ADVERTENCIA


Este libro es una novela, pero tiene la particularidad de haber sido escrito por un egiptólogo para elogiar la memoria del primero y más genial egiptólogo, Jean-François Champollion (Figeac, 1790-París, 1832). A Champollion se le conoce como el descubridor del significado de los jeroglíficos, pero a menudo olvidamos su obra científica y literaria, que comprende gramática, diccionario, ensayos históricos, reseñas descriptivas, cartas.


De julio de 1828 a diciembre de 1829 Champollion vive los momentos más excepcionales de su breve existencia: él, a quien llamaban El Egipcio, por fin consigue ir a ese Egipto con el que tanto había soñado. La novela de Christian Jacq relata ese viaje extraordinario por su intensidad, sus dramas y sus descubrimientos. El autor da la palabra al mismo Champollion, integrando las frases capitales que pronunció o escribió. La mayor parte de los acontecimientos narrados corresponden a la realidad de los hechos. El papel del novelista ha consistido en recrear un viaje que también fue una peregrinación a las fuentes del espíritu, en amalgamar ciertos personajes y en colmar las lagunas que dejó Champollion en sus escritos.

Aunque el propósito de la novela no es ser fiel, al pie de la letra, a la verdad histórica, sí pretende serlo a Jean-François Champollion, uno de los mayores genios de todos los tiempos.


PRÓLOGO


El doctor Brousset apuró un vaso de ron. Su cara ensombrecida tenía las facciones descompuestas.


–¿Cuál es su diagnóstico, querido colega?

El doctor Robert se secó la frente con su pañuelo.

–Ataque de gota originado en el estómago, tisis, indicios de apoplejía, parálisis de la médula espinal, enfermedad hepática debida a la absorción de aguas del Nilo… Champollion va a morir. Esta vez el potro brioso que siempre pedía ración triple ha gastado demasiada energía.

–Un análisis excelente. El organismo está agotado. Su fatigoso viaje, el arte funesto de las tumbas de los faraones, el ardor de su cerebro, las continuas preocupaciones de su espíritu le han calcinado la sangre y están cavando su tumba. Yo añadiría una hipertrofia miocárdica. No creo que pase de esta noche.


Champollion va a morir.

Zoraida, la niña de ocho años, escondida detrás de una cortina había oído la terrible predicción. Sabía que su padre iba a abandonarla para siempre. Ya se había marchado lejos muchas veces. Sobre todo cuando dejó Francia por ese Oriente misterioso que tanto le gustaba y cuya huella llevaba ella en su nombre.

Desde su vuelta de Egipto, Champollion estaba doliente. Ya no podía soportar París. Sólo pudo dar unos pocos cursos en el Collége de France donde ocupaba la primera cátedra de egiptología creada en el mundo. Repetidos malestares le habían obligado a interrumpir su enseñanza, a ahogar la voz clara y apasionada que hacía resurgir la luz del Antiguo Egipto.

Zoraida no necesitaba la ciencia de los dos médicos que, desde hacía varias semanas, intentaban inútilmente curar a Jean-François Champollion. Zoraida era vidente. Sabía que aquella noche del 4 de marzo de 1832 iba a ser la última.

Desoyendo las órdenes de los doctores, entró en la habitación del moribundo.

–Papá… ¿estás dormido?

Jean-François Champollion abrió los ojos y musitó:

–Ven… ¡Rápido!

Zoraida corrió hasta la cama y se abrazó al cuello de su padre. Lloró un largo rato, con la cara sobre su pecho.

–Tráeme mi traje egipcio -pidió él con voz muy débil.

Zoraida obedeció. Abrió el armario donde su padre guardaba sus recuerdos de Oriente, largos vestidos abigarrados, turbantes, sandalias. En su apresuramiento, hizo que se derrumbara una pila de cuadernos de apuntes cuyas páginas estaban cubiertas de una letra fina y viva.

–Papá, ¡he encontrado esto!

Champollion, con mano temblorosa, cogió el cuaderno que le tendió su hija. Allí estaban los primeros apuntes que había tomado en Egipto durante aquel viaje en el que había alcanzado el apogeo de su vida.

–Papá, ¿por qué nunca me has contado…?

–Contado… ¿quieres decir de allí?

–Sí, de allí, tu verdadero hogar. Quiero que me lo digas todo. Todo lo que nunca me has dicho.

Champollion se estremeció de dolor. Zoraida le besó las manos.

–A ti no podría negarte nada… Apoya tu cabeza sobre mi hombro.

La niña lo hizo. Daba gusto obedecer a aquel padre cuya suave voz empezaba a contar el más famoso de sus viajes.


1


–¿El señor Jean-François Champollion, supongo?


–El mismo. Encantado de conocerle, capitán.

Cosmao Dumanoir, un hombre de mediana estatura y sonrisa amable, era el capitán de la corbeta L'Églé. Con un rostro terso e impecablemente afeitado, y unos botones de uniforme cuidadosamente lustrados, me recibió calurosamente a bordo de su embarcación.

Aquel 24 de julio de 1828, en Toulon, cuando los últimos rayos del sol poniente iluminaban el Mediterráneo, la ruta tan esperada por fin se abría ante mí. La ruta de Egipto.

Tal vez hablaría de nuevo. Tal vez volvería a ser transmitida la sabiduría de los antiguos egipcios. Yo iba camino de sus misterios, había empezado a descifrar los jeroglíficos, esas palabras de los dioses cargadas de magia. Pero todavía me faltaba una clave esencial. Una clave que sólo podría encontrar en Egipto. Iba a tener que verificar paso a paso mis intuiciones, pedir a la tierra de los faraones las respuestas que me faltaban.

Después de meses y meses de engorros administrativos, por fin había logrado formar una expedición en la que participarían varios científicos que, bajo mi dirección, llegarían a Alejandría a bordo de L'Eglé.

–¿Tendría usted la amabilidad de seguirme, señor Champollion?

Al subir por la pasarela de la corbeta, tuve la sensación de cruzar un punto sin retorno. Heme aquí obligado a ir hasta el fin de mí mismo, a arriesgar mi vida en ese Oriente desconocido.

Hasta ahora mi vida ha sido una batalla continua. Para obtener la mínima cosa he tenido que luchar, defenderme palmo a palmo, desbaratar intrigas, afrontar la calumnia. Sin querer, alrededor de mí provoco la envidia de ineptos e incompetentes que me acusan de ir demasiado lejos y demasiado deprisa. Nada me ha protegido nunca de las lenguas virulentas. Soy como una trucha echada viva en la sartén. ¡Pero me alegro tanto de estar lejos de París! El aire de esa ciudad me está matando. Allí escupo como un rabioso y pierdo mi vigor. París es horrible. Por las calles corren ríos de barro.

Con la elegancia algo rígida propia de los hombres que han envejecido de uniforme, el capitán Cosmao Dumanoir me condujo a su camarote donde me ofreció champán.

El gozo fugaz que burbujeaba en aquel líquido no logró disipar las angustias que me habían estado abrumando durante todo el viaje de Aix a Toulon.

¿Cómo no pensar en las dos cartas tan dispares que recibí misteriosamente y que había ocultado entre mis apuntes científicos?

La primera profería amenazas muy serias: «Olvide sus proyectos, quédese en casa; de lo contrario, la muerte le estará esperando en Egipto». La segunda parecía más alentadora, aunque muy enigmática: «Le esperamos. Si realmente ha descifrado la lengua de los dioses, sabremos recibirle».

¿Locos? ¿Visionarios? He conocido tantos, desde aquella mañana de invierno en Figeac, cuando mis ojos de niño se posaron por primera vez en unos jeroglíficos egipcios, en ese mundo lleno de símbolos y de signos portadores de una vida eterna. Supe al instante que allí se encontraba la patria de mi alma, y que algún día tendría que leer mi propio destino descifrando esos enigmas, esa palabra perdida desde hace tantos siglos. El antiguo Egipto es mi sangre, mi corazón. Lo exige todo de mí.

Lo esencial de mis descubrimientos se encuentra en una maletita negra que me servirá de viático. Por un momento sentí ganas de huir. Tocar este modesto objeto, palpar los legajos de papeles donde se ha inscrito lo mejor de mí mismo me ha disuadido de ello. Egipto ha triunfado. Siempre triunfará.

En cuanto llegue, iré a los locales del Instituto Egipcio. Hay allí un sabio anciano que se hace llamar «el Profeta» y conserva documentos esenciales para mis investigaciones. Nunca ha querido enseñarlos a nadie. Cuando supo que se estaba organizando mi expedición, me hizo saber que me esperaba y que me proporcionaría la piedra fáltame de mi edificio.

Una mujer de altiva nobleza, con un cabello rubio veneciano casi irreal, entró en el camarote del capitán. Llevaba un vestido gris perla con reflejos que realzaban su tez pálida. Unos grandes ojos verdes animaban un rostro de una belleza que me atrevería a calificar de egipcia. Unas manos largas y finas me recordaban ciertos dibujos de reina que había salvaguardado creando la sección faraónica del museo del Lo ubre, de la cual habían tenido a bien nombrarme conservador… sin sueldo. Aquella mujer de unos treinta años poseía una inusual elegancia innata.

–Le presento a lady Redgrave -dijo el comandante Dumanoir-. Viajará con nosotros hasta Alejandría.

Siento un rechazo instintivo hacia las cosas mundanas.

Nadie me ha obligado nunca a participar en ellas. Sin embargo, movido por un impulso que me sorprendió, me incliné y besé la mano de aquella aristócrata británica que recibió mi cortesía con una sonrisa enigmática.

–Me han hablado mucho de usted, señor Champollion -dijo con una voz suave, cálida, sazonada con un ligero acento-. Mi compatriota Thomas Young pretende haber descifrado los jeroglíficos antes que usted, y asegura que su sistema es erróneo.

Molesto, el capitán Dumanoir miró la mar. Se me subió la sangre a la cabeza.

Thomas Young… ese hipócrita, además de presuntuoso. Un inglés tan lego en egipcio antiguo como en malayo o en manchú, del cual es profesor. Sus descubrimientos anunciados con tanto fasto sólo son una fanfarronada ridícula. Su clave de los jeroglíficos es patética. ¡Compadezco a los desafortunados viajeros que, en Egipto, tengan que traducir las inscripciones con la llave maestra del doctor Young!

–Aprecio mucho al señor Young, señora. No me gusta criticar a un colega, sea cual sea su actitud hacia mí. Si le conoce bien, déle un consejo: que cambie de oficio.

–Le conozco bien -respondió animadamente-. Thomas Young es mi tío. Bien, nos veremos más tarde.

Sofocado, la miré salir del camarote sin saber qué contestarle. Es así desde siempre: mi sensibilidad está tan exacerbada que me tomo demasiado en seno el mínimo suceso que ponga obstáculos a mi búsqueda.

–Es… es una trampa -pude por fin articular, tomando por testigo al capitán Cosmao Dumanoir.

–Cálmese -recomendó el buen hombre, tan desconcertado como yo-. Pronto olvidará este incidente.

–Thomas Young es mi peor enemigo -expliqué, recuperando el aliento-. Hace años que me acosa, que trafica con comunicaciones científicas, que intenta por cualquier medio poner fin a mis trabajos. Esa mujer es una espía de la peor especie.

El capitán Dumanoir reflexionaba. Intentó animarme.

–Está sola, señor Champollion, y sólo es una mujer. Usted está rodeado de varios colaboradores que seguramente le serán muy leales. Estoy convencido de que no tiene nada que temer. Sólo es una maniobra de intimidación.

Colaboradores muy leales… Me sentía menos optimista que el capitán.

–¿Han llegado ya estos señores?

–Aún no -respondió Cosmao Dumanoir-. Espero su llegada esta noche.

Tenía un nudo en la garganta, me dolía el vientre, mis piernas temblaban ligeramente. La aparición de esa arpía en el interior mismo del barco que me llevaba hacia la última meta de mi existencia, ¿no era un presagio siniestro? ¿No sería más prudente renunciar al viaje, posponerlo, tomar más precauciones?

Estaba aterrado. Del entusiasmo que había sentido al llegar a Toulon, pasé a una especie de desesperación que hizo acudir lágrimas a mis ojos. Mi empresa parecía condenada antes de empezar.

–Tengo que llevarle a Egipto y lo haré, cualesquiera sean los obstáculos -afirmó el capitán Dumanoir-. Puede contar conmigo.

–¿Qué obstáculos? – pregunté alarmado.

–Nuestra corbeta -respondió- está destinada a proteger los buques mercantes. No escoltará a nadie durante su viaje. La gente ya no se atreve a hacerse a la mar, no porque peligren vidas y bienes, sino porque el comercio con Egipto se encuentra en decadencia; incluso Egipto ha dejado de enviar algodón. Pero le repito -afirmó poniendo su mano en mi hombro izquierdo- que puede usted contar conmigo.

Pocas veces había encontrado semejante expresión de bondad. Cosmao Dumanoir compartía realmente mi angustia. Pero su ayuda no me servía de nada. No suprimía la presencia de aquella intrigante, espía por añadidura.

–Debería descansar -sugirió.

Apenas pronunció esas palabras, llamaron a la puerta del camarote. Era un marinero.

–Hay un médico que quiere ver al señor Champollion -anunció.

–¿Un médico? ¿Qué desea? – pregunté extrañado.

El marinero, con los brazos separados, me indicó que lo ignoraba. Irritado por aquel nuevo misterio, decidí seguirle.

Al pie de la pasarela me esperaba un hombre vestido con una levita negra. Bajo, mal afeitado, de nariz puntiaguda y mirada malvada, parecía una caricatura de maledicencia o la discordia. Me desagradó de entrada.

–¿El señor Champollion?

–Yo mismo.

Su voz era agridulce como la de una muchacha nerviosa. Me miraba de soslayo.

–He de comunicarle una importante noticia. – Adelante.

Se tomó su tiempo, como para saborear mejor su revelación. – Señor Champollion, su expedición ha sido anulada.


2


Contemplé al hombrecito de negro con asombro y furor.


–¿Qué quiere decir?

–La peste, señor Champollion. La epidemia se está propagando por todas las ciudades del sur. Hay que declarar la cuarentena en todas partes. Si se marchara hoy, se vería obligado a permanecer en la mar. Ningún puerto le recibirá.

Una repentina carcajada sacudió todo mi cuerpo. El hombre de negro que al principio consideré como un demonio ya sólo me parecía un diablillo ridículo.

–¡Lee demasiados periódicos, doctor! – exclamé-. Tratan a sus lectores como si fueran imbéciles. Por supuesto, morimos a centenares, tanto en Marsella como aquí. Creo que la peste física y la peste moral que asola nuestro país han embrollado un poco su mente.

Ya le estaba volviendo la espalda cuando se lanzó hacia mí como una araña por su tela y me retuvo por el brazo.

–¡Un momento, Champollion! Usted está esperando a unos sabios que vienen de Toscana, pero he dispuesto un cordón sanitario alrededor de Toulon. Han salido regimientos para ocupar todas las bocas de los Alpes. Las cartas y los periódicos procedentes de Francia están siendo desinfectados con vinagre. Sus amigos no pasarán la barrera. Si el capitán de esta corbeta está lo bastante loco como para hacerse a la mar, usted será su único pasajero.

–Señor -le dije hecho una furia-, es usted un mentiroso.

Esta epidemia es una invención de médicos ávidos de fama. Le ordeno que deje subir a este barco a los miembros italianos de mi expedición, Rosellini y el profesor Raddi.

Aquel demonio hizo una mueca, sacando un fajo de papeles.

