CAPITULO PRIMERO
La nave interplanetaria «Celes» surcaba el espacio sideral.
—¡Capitán! Termino de captar señales de socorro.
El aludido comprobó que, en efecto, se volvían a producir aquellas llamadas angustiosas, como otras tantas veces había ocurrido.
La computadora de navegación le dio el rumbo y distancia de donde emitían aquellas señales y, sin dudarlo un momento, maniobró en la astronave y partió, raudo, hacia aquel punto.
—A ver si en esta ocasión tenemos suerte —comentó Walter a su copiloto.
—Lo pongo en duda, capitán.
—Pero en alguna ocasión cometerán un fallo, y los descubriremos.
—No sé, no sé...
—Deja tu pesimismo a un lado, Jerry. Esto no puede durar siempre.
—¿Qué me dice de las otras tripulaciones que lo han intentado?
—Bien, de acuerdo. No se han de salir siempre con la suya, y nosotros trataremos de que esto sea una realidad.
Y tras sus palabras, comprobó el panel de indicadores de mando, para decir a continuación:
—Voy a imprimir más velocidad. Tenemos que saber, de una vez, las causas de la desaparición de esas naves interespaciales.
—Siempre nos ha de tocar la peor a nosotros, capitán. Mejor dicho, a mí. ¡Ahora que casi ya tenía convencida a Lucy...!
—¡Ah! ¿La morena aquélla?
—No, ésa pasó al archivo. La mandé a paseo.
—¿Por qué?
—Se empeñaba en llamarme Joe, y la muy... fresca... ¿sabe por qué lo hacía?
—Lo ignoro.
—Más tarde me enteré de que iba con dos más, a los que también les llamaba de igual modo. De esta manera no había lugar a equivocaciones, mientras duraba su capricho.
—Entonces... ¿Se trata de la rubia?
—¡Ni hablar...! Esa otra se empeñó en ser un dechado de virtudes y luego resultó lo contrario. ¡Menuda rubia...! Me costó sudores quitármela de encima.
—¿Así que es un nuevo amor?
—Esta Lucy es algo excepcional...: Delicada, femenina, una verdadera maravilla, capitán.
—¿Y hasta cuándo va a durar?
—¡Ah, no! Esta es definitiva. Ya lo verá.
—Eso has dicho siempre.
—No, no; esta vez va muy en serio.
El capitán esbozó una sonrisa incrédula.
Walter River se ganaba la confianza de sus hombres por su comprensión y humanidad. Esto hacía que le eligieran como su confidente y él trataba de seguirles la corriente o bien de aconsejarles.
La conversación sobre ese tema no dio lugar a extenderse más, puesto que, en aquel momento, Charles Leig, el observador, indicó:
—Capitán, treinta grados estribor se registra la presencia de dos naves.
—Gracias, Charles. Enfilamos hacia allá.
Rectificó el rumbo y, sin perder velocidad, iban como una flecha hacia el punto señalado.
En efecto, las dos naves se captaban con más claridad, a tiempo que se las veía maniobrar y, de vez en cuando, unos destellos alternativos en los cascos de las mismas.
—Están cambiando, capitán.
—Ya lo veo, ya lo veo... Trata de establecer contacto. Que se identifiquen...
Charles iba a hacer lo que le indicó su capitán, pero una de aquellas naves quedó desintegrada en el espacio infinito.
—¡Càspita...! Hemos llegado tarde — exclamó, apesadumbrado, el capitán, y prosiguió:
»Pero hemos adelantado algo. Ahí tenemos la que nos puede conducir a descifrar el enigma.
—O la que nos mande al cuerno.
—Jerry, si no fuera porque te conozco, te dejaba en tierra para siempre. ¡Cuidado que eres cenizo...!
—Es que...
—Déjate de tonterías. Seguro que si se tratara de alguna chica...
—¡Ah, es que están tan ricas, capitán...!
—Pues te lo imaginas, y por ella...
—Sí, sí... ¡Como si esto fuera fácil...!
Mientras tanto, se fueron acercando a la nave desconocida.
El capitán Walter River, indicó a Charles:
—Solicita identificación.
Charles, al cabo de un rato, manifestó:
—Nada contestan, ni con el código interplanetario.
—No insistas. Ya se han dado cuenta de nuestra presencia.
En efecto, la nave misteriosa daba un giro para tomar una trayectoria elíptica y adquirir una posición ventajosa, sin duda, para iniciar el ataque.
Al capitán no le pasó desapercibida la maniobra, por lo que situó su nave de forma que contrarrestara toda acción posible, que redundara en perjuicio de ellos.
La cosa estaba clara.
Quienes fueren, trataban de aniquilarlos, puesto que ya hacía rato que esperaban hallarse en una situación ventajosa.
Pero la pericia del capitán, les ganó la mano.
En una fracción de segundo en que tuvo a la nave misteriosa enfocada, disparó sus elementos ofensivos y unos destellos aparecieron en la nave oponente.
Por un momento, comenzó a dar tumbos, pero luego, recuperada la estabilidad, huyó precipitadamente.
Walter comentó jocosamente, dirigiéndose a su copiloto:
—Jerry, me da la impresión de que a «esa chica» no le has gustado ni pizca. Mira cómo se aleja... Y todo es por la cara de susto que pones.
—¿Yo...?
—Sí, tú... Anima ese rostro, hombre.
—Es que las chicas no me dan miedo. Pero eso que va ahí delante...
—Ya me contestarás, cuando te pesque una definitivamente.
—Eso todavía no lo sé. De lo único que estoy enterado es de lo que vuela por ahí, y no son besos precisamente lo que reparte.
—Aún no lo sabes.
—Bueno, por lo que he visto..., ya lo imagino.
La distancia que mantenían en un principio con la nave que huía, se fue acortando.
Walter frenó la «Celes».
—¿Por qué no le damos alcance, capitán?
—Quiero averiguar su punto de partida.
—Puede que la hayamos averiado.
—Quizá, pero también puede constituir una celada.
—¿Quiere decir?
—Todo podría ser. Lo que sea, no tardaremos en saberlo.
La nave misteriosa cambió de trayectoria dos o tres veces.
Walter mantenía la distancia y la seguía adonde fuera.
—Está claro que pretende despistarnos.
—Pudiera ser, Jerry. Ya hemos dejado nuestro Sistema Solar, y nos introducimos en la galaxia «Frátera». A algún sitio se dirigirán, y quizá lo que traten de impedir es el que podamos averiguarlo.
Walter no iba desencaminado en sus palabras. Por el momento, les estaban entreteniendo, lo que confirmaba también lo dicho por Jerry.
Ya cansado de ir de aquí para allá tras la nave perseguida, al capitán se le ocurrió:
—Vamos a dejar que se alejen, manteniéndolos controlados con nuestro sistema de rastreo a distancia. Entonces quizá se confíen, y nos lleven adonde nos interesa.
—Sí, creo que será lo más indicado.
—¡Hombre! Por una vez, estamos de acuerdo.
—No, es que estoy viendo que envejecemos vagando por el espacio, y mi Lucy se va a marchitar o se irá con otro.
—¡Ah, ya decía yo...! Tú siempre en órbita alrededor de féminas.
La nave en cuestión se fue alejando, y únicamente sabían de su presencia por los aparatos supersensibles que llevaban a bordo, lo que les permitía seguir fielmente la trayectoria de la nave misteriosa.
Su táctica dio el resultado apetecido.
En los registros se denunciaba la presencia de una masa ingente hacia la que se dirigía la nave.
Walter River advirtió:
—Tomad buena nota de ello, y todos preparados ante posibles emergencias.
Charles, en aquellos momentos, anunció:
—Capitán, la nave ha confluido con esa masa.
—Redobla tu vigilancia. No vaya a ser que pase de largo, y quedemos burlados.
Pasados unos minutos, confirmó Charles:
—Estoy seguro, capitán. Han aterrizado.
—Bien, pues vamos allá.
A medida que se acercaban, aquella masa se iba definiendo con más intensidad.
Ya no les quedaba duda de que se trataba de un planeta.
La velocidad de crucero que llevaba la nave que ocupaban, se fue acentuando, seguramente por hallarse bajo el campo de atracción de aquel planeta.
Walter frenó la nave que capitaneaba.
Advirtió:
—Vamos a aproximarnos más para poder observar.
A simple vista, ya podían apreciar que se trataba de una superficie altamente escarpada, sin que existiera una pequeña llanura dónde posarse.
Walter preguntó a Charles:
—¿Detectas la astronave?
—Ni rastro de ella, capitán.
—Sí que es raro... ¿Estás seguro de que ha rendido viaje aquí?
—Así es, señor.
—Pues tenemos que encontrarla. No puede haberse esfumado tan alegremente.
—Mire, capitán. Ahí hay un claro.
Walter fijó la atención hacia donde le indicaba Jerry.
En efecto, en medio de aquellas escarpadas montañas, había una superficie circular, que rompía la orografía dominante.
Se situaron encima de aquel círculo, y descendieron un poco más.
Aquello tenía la forma de una especie de chimenea gigantesca y, absortos como estaban en su contemplación, apenas si pudieron darse cuenta de que su astronave iba perdiendo altura de una forma imperceptible.
Al reparar en ello, Walter accionó los cohetes de elevación.
Demasiado tarde. La nave que ocupaban seguía en su descenso.
Jerry, al ver la cara de preocupación que ponía Walter, le preguntó:
—¿Pasa algo, capitán?
—Sólo que me da la impresión de que tendrás que aplazar tu visita a Lucy.
—¿No me diga...? ¿Qué ocurre?
—Los cohetes de elevación no responden, y vamos perdiendo altura.
—En ese caso, me parece que tiene razón. Tendré que esperar un poco.
Ya estaban inmersos en aquella gran chimenea, y a su alrededor únicamente podían ver pared.
La alarma cundió entre la tripulación.
Walter tuvo que decirles:
—Permaneced tranquilos, y que nadie abandone su puesto.
La verdad es que el capitán también estaba preocupado, y más por su tripulación que por él mismo.
Era consciente de su responsabilidad, por la confianza que habían depositado en él, al confiarle sus vidas.
Inesperadamente, la astronave «Celes» quedó en la más completa oscuridad, como sumidos en las profundidades de aguas negras.
Walter, sin perder la calma, ordenó:
—Conectad los reflectores.
De nuevo gozaban de visibilidad, pero a su alrededor únicamente veían aquellas paredes circulares y su nave descendiendo suavemente, como dirigida por una mano invisible, que le impedía cualquier roce con los muros que la circundaban.
Posteriormente, Walter comentó:
—Nos hemos detenido. La «Celes» se ha posado sobre algo.
Observaron a través de las escotillas inferiores, y, en efecto, estaban situados sobre una plataforma, y encima de sus cabezas, fuera de la nave, la más tenebrosa de las tinieblas.
A poco, notaron que el descenso continuaba y, pasado un límite, las paredes se iban ensanchando y la claridad aumentaba, sin que les hicieran falta los reflectores.
—Desconectad los focos. Hay que ahorrar energía, por lo que pueda pasar.
Indicó Walter, pensando que, ante la posibilidad de una eventual evasión, les convenía mantener a la «Celes» en su máximo rendimiento de carga.
El espacio que había a su alrededor ya era enorme, y les faltaba poco para llegar al suelo, posados en aquella plataforma.
Por fin quedaron inmóviles. El descenso había terminado.
Miraron a su alrededor, y por allí no había vestigios de presencia humana. Únicamente aquella gran sala tallada en la roca e iluminada no sabían desde dónde, como si las paredes fueran fosforescentes.
—¿Qué hacemos ahora, capitán?
—Pues presumo que no nos queda otra alternativa más que esperar.
Y la espera no fue muy larga.
De las paredes se abrieron unas trampillas, y de ellas emergieron unos brazos mecánicos, con una especie de ventosas monumentales.
Estos brazos, cuatro en total, fueron a adherirse al casco de la «Celes», dos por cada parte, y las ventosas se acoplaron perfectamente.
A Walter no le hizo la menor gracia el cariz que estaban tomando las cosas.
Si con aquellos brazos mecánicos destruían el casco de su nave, ya se podían despedir del único medio de fuga con que contaban.
Iba a ordenar que enfocaran los cañones destructores hacia aquellos brazos que sujetaban la astronave, cuando algo raro sucedió.
Notaron una sutil vibración, y, a continuación, una laxitud en todos sus miembros.
Walter hizo un sobrehumano esfuerzo para dirigirse a accionar el pulsador de proa.
Todo inútil. Se desplomó en el suelo de la «Celes», y aún alcanzó a ver a sus hombres en el mismo estado, antes de perder el conocimiento.
CAPITULO II
El despertar fue desconcertante. Se hallaban cómodamente instalados en una habitación, en cuyas paredes habían unos huecos circulares de dos metros de diámetro.
Dichos huecos eran opacos, y les alumbraba idéntica luz a la que habían observado donde llevaron su nave.
Walter River, a medida que se iba despejando su cabeza, se preguntaba cómo los habían metido en aquella jaula de oro, puesto que más bien parecían invitados que prisioneros.
Miró su registro de tiempo.
No le sirvió de nada, puesto que, debido a la tensión que precedió, por los acontecimientos acaecidos, no tuvo la precaución de prefijarlo.
Por su constitución atlètica, por su poder de recuperación, fue quien más pronto consiguió la lucidez.
Lo primero que hizo fue cerciorarse del estado de sus hombres, de reanimarlos.
—¡Eh, Jerry! Venga, despierta...
El aludido entreabrió los párpados, a consecuencia de los golpecitos que le daba Walter en sus mejillas.
Con expresión aletargada y voz entrecortada; preguntó:
—¿Dónde.... estoy...?
A Walter casi le dio risa, y decidió gastarle una broma :
—¿En dónde has de estar? En casa de Lucy.
El efecto fue fulminante.
Jerry abrió desmesuradamente los párpados, y preguntó, incrédulo:
—¿Qué...? ¿Dónde está?
Walter no pudo contenerse y soltó la carcajada, para luego decirle:
—¡Qué más quisieras tú, majadero! ¡Vuelve, de una vez, a la realidad.
Jerry le miró, decepcionado, y con pesadumbre manifestó, a tiempo que observaba la estancia:
—Ya..., ya recuerdo...
