel territorio aislado, apenas era tolerado. Néstor l'Hote interrumpió mi meditación.

–¿Qué ha decidido realmente, general? Corren rumores… Su salud, los peligros… Necesito saber.

–Continuamos. El gran sur no nos decepcionará.


–Aquí está nuestra nueva escuadra -anunció Moktar, servil.

Aquella flotilla del otro lado de la catarata se componía de un buque insignia, una dahabieh con bandera francesa y toscana, de dos barcas con bandera francesa, otras dos toscanas, una barca de provisiones con bandera azul y una última que llevaba la fuerza armada, es decir, Moktar y algunos esbirros. El buque insignia estaba armado con el cañón que nuestro amigo Ibrahim Bey nos había ofrecido. Aquella dahabieh era un buque de gran tamaño cuya zona habitable estaba acondicionada de un modo casi lujoso. Cada uno de nosotros disponía de un dormitorio y un cuarto de aseo; las zonas comunes comprendían un comedor y una sala amueblada con dos divanes y un piano.

Moktar me explicó con afectación que la dahabieh había estado sumergida durante cuatro días para limpiarla de ratas y de parásitos. Los policías del pacha habían incluso montado la guardia para evitar el regreso de los roedores.

–Quiero ver la parte delantera del barco -exigí.

–Ésa no es la costumbre.

–Me da lo mismo. Tengo que conocer la totalidad del navío al cual se confiarán las vidas de los miembros de mi expedición.

–Normalmente los viajeros no van…

–Yo no soy un viajero normal. Apártese de mi camino.

Moktar se inclinó. En aquel momento, un marinero se hundió en el agua con una tabla en la mano para clavarla debajo de la quilla del timón. Serviría de freno.

La parte delantera del barco estaba ocupada por una cocina detrás de la cual un pequeño mástil, con una vela latina, estaba enlazado a una verga inmensa. Junto a la cocina, un camarote con una ventana minúscula, de la cual emanaba una música lancinante.

Entré. Allí estaban amontonados unos diez marineros, tocando el tamboril y la flauta. Otros, envueltos en sus albornoces, estaban tumbados en el suelo como fardos de ropa vieja. Su única riqueza consistía en un sillón de mimbre reservado para su jefe. Aquellos hombres vivían rodeados de mugre, en la miseria más insoportable.

–Exijo que se ofrezca un alojamiento decente a estos marineros -le dije a Moktar, que venía pisándome los talones.

–Imposible… Si cambia sus costumbres, no querrán trabajar. Este camarote les pertenece. Lo han construido con sus manos. Cada uno de ellos tiene su lugar aquí. Si les insulta echándoles, se rebelarán.

No tuve más remedio que avenirme a razones. Hacer felices a los demás en contra de su voluntad era una necedad. Acababa de recibir una lección de humildad que no olvidaría.

Volviendo al puente, descubrí un espectáculo increíble. Habían añadido otra barca a la expedición. La del profesor Raddi, que había amontonado allí las innumerables muestras de piedras recogidas desde el principio del viaje. La embarcación, demasiado cargada, amenazaba con hundirse en cualquier momento. Además, el profesor, amonestando a unos diez jóvenes nubios, ¡intentaba transportar una palmera de más de ochenta pies de altura! Tuve que desplegar la más insistente de las persuasiones para poner término a aquel proyecto. La barca, sin embargo, se unió a la expedición, y Raddi se instaló en un camarote que parecía una caverna rupestre.


De madrugada, bajo el cielo azul de Filé, salimos de Egipto en dirección a Nubia. Unas golondrinas que bailaban en la luz se despidieron de nosotros. El viento fue nuestro aliado, permitiendo una buena marcha. Una pareja de patos silvestres nos guió. Para los antiguos, simbolizaban las dos almas de una pareja volando hacia la ciudad celeste para encontrar a Osiris, maestro de la resurrección. ¿Qué mejor signo podían concedernos las divinidades?


19


Quien se protege del frío se protege también del calor. Ataviado con franelas y pieles, un grueso albornoz y un abrigo, había adoptado la misma manera de vestir tanto para el día como para la noche. Mis compañeros no tardaron en imitarme. Desde que habíamos pasado el trópico, tiritábamos de frío en cuanto se ponía el sol.


Debod, Qertassi, Taffah, Kalabcha, Dakka… Los templos de Nubia habían desfilado ante mis ojos, ofreciendo pasadizos de esfinge, pórticos, colosos reales. Fue en Kalabcha donde descubrí una nueva generación de dioses que completa el círculo de las formas de Amón, punto de partida y reunión de todas las esencias divinas. Amón-Ra, el Ser supremo y primordial, siendo su propio padre, está calificado de «marido de su madre», la diosa Mout, su porción femenina contenida en su propia esencia a la vez macho y hembra. Todos los demás dioses egipcios son sólo las formas de estos dos principios aisladamente. Sólo son puras abstracciones del Gran Ser. Estas formas secundarias, terciarias, etc., establecen una cadena ininterrumpida que desciende de los cielos y se materializa hasta las encarnaciones en la tierra y bajo forma humana. La última de estas encarnaciones es la de Horus, modelo y protector del faraón.

Nubia se mostraba tan hermosa como generosa. Me abría aún más los ojos, me iniciaba más a la luz espiritual de los antiguos, a este viaje en un universo anterior a la creación del materialismo.

Cuando llegamos a Derr, capital de la Baja Nubia, el 23 de diciembre, me acometió otra preocupación: hacer cocer lo antes posible la provisión de pan necesaria. Solimán fue en busca del magistrado turco que reinaba en aquellos lugares para obtener la autorización para utilizar un horno. Cuando me encontraba escuchando a los músicos, en la parte delantera de la dahabieh, distinguí dos siluetas que corrían hacia el pueblo: Néstor l'Hote y el profesor Raddi, habiendo éste cambiado por fin su traje italiano por ropas orientales. ¿Por qué se escondían de aquel modo? Inquieto, fui hasta el camarote de Rosellini. Vacío. Ningún marinero había visto a mi discípulo desde el principio de la tarde. El sol preparaba la ceremonia de su puesta. Se estaban tramando oscuros acontecimientos. Angustiado, llamé a la puerta del camarote del padre Bidant. Ninguna respuesta. Me atreví a entrar. Vi el reclinatorio, el crucifijo, una Biblia, una cama cuidadosamente preparada, pero ni rastro del religioso. También él había desaparecido. Una nueva investigación, dirigiéndome al reis encargado de la navegación, no dio ningún resultado. Sólo me quedaba lady Redgrave. Tal vez sabía lo que se estaba tramando. A menos que fuera la instigadora de la conspiración que yo estaba ahora descubriendo.

Pero lady Ophelia había dejado la dahabieh sin que nadie la hubiera visto alejarse.

Era imposible que todos mis compañeros se hubieran ausentado de aquel modo sin haber llamado la atención de los marineros. Estos me estaban mintiendo. Sentí como si una capa de plomo me cayera sobre los hombros. Tenía la sensación de ser un insecto agitándose en el centro de una tela de araña, debatiéndose inútilmente. ¿Debía quedarme en el barco o huir? ¿Huir dónde? Pedir ayuda, pero ¿qué ayuda?

La llegada del magistrado turco, un gran mozo seco y nervioso, puso término a este dilema. Acompañado de una decena de nubios que llevaban un simple paño y armados con lanzas, subió a bordo de la dahabieh y se inclinó ante mí.

–Sígame, se lo ruego.

–¿Por qué motivo?

–No tengo por qué darle explicaciones. Está bajo mi autoridad.

La trampa se cerraba brutalmente. O mis compañeros habían sido detenidos, o me habían traicionado. Recordé la extraña huida de dos de ellos…

–Estoy comisionado por Francia -indiqué-. No puede retenerme, a no ser que tenga documentos firmados por el pacha.

–Soy el representante oficial del pacha -contestó-. Actúo en su nombre y no necesito documentos.