–¡Estos informes le denuncian como agitador político, Champollion! No se equivocan. Nadie está por encima de las leyes. El cordón sanitario no será retirado mientras dure la epidemia. Unos dos o tres meses, supongo…

Le habría estrangulado si no fuera por el insólito espectáculo que estaba teniendo lugar en el muelle y captó mi atención. Un cura vestido con un sotana digna de un vestigio arqueológico hostigaba, a bastonazo limpio, a una muía cargada de equipajes. Reconocí al padre Bidant, un religioso barrigón, casi calvo, enamorado de Oriente. Su apatía natural ocultaba una mente vivaz y astuta. Su presencia no me hacía mucha gracia. Le enviaban las autoridades eclesiásticas para asegurarse de que mi expedición no transpondría los límites de la religión. Esta última, efectivamente, temía mucho que la cronología bíblica fuera puesta en duda por descubrimientos molestos en tierra egipcia. Detrás del padre Bidant, jadeando y resoplando, se perfiló la alta figura de Néstor l'Hote, un dibujante de talento que se había acostumbrado al trazado de los jeroglíficos. Ese hombretón tenía carácter fuerte e impetuoso, pero le necesitaba para copiar las inscripciones con la destreza precisa.

–¡Ya estamos aquí! – gritó el padre Bidant, apartando al diablo negro para saludarme-. ¿Sabe que nos han tratado como a apestados? He ahuyentado a una banda de faquines con mi bastón y una carta del arzobispo.

–¿Quién es éste? – preguntó Néstor L’Hote con su impresionante voz de bajo, mirando al diminuto doctor de hito en hito.

–Un médico que quiere retenernos en el muelle -contesté.

–¡Lárguese! – rugió L'Hote levantando un puño.

El diablillo negro no se hizo de rogar. Mascullando algunas amenazas ininteligibles, retrocedió y acabó por irse con el rabo entre las piernas.

–Le noto algo triste, Champollion -observó Néstor, plantado sobre sus piernas con los puños en jarras.

–Tengo motivos. Ese cordón sanitario puede privar a nuestra expedición de sus miembros toscanos, Rosellini y Raddi. Sin ellos no podremos cumplir nuestro programa de trabajo.

–Confíe en Dios -susurró el padre Bidant-. Si nuestra causa es justa, nos ayudará.

El religioso me desafiaba. Seguramente había escuchado confidencias acerca de la tibieza de mi devoción por el dios de los cristianos. Mis allegados, algunos sabios y unos cuantos periodistas habían acabado poniéndome el apodo de El Egipcio, pensando que mi verdadera patria era la de los faraones, y que profesaba una fe entusiasta y sincera a los dioses de Tebas.

Contemplando la mar, más allá de la cual se encontraba el país de los faraones, tuve que admitir que tenían razón.


El capitán Cosmao Dumanoir volvió a leer, una vez más, la carta de Drovetti, cónsul general de Francia en Egipto, que le había sido entregada dos días antes por un correo procedente de París. Drovetti se mostraba extremadamente reservado respecto a la oportunidad de la expedición organizada por Champollion. Incluso sugería un regreso inmediato a París, viéndose incapaz de garantizar la seguridad del sabio en territorio egipcio. Mehmet-Alí, el pacha todopoderoso instalado en El Cairo, estaba fuertemente influenciado por consejeros que aborrecían a los europeos. Probablemente vería con malos ojos la llegada del descifrador de jeroglíficos.

¿Debía o no avisar a Champollion de los peligros que le acechaban? La lectura de aquella carta transformaría su desaliento en desesperación. Lo más seguro es que renunciara al viaje para no arriesgar la vida de los miembros de su expedición.

Pero a Cosmao Dumanoir le importaba tanto el pacha como los faraones. Renunciar a esa travesía era superior a sus fuerzas. A sus últimas fuerzas, pues aquél iba a ser el último viaje del capitán de corbeta, cuyo organismo estaba consumido por una enfermedad que ya sólo le concedía unos meses de vida. Su único deseo era morir a bordo de su barco, en altamar o en algún puerto oriental, lejos de Europa donde ya nada le retenía. El Oriente, fuente de luz… Cosmao Dumanoir tenía la esperanza de encontrar allí un más allá al final de su vida.

El destino decidiría. Ciertamente, el cónsul general Drovetti anunciaba una carta oficial anulando la expedición por razones de seguridad y prohibiendo terminantemente embarcar. Por suerte, las comunicaciones entre París y Toulon eran muy lentas. Seguramente el ministro del Interior utilizaría el correo reservado al gobierno para llegar hasta Champollion antes de la partida eventual de la corbeta L'Églé. El viaje dependía ahora de la rapidez del correo, de la fuerza de los vientos y de la llegada de los colaboradores italianos de Champollion.

En su carta, Drovetti señalaba que había graves disturbios en Alejandría y El Cairo. El pacha se encontraba amenazado por los miembros virulentos del partido de la oposición. Si hubiera sublevación y sedición en las grandes ciudades de Egipto, la sangre de los europeos sería la primera en derramarse. Pero ¿no estaba exagerando el cónsul general, ocultando la gravedad real de la situación para impedir que Champollion llegara a Egipto y descubriera su verdadero papel? Unos marineros habían comunicado a Dumanoir que Drovetti era un temible traficante de antigüedades, que no dudaba en abusar de su autoridad para añadir, a las cargas de los buques mercantes, estatuas, estelas y papiros robados en las excavaciones. Aquellos tesoros eran llevados a Europa donde el cónsul general volvería a encontrarlos algún día. Pero Champollion pasaba por un hombre íntegro, inaccesible a las manipulaciones financieras y muy deseoso de preservar el patrimonio artístico del Antiguo Egipto. Si los rumores sobre Drovetti eran ciertos, Champollion podría resultar molesto.

Ya hace varios días que estoy prisionero en Toulon. Esta ciudad me está resultando insoportable. La corbeta está amarrada al muelle como un pájaro enjaulado. Han reforzado el cordón sanitario, pero no se ha identificado con certeza ni un solo caso de peste. He caminado durante horas, consultado mis apuntes, jugado al ajedrez con el padre Bidant, que maneja los alfiles con una habilidad extraordinaria. Néstor l'Hote ya ha frecuentado todas las tabernas del puerto, no porque sea dado a la bebida sino porque le gusta conocer gente. Siente curiosidad por todo. No he vuelto a ver a la bella espía inglesa que se aísla en su camarote, donde se hace servir las comidas.

Desde el amanecer del 31 de julio el cielo está nublado. El viento levanta algunas olas. No puedo escribir. Normalmente constituye un gozo profundo, un momento de plenitud suspendido entre el tiempo y la eternidad. Pero la angustia me oprime el corazón. Si no salgo para Egipto, creo que mi vida ya no tendrá sentido, y que seré un hombre perdido para mí y para los demás.

Cosmao Dumanoir ha entrado en el pequeño comedor donde saboreo un café bien caliente. Tiene el semblante descompuesto.

–Si no soltamos amarras esta mañana, señor Champollion, me temo que nuestro viaje se vea definitivamente comprometido.

El capitán del L'Eglé tenía razón. No queriendo rendirme a la evidencia, me había negado a creer que el cordón sanitario pudiera impedir que los toscanos llegasen hasta la corbeta. Pero sólo eran sabios, desarmados ante las medidas administrativas.

Un marinero irrumpió.

–Un hombre pregunta por el señor Champollion.

Me disponía a seguir al marinero hasta la pasarela, pero éste señaló la mar. Me incliné por encima del empalletado y vi una barca llena de cajas. En la parte delantera, manejando torpemente los remos, estaba el profesor Raddi, con el rostro curtido como un pergamino de herbario viejo, la barba descuidada como un jardín de otoño, una lupa en el bolsillo de su chaqueta y dos pares de gafas en la nariz.

–¡Champollion! – gritó cuando me vio-. ¡Estamos aquí!

–¿Dónde está Rosellini?

–Escondido detrás de mis cajas de minerales. Hemos tenido que venir por mar para evitar a una banda de locos que nos trataba de apestados.

Nos llevó dos horas embarcar el material científico que el profesor Raddi creía indispensable para sus experimentos. Era tan bajo y gordo como Rosellini alto y delgado. Raddi supervisó personalmente la instalación de sus preciadas cajas, mientras que mi discípulo Rosellini, a quien había enseñado los principios del descifrado, avanzó hacia mí, profundamente conmovido.

–Maestro… hay que levar anclas ahora mismo.

Mi discípulo italiano no era un hombre que se emocionara fácilmente. Frío, distante, reflexivo, pronto sería un gran sabio que honraría a la egiptología naciente. De momento, parecía trastornado.

–He recibido una carta del cónsul general Drovetti anunciando que nuestra expedición sería anulada. Tras haber fracasado en su intento de conquistar Grecia, Turquía está decidida a declarar la guerra a los rusos y a arrastrar a Egipto en el conflicto. Ya no podrán responder de nuestra seguridad.

–Pamplinas -decidí con aplomo, como si ejerciera alguna influencia sobre esa política de dementes que odiaba-. ¿Está decidido a seguirme, a correr todos los riesgos?

La alegría que iluminó el rostro de Rosellini fue la respuesta más tranquilizadora que pudo darme. Pero mi discípulo se ensombreció inmediatamente.

–¿No le ha llegado de París una orden escrita?

–¡Marchémonos cuanto antes!

Me acaloré tanto que ayudé a los marineros a terminar de subir a bordo las cajas del mineralogista. Rosellini, perplejo, acabó imitándome. Néstor l'Hote, encantado de hacer ejercicio físico, se unió a nosotros.

Los campanarios de Toulon estaban dando las doce del mediodía cuando la corbeta L'Églé, aprovechando vientos favorables, largó amarras hacia Oriente. La brisa del oeste, que refrescaba el aire, nos empujaría hasta altamar en menos de una hora. Me estaba dejando invadir por las sensaciones de la brisa que llegaba desde mar adentro cuando avisté un correo a caballo que llegaba galopando al muelle. La silueta minúscula nos interpeló, blandiendo un documento.

La carta del ministro Martignac avisaba al prefecto de Toulon que nuestra expedición no podría llevarse a cabo, dada la situación internacional.

Me despedí de él agitando la mano.

Lo sentía mucho por el gobierno de Francia, pero El Egipcio acababa de emprender viaje hacia otro mundo. El de su verdadera patria.


3


Debido a la presencia de la espía, el capitán Cosmao Dumanoir había tenido que cambiar la distribución de los camarotes. Me había instalado a la fuerza en el suyo. A mis pies, sobre unos colchones, dormían mi discípulo Rosellini, el profesor Raddi y el padre Bidant. Este último, muy dormilón, tenía gran dificultad para salir de su apatía natural. Raddi se pasaba los días y buena parte de las noches escudriñando con su lupa esquistos, basaltos, granitos, preparando su encuentro con los minerales del desierto, que esperaba cosechar en abundancia.


Habitualmente, reinaba una gran tranquilidad en el barco. Yo trabajaba en los jeroglíficos con L'Hote y Rosellini, que progresaban rápidamente. Su dibujo iba adquiriendo una firmeza de trazo indispensable para el registro de las inscripciones. Reproducían cabalmente cabezas, vasijas, lechuzas, leones, puertas… La antigua lengua revivía gracias a ellos. El padre Bidant lograba muy pocas veces rescatar al profesor Raddi de su universo mineral para jugar una partida de ajedrez.

A veces me sentía embargado por la emoción cuando me daba cuenta de que nos acercábamos a Egipto. Me acodaba en la batayola, para no ver más que el cielo y la mar. Aquel cuadro sólo cambió con algunas evoluciones de marsopas y la aparición de dos grandes cachalotes.

Entre nosotros reinaba una verdadera armonía.

Formábamos un auténtico cuerpo expedicionario, dotado de un indispensable espíritu de clan necesario para afrontar las pruebas que nos esperaban. Néstor l'Hote me había apodado El General, afirmando que él y sus compañeros no recibirían más órdenes que las mías.

Cuando estábamos dejando atrás la costa sarda, empujados por un fuerte viento, el profesor Raddi montó en una fuerte cólera.

–¡Inadmisible! ¡No lo soportaré por más tiempo! ¡Quiero volver a Florencia inmediatamente!

El esforzado mineralogista parecía estar poseído por el demonio, hasta tal punto que el padre Bidant, inquieto, trazó en el aire una señal de la cruz. Rosellini se agazapó en un rincón del camarote. Néstor l'Hote intentó acercarse a Raddi, que le rechazó con una violencia insospechada en un hombre como él. Comprendí que El General debía intervenir para restablecer la paz entre sus tropas.

–¿Qué ocurre, profesor?

–Ah, Champollion… debo confesar el peor de los crímenes…

La furia de Raddi se transformó de pronto en desesperación. Aceptó sentarse. El padre Bidant, L'Hote y Rosellini, comunicándose mediante gestos y guiños, salieron del camarote. Llegaba la hora de la confesión.

–Mi pobre despacho, mi pobre Museo -se lamentó, sacando una llave de su bolsillo-. Mi despacho… cerré la puerta con siete llaves, ¡pero olvidé cerrar las ventanas! ¿Se da usted cuenta, señor Champollion? ¡Mi mujer va a penetrar en ese santuario que siempre le ha estado vedado! Lo profanará, estoy seguro… Sólo sueña con el plumero y la escoba. Tengo que volver a mi casa para evitar ese desastre. ¿Y ha pensado en el robo, Champollion? ¡Me despojarán de mis colecciones!

–¿Y ha pensado usted en Egipto, profesor?

Mi pregunta sorprendió a Raddi.

–Egipto… sí, quiero ver sus desiertos… ¡Allí hay tesoros inapreciables! Pero no tengo derecho… tengo que volver para cerrar yo mismo las ventanas.

Tranquilicé al profesor. Un Raddi desesperado y quejumbroso enseguida habría exasperado a los demás, convirtiendo en un infierno nuestra vida cotidiana.

–Créame, profesor: los dioses egipcios nos protegen. Su museo y sus colecciones no corren ningún riesgo.

Un atisbo de esperanza iluminó su mirada.

–Dígame, profesor, además de las cajas que contienen material científico, ¿ha traído algo de ropa?

–¿Ropa? Claro. La llevo puesta. Este traje de mahón y unos zapatos bien sólidos para la marcha. Añada un sombrero de paja de ala ancha y ya conoce mi ajuar. ¿No le parece perfecto?


Aquel 19 de agosto, al amanecer, me encontraba solo en el puente de la corbeta, con un catalejo en la mano. A lo lejos podía distinguir la columna de Pompeyo.

Alejandría, por fin.

Veía el Puerto Viejo, la ciudad volviéndose cada vez más imponente, un inmenso bosque de edificios entre los cuales asomaban unas casas blancas.

Ya no pensaba en la violenta tormenta que había sembrado el pánico entre mis colaboradores. El viento soplaba tan fuerte que ni siquiera conseguíamos oírnos. No sentí miedo. Morir en la mar me parecía tan inapropiado como imposible.

Egipto… Egipto, después de tantos años de sueños y esperanzas. Jacquou el brujo, que había sido mi comadrón un 23 de diciembre, había augurado a mis padres el más grandioso de los destinos para su hijo. Sin embargo, mi infancia no había sido muy feliz: las locuras de la Revolución en Figeac, la violencia, las armas, la sangre, bandas berreando la carmañola, fugitivos temblando de miedo y refugiándose en la librería de mi padre, en aquella cueva de tesoros cuya entrada me estaba prohibida.

Los libros se convirtieron en amigos, confidentes. Aprendí a leer solo, letra a letra, palabra a palabra. El mejor recuerdo que tengo de mi infancia es el calor de la gran chimenea de la cocina. Me acurrucaba junto al fogón con un libro en la mano y me dejaba invadir por una maravillosa sensación de bienestar, tan lejos del frío y del cielo gris. El sol de Egipto estaba oculto en aquel fuego.

¡Qué frío pasé en el liceo de Grenoble! Por la noche, mientras mis camaradas dormían, leía las biografías de hombres ilustres escritas por Plutarco. Quería conocer mejor a los emperadores, los jefes, los que habían llevado el mundo a cuestas. Recorté unos medallones de cartón y dibujé sus retratos, añadiendo la fecha de su nacimiento y de su muerte. Así, tenía junto a mí mi galería de personajes famosos. Aquella colección era mi mayor orgullo de colegial.