—Anda, despabila de una, y ayúdame a volver en sí a los demás.
Dedicó su atención a Charles y luego a Paul y Tony, los dos especialistas en mecánica. Para ellos, este paseo espacial resultaba el primero, por su envergadura.
Cuando ya estaban todos con su uso de razón, les sorprendió una voz que les decía:
—Hombres del planeta Tierra. Sois prisioneros del planeta Chenemod. El conservar vuestra existencia depende de vosotros mismos. ¿Estáis de acuerdo en someteros?
Walter River, lleno de serenidad, respondió por todos:
—Depende de lo que se nos exija a cambio.
—¿Quién eres tú para responder por los demás?
A Walter le sentó mal aquella altanería y petulante superioridad con que le hablaban, y correspondió de la misma forma, al contestar con otra pregunta:
—Y tú, ¿quién eres para interrogar?
—Yo soy Shálin, el que vela por la seguridad de Chenemod.
—Y yo, Walter River, capitán de la astronave «Celes».
—Ahora, responde, capitán. ¿Estáis de acuerdo en someteros?
—Te repito lo de antes, Shálin. Depende de lo que queráis de nosotros.
—Simplemente, vuestra colaboración.
—Poco podremos hacer cuando sólo se te oye la voz, y desconocemos en qué pueda consistir esa colaboración.
—Puedes verme ya, capitán.
En efecto, en uno de los huecos circulares apareció la imagen de un ser más bien bajo, de ojos rasgados, con unos caracteres étnicos similares a los mogólicos.
Vestía una indumentaria oscura y brillante, ancho cinto, y la cabeza y cuello cubierta por una malla también oscura.
En el pecho ostentaba unos distintivos, seguramente los propios de su rango.
—Y bien. ¿Qué pretendes?
—Que nos ayudéis a poner en funcionamiento unas naves que poseemos, algo similares a la vuestra.
Ya de por sí, aquel que se decía llamarse Shálin le resultó antipático, y esta versión aumentó, al mencionar que poseían unas naves.
Iba a preguntarle cuál era su procedencia, pero la prudencia le hizo ser cauto.
—Hasta que no veamos de qué naves se trata, no puedo darte una' afirmación.
—Hablas con sabiduría, capitán. Pero no te excedas, puesto que podría resultarte caro, para ti y para tus hombres.
—No creo que haya dicho nada extraordinario.
—Puede que sea de este modo. Pero quedas advertido. Se os llevará adonde están las astronaves, y ya me pondré en comunicación contigo para saber el resultado.
Dicho esto, aquel hueco donde apareció la imagen de aquel petulante personaje, volvió a adquirir la opacidad de un principio.
Mientras se mantuvo aquel diálogo, los hombres del capitán Walter River permanecieron en silencio. Iban a hablar en tropel, cuando Walter les contuvo:
—Que cada uno se reserve sus pensamientos. Todos quedaron extrañados ante la indicación de su capitán, pero le obedecieron, guardando silencio.
* * *
Se hizo una abertura en la pared, y apareció un hombre armado y con una indumentaria parecida a la de aquel individuo que les habló y con la diferencia de que no era tan lujosa, y ostentando solamente una insignia.
Se dirigió directamente a Walter:
—Capitán, Shálin me ha ordenado que te conduzca, acompañado de tus hombres, adonde están las naves.
—Bien. Vamos allá, muchachos.
A la salida de la estancia, les aguardaban diez hombres más, e igualmente armados.
Fueron llevados por unos complicados pasadizos, que eran bloqueados por puertas de seguridad.
Iban caminando en silencio, y únicamente se oía el tenue pisar de todos ellos, pues comprobaron que el piso era mullido como cubierto por una alfombra.
Tras vueltas y revueltas, desembocaron en un amplio espacio, también subterráneo.Walter no perdía detalle de todo, y, hasta el momento, las posibilidades de escape se presentaban muy remotas.
Pasaron a otro espacio mucho más grande que el primero, y ocupado por cuatro astronaves, cuyos tipos les resultaban familiares.
Jerry estuvo a punto de decir algo, más Walter le presionó el brazo, al tiempo que le miraba de un modo significativo.
Jerry captó lo que le quiso decir sin palabras su capitán, y se abstuvo de manifestar cualquier comentario.
Por allí pululaban unos hombres con indumentaria inferior a la que llevaban sus acompañantes, quienes, al verles, se retiraban con muestras de terror contenido.
Se detuvieron ante una astronave, y el que mandaba la escolta se dirigió a Walter:
—Capitán, en esta nave es donde tenéis que empezar vuestros trabajos.
—De acuerdo.
Se disponían a subir las escalerillas, cuando se oyó una explosión sorda, y todo aquel recinto tembló.
Las explosiones se sucedieron.
Al capitán y a sus hombres les dio la impresión de que se trataba de algún fenómeno telúrico.
Lo que sí era evidente es que los de la escolta, incluyendo a quien les mandaba, estaban muy nerviosos y a punto de correr para desaparecer cuanto antes de aquel lugar.
A Walter River le llamó la atención esta particularidad, pero, ignorando las causas de aquello, no podía llegar a conclusiones.
Una explosión más fuerte hizo que uno de los muros de aquella gran cueva se resquebrajara, haciendo aparición una grieta bastante considerable.
El que mandaba la escolta, sin poder disimular su nerviosismo, les gritó:
—¿Qué esperáis? ¡Arriba inmediatamente!
Walter estuvo, a punto de oponerse, ya que aquello significaba meterse en un callejón sin salida, aunque le quedaba la esperanza de hallar la escotilla de emergencia.
Pensó también que, si aquello se venía abajo, por lo menos, dentro de la nave contarían con más probabilidades de subsistencia.
Hizo una seña a su tripulación, que fue ascendiendo por la escalerilla, y en último lugar lo hizo él.
Nada más pasar la puerta de acceso, ésta se cerró automáticamente.
A través de las ventanas de observación, vieron como aquellos hombres retiraban la escalerilla y huían precipitadamente de aquel espacio.
Habían quedado completamente aislados en el recinto de aquella nave.
Seguían notando las sacudidas, a consecuencia de las explosiones, que se hacían por momentos más intensas.
Walter, instintivamente, fijó su atención en aquel muro donde apareció la grieta y, con estupor, comprobó que se iba haciendo un boquete, cuyo diámetro aumentaba por momentos y con una particularidad peculiar.
Esta particularidad era que la pared granítica se iba fundiendo, como si fuera sometida a una acción calorífica de elevado número de grados.
Charles Leig también reparó en aquello:
—¡Eh, capitán! Mire ese muro...
—Ya lo he visto, Charles, ya...
—¿Qué cree que pasará ahora, capitán?
—Si fuera adivino, te aseguro que no estaríamos en esta situación.
Jerry, Paul y Tony se acercaron en aquel momento. El primero preguntó:
—¿Pasa algo?
Walter señaló hacia el boquete.
—Total, nada, que están derritiendo el muro, como si se tratara de cera.
—¡Oh, pues es verdad...!
Y los demás centraron su atención en aquel punto.
Walter recapacitó un momento sobre la situación en que se hallaban y, al cabo de un ratito, les expuso:
—Es evidente que quienes nos tienen prisioneros, por causas que todavía desconozco, han apresado estas naves. Como habéis podido comprobar, se trata de cosmonaves convencionales, y que para nosotros no tienen secretos.
—Eso iba a decir yo, nada más las vi —saltó Jerry, a lo que replicó Walter:
—Por eso que lo comprendí, te presioné el brazo para que te abstuvieras de hacer comentarios, delante de ellos. Hay que ser cautos, y no desperdiciar las posibles oportunidades de una forma inconsciente.
—¿Quiere decir, capitán, que esto...?
—Sí, pudiera constituir la oportunidad que he apuntado. Y ahora, manos a la obra. Lo primero que hay que comprobar es el funcionamiento de las defensas y ataque. Nos puede hacer falta, en cualquier momento.
Los hombres de su tripulación se pusieron en acción inmediatamente, mientras que el capitán Walter River no perdía de vista aquel boquete.
Comprobó que, paulatinamente, iba aumentando, y en el centro sólo se veía una bola de fuego y la masa pétrea derritiéndose como la lava de cualquier volcán.
Notó que la temperatura iba aumentando en aquel recinto, por lo que sospechó que algo estaría abierto en la nave.
—Charles, inspecciona las escotillas y ciérralas bien.
—Sí, capitán.
Al cabo de un rato, volvió Charles para decirle:
—Todo comprobado. Únicamente había una abierta, en la parte de babor.
—Lo sospechaba. Precisamente, el boquete está en el muro izquierdo, y recibíamos el calor de lleno.
—Sí, lo he notado muy intenso, antes de cerrar.
—Ahora, ve a ayudar a los demás.
Comprendía perfectamente la prisa y el terror de aquellos hombres de escolta por huir de aquel lugar, deduciendo, casi tenía la seguridad, que aquel fenómeno no constituía una novedad para ellos.
Sintió una cierta indignación por abandonarles a su suerte, cuando lo lógico era que se los hubiesen llevado con ellos para ponerles a salvo.
Por lo visto, en su calidad de prisioneros, no merecían ser tratados con las consideraciones debidas.
Dedicó de nuevo su atención hacia el boquete de donde manaba la roca fundida, y el tamaño había aumentado en diámetro.
Lo que no se explicaba Walter River era por qué no hacían nada para contrarrestar aquello que se estaba produciendo.
Las explosiones, por el momento, habían cesado, y únicamente quedaba ante ellos la pesadilla de aquella bola de fuego y la incógnita de lo que pudiera resultar de todo aquello.
Jerry se acercó para comunicarle:
—El sistema de defensas y ataque se halla en buenas condiciones. Únicamente el potencial eléctrico está a media carga.
—Por ahora, esto nos basta, y nos permitirá hacer frente a cualquier eventualidad.
—Sí, por el momento...
—Diles a los muchachos que permanezcan alerta para actuar en cuanto les dé la orden.
—Sí, capitán.
CAPITULO III
De pronto, aquella bola ígnea se fue extinguiendo.
Se iba perfilando, paulatinamente, un gran túnel.
Por el momento, la situación seguía sin que se produjera otra novedad, aunque la tensión de los hombres de la tripulación «Celes» estaba a flor de piel.
Permanecían a la espera de que se produjeran acontecimientos, y éstos no tardaron en llegar.
El interior del túnel quedó iluminado por algún reflector potente, que iba aumentando en intensidad.
Era evidente que aquella fuente lumínica iba avanzando.
A poco, se hizo la oscuridad más absoluta en el túnel, y unos tubos móviles emergieron de aquella perforación. Al estar en el exterior, se movieron en todas las direcciones.
Esos tubos iban provistos de unas cabezas prismáticas, con sus caras brillantes.
Walter dedujo que se trataría de una especie de periscopio, para permitirles descubrir lo que había más allá de donde estaban quienes lo utilizaban.
Jerry dijo:
—Capitán, mire esos brazos. ¿Los destruimos?
—Calma, Jerry. Primero tenemos que saber sus intenciones, y luego proceder según se desarrollen los acontecimientos.
—Es que están explorando el recinto.
—Ya lo sé, Charles. Pero me mantengo en lo que he dicho antes. Que actúen ellos primero.
—Sí, capitán.
Pareció que la observación llevada a cabo por aquel medio óptico, les resultó satisfactoria, puesto que ya se definía, dentro del túnel, algo que iba avanzando.
Por fin, se hizo visible en el exterior.
Se trataba de una máquina, con la forma de un torpedo gigante, y que se adaptaba perfectamente a la abertura.
Carecía de medios convencionales de locomoción, o por lo menos, no quedaban al descubierto, y hacía el efecto de que su avance era similar al de un reptil.
Todo esto lo iban observando, en el más absoluto de los silencios, los hombres de la tripulación del «Celes», confinados en aquella astronave.
Una vez por completo al descubierto, de aquel artefacto se abrió una trampilla y un cañón apareció, apuntando hacia la primera astronave aparcada en aquel recinto, en relación a la proximidad de aquellos misteriosos visitantes.
Sonó un estampido, y aquello que momentos antes constituía un alarde de ingeniería, quedó reducido a un montón de hierros retorcidos.
El torpedo gigante maniobró para encararse con la segunda nave, que corrió la misma suerte que la primera.
Ya no cabía la menor duda de las intenciones de aquellos visitantes.
Sus elementos destructivos eran de un potencial insospechado y muy peculiar, puesto que la explosión se efectuaba en el interior de la nave, sin que saliera despedido un solo fragmento de ésta, quedando su estructura externa toda retorcida.
Le tocó el turno a la tercera...
Después de ella, únicamente quedaría la que ellos forzosamente estaban ocupando.
La alarma cundió entre los hombres del capitán Walter River.
—Capitán, nos van a fulminar —manifestó Jerry.
—Estamos atrapados —dijo Charles, con desaliento.
—Este es mi último viaje espacial —comentó, apesadumbrado, Paul.
—Y el mío —corroboró Tony.
Walter les dejó decir para luego reprimirles:
—Parecéis plañideras de vuestro propio entierro. Apuntar bien hacia ese artefacto y, en cuanto tome posición para destruir la nave que ocupamos, al momento que lo ordene, presionad los disparadores, de forma simultánea.
Sus hombres quedaron en silencio y un tanto avergonzados, por exteriorizar su debilidad y poner en duda la eficacia del hombre que les capitaneaba.
Mientras, la tercera nave quedaba tan inservible como las dos anteriores.
Aquella máquina destructora ya se ponía en movimiento para adoptar una posición favorable, y terminar de una vez con su cometido.
El capitán advirtió:
—Preparados todos a mi señal...
Intuyó que, cuando se inmovilizaran, se dispondrían a destruir la nave de la que eran inquilinos forzosos.
Debía actuar inmediatamente, puesto que, al menor descuido, podían quedar eliminados.
Así pues, dio la orden de:
—¡Ya...!
Todos pusieron en acción las armas de que disponían, y el recinto se llenó de explosiones.
El torpedo gigante rebotó varias veces e inició la retirada, pasados ya los primeros momentos de sorpresa.