Perdido en aquella lejana Nubia, ¿a qué tribunal podía recurrir? Mi última arma era mi irrisorio honor de sabio. Aunque estuviera muerto de miedo, no perdería mi dignidad. Ofrecer a aquella gente el espectáculo de mi terror era indigno de mi misión. Por tanto, seguí al magistrado turco. Ninguno de los marineros de la dahabieh se movió. El asunto había sido bien preparado. No me había enterado absolutamente de nada hasta el último momento.

Apenas había avanzado cuando un inmenso clamor me dejó paralizado. Los indígenas, apareciendo por todas partes, me rodearon. Entonaron un canto nubio del cual no entendí ni una palabra.

Su círculo se abrió para dejar paso a una procesión encabezada por un gran turco con turbante y una antorcha en la mano. ¿De qué bárbara ceremonia iba a ser el centro?

Una risa espontánea, enorme, que liberaba un exceso de ansiedad, me sacudió el pecho cuando reconocí a L'Hote, seguido de Rosellini, el doctor Raddi, Solimán, Moktar, una bailarina con velo y cabello rubio que no era otra que lady Redgrave, y un cura en sotana. Luego vinieron el magistrado local y los marineros de la dahabieh. Todos los habitantes de la Baja Nubia se habían reunido allí.

–Pero… ¿por qué?-pregunté a L'Hote.

–¿Ha olvidado el acontecimiento, general? Estamos a 23 de diciembre… ¡y celebramos su treinta y ocho aniversario!

Lo más práctico del albornoz turco es que se puede bajar sobre los ojos para ocultar el llanto. Aquella noche de cumpleaños, la más conmovedora de mi existencia, estuvo llena de risas, cantos y bailes. Incluso el padre Bidant, pasada la medianoche, abandonó un poco su reserva eclesiástica para divertirse con los chistes atrevidos de Néstor l'Hote y admirar una danza del vientre ejecutada con entusiasmo por dos jóvenes nubias.

Rosellini me explicó que el potentado local por poco se suicidó cuando se enteró de que mis compañeros querían organizar una gran fiesta en mi honor. La región era tan pobre que no disponía de carne fresca, ni de verduras, ni siquiera de hornos corrientes para cocer tortas. Lady Ophelia había salvado al infeliz de la deshonra invitándole a un banquete frugal donde comimos unas galletas compradas en Asiut y unas conservas de Europa.

Poco importaba la riqueza de los alimentos. La que teníamos en el corazón era de una calidad inefable.


El viento del schamali soplaba con tanta fuerza que provocaba tormentas y enfurecía al Nilo. Unas olas golpeaban la orilla, y el sol estaba oscurecido por unas nubes blancas. El viento levantaba columnas de arena. Pero nada impidió que nuestro buque insignia y sus acólitos cruzaran el país del hambre y progresaran hacia Abu Simbel, que desde siempre había considerado como el último término de mi viaje.

Tuvimos que luchar con remos contra la corriente, efectuar operaciones de sirga, evitar arrecifes en medio del río, vencer las corrientes contrarias.

La pasión que me animaba supo ser lo bastante radiante como para borrar toda huella de desaliento a mi alrededor. Del templo mayor del gran Ramsés esperaba la confirmación de mi sistema de desciframiento y el encuentro con el Profeta. Si debía afrontarme o ayudarme, sería allí y en ninguna otra parte. ¿Por qué no había aceptado esa evidencia? El nombre real en el cual se había basado mi intuición era el de Ramsés. La inscripción que lo mencionaba provenía de Abu Simbel. El destino me daba una cita a la cual acudía con un entusiasmo de muchacho.

La vida a bordo de la dahabieh no carecía de tranquilidad. Cada uno poseía sus aposentos. Las comidas eran la ocasión de confidencias que nos acercaban unos a otros. El padre Bidant contó su santa carrera y sus estancias en Roma. Aceptaba este viaje en tierra pagana como una prueba del cielo. L'Hote nos inició en el arte del dibujante, haciendo el retrato de cada uno de los miembros de la expedición. Rosellini profetizó sobre el porvenir del museo de Turín, sobre las colecciones de tesoros y obras maestras que esperaba reunir. El profesor Raddi, en términos muy eruditos, nos describió los primeros capítulos de su monumental historia de la tierra que redactaba desde hacía más de veinte años. Lady Ophelia evocó su infancia londinense, sus paseos por la campiña inglesa, su severa educación dirigida por Thomas Young, su afición por los pueblos de Oriente.

El frescor nocturno favorecía un sueño bienhechor. Cuando el huracán se calmó, durante un amanecer que hacía brotar el oro en la cima de las montañas, pudimos ver por fin una orilla apacible donde los campesinos y las campesinas desnudos trabajaban en unos campos regados por norias. Las jóvenes nubias tenían una belleza tierna e inocente, que empañaba a la Eva del Paraíso. Unos bueyes de piel reluciente hacían girar una rueda que subía, a un ritmo lento y regular, unos jarros de agua sacada del Nilo. Cerca de la orilla, un grupo de palmeras apretadas unas contra otras y bajo las cuales una madre amamantaba a su hijo.

Estaba aturdido por tanta belleza y tanta serenidad. Aquí, el hombre se había reconciliado con Dios. La naturaleza no le era hostil. Le exigía simplemente la ofrenda necesaria para ofrecerle a su vez una vida solar.

–¡General! ¡Mire, en la otra orilla!

Desde un inmenso montículo de arena acumulada contra un alto acantilado salían unas cabezas gigantescas. Unos rostros de colosos reales. Era imposible saber si estaban de pie o sentados.

Eran las siete cuando abordamos al pie de un templo, que reconocí como perteneciente a la diosa Hathor que había adoptado los rasgos de Nefertari, la esposa tan querida por Ramsés II y representada bajo la forma de estatuas gigantes al lado de su marido. Ver aquellos dos templos, el del rey y el de la reina, en su edición original, me dejó totalmente extasiado. Aquellos edificios, tallados en la misma roca, manifestaban el nacimiento del espíritu fuera de la materia, el poder de la luz expresando el alma de la piedra.

¿Dónde se escondía la inscripción cuya copia, el 14 de septiembre de 1822, me había abierto las puertas de la escritura egipcia? Me había puesto en un estado de excitación tan grande que había buscado a mi hermano en el pequeño apartamento que ocupábamos, sin dejar de gritar «¡Lo tengo!» antes de desmayarme.

Un intenso dolor inflamó de pronto mi rodilla izquierda. Me faltó el aliento. Incapaz de mantenerme de pie, me desplomé.


–¿Qué ha ocurrido? – pregunté al padre Bidant, reconociendo su rostro inclinado sobre mí-. ¿Dónde estoy?

–Un grave ataque de gota. Le hemos traído a su camarote.

–¿Tiene usted tafetán?

–Efectivamente, tengo.

–Tráigamelo, y también una esponja.

El tafetán engomado con esponja es un remedio excelente para aliviar el dolor. Me vi obligado a tomármelo con calma y a quedarme tres días inmovilizado en mi cama. Aproveché aquel período de descanso para empezar un diccionario jeroglífico e intentar traducir un texto que titulé «decreto del dios Ptah». Lo había obtenido a partir de un moldeado realizado en la gran sala del templo de Ramsés. Mis ojos se abrían poco a poco. Las frases coordinaban casi naturalmente. El lenguaje de los dioses me era cada día más familiar. Aprendía a leer y a escribir los jeroglíficos con los propios textos y la magia de la tierra de los faraones como únicos maestros.

Rosellini y L'Hote me informaban cada noche sobre el trabajo realizado. Copiaban relieves históricos todavía animados por colores tornasolados, algunos de los cuales desgraciadamente empezaban a desaparecer. Me moría de impaciencia, esperando a que aquella dichosa gota dejara de volverme impotente.

Era más de medianoche. Una calma absoluta reinaba en la dahabieh. Todos dormían, después de una jornada de trabajo agotadora. Mi diccionario progresaba casi solo, como si me fuera dictado por una voz interior. No dormía. La enfermedad retrocedía.

La puerta de mi camarote se abrió lentamente. Apareció lady Redgrave. Su vestido malva dejaba sus hombros descubiertos. Un precioso traje de noche de satén, del mejor gusto inglés. Se quedó en el umbral, el rostro apenas iluminado por la luz vacilante de una vela.