El de estudiante fue el poder presentar un estudio sobre la geografía de Egipto a la Sociedad de Artes y Ciencias de Grenoble a la edad de diecisiete años. Cuando fui nombrado profesor en la facultad de letras de Grenoble, a los veintiún años, por un momento creí que el porvenir sería favorable. Pero hubo que ir a París, chocar con la ciencia en boga, buscar en vano un puesto y volver a Grenoble para ser profesor de historia, con un sueldo que era la cuarta parte de lo que cobraban mis colegas. Más tarde, mi hermano y yo fuimos proscritos y nuestra residencia asignada en Figeac por haber apoyado a Napoleón. Yo tenía veintiséis años y estaba perdiendo la esperanza de conocer mi Egipto algún día.

No obstante seguí luchando, buscando, intentando convencer de que iba por buen camino, de que tenía que emprender aquel viaje…

Llegábamos a Alejandría al amanecer tras diecinueve días de travesía. No había dormido de lo nervioso que estaba pensando que por fin estábamos arribando a Egipto. Mi buenaventura había vencido la mala suerte. Como un niño, saludé con la mano la torre de los Árabes, que marca el emplazamiento de la antigua Taposiris, la ciudad que había ocupado tantas horas de búsqueda cuando escribía mi primer libro, Egipto bajo los faraones.

–¿Satisfecho, señor Champollion?

El capitán Cosmao Dumanoir se había acercado silenciosamente. Recién afeitado, impecable. Poseía un humor inalterable. Con su media sonrisa en los labios, aquel hombre parecía inaccesible a los asaltos del mundo exterior.

–Más allá de toda esperanza, capitán.

–Todavía necesitará un poco de paciencia antes de pisar el suelo egipcio.

–¿Porqué?

–-Los europeos han impuesto un bloqueo en Alejandría. Entraremos en el viejo puerto, al oeste. La maniobra no será fácil, ya que hay muchos buques de guerra franceses e ingleses que entorpecen el acceso.

Unas profundas arrugas surcaron mi frente. El aire vivo de la mañana me pareció de pronto glacial.

–¿Qué verdad me está usted ocultando, capitán? ¿Ha recibido malas noticias?

Cosmao Dumanoir titubeó un momento.

–Las tropas egipcias van a volver pronto de Grecia -explicó-. Están incluso autorizadas a repatriar material y botines de guerra.

–Pero ¡eso es maravilloso! ¡Significa que las tropas francesas y egipcias ya no se enfrentan en el Peloponeso! Es la paz, capitán… El pacha nos recibirá con los brazos abiertos.

–Eso espero, señor Champollion. No todo el mundo aprueba esta situación. El partido de la oposición reprocha al pacha sus decisiones. El bloqueo asegura el mantenimiento del orden en Alejandría. Pero no será eterno. En cuanto a El Cairo, ignoro lo que está sucediendo allí.

–Tengo confianza, capitán.

–Le envidio.

Una expresión de infinita tristeza hizo que de pronto el rostro de Cosmao Dumanoir envejeciera varios años. Sentí ganas de suscitar sus confidencias, pero se alejó alegando que su presencia era indispensable para dirigir la maniobra.

En la entrada del paso, un cañonazo de la corbeta saludó la subida a bordo de un piloto árabe. Nos guió en medio de los rompientes y nos puso a salvo en el Puerto Viejo. Allí nos encontramos rodeados de buques franceses, ingleses, egipcios, turcos y argelinos, y el último plano de aquel cuadro, auténtica mezcla de pueblos, estaba ocupado por los cascos de naves orientales rescatadas del desastre de Navarino. Todo estaba tranquilo. No echamos anclas hasta las cinco de la tarde.

Mis compañeros de aventura, acodados en el empañetado, observaban con curiosidad la ciudad de Alejandro Magno que iba a recibirnos. Alexandria ad Aegyptum, decían los antiguos, lo cual significa que la ciudad, de origen griego, ocupaba el límite de Egipto, su linde, sin formar realmente parte de él.

Tenía un nudo en la garganta y apenas podía respirar. Para mí, Alejandría era la frontera del paraíso. Vivía mi segundo nacimiento. Sentía que por fin estaba volviendo a mi verdadera patria, después de un largo exilio empleado con provecho para descifrar lo que me sería ofrecido.

–Una barca se dirige hacia nosotros -advirtió L'Hote.

Unos momentos después, un hombrecillo vestido de negro subía a bordo. Creí que se trataba del médico de Toulon que había intentado retener la corbeta en el muelle.

–Me envía el cónsul general Drovetti -anunció-, para entregar un sobre al señor Champollion.

El sobre contenía una autorización excepcional para desembarcar a pesar del bloqueo y de la cuarentena impuesta a causa de una epidemia de tifus. No creí necesario transmitir estas informaciones a mis compañeros, pues se habrían alarmado inútilmente.

–Le seguiremos con mucho gusto -dije con voz poco firme.

Mis compañeros se dispusieron a bajar conmigo a la barca. Cosmao Dumanoir se interpuso.

–Creo que el señor Champollion merece ser el primero en desembarcar, y que desea estar solo.

–Tiene razón, capitán -admitió Rosellini.

–Que El General afronte Egipto como explorador -chanceó Néstor l'Hote.

–Ciertamente, El Egipcio se merece ese honor -reconoció a su vez el padre Bidant.

El profesor Raddi se mantenía apartado, examinando una roca procedente del Vesubio.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me palpitaba el corazón. No encontraba palabras para expresarme.

–Se lo agradezco… Yo…

–Vamos, general -exigió Néstor l'Hote-. Nosotros también estamos impacientes por conocer esta tierra.

Cosmao Dumanoir me miraba de un modo extraño. Sentí que quería comunicarme un último pensamiento antes de que nuestros caminos se separaran para siempre. Aquel hombre, a quien debía el haber recorrido sin tropiezo la enorme distancia que separa Toulon de Alejandría, se había convertido en un amigo. Pero ¿no empezaba a asomarse la muerte en su rostro consumido?

–Adiós, señor Champollion -me dijo dándome un caluroso apretón de manos.

De pie en la barca que avanzaba lentamente hacia el muelle, confieso haber olvidado a Cosmao Dumanoir, a mis compañeros y a la corbeta L'Eglé. Hacía tantos años que ansiaba aquel momento.

La barca atracó. Un marinero me ayudó a subir al muelle cogiéndome del brazo. No pude contenerme y me arrodillé, besé y bendije aquel suelo donde habían vivido los mayores sabios de la historia, donde había nacido la civilización que nosotros, los europeos, hemos heredado.


Las descripciones que se pueden leer de esta ciudad no sabrían dar una idea completa de ella; para nosotros fue como una aparición de las antípodas, un mundo nuevo: estrechos pasadizos bordeados de puestos, llenos de hombres morenos y de perros dormidos; gritos roncos por todos lados, mezclándose con la voz chillona de las mujeres, un polvo sofocante, y de cuando en cuando algunos señores magníficamente vestidos, montando unos caballos preciosos y espléndidamente enjaezados.

Nos abríamos camino con dificultad en medio de una multitud bulliciosa, hacia el palacio del cónsul general. Yo caminaba detrás del guía árabe encargado de hacernos calle en aquel enjambre poblado de hombres con turbantes, niños medio desnudos pegados a nosotros, mujeres con velo y largos vestidos negros. Unos camellos cargados de cuévanos llenos de alimentos empujaban a los paseantes. Pasamos delante de un quiosco con un enmaderado dentellado donde tres músicos tocaban una canción pegadiza como los perfumes empalagosos de rosa y jazmín que se impregnaban en nuestras ropas, tapando otros olores menos gratos que subían de los conductos cavados en la tierra. Aquí y allá, a la vuelta de una callejuela, aparecían minaretes. Avanzábamos bajo unas arquerías que nos protegían de los rayos del sol. El calor era moderado gracias a la brisa procedente del Mediterráneo. Néstor l'Hote estaba a mi lado. Rosellini, el padre Bidant y el profesor Raddi apenas podían seguir el ritmo impuesto por nuestro guía que parecía estar deseando librarse de nosotros. Era evidente que no le convenía ser visto en compañía de extranjeros.

Se oyó un galope. Delante de mí, la muchedumbre se apartó con una rapidez asombrosa. Vi aparecer un personaje barbudo, con un turbante que le tapaba casi toda la frente y montando un mulo que avanzaba hacia mí. Me quedé plantado como un estúpido, viendo acercarse a toda velocidad el hocico del cuadrúpedo.

Néstor me agarró por la cintura y me apartó de la trayectoria del mulo que siguió hendiendo el populacho y desapareció en medio de un coro de indignación.

–De buena se ha librado, general.

–No exagere -contesté, fingiendo una serenidad que no sentía-. Le agradezco su intervención. ¿Y nuestros compañeros?

El religioso francés y los dos sabios italianos habían tenido mejores reflejos que yo, pegándose a las fachadas de las casas para evitar ser atropellados por aquel mulo desbocado. El guía árabe se acercó a mí. Hablaba un francés deficiente.

–¿No herido?

–Sigamos. Estoy impaciente por ver al cónsul general.

Llevaba encima las dos cartas misteriosas que había recibido antes de salir hacia Egipto.

¿No era aquel incidente una agresión encubierta? ¿Me hacía divagar mi imaginación?

El palacio del cónsul general era una construcción fastuosa edificada en medio de un jardín lleno de palmeras. Su fachada, con una puerta coronada por un elaborado arco iris, estaba adornada con una enorme viga que soportaba una loggia con las contraventanas cerradas. En el umbral, dos jardineros en cuclillas.

Entré. Un intendente que vestía una galabieh blanca me invitó a seguirle y rogó a mis compañeros que esperaran en la entrada provista de banquillos de piedra. Me llevó al espacioso despacho de Bernardino Drovetti, cónsul general de Francia.

Tenía cincuenta y tres años, era originario de Liorna y naturalizado francés, y había participado en la expedición de Bonaparte a Egipto. Abogado, militar de alto rango, diplomático, pasaba por uno de los personajes más influyentes del país. Tejiendo su tela en la sombra, reinaba, según decían, sobre un gigantesco tráfico de antigüedades. Algunos aseguraban que se disponía a retirarse una vez hecha su fortuna. Yo no tenía por costumbre formarme una opinión sobre alguien basándome en las habladurías. Yo mismo he padecido demasiado del rumor público para agobiar con él a los demás.

Bernardino Drovetti estaba sentado ante su escritorio con las manos cruzadas, como un juez dispuesto a dictar su sentencia. Aquel hombre tenía lo necesario para impresionar a sus interlocutores: la frente alta, una espesa cabellera morena y rizada, las cejas tupidas, los ojos negros, los pómulos salientes, una nariz recta y puntiaguda, un bigote acabado en volutas.

–Siéntese, Champollion, y escúcheme bien -ordenó con la voz seca del hombre acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.

Me quedé de pie, desafiando con la mirada al cónsul general de quien podía temerlo todo. Sólo él podía concederme el permiso necesario para visitar los emplazamientos arqueológicos y comprar objetos destinados a enriquecer la colección del museo del Louvre. Drovetti podía limitar mi expedición a un corto paseo.

–Su llegada no es muy oportuna, Champollion. La situación política se ha complicado. He pedido a París que expidan una orden a Toulon para anular su viaje. Supongo que aún no la ha recibido…

La frase era mordaz, incisiva, contrastando con el aspecto lujoso y afieltrado de aquella amplia habitación amueblada al estilo oriental, con alfombras recargadas y asientos bajos.

–Su suposición es exacta, señor cónsul. Estaba escrito que este año vería a mi Egipto.

El rostro de Bernardino Drovetti enrojeció de ira, que reprimió a duras penas.

–Ya que la suerte está echada, no se puede volver atrás, ¿verdad? Si estalla la guerra entre los rusos y los turcos, Egipto se verá arrastrado en el conflicto y ya no podré garantizar su seguridad. Usted y los miembros de su expedición estarán expuestos a los mayores peligros.

Agaché la cabeza. Drovetti creyó en mi sumisión.

–Veo que es usted razonable, Champollion. Permanecerá en Alejandría hasta que se levante el bloqueo, y después regresará a Francia. Puede estar seguro de que me ocuparé personalmente de su bienestar.

Se levantó, dando por acabada la conversación.

–Alejandría es sólo una etapa para mí, señor cónsul. La meta de mi vida es explorar Egipto. Ninguna guerra podrá impedir que se cumpla mi destino, aunque tenga que pagarlo con mi vida.

Drovetti no era ningún tonto. Reparó en la fuerza de mi determinación. Volvió a sentarse en su sillón.

No le faltaban motivos para crearme los peores problemas. Yo había conseguido exponer en el museo del Louvre parte de la colección de Salt, cónsul general de Inglaterra y gran enemigo de Drovetti. Jomard y el conde de Forbin, director general de los museos, lo habían intentado todo para impedir que yo fuera conservador. Pero el 15 de diciembre de 1827, sin contar más que conmigo mismo, había inaugurado la galería egipcia del museo Carlos X.

–¿Es usted amigo personal de Henry Salt, Champollion?

–Ni siquiera le conozco.

–Mejor para usted. Ya no será útil a nadie. Está muerto. El conocimiento riguroso de las antigüedades es un arte difícil. Un aficionado podría estropear el oficio.

–Precisamente por eso mi expedición sólo comprende profesionales, señor cónsul.

–¿Qué desea ver en Egipto?

–Los monumentos del Delta…

–Muy bien, Champollion. Haré que le preparen las autorizaciones necesarias.

–Me harán falta otras para Tebaida y Nubia -añadí tranquilamente.

Mis nervios estaban en tensión. Estaba jugando fuerte frente a un adversario tan poderoso. Si hubiera podido leer en mí habría comprobado hasta qué punto me sentía frágil y alterado. Pero una fuerza inalterable me empujaba a afrontar el obstáculo. ¿No contaba con el mejor de los aliados, mi Egipto?

–¿Porqué Tebas?

–Es el corazón de Egipto. Espero dirigir allí el más importante programa de excavaciones jamás emprendido.

–¿Con qué dinero?

–Con el que usted me procurará, señor cónsul. Estando en misión oficial, cuento con la ayuda financiera que tiene el deber de atribuirme.

–Por supuesto, pero requerirá algún tiempo. Ese dinero le será enviado a Tebas, cuando esté dispuesto a excavar. ¿Qué más espera obtener?

–Su confianza. Soy un investigador, y he venido aquí para verificar mis teorías sobre el terreno y satisfacer un sueño de niño. Hacer revivir la civilización de los faraones será para mí la más hermosa de las recompensas.

Esta vez fue Drovetti quien agachó la cabeza. Esperé con ansiedad el resultado de sus meditaciones.

–Dormirá aquí esta noche, Champollion, en la habitación donde durmió Kléber, el vencedor de Heliópolis. Mi palacio sirvió de cuartel general al ejército de Napoleón. Tiene usted mi protección. Me gustan los idealistas.

–Un último detalle. Me gustaría ir inmediatamente al Instituto Egipcio para ver allí a un viejo sabio…

–¿El Profeta?

–El mismo.

–Ahórrese ese desplazamiento, Champollion. El despacho donde trabajaba acaba de arder. Todos los papelotes que apilaba allí han sido destruidos y él mismo ha muerto en el incendio.

El cónsul general me dio un salvoconducto redactado en árabe.

–Tenga cuidado. Egipto es un país peligroso.


Bernardino Drovetti miró salir de su despacho a aquel curioso señor Champollion cuya determinación le había sorprendido e inquietado. ¿Un simple sabio? ¿Un iluminado? ¿Un espía enviado por el gobierno francés para descubrir la naturaleza del negocio al cual el cónsul general se dedicaba estos últimos años? Era difícil apreciar la amenaza que representaba aquel Champollion. No procedía correr el menor riesgo estando tan cerca de la meta.

Drovetti agitó una campanilla.

El intendente de la galabieh blanca apareció casi de inmediato.

–Quiero que sigas de cerca al hombre que acabo de recibir. Hazme saber todos y cada uno de sus movimientos. Que no se te escape nada. Y le dirás a nuestro amigo que aumente la vigilancia.