La tripulación y el mismo capitán Walter River no le concedían tregua a aquel artefacto que retrocedía hacia el túnel por donde había hecho su aparición.
Por un momento, al capitán Walter le dio la impresión de que sus hombres habían logrado alcanzarlo en algún punto vital, puesto que el torpedo gigante se detuvo.
Pero a poco se puso en movimiento, aunque con más lentitud. Era evidente que estaba «tocado», pero no lo suficiente.
Ya estaba a punto de desaparecer por el túnel, cuando les soltó una andanada.
La nave que ocupaban se conmovió toda de forma tan intensa, que rodaron por el suelo.
Walter, cuando se recuperó, miró a sus hombres, que empezaban a dar señales de vida.
Experimentó un gran alivio al comprobar que no les había pasado nada. No obstante, se interesó por ellos:
—¡Eh, muchachos! ¿Estáis todos bien?
—No lo sé, capitán.
Contestó Jerry, compungido.
—¿Qué te pasa? —inquirió Walter.
—Pues que he intentado dos veces levantarme, y las dos me he caído hacia la izquierda.
Walter no supo si ponerse a reír o reconvenirle por el susto que le había dado, al imaginar que pudiera estar herido.
Lo tomó por la parte cómica y le apostrofó:
—¡Pedazo de alcornoque...! Si despiertas de una, observarás que la nave está escorada precisamente hacia la izquierda.
Jerry pareció caer en este detalle, y comentó:
—Anda, pues es verdad... Imaginaba que me habían escamoteado una pata.
—Aunque así fuera, no debías preocuparte, Jerry. Todavía podías contar con las tres restantes.
—No te metas conmigo, Charles, que te doy una coz en tu propio hocico.
—¡Anda ya...! No rebuznes, Jerry, que si te oyen esos del torpedo, te «chatarrean» en un abrir y cerrar de ojos.
Todos rieron las ocurrencias del uno y del otro.
Walter, manteniendo el equilibrio como pudo, se dirigió hacia uno de los costados de la astronave para poder observar el exterior.
Allí no quedaba rastro de aquel torpedo gigante; y había algo más.
El túnel había desaparecido, estaba taponado, como si no hubiera existido.
De no tener la evidencia de aquellas naves destruidas y averiada la que ellos mismos ocupaban, habría podido calificarse de un sueño fantástico, cuanto presenciaron.
Walter River probó de abrir una escotilla, logrando su propósito.
Observó la altura, y dijo a su tripulación:
—Escuchad todos. Vamos a salir de aquí, ayudándonos unos a los otros. Por lo menos, en caso de un nuevo ataque, que no nos pillen enjaulados.
Luego, se dirigió concretamente a Jerry:
—Busca por ahí algo que nos pueda servir de cuerda. Aunque no hay mucha altura, sí la suficiente para lastimarse un tobillo o una pierna.
A poco, Jerry volvió con un tubo flexible, de bastante longitud, y que contenía en su interior una maraña de cables de pequeño diámetro.
—Esto es lo que he encontrado, capitán.
—Es suficiente.
Afianzó Walter un extremo en la nave y el otro lo fue deslizando por la escotilla, comprobando, más tarde, que casi llegaba al suelo.
—Anda, Tony, tú el primero.
Le ayudaron a salir por la escotilla, y después el muchacho se agarró a aquel tubo y, a modo de barra vertical fija, se deslizó sin dificultad alguna.
Así fueron repitiendo la operación, siendo Walter el último en abandonar aquella nave en donde les confinaron.
Charles, al momento de llegar el capitán al suelo, manifestó:
—Hemos tenido suerte. El impacto un poco más arriba, y a estas horas no lo contábamos.
Walter comprobó los destrozos ocasionados. Habían dañado el soporte de sustentación de la nave en su parte izquierda.
—En efecto, tienes razón, Charles. Pero eso se lo debemos a que efectuaron el disparo desde dentro del túnel, y esta circunstancia no les permitió dar mayor elevación al ángulo de tiro, por impedírselo el mismo techo del orificio.
—¿Así, quiere decir...?
—Quiero decir, Jerry, que de no haberlos obligado a retirarse, nos hubieran hecho fosfatina.
—De todos modos, capitán, nos hemos quedado peor que antes.
—¿Por qué, Paul?
—Pues por lo menos nos cabía la esperanza de hacer funcionar la nave, y contar con una posibilidad de evasión.
—Pudiera ser, Paul. De todos modos, yo creo, que ha redundado más bien en nuestro beneficio que en perjuicio.
—¿Por qué razón, capitán?
Walter miró a Jerry, y luego a los demás. Bajó mucho la voz y dijo:
—Eso os lo explicaré más tarde. Lo primero que tenemos que hacer es hallar una salida para abandonar este recinto. De producirse otro ataque, estamos completamente al descubierto, sin protección alguna.
Les parecieron muy razonables las palabras de su capitán, por lo que se encaminaron hacia el lugar por donde desaparecieron precipitadamente los hombres que les escoltaron.
Por allí no había vestigios de la existencia de cualquier puerta.
Tantearon las paredes, miraron por otras partes y con el mismo resultado.
—No se ve ninguna salida, capitán —manifestó uno de sus hombres, a lo que Walter replicó:
—Tiene que existir. Lo evidente es que los de la escolta desaparecieron, y nosotros estamos en este recinto.
—Pues las habrán bloqueado —indicó Jerry.
—Pudiera ser...
Se quedó meditando y, al cabo de un ratito, manifestó a sus hombres:
—Venid conmigo.
Walter River se dirigió de nuevo hacia donde salieron los de la escolta, tanteando con los pies el suelo y, con las manos, las paredes.
El resultado fue nulo. Aquel muro permanecía invariable, ni vestigios de ranura alguna.
Entonces se le ocurrió:
—Colocaros a mi lado, codo con codo.
Así lo hicieron, y les habló de nuevo:
—Ahora vamos, avanzando, pie a pie, hacia el muro.
Walter inició aquella marcha extraña; primero, el pie derecho en una posición que el talón quedara a la altura de la puntera del izquierdo; después, repitió la misma operación, pero con el izquierdo.
A Jerry y a los demás les entró risa por lo que estaban haciendo, ya que imaginaban el estar entregados a un juego, que les volvía a la infancia.
Cuando habían avanzado unos cuantos pies, se convencieron de que su capitán había estado acertado en aquello que calificaron de pueril.
En el muro se hizo una abertura, que dejaba al descubierto un largo pasadizo.
—Ahora, permaneced en esta posición y, a intervalos, id dando un paso atrás. Empiezo yo.
Los demás no sabían el porqué de aquello, pero cuando le llegó el turno a Paul, que era el último de la fila, el muro volvió a cerrarse a los pocos segundos.
Entonces Walter manifestó:
—Creo que hemos dado con el sistema de abertura. Si no me equivoco, existe una zona sensibilizada, que actúa sobre el mecanismo. Charles, tú que estás al medio, da un paso hacia el muro.
Charles obedeció, y la puerta se volvió a abrir.
—Ahora, de la posición en que estás, mide los pasos que te separan del muro.
Hizo lo que le indicó su capitán, y contó hasta tres.
—De acuerdo. Retrocede.
Volvió a la posición que ocupaba en principio, y nuevamente la puerta se cerró.
Walter fue quien probó ahora y, al traspasar el límite comprendido en los tres pasos, volvió , a quedar al descubierto aquel pasadizo.
Entonces recordó que Paul se había adelantado un poco más a la fila que formaron todos, por lo que el secreto de abertura quedó claro, y así se lo dijo a sus hombres:
—Si en lo sucesivo nos encontramos con el mismo caso, y no damos con el sistema, operaremos a la inversa. Es decir, situarnos contra el muro y separarnos tres pasos.
En efecto, él mismo efectuó la prueba, salvando el límite, para luego situarse junto a la pared. Midió los tres pasos, y puerta abierta.
Les recomendó:
—Tened presente esto que os he dicho. Y ahora, adelante. Salgamos de aquí.
Se introdujeron por aquel pasadizo de mullido suelo, y dieron con la habitación donde estuvieron confinados en principio, cuando volvieron en sí.
No se detuvieron; siguieron adelante. Al cabo de un rato, desembocaron en una sala circular, en la que había cuatro escaleras, que ascendían a un piso.
Walter exteriorizó sus pensamientos:
—Es raro que no hayamos encontrado a nadie, que esté todo esto completamente desguarnecido...
—Si viene bien, los han liquidado a todos, capitán.
Manifestó Jerry, pensativo.
—Cabe esa posibilidad, pero tenemos que averiguarlo, y lo más importante de todo es encontrar nuestra astronave «Celes».
Walter decidió ascender por la escalera que tenían más próxima y, al llegar al piso, desde un pasillo, llegaba hasta ellos el rumor de turbulentas aguas.
Se dirigieron hacia allí, y se encontraron con una galería encristalada que daba a una sima, y por cuya profundidad discurría un tumultuoso río subterráneo.
—Capitán, mire a la otra parte.
Walter dirigió su vista hacia donde le indicaba Paul.
Quedó impresionado. Allí habían unos cuantos seres humanos, mujeres y hombres vestidos de cualquier manera, y que agitaban los brazos en demanda de algo.
—¿Quiénes serán, capitán? —preguntó Jerry.
—¡Hum...! La verdad es que no lo sé, pero me da la impresión de que, por el aspecto que presentan, se trata de prisioneros de esta gente.
A la izquierda de la galería había un pasillo que desembocaba a un puente levadizo que, naturalmente, estaba retirado.
Inmediatamente, Walter pensó en liberar a aquellos seres que parecían desesperados, y se dirigió hacia el pasillo, con la intención de accionar el puente.
Pero ya iba a entrar en el pasillo, cuando una voz, que reconoció pertenecía a Shálin, le advirtió:
—Yo no haría eso, capitán. Mira lo que te espera, si das un paso más.
Se oyó un chasquido, y varias lanzas se entrecruzaron en aquel espacio que le separaba de donde estaba el puente levadizo.
Walter y sus hombres se espeluznaron ante tal malévolo ingenio, e imaginaron el modo en que quedaría ensartado quien se hallara en aquel espacio.
—Como comprobarás, no vale la pena preocuparse por unos prisioneros que no tienen más que su me recido. Y ahora, retroceded a vuestro alojamiento —les ordenó Shálin, con voz desagradable.
Walter no tenía intención de obedecerle, pero, ante la presencia súbita de unos quince hombres armados no tuvieron más remedio que doblegarse a lo ordenado.
CAPITULO IV
Un oficial se presentó en el alojamiento de la tripulación de la «Celes».
—Capitán Walter River, Shálin espera que comparezcas ante su presencia.
El aludido se levantó y siguió al oficial, comprobando, al salir, que habían dos hombres más, y se dispusieron a caminar tras ellos; naturalmente, iban armados.
Unos cuantos hombres estaban montando guardia en una estancia en la que, al fondo, había una puerta acorazada.
El oficial manipuló un colgante que llevaba sobre el pecho, y la puerta se abrió.
Con una seña, le indicó a Walter que pasara, quedando los dos hombres y el oficial en aquella estancia que constituía la salvaguarda de Shálin.
Nada más estar ante su presencia, le recriminó de una forma áspera:
—Si lograste hacer huir al enemigo, ¿por qué no entraste en acción antes, y hubieras salvado las astronaves?
A Walter le molestó aquel tono que empleaba el personaje, y le contestó de la misma forma:
—Nuestros principios nos impiden defendernos sin ser atacados, y la verdad es que desconocemos quién pueda ser, en realidad, el enemigo.
—Por tu estupidez, hemos perdido cuatro naves que nos ha costado mucho conseguir, y con las cuales contaba para la liberación de mi pueblo.
—Más bien creo que la estupidez ha partida de vuestra parte. Sin miramientos, nos abandonasteis a nuestra suerte, y lo único que hemos hecho es defender nuestras propias vidas, no a quienes nos tienen prisioneros.
Shálin comprendió que había ido demasiado lejos, al dejarse llevar por el furor que le produjo la pérdida de aquellas naves, y el despecho, al mismo tiempo, de que aquellos hombres se hubieran bastado para defenderse.
—Perdona, capitán... Todavía estoy bajo la influencia del desastre. De todos modos, gracias por vuestro comportamiento, puesto que, de lo contrario, las consecuencias hubieran sido de mayor envergadura.
Walter calmó también un poco sus nervios. No obstante, preguntó:
—Supongo que no me habrás llamado para darme las gracias.
Shálin se quedó un poco desconcertado ante la intuición de su interlocutor, pero pronto reaccionó, a contestar con naturalidad:
—En parte, sí; por otra, exponerte la situación.
Walter River se dijo que aquello ya estaba mejor, que por fin sabría en qué posición se hallaban, y qué papel les asignaban en todo ello.
—Te escucho.
—Nuestro pueblo está dominado por unos usurpadores. Yo, junto con un puñado de hombres, y hasta la actualidad, hemos huido de sus garras. Nuestro propósito es recuperar la libertad de nuestros habitantes,
—Y para ello, ¿contabas con la utilización de esas naves que han destruido?
—Naturalmente. En un principio disponíamos de tres astronaves, y pudimos establecer un cierto control sobre las actividades de nuestros enemigos. Más tarde, en contactos mantenidos con ellos, nos destruyeron dos, y aunque hemos tratado de multiplicar las acciones, nos resulta de todo punto imposible el ejercitar un dominio en el espacio, con una sola.
—¿Y cómo conseguisteis esas cuatro naves?
—Efectuando incursiones por otras galaxias, y apresándolas.
—Esto constituye una violación de la libertad espacial, lo que nosotros denominamos actos de piratería,
—No importa el calificativo que podáis darle, cuando los fines están encaminados hacia una noble causa.
Walter le iba a refutar su teoría, pero, comprendiendo que se iban a enzarzar en una polémica moralista, optó por pasar por alto aquellas palabras.
Por otra parte, sus propósitos eran averiguar cuantas más cosas mejor y, con ello, determinar el camino a seguir con un margen de probabilidades.
Shálin continuó:
—Intentamos tripular una de las naves apresadas, pero, por ignorar sus mecanismos, se perdió en el espacio cósmico junto con la tripulación, y, naturalmente, no iba a exponerme a que se repitiera el caso. Por eso quería vuestra colaboración.