–¿Está despierto, Jean-François? – murmuró con una voz juvenil que no le conocía.

–Acérquese, lady Ophelia. Hay un sillón al pie de la cama.

Desdeñando el sillón de mimbre, se sentó en el borde de mi lecho, junto a mi pierna izquierda.

–¿No podríamos poner un término definitivo a nuestras hostilidades? – propuso-. Estamos perdidos en el fin del mundo, olvidados por la civilización. Deberíamos intentar… ser felices.

Por mucho que tratara de cerrar mis oídos para no oír el canto de aquella sirena, me embrujaba. Mi conciencia me reprochaba enseguida aquella debilidad incalificable, pero ¿cómo luchar?

–Ser felices… Para eso tendríamos que confiar el uno en el otro, lady Ophelia.

–Tengo confianza en usted, Jean-François. En el hombre que es. No en el espía al servicio de Francia.

–No soy un espía y ya no hay Francia, aquí. Sólo Nubia, los templos, el Nilo, un reflejo del paraíso… y nosotros dos.

Sonrió.

–Me gustaría creerle… pero somos, usted y yo, esclavos de nuestra misión. Mi tío me había avisado: es usted el más inteligente y astuto de los hombres.

–Ayúdeme a levantarme, se lo ruego.

Me apoyé en su brazo para ir hasta la mesa de trabajo donde Rosellini había ordenado mis papeles.

–Examine todo esto -le pedí-. Puede ver el esbozo de un diccionario, traducciones de textos, la verificación de hipótesis emitidas en el frío parisino, apuntes de escenas… ¿Es el trabajo de un espía o el de un egiptólogo?

Con suavidad y firmeza me obligó a tumbarme de nuevo en la cama.

–Sólo puede convencerse a sí mismo, señor sabio… ya que es usted el único que sabe leer los jeroglíficos.

–El porvenir le demostrará que no me equivoco.

Lady Redgrave tomó mi mano derecha entre las suyas.

–Dejemos este juego cruel, Jean-François. Comprendo su compromiso. Comprenda usted el mío. Sentir amor por su país, desear su grandeza son sentimientos nobles. Tal vez no seamos adversarios. Nuestro blanco es sin duda el mismo. Unamos nuestros esfuerzos… con la condición de ser sinceros. Si me ama, revéleme la auténtica meta de su misión. Entonces podré… dárselo todo.

–Podría mentirle -dije, con la voz ahogada-, pero no me destruiré a mis propios ojos… No, Ophelia, no soy un espía. Francia me ha proporcionado el medio de organizar esta expedición, es cierto, pero únicamente para seguir los pasos de los antiguos egipcios.

Se levantó, súbitamente altiva, y caminó retrocediendo hacia la puerta del camarote.

–Si es así, Jean-François, que pase muy buena noche…

Sólo pude conciliar el sueño al amanecer. Apenas había dormido unos minutos cuando llamaron a mi puerta con estrépito.

–¡Abra! ¡Abra inmediatamente! – gritaba el profesor Raddi.

–Empuje la puerta -contesté con voz brumosa.

Un huracán se abalanzó sobre mí.

–¡Champollion, una desgracia! ¡Una espantosa desgracia! ¡Una catástrofe sin nombre! ¡Un desastre insensato!

Prosiguió así durante unos segundos interminables, ahogándose en los términos más excesivos. Esperé a que terminara su letanía para pedir algunas aclaraciones sobre la causa de aquel furor.

–Mis sacos llenos de muestras minerales ¡han desaparecido!

–¿Dónde los había guardado?

–En la cubierta de proa, bajo una lona. Ya no tenía espacio suficiente en mi barca. Hay que abrir una investigación.

–Haga venir al reis.

La investigación resultó muy fácil. Interrogado, el capitán nos trajo enseguida al culpable, que se había denunciado espontáneamente.

–¿Qué has hecho con las colecciones del profesor Raddi? – pregunté al tipo larguirucho y flaco.

No comprendió mi pregunta. Le hablé de los sacos.

–¿Los sacos llenos de piedras? Los he tirado al agua. Piedras hay por todas partes.

Imposible explicar a aquel infeliz, desprovisto de todo conocimiento mineralógico, la naturaleza de su falta.

Despaché al marinero antes de dar al buen profesor el resultado de mi investigación.

Raddi se desmoronó. Le vi envejecer diez años en unos pocos segundos:

–Me voy de Abu Simbel -anunció-. Regreso a El Cairo. Reconstituiré mis colecciones, piedra a piedra.

–Profesor, comparto su aflicción. Renuncie a esa decisión, se lo suplico. No tendría las fuerzas necesarias para llegar al término de ese periplo. Dedíquese a la mineralogía nubia, que nadie ha explorado hasta ahora…

–Necesito mis muestras para escribir la historia del mundo. Sin ellas estoy perdido.

–¿No estaba deseando renunciar al trabajo de oficina, profesor? ¿No se había enamorado del desierto y del silencio?

Raddi agachó la cabeza, avergonzado.

–Sí… pero está mi obra, ¡la más inmensa jamás emprendida por un hombre! Se da cuenta, Champollion: ¡la historia del mundo contada por los minerales! Los granitos, las areniscas, los alabastros, las calizas de Egipto, tenían que proporcionarme unos hitos decisivos.

–Aquí tiene una amplia cosecha que realizar, profesor. ¡Trabaje sin descansar! Es el mejor remedio contra las pruebas, por muy crueles que sean. Cuando regresemos al norte, volverá a encontrar lo que ha perdido.

Había puesto tanta convicción en mis palabras que Raddi se conmovió. Aceptó renunciar a sus proyectos y permanecer en la comunidad. Cuando salió de mi camarote, yo estaba agotado, pero feliz por haber protegido la unidad de nuestra pequeña comunidad, aunque ésta me parecía cada vez más comprometida. Lady Redgrave se estaba convirtiendo en una enemiga irreductible. Rosellini, a pesar de su deferencia, dejaba entrever cierta ambición y envidia. L'Hote, que se atenía a los principios de la disciplina, se estaba cansando poco a poco de la aventura. El profesor Raddi sufría unos asaltos violentos por parte del destino. ¿Y quién, entre ellos, había decidido traicionarme? La única dicha era la «conversión» del padre Bidant, adepto de una tolerancia que ya no esperaba.

Siempre había negado la fatalidad. La negué de nuevo.

Para recobrar una energía nueva, necesitaba mi licor de juventud: un templo egipcio. Y tenía uno, magnífico, a unos pocos pasos de mí. Olvidando la enfermedad y el sufrimiento, me levanté.


El gran templo de Abu Simbel es una maravilla que no desluciría Tebas. El trabajo que esta excavación ha costado asusta la imaginación. La sonrisa de los colosos de la fachada que representan a Ramsés el Grande es una de las más puras obras maestras salida del cincel de los escultores egipcios. Es a la vez serenidad y poder, divina y humana, cielo y tierra.

Siento no estar provisto de alguna varita mágica para transportar las estatuas gigantes de Abu Simbel en medio de la plaza de Luis XIV y convencer así de una vez a los detractores del arte egipcio.

A pesar del viento glacial, había ido al santuario, sostenido por Solimán y L'Hote. Los nubios habían instalado vigas y tablas para acceder al agujero que daba al interior. Los marineros habían consolidado aquella arquitectura frágil que amenazaba con caer en ruinas. Hubo que quitar arena y tomar el estrecho pasadizo.

El milagro se produjo: el mal se esfumó y recobré el uso de mis piernas. Me desvestí casi totalmente, conservando sólo mi camisa árabe y un calzoncillo de tela, y abordé de bruces la pequeña abertura de una puerta que, despejada, tendría al menos veinticinco pies de altura. Creí encontrarme en la boca de un horno y, deslizándome enteramente dentro del templo, me hallé en un ambiente recalentado. Recorrimos aquella sorprendente excavación, Rosellini, L'Hote, Solimán y yo, cada uno con una vela en la mano.

