IX
El ruido de la zorra que pasaba junto a ellos. Y chirridos, voces, campanas y un afinado timbre, resonaron largamente en el enorme techo de cristales del andén. Las luces amarilleaban tristes, colgadas encima de las largas plataformas desiertas. Levantó la cabeza: un gran pizarra negra con letras blancas: PLATAFORMA N.º 2.
Caminaron unos pasos lentamente. Un áspero ruido de hierros y los vagones retrocedieron un poco. Junto a las ventanillas caras con sueño, diarios abiertos, una mujer con el mentón en la mano enguantada.
—¿Adónde vas ahora?
—No sé. A dormir.
—Si tenías sueño… No debías haberme acompañado.
—No tengo. ¿Qué voy a hacer?
Virginia caminaba con las manos en los grandes bolsillos del abrigo. Un género enrejado como una cárcel. Caminaba a pasos largos, como un muchacho, balanceando un poco el cuerpo. Le hizo gracia y dijo riendo:
—Me parecía que no eras tú. Un muchacho que andaba conmigo.
—¿Por qué un muchacho?
—Una sensación. El abrigo, la cabeza baja… Acaso el que no hablaras.
—Sí… A veces yo misma me encuentro un poco…
Apareció de improviso un tren, ya casi junto a ellos el gran ojo dorado.
—¿Te gustaría que yo fuera un muchacho?
Un interrogante y burlón «socratismos» se extravió entre sus risas y el ruido del tren que se detuvo resoplando. Por un momento caminaron entre los empujones de la gente presurosa. Una maleta cuadrada con anillas de metal. Una mujer tocada con una mantilla negra, colgando una canasta del brazo. Un humo blanquísimo en grandes pelotas que giraban despacio.
—Quería decirte si le gusta encontrarme algo de muchacho.
Jason silbó, vacilando.
—Hum… Es difícil contestar eso. Largo y difícil.
—Sintetice. Tiene cerca de un minuto.
Miró el cuerpo débil, apretado fuertemente por el cinturón. Las rayas de vello en la nuca. Los finos rizos que se estiraban como virutas siguiendo el contorno de la oreja. Seguía caminando despacio, moviendo las caderas, casi cruzando un pie delante de otro. No era más que el abrigo girando un poco a cada avance del hombro… Solo el abrigo hasta más debajo de las rodillas.
—¿Eh? ¿Te gusta?
Pero cuando el abrigo se movía, movíanse también los senos, las nalgas y acaso hasta se rozara suavemente un muslo con otro. Un poquito apenas, la piel morena y caliente de una pierna con la otra… Junto a él, debajo de las faldas…
—Me estaba acordando de aquel lío. Ella levantó la cabeza, casi unidas las cejas.
—Aquello de si existe lo que no conocemos. El pensamiento fabricando la realidad, o cosa así.
—No entiendo. ¿Qué tiene que ver…?
—No. Nada. Otra cosa. Eh este momento eras el abrigo con una cabeza. Pensaba en debajo del abrigo.
Sin luces, el tren recién llegado comenzó a rodar lentamente por la vía. Allá lejos y arriba, cayó una luz verde como una estrella en fuga.
Ella volvió a bajar la cabeza y siguieron en silencio. ¿Se habría molestado? Y bien, lo quisiera o no… Todo eso junto a él; aunque no lo viera nunca, aunque muriera sin conocerlo. No sabía: ¿era, en realidad, completamente absurdo que él dudara de la existencia de aquel cuerpo, de aquella zona del cuerpo…?
—Razonando, puedo decir que existe tu cuerpo desnudo. Y que se mueve junto con el abrigo. Pero…
Virginia lo miró, con una clara sonrisa brillándole en la cara:
—Hay problemas insolubles, Julio…
Hizo una pausa sin dejar de mirarlo. Él siguió caminando despacio, quieta la cara bajo la sonrisa y los ojos de la muchacha. Como ante una de esas luces demasiado intensas de las casas de fotografías. Luego ella, miró a los lejos, donde las señales guiñaban, perforando la noche, y empezó a decir, suave y lentamente:
—Cuándo fue que estuvimos discutiendo con Lima sobre filosofía de la acción…
Aunque sabía que ella no iba a decir más, la interrumpió violentamente:
—Basta. Gracias.