Interiormente, sin saber por qué, se alegró de que los planes de aquel hombre se hubieran desbaratado.
De todos modos, el capitán se consideró obligado a manifestar:
—Siento lo ocurrido.
—Más lo siento yo. Ahora no me queda otro recurso que utilizar la nave vuestra.
A Walter no le extrañó la determinación de Shálin, es más, la esperaba, y por ello se alegró de que aquellas naves fueran inutilizadas, ya que, de este modo, se les presentaba una oportunidad, que podría ser decisiva.
Era precisamente a lo que se refería, cuando Paul se lamentó de que, con las naves destruidas, se habían quedado sin ninguna posibilidad.
—Estoy convencido, capitán, de que tu ayuda nos resultará muy valiosa. Has demostrado estar capacitado para resolver una situación, por adversa que sea.
Presintió Walter que aquellas palabras constituían el prólogo de una petición.
No se equivocó en su suposición.
—La nave nuestra y la vuestra operarán conjuntamente. Contigo irán varios de mis hombres, para que les enseñéis el manejo, ante la posibilidad de efectuar un relevo de tripulación, con la finalidad de que no os resulte fatigoso un trabajo en plan intensivo.
Al capitán esto no le hizo ni pizca de gracia, puesto que presentía que, si aleccionaban a aquellos hombres, lo más probable sería que a ellos los dejaran en tierra.
Era evidente que Shálin no se fiaba de ellos, al igual que Walter-tampoco se dejaba convencer por el proceder de aquel hombre.
Se le presentaba una papeleta difícil de resolver.
Ante el silencio prolongado del capitán, Shálin .preguntó:
—¿Qué contestas a lo que te he dicho?
—Nada, puesto que, si lo has decidido de este modo, supongo que no me queda otra opción.
—Compruebo que eres inteligente y has comprendido. No se portaron del mismo modo los tripulantes de las otras naves, y están pagando las consecuencias de su negativa. Son los que están al otro lado del río subterráneo.
—Pero allí hay mujeres también.
—Las capturamos cuando apresamos las naves.
—Están en condiciones infrahumanas —protestó, indignado, Walter River.
Shálin le replicó, airado:
—Quien no está con nuestra causa, está en contra, y todo aquel que se oponga, pierde cualquier consideración. Algunos han accedido a colaborar con nosotros, y han sido libertados.
Iba a replicarle para exponer su disconformidad ante aquellos métodos, cuando la presencia de una doncella le dejó sin poder articular palabra.
Se trataba de una muchacha de facciones bellísimas, de grandes ojos negros; del mismo color eran sus cabellos que, abundantes, cubrían sus hombros y parte de su espalda.
Los labios los tenía turgentes y adornados por una tenue sonrisa. Era esbelta, y llevaba una especie de túnica ceñida por un ancho cinturón color oro, que realzaba su bien formado busto y la curva de sus caderas.
Andaba de una forma alada, con suma gracia femenina, y, a cada paso, la túnica se entreabría dejando al descubierto, alternativamente, sus esculturales piernas.
A Walter le dio la impresión de que se hallaba ante la reencarnación de una de aquellas vestales que rendían culto a sus dioses paganos, en los templos griegos o romanos.
La joven, con una voz plagada de inflexiones muy armoniosas, manifestó:
—Shálin, aquí tienes lo que has solicitado.
—Está bien, Tahala. Puedes retirarte.
Por un momento, las miradas de la joven y del capitán se encontraron, mostrando ella cierta extrañeza por la admiración que demostraba el hombre.
Con la misma elegancia que penetró, salió de la estancia que ocupaban los dos hombres.
Estaba Walter todavía bajo la agradable impresión de la visión de la joven, cuando la voz de Shálin le volvió a la realidad, al manifestarle:
—Compruebo que te ha impresionado Tahala, capitán.
—Sí, no lo niego. Es muy bella.
—¡Bah...! Para nosotros carece de valor. Una ex prisionera que, y eso hay que reconocerlo, ha demostrado su inteligencia al hacerse eco de nuestra causa, desempeñando a la perfección el trabajo asignado, y que lo ha conseguido por sus propios méritos.
Shálin, al tiempo que hablaba, desplegó sobre la mesa lo que le llevara la hermosa Tahala, y luego, dirigiéndose a Walter, manifestó:
—Bueno, vayamos a lo nuestro. He pedido un informe de cómo se ha desarrollado el ataque. Nuestros enemigos saben que por el espacio somos invulnerables, aunque nos hayan bombardeado sin gran daño por nuestra parte.
—¿Por qué no pueden llevar la acción por el espacio?
—Disponemos de unas defensas adecuadas, que nos hacen inexpugnables por ese lugar. Ya las irás conociendo a su tiempo.
—¿Y por eso han efectuado el ataque subterráneo?
—Exactamente. En estos mapas está reflejada la orografía del sector que nosotros ocupamos. Acércate.
Walter obedeció la indicación y, luego de dar un vistazo, comentó:
—En efecto, esto es muy abrupto, y se puede decir que, con las defensas naturales, ya tenéis más que suficiente.
—Sí, nos ayudan mucho, pero no bastan. Quiero que te fijes en esos tres círculos.
Al cabo de un ratito, luego de mirar los lugares que le indicaba, Walter preguntó:
—Y bien... ¿Qué significado tienen?
—Son los únicos tres lugares donde han podido desembarcar las máquinas perforantes.
—Pero esto queda a mucha distancia de aquí.
—No importa el tiempo que habrán empleado, lo que cuenta es que lo intentarán de nuevo, y con mayor número de máquinas para irrumpir en nuestro propio dominio.
Walter adivinó las intenciones de Shálin, pero dejó que siguiera hablando para explicar sus planes.
—Tenemos que efectuar una incursión por esos puntos y, si se descubre lo que sospecho, destruir masivamente toda posibilidad de aterrizaje.
—Esto resulta un tanto peligroso. Si desconoces los medios de defensa con que pueden contar, ¿cómo te vas a exponer a un fracaso?
—Veo que eres juicioso, capitán. Tienes razón. Trataremos de averiguarlo.
Tras decir eso, Shálin quedó pensativo para luego manifestar:
—Todavía no me has dicho si estás dispuesto a cooperar con nosotros.
—Creo haber expuesto que no nos queda otra alternativa. ¿No es eso?
Shálin esbozó una sonrisa, y manifestó, cínico:
—Me temo que estás en lo cierto... ¿Tienes tu astronave en condiciones de emprender el vuelo?
—Lo ignoro de momento. Se tendrá que efectuar una revisión a fondo para comprobar cómo responden sus mecanismos.
—Puedes disponer del tiempo que necesites, pero preciso que cuanto antes la tengas dispuesta para entrar en acción, si el caso lo requiere.
—De acuerdo.
—¡Ah...! Una advertencia. Nada de tonterías. A la menor sospecha, podría cambiar mi buena voluntad hacia vosotros, e iríais a hacer compañía a los que visteis en la otra parte del río.
—Tendré presente tu amabilidad —ironizó Walter, ante las palabras de Shálin.
—Así lo espero. Serás conducido, junto con tus hombres, adonde está vuestra nave.
—Menos mal que no se te ocurrió ponerla junto a las otras; de lo contrario, a estas horas...
—¿Lo hubieras lamentado?
—Naturalmente. ¿Quién no siente algo de apego por la máquina que le han confiado?
—Pues si sigues fiel a nuestra causa, la capitanearás por mucho tiempo.
—Eso espero, Shálin.
El aludido quedó satisfecho por la respuesta de Walter.
Pero las palabras que pronunció el capitán de la astronave «Celes», estaban muy lejos de ceñirse a la interpretación acogida por Shálin.
—Bueno, podemos dar por terminada la entrevista.
—Como gustes.
—Y repito. Poneros a trabajar cuanto antes para tenerlo todo a punto.
—Trataremos de que tus deseos sean cumplidos.
Entonces Shálin pulsó un botón, e inmediatamente la puerta acorazada se abrió.
Allí permanecían a la espera el oficial y los dos hombres que le dieron escolta.
Sin más, Walter dio media vuelta y se dirigió hacia la salida, recorriendo el camino a la inversa para reunirse con sus hombres.
CAPITULO V
A la vez que la puerta se hubo cerrado y quedaron solos, los componentes de la tripulación «Celes», rodearon, impacientes, a Walter River.
Jerry fue el primero que preguntó:
—Capitán, ¿Qué ha pasado?
El aludido, antes de contestar, escribió una nota, en la que decía:
«Estoy seguro de que estamos vigilados. Sed prudentes, y no hagáis caso de lo que os conteste. Seguidme la corriente. De ello depende nuestra libertad. Con disimulo, ir pasándoos lo escrito.»
Luego, de viva voz, contestó a la pregunta de Jerry:
—Pues nada, chico. Ese Shálin es un gran tipo.
Jerry, que ya había leído la nota, preguntó, simulando incredulidad:
—¿Sí...?
—Como te digo. Me ha prometido seguridad plena para todos, siempre y cuando accedamos a colaborar con ellos.
—¿Y ha accedido, capitán?
—Naturalmente, Charles. En un principio, he de confesar que he tenido unas palabras fuertes con él, pero luego he entendido que persigue una finalidad, la de liberar a su pueblo, sometido a la influencia de unos usurpadores. Concretamente, a los que tuvimos que hacer frente.
—Y siendo así... ¿Qué haremos ahora, sin naves?
Inquirió, con una tranquilidad pasmosa, Paul:
Walter se alegró mucho de aquella pregunta para poder aclararle:
—Shálin me ha autorizado para que revisemos la «Celes», y la dejemos a punto de poder utilizarla inmediatamente.
—¿Podremos volver a volar con nuestra astronave? —Preguntó, con el mayor de los entusiasmos, el joven Tony.
—Así es, muchacho; siempre y cuando consigamos hacerla funcionar normalmente, y acatemos las órdenes de Shálin.
Walter se sentía satisfecho de que sus hombres hubieran comprendido, y le secundaran en la comedia, a la perfección.
Para animar la cosa más, le dijo a Jerry:
—Por cierto, he conocido a una joven que es una verdadera divinidad.
—¿Sí...?
—Me río yo de tu adorada Lucy.
—Capitán, no me ofenda. Como Lucy no hay otra.
¡Ay... si la pudiera tener ahora a mi lado, en esta soledad, y rodeado de monstruos masculinos...!
Ante aquellas palabras despreciativas, Charles manifestó, despectivo:
—Mira tu ése, ni que fuera un ejemplar fuera de serie. ¡Será majadero, el «Adonis»!
Paul también se lanzó, simulando indignación:
—Si el jorobado de «Notre Dame» es una belleza, a tu lado...
A lo que replicó Jerry:
—¡Bah...! Todo eso es producto de la envidia por un tío hecho y derecho como yo soy, y por estar esperándole una deliciosa muchacha llamada Lucy. Entonces Tony inquirió, dubitativo:
—Capitán... ¿Es que estamos asistiendo a un gratuito concurso de belleza masculina?
Todos rieron las salidas de unos y de otros, para luego inquirir el enamoradizo Jerry:
—¿Es verdad lo que ha dicho de esa joven, capitán?
—Como lo has oído; una maravilla, fuera de serie en todos los sentidos.
—Pues ya me la presentará, capitán.
—¡Qué te crees tú eso, Jerry...! Tu corazón es un complejo espacial con muchos apartamentos, y esa criatura es algo excepcional, que se merece una estrella para ella sola.
—¡Ahí va eso, Jerry...! Ya lo has oído, eres un apartamento cualquiera, con cambios continuos de inquilina. —Le pinchó Tony, divertido.
—Tú a callar, niño.
Las bromas todavía se prolongaron mientras ingerían aquellos alimentos concentrados para reponer fuerzas.
Luego, se dispusieron a descansar en las literas que tenían al efecto.
* * *
Se encontraban ya en su astronave, a la que fueron conducidos con la correspondiente escolta.
El hallarse de nuevo en la «Celes» les infundió más optimismo, haciendo que se sintieran más cómodos, como si se hallaran en su propia casa.
Aparentemente, todo estaba igual que cuando los apresaron y los condujeron a través de aquella chimenea monumental.
No obstante, Walter, como medida preventiva, efectuó una rápida y concienzuda inspección, para cerciorarse de que no podían ser oídos ni vistos. .
Una vez hecho esto, y con resultado satisfactorio, reunió a los hombres de su tripulación.
—Tony, mientras escuchas, ten vigilada la entrada y avisa en cuanto se acerque alguien.
—Sí, capitán.
—De darse el caso, simulad que estáis dedicados a comprobar el funcionamiento de aparatos. ¿Comprendido?
Todos asintieron.
Entonces Walter comenzó a relatarles la entrevista que mantuvo con Shálin, las exigencias de éste.
—Desde luego, nosotros revisaremos la nave, pero que quede bien entendido que será únicamente a efectos de nuestra propia utilización.
—¿Y cómo podrá zafarse a las exigencias de Shálin, capitán? —preguntó, muy serio, Jerry.
—Pues, sencillamente, dando largas al asunto; diciendo que no está a punto, que cualquier pieza se ha estropeado, y tenemos que confeccionarla... En fin, eso corre de mi cuenta.
—Pero, por fin, se dará cuenta de que le entretenemos.
—Puede que ocurra esto, Charles. Mi propósito es ganar el mayor tiempo posible para averiguar la postura de Shálin, que no veo clara.
—Lo malo será si se empeña en que adiestremos a sus hombres.
—No te quepa la menor duda de que lo hará, Jerry. Y oídme todos bien. Llegado ese momento, yo me encargaré de dar las explicaciones que nos convengan.
—Desde luego, pues, después de lo que nos ha contado, no tendría ningún inconveniente en dejarnos en tierra.
—Exactamente, Charles. Es un hecho evidente que Shálin se apoderó de las naves por procedimientos, como le dije, de piratería. Lo que demuestra que no para en medios para conseguir sus fines, y no sería nada de extrañar que nos mandara a hacer compañía a los confinados de la otra parte del río subterráneo.
—Y esos prisioneros, ¿dijo que eran tripulantes de las naves apresadas?
