I
Con un largo suspiro M. Gigord volvió los dorados anteojos a la nariz. Por un momento las manos flacas y tristes continuaron moviéndose en el pañuelo.
—Tener una creencia, una fe, es indispensable para vivir. La religión católica es buena. Pero yo no puedo creer que se conceda el paraíso a espíritus que… en fin, espíritus que no han alcanzado un cierto grado de perfección.
Jasón asentía con la cabeza. M. Gigord lo miró fugazmente, con un gesto nervioso; mientras guardaba el pañuelo, agregó:
—Aunque yo soy creyente en que todas las religiones tienen un principio común. Esto es indudable.
—Ciertamente. La esencia mística…
M. Gigord era un pobre diablo. Estupendo, señor profesor. Encarnarse todavía una docena de veces y luego disolverse en la divinidad. Disolverse beatíficamente. Cuando manas sé una con alma, en el principio número siete…
El reloj sonó varias veces, con una voz fresca y exótica.
M. Gigord rectificó la hora de su reloj y se echó hacia atrás, devolviendo a su rostro la expresión habitual.
—Es indudable que Jean Jacques era un enfermo mental. En caso contrario, nosotros haríamos bien de que estábamos frente al más grande hipócrita, cínico y pervertido que haya existido jamás… ¿Usted ha leído el Emilio?
—No; nada más que las Confesiones.
—Bien; alcanza —subrayó la palabra con un risueño gesto de complicidad— alcanza. Trate de releerlas un poco. La semana próxima trabajaremos con eso. Nosotros estamos un tanto atrasados y en un día liquidaremos Jean Jacques. En realidad no merece más.
Trabajosamente se puso de pie, abrochó el saco y comenzó a recoger sus libros. Jason cruzó el salón para apagar la luz. Triste y hastiado; infinitamente triste y hastiado. Con la cabeza baja, la mano irresoluta acariciando la pequeña palanca de la luz. Infinitamente cansado de la puerca vida. Estomagado. Una columna de humo sucio le iba del estómago al cerebro. Atravesado por el espeso chorro de humo, arañaba despacito el conmutador.
—Puede apagar, Jason. Ya estoy listo.
—Bien.
M. Gigord había confundido con cortesía su indecisión. Con unas pocas palabras sería fácil convencerlo por completo de que había acertado. Como esto es tan oscuro, M. Gigord… No valía la pena. Nada valía la pena y él apagaba la luz, con un movimiento resuelto e implacable. De esa manera, exactamente, se hacía funcionar la silla eléctrica de Sing-Sing en las películas de errores judiciales.
Las sombras de los rincones habían corrido velozmente hasta el centro del salón, chocándose y subiendo en altas olas hasta cubrir el techo. Recogió el sombrero del respaldo de la silla, rozando a M. Gigord en la oscuridad. Lo adivinó enfilado en dirección a la escalera, los libros bajo el brazo izquierdo y la verdosa galera colgando junto a la rodilla.
M. Gigord comenzó a subir, tanteando cuidadosamente con los pies. Jason miró la escalera angosta, oscura, retorcida. Extrañamente, tuvo la impresión de que aquella escalera no era ya un medio para llegar a la vida ardiente de la calle. La sentía como un fin en sí misma. Ascenderla era una trabajosa tarea que debía realizar porque sí, en medio de sombras, bajo la pupila lívida de la ventanita que se abría en el segundo tramo.
Miraba el brillo grasiento de la baranda, y no podía rechazar la imagen de todas las manos —ágiles, cansadas, finas, ásperas— que se habían apoyado en aquella lista de madera, dejándola un poco más pulida, un poco más sucia. Los hombres del horario nocturno, gordos, sin afeitar, haciendo crujir los escalones con sus gruesos zapatos. Las muchachas del turno de la mañana, dientes blanquísimos, vestidos flotantes, risas y carreras. Las manos —blancas, velludas, oscuras, pequeñas, venosas, húmedas— corrían como arañas hacia arriba; ya trepando, ya con rítmicos saltitos.