La primera sala está sostenida por ocho pilares a los cuales están adosados otros tantos colosos de treinta pies cada uno, representando a Ramsés el Grande; en las paredes, una hilera de grandes bajorrelieves históricos relativos a las conquistas del faraón en África; una escena representa su carro triunfal, acompañado de grupos de prisioneros nubios y negros de tamaño natural, lo cual ofrece una composición muy hermosa y de gran efecto. Las demás salas, y hay dieciséis, tienen abundantes bajorrelieves religiosos, que ofrecen particularidades muy curiosas.

Nos hemos propuesto obtener el dibujo, en grande y coloreado, de todos los bajorrelieves que decoran la gran sala del templo. Cuando se sepa que el calor que hace en este templo, hoy subterráneo, ya que la arena ha cubierto casi toda su fachada, es comparable al de un baño turco muy calentado; cuando se sepa que hay que entrar casi desnudo, que el cuerpo chorrea continuamente un sudor abundante que cae sobre los ojos y gotea en el papel ya empapado por el calor húmedo de este ambiente sofocante, seguramente se admirará el valor de la expedición que, afrontando este horno, sólo sale por agotamiento y cuando las piernas ya no pueden sostener el cuerpo.

Todo es colosal aquí, sin exceptuar los trabajos que hemos emprendido, cuyo resultado se merecerá la atención pública. Los que conocen el lugar saben lo difícil que resulta dibujar un solo jeroglífico en el gran templo. Pero ¿quién podría hablar de trabajo ante tales esplendores? Ya no sentía cansancio ni dolor. Subido a una escalera, copiaba los textos, tomaba huellas, cotejaba varias veces con el original. Los textos serían puestos luego en unos dibujos debidamente preparados para evitar cualquier error.

Fue al encontrarme cara a cara con un retrato de Ramsés cuando percibí el significado de su función. Hacía ofrenda a un dios que tenía el mismo nombre de Ramsés. Pero sería una gran equivocación creer que el soberano se adulaba a sí mismo. Honraba, a través de su persona simbólica, al sol divino que llevaba en el corazón y del cual era el representante sobre la tierra.

Habiendo visto todos los bajorrelieves, la necesidad de respirar un poco de aire puro se hizo sentir. Hubo que volver a la entrada del horno tomando precauciones para salir. Me puse dos chalecos de franela, un albornoz de lana y mi gran abrigo, con el cual Solimán me cubrió en cuanto volví a la luz. Allí, sentado junto a uno de los colosos exteriores, cuya inmensa pantorrilla paraba el soplo del viento del norte, descansé media hora para dejar pasar la gran transpiración. Luego regresé a mi barco, donde me quedé casi dos horas en mi cama. Aquella visita experimental me había demostrado que uno puede quedarse dos horas y media o tres en el interior del templo sin sentir ninguna molestia respiratoria, sólo debilitamiento en las articulaciones.

Aquel baño turco fue el mejor remedio contra los grandes y pequeños males que sufríamos. Por tanto decidí fijar en al menos tres horas la duración de mis propias visitas al templo, imponiendo a L'Hote y a Rosellini sólo dos horas de trabajo por la mañana y otro tanto por la tarde para no condenarles a la asfixia.

El gran templo de Abu Simbel, además de sus revelaciones faraónicas, me ofreció un espléndido regalo: me libró de la gota.


Envié a Solimán en busca de lady Redgrave. Se reunió conmigo cuando me encontraba meditando ante el pequeño templo de Abu Simbel y sus seis figuras colosales que representan a la pareja real rodeada de sus hijos. Estaba furioso contra un dibujante llamado Gau, por quien creía conocer estas obras maestras despreciadas por culpa de sus mediocres reproducciones. Le reprochaba que hubiera dado a aquellas estatuas tan esbeltas y con una figura tan elegante el aspecto de torpes monigotes y de gruesas cocineras en las vistas que se había atrevido a publicar.

–¿Qué desea? – preguntó lady Ophelia, que llevaba un vestido de muselina rosa.

Se protegía de los ardores del sol con una sombrilla naranja y se pavoneaba menudeando el paso, creyéndose en medio de un salón londinense.

–Mire… mire este templo, lady Redgrave. ¿Sabe para quién ha sido construido? Para Nefertari, la esposa de Ramsés, a quien amaba por encima de todo… Hizo venir aquí al arquitecto jefe del reino, organizó la obra de construcción más activa, compuso el poema de amor más tierno y más noble que jamás se haya inscrito en una piedra de eternidad. ¿Qué regalo más hermoso podría ofrecer un faraón a la mujer que veneraba?

Lady Ophelia Redgrave bajó su sombrilla. Dio algunos pasos en dirección al templo y se quedó allí, sola en medio de la explanada.


El pequeño templo de Abu Simbel me había demostrado lo mucho que la civilización egipcia difería de las del resto de Oriente; pues sólo se puede apreciar el auténtico grado de cultura de un pueblo según la posición que ocupan las mujeres en la organización social. En la época de los faraones, la mujer desempeñaba los más altos cargos espirituales y materiales. Podía acceder al rango de jefe del Estado, conocer los misterios del templo, tener bienes propios, cederlos a quien quisiera. Su condición fue de las más elevadas y deberíamos inspirarnos en ella más a menudo. Cuando los trabajos urgentes e indispensables, diccionario y gramática, estén acabados, dedicaré una obra a la mujer en el Antiguo Egipto. El día en que lady Red-grave comprenda finalmente que mi vida está destinada a cantar la gloria de una luminosa civilización, tal vez disfrute leyéndola.

El trabajo prosiguió a buen ritmo. Abu Simbel es un lugar que proporciona una felicidad inmediata y constante. Los nubios, indolentes por naturaleza, participaron de buena gana en la tarea. Íbamos de hallazgo en hallazgo. Así, en las cercanías del gran templo descubrí una estela que probaba que Ramsés había anexionado Nubia de tal modo que ésta había pasado a formar parte del Imperio como una provincia más. Algunos monumentos eran tan poco accesibles que tuve que copiar los textos elaborando una peligrosa estrategia: de pie en una barca, utilizaba dos catalejos gracias a los cuales identificaba cada jeroglífico grabado en las rocas.

Por la noche, compartíamos una comida frugal con los nubios. Teníamos la sensación de habernos convertido en aldeanos. Habíamos olvidado la época de las ciudades, la labor cotidiana, el ruido, la agitación. El sol marcaba la tónica, el cielo daba sus colores, y el templo el sentido de lo eterno. Los alimentos materiales contaban poco. La dulzura de la amistad compartida hacía que unas simples tortas fueran más sabrosas que los platos más finos.

Normalmente, nos colocábamos en círculo alrededor de una hoguera y escuchábamos a un anciano ciego contar largas y hermosas historias en las cuales se repetía la figura de una leona aterradora, encargada por el dios sol de destruir a la humanidad que había traicionado la luz y mancillado la vida. La diosa Hathor intervenía para calmar aquel furor asesino y salvar a unos justos que habían huido al desierto.

Aquella noche, el jefe de la aldea estaba ausente. Esperamos su regreso antes de tocar el plato de fiesta que nos habían servido, una mezcla de habas y cebada. El ambiente era solemne, casi tenso. Nadie se atrevía a hablar. Pronto sólo se oyó el crepitar del fuego. Entonces apareció el jefe, en compañía de un personaje sorprendente, un negro joven y grande envuelto en un abrigo blanco que cubría un vestido azul. Su peinado me llamó la atención. Se componía de un gran número de bucles que formaban una peluca, recordándome la que llevaban los nobles en algunos bajorrelieves egipcios. Además, aquella cofia, que reducía el foso entre el pasado y el presente, exhalaba olores suaves. La costumbre egipcia del banquete requería que se acudiera a él con la cabeza perfumada para deleitar el olfato de los dioses. El joven, acompañándose por una lira, entonó un canto en mi honor, calificándome de gran general enviado por un poderoso monarca. Su voz melodiosa, dilatándose con el ritmo hechicero de una melopea, nos sumió en un éxtasis colectivo. El jefe de la aldea, que me ofreció café, enarbolaba una gran sonrisa.

–Ha venido de muy lejos -me dijo-, y ha llegado hasta nosotros porque es un amigo de Dios. Desde ahora, mi aldea le está abierta. Vendrá cuando lo desee y, en cuanto pise nuestro suelo, será una fiesta. Vivirá en mi casa, dormiremos bajo el mismo techo y compartiremos el pan. Así será cumplida la voluntad de Dios.