—Sí, Paul. Y es más, añadió que estaban en esa situación por negarse a enseñarles el manejo de sus astronaves. También me informó que algunos de los prisioneros han decidido colaborar, y están en libertad por ahí.
Quedaron todos en silencio, meditando sobre cuanto les había dicho su capitán, y del panorama que se les presentaba.
Por una parte, si daban una negativa, irían a engrosar el número de prisioneros definitivos; y por otra, si accedían, se exponían a quedarse allí sin poder utilizar, en ninguno de los dos casos, su propia nave.
Aquello constituía un callejón sin salida.
Walter intuyó los pensamientos de sus hombros.
—Sé lo que estáis pensando. No hay que desanimarse. Lo esencial es mantenernos en la «Celes», que ellos necesiten de nosotros. De ahí mi empeño en dilatar, para ellos naturalmente, la puesta a punto de nuestra nave.
Comprendían lo que intentaba su capitán. Lo que ponían en duda era que saliera airoso en sus planes.
—Mirad...
Volvió a tomar la palabra Walter, en su empeño de infundirles el optimismo:
—Shálin tiene en proyecto una incursión por distintas zonas, con la finalidad de averiguar las bases de operación de infiltraciones subterráneas de sus enemigos.
Todos prestaban su máxima atención a las palabras de su capitán, quien siguió:
—Para ello, naturalmente, ha recabado nuestra colaboración; pero yo trataré de convencerle de que necesitamos más tiempo para tener listo nuestro vehículo espacial, que la misión de reconocimiento la tienen que efectuar sin dilación...
En estos momentos, Tony avisó:
—Capitán, un oficial viene hacia aquí.
—Pues, como os he dicho, manos a la obra.
Inmediatamente, cada cual se dedicó a una ocupación, incluido el propio Walter.
El oficial penetró en la nave y preguntó por el capitán al primero que encontró.
Este fue Paul, quien le indicó:
—Siga adelante, en la cabina de mandos.
Se encaminó hacia donde le señalara, y encontró a Walter dedicado a la comprobación de los múltiples indicadores que poblaban el salpicadero.
—¿Capitán Walter River?
—Sí.
—Shálin desea saber cómo van los trabajos.
—Es prematuro todavía para darle una respuesta. Hay que tener en cuenta que la mayoría de mecanismos son de precisión y, salvo que no hayan averías, la comprobación de los mismos, ya de por sí, requiere mucho tiempo.
—Shálin desea que fijes cuánto.
—Le dices a Shálin que eso es imposible, y más, sin poder contar con los aparatos verificadores que poseemos en nuestra base del planeta Tierra.
—Así... ¿Qué le contesto?
—Simplemente, cuanto te he dicho.
—Lo haré de este modo.
El oficial dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, para luego descender y alejarse de la «Celes».
—Capitán, se ha ido ya.
—De acuerdo, Tony. Llama a los demás, y continuaremos en lo que os estaba diciendo.
El muchacho hizo lo que Walter le indicó, y una vez reunidos:
—El primer embate creo que lo hemos soslayado, Es evidente que Shálin tiene prisa, pero nosotros, no Veremos hasta dónde podremos mantenernos.
—No creo que sea mucho.
—No seas pesimista, Jerry. Esperemos que todo nos salga bien, y puedas volver pronto al lado de tu Lucy.
—Ya quisiera estar con ella...
—¿Para qué...? Luego te aburrirás de tanta Lucy.
Le soltó Tony, burlón.
—Tú, a callar, imberbe —le contestó Jerry, malhumorado.
Walter intervino, conciliador:
—Bueno, no empecemos con discusiones.
—Es que este mocoso, capitán, me está ya cargando...
—¿No ves que todo es broma? Si se entera tu amor del genio que te gastas, te licencia antes de entrar en activo.
Terminó esa pequeña fricción, entre risas.
La verdad era que aquel confinamiento les estaba poniendo nerviosos. Ellos estaban acostumbrados a la actividad, y ésta les servía de sedante.
De nuevo, Walter tomó la palabra:
—Bien, como os decía cuando hemos sido interrumpidos, trataré de convencer a Shálin de que el reconocimiento lo tiene que efectuar en el acto, con la finalidad de poder evitar otra posible acción del enemigo.
—¿Y cree que le hará caso, capitán?
—Espero que sí. Y es más, para que se convenza de que estamos dispuestos a la colaboración, le diré que me lleve con ellos.
—¿No será un poco expuesto, capitán?
—Aunque así sea, es necesario, Charles.
—Pero fíjese, si le ocurre algo...
—En tal caso, todos vosotros estáis capacitados para tripular la «Celes», y os considero aptos para salir airosos de esta situación.
Intervino Jerry:
—Eso no me convence, capitán. Siempre hemos salido y vuelto juntos, y ahora tiene que ser igual.
—Gracias, Jerry. Estamos hablando de eventualidades. Lo positivo es que me interesa en gran manera ir con ellos, por muchas razones.
Inquirió Charles, vivamente interesado:
—¿Podemos saberlas, capitán?
—Claro que sí. La principal de ellas es conocer el sistema que utilizan para salir de estas profundidades.
Jerry, impetuoso, manifestó:
—Eso lo podríamos averiguar nosotros.
—Sí, desde luego. Pero hasta que lo lográramos, puede pasar cierto tiempo, y a nosotros nos interesa ganarlo y, cuanto más, mejor.
—Pero si, por querer adelantar, lo perdemos todo...
Fue Paul quien se manifestó apesadumbrado:
—Apartad de vosotros nefastos pensamientos. No conduce a nada preocuparse por algo que no ha sucedido, al igual que lamentarse por lo irreparable. Hay que mirar siempre adelante, y con la esperanza de que todo saldrá bien.
—Cuanto ha dicho, está muy bien, capitán. Más lo que ha manifestado, de mirar adelante, también resulta un tanto hipotético.
—Jerry, podría rebatir tu teoría, pero no vamos a enzarzarnos en discusiones filosóficas.
—Está bien, capitán. Como guste.
—Eso está mejor...
Hizo una pausa, y Walter prosiguió:
—Resumiendo. He decidido ir con ellos para que, de este modo, por el camino más corto, saber cómo se las arreglan para salir de aquí.
—¿Y a las otras razones? —insistió Charles.
—Las otras, aunque importantes, son más bien secundarias, tales como saber sus sistemas de navegación, armamento, características de sus enemigos, etcétera, etcétera.
—Total, capitán, que quien quiere anticiparse a Shálin es usted.
—Exactamente, Jerry. Has comprendido a la perfección mis intenciones.
—Y mientras tanto, ¿qué haremos nosotros?
—Pues dedicaros a los trabajos de comprobación, Charles. Ya os he dicho que esto tiene que quedar listo cuanto antes, y sólo para nosotros. A efectos de Shálin y su gente, surgirán dificultades hasta el momento que nos convenga o que ya no podamos aguantar.
Walter no se cansaba en insistir sobre este punto, por lo que remachó:
—Tened bien presente lo que os he dicho. Únicamente para nosotros quedará a punto. ¿Comprendido?
Asintieron todos a las palabras de su capitán.
—Pues ahora, cada uno dedicado a su trabajo, y en serio.
Y llevando a la práctica lo ordenado, cada cual se dedicó, con sus cinco sentidos, a la parte asignada a su responsabilidad.
CAPITULO VI
Walter River se dirigía a su alojamiento, solo, pues, por lo visto, Shálin les había concedido cierta libertad, al comprobar que se doblegaban a su voluntad.
Ya estaba a punto de llegar, cuando tuvo una grata sorpresa, por el camino.
En dirección opuesta caminaba la escultural Tahala, con su atuendo de vestal, como él calificó desde el momento que la vio aparecer en la estancia de Shálin.
Sus miradas se encontraron, y la joven no pudo ocultar cierta alegría, al ver de nuevo a aquel hombre.
Cuando estuvieron frente a frente, Walter saludó:
—¡Hola, Tahala!
—¡Hola, capitán River!
—¡Caramba! ¿Conoce mi apellido?
—Sé muchas cosas de ti, capitán.
Walter quedó perplejo ante la manifestación de la joven y el tratamiento que le daba. Por lo visto, en aquel planeta, Chenemod, no existían los convencionalismos.
—¿Y puede saberse lo que conoces de mí, Tahala?
—¡Ah! Pues...
Miró a su alrededor, como si temiera la presencia de alguien, y luego, cogiendo al capitán por la mano, le dijo:
—Ven... Dispongo de un poco de tiempo, y hablaremos.
Le llevó por unos pasillos, que él trató de prefijarlos, hasta que se detuvieron ante una puerta.
Ella presionó un resorte, con algo que llevaba en la mano, y la puerta se abrió, penetrando en el interior y, tras pasar el umbral, la puerta volvió a su primitiva posición.
—Este es mi alojamiento. Aquí no nos molestará nadie.
Walter dio un vistazo a su alrededor.
Aquella estancia era confortable y no exenta de cierto toque femenino, aunque la mayor gracia, el más bello de los adornos, lo constituía la propia Tahala.
—Bien... ¿Qué sabes de mí?
—Pues que te llamas Walter River, que eres capitán astronauta y, junto con tus cuatro hombres, comandas la «Celes», procedente del planeta Tierra.
—¡Vaya..j En efecto, se ciñen a la verdad tus palabras. ¿Y cómo lo has sabido?
—¡Ah...! Eso es cosa mía.
Walter sospechó que aquella muchacha sabía mucho más, pero se dijo que debía andar con cautela, no fuera que Shálin se valiera de ella para descubrir sus intenciones.
Así que esperó a que la joven llevara la iniciativa.
Ante el mutismo del capitán, Tahala prosiguió:
—También sé que habéis sido hechos prisioneros de Shálin, y que os habéis doblegado a sus exigencias. Aunque... sospecho que todo esto no es la verdad.
A Walter le dio un vuelco el corazón, pero, naturalmente, no dejó traslucir su impresión, y se aferró más a la idea de que aquella joven podía resultar peligrosa.
—Pues no sé en qué te fundas. Es un hecho que somos prisioneros, y que vamos, mejor dicho, colaboramos con Shálin.
La muchacha replegó velas, seguramente asustada de su propia audacia, y dijo, confusa:
—No, no me fundo en nada. Una tontería mía... Shálin es omnipotente, su causa es justa. Es merecedor de que se le ayude. Terminará con sus enemigos...
A Walter le llamó la atención la perorata de Tahala, referente a Shálin, y que fue dicha con la monotonía peculiar a la de una criatura que recita algo aprendido de memoria.
Pero en esto tampoco se dejó atrapar el capitán, al decir:
—Desconozco las cualidades y la causa por la que pueda abogar Shálin. Lo que es un hecho es que ha respetado nuestras vidas, y se lo tenemos que agradecer de algún modo.
—Sí, claro, claro... —repuso la joven, evasiva.
Walter decidió cambiar de tema:
—Bueno... Considero que no es justo el que tú sepas de mí, y yo desconozca por completo tu personalidad.
—Mi persona carece de la más mínima importancia. Ya te dijo Shálin que soy una ex prisionera.
—¿Como lo sabes?
—Alcancé a oírlo.
—Pues también te enterarías de que has logrado el puesto que ocupas, gracias a tu colaboración e inteligencia.
—Es muy magnánimo Shálin...
Le chocó a Walter las palabras de Tahala, que interpretó fueron dichas en un tono donde más dominaba el desprecio que la admiración.
No quiso, por el momento, ahondar en esta particularidad, y se repitió que debía mostrarse cauto.
—¿Así que tú no eres del planeta Chenemod?
La bella muchacha se sobresaltó, y bien a las claras pudo apreciar Walter que mintió deliberadamente, al contestar:
—No, no soy de aquí.
La actitud de Tahala le desconcertaba en cada momento. Igual daba la impresión de que estaba a favor de Shálin, como que le detestaba.
Verdaderamente, estaba en un lío.
—¿Sabes que eres muy bonita, Tahala?
—¡Bah...! Eso no tiene ningún significado.
—¿Por qué?
—A una ex prisionera no se le hace el menor caso; se la considera de una casta inferior.
—Fuera de los prejuicios que puedan tener, no por ello dejas de ser una criatura adorable.
—Pero aquí no cuentan esos factores, lo que importa es el origen y yo fui una prisionera.
—En lo referente a eso de prisioneros, yo me encuentro en el mismo caso.
—Pero el tuyo es diferente.
—¿Por qué razón?
—Te tienen cierta consideración, por necesitar de ti.
—¿Acaso no necesitan de ti también, Tahala?
—No tanto.
—Pues, según he deducido, tienes asignado un cometido.
—En efecto, pero difiere mucho de lo que puedas imaginar.
—¿Puedes explicarme eso?
—Depende... Quizá más adelante.
—¿Sabes, Tahala...? Me resultas una mujercita un tanto enigmática.
—¿Y eso?
—Por tu comportamiento, naturalmente.
—¿Qué puede tener mi comportamiento?
—No lo sé concretamente, pero me da la impresión de que tus palabras destilan amargura.
La muchacha sonrió de forma encantadora, para luego preguntar:
—¿Tú crees, capitán?
—Una belleza como la que posees, ya de por sí, debe llevar aunada la alegría.
Ella sonrió de nuevo y en esta ocasión le pareció a Walter que lo hizo halagada, por lo que añadió:
—Al menos, yo lo considero de esta manera. Es más, desde que te vi, no te has apartado de mi mente.
—¿Por qué?
—Quizá por haberme infundido parte de esa alegría que te he mencionado y albergar la esperanza de verte nuevamente.
Comprobó que sus palabras le resultaron agradables.
Tahala, con la mayor naturalidad, puso una pierna sobre la otra, dejando al descubierto sus esculturales piernas hasta buena parte del muslo.
Walter no pudo sustraerse a aquel atractivo que le ofrecía graciosamente la magnífica joven y su corazón latió a mayor ritmo.
Tahala se apercibió de la admiración despertada en Walter y púdicamente cubrió un poco aquellas esculturas, que por un momento exhibió.
No obstante, el capitán tomó asiento a su lado, en aquella especie de litera que ella ocupaba y le dijo:
—Creo haber descifrado la amargura que reflejas.
—¿Sí...? ¿Puedes decírmelo?