4


Me había puesto mis mejores galas después de una noche agitada en la habitación antaño ocupada por el gran Kléber. Durante la cena a la que Drovetti me había invitado, hablamos de Francia, de Napoleón, del arte egipcio. Después el cónsul general me había anunciado que era indispensable que me entrevistara con el pacha para confirmar mi libertad de circulación por el territorio egipcio.


El cónsul general dijo estar demasiado ocupado para llevarme en persona a presencia del pacha y virrey, Mehmet-Alí. Confió esta carga a su intendente, un tal Moktar. Aquel domingo 24 de agosto, a las siete de la mañana, sentado en la antesala del palacio del pacha, situado en la antigua isla de Faros, esperaba ser recibido.

Hacía deliciosamente fresco en aquel inmenso edificio. El techo era tan alto que la mirada se perdía en los artesonados esculpidos formando un cielo de marquetería del mejor efecto.

Estaba casi desesperado. El Profeta, con quien contaba para guiarme, había desaparecido. Me encontraba solo en aquella tierra desconocida, como un niño abandonado. Tenía que apelar a mis propios recursos, y sólo a ellos. ¿Serían suficientes para llevarme al término de mi búsqueda? ¿Se dignaría Egipto responder a las preguntas que me consumían?

Un hombre de cabello gris se sentó a mi lado. Elegante, con clase, habló en voz baja, como si temiera que nos sorprendieran. Moktar, mi mentor, acababa de ausentarse.

–No dispongo de mucho tiempo para hablarle, señor Champollion. Mi nombre es Anastasy.

–Usted…

Mi sorpresa no era fingida. De origen armenio, el diplomático Anastasy representaba a Suecia en Egipto. Era un auténtico Creso que poseía una buena mitad de la flota comercial alejandrina. Pasaba sobre todo por un gran coleccionista a quien los Países Bajos habían comprado muchas piezas magníficas.

–Conozco sus proyectos, señor Champollion. Siendo amigo personal de Mehmet-Alí, que no desdeña recurrir a mis competencias financieras, he intercedido personalmente por usted. Pero es imposible saber si el pacha está bien dispuesto hacia usted.

Anastasy se mostraba muy modesto. En realidad, tenía a varios ministros en su poder y sacaba regularmente de apuros las arcas del pacha a cambio de organizar excavaciones en lugares privilegiados que había sabido localizar con un olfato infalible.

–Cómo expresarle mi gratitud, excelencia, pero por qué…

–Compartimos la misma pasión, señor Champollion, pero usted está más cualificado que yo para descifrar los misterios de Egipto. No desestime los peligros que le acechan. Sepa que mi mayor enemigo es el cónsul general Drovetti, y de él depende su suerte administrativa. Su modo de despojar a este país de sus tesoros me escandaliza. Desconfíe de él, aunque parezca ceder a sus exigencias de sabio. Drovetti sólo se interesa por el dinero y el poder. Estoy convencido de que está a punto de llevar a buen término un enorme negocio cuya naturaleza exacta desconozco. Su llegada puede trastornar los planes que ha trazado sabiamente desde hace varios meses.

Aquel hombre me inspiró una confianza instintiva, inmediata. Su sola presencia me reconfortaba. Poseía esa maravillosa serenidad de los seres íntegros cuya memoria no está recargada de prevaricaciones. Me vino a la boca una pregunta.

–Excelencia… ¿me ha enviado usted una carta antes de que yo saliera para Egipto?

–¿Yo? No. En absoluto. Drovetti había proclamado que su viaje estaba anulado y que jamás pisaría el suelo egipcio.

La larga silueta de Moktar apareció al extremo de un pasillo que daba a la enorme entrada. Anastasy se levantó.

–Tenga cuidado, Champollion -murmuró.

Se alejó con pasos menudos, dándome la espalda. Un momento después, mi mentor se inclinó ante mí.

–Mehmet-Alí le espera.

El pacha me recibió en un saloncito repleto de divanes y cojines. La luz sólo se filtraba por una pequeña ventana enrejada. En una mesa baja, de mármol con vetas rojas, había una tetera y tazas de porcelana. De pie, enmarcando al amo del Egipto moderno, dos impresionantes guardias de corps armados con un sable.

–Sea bienvenido, señor Champollion -dijo Mehmet-Alí, recalcando las sílabas.

El pacha era una especie de coloso de aspecto bonachón. Pobre del que se fiara de esa apariencia. Huérfano, nacido en Macedonia, Mehmet-Alí había puesto sus miras en Egipto, abandonando a los turcos por los ingleses. Había barrido la autoridad mediocre de los pequeños potentados locales para imponer la suya, férrea, sobre un pueblo acostumbrado a numerosas ocupaciones desde el final del imperio faraónico. Había echado a los mamelucos y a los vahabitas, erigiéndose en interlocutor respetado de las potencias europeas. En París, los diplomáticos le describían como un tirano y un hombre cruel. Ponderaban su aguda inteligencia y su empeño en conservar su omnipotencia.

Mehmet-Alí sostenía una pipa adornada con diamantes. Delante de él, un narguile cubierto con piedras preciosas.

Sus ojos tenían una expresión muy viva y penetrante. Una magnífica barba blanca le cubría el pecho. Su fisonomía era sombría, casi taciturna.

–Me calumnian en Europa -prosiguió, como si hubiera leído mis pensamientos-. Me acusan de ser impaciente, demasiado ansioso, de explotar al pueblo, de imponerle impuestos excesivos, de colocar un policía detrás de cada aldeano egipcio. ¿Y cómo voy a mantener el orden si no? Me veo obligado a ser el único propietario de bienes raíces, a tener el monopolio del arroz, del trigo, de los dátiles y del excremento de ganado que sirve de combustible. Así puedo regir la economía y enderezarla. Hasta las mujeres públicas, los farsantes y los estafadores me pagan un tributo para la felicidad de mi pueblo.

Un hipo convulsivo interrumpió el discurso del pacha. Esta inconveniencia era el resultado de un intento de envenenamiento, al cual Mehmet-Alí había sobrevivido. Los mejores médicos no habían logrado quitarle el hipo al amo de Egipto.

–Modernizo el país -continuó-. Comercio, industria, agricultura, actúa en todos los frentes… ¡Nunca se han edificado tantas fábricas! ¿No le parece?

–Espero, su beatitud, que los monumentos del Antiguo Egipto no hayan tenido que sufrir demasiado debido a los indispensables progresos de los que usted es el instigador.

El pacha sonrió bajo su barba tupida.

–Sus esperanzas no quedarán decepcionadas -respondió untuosamente-. Aprecio mucho las piedras antiguas.

¿Acaso Mehmet-Alí no había entregado los tesoros de los faraones a los comerciantes y los diplomáticos, sin importarle nada un arte que no era el de los musulmanes? ¿Acaso las antigüedades no le servían para atraer personajes afortunados, susceptibles de desembolsar un diezmo respetable con tal de que hiciera la vista gorda sobre su tráfico?

–Me alegro de ello, su beatitud. Cuento con su benevolencia para facilitar mi trabajo en esta tierra que tanto aprecio.

–Esperemos que una guerra con Rusia no perturbe la paz de la que soy garante -replicó el pacha mientras nos servían el té.

–Todos cuentan con su sabiduría. Usted fue lo bastante filósofo como para reírse de su derrota de Navarino, en el Peloponeso, donde la flota egipcio-turca fue aniquilada por los franceses, los ingleses y los rusos.

Me atreví a herir en lo vivo al virrey. Más valía asegurarse desde ahora de sus disposiciones de ánimo hacia mí. Al traerle a la memoria el recuerdo mortificante de la batalla que había puesto término a sus sueños de expansión, me apartaba del montón de cortesanos aduladores, mostrándome amante de la verdad. Esta actitud me había valido muchos desengaños y profundas enemistades, pero no concebía ninguna otra.

Una sonora y contagiosa carcajada sacudió el pecho de Mehmet-Alí.

–¡Es usted un punto filipino, Champollion! – exclamó-. Dicen que conoce el significado de los extraños signos que los egipcios han grabado en sus monumentos.

–Sólo me queda verificar mis teorías sobre el terreno.

–Habrá visto al cónsul general Drovetti, imagino.

Los ojos de Mehmet-Alí se hicieron más penetrantes.

–Efectivamente, su beatitud. Me ha dado un salvoconducto precisándome que sólo usted tenía la posibilidad de validar ese documento.

Percibí la satisfacción del pacha al mismo tiempo que su debilidad. Aquel hombre rendía un culto desmesurado al poder. Poner en duda su autoridad le parecía el peor de los crímenes. Exaltarla, al contrario, le complacía profundamente.

–Francia me gusta mucho -indicó-. Las inteligencias más brillantes de El Cairo van a estudiar a París. Allí son bien recibidos. Su cónsul general, Drovetti, es un hombre notable que me ha ayudado a encarrilar de nuevo al país y a quitar de en medio a los ambiciosos que intentaban formar facciones contra mí.

Su voz se hizo más sorda.

–¿Sabe, Champollion, que fue un comerciante francés quien evitó que me muriera de hambre cuando era niño? Me recogió en una calle de mi pueblo y me alimentó como si fuera hijo suyo. Ahora está en el paraíso de Alá. Me he jurado a mí mismo ser útil a los franceses que me necesiten.

Creí en la sinceridad del pacha.

–Necesito su ayuda. Además de su autorización para ir a los emplazamientos de Egipto y Nubia, necesitaré barcos y dinero para pagar a los portadores y sirvientes que acompañarán a los miembros de mi expedición.

–Imposible.

Me quedé estupefacto. Aquella réplica era de una crueldad inaudita, inexplicable.

–Imposible… Pero ¿por qué, su beatitud?

–Ya no concedo autorizaciones de excavaciones a los simples viajeros. El cónsul general Drovetti quiere evitar el saqueo.

–Pero ¡yo no soy un visitante cualquiera! – me enfurecí, sin importarme las consecuencias-. ¡Mi misión tiene carácter oficial! He sido nombrado por el rey Carlos X conservador de los monumentos egipcios y gozo de las prerrogativas de un comisario del gobierno francés si la salvaguardia del honor nacional lo exige. ¡Éste es el caso! Tendré que informar a los ministros del rey. Sé que los comerciantes de antigüedades y los traficantes han temblado cuando se anunció mi llegada. Se ha organizado una cabala contra mí para suprimirme cualquier autorización e impedir que excave. Si es así, haré saber al rey los motivos que me han prohibido cumplir mi cometido. ¡Injuriándome, es a él a quien desafían!

Mehmet-Alí permanecía absolutamente tranquilo.

–¿Qué desearía?

–Tener acceso a la totalidad de los emplazamientos del Antiguo Egipto.

–Exigencias razonables… Mi mejor chauz, Abdel-Razuk, irá con usted. Es un policía de primera. Le será útil, en el Alto Egipto, para hacer respetar mi autoridad. Allí las poblaciones son a veces hostiles a los turcos. Todavía existen bandas de salteadores que no dudan en desvalijar a los viajeros. Tenga cuidado, Champollion.

–Me adaptaré a sus exigencias y a las de la ciencia -declaré en árabe, en el dialecto de El Cairo.

Mehemet-Alí me miró estupefacto. No se esperaba eso.

–¿Habla nuestra lengua?

–Es indispensable para conocer bien Egipto.

–Claro -admitió el pacha sin entusiasmo-. ¿Eran felices los campesinos en tiempos de los faraones?

Aquella pregunta inesperada ocultaba una trampa. No importaba. Mentir me resultaba insoportable.

–Creo que sí. La naturaleza se mostraba a veces cruel, cuando la crecida del Nilo era demasiado abundante o, al contrario, insuficiente. Pero el faraón, que poseía todo Egipto, suplía los fallos del río. Los antiguos egipcios comían hasta hartarse y vivían a gusto. ¿No es una aspiración eterna?

El pacha hizo servir de nuevo té con menta.

No tuvimos tiempo de beberlo.

Un grupo de beduinos, flanqueados por soldados, interrumpió la audiencia. Se precipitaron hacia el pacha, se arrodillaron y besaron los bajos de sus ropas.

Luego, apartándose, dejaron pasar tres hombres que llevaban en sus brazos una pantera joven, una gacela y un pequeño avestruz. Con mucho cuidado, depositaron sus presentes al pie del trono.

Mehmet-Alí no pronunció ni una palabra de gratitud. Los soldados, con brutalidad, hicieron salir a los beduinos que siguieron inclinándose andando hacia atrás.

–¿Puedo hacerle partícipe de mi mayor angustia, su beatitud?

La mirada de Mehmet-Alí se ensombreció. No me prohibió continuar.

–Se trata de Tebas, la ciudad del dios Amón, la más bella del mundo. ¿Se ha salvado de la destrucción? ¿Han cuidado bien de sus templos? – Aquellas preguntas me obsesionaban desde hacía varios meses. Circulaban algunos rumores inquietantes sobre el saqueo de los monumentos antiguos. Mutilar Tebas habría privado al mundo de luz.

–Tranquilícese, Champollion. Cuido celosamente de Tebaida.

Es la provincia que más amo. Encontrará su vieja capital intacta con todos sus esplendores.

–Sean rendidas las gracias a su beatitud -declaré, sin que mis inquietudes se disiparan del todo.


El feliz desenlace de mi entrevista con el pacha tuvo una influencia excelente sobre el comportamiento de Drovetti. El cónsul general invitó a mis compañeros a su mesa y los alojó en su palacio. La corbeta L'Églé había zarpado sin que pudiera volver a ver al capitán Cosmao Dumanoir.

«Los preparativos de su expedición requerirán varias semanas», me había avisado Drovetti. ¿Mentira diplomática? ¿Intento de retenerme en Alejandría utilizando pretextos? Me encontraba sumido en la incertidumbre. Conocía demasiado la administración para ignorar sus lentitudes, que aumentarían con la indolencia natural de los orientales. ¿Deseaban realmente Drovetti y el pacha que mi empresa tuviera éxito? ¿No habían decidido engañarme con buenas palabras?

Me abismaba en estos sombríos pensamientos contemplando, al anochecer, la columna de Pompeyo con sus veinticinco metros de altura en el barrio suroeste de Alejandría. Examinando el pedestal con atención, me di cuenta de que estaba compuesto de bloques pertenecientes a monumentos más antiguos. Logré incluso descifrar el nombre del ilustre faraón Seti I, el padre de Ramsés II. Muy cerca de allí se encontraba la famosa biblioteca de Alejandría, incendiada por manos criminales.

La brisa marina me azotó el rostro. Me sentí invadido por una tristeza infinita. Aquella columna aislada, único rastro de un mundo desaparecido, se convertía en el símbolo del fracaso. El Egipto del crepúsculo, desolador y desolado, se hundía en las tinieblas de una memoria destrozada. Sin duda nunca llegaría a conocer más que ese miserable vestigio, erigido a la gloria de un romano sobre las ruinas de la ciudad de Alejandría.

No me hablaba de eternidad sino de decadencia. Mi Egipto de los faraones se encontraba lejos, muy lejos de esa Alejandría moderna de la que habían desertado los dioses egipcios. Me apoyé contra la columna de Pompeyo con la esperanza de verla derrumbarse y poner término a mi sueño.

–¿En qué piensa, señor Champollion?

Lady Ophelia Redgrave, con un vestido de muselina amarillo con adornos plateados, se perfilaba en la luz naranja de los últimos momentos del día. Apenas podía distinguir su rostro, aureolado de luces irreales. Me pareció singularmente hermosa, evocándome la diosa del cielo dispuesta a acoger en su seno al sol del atardecer para regenerarlo.

–¿No me habrá seguido, señora?

–En absoluto. Estaba paseando, como usted. Esta columna es el lugar de encuentro de los curiosos decepcionados por Alejandría. Sólo hay griego y romano en este pasado. Egipto no ha dejado su huella.

–¿Se está volviendo egiptóloga? – ironicé-. ¿Acaso su papel de espía requiere tanta ciencia?

Sonrió, divertida.

–Se cree usted acerbo y sólo es apasionado. Usted no es el único que ama con locura este país. Si le aseguro que no soy su enemiga, no me creerá. No importa. No intentaré convencerle. Sepa que desde ahora formo parte de su expedición. Allá donde vaya, iré yo también.