Estaba profundamente emocionado.

Dos chiquillos, traídos por una nubia de caderas fuertes, me fueron presentados.

–Estos son mis hijos -declaró el jefe-. Que su bendición esté con ellos. Yo no me iré de mi pueblo. Pero ellos tal vez vayan a su tierra. Estoy seguro de que usted les dará hospitalidad y de que también habrá fiesta cuando vayan allí.

Le aseguré que así sería, aunque estaba rojo de confusión. Estaba convencido, desgraciadamente, de que dos jóvenes nubios no recibirían una acogida de esta calidad en nuestra vieja Europa, donde la mayoría de las familias habían olvidado las antiguas costumbres.

Mi vida me pareció irrisoria, casi inútil. Aquí vivía una quietud más allá de los sentimientos y de la razón. Egipto, en Europa, sólo era un sueño. En aquel pueblo del gran sur se convertía en eternidad. Destruía en mí lo inútil y lo superficial. ¿Mi vida? ¿Qué importancia tenía ante aquellas piedras sin edad, sin historia personal, desprovistas del germen de la muerte? Amarlas, venerarlas, no basta. Conocerlas por la sola inteligencia es imposible. Identificarse con ellas, convertirse en piedra, entrar en su corazón…, ¿no es el más envidiable de los destinos?


Por la mañana fui llamado por el jefe del pueblo que quería ofrecernos dos regalos excepcionales: una gacela que L'Hote bautizó inmediatamente con el nombre de Pierre y un gran gato de Kordofan. Como regalo equivalente, le pagamos magníficamente y añadí una fuerte suma para el cantante que había hechizado nuestras almas.

Unas risas ruidosas captaron mi atención. Un grupo de niños se había formado alrededor del profesor Raddi, que intentaba adquirir un perrillo amarillo y un búfalo. Para negociar, no había encontrado otro medio que imitar los gritos de los animales, lo cual provocaba una verdadera hilaridad. Para el desconsuelo de los niños, le persuadí de que renunciara a sus compras.

De nuevo en el buque insignia, fui a mi camarote para clasificar unos papeles y seguir un poco con mi diccionario antes de regresar al templo. En mi mesa de trabajo, una hoja de papel, muy a la vista, con estas pocas palabras en árabe: «El Profeta se ha ido de Abu Simbel. Le espera en el Nilo».

Apenas me había repuesto de mi sorpresa cuando un concierto de gritos y vociferaciones, acompañado de una cabalgada, resonó en la cubierta. Cuando llegué allí, la causa del drama había desaparecido. El reis me explicó que acababa de pelearse con uno de sus cocineros a quien había sorprendido fisgando en el camarote de lady Redgrave. El hombre le había golpeado, empujado y luego había huido. Varios marineros se habían lanzado tras él.

Creí que el asunto no era muy importante cuando un marinero, enloquecido, volvió para avisar a su capitán que el cocinero se había refugiado en el gran templo de Ramsés y amenazaba con destruir los relieves si intentaban detenerle. Mi presencia resultaba indispensable. No lo dudé un instante, trastornado con la idea de que semejantes obras maestras fueran desfiguradas por un loco furioso.

En la entrada del santuario había varios marineros armados con palos y decididos a darle una paliza al fugitivo cuyas invectivas ya no se oían. Provisto de una antorcha que encendió L'Hote, y sin escuchar ningún consejo de prudencia, penetré inmediatamente por la abertura. La antecámara y la gran sala estaban silenciosas y desiertas. Un rápido examen me mostró que mis inestimables relieves estaban intactos. Corrí hasta el fondo del santuario, hundido, en espesas tinieblas. Delante de las cuatro estatuas divinas había un cuerpo tumbado. Iluminándolo, vi que tenía la nuca partida. El hombre había tropezado y se había roto el cuello chocando con las rodillas de una de las estatuas.

Aquel falso cocinero no era un desconocido.

Abdel-Razuk, el policía del pacha, acababa de terminar su miserable carrera, golpeado por los dioses egipcios.


20


Abdel-Razuk fue enterrado en el cementerio de la aldea. Moktar, como representante de las autoridades, había vigilado la corta y modesta ceremonia.


–¿Cuál era el nombre de este desdichado? – le pregunté cuando volvía a subir a bordo de la dahabieh.

–Un tal Silouf. El reis le daba trabajo por primera vez. Alá le ha castigado por su crimen.

Así, ¡Moktar se negaba a identificar a su colega, optando por matarlo una segunda vez suprimiendo su identidad! Mi silencio pareció tranquilizarle. Sin duda creyó que me dejaba engañar y que no había examinado el cadáver muy de cerca. En cuanto a mis compañeros, no habían tenido posibilidad de hacerlo.

Nubia había venido a Abdel-Razuk, poniendo término a la despreciable misión que le había sido confiada. Discerní en ello la intervención benévola del gran Ramsés que, más allá de los tiempos, me concedía su protección.


Hace ya varios días que no he cambiado ni una palabra con Solimán, que observa sin cesar a los miembros de la expedición. Nos aislamos en la parte trasera de la dahabieh que había tomado la dirección de Ouadi Haifa. Le hice saber que el cocinero muerto accidentalmente en Abu Simbel no era otro que Abdel-Razuk. La noticia le sumió en una oscura perplejidad.

–Así que nos han seguido hasta Nubia…

–¿Esperabas que por fin nos abandonarían?

–Esta región no interesa nada al pachá y a Drovetti. Abdel-Razuk tenía toda la confianza de sus amos. No era un policía corriente. Si ha tomado la decisión de seguirle allí donde vaya, es que su persona es muy preciada… o muy amenazadora.

–El desgraciado ha muerto, Solimán. ¿Qué más podemos temer?

–No sea ingenuo, hermano. Queda Moktar y, a su lado, un traidor que nos espía a cada momento. Cerca de usted merodea la sombra del pacha que espera el momento en que dé un paso de más. Estoy preocupado… cada vez más preocupado.

–¿Qué piensas de esto?

Le enseñé el enigmático mensaje relativo al Profeta.

–Es imposible obtener nada seguro acerca de este hombre… es más huidizo que el viento. Acabaré por creer que ha sido inventado por Drovetti para desconcertarnos aún más y hacernos seguir falsas pistas.

–Existe, Solimán. Lo presiento. Tengo que encontrarle.

–¿Pero quién puede haber escrito estas líneas? ¿Aliado o adversario?

–¿Quién sabe árabe, entre nosotros? Tú y… lady Redgrave.

Solimán sonrió.

–No olvide el capitán y algunos miembros del equipaje. ¿Son todos simples marineros? Abdel-Razuk bien que consiguió que le contrataran como cocinero.

–Confiemos en el destino… Me niego a angustiarme continuamente y a vivir en la sospecha.


El 30 de diciembre, a mediodía, llegamos a Ouadi Haifa, a una media hora de la segunda catarata donde se han asentado nuestras columnas de Hércules. Allí hay algunas casas de tierra construidas en la linde de los cultivos, en la orilla este del Nilo, unas palmeras y unos sicómoros. Unos pocos nubios flacos intentan sobrevivir con dificultad. La catarata es una barrera de granito, formada por una serie de pequeños islotes a veces cubiertos de malezas y de arbustos. Por todas partes, puntas de rocas a flor de agua.

Más allá, de centinela en un islote en medio del río, se alzan las murallas de la fortaleza egipcia de Bouhen que prohibía el acceso de Nubia a los negros. Se me encogió el corazón. No podía apartar mi mirada de aquella última frontera. Había llegado muy felizmente al término extremo de mi viaje. Aquella barrera de granito que el Nilo ha sabido vencer, no la pasaré.

Al otro lado existen muchos monumentos que espero sean de menor importancia y que no veré. Habría que renunciar a nuestros barcos, montar unos camellos difíciles de encontrar, atravesar desiertos y arriesgarse a morir de hambre, pues veinticuatro bocas quieren al menos comer como diez, y los víveres ya son muy escasos. Son nuestras galletas de Asuán las que nos han salvado.