—Tú estás falta de cariño, de amor.
Ella se le quedó mirando, asombrada, para luego preguntar, inocente:
—¿Y eso qué es?
El asombro pasó a predominar en Walter.
—Pero, ¿ignoras estos sentimientos?
—Por completo.
El capitán se rascó la cabeza de forma nerviosa y trató de argumentar:
—Vamos a ver... Mi proximidad, ¿no te dice nada?
—No, salvo lo que eres, el capitán de una nave terrestre.
El le cogió una mano entre las suyas y la acarició. Poseía una piel fina, suave como el terciopelo.
—¿No te dice nada la relación hombre-mujer?
—En absoluto.
Walter comenzaba a exasperarse, por dos cosas: por la proximidad de aquella deliciosa criatura, que exaltaba sus sentidos y por la frialdad con que contestaba a lo que él le exponía.
En un arrebato, la rodeó con sus brazos y besó largamente aquellos turgentes labios, que no se equivocó al juzgar que resultarían deliciosos.
Mientras duró el ósculo, ella le miraba con sus preciosos ojos muy agrandados, pero permaneciendo, fuera de esto, completamente impasible.
Controlándose Walter y fatigado por el esfuerzo que tuvo que hacer para no ir más allá, se separó del rostro bellísimo de Tahala, respirando fatigosamente.
Desde luego, jamás hubiera esperado la pregunta de la joven:
—¿Por qué has hecho eso?
La exasperación del capitán llegó al límite y, poniéndose de pie, estalló:
—¡Cuernos! Pareces una niña, con tantos porqués. ¿Acaso eres de piedra, insensible por completo? ¿No eres una mujer?
—Anatómicamente, claro que pertenezco al género femenino. Pero de eso a sentir todo lo demás...
—¡Y tan anatómicamente que lo eres! No lo sabes tú bien... Por tanto, posees un corazón, un alma; tienes que sentir una inclinación hacia el sexo opuesto.
—¡Ah, vamos...! Ya entiendo... Pero eso sólo es preceptivo en los animales inferiores.
—¡Y qué caray, en los superiores también...! Mientras en el orbe haya seres humanos, pertenecientes a los dos sexos, existirá esa atracción entre hombre y mujer. Es una ley natural para la multiplicación de la especie.
—Todo cuanto has dicho lo considero una tontería; pensamientos arcaicos.
—¡Cómo pensamientos arcaicos!
—Naturalmente. Si una mujer siente necesidad del hombre, concurre al Centro de Procreación, y ya está. Pero sin necesidad de sentir todo lo que has dicho.
—¡Válgame el cielo...! Entonces, te desdices sobre lo que has mencionado de los animales inferiores, puesto que actuáis como ellos.
—Es diferente, ellos proceden por instinto.
—Y vosotras, ¿por qué? No nos engañemos, Tahala, el procedimiento viene a ser el mismo.
—Bueno, es que...
Walter no la dejó continuar. La cogió de ambas manos y la obligó a ponerse de pie, para luego enlazarla por la cintura y atraerla con delicadeza,
—Lo más sublime entre un hombre y una mujer es que surja la atracción física para luego, sin saber cómo ni cuánto, haga acto de presencia el amor.
Tahala se mantenía inerte entre sus brazos, en tanto que él notaba con toda plenitud la perfección de aquel cuerpo, incluso la tibieza que despedía.
Volvió a besar aquellos labios, que no se apartaron de su mente desde que los vio, y prodigó sus caricias al marfileño cuello...
Estaba en el límite de su paroxismo, cuando ella le apartó, enérgica:
—¡Basta ya, capitán...! Me estás ahogando, y todo esto es ridículo. Te estás portando como un...
—Sí, no es necesario que lo digas. Como un animal, pero racional, como se tiene que portar un hombre al que has cautivado con tus encantos. Me temo, Tahala, que jamás te podrás apartar de mí.
Ella se alisó su túnica estrujada, tirando luego la sedosa melena hacia la espalda, en un gracioso movimiento, ayudada por sendas manos.
En aquella actitud, con los brazos subidos y sus manos ocultas en su abundante melena, a Walter le hizo el efecto de que la encarnación de la tentación más sublime, la tenía ante él.
Tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no rodearla de nuevo con sus brazos y estrujarla, dar rienda suelta a todo cuanto sentía.
Logró dominarse y contemplándola embelesado, le preguntó:
—¿De verdad que no has sentido nada?
Tahala se ruborizó un tanto, y contestó, evasiva:
—Nada... ¿Qué tenía que sentir?
—En esta ocasión estás mintiendo, mi bella Tahala.
—¿Por qué tenía que hacerlo?
—El brillo de tus ojos te traiciona.
—Este brillo también podría ser de indignación.
—No lo creo.
—Puedes pensar lo que quieras, capitán.
Walter consideró que no debía forzar las cosas y enzarzarse con nuevas discusiones. Así le daría tiempo a meditar para que llegara a sus propias conclusiones.
Ella se mostraba imponente, en su serenidad, realzando más su belleza, adornada con aquella seductora sonrisa.
Le dijo:
—Lo siento, capitán. El tiempo de que disponía, se ha terminado.
—Sí que es una lástima, puesto que tu compañía me resulta muy grata.
—Tengo mis obligaciones, a las que he de atender.
—Me hago cargo.
—Parece que te hayas ofendido. ¿No comprendes que soy una ex prisionera?
—Quisiera que no le dieras tanta importancia a esa condición.
—¿Por qué?
—Ya estamos otra vez con la preguntita...
—Perdón, trataré de corregirme. Pero..., ¿me lo puedes explicar?
—Ahora no, puede que más adelante.
—Como gustes.
—¿Podremos vernos de nuevo, Tahala?
—No sé si será prudente... Shálin se puede ofender.
Iba a decir que Shálin se fuera al cuerno, que a él lo que le interesaba era su persona.
Naturalmente, se calló sus pensamientos.
No obstante, insistió:
—Quiero verte de nuevo.
Ella quedó pensativa y al cabo de un momento, le contestó:
—Conforme, siempre y cuando me prometas tomar precauciones para que nadie te vea. Podrás verme a estas horas, que las tengo libres.
—Eso ya está mejor. Te prometo tomarlas.
—¡Ah...! Toma este pulsador magnético. Sin esto no podrás entrar en mi alojamiento y no es conveniente que esperes fuera. Únicamente los poseemos tú y yo.
—Gracias, Tahala, por la confianza que me demuestras.
La muchacha se conmovió un poco y parecía que iba a decir algo. Pero se calló, para manifestar únicamente:
—Y ahora, vete. Se me hace tarde. ¿Sabrás ir a tu alojamiento?
—Creo que sí. Hasta pronto, Tahala.
Y al despedirse, cogió su mano, en la que depositó un cálido beso.
CAPITULO VII
Los trabajos de comprobación y puesta a punto de la «Celes», seguían, a un ritmo acelerado.
Por fortuna, hasta el momento, no habían surgido averías de vital importancia y se fue subsanando, con el material de repuesto de que disponían a bordo, por si se les presentaba algún caso de emergencia.
Walter consideró el silenciar la entrevista que mantuvo con Tahala, más que nada por si alguno de sus hombres cometía, inconscientemente, alguna indiscreción.
Como temía, la impaciencia de Shálin se puso de nuevo de manifiesto por mediación de otro oficial, que fue a visitarle a la nave.
Paul se lo anunció:
—Capitán, tenemos .visita.
—Bien, deja que pase, y proseguid con vuestras ocupaciones.
Una vez el oficial ante él, le manifestó:
—Shálin desea saber si habéis completado la revisión de la nave.
A lo que le contestó el aludido:
—La complejidad de unos sistemas, en que la precisión es el carácter dominante, requiere su tiempo para comprobar su exacto funcionamiento.
—Shálin desea saber cuándo la tendréis disponible,
—Por lo que he apuntado anteriormente, no se puede precisar, y máxime sin contar con el auxilio de aparatos verificadores.
—Shálin desea saber el tiempo.
Le estaba cargando la terquedad de aquel oficial, y con mucho gusto le hubiera mandado a paseo.
Por otra parte, comprendió que aquel hombre no hacía más que transmitirle los deseos de su jefe.
—He dicho ya, en reiteradas ocasiones, que no se puede precisar tiempo.
—Está bien, capitán, así se lo comunicaré. Aunque me temo que no quedará satisfecho.
Iba a decirle Walter que también compartía su opinión, pero, naturalmente, se reservó su pensamiento.
Tras estas palabras, el oficial se alejó de la «Celes» para comunicar a su superior el resultado de la gestión que le había encomendado.
Nada más desapareció el emisario de Shálin, los astronautas terrícolas acudieron a su capitán para saber cómo iban las cosas.
Walter les manifestó:
—Estoy convencido de que a Shálin le domina la impaciencia y no nos va a dejar tranquilos.
Jerry preguntó, preocupado:
—¿Y qué vamos a hacer, capitán?
—Pues seguir en el plan trazado.
—Me temo que no podremos seguir así durante mucho tiempo.
—Lo que consigamos, eso que nos encontraremos, Charles.
—Pero, capitán, si se entera de que casi la tenemos lista...
—Precisamente, es lo que debe de ignorar, Paul. Si la información no parte de nosotros, será difícil que lo sepa.
—¿Y si nos manda a su gente para que lo averigüe?
—En tal caso, Tony, ya os advertí que eso corre de mi cuenta. Puesto que no lograron manejar las naves que apresaron, lo lógico es que desconozcan por completo los métodos de navegación y ante tal desconocimiento, resultará fácil confundirlos.
—No sé, no sé... Ese tipo no nos va a dejar tranquilos.
—Eso es de esperar, Jerry. Y es más, casi me alegraré de que suceda de este modo, puesto que, con ello, Shálin mismo favorecerá nuestros planes.
—No comprendo, capitán.
—Jerry, la impaciencia no casa con la prudencia. Si Shálin desea forzar las cosas, yo me encargaré de frenarle, y encauzarle por el camino que me conviene.
—Sigo sin comprender.
—Te lo voy a decir en pocas palabras para que tu mente infantil lo entienda. De ir yo cara a él, exponiéndole la conveniencia de realizar un reconocimiento inmediato con su nave, puesto que la nuestra no está en condiciones, podría despertar sus sospechas. Al contrario, si parte de Shálin, y yo le digo que me lleven con ellos, verá solamente nuestra predisposición hacia su causa.
—¡Ah! Ya comprendo...
—De este modo, sin él saberlo, me facilitará, el camino para averiguar todo lo que me he propuesto, y nunca podrá sospechar que le he inducido a ello.
—Pero también puede resultar peligroso.
—Ese tema ya lo discutimos, Charles. Del modo que sea, tenemos que tratar de solucionar el caso y ellos, de por sí, no nos darán facilidades.
Los demás intercambiaron una mirada. El pensamiento era unánime en ellos, al admirar la inteligencia y la audacia de su capitán, aunque, claro está, quedaba en el aire el enigma del resultado.
Walter les repitió la conveniencia de ultimar la revisión.
—Casi está todo a punto —manifestó Jerry.
—Muy bien. En cuanto terminéis, haremos una comprobación general.
Y cada uno reanudó los trabajos interrumpidos, tras la visita de aquel oficial.
El mismo Walter se olvidó de todos los problemas que le acuciaban para dedicarse de lleno a la verificación de controles indispensables para la buena marcha de su astronave «Celes».
* * *
Lo que sospechó Walker River, terminaba de hacerse realidad.
El oficial que estuvo anteriormente, hizo de nuevo acto de presencia.
—Capitán, Shálin desea que te entrevistes con él.
Walter simuló contrariedad y manifestó para dar más veracidad:
—A este paso, nunca podrá estar lista la «Celes», debido a las constantes interrupciones.
—Lo siento, capitán. Son órdenes de Shálin.
—¿Tiene que ser ahora?
—Sí.
Con desgana, abandonó su asiento frente al tablero plagado de indicadores y con alguno desmontado, para manifestar, resignado:
—Bien, pues vamos allá.
Acompañado del oficial, recorrió el mismo camino que hizo una vez con escolta y todo.
Shálin le recibió con expresión poco amistosa. Sus ojos oblicuos despedían chispas.
Cuando la puerta se hubo cerrado y quedaron solos, sin más, le soltó:
—Me parece que os tendré que mandar a hacer compañía a los de la otra parte del río.
Si creyó Shálin que con estas palabras iba a intimidar al capitán Walter River, se equivocó.
—Lo que estamos realizando en nuestra nave es un trabajo científico, aparte de lo que va surgiendo en la mecánica...
—Pero ya debía estar todo terminado.
—Lo siento.
—Con sentirlo no basta. Necesito de vuestra nave,
—Nosotros estamos haciendo lo imposible por complacerte.
Le mintió Walter, componiendo una cara de inocencia.
—¿Cuándo la tendrás lista?
—Shálin..., he tratado una y mil veces de darte a entender que en un trabajo de esta índole no se puede prefijar tiempo.
—Es que...
Walter no le dejó continuar, para exponerle, enfadado :
—¿Quieres que nos lancemos al espacio y, por las prisas que exigen, nos expongamos a vagar por el infinito o estrellarnos...? En cualquiera de los dos casos, te quedarías sin poder hacer uso de nuestra nave.
Shálin pareció meditar las palabras del capitán, pero aún así, manifestó, malhumorado:
—Si no fuera por precisar de esa nave, me parece que ya os hubiera confinado definitivamente con los demás prisioneros.
Walter se dijo que iba por buen camino y que debía sacar partido de las palabras de Shálin.
—Puesto que dices precisar de nuestra nave, no me explico tus prisas en lanzarla al espacio y perderla definitivamente.
—Es que necesito efectuar unos reconocimientos, como ya te dije.
—¿Tanto urge? —inquirió Walter, simulando interés, cuando su intención estaba encaminada a que Shálin se explayara.
—Más de lo que imaginas. Sospecho que nuestros enemigos están preparando un ataque de más envergadura que el realizado últimamente.
—¿Y no cuentas con otros medios para llevar a cabo el reconocimiento?
A lo que Shálin contestó, furioso:
—No. Sólo se puede salir de aquí hacia el espacio, y para ello únicamente cuento con nuestra astronave.