Estaba estupefacto. Lady Redgrave se alejó hacia el sol poniente.


El 22 de agosto, a primera hora de la mañana, vagaba en medio de las dunas, al sur de la ciudad. Alejandría se había convertido en un lugar de suplicio. Mis compañeros de aventura descubrían con una curiosidad regocijada los encantos de Oriente, fisgando en los zocos, descansando en el jardín del palacio de Drovetti, entreteniéndose con los letrados árabes, los ulemas, que intentaban convertirlos al islam evocando las buenas acciones pasadas de la presencia francesa en Egipto.

Sentía la necesidad apremiante de respirar, de llenar mis ojos con un poco de desierto, de sentirme atraído hacia el sur, hacia El Cairo. Cogí en mi mano derecha un puñado de arena, que dejé escurrirse lentamente entre mis dedos.

Un viejo árabe, apoyándose en un bastón, avanzaba en mi dirección. Miré alrededor, temiendo una agresión. Pero el hombre estaba solo y caminaba lentamente. Un ciego.

–Buenos días, ciudadano -me saludó-. Dame algo. Hace mucho que no he comido.

«¿Ciudadano?» ¿Había realmente oído ese calificativo republicano de lo más inesperado en boca de un alejandrino?

–Date prisa -insistió-, mi estómago se queja de hambre.

Hurgué en mis bolsillos y le ofrecí el dinero francés del que disponía. Palpó las monedas y las tiró en la arena.

–Esta moneda ya no tiene curso aquí, amigo mío. Busca mejor.

Aquel viejo insolente me fascinaba. Me sentía obligado a obedecerle. Conseguí encontrar una piastra. Pareció de su agrado.

–Está bien -dijo-. Te lo agradezco, ciudadano. Eres digno de Bonaparte. Añoro el ejército que vino de Francia. Creía que nos protegería de las rapaces que devoran Egipto. Entre ellos había hombres que amaban este país. Había incluso sabios. Locos por la verdad, como tú.

–¿Quién es usted?

–Un ciego. Conserva la carta que has recibido antes de venir. Un día te la pedirán.

Hubiera querido retenerle, preguntarle quién era, de cuál de las dos cartas me hablaba. Pero, caminando a una velocidad sorprendente, desapareció detrás de una duna.


A finales de agosto fui convocado con urgencia al palacio de Mehmet-Alí. Allí reinaba una gran agitación. Varios ministros corrían por todos lados, se increpaban, salían, entraban. Me colé en esa multitud de cortesanos, pronto ahuyentada por los dos vigilantes armados con sables que habían asistido a mi primera entrevista con el pacha. Este último me recibió en un salón pomposo cuyas paredes estaban cubiertas de trofeos. Llevaba un traje con profusión de colores, mezclando el oro y el rojo. Altivo, casi despreciativo, el virrey quería aparecer como un jefe de estado. Aquel decoro no presagiaba nada bueno.

–¡Ah, Champollion! – exclamó al verme-. Tengo muy malas noticias.

Yo no disimulaba mi ansiedad.

–Las tropas francesas acaban de ocupar la península griega de Morea -explicó, molesto.

¿Significaba aquello que Egipto iba a tomar parte en un conflicto con Francia y que, por consiguiente, mi expedición nacería muerta?

–Sus compatriotas no son razonables -opinó con descontento-. Creo que hice mal mostrándoles gratitud. Usted me plantea un problema delicado, Champollion. ¿Debo tratarle como amigo o como enemigo?

Sostuve la mirada del pacha.

–Puesto que su decisión ya está tomada, su beatitud, sólo tiene que comunicármela.

Una fiera sonrisa iluminó el rostro de Mehmet-Alí.

–Se equivoca, Champollion. La estoy tomando ahora mismo. Es usted insolente y orgulloso, pero persigue la meta que se ha fijado. Me gustan los hombres como usted. Vaya a ver a Drovetti. No haré nada contra usted.


Crucé más de diez veces la puerta del cónsul general Drovetti durante los primeros días de septiembre. Siempre me recibió con la mayor cortesía, deplorando los retrasos de los que no se le podía hacer responsable. Debido al clima político revuelto, no conseguía encontrar una tripulación para acompañarnos hasta Nubia. Era imposible tomarse en serio semejante explicación. Drovetti contemporizaba. Para él, nada más fácil que reclutar una tropa de sirvientes dóciles. Mehmet-Alí me había ofrecido, atado de pies y manos, a su cómplice que me inmovilizaba en Alejandría proclamando oficialmente su benevolencia hacia mí.

Conociendo su manejo, decidí actuar a mi manera. Reuní a mis compañeros en el jardín del palacio consular y les expuse mi plan, a salvo de oídos indiscretos.


5


Moktar, el intendente del cónsul general Drovetti, y Abdel-Razuk, el policía al servicio del pacha, se preguntaban si estaban soñando. Los dos turcos eran concienzudos. De acuerdo con las instrucciones recibidas, no le perdieron pisada a Champollion. Dondequiera que fuera, el sabio francés era objeto de una vigilancia discreta y eficaz. Además facilitaba la labor a sus seguidores ya que, ensimismado en sus pensamientos, nunca se daba la vuelta.


¿Por qué, aquel domingo tórrido, a la una de la tarde, había tomado Champollion la dirección de la necrópolis occidental de Alejandría, Kôm el-Chougafa, una serie de colinas que bordeaba el mar? El calor apenas era atenuado por un débil viento procedente del Mediterráneo. A Champollion no parecía afectarle, y caminaba con un paso rápido que sorprendía a los alejandrinos sentados a la sombra para beber café antes de echar una larga siesta. «Este calor excelente es una inapreciable fuente de salud -había asegurado Champollion a sus compañeros-. Nos derretimos como cirios y perdemos nuestro exceso de grasa.»

Moktar, habituado al frescor del palacio de Drovetti, había perdido la costumbre de pasear por las callejuelas de la ciudad durante las horas caniculares. Abdel-Razuk no se sentía mucho mejor. Pero no habría excusa que valiera si perdían el rastro de Jean-François Champollion que, a doscientos pasos de las fortificaciones, dejaba el dominio de los vivos para entrar en el de los muertos. Efectivamente, el sabio francés se metió en una escalera que daba acceso a unas catacumbas excavadas en unas rocas calizas.

Los dos turcos se miraron, inquietos. No les gustaba aquel sitio. La religión de los difuntos allí enterrados no se conocía mucho. Sólo se sabía que no eran cristianos ni musulmanes y que unos dioses poderosos velaban por su eterno descanso.

Unos ladrones habían despojado a los cadáveres de sus joyas, pero se comentaba que habían sacado poco provecho, y que aquel hurto había acortado sus días.

–Hay que seguirle -opinó Moktar.

–Quizá no sea necesario -replicó Abdel-Razuk-. No hay otro acceso. Basta con esperar a que salga.

Era un argumento de peso. Pero ¿no existía una salida que ellos desconocían? El intendente de Drovetti, que conocía la severidad de su amo hacia los sirvientes incompetentes, no quiso correr riesgos.

–Quédate aquí. Bajo a ver.

Abdel-Razuk, cuyo fervor religioso aumentaba con la edad, temía más que a ninguna otra cosa los lugares mortuorios donde los espíritus malignos no soportaban la presencia de intrusos. Así que aceptó sin protestar la propuesta de Moktar.

Éste se internó a su vez en la escalera cuyos primeros peldaños estaban cubiertos de arena. Enseguida llegó a una primera cámara muy estrecha, con el techo en forma de bóveda rebajada. Excavados en los muros, nichos que contenían urnas. En el suelo, una abertura. Moktar, no muy tranquilo, se introdujo en ella, descubriendo una escalera circular que comunicaba con tumbas dispuestas en varios pisos, hundiéndose cada vez más profundamente bajo tierra.

Ni rastro de Champollion.

El intendente se atrevió a seguir explorando. Con un nudo en la garganta, recorrió las salas donde se depositaban los sarcófagos y aquéllas donde las familias celebraban banquetes en recuerdo de los difuntos. Retrocedió instintivamente delante de la pintura de un chacal vestido de legionario romano, pegándose a un nicho. Algo blando le dio en el cuello. Asustado, se apartó y casi se cayó. Con palpitaciones en el corazón, convencido de haber sido atacado por un espíritu molestado durante su sueño, recuperó la calma poco a poco y se dio cuenta de que el nicho contenía un montón de ropa: ¡la de Champollion! Éste se había desnudado… Moktar vaciló. ¿Debía seguir bajando o subir a avisar a Abdel-Razuk? ¿Por qué había actuado así el francés? El aire enrarecido de la necrópolis, las figuras inquietantes que la poblaban vencieron su resolución. Volvió a la calle corriendo.

Abdel-Razuk le esperaba con impaciencia.

–¿Y Champollion? – preguntó.

–Desaparecido. ¿Ha salido alguien de aquí?

–No. Sólo he visto a un árabe paseando por la colina, allí.

Moktar se precipitó hacia el lugar indicado por su amigo. Allí había la entrada de un pasadizo que conducía al interior de la necrópolis.


Con un turbante, una galabieh marrón y unas babuchas, la tez suficientemente tostada, parecía un viejo musulmán. Hice bien en dejarme crecer la barba desde que llegué a Alejandría. Poco a poco, el aspecto europeo había desaparecido, siendo reemplazado por un rostro y un aspecto orientales que habían engañado al hombre del pacha. Aconsejé a mis compañeros que siguieran mi ejemplo y adoptaran las costumbres locales. El padre Bidant había protestado obstinadamente, negándose a abandonar su sotana.

De momento, tras haberme vestido al estilo egipcio en la necrópolis, y librado de mis seguidores que no conocían bien el plano de aquellas catacumbas, me dirigía hacia el puerto. Según decían, Alejandría sólo era una tienda gigantesca. De hecho, tuve que atravesar barrios enteros de tenderetes, comercios y talleres sumidos en el torpor de la siesta. Nadie detrás de mí. Unos almacenes anunciaban los astilleros. Puesto que Drovetti se mostraba incapaz de fletar las embarcaciones necesarias para la expedición, yo mismo me encargaría de ello.

La construcción naval era una de las grandes artes alejandrinas. Estaba seguro de poder encontrar un arrendador. Los muelles parecían estar desiertos, pero sabía que me observaban decenas de ojos. Me forzaba a caminar despacio, con cierta indolencia, para no llamar la atención. Llegué a una dársena donde descansaban unos barcos pequeños. Un guardia dormitaba, respaldado contra una bita de amarre.

Me dirigí a él en árabe y le pedí que me indicara una persona capaz de proporcionarme embarcaciones para ir hacia el sur. El buen hombre vaciló antes de contestarme. Intentó obtener más informaciones pero, lleno de estrategia oriental, supe mostrarme evasivo. Tendiendo la mano, consintió en indicarme un almacén aparentemente cerrado. Conseguí abrir sin esfuerzo la gran puerta corredera y me introduje en el interior.

A pesar de la penumbra, podía distinguir fácilmente el rostro sarcástico de Moktar, el intendente de Drovetti, rodeado de una decena de hombres armados.

–Le estábamos esperando, señor Champollion.


–¿Qué significa esto, Champollion? ¿Por qué está usted disfrazado de árabe? ¿Por qué quería alquilar barcos? ¿Acaso no confía en mí? ¿No sabe que yo me ocupo de todo?

El cónsul general Drovetti ocultaba mal su furor con un chorro de preguntas. Su intendente me había traído de vuelta a su palacio con una firme cortesía. Yo no había manifestado ningún deseo de huir, lo cual, por otra parte, hubiera estado condenado al fracaso teniendo en cuenta el imponente cortejo que me acompañaba. Mi desafortunada experiencia me había permitido evaluar el poder real de Drovetti sobre la población alejandrina. Sus hombres estaban por todas partes, haciendo reinar un orden comparable al del pachá.

–Tengo mucha afición a la vida oriental -contesté-. ¿Cómo conocer Egipto sin adoptar sus costumbres?.

Junto a Moktar estaba Abdel-Razuk, con mis ropas europeas reunidas en un fardo.

–¿Supongo que desea recuperar sus ropas?

–Como le plazca, excelencia. Este cambio de piel me sienta bien.

Irritado por mi arrogancia, Drovetti despidió a sus hombres. Nos quedamos cara a cara.

–Su comportamiento es estúpido -atacó-. Se rebaja usted al nivel de un esclavo. No tendrá nunca la menor autoridad sobre sus sirvientes musulmanes.

–Permítame opinar de otro modo -repliqué enardecido-. Usted reina inspirando temor. Yo lo hago ofreciendo amistad.

Drovetti me echó una mirada asesina. La última capa mundana desaparecía. Dejó traslucir su odio.

–Ya no tiene nada que hacer en Egipto, Champollion. Hace dos o tres años, su expedición habría sido bienvenida. El país estaba siendo saqueado por ladrones y vendedores de antigüedades que sólo pensaban en su interés y no en la conservación de los monumentos. Gracias a Anastasy y a mí mismo, la situación ha cambiado mucho. Hemos puesto término a esos sórdidos tráficos, ya no queda nada que reformar o descubrir. Los emplazamientos han sido explorados y excavados.

Drovetti me dio la espalda, contemplando el jardín del consulado por una de las ventanas de su despacho. Por lo visto creía haber pronunciado palabras definitivas. Me instalé en un sillón.

–¡Me gustaría tanto creerle, excelencia! Pero tengo otra versión de los hechos, apoyada por testimonios y observaciones personales. Todos los vendedores de antigüedades del territorio se han echado a temblar. Usted mismo y el pacha se niegan a concederme las autorizaciones reales, indispensables para organizar mi expedición. Olvida el carácter oficial de mi misión. He venido aquí con el propósito de hacer excavaciones para los museos del rey. Por lo tanto, he redactado una carta a su intención y a la de sus ministros para hacerles conocer los motivos que me impiden cumplir con mis instrucciones. En ella explico que las dificultades administrativas son probablemente debidas a sórdidas intrigas mercantiles. Viniendo en nombre del rey, comisionado por él y su gobierno, negarme los papeles necesarios es injuriarle. Si el pacha aprecia su reputación de protector de las artes y la ciencia, debería apresurarse a cerrar este asunto. Si no, los periódicos europeos y la opinión pública egipcia podrían apoderarse de ella y causarle grandes perjuicios, así como a usted mismo.

Bernardino Drovetti se volvió, pálido.

–¿Amenazas, Champollion?

–¿En qué se sentiría usted amenazado? ¿Acaso ha cometido algún acto reprochable?

–¡Le prohíbo que me hable en ese tono! – gritó-. El pacha está fuera de causa. Soy el único que puede concederle las autorizaciones que exige. Pero sería un error fatal para Francia. No estará en condiciones de asegurar la protección de los emplazamientos. Anastasy se frotará las manos. Él conservará sus concesiones tranquilamente.

–Inexacto, excelencia.

–¿Qué quiere decir? – preguntó, tan intrigado como inquieto.

–Anastasy me ha cedido sus derechos de excavación en los emplazamientos reservados que controlaba hasta ahora. Usted es el único que se encuentra en una situación ilegal con respecto a mi expedición.

El miedo deformó los rasgos de Drovetti, atenuando su soberbia. Se sentía atrapado en una ratonera de la cual le resultaría difícil salir sin perder algunos privilegios. Su reputación y su fortuna estaban en juego.

–Suponiendo que imite a Anastasy, ¿cómo voy a proporcionarle barcos? Todos están siendo requisados por el pacha.

–Problema resuelto, excelencia. No soy el único que se pasea disfrazado de árabe. Mis compañeros me han imitado. Gracias a mi orden de misión oficial, han logrado convencer a los capitanes del Isis y del Hathor que, al parecer, son buenos amigos de Anastasy.

Creo que se produjo un instante de connivencia entre Drovetti y yo. Reconoció que yo era un adversario digno de él y que había cometido el error de subestimarme. Pero lo que leí en su mirada habría asustado al alma más templada. El rencor del cónsul general era temible.