Debo, por tanto, detener mi carrera en línea recta y virar. La dahabieh y las barcas, incapaces de cruzar los rápidos, giraron su proa hacia Egipto. Mientras la noticia del regreso se propagaba y se efectuaban las maniobras, subí a las alturas de Abusir en compañía de Solimán. Desde allí asistimos al espectáculo de las aguas enfurecidas, de las olas rompiéndose en los arrecifes, de un horizonte perdido en unos tonos azulados donde se ahogaba el cielo de África.

El hombre, aquí, ya no era nada. Apenas podía considerarse como un huésped de paso, obligado al silencio más absoluto. En él se elevaban las voces del río, del sol, de las rocas. Perdía de golpe la soberbia atribuida a lo que creía ser su inteligencia, para inclinarse ante la majestuosidad de la vida.

Al dejar el promontorio, vi que Solimán había grabado mi nombre en una roca, dejando una huella de nuestra aventura y del hombre que había tomado su iniciativa. Jean-François Champollion…, ¿quién era, sino un juguete entre las manos de la Providencia, un hombre de deseo que debía expresar el fuego intenso que le consumía desde la infancia, un explorador de lo invisible en busca de una civilización perdida?

De él no quedaría nada. Excepto, tal vez, un nombre sobre una roca para siempre olvidado en la soledad de la catarata.

Un cañonazo rompió la quietud del aire nubio, haciendo emprender el vuelo, con grandes aleteos, a un grupo de pelícanos. Lady Redgrave estaba en la parte delantera de la dahabieh, junto a la pieza de artillería cuyo tiro acababa de ordenar.

Era nuestro último saludo al gran sur. Los marineros entonaron un canto de despedida, a la vez triste y lleno de esperanza. Tuve la exaltante sensación de que mi trabajo empezaba realmente hoy, aunque ya tenía más de seiscientos dibujos, pero queda tanto por hacer que casi me asusta. Hubiera querido explorar Nubia durante meses, residir en Tebas durante años, habitar cada templo, sentir su genio propio, vivirlo desde el interior.

Pero la angustia invadía ahora mis pensamientos, como si el tiempo estuviera de pronto contado para mí.


–No nos rezaguemos, general -exigió Néstor l'Hote, alarmado-. He inspeccionado la barca despensa. Las provisiones disminuyen peligrosamente. Si nos entretenemos demasiado tiempo en los emplazamientos, podríamos morir de hambre. Las aldeas son demasiado pobres para alimentarnos.

Asentí meneando la cabeza. L'Hote había hecho aquella declaración delante de todos los miembros de la expedición para que nadie ignorara la gravedad de la situación. Mi responsabilidad se encontraba así comprometida. Esta actitud me entristeció. Mi fiel dibujante parecía haberse hartado de Egipto. El país y el trabajo ya no le seducían. Estaba dispuesto a valerse de cualquier medio para adelantar la vuelta.

–No correremos ningún riesgo -declaré-. Reduciré nuestras investigaciones a lo esencial.

–Sin embargo, Egipto bien vale unas cuantas comidas -objetó el padre Bidant-. Adelgacemos un poco para la gloria de la ciencia.

Aquel aliado inesperado no se quedó aislado. Rosellini y lady Redgrave fueron del mismo parecer. L'Hote, viéndose solo, se dirigió a un rincón de mi camarote, se cruzó de brazos y optó por la desaprobación muda.

–No perdamos el tiempo con palabrerías -dije-. Vayamos a explorar.

Hice detener nuestra flotilla cerca del emplazamiento de la antigua Beheni. Pensaba encontrar dos grandes estelas históricas cuya existencia había sido señalada por unos viajantes. Sólo quedaba un amplio desierto y algunas ruinas miserables. La arena lo había cubierto todo. No me di por vencido. Los marineros aceptaron ayudarnos, y designé varios equipos que excavaron y desescombraron con ardor en los lugares que les indiqué.

La suerte me fue enseguida favorable. Ayudado por Solimán, saqué a la luz una imponente estela del primero de los Ramsés. Rosellini, con los ojos brillantes de envidia, acudió corriendo.

–Una obra maestra -juzgó-. El Louvre tiene mucha suerte… pero será para Italia.

Despechado, se alejó, lanzándose sobre la pista de la segunda estela que sabíamos estaba enterrada en aquellos parajes. Pero los esfuerzos fueron inútiles. Por la noche, extenuados y desanimados, volvimos al buque insignia. La amargura estaba reflejada en los rostros. Había explicado, efectivamente, que el monumento imposible de encontrar debía ser de una importancia capital para el establecimiento de la historia egipcia. Se habían gastado tantas fuerzas en vano… tenía pocas esperanzas de poder reanimar mis tropas para el día siguiente.

Había menospreciado su valor. Desde el amanecer todos estábamos al pie del cañón, decididos a no volver con las manos vacías del campo de excavaciones cuyo plano detallado había establecido Rosellini. Solimán, sin dejar de velar por mi seguridad, escogió una roca prominente para grabar de nuevo el nombre del jefe de la expedición, conforme a la costumbre que había adoptado. Nadie trabajó de mala gana. Lady Redgrave, en pantalones, no era la menos activa. El padre Bidant, a pesar de su sotana, adoptaba la posición inclinada del excavador, apartando la arena con la esperanza de sacar un tesoro.

A mediodía, estábamos derrotados. Unos tras otros, mis compañeros se sentaron, con las piernas sin fuerzas, la frente ardiendo y sin aliento. Me quedaba algo de energía. Salí del área limitada por mi discípulo para dar un paseo solitario en aquel desierto que amaba más allá de toda razón. Paso a paso, me alejé de mi pacífico ejército hasta el instante en que mi pie chocó con una masa dura que apenas emergía de la arena fina. Arrodillándome inmediatamente, con palpitaciones en el corazón, despejé apresuradamente lo que me parecía ser la cima redondeada de una estela antigua. Experimentaba una sensación indescriptible de felicidad. Era efectivamente el monumento de Sesostris. Llamé enseguida a mis compañeros, que acudieron, Rosellini el primero.

Mi discípulo estaba lívido. Se dio cuenta de la calidad de la estela que acarició con la punta de los dedos.

–Qué pieza tan admirable… ¿También la quiere para el Louvre, maestro?

–¿Tú qué crees?

–La ley es la ley… El excavador conserva el resultado de las excavaciones.

–Tiene gran aprecio a este monumento, Ippolito. Fue un viajero italiano quien, el primero, señaló su existencia. Por tanto, le corresponde de derecho.

¿Satisfacción? ¿Sorpresa? ¿Despecho? Fui incapaz de descifrar la mirada de Rosellini.

–Me niego, maestro. Estos dos monumentos tienen que permanecer juntos. Le pertenecen y, por consiguiente, pertenecen a Francia. Permítame ser inflexible.

Tomé a mi discípulo por los hombros y le di un abrazo.

–Le agradezco su generosidad, Ippolito. Los dioses le estarán agradecidos.

Con una alegría contagiosa, procedimos a un rápido desescombro. Di la orden de transportar la estela de Sesostris a bordo de la dahabieh. Mientras efectuaban el cargamento bajo la dirección de Rosellini, nos quedamos en el desierto, saboreando esta victoria y saludando a Ra, el sol divino que nos la había otorgado. Incluso el padre Bidant se volvía sensible a las bellezas de Egipto, mientras que L'Hote, revigorizado, cantaba nuestro éxito.

Respetando mi palabra, di la orden de seguir con nuestro descenso del Nilo que a cada segundo nos acercaba más a Tebas. La corriente era rápida, el viento del norte soplaba con fuerza. Ouadi Haifa y la profunda Nubia se alejaban definitivamente.