—¿Entonces...?
—¿Qué quieres decir, capitán?
—¿Yo...? Nada.
Shálin miró fijamente a Walter y, al cabo de un momento, manifestó con expresión de quien ha hallado la solución a su problema:
—Pues, ¡claro...! Ya está. Efectuaremos la misión de reconocimiento con nuestra astronave. Pero tú también irás con ellos.
La sorpresa que demostró Walter River, en esta ocasión, fue sincera, aunque la interpretación fue distinta en cada hombre.
A Walter le faltó poco para dar un salto de alegría, puesto que sus planes se iban a realizar con una facilidad insospechada.
En cambio, Shálin esbozó una sonrisa diabólica, como dando a entender que aquello no le sentó muy bien al terrícola.
Walter, como buen psicólogo, captó el pensamiento de Shálin, y no quiso defraudarle.
Manifestó, dubitativo:
—Pero yo...
—Sí, tú irás en la nave, y con mis hombres. Es justo que corras sus mismos riesgos, ya que no puedes acompañarles con tu nave.
—De todos modos...
—No te queda otra alternativa. Además, es conveniente que te vayas familiarizando con la orografía del lugar y nuestros sistemas.
Walter, interiormente se dijo, gozoso:
«Pero si es precisamente eso lo que quiero, majadero.»
No obstante, le convenía mantener a Shálin en su creencia de que su idea no le hacía la menor gracia.
—El caso es que no veo con qué finalidad tengo que ir yo también.
—Puedes interpretarlo de dos maneras: como te he expuesto anteriormente o como castigo a tu negligencia, por no tener a punto la nave.
—Pero, aun con todo, ¿cuál será mi misión?
—La de cooperar con mis hombres para que todo resulte satisfactoriamente.
Walter se encogió de hombros, como diciendo:
—«Bueno, si te empeñas...»
Shálin siguió esbozando una tenue sonrisita.
—Por otra parte, capitán, te considero lo suficiente inteligente para sacar a mis hombres de una mala situación porque estarás implicado en ella.
—Gracias por lo de inteligente —manifestó Walter, con sequedad.
—Te presentaré a los hombres que componen la tripulación de mi astronave, y con ellos, de acuerdo con la cartografía, planearéis la misión de reconocimiento.
—¿Cuándo vamos a efectuarla?
—Cuanto antes. Necesitamos saber, con urgencia, lo que puedan tramar los enemigos.
—De acuerdo. Como dispongas.
—¡Ah! Una advertencia. Nada de tonterías por tu parte. Las vidas de tu tripulación dependerán del comportamiento que hayas llevado.
El capitán River, en esta ocasión, no se pudo contener, al preguntar:
—¿Amenazas?
—Interprétalo como quieras.
—Mal sistema, cuando se pretende dominar bajo el signo del terror.
—No vamos a discutir lo que es más o menos conveniente, ni pretendas darme lecciones sobre métodos de gobierno. Hasta ahora me ha ido bien y se me obedece.
—Te obedecen por terror, no por afecto y admiración.
—Me tiene sin cuidado el afecto o la admiración. Lo que interesa es la obediencia a una causa justa.
Walter ponía en cuarentena aquello que llamaba «una causa justa». Dicen que la primera impresión es la que vale y ésta le resultó desastrosa, en lo referente a Shálin persona.
El capitán se dominó, considerando que las divagaciones moralistas y principios políticos de buena voluntad, no casaban con el despotismo de aquel ser.
—Si no deseas nada más de mí, proseguiré con mis trabajos.
—Por ahora, nada más. Te avisaré para reunirte con la tripulación. Advierte a tus hombres que, mientras estés ausente, prosigan con sus quehaceres.
—De acuerdo. Así lo haré.
CAPITULO VIII
Cuando Walter se reunió con los suyos, tuvo que reprimir el optimismo que le invadía.
Al asegurarse de que estaban solos, les manifestó:
—Muchachos, todo se desliza mejor de lo que esperaba.
Jerry apremió:
—Cuente, cuente, capitán.
Walter les relató con todo detalle la entrevista mantenida con Shálin y sus hombres quedaron admirados, una vez más, del tacto e inteligencia de su capitán.
—Así pues, mis intenciones de exponerle a Shálin que me dejara ir con ellos, bajo el pretexto de una colaboración más directa, no ha sido necesario apuntárselas. Cosa que me congratula, puesto que entonces hubiera podido dar lugar a sospechas.
—Capitán, es usted un hacha —dijo Tony, entusiasmado.
—No hay que proclamar victoria hasta el final.
—Pero la trama comienza con buen pie.
—Sí, Jerry. Pero hay que dar los pasos con firmeza, con seguridad. Al titubeo más íntimo, puede ir al traste nuestro plan.
—El suyo, capitán, el suyo. Es usted quien lo ha urdido.
—De todos, Paul, puesto que, sin vuestra colaboración, poco podría hacer.
Era una virtud más que sus hombres admiraban en su capitán, su humildad, dando más valor a los demás que a sí mismo.
—Lo cierto es que ese «besugo» de Shálin, se ha tragado el anzuelo hasta la misma cola.
—No se puede ocultar la afinidad de parentesco, Charles.
—¿Por qué lo dices, Jerry?
—Sencillamente, por lo de besugo.
Jerry se tuvo que ocultar a toda prisa tras su capitán, ante el peligro de perder sus piezas dentarias, a consecuencia del directo de Charles, que se perdió en el vacío.
Rieron la ocurrencia y las prisas de Jerry por ponerse a salvo.
—Bueno, ahora una advertencia. Trataréis de seguir lo «ordenado por Shálin», o sea, los trabajos en la «Celes». Seguramente, durante mi ausencia, tratarán de «meter las narices», como vulgarmente se expresa.
—¿Qué haremos, entonces?
—Tú, Jerry, como segundo a bordo, asumirás el mando. No permitas la interferencia de nadie. Te cierras a que te limitas a cumplir órdenes concretas mías y que os dejen trabajar tranquilos. ¿Entendido?
—Sí, capitán.
—En caso de que no volviera, confío en vuestra capacidad para evadiros.
Todos guardaron silencio y se pusieron muy serios.
En aquel momento, Walter, no supo por qué, pensó en Tahala para que sus hombres acudieran a ella, en caso de apuro.
Pero inmediatamente apartó de sí la idea, puesto que él mismo no tenía seguridad plena en ella y por tanto, no podía exponer a sus hombres a un fracaso, por dejarse llevar simplemente por una corazonada o simpatía.
Mentalmente se hizo la promesa de descifrar de una vez, la posición de la encantadora muchacha, lamentando que, de haberlo averiguado ya, a estas alturas podrían contar con una valiosa ayuda.
Si le quedaba tiempo, acudiría a su alojamiento para tratar de sacar algo en claro y si, de paso, conseguía unas caricias, tanto mejor.
El silencio se prolongó más de la cuenta.
Sus hombres pensaban qué sería de ellos, si a su capitán le pasaba algo. Y el capitán Walter River lamentaba no poder dejar a su tripulación en ventajosas condiciones de éxito ante cualquier eventualidad.
Walter trató de infundirles ánimos:
—Bueno, muchachos, alegrad esas caras. Tened en cuenta que pienso sacar buen partido de esa incursión y que, por la cuenta que me tiene, sabré cuidarme.
Pareció que sus palabras dieron el resultado apetecido, puesto que la seriedad iba desapareciendo de aquellos rostros de hombres jóvenes y audaces y de por natural alegres, aun en las situaciones más adversas.
—¿Sabes lo que te digo, Charles?
—¿El qué, Jerry?—Que cuando asuma el mando, en ausencia del capitán, te voy a juzgar por frustración de agresión y por tanto, acto de insubordinación hacia un superior.
—¿Por frustración, insubordina... qué?
—Sí, hombre, por pretender desdentar a tu jefe. Y que conste que tengo testigos.
—¿Y qué le pueden importar a un can unos dientes más o menos? Su función es la de ladrar y tú lo haces a la perfección, Jerry.
—Paul y Tony, desde este instante, os emplazo como testigos de cargo para juzgar a un «besuguino».
—¡Un momento, Jerry...! Creo que Tony y yo contamos con el derecho de deliberar sobre la situación en que pretendes colocarnos. Así que, nos vamos a consultar...
Se apartaron un momento del grupo, y luego volvieron. Fue Paul quien habló de nuevo:
—Como portavoz de la junta efectuada en el más riguroso de los secretos, declaramos no ser aptos para actuar como testigos de un par de animales.
Jerry se sublevó:
—¿Usted ha oído eso, capitán?
A lo que contestó el aludido:
—Hombre, la cosa tiene su lógica con arreglo a su constitución y función respectiva, es decir, del besugo sales «escamado» y del perro «ladrado».
Todos celebraron su buena predisposición y el optimismo imperó de nuevo en la tripulación de la «Celes».
* * *
No le dio tiempo al capitán Walter River de girar una visita a la joven Tahala.
Había sido convocado por Shálin para presentarle a la tripulación de la nave de los chenemodes y planificar la misión que iban a emprender.
Su presencia fue acogida con cierta reserva, pero aquellos seres, a poco de comenzar la conferencia, pudieron comprobar que el capitán terrícola poseía una inteligencia despierta, por lo muy acertado que estuvo en sus escasas intervenciones.
Ultimados los detalles, Shálin en persona les ordenó que emprendieran el vuelo inmediatamente.
El comandante de aquella nave, invitó a Walter que fuera con él y, seguidos del resto de la tripulación, nueve hombres más, fueron caminando por unos pasillos hasta desembocar en una enorme sala, igualmente tallada en roca viva.
Allí reposaba la nave de los chenemodes, a la que reconoció el capitán inmediatamente, por ser con la que establecieron contacto y punto de partida de sus desventuras.
En silencio, ascendieron por la rampa de acceso.
La mente de Walter River se puso en funciones, mirando a todas partes con disimulo y prefijando cuanto consideraba de su interés.
El comandante le hizo sentar a su lado, en la cabina de mandos, y le explicó:
—Ahora, un remolque nos trasladará a la plataforma de ascensión.
En efecto, así fue. La nave se puso en movimiento hacia un gran túnel para desembocar en otra gran sala, en cuyo centro, sobresaliendo del nivel del piso, estaba la plataforma de forma circular y de gran diámetro.
Una vez la nave colocada sobre la misma, en unos puntos señalados, el remolque se retiró del lugar.
El comandante volvió a hablar:
—Desde este momento, ejercemos plena autonomía para salir a la superficie.
Acto seguido, manipuló en un selector, y la nave se puso en movimiento ascendente.
A medida que subían, las paredes, en forma de cono, se iban estrechando hasta que se ajustaron a las dimensiones de la plataforma.
La oscuridad se hizo absoluta, pero inmediatamente se encendió un foco en la parte superior de la nave.
Walter pudo ver que el camino estaba interceptado por una bóveda, formada por grandes gajos.
Por el rabillo del ojo, se dio cuenta cómo el comandante manipulaba en otro selector y, a poco, aquellos gajos fueron separándose, y filtrándose por sus huecos la luz exterior.
Antes de llegar la nave a la bóveda, ésta ya estaba completamente abierta, y entonces la plataforma se detuvo.
El comandante dio unas órdenes, manipuló en el tablero de mandos, se notó una sacudida y acto seguido, salían disparados hacia el espacio libre.
La mente de Walter trabajaba febrilmente y no dejó que se le escapara ni un solo detalle sobre el procedimiento de salida.
Tomaron gran altura, con la finalidad de localizar mejor los puntos a explorar en aquel terreno donde las escarpadas montañas eran la característica dominante.
De los tres lugares sospechosos, en el primero que reconocieron no había síntomas de actividad alguna, por lo que el comandante decidió dirigirse hacia otro de los fijados en los mapas que llevaban a bordo.
Les costó un poco localizarlo y de momento, no se veía nada anormal, por lo que el comandante decidió aproximarse más.
Hubiera desistido, a no ser que fueron atacados desde aquel lugar que el comandante decidió observar.
Por poco, les alcanzan de lleno.
La astronave maniobró para salirse de aquel radio peligroso y una vez logrado esto, tomó una posición favorable para el ataque.
Todo esto lo intuyó Walter, y luego se lo confirmó el mismo comandante:
—Ahora sabrán lo que es bueno. Ellos mismos se han descubierto.
Efectuó una especie de picado y de la misma nave se desprendieron mortíferas cargas, cuyas explosiones repercutieron en la propia nave que las lanzó.
El efecto fue devastador. Seguramente, se amparaban bajo un amplio escondrijo, puesto que luego de las explosiones quedó al descubierto una amplia explanada.
La nave descendió más y con las armas de a bordo, comenzaron a disparar contra todo lo que se movía.
El comandante hizo descender más la nave hasta casi posarse en el suelo.
Entonces apareció un grupo de supervivientes, con muestras evidentes de que se rendían.
El comandante, con expresión diabólica, dio la orden:
—¡Exterminadlos a todos!
Walter no se pudo contener y gritó:
—¡¡Alto...!!
El comandante quedó sorprendido por la virilidad con que pronunció aquello, el capitán River.
Pasado el momento de sorpresa, reaccionó violentamente al preguntarle:
—¿Quién eres tú para contradecir mis órdenes?
—Un ser humano como tú y los demás.
—Esos que tenemos ahí no merecen la existencia.
—Los que tienes ahí se han rendido, están indefensos.
—Son nuestros enemigos.
—No por ello te asiste el derecho de asesinato.
El comandante mostraba el aspecto de un poseído, al que domina la sed de la sangre, la venganza.
—Estás en un error, capitán. No es asesinato, es justicia, y llevaré a cabo la sentencia, pese a tus idiotas prejuicios.
—Protestaré ante Shálin, de tu matanza.
Walter dijo esto por decirlo, con el convencimiento de que no surtiría el menor efecto.
Pero se equivocó. El comandante de aquella nave le miró, esbozando una sonrisa cínica y exclamó:
—¡Ah, sí...! ¿Conque ésas tenemos...?
Y luego, dirigiéndose a sus hombres, ordenó, furioso:
—¡Apresad a este asqueroso terrícola!
Dos tripulantes le sujetaron por ambos brazos.