–Tendrá sus autorizaciones mañana mismo, Champollion.


La noche del 13 de septiembre, mis compañeros de viaje estaban reunidos en el salón de honor del consulado de Francia, en presencia de Drovetti. El cónsul general brindó por el rey, por Francia, por el pacha. Dio su voto por el éxito de nuestra expedición. Le di las gracias, con la mayor seriedad, por la ayuda que nos había brindado. Un arranque de sinceridad atravesó mi breve discurso, tan exaltado que estaba con la idea de marchar por fin hacia la civilización faraónica.

–¡No se puede salir de aquí! – anunció Néstor l'Hote-. Hay decenas de borriqueros obstruyendo la entrada del consulado.

La noticia de nuestra marcha, que hubiera deseado discreta, se había propagado en Alejandría. Drovetti no debía ser ajeno a aquella divulgación. Favorecía su reputación de gran señor liberal y generoso. Regocijado, me reconfortó.

–¡Vamos, Champollion, no se preocupe por tan poco! Los guardias del pacha dispersarán a esta gente. Al populacho le gusta estar de fiesta en la primera ocasión, pero tiene la sangre demasiado caliente.

Los borriqueros no eran nada amenazadores. Cantaban, gritaban, querían tocar a los miembros de la expedición, conseguir algunas monedas. Los policías del virrey, armados con palos, golpearon aquí y allá con una violencia que me indignó. ¿Qué necesidad había de ejercer una represión tan brutal?

Estaba anocheciendo cuando una larga caravana, seguida por curiosos, llegó al canal Mahmoudieh, donde estaban anclados los dos barcos que debían llevarnos al sur. Rosellini, L'Hote y yo mismo subimos a bordo del Isis, una imponente embarcación que el mismo pacha no había desdeñado utilizar. El profesor Raddi y el padre Bidant subieron a bordo del Hathor. El personal -criados, cocineros, portadores- se repartió de acuerdo con las instrucciones de Moktar, el intendente de Drovetti, y Abdel-Razuk, el policía favorito de Mehmet-Alí. Estos dos, por supuesto, habían escogido el Isis, no dejándome ni a sol ni a sombra.

Nos disponíamos a soltar las amarras. Dos marineros estaban quitando la pasarela cuando un grito de mujer los inmovilizó.

–¡Esperen! – ordenó lady Redgrave, acompañada por cuatro borriqueros tirando de unos infelices cuadrúpedos cargados de pesadas maletas.

Junto a la aristócrata inglesa, Mehmet-Alí en persona, protegido por un guardia de honor.

El virrey hizo que colocaran de nuevo la pasarela.

–Le deseo buena suerte, Champollion -dijo con solemnidad-. Que Alá le proteja. Cuide de mi invitada.

Lady Redgrave pasó delante de mí, aérea, liviana.

–Ya le avisé, señor Champollion, y sólo tengo una palabra.

El delicioso ruido del primer surco trazado en el agua del canal por la roda del Isis me quitó las ganas de replicar.

El verdadero viaje había empezado.


6


El canal Mahmoudieh enlazaba directamente Alejandría con El Cairo. Se estaba cumpliendo uno de mis mayores deseos: viajar por el Nilo a la manera de los antiguos egipcios, sentirme avanzar por el río divino que ponía en comunicación a templos y aldeas. Cada momento me ofrecía una maravilla nueva. Descubría paisajes verdosos, campesinos trabajando con instrumentos idénticos a los que utilizaban sus lejanos antepasados, identificaba emplazamientos, plantas, árboles… un mundo de jeroglíficos vivientes se desplegaba ante mis ojos insaciables. Me sacaban difícilmente de mi contemplación para recordarme la existencia de las comidas y la necesidad de dormir.


Desde el primer día de aquel crucero hacia un pasado eterno, una feliz sorpresa me había confirmado mi presentimiento de que el nombre de los barcos, el Isis y el Hathor, era un presagio favorable que ponía nuestra expedición bajo la protección de dos de las más amables diosas egipcias. Un árabe de unos treinta años, muy digno, con un pequeño bigote, me esperaba en mi camarote. Se inclinó respetuosamente cuando entré.

–Mi nombre es Solimán -dijo en un francés rugoso-. Estoy a su servicio.

Solimán, el nombre de un príncipe que conocía los poderes de los genios, un gran mago capaz de manipular las fuerzas superiores… El hombre que me saludaba me pareció muy diferente de los sirvientes árabes que había conocido hasta ahora. Su nobleza natural me impresionó.

Me parecía imposible dar instrucciones a una persona como él.

–Seamos amigos -propuse-. Ciertamente, voy a necesitarle, Solimán. Si confía en mí podremos trabajar juntos.

Me había expresado en árabe. Solimán no mostró ninguna sorpresa, pero su mirada me pareció absolutamente sincera. Se inclinó de nuevo, no como un sirviente ante su amo, sino como un huésped honrando a su igual: con la mano tocando la frente, la boca y el corazón, dando a entender que su pensamiento, su palabra y sus sentimientos estaban orientados favorablemente hacia mí.

No tardé mucho en comprobar los efectos benéficos de aquella alianza. Solimán, que conocía su país como la palma de la mano, me permitía corregir los mapas de Descripción de Egipto, redactada por los sabios de Bonaparte, que hasta este viaje eran la referencia científica. Siguiendo la corriente del Nilo, al ritmo lento del Isis, me hacía nombrar hasta las más pequeñas aglomeraciones para rectificar los errores y llenar los vacíos. Hora tras hora se trazaba un nuevo mapa de Egipto donde aparecían las correspondencias entre las localidades antiguas y modernas. Aquel primer resultado, en sí mismo, era de un valor inapreciable.

Néstor l'Hote, cuyo voraz apetito se satisfacía con una intendencia al estilo francés, ponía en limpio mis indicaciones en compañía de Rosellini, cuya pasión científica se alimentaba ya de elementos selectos. No había perdido el tiempo en Alejandría. Había comprado un buen número de piezas destinadas a la colección que debía llevar al gran duque de Toscana, Leopoldo II.

Lady Redgrave no se dignaba a dirigirme la palabra. Su calidad de invitada privilegiada del pacha la situaba por encima de los simples mortales. Se contentaba con tomar el sol y sólo se relacionaba con los dos sirvientes destinados a su persona. Tendría que encontrar un medio de abandonarla en El Cairo.

A mediodía, mientras saboreaba un vaso de agua del Nilo, cuyo sabor me parecía preferible al del champán más suave, distinguí, en medio de un bosquecillo de acacias, una minúscula aldea de un encanto particular. La casualidad quiso que el Isis acostara para comprar frutas frescas.

–Quisiera visitar este lugar -le pedí a Solimán, que me indicó el nombre de la aldea: Ed-Dahariye.

Cuando fui a cruzar la pasarela, el policía Abdel-Razuk intervino.

–Quédese a bordo -exigió-. El lugar no es tan seguro.

–Gracias por su consejo -contesté saltando a tierra.

Me sentía atraído por aquellas chozas de aldeanos, hechas de tierra, precedidas de cuadrados dibujados con gran cuidado para facilitar la irrigación. Aquellas humildes viviendas se beneficiaban de la sombra de unas palmeras y unas acacias. Había unas grandes tinajas, donde se conservaba aceite o trigo, junto a la fachada de la casa más grande. Allí el tiempo se había detenido definitivamente. No había más acontecimientos que las estaciones, los nacimientos, las bodas y las muertes. La noción de progreso no tenía ningún significado. La vida se reducía a sus componentes más sencillas y esenciales.

Ed-Dahariye parecía desierta. Los habitantes estaban trabajando en los campos. Acercándome a la casa principal, me di cuenta, horrorizado, de que una cabeza masculina, con los ojos cerrados, sobresalía de la tinaja más alta. Me quedé paralizado y vi a un anciano salir de la casa y, amenazador, dirigirse hacia mí.

–¿Quién le envía?-preguntó con hostilidad.

–Nadie -contesté con un nudo en la garganta.

–¿Es usted francés?

–Sí…

El anciano escupió a mis pies y alzó la mano derecha para maldecirme.

–¡Márchese de aquí! ¿No les basta con haber asesinado a mi hijo? ¿También tienen que perturbar su descanso?

Expliqué al desdichado que sus acusaciones no me atañían.

Logrando comprender su discurso muy entrecortado, pude reconstituir los sucesos que habían conducido a la muerte trágica de un hombre. Éste había robado un bronce antiguo a uno de los ganchos de Drovetti. Intentando vendérmelo, fue arrestado por los chauces del sultán. Su cuerpo apareció en un canal. Los policías habían explicado a la familia que el prisionero se había escapado durante la noche y se había extraviado en el campo. Su padre aseguraba que le habían asesinado.

Trastornado por aquel triste asunto que acusaba a Drovetti y sus esbirros, y me costó concentrarme, de nuevo a bordo, en mi trabajo de cartógrafo. La ayuda de Rosellini, preciso y meticuloso, resultó muy valiosa. ¿Cuántas generaciones de sabios serán necesarias para explorar totalmente la inmensidad del Delta, el reino de la Corona Roja, que había contado con tantas ciudades santas durante el reinado de los faraones?

Llegó la noche del 16 de septiembre que todos esperábamos con impaciencia mal disimulada. Tras haber pasado delante de la aldea de Es-Ssafeh, los barcos nos permitieron llegar al primer gran emplazamiento, por fin accesible a otros que no fueran saqueadores de antigüedades: la misteriosa ciudad de Sais, que los antiguos convirtieron en el centro de una gran sabiduría detentada por la diosa Neith. Después de haber creado el universo pronunciando siete palabras, había tejido la vida cuyos secretos eran transmitidos por cofradías iniciáticas femeninas, fabricando los tejidos sagrados para el conjunto de Egipto. Estaba consultando los planos de Sais establecidos según las descripciones de Herodoto cuando llamaron a la puerta de mi camarote.

Fui a abrir. Era el padre Bidant, que había subido a toda prisa a bordo del Isis.

–Tengo que pedirle un favor, Champollion.

–Se lo ruego, padre. Si puedo ayudarle…

El padre Bidant no se decidía a formular su petición.

–No nos detengamos en Sais. Este lugar está maldito. Sigamos hasta El Cairo.

Estupefacto, dejé mi pluma. Seguro que había entendido mal.

–Usted es un gran sabio, Champollion, pero también un gran ingenuo. Esta tierra está poblada de demonios. No son inofensivos. Créame: evitemos Sais.

Me levanté, entre irritado y divertido.

–¿Cómo podría esta vieja ciudad alterar la fe cristiana, padre? Que yo sepa, no queda en ella ningún documento que ponga la Biblia en tela de juicio.

–Sais era una academia de brujos -precisó-. Los efectos de sus maleficios no han desaparecido. Podemos contaminarnos y ver corromperse nuestra expedición.

–¡Le veo muy supersticioso, padre! – me sorprendí-. ¿Acaso el Dios de los cristianos no nos protege de esas ilusiones?

El padre Bidant me gratificó con una mirada muy poco caritativa y desapareció. Le sucedieron Néstor l'Hote y Rosellini, muy excitados con la idea de descubrir su primer lugar de excavaciones. Me hicieron saber que el profesor Raddi, fascinado por el estudio de trozos de caliza cosechados en una cantera de Alejandría, no se había dado cuenta de que hacíamos escala. Nadie se atrevía a interrumpir sus investigaciones.

–¡Ya estamos sobre el terreno! – declaró L'Hote, muy animado-. ¿Cuáles son las instrucciones, mi general?

–Ante todo, prudencia. ¿Han cogido ya sus cuadernos de apuntes?

Mis colaboradores se disponían a dibujar y registrar una cosecha de hallazgos. Nos abrazamos, orgullosos y felices de estar allí, aquella noche de verano en la que íbamos a hacer revivir el más maravilloso de los pasados.

Solimán y una decena de ayudantes con antorchas nos guiaron hasta el emplazamiento de San el Hagar, donde se encontraba antaño la Ciudad Santa. Aquella luz, junto con la de la luna que brillaba en medio de un cielo estrellado de una pureza admirable, nos ofreció la más fantasmal de las exploraciones.

Había creído en la existencia de un gran templo, de una inmensa morada divina, de altos muros cubiertos de relieves.

Pasando por una brecha abierta en un gigantesco recinto, sólo descubrí un campo de ruinas. Sais, ciudad destruida, urbe perdida. Mi decepción fue tan grande como lo había sido mi curiosidad. Habríamos necesitado meses enteros para inventariar aquellos fragmentos de bloques, medir el recinto, recoger los fragmentos de estatuas. En silencio, invoqué a la diosa Isis cuyo velo había sido levantado aquí mismo por los iniciados a sus misterios. ¿Quién había podido mostrarse tan cruel como para destruir este lugar privilegiado de la espiritualidad, transformar piedras vivas en restos parecidos a rocas desgarradas por el rayo o temblores de tierra? Un olor horrible subía procedente de masas de aguas estancadas. Algunas se habían infiltrado en un cementerio árabe cercano muy mal cuidado. Pronto distinguí, al noreste del muro del recinto, una zona seca que sobrevolaban multitud de pequeñas lechuzas, consideradas por los antiguos como símbolo de la sabiduría y de la ciencia. Caminé hasta allí rápidamente, seguido por Rosellini y L'Hote. Pronto estuvimos convencidos de que habíamos identificado un túmulo funerario donde se encontraban tumbas. Mis compañeros tomaban notas con una celeridad que me tranquilizó con respecto al desarrollo de nuestra empresa. L'Hote se mostraba entusiasmado, Rosellini, más metódico. Si el destino me era favorable, me juré que volvería a Sais, que haría revivir aquel cuerpo deteriorado.

Mientras mis compañeros dibujaban un plano preciso de las ruinas, me rezagué, solo, en el sector suroeste, al pie del recinto, allí donde había localizado unos fragmentos de estatuas. Tuve el presentimiento de que aquí se alzaba la famosa Casa de Vida cuya ciencia había rivalizado con la de Heliópolis, el centro espiritual del antiguo Egipto. Aquí había sido penetrado el misterio de la inmortalidad. Pero la transmisión de ese saber se había perdido en la arena. Tendría que buscar más lejos. Sais se me escapaba, devastada por la ignorancia y la locura de las generaciones. Aquel vacío lamentable, que al principio me desanimó, se convertía en llamada.

–Sais sólo era una etapa, señor Champollion -dijo una subyugante voz femenina.

Lady Ophelia Reagrave, envuelta de luz lunar, llevaba un vestido de noche bordado con hilo plateado.

–Parece una diosa -reconocí, fascinado por tanto encanto y olvidando mis prevenciones contra ella.

Esperaba una sonrisa, sólo conseguí una expresión de gravedad.

–No hable de ese modo. «Diosa» es una palabra todavía sagrada a mis ojos. Sólo soy una mujer, lo cual sin duda le parece despreciable respecto a Neith…

–No lo crea-protesté.

–¿Qué piensa de esto?

Me enseñó el pequeño objeto que había recogido. Una estatuilla de sirviente del otro mundo, respondiendo a las órdenes de los glorificados que, en los campos paradisíacos, recurrían a él para fertilizar la tierra. Bastaba con leer los jeroglíficos que adornaban su cuerpo de piedra o de madera para devolverle la vida.

–Una hermosa pieza de una época tardía… No puedo permitir que se la lleve. Deberá ser inventariada y trasladada al museo.

–Lo sé. No hace falta que me sermonee. No pertenezco a las cuadrillas de Drovetti.

Herido, la agarré por las muñecas.

–¿Quién es usted realmente, lady Redgrave?

Se liberó con la soltura de una gata.

–¡Descífreme, señor Champollion!

Fue la primera en dejar Sais para volver al Isis. Permanecí un largo rato en el emplazamiento. Ya no sabía qué pensar de esa mujer. Normalmente, mi opinión sobre los seres se forjaba rápidamente. Ahora estaba desorientado, y hasta tal punto que me olvidaba de los siglos de historia que dormían bajo mis pies.

L'Hote me sacó de mi meditación.