Unos patos silvestres emprendieron su vuelo en el cielo azul. En la orilla, un búfalo se sacudía después de su baño. Fue entonces cuando percibí la belleza oculta del paisaje egipcio. Cada día más hechicero, no cambiaba nunca. Las únicas modificaciones residían en la mayor o menor intensidad de la luz, en el centelleo más o menos resplandeciente de las aguas del Nilo. El hombre era el huésped de aquella tierra y de aquel cielo que, a cada instante, prolongaban el pasado y animaban el porvenir con un soplo de eternidad. Aquella naturaleza formada por las divinidades era al mismo tiempo soledad y fraternidad; volvía a mi alma contemporánea de los antiguos egipcios, hacía apreciar el suceso más insignificante, el paso de una falúa, el canto de un pájaro, el brillo de un follaje. Olvidándose de uno mismo, se accedía a la absoluta sencillez de esta vida milenaria que no se escurría como arena entre los dedos, sino que dilataba el corazón, inundándole con un sol que había visto levantarse los templos. Lo superfluo desaparecía. El ser se despojaba, tomando conciencia de su finitud y, en este desapego, descubría la esperanza, esa unión indecible con el fuego secreto que volvía Egipto inalterable.

Intentando vencer la nostalgia que me invadía, redacté las notas sobre las circunstancias del descubrimiento de las dos estelas y sobre los propios monumentos. Durante este trabajo, tuve una duda sobre la escritura exacta del nombre del rey Sesostris. Aunque era de noche, quise comprobar aquel detalle en el acto. Salí de mi camarote y fui a la parte delantera de la dahabieh donde pregunté al reis en qué lugar habían depositado las piedras sagradas. Mi pregunta le sorprendió, alegando que ningún objeto de esa importancia había sido embarcado en el buque insignia. Llamó a sus marineros que le confirmaron el hecho. Uno de ellos, en cambio, declaró que había ayudado a cargar en la barca que servía de despensa.

–¿Quién dio la orden?-me indigné.

Las descripciones señalaron a Rosellini.

Le hice convocar por el reis, que lo trajo hasta mi camarote. Le miré en silencio.

–¿Qué ocurre, maestro? ¿Una mala noticia?

–Muy mala, Ippolito. Usted ya la conoce.

–¿Yo? Cómo…

–No soy un fiscal. Confiese usted su falta y repárela.

–¿Qué falta? ¿De qué me acusa? ¿Y por qué…?

–Cállese, Ippolito. No se enrede aún más.

Rosellini agachó la cabeza, rindiéndose.

–He sido un estúpido, maestro. He cedido al impulso más abyecto. Deseaba tanto esas dos estelas…, no para mí, sino para el museo…

–Puedo comprenderlo, Ippolito, pero no admito que me haya mentido, que haya abusado de mi confianza.

–¡No! – protestó-. ¡Era sincero! Fue al llegar a la barca despensa cuando se me ocurrió la idea… un deseo irresistible de poseer las estelas. Creí que no se daría cuenta de nada.

Rosellini lloró sin derramar una sola lágrima. Sollozos ahogados, jadeos. Salió de mi camarote sin levantar la cabeza.

En cuanto se inmovilizó la flotilla en Serret el-Gharb, convoqué a mis compañeros de viaje. Rosellini, muerto de inquietud, se escondía detrás de L'Hote. Seguramente temía que estuviera decidido a denunciar su ignominia ante la comunidad.

–He olvidado la fecha de mi cumpleaños, pero no la de hoy. Vamos a celebrar juntos el Año Nuevo y he querido, como jefe de esta expedición, ofrecerles unos regalos. Quiero olvidarme de nuestras diferencias. Unámonos en la más fraternal de las amistades. Lady Redgrave, si quiere usted acercarse…

Solimán, a petición mía, había conseguido negociar un collar de lapislázuli con el cual adorné yo mismo el cuello de la bella espía. Emocionada, me dio las gracias con una sonrisa que ciertamente no era la de una enemiga.

Rosellini, que empezaba a relajarse, recibió un ouchebti, pequeña figurilla mágica destinada a trabajar en los campos del otro mundo a petición del resucitado, reconocido como un justo. Néstor l'Hote fue gratificado con una colección de carboncillos que reanimaron su deseo de dibujar Egipto entero. Al padre Bidant le ofrecí un manuscrito copto que trataba sobre las adversidades que habían padecido los santos. Al profesor Raddi, un tratado de mineralogía rarísimo que Jacques-Joseph me había cedido tras haberlo extraído de su biblioteca.

Luego fui a la parte delantera del barco donde, siguiendo mis instrucciones, el capitán había convocado a la tripulación. Les ofrecí una prima agradeciéndoles su preciosa ayuda. Los músicos empuñaron sus instrumentos. Un canto alegre salió de los pechos.

La exaltación se había apoderado de la expedición. Instalamos unas mesas en la orilla. No muy lejos, una noria, accionada por unos bueyes, dejaba oír su lamento que nunca calla. Unas palmeras de treinta metros de altura nos dispensaron tranquilidad y frescor. Alzando los ojos al cielo donde renacían las primeras estrellas, que contenían las almas de los faraones que regresaron a la luz de la que había nacido, contemplé la cúspide de aquellos grandes árboles, capaces de recibir el fuego del sol sin perder su verdor. Unos campesinos, sentados con las piernas cruzadas, trenzaban unas fibras para fabricar seras, jaulas, cestos. De entrada, fuimos agasajados con unos tallos de palmera que exprimían una savia azucarada y un puré de médula de plantones. Los rebaños, a un paso muy lento, volvían de los campos donde todavía jugaban unos niños desnudos.

¿Quién podrá describir la vida encantada a la sombra de las palmeras? ¿Quién podrá cantar la plenitud de un banquete de Año Nuevo en la orilla nubia, bañada con un aire límpido, heredera de una sabiduría inmortal que sigue alimentando la voz del río? En aquel momento hubiera querido ser poeta, pintor y músico…

Con un nudo en la garganta, me levanté alzando un vaso.

–Me gustaría brindar por el éxito completo de nuestra expedición.

–¿Con qué néctar? – preguntó L'Hote, irónico.

–Con dos botellas de vino de Saint-Georges -revelé, encantado con aquella sorpresa.

Solimán trajo el precioso líquido, que había permanecido cuidadosamente escondido en el fondo de un baúl. Lo saboreamos con veneración, aunque estaba algo amortiguado por el trópico.

«¡Vida, salud, fuerza!»: tal era el triple deseo unido al nombre de cada faraón, y el que emitimos a favor de nuestra comunidad que saludó con exclamaciones laudatorias la llegada de un gran nubio cargado con una piel de pantera, plumas de avestruces, un venablo y conchas. Estos regalos nos fueron distribuidos con un entusiasmo comunicativo que avivó aún más el vino de palma.

Recibí un gran huevo de avestruz, decorado con dibujos infantiles. La parte superior había sido recortada, formando una tapa. Mientras los comensales, un poco achispados, cantaban canciones de moda repetidas, mal que bien, por los nubios, sentí curiosidad por abrir el huevo y mirar su interior.

Había una especie de papiro cuidadosamente enrollado. Lo cogí discretamente y fui a desenrollarlo bajo unos árboles, lejos de las miradas. El documento estaba escrito en copto, con una mano que revelaba las huellas de la edad.

El texto que llevaba estaba firmado por el Profeta.


Estoy orgulloso de que, habiéndole acompañado desde la desembocadura del Nilo hasta la segunda catarata, pueda anunciarle que no hay nada que modificar en su alfabeto de los jeroglíficos. Su desciframiento es el correcto. Lo aplicará con idéntico éxito a los monumentos egipcios de las épocas romana y griega. Y después, lo cual es mucho más importante, a las inscripciones de todos los templos, palacios y tumbas de las épocas faraónicas. Con su viaje ha restablecido la tradición, y sus trabajos jeroglíficos serán universalmente reconocidos. Adiós.


La clave. La última clave. La lengua jeroglífica no había variado en su arquitectura desde el nacimiento de la civilización hasta el último soplo vital, desde las tumbas del Antiguo Imperio hasta los grandes templos tolomaicos.

Egipto, uno e indivisible. Egipto, creador de una lengua sagrada que había escapado al tiempo y a la muerte. Y mi desciframiento era el correcto…


No teníamos tiempo para descansar, aparte de que el banquete de Año Nuevo, a pesar de su frugalidad, había menguado aún más nuestras reservas de alimentos, por lo que al día siguiente exploramos la gruta de Machakit, cuya entrada se abría en un acantilado que caía verticalmente sobre el Nilo. El tiempo era muy malo; un viento violento soplaba a ráfagas. Néstor l'Hote, a pesar de su fuerte jaqueca, no quiso perderse la ascensión. Su determinación venció mi decisión.