Walter no opuso resistencia, por considerarlo una tontería, al igual que entendía una bravata la actitud del comandante, al ordenar que le apresaran, puesto que de la nave no podía salir.
Únicamente dijo, al comprobar que la mención de su superior había hecho mella:
—Una nueva protesta que añadir ante Shálin.
—Me parece que no vas a tener esa ocasión, humano capitán,.. Ya me ocuparé de ti más tarde. ¡Lleváoslo!
Le confinaron en un pequeño recinto, a modo de celda. Antes de encerrarle, todavía pudo escuchar la voz desagradable del comandante:
—¡Cumplid lo que os he ordenado! ¡Exterminadlos...!
A poco, se oyó una sucesión de explosiones.
Walter se acercó a la escotilla y a través de la misma, pudo ver, con pena, cómo aquella pobre gente indefensa yacía en el suelo sin vida.
Cuando todo aquello hubo terminado, la nave tomó altura.
El capitán pensó que se dirigirían al tercer lugar que faltaba por observar, según se había planificado.
No se equivocó. La nave, luego de situarse a gran altura, siguió durante un corto tiempo en línea recta para luego evolucionar en círculo.
Mientras tanto, Walter River pensó sobre la situación en que se hallaba y no dudó que aquel sanguinario comandante trataría de eliminarle sin ningún escrúpulo.
Más lo sentía por sus hombres que por él mismo, pero, fiel a su lema de no" preocuparse con lamentaciones por acontecimientos más o menos nefastos que pudieran producirse, se centró en observar las evoluciones de la astronave y esperar, impasible, el resultado de tocio aquello.
A simple vista, únicamente se podía apreciar la panorámica de aquella agreste región.
Como la vez anterior, la nave fue descendiendo más y más.
Walter River deseaba que, si había alguien en aquel lugar, no delataran su presencia por precipitarse a la defensa, que fueran cautos y cuando se decidieran, que fuese con precisión, aunque esa precisión pudiera redundarle en perjuicio propio.
Por el momento nada anormal sucedía, pero él, como buen observador, pudo comprobar, cuando acortaron distancia con el suelo, que allí existía un escondrijo similar al del lugar anterior.
De un momento a otro esperaba oír las explosiones, pero iban reduciendo distancia y éstas, inexplicablemente, no se producían.
El capitán River dedujo que aquel ser desalmado no había reparado en esta particularidad, puesto que ya hubiera podido arrasar aquella zona.
Se alegró de que tuviera aquel fallo y albergó la esperanza de que abandonara aquella zona, como estuvo a punto de irse de la anterior.
Seguramente, confiado en que allí no habían señales de vida, descendió todavía más, hasta el extremo de que estaban muy por debajo de los picachos de aquellas cumbres.
Paulatinamente, la distancia que les separaba del suelo se fue reduciendo y directamente se podía apreciar el menor detalle.
La nave se detuvo en su descenso y Walter se dijo que aquellos hombres estaban ciegos.
CAPITULO IX
Permanecieron un buen rato en posición estática, ignorando el capitán lo que estarían tramando a bordo.
De capitanear él la nave, no se hubiera colocado de un modo inconsciente, en aquella situación tan peligrosa y más, habiendo descubierto el escondite, lo que denotaba que, al amparo del mismo, podía ocultarse alguien.
Le asaltó un presentimiento y su vista se dirigió hacia los picados que podía divisar a través de la escotilla.
Su sospecha se convirtió en realidad. Desde el lugar donde estaba, descubrió a dos astronaves, que iban emergiendo paulatinamente entre los picachos de aquellas montañas para situarse encima de la que él ocupaba.
Y el comandante chenemodes, con su tripulación, sin enterarse. Dedujo que, probablemente, estarían absortos, tratando de descubrir algo.
Sea lo que fuere, pensó Walter River que aquel comandante era un inepto, puesto que la vigilancia del espacio no debía de descuidarse y más hallándose en una zona enemiga, expuesto a cualquier sorpresa funesta.
Y la sorpresa no tardó en producirse para aquellos inexpertos hombres.
El capitán notó gran revuelo en la nave: órdenes a gritos, confusión enorme, una elevación brusca, que casi le hizo perder el equilibrio, para luego oírse unos estampidos y detenerse en su ascensión.
Oteó por la escotilla y vio aquellas naves que divisó en un principio, estaban materialmente encima de la que ocupaba.
Permanecieron inmóviles un buen rato, oyéndose, de vez en cuando, la voz airada del comandante, aunque Walter no podía colegir lo que decía, pero imaginó que le conminaban a la rendición.
Verdaderamente se había metido en un callejón sin salida. Por el espacio libre le cortaban la retirada aquellas naves y en el suelo...
Walter quedó maravillado. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció el sistema de camuflaje, dejando al descubierto un verdadero astródromo, con todos sus pertrechos y defensas.
Nuevamente, la voz del comandante para luego iniciar el descenso y tomar tierra.
Ya estaba a punto de posarse, cuando se notó un tirón brusco en la nave y acto seguido, dos explosiones. Luego quedaron inmóviles en el suelo.
Se oían voces, pasos precipitados.
El capitán River estaba atento a todo lo que podía ver y percibir, lamentando hallarse confinado en aquel reducido recinto.
Lo que ignoraba el capitán Walter River era cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Luego de oponerse a la matanza de aquellos indefensos seres y confinado en aquella celda, el comandante ordenó a su segundo de abordo:
—Oficial ejecuta al terrícola.
—Comandante, ten presente que nos lo ha confiado Shálin en persona.
—¿Quién es el que manda en la nave?
—Tú, desde luego.
—Pues cumple lo que te he dicho.
—¿Y cómo vas a justificarte ante Shálin?
—Juicio sumarísimo por traidor.
—Eso no es verdad.
—Eso, entiéndelo bien, lo sabemos todos, y pobre de aquel que diga lo contrario.
El oficial se quedó pensativo. Bien a las claras demostraba que no compartía el parecer del comandante.
Vino a favorecer su oposición, cuando el observador indicó que estaban encima del punto a explorar.
El comandante le dijo al oficial:
—Deja lo que te he dicho para luego que terminemos aquí y si hay alguien ahí abajo, le abandonaremos entre los que eliminamos, como un cadáver más.
El oficial le miró con expresión aprensiva, pero tuvo un respiro de alivio al no verse obligado a cumplir inmediatamente aquella orden que le repugnaba. En tanto, trataría de disuadirle.
Se hallaban absortos en la exploración de aquel lugar, cuando fueron sorprendidos por una llamada por radio:
—¡Atención, atención...! A quien mande la nave, se le ordena que cumpla las instrucciones.
Miraron hacia arriba y no eran dos naves las que habían interceptado el camino, sino cuatro; las otras dos estaban situadas en la parte opuesta de donde se hallaba Walter.
El comandante exclamó:
—¡Cerdos...! ¡Y vosotros, imbéciles, sin daros cuenta de su presencia! ¡Os mandaré a todos a engrosar el número de prisioneros!
Con sus bravatas, pretendía justificar su negligencia y ocultar el miedo que sentía, por si caía en manos de enemigo.
Vio un espacio libre entre las cuatro naves. Dio toda la potencia a los cohetes impulsores y la nave dio un brusco brinco, por lo que bastantes de los tripulantes rodaron por el suelo.
—¡Ahora sabrán quién soy yo, esos cretinos...!
Nada más decir eso y ponerse en acción, fue cuando sonaron los estampidos.
—No vuelvas a hacer otra tontería porque constituirá la última. La próxima vez será a dar. ¡Detente!
El comandante estaba demudado, aterrorizado y el mismo pánico que sentía hizo que detuviera la nave que mandaba.
Los demás tripulantes también andaban locos. El único que se mantenía en toda su entereza era el oficial.
Por radio, se dejó oír de nuevo aquella persuasiva voz:
—Muy bien. Ahora id descendiendo, sin hacer ninguna maniobra extraña, hasta posaros en el suelo.
El comandante protestó, miedoso:
—Ahí no podemos aterrizar. Destruiremos la nave y con ella, a nosotros.
Únicamente le contestaron de forma tajante:
—Podrás.
El comandante quedó estupefacto por lo que veía a sus pies. El pánico se acentuó en él y miró, suplicante al oficial:
—¿Qué hacemos, segundo?
—Me temo que no nos queda otra alternativa más que obedecer.
—¡No, no...! ¡Me matarán!
—¿Por qué ese miedo, comandante? Tú siempre has sido muy valiente... teniendo la ventaja de tu parte y ante personas indefensas.
El comandante se le quedó mirando como no pudiendo dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Por..., por qué dices eso...? Será una broma tuya, ¿verdad?
—Nunca he hablado más en serio y siempre he esperado la ocasión para manifestar lo que me estaba quemando la sangre.
El comandante temblaba ostensiblemente, como una hoja azotada por el viento, y suplicó al oficial:
—Deja que me vaya con el auxiliar de a bordo. ¡Me matarán!
—¿Y tu tripulación...? ¿No piensas en la suerte que correrán?
—Deja que me salve, oficial. Te prometo riquezas, prosperidad...
—No me prometas falsedades, comandante, que aun suponiendo ciertas, jamás aceptaría. ¡Desciende!
Los papeles se habían cambiado. En esta ocasión era el oficial quien daba órdenes a su comandante que sin más inició el descenso.
Ya estaban a punto de establecer contacto con tierra, cuando el pánico se apoderó por entero del comandante, gritando:
—¡Deja que me vaya, oficial!
El aludido le miró, despectivo, y tuvo un rasgo magnánimo, al manifestarle:
—Voy a bloquear la puerta de comunicación para que los demás no sepan la alimaña cobarde que eres.
Entonces el comandante volvió a accionar los cohetes ascendentes en un desesperado e inútil intento de fuga, en el preciso momento en que el oficial le dio la espalda para que no la pudieran abrir los demás, lo aprovechó, preso de terror, para sacar su arma personal y dispararla hacia aquel hombre, su segundo de a bordo.
Por suerte, debido al nerviosismo del agresor, únicamente produjo un rasguño en el oficial, quien con serenidad y sin ánimo de causarle un mayor mal, se defendió de la acción contra su persona.
Pero el propio pánico del comandante se erigió en la mejor justicia a su maldad.
Se abalanzó hacia el joven oficial y el impacto dio en plena región cardíaca, cayendo como un saco en el suelo de la nave.
Luego, el mismo oficial desconectó los motores, y la nave se posó suavemente.
A todo el jaleo anterior siguió un silencio sepulcral, cuando la nave quedó inmóvil.
Posteriormente oyó el capitán River una voz que desconocía y que decía a la tripulación:
—Que nadie oponga resistencia ni intente hacer uso de las armas, si es que quiere seguir existiendo.
Nadie protestó a lo ordenado y nuevamente aquella voz, con dotes de mando, se volvió a oír:
—Liberad al capitán terrícola y traedlo ante mi presencia.
Acto seguido, Walter comprobó que la puerta era abierta y que le indicaban que saliera de su encierro y que fuera hacia la cabina de mando.
Allí se encontró con el comandante, que yacía en el suelo sin vida y con un oficial que presentaba un rasguño sangrante en la frente.
Se presentó:
—Soy el segundo de a bordo, capitán; el oficial Tehedo.
—Tanto gusto, oficial. Pero... ¿qué ha pasado aquí?
—Ya te lo explicaré cuando tengamos tiempo. Ahora bástate saber que hemos sido hechos prisioneros de los verdaderos representantes del gobierno del planeta Chenemod y nos vamos a entregar a ellos.
—¿Pero...?
—Serás informado de todo. No tienes nada que temer si estás a mi lado.
—De acuerdo.
Interiormente, Walter se dijo que Shálin no era más que un rebelde, y se alegró de ello, aunque no con mucho entusiasmo hasta saber a qué atenerse.
El oficial Tehedo indicó:
—Accionad la rampa de descenso, e id saliendo uno a uno. Si no cometéis ninguna tontería, respondo de vuestras vidas.
La tripulación hizo lo que se les ordenó, y fueron saliendo los ocho hombres.
—Bueno, capitán. Ahora nos toca el turno a nosotros. ¿Vamos?
—Vamos.
Al salir de allí, comprobaron que la nave estaba materialmente rodeada de hombres armados y al aparecer Walter junto al oficial, un hombre al mando de una sección se vino corriendo para abrazar a Tehedo.
—¡Tehedo...! ¿Tú aquí...? Te dimos por muerto.
—Pues ya ves que todavía vivo.
—La alegría que van a tener tus padres... ¿Y quién es éste?
—Un terrícola, capitán Walter River, prisionero de Shálin.
—Tanto gusto, capitán.
—Es mi amigo Sagle, también oficial.
—El gusto es mío, Sagle.
Se estrecharon las manos.
Luego Tehedo, dirigiéndose a su amigo, le indicó:
—Que acomoden convenientemente a los hombres de la tripulación. Dadles buen trato, aunque sin descuidar su vigilancia. Les he prometido mi protección, siempre y cuando se porten bien.
—De acuerdo. Así se hará.
—Mientras tanto, el capitán y yo iremos a hablar con Sárver para rendir información.
—Conforme. Ya sabes el camino.
—¡Ah! Una cosa, en la cabina de mandos está el cadáver del comandante. Retirarlo.
Entonces su amigo reparó en la señal que tenía en la frente y preguntó:
—¿Te ha pasado algo?
—Nada. Una simple refriega, en la que él ha llevado la peor parte.
—¡Ah...! Se cumplirán tus deseos.
Mientras iban caminando, Walter preguntó a su acompañante:
—¿Quién es Sárver?
—Pues... digamos que es nuestro jefe supremo, lo que pretende alcanzar Shálin.
Durante el trayecto, se pararon otros hombres, más o menos jóvenes, para saludar efusivamente a Tehedo, por lo que dedujo Walter que el tal oficial era un personaje importante.
La curiosidad acuciaba al capitán, y deseó saber:
—¿Y cómo se explica que tú estuvieras al servicio de Shálin?
—Esto es una historia que ya irás descubriendo durante la entrevista con Sárver.
Walter había aprendido a dominar su impaciencia, por lo que decidió esperar y llegar a sus propias conclusiones, aunque, la verdad sea dicha, tenía muchas incógnitas que despejar.