–Hay que marcharse de aquí, general. Los indígenas amenazan. Creen que molestamos a los espíritus de los muertos.

Me dejé llevar hacia el barco, no sin reparar en la presencia santa de Abdel-Razuk, el policía del pacha, que no me quitaba el ojo de encima.


No dejé de trabajar, durante horas, para olvidar Sais y a lady Redgrave. Cualquier arqueólogo se hubiera sentido satisfecho, pero yo buscaba algo más que las huellas de una gloria extinta. Estaba de un humor tan sombrío que no quise abrir a nadie la puerta de mi camarote, con el pretexto de que estaba llevando a cabo una minuciosa investigación. Mis compañeros, acostumbrados a otras crisis de soledad parecidas, no se ofuscaron.

Solimán fue el único que se permitió insistir. Cedí.

–Tengo que darle a conocer un incidente grave. El Hathor está retenido en el muelle por un magistrado turco.

–¿Por qué motivo?

–Impuestos. Dos marineros han sido detenidos. No han pagado su diezmo al pacha.

–¿El padre Bidant no ha conseguido resolver este asunto?

Solimán guardó silencio. Su mutismo, expresaba una desaprobación. Como «general», sentí que era mi deber intervenir sin demora. Seguí a Solimán, dejando el Isis para ir hasta el lugar del drama, la villa de Zaouiyet er-Redsin.

A la sombra de un muro de la mezquita, sentado en unos cojines mullidos, y rodeado de fieles, el magistrado turco fumaba una larga pipa. Delante de él, con los puños atados a la espalda, los dos marineros del Hathor. Cabizbajos, parecían resignados a lo peor.

El turco, con unos ojos crueles y maliciosos, me miró acercarme. Se sentía muy satisfecho de haberme atraído hasta su tribunal al aire libre. Ridiculizar a un europeo sería una prueba brillante de su poder. La negociación sería difícil.

Solimán se lanzó en una peroración florida que trataba de las innumerables cualidades del sultán y de sus sirvientes, de la sumisión total de sus sujetos y de la justicia divina. El turco apreció el discurso, permitiéndome decir por qué me presentaba ante él.

–Quisiera saber qué falta han cometido estos hombres para estar así maniatados.

El turco contestó malhumoradamente que debían una importante suma al fisco. Se merecían un apaleamiento y sin duda la mutilación. El gentío aumentaba. Néstor l'Hote, Rosellini y el padre Bidant estuvieron pronto a mi lado.

–Poseo documentos oficiales -indiqué-. Llevan el sello del sultán.

El turco quiso ver mis salvoconductos. Los examinó cuidadosamente.

–¿Por qué no ha pagado por ellos? – pregunté en voz baja al padre Bidant-. Habríamos evitado esta farsa.

–Pues hay gastos inútiles… estos dos bandidos serán fácilmente reemplazados.

Si hubiera estado a solas con el religioso, no sé si habría podido contener mi furor.

–El padre tiene razón -afirmó Néstor l'Hote-. Es inútil perder el tiempo por culpa de dos ladrones.

El magistrado turco me devolvió los documentos. No le convenían.

Ciertamente, me admitían como un personaje importante y digno de respeto, pero no perdonaban a los acusados, amenazados con perderlo todo. Me invadió un sentimiento de rebelión contra aquella injusticia.

–Señores, no me iré de aquí sin estos dos marineros. Que el respetable funcionario del fisco sea bien consciente de ello. A través de mí, está insultando a la persona del virrey.

Estas graves amenazas fueron transmitidas al funcionario, que las tomó muy en serio y pidió consejo a sus cortesanos.

–Es usted demasiado sensible, general -observó L'Hote-. Si desea resolver el destino de todos los indigentes, más vale que demos media vuelta.

–Estos hombres forman parte de nuestro equipaje, señor L'Hote. Si les abandonamos, sus colegas ya no confiarán en nosotros. Y con razón. En cuanto a usted, padre -dije volviéndome hacia Bidant-, tenga la bondad de desaparecer de mi vista. Su sotana incomoda a nuestros anfitriones.

El religioso, antes un tanto inamistoso, pasó a ser francamente hostil. Contaba con un enemigo más. Regresó al Hathor, indiferente al resultado del combate.

–No cree que… -intervino Rosellini con suavidad.

–No cambiaré de opinión.

Sintiéndose inútiles, L'Hote y Rosellini salieron del círculo de mirones. El turco me hizo saber que mis amenazas no le impresionaban. Tenía la ley de su lado y el pacha no le desautorizaría. Una cohorte de infelices se aglomeró a la asistencia. El suceso cobraba importancia. No se desafiaba a menudo a un emisario del fisco.

–Que me indiquen la cantidad debida por los inculpados. Yo me encargo de pagarla a cambio de su liberación.

La proposición pareció escandalosa o vino demasiado pronto…

Sembró una gran confusión en el tribunal del turco, que recurrió a la invectiva para restablecer el orden. Me negué a responder a sus preguntas y permanecí inmóvil, dando a entender así que se trataba de mi última proposición. Tuve que esperar el resultado de la deliberación casi una hora bajo el sol ardiente que no me molestaba.

El turco, lleno de odio, soltó una cifra. El doble de la cantidad debida. La diferencia era para él y sus cortesanos. No discutí, arriesgándome a que me tomaran por un lelo. Los dos marineros del Hathor fueron liberados de sus ataduras. Me dieron las gracias con una emoción que me dilató el corazón, tal como hubieran escrito los antiguos egipcios.

–Mehmet-Alí es un tirano -comentó con calma Solimán en el camino que nos llevaba al Isis-. Ha hecho la guerra, ha distribuido sumas importantes a los europeos que necesita, pero el pueblo está hambriento y los recaudadores son más despiadados que los chacales. Siguen despojando a los que ya no tienen nada. El virrey posee tierras, comercio e industria. La riqueza es para él, la miseria para su pueblo. Las sanguijuelas turcas y su puñado de secuaces están desangrando a Egipto. Usted también será su víctima algún día. Manténgase alerta.

Me abstuve de tomarme la advertencia a la ligera. Rosellini venía a nuestro encuentro y no pude interrogar a Solimán sobre el significado exacto de su aviso.

Lady Redgrave nos observaba desde el puente del barco. Sonreía, como iluminada por un profundo gozo.


Al amanecer del 19 de septiembre vi las pirámides por primera vez. Nos acercábamos a Menfis, la capital del Antiguo Imperio, cuyo nombre me fascinaba desde mi adolescencia. La ciudad estaba protegida por el dios Ptah, el patrón de los capataces, los artesanos, los orfebres. De pronto, nuestro barco dio con un banco de arena, y se detuvo. Nuestros marineros se arrojaron al Nilo para liberarlo recurriendo al nombre de Alá y, mucho más eficazmente, a sus hombros anchos y robustos. La mayoría de estos marineros son unos Hércules admirablemente plantados, de una fuerza sorprendente. Cuando salen del río parecen estatuas de bronce recién vaciadas.

Llegamos sin dificultad a la punta del Delta donde se separan los brazos de Rosetta y Damieta. La perspectiva es magnífica. La anchura del Nilo es inmensa. Hacia Occidente, la masa de las pirámides destaca en un horizonte de palmeras. Una multitud de barcos navegan, unos por la derecha en el ramal de Damieta, otros por la izquierda en el de Rosetta. Otros también se dirigen hacia El Cairo, poderosa ciudad que destaca por sus minaretes, la colina del Moqattam y su austera ciudadela montando la guardia sobre el desierto.

Pedí que nos detuviéramos a la altura de la aldea de El-Qattah para que L'Hote dibujara aquel paisaje sublime. Los demás miembros de la expedición se unieron a nosotros.

–Si estas pirámides fueran desmontadas piedra por piedra -dijo el profesor Raddi, cuyo estado estático iba acentuándose día a día-, ¡qué gran contribución a la mineralogía!

–Estos monumentos no tienen mucho interés -le contradijo el padre Bidant-. Han sido edificados por abominables tiranos que han hecho morir a miles de hombres, condenados a trabajos agotadores.

¿Cómo no acalorarse oyendo semejantes necedades?

–Eso son mentiras que habría que dejar de propalar, padre. La religión egipcia nunca ha producido esclavos. Las pirámides son un símbolo del conocimiento.

–Pamplinas -gruñó el religioso, que prefirió alejarse.

–Me pregunto si encontraremos allí alguna inscripción -dijo Rosellini.

Dejando a cada uno con sus sueños, me dejé llenar por el espectáculo sobrehumano de las pirámides al amanecer, en la lejanía.

Una larga y fina mano enguantada de cuero rojizo se posó sobre la mía. Fui incapaz de reaccionar, cuando habría debido protestar con fuerza.

–¿Había imaginado alguna vez una luz semejante, señor Champollion? – preguntó lady Ophelia Redgrave en un murmullo que sólo yo oí-. ¿Acaso no somos los más afortunados délos privilegiados?

La hermosa aristócrata había cambiado de vestido una vez más, adoptando uno de tonos ocre degradados, que la convertía en un sol a distintas horas del día.

–Creo haber merecido esa suerte. Y aún ignoro qué clase de privilegio me reserva.

Llevaba las dos cartas encima, sobre mi corazón.


7


A las tres de la tarde del 19 de septiembre entrábamos en los suburbios de El Cairo. Yo caminaba en cabeza, junto a Solimán. En el desembarcadero nos esperaba un enviado del pacha. Me seguían Abdel-Razuk y Moktar, a quienes no había dirigido la palabra desde Alejandría; Rosellini y L'Hote, que identificaban la gran alameda de árboles plantados por los soldados de Bonaparte, que evocaban su victoria en las pirámides; el padre Bidant y el profesor Raddi, manteniendo un diálogo de sordos, cada uno dentro de su especialidad. En el puerto del Boulaq estuvimos sumergidos en la mayor leonera que un cerebro trastornado habría podido imaginar: las barcas y los barcos estaban tan apretados que ninguno podía maniobrar. Sin embargo, se entraba y se salía de allí, sin duda gracias a los efectos de una magia cuyas leyes no llegábamos aún a comprender. En los muelles, un hormigueo de marineros, comerciantes, mendigos. Allí se mezclaban nubios, árabes y europeos. Aquí y allí se discutía firmemente sobre el valor de un cargamento, el precio de un transporte o cualquier otra operación menos lícita.


Allí había unos hombres vestidos de un modo muy extraño: gorros en forma de cono, abigarrados con colores chillones; barbas y enormes bigotes de estopa blanca; fajos estrechos, apretando y dibujando todas las partes de su cuerpo; y cada uno de ellos se había ajustado unos enormes accesorios de paño blanco muy retorcido. Aquel atuendo, aquellas insignias y sus posturas grotescas representaban muy bien los viejos faunos pintados en las vasijas griegas de estilo antiguo.

Nos detuvimos en el patio de un edificio en mal estado y muy poco acogedor. Unos lienzos de pared amenazaban con caer en ruinas. En el umbral, un soldado con un uniforme mugriento dormía a pierna suelta, con el fusil a su lado. El enviado del pacha nos rogó que esperáramos, entró en el edificio, permaneció allí unos minutos y regresó con el rostro cerrado.

–Acceso a El Cairo prohibido -declaró en árabe a Solimán.

–¿Por qué? – le pregunté en su lengua.

–La aduana -contestó sorprendido-. Faltan papeles. ¿Tiene las autorizaciones?

Llamé a Rosellini que guardaba los documentos firmados de Mehmet-Alí y de Drovetti. Nuestro interlocutor se apoderó de ellos y desapareció de nuevo en el edificio de aduanas.

–Esto debería arreglarse fácilmente -le dije a Solimán.

–Quizá -respondió, evasivo.

Su reserva me preocupó. ¿Qué temía? Ninguna expedición disponía de recomendaciones como las nuestras. Para engañar la angustia que sentía crecer en mí, di algunos pasos en el patio, mientras mis compañeros lo llevaban con paciencia, saboreando té verde que les ofrecía un militar andrajoso. Observé a unas mujeres con velo que sacaban agua con sus tinajas en una gran cuba colocada sobre unos calces de madera. Su forma me intrigó. Me acerqué y, para mi asombro, me di cuenta de que se trataba de un magnífico sarcófago de basalto perteneciente a un sacerdote de la época saíta. No sin brutalidad, aparté a las amas de casa para descifrar los jeroglíficos de aquella época tardía, que imitaban a los de los tiempos de las pirámides. Hablaban de inmortalidad y del destino estelario del Justificado ante el tribunal del otro mundo. ¡Leía, leía con facilidad! ¡Los signos me hablaban! Febrilmente, copié las inscripciones principales y me precipité hacia L'Hote y Rosellini, cuyo rostro me pareció muy sombrío.

–¡He encontrado una obra maestra para el Louvre, aquí mismo!-anuncié.

Solimán apareció.

–La aduana se niega a concedernos la entrada a El Cairo -declaró con fatalismo.

–¿Cómo? ¿Acaso la firma del sultán no es suficiente para sus funcionarios?

Penetré en el edificio administrativo, tropezando enseguida con un cancerbero bigotudo y barrigudo que me apostrofó con vehemencia y me ordenó que me largara. Le contesté con la misma vehemencia. Resultó imposible dialogar, ya que el buen hombre se negaba a explicar su decisión. Bajo la amenaza de un arresto, tuve que volver al patio donde me esperaban, mortificados, mis compañeros. Intenté encontrar palabras reconfortantes, pero yo mismo estaba desconcertado.

Lady Redgrave pasó delante de nosotros, altiva. La seguimos con la mirada y la vimos entrar, estupefactos, en el edificio de aduanas.

–Van a maltratarla -se inquietó L'Hote.

–No tema -replicó Solimán-. Mis compatriotas no acostumbran agredir a las mujeres.

–¿Qué ocurre? – preguntó por fin el profesor Raddi-. ¡Estamos perdiendo el tiempo!

El padre Bidant le explicó la situación. Rosellini se mordía las uñas. Yo leía sus pensamientos: ¿iba nuestra expedición a fracasar en las puertas de El Cairo por culpa de un aduanero de poco entendimiento?

–Hay que avisar al sultán y a Drovetti -propuso el padre Bidant.

–No será necesario -dijo lady Redgrave, cuyo vestido malva brillaba al sol-. Aquí están nuestras autorizaciones.

Me presentó una decena de hojas mugrientas cubiertas de sellos, y se alejó. La alcancé, muerto de curiosidad.

–¿Cómo lo ha conseguido?

–Actúa de un modo demasiado europeo, señor Champollion. Sus papeles no podían en ningún caso impresionar al jefe de esta oficina de aduanas.

–¿Yeso por qué?

–Porque no sabe leer.

Me quedé boquiabierto. Lady Redgrave se había contentado, como cada hijo de vecino, con pedir las hojas selladas de antemano, sin enseñar al aduanero iletrado unos salvoconductos que superaban su entendimiento. – Pero ¿entonces habla usted árabe?

–Cada uno tiene sus pequeños secretos, señor Champollion. ¿Y si entrásemos en El Cairo?


Así pues, fue el 20 de septiembre cuando la expedición en pleno se presentó, en un estricto orden jerárquico, ante la puerta de Ornar. A caballo, vestidos al estilo turco, teníamos un porte altivo. Yo estaba a la cabeza del cortejo, enardecido tanto por el orgullo del éxito como por la visión del mundo nuevo que se ofrecía en un hervidero de colores y olores. Una muchedumbre innumerable llenaba las calles de la ciudad.

Cientos de turbantes blancos y coloreados se colaban entre carrozas, camellos y burros. Los borriqueros de esta ciudad son sin duda excelentes políglotas y fisionomistas; a la primera ojeada, identifican el alemán, el inglés, el francés, el italiano o cualquier otro extranjero y le dirigen algunas palabras en su lengua natal. Nada mejor que sus rucios, unos cuadrúpedos pequeños y robustos, para circular por las estrechas callejuelas. A base de gritos y de aguijonazos, los borriqueros dirigen sus rucios con una precisión admirable. Me sorprendió ver a varios con una oreja cortada y pregunté a Solimán la razón de aquello. Me explicó que así se castigaba a los burros sorprendidos robando en prado ajeno.