Tenía mucha dificultad para reflexionar. El mensaje del Profeta me había trastornado. ¿Cuándo y dónde me había cruzado con él? ¿Por qué no quería entrevistarse conmigo? L'Hote me tendió la mano en varias ocasiones para ayudarme a subir. Nuestros esfuerzos fueron recompensados. Descubrimos una capilla de la XVIII dinastía, dedicada por un noble llamado Paser a la diosa de la catarata, la bella Anoukis, una mujer muy graciosa con cuernos de gacela. L'Hote dibujó los bajorrelieves y yo copié las inscripciones.

Las copiaba y las descifraba al mismo tiempo. Los jeroglíficos ya no eran una lengua muerta, exterior a mí, sino un discurso del interior que ahora era tan natural como mi lengua materna.

Leía los jeroglíficos. Los signos bailaron bruscamente ante mis ojos. Se arremolinaron. Fui arrastrado con ellos en una ola inmensa que subía hasta el cielo.


Un violento dolor en la mejilla izquierda me hizo recobrar la conciencia.

L'Hote me abofeteó otra vez. Abrí los ojos.

–¡Ah, general! Menudo susto… ¡Se ha desplomado como un saco! El agotamiento, sin duda…

–Sí, el agotamiento…

–Tenemos que darnos prisa. Mire fuera.

El viento del norte, que se había levantado poco antes de nuestra llegada al pie de la roca, se había convertido en una especie de huracán. L'Hote, sin soltarme la mano, me llevó al camino de descenso. Las ráfagas de viento nos empujaron contra la pared repetidas veces. Incluso perdí el equilibrio, agarrándome a una rama nudosa que gimió bajo mi peso.

La suerte quiso que volviéramos sanos y salvos a las barcas donde nuestros compañeros nos reprocharon nuestra temeridad. La flotilla avanzó durante media hora, esperando que la corriente vencería a la violencia del viento contrario. Pero el schamali se volvió furioso, el Nilo se encrespó como la mar y se levantaron grandes olas. Finalmente, la tormenta nos obligó a dirigirnos a la orilla.

¡Bendita tormenta, a fin de cuentas, ya que nos dejó delante del templo rupestre de Gebel-Adda!

Al penetrar en él para resguardarnos, nos dimos cuenta de que el santuario egipcio había sido habitado por coptos, que habían cubierto los relieves faraónicos con motivos cristianos. El padre Bidant, felizmente sorprendido, hasta se arrodilló ante un san Jorge a caballo que le recordaba sus iglesias familiares.

–¡Por fin, Champollion, por fin! ¡Recuerdos de la verdadera creencia!

–He venido aquí en busca de santos más antiguos, padre.

Obtuve satisfacción unos segundos más tarde, en el sanctasanctórum. El espectáculo que allí había era tan curioso que solté la carcajada.

–¡Venga enseguida, padre! ¡He aquí una verdad que le sorprenderá!

El religioso, de hecho, se quedó callado. En la pared, el estuco de los cristianos se había caído parcialmente, dejando al descubierto una de las figuras egipcias originales, ¡la de un faraón al cual un san Pedro rendía homenaje!

–Si la cristiandad se inclina ante Egipto -dije al padre Bidant con gravedad-, es que ha reconocido toda su grandeza.


La noche nubia era el aderezo más perfecto para la luz lunar. Cubría de azul las montañas y el desierto. Había dejado la dahabieh para caminar solo entre las ruinas de una ciudadela mameluca desmantelada por el ejército del pacha. Este mundo destruido, donde todavía resonaba el ruido de sangrientas batallas, me sumió en una tristeza dolorosa. Me dolía tener que marcharme de Nubia. Cada templo, cada gruta esculpida habría merecido una larga estancia.

En el frescor nocturno, bajo el brillo de las estrellas, el alma y el cuerpo vivían en plenitud, lejos de toda agitación. Los antojos y los deseos se habían apagado, y en su lugar estaba la serenidad de los primeros tiempos, cuando el alma humana y la del cosmos sólo eran una.

Unas piedras rodaron cerca de mí. Sentí una presencia. A pesar del miedo, quise saber quién me había seguido. ¿El Profeta, tal vez? ¿Había escogido aquel lugar solitario para abordarme? Los ruidos de pasos se acercaron. Un cuerpo cayó pesadamente, detrás de un pilar de ladrillos que amenazaba con caer en ruinas. Me precipité y levanté a un hombre vestido al estilo turco, con el rostro ensangrentado.

El profesor Raddi.

El mineralogista estaba alelado. Afortunadamente la herida, a pesar de su aspecto espectacular, sólo era superficial. Un simple corte. Le ayudé a sentarse sobre los vestigios de un muro y le dejé recobrar aliento.

–Champollion… ¿es usted, Champollion? Ah, el desierto… ¡el desierto! ¡Lo he recorrido toda la noche! He rodeado rocas, escalado dunas y vertientes en cuyas laderas brillaban piedras calizas. La luz de la luna las vuelve más brillantes… parecen diamantes que salen de la arena. He recogido miles, miles… y he seguido. He visto una isla. En ella han construido una ciudad inmensa con columnatas, obeliscos, pirámides blancas y rojas, casas rodeadas de jardines… ¡qué hermoso era aquello! Voy a volver allí… es allí donde quiero vivir…

–Iremos juntos -le dije- en cuanto hayamos descansado un poco.

Le tomé por el brazo. No se resistió. Caminamos lentamente hasta la dahabieh. Le acosté en su cama y se durmió en el acto.

El profesor Raddi podía estar perdiendo la razón. Sin duda había sido testigo de uno de esos espejismos cuyo secreto guarda el desierto. A menos que se trate de realidades últimas que los hombres corrientes no pueden percibir.

La llegada al emplazamiento de Abu Simbel fue un momento de gran felicidad para toda la expedición. Nos habíamos convertido en familiares de dos templos, el de Ramsés y el de su esposa. La alegría clara y radiante que emanaba de aquellas piedras, la sonrisa de los colosos prolongaron la armonía comunitaria engendrada por la fiesta del Año Nuevo.

Muy a mi pesar, tuve que acelerar el trabajo. Nuestras provisiones pronto estarían agotadas. Poner vidas en peligro me resultaba insoportable. Verificamos, por tanto, nuestras copias de textos y de escenas, completándolas y mejorándolas. Comprobé que, a pesar de nuestro esmero, habíamos cometido errores y omisiones. Habríamos tenido que pasar meses enteros para volver a ver cien veces cada pared, cada columna de jeroglíficos.

Una tranquilidad muy egipcia se había convertido en la regla de nuestra comunidad. Cada uno trabajaba en silencio, mostrando respeto por las obras maestras que frecuentábamos. El padre Bidant había abandonado la oración para ayudar a L'Hote, con quien se entendía muy bien. Lady Redgrave ayudaba a Rosellini, sosteniéndole sus cuadernos, encargándose de procurarle bebida. El profesor Raddi, sentado sobre el pie de uno de los colosos, permanecía inmóvil frente al Nilo, admirando paisajes que sólo él veía.


Marcharnos de Abu Simbel fue una prueba casi insoportable. Los días y las noches pasados en aquel emplazamiento figurarán entre los más felices de mi existencia. Cuando el 16 de enero, hacia la una de la tarde, las barcas se alejaron de la orilla con las banderas desplegadas y acompañadas por los gritos de los nubios que entonaban en coro un canto de despedida, se me partió el corazón.

Una vez en medio del río, hice que inmovilizaran el buque insignia, desde donde contemplé por última vez el templo de la reina. Luego dije adiós a las enormes estatuas de la fachada del gran templo, cuya masa gigantesca creció según nos íbamos alejando. Dejaba allí un momento esencial de mi aventura, un paraíso encontrado.

No pude evitar un sentimiento de abandono de mí mismo al dejar así para siempre, aparentemente, aquel sublime monumento, que también era el primer templo del cual me alejaba para no volver a ver.


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