Subió, apoyándose exageradamente en el pasamanos. Frente a él, diez escalones más arriba, por encima de los débiles hombros de M. Gigord, veía un pedazo de pared blanca en el que se extendía la luz de la ventana que aún no alcanzaba a divisar. Aquella pared recién blanqueada, se le apareció fría e indiferente como un cadáver, su epidermis no tenía manchas ni roturas. Nadie había intentado amparar en ella, con torcido signos de lápiz, la vida efímera de un nombre o una fecha.
Recordó la pared reluciente de los lavatorios. Más humana, menos pared. Leyendas y dibujos obscenos se sucedían en sus mosaicos, renovándose diariamente. Cuartetas torpes, gritos rabiosos de sexualidad. El primer día que entró allí había visto aquello con disgusto. Pero luego, en un rincón oscuro descubrió dos palabras dibujadas con rasgos grandes y armoniosos. Abajo, una firma: Louise. Una confesión simple y animal. Louise quería. ¿Y qué? Él quería, todos querían.
Imaginaba a la muchacha en cuclillas, haciendo pasar y repasar el lápiz por las baldosas resbaladizas. Con los ojos brillantes de miedo y vergüenza; la punta de la lengua entre los dientes; semidescubiertas las piernas blancas y las diminutas ropas, más blancas aún. Louise quería, todos querían. Mejor aquella pared con su confesión cínica y exasperada, con sus dibujos grotescos e ingenuos, que esta otra, blanca, impersonal, simple plano divisorio.
Frente a él oscilaba la silueta de M. Gigord. Se adivinaba la debilidad de las piernas en la indecisión del paso; e iba subrayando el balanceo negativo de la cabeza con largos suspiros y el ruido seco de los escalones que pisaba. De aquellas espaldas viejas y dobladas se desprendía una intensa sensación de tristeza y cansancio. Y el recuerdo del viejo, con la nariz fantásticamente enflaquecida y alargada por la luz lejana del techo, hablando del contento de vivir con una media sonrisa hipócrita… Falso. Un hombre viejo, cobarde y falso. El compendio de la esencia de todas las religiones… Magnífico estilo, noble maestro. La conformidad para sobrellevar los sufrimientos de la vida.
Si la conformidad no se alcanzaba por la reflexión, quedaba el camino de la fe. Tirarse de cabeza en la fe. Pero él no quería rehuir las conclusiones del pensamiento. No quería el contento del alma, el principio número siete, el ombligo de Buda. Quería la vida. Nada más que la vida; pero totalmente, hasta el fondo. Llegar a tener la energía necesaria para tomar la vida como a una mujer.
Pero allí, en la escalera; aquel viejo que trepaba cansadamente… ¿No podía ser aquel su futuro? ¿Era absolutamente imposible que él llegara a convertirse en aquello? ¿Y si él estuviera equivocado, terrible y trágicamente equivocado? Se creía capaz de moldear la vida como él quisiera; pero acaso era la vida la que lo iba haciendo a uno, con una lenta tarea de deformación, un día y otro, una claudicación y otra.
Miraba la silueta del viejo, tratando de establecer fría e impersonalmente hasta qué punto era imposible que dentro de muchos años, cincuenta años, J. Jason subiera una escalera en la misma forma en que lo estaba haciendo M. Gigord. Expresando su cuerpo tanta entrega, tanto renunciamiento como la doblada silueta del profesor. Y razonablemente, no era posible afirmar que aquel pensamiento fuera absurdo. Ahora mismo, sin saber por qué, se encontraba cansado y débil. ¿Entonces, camarada…?
Sí y sí. Jason, el superhombre, el conductor, dando lecciones de literatura francesa, subiendo escalones paso a paso, mintiendo conformidad y satisfacción.
Dominado por una fría desesperación se obligaba a pensar en su vida dentro de medio siglo, buscando con perversidad la imagen que más le doliera, la más humillante y ridícula. La pobre cosa lastimosa y despreciable que llegaría a ser su cerebro; el residuo de hombre en que él se convertiría.
La corbata en arco, el cuello cruzado, los dientes postizos, la pechera