Cuando digo «burro» no me refiero a nuestro desdichado cuadrúpedo de Europa, insultado y golpeado, forzado a realizar los trabajos más duros, recurrido a la más triste condición, que no inspira ninguna lástima. Tampoco me refiero a un burro rebelde, con el peor carácter que pueda haber, que tira al suelo a cualquiera que se atreve a montarlo. No, el que no ha visto al burro de Egipto no conoce a uno de los animales más admirables de la creación. Es vivo, coqueto, ligero, mantiene su cabeza bien erguida y manifiesta su inteligencia a cada paso. Su dueño se complace cuidándolo, cepillándolo, lustrando su pelo hasta que parece terciopelo.

«¡Tu derecha!», «¡Tu izquierda!», «¡Tu pie!», gritaban los borriqueros, evitando con gran dificultad dos cortejos que se cruzaban, uno de bodas, otro de funeral. Unos jinetes, cuyas monturas estaban cubiertas de gualdrapas de terciopelo con bordados dorados, no vacilaban en empujar a cualquiera que obstruyera el paso, ya fuera mujer o niño. En todas partes, la gente comía y bebía hasta la saciedad. En las cocinas expuestas al viento, unas mujeres, rodeadas de una bandada de niños, preparaban habas calientes. Nabos cocidos, pepinos en vinagre, albóndigas de carne hacían buenas migas en una apetitosa salsa roja a base de especias. Un vendedor de té, provisto de aparatos de latón impecables, ofrecía su excelente brebaje, rivalizando en habilidad con el aguador y los vendedores de jarabe de frutas, agua de regaliz, infusión de algarrobo o de dátil, de zumo de pasas. Unos adolescentes predicaban las virtudes de sus frutas, sandías, granadas, dátiles, pasas, tomates, higos. La gente cataba tortas tibias, limones, cebollas. Unos trozos de cordero se estaban cociendo en grandes ollas de cobre.

El Cairo, para recibirnos, se había transformado en una gran sala de banquetes.

Llegábamos en buen momento; aquel día y el siguiente eran los de la fiesta que los musulmanes celebraban por el nacimiento del Profeta. La gran e importante plaza de Ezbekieh estaba llena de gente rodeando a los faranduleros, las bailarinas, las cantadoras, y de hermosas tiendas bajo las cuales se practicaban actos de devoción. Aquí, unos musulmanes sentados leían a compás unos capítulos del Corán; allá, trescientos devotos, colocados en filas paralelas, sentados, moviendo sin cesar la parte superior de su cuerpo, para adelante y para atrás como muñecas articuladas, cantaban en coro La Allah-Ell'Allah, «No hay más Dios que Dios»; más lejos, quinientos energúmenos, de pie, colocados en círculo y codo a codo, saltaban a compás y lanzaban, desde el fondo de su pecho agotado, el nombre de Alá, mil veces repetido, pero con un tono tan sordo, tan cavernoso, que en mi vida he oído un coro más infernal: aquel espantoso zumbido parecía salir de las profundidades del Tártaro.

Junto a estas demostraciones religiosas, circulaban los músicos y las rameras; unos columpios de todo tipo estaban en plena actividad. Esta mezcla de juegos profanos y de prácticas religiosas, junto con la rareza de las figuras y a la gran variedad de trajes, formaba un espectáculo de otro mundo.

Las madres zambullían a sus hijos en el agua fangosa, tanto para divertirles como para lavarles. Salían de allí negros como sapos y se reían a carcajada limpia. Todos rendían culto a aquella agua que a veces subía tanto que formaba un lago donde navegaban barcas llenas de gente elegante.

–¡Champollion! ¡Mire allí!

El caballo de Rosellini había llegado a la altura del mío. Dirigí la mirada en la dirección indicada por mi discípulo, pero sólo pude ver un grupo de bailarines ejerciendo su arte cerca de un caldero humeante alrededor del cual se agrupaban unos comensales.

–Estoy totalmente seguro -dijo Rosellini, emocionado-. Era él a quien vi.

–¿Quién?

–Drovetti, el cónsul general.

–Imposible.

–Le juro que le he visto.

Un movimiento de la multitud nos obligó a separarnos y a retomar nuestra progresión en fila india. No dudaba de la buena fe de Rosellini, sin por ello creer en la presencia de Drovetti. Tendría que haber viajado al mismo tiempo que nosotros en otro barco. ¿Y con qué intención?

–La rosa era espina -enunció una voz grave-. Con el sudor del Profeta, ha florecido.

Justo delante de mí caminaba un vendedor de pistachos. No veía su rostro.

–¿Es usted el que sabe leer la escritura de las piedras viejas? – preguntó con el mismo timbre profundo.

–Creo poder conseguirlo, efectivamente… ¿pero quién es usted?

–La advertencia de la carta pronto va a realizarse. Vaya mañana, a las siete, a la mezquita de Thouloun.

El hombre apuró el paso y se dirigió hacia una callejuela a la izquierda.

–¡Espere! ¿De qué carta…?

El vendedor de pistachos ya había desaparecido.


Han hablado muy mal de El Cairo. Yo me encuentro bien allí. Esas calles de ocho a diez pies de ancho, tan desacreditadas, me parecen bien concebidas para evitar los grandes colores. Es una ciudad monumental, una ciudad de las mil y una noches, aunque la barbarie turca haya destruido o dejado destruir la mayoría de los deliciosos productos de las artes y la civilización árabes.

¿Cómo negarlo? Estoy enamorado de este enmarañamiento de casas, a menudo en tan mal estado, de callejuelas estrechas donde trabajan curtidores, alfareros, orfebres, por donde pasan buhoneros y cocineros ambulantes. Todo es feo, a veces sórdido, pero desprende una magia que convierte a esta ciudad repulsiva, casi inhumana, en una rompecorazones. En El Cairo se callejea hasta perder la orientación. Siempre, claro está, que se mantenga uno fuera del barrio reservado donde se refugian los residentes y viajantes europeos, al abrigo detrás de las grandes puertas de madera que se cierran cada noche, aislándoles de la población y protegiéndoles de los motines y las epidemias. Las casas de El Cairo están pegadas unas a otras, formando barrios anárquicos cuyos únicos pulmones, los patios interiores, están casi siempre ocupados por una multitud de animales. Para respirar un poco, uno se dirige naturalmente hacia los lugares tranquilos y despejados, la gran plaza de Ezbekieh, las mezquitas o la ciudadela. Desde lo alto de esta última, donde me encontraba para saludar la salida del sol, la fealdad desaparece. A lo lejos, en el desierto, vi formarse una caravana. Allí había unos treinta camellos, casi todos tumbados. Junto a ellos, unos enormes fardos de mercancías. Los camelleros, con ayuda de unos palos, empezaron a reagrupar sus animales. Debajo de mí, la capital del Egipto moderno desplegaba su inmensidad. Descubrí miles de terrazas, minaretes, cúpulas. Al este se dibujó el trazo de fuego del sol naciente, creando el oro del nacimiento del día. Como rayos de luz petrificados, las pirámides surgieron del desierto. Allá se extendía el reino de la muerte, la tierra de los dioses: Saggarah, Dahchour, Abusir, Gizeh, donde los antiguos egipcios habían ahondado la eternidad hasta descubrir su secreto. El único secreto que merecía ser descubierto.

¡Dios, qué visión más sublime! Me sentí como en el cielo, lejos de las pequeñeces humanas, como si experimentara el impulso que había animado el espíritu y la mano de los constructores. Pero estaba esa cita dada por el vendedor de pistachos.

Un borriquero me condujo hasta la mezquita de Thouloun, un edificio del siglo IX. Aunque parcialmente en ruinas, es el más bello monumento árabe de Egipto. La elegancia de sus líneas, la sobriedad de su arquitectura imponen respeto. Mientras estaba observando la puerta, un viejo jeque me propuso entrar en la mezquita; acepté presuroso y franqueé con presteza la primera puerta. Me pararon en seco en la segunda: había que descalzarse para penetrar en el santo lugar. Tenía botas, pero no medias; la dificultad resultaba apremiante. Me quité las botas, utilicé un pañuelo para envolver mi pie derecho, otro para el pie izquierdo. Y heme aquí sobre el mármol del recinto sagrado, desierto a aquella hora. Esperé un tiempo bastante largo, sin atreverme a deambular en aquel sitio cuya tranquilidad contrastaba con la agitación de las calles.

Apareció un turco muy alto con un sable de mameluco en el costado. Su rostro estaba casi totalmente oculto por una barba negra. Se detuvo a un metro de mí, serio como un Anubis guardián de tumba. Temí de pronto haber caído en una emboscada. ¿Hay algo más fácil que hacer desaparecer un intruso acusándolo de haber violado el recogimiento de una mezquita? Sin embargo, ahora yo parecía un árabe de pura cepa. Pero el borriquero me había tomado por uno de sus compatriotas, olvidando robarme. Si ese cancerbero me agredía, es que había sido denunciado. Me faltó la respiración, sintiéndome atrapado en una ratonera. ¿Pelearme? En ningún momento, a lo largo de mi corta existencia, he recurrido a la violencia. Me repugna. Incluso para defender mi vida, me sentía incapaz de recurrir a ella.

Permanecimos inmóviles, como fascinados mutuamente. Sin duda debí haber intentado huir, pero esa actitud me pareció indigna. Tal vez el primer golpe provocaría en mí una voluntad nueva. El turco avanzó, con el sable desenvainado y una lentitud infinita. Me vino a la boca el gusto de los jeroglíficos. Su llamada irresistible me sacó de la resignación que me inmovilizaba. Apretando los puños, decidí defenderme.

–Márchese de aquí -ordenó-. Le esperan en el bazar, en Khan el-Khalil. El vendedor de libros.

Envainando de nuevo su sable, se alejó de mí como si yo hubiera dejado de existir.


Khan el-Khalil era la más famosa y la más obstruida de las entradas del bazar. Una multitud de puestos casi cortaban su acceso. Vendedores de tortas, mendigos, fumadores de narguiles, borriqueros se entremezclaban en un continuo tumulto, modulado como una oleada inagotable. Unos confiteros increpaban a unos atletas que, al demostrar su aptitud para levantar bloques de piedra, impedían que la clientela se acercase al puesto. Un fabricante de chinelas de cuero rojo se divertía con el incidente.

Ningún librero a la vista. El fabricante se acercó a mí.

–Se juzgan los actos de los hombres según sus intenciones -dijo-, y a cada hombre su recompensa según sus intenciones.

Enunciaba el proverbio inscrito en la puerta de los barberos.

–¿Cuáles son las suyas? – pregunté.

Apartó las hileras de chinelas, revelando una serie de libros encuadernados en rojo.

–Coja uno.

Tomé un ejemplar del Corán.

–El de al lado le interesará mucho más.

Obedeciéndole, ¡descubrí un relato de viaje escrito por un veneciano que había visitado Egipto en el siglo XVII y redescubierto Tebas! Me sumí en una lectura apasionada, pero el librero-zapatero me golpeteó el antebrazo. Alcé la vista y divisé en la multitud de paseantes una silueta familiar: ¡Drovetti!

Vestido al estilo turco, caminaba con su aire marcial y decidido, sobresaliendo en la indolencia de los orientales.

Olvidando el libro del veneciano, me lancé en su persecución, decidido a no perderle de vista y a hacerle rendir cuentas. Así que Rosellini no se había equivocado. ¿Por qué había ido el cónsul general a El Cairo al mismo tiempo que nosotros?

Un cortejo nupcial afluyó sobre mí. Inmovilizándose en medio de la callejuela, unos jóvenes levantaron un quiosco con cuatro varas de madera y una franja de tela como techo. Unos tamborileros se desenfrenaron mientras se colgaban unas linternas y se disponían unos banquillos para que descansaran los invitados. Sirvieron café a los transeúntes que tomaron parte en la fiesta. Aquel despliegue de alegría me metió en un apuro, pues Drovetti aprovechó para desaparecer. Colándome entre hileras apretadas, esforzándome por no empujar a nadie y por no mostrarme impaciente, conseguí franquear el obstáculo.

Lady Ophelia Redgrave surgió ante mí.

Su vestido malva formaba una mancha incongruente en medio de las galabiehs marrones. Inmóvil, en el centro del remolino de los transeúntes, me estudió con una mirada inquieta.

–¿Qué hace usted aquí?

–Soy yo quien debería preguntárselo. ¿No acaba de divisar al cónsul general Drovetti?

Confusa, vaciló.

–No, claro que no… Drovetti no está en El Cairo. Se ha quedado en Alejandría.

La callejuela era demasiado estrecha para que no viera a Drovetti. Seguramente habían tenido tiempo para intercambiar algunas palabras. Ahora estaba convencido de que se habían citado en el bazar, ocultos en el gentío. Mi presencia debió molestarles.

–¿Me ha mandado usted una carta, en Francia, antes de que saliera nuestra expedición?

Sus hermosos ojos verde claro se tiñeron de sorpresa.

–Nunca he tenido el gusto de escribirle -contestó con ligera ironía.

Lady Redgrave tenía excepcionales dotes de comediante, pero la situación real se aclaraba. La inglesa y Drovetti habían concluido un pacto contra mí, comisionados por mis adversarios europeos, decididos a impedir que verificara mis descubrimientos sobre el terreno. Drovetti me observaba a distancia, tomando las disposiciones necesarias para entorpecer cualquier progreso, mientras que lady Redgrave efectuaba su trabajo de espía junto a mí. Tendida de aquel modo, la trampa no dejaría escapar su presa. De Egipto sólo saldría un Champollion destrozado, vencido y ridiculizado. Estaba condenado a fracasar o a morir en esta tierra sin haber transmitido al mundo el fruto de mis trabajos.

–Le veo muy preocupado, señor Champollion. ¿Aceptará servirme de guía en este dédalo? Sólo usted podría hacerme descubrir las maravillas que se ocultan bajo los oropeles y las falsas piezas de orfebrería.

Su sonrisa me desarmó. Unas oleadas humanas nos rodeaban, sin chocar con nosotros. Formábamos un islote de inmovilidad en el seno de aquel movimiento inagotable. Aunque mis prevenciones hacia lady Redgrave permanecieron igual de vivas, no tuve el valor de rechazar su pedido. Dándome el brazo, me llevó a las profundidades del zoco, hacia el barrio de los orfebres. Allí se mezclaban miserables imitaciones y pequeñas obras de arte hechas por artesanos para quienes el tiempo no contaba. Prescindiendo totalmente de mis consejos para distinguir lo auténtico de lo falso, lady Redgrave eligió un brazalete de oro adornado con lapislázuli cuyo color azul evocaba el cielo nocturno de Egipto donde aparecen las miríadas de estrellas, refugios de las almas de los faraones difuntos.

Mientras ella examinaba la joya regateando su precio, según la regla local, mi corazón se estremeció. ¡El bloque de piedra que servía de mesa al orfebre comprendía una decena de jeroglíficos, grabados en el estilo tan puro del Antiguo Imperio! Interrumpiendo el regateo, supliqué al artesano que me dejara contemplar aquella piedra más preciosa que ninguna. Intrigado, el buen hombre aceptó, quitando herramientas, joyas y balanza que atestaban el augusto vestigio.

Palidecí. Había una tarjeta, ese óvalo acabado en un bucle en el cual estaban inscritos los nombres de los faraones.

–Se lo compro -le dije al orfebre.

Éste no aceptó.

–¿De dónde procede esta piedra?

–Pertenece a mi familia desde hace varias generaciones. Es nuestro talismán. Nos protege y nunca saldrá de nuestro taller.

Conocía demasiado la fuerza de la superstición para creerme capaz de vencerla. Aquel bloque extraordinario estaba perdido para siempre para la ciencia. En cuanto nos fuéramos, el orfebre se encargaría de esconderlo rápidamente en algún lugar inaccesible.

–¿Qué le revela esta inscripción? – se inquietó lady Redgrave mientras yo copiaba los jeroglíficos.