Se sorprendió ante su propia voz, enronquecida, y ante el impulso feroz que lo sacudió de estrujarla allí mismo. Pero se limitó a hacerla dar vuela, apretándole el brazo con una afinada ternura que tampoco pudo decirle.
Regresaron al tren, despacio, mirando las baldosas cuadriculada del piso. Acompasadamente, los pies de la muchacha tocaban el suelo y se arrastraban un poco. Tocaban y se arrastraban; tocaban, se arrastraban…
—Bueno, ¿te gusta sentirme un muchacho?
Volvió, como despertándose.
—Sí… No sé. Me gusta sentirte así: un poco. Me parece que estamos más juntos; como si fuera más fácil entenderemos. No me gustaría que fueras como todas, cien por ciento mujer, hasta la saturación. Es como los perfumes; y el olor de los polvos. Están bien. Pero si tengo que olerlos mucho tiempo me indigestan. A veces, hasta que todo lo femenino llega a darme náuseas.
Sonó una bocina y se acercaron al tren. Ella subió dos escalones y quedó sonriéndole, sujeta la mano a la barra niquelada.
—¿Y…?
Nada. Eso. Claro que tampoco que fueras varonil, maestra de escuela… La sabiduría no se encuentra en los extremos, señorita… Bueno: todo debe ser inteligencia. Si no fueras tan inteligente…
Ella agradeció con una reverencia:
—Señor Jason…
El tren comenzó a rodar con lentitud. La vio sonreírse, inclinando la cabeza en la dulzura del gesto, alargando hacia él un brazo perezoso que ya no podía llegar.
Rezongó la bocina del tren, temblando luego allá arriba, en la lejana bóveda de vidrio. Las portezuelas y las ventanas de los vagones se iban comprimiendo, cada vez más. Aparecieron las bruñidas cintas de las vías y dejó de ver a Virginia. Los dos grandes ojos rojizos del último vagón, achicándose como si tuvieran sueño. Otra vez la bocina, corta y angustiosa, triste de lejanía ya.
Inmóvil con el sombrero en la mano, hipnotizado en los ojos sangrientos del tren. Sí, sí, sí; la cabeza sobre un hombro; brillando la sonrisa en los ojos, haciendo madurar las mejillas. Alargado oblicuamente hacia él un brazo en cuyo extremo colgaban curvados los dedos morenos. Aquel gesto y aquella sonrisa.
Se puso el sombrero y caminó unos pasos en el andén sin trenes ni gentes. Seguía viendo la cabeza recostada en el hombro, la sonrisa tan dulce, el brazo hacia él… Aquella sonrisa y aquel gesto que habían quedado consigo, que nadie podría sacarle. Nadie, nadie. La sonrisa y el gesto suyos. Que ella hiciera lo que quisiera. Que ocurriera cualquier cosa. Cuantas veces lo deseara, él podría volver a tenerla; alargada hacia él en la sonrisa y el gesto. Dejándole la ternura de aquella sonrisa; el gesto de la mano. Nadie, pasara lo que pasara. Un extraño sentimiento de hostilidad hacia Virginia le endureció la cara. Ah, no; ya, ni ella misma podría quitarle la imagen llena de gracia de aquella muchacha, parada en el estribo del tren que se iba, sonriéndole a él, mirándolo a él, estirando hacia él la caricia de la mano.
Se puso a caminar hacia la salida. PLATAFORMA N.º 2. Un tren que llegaba quién sabe de dónde… CABALLEROS, en letras esmaltadas, y un fresco murmullo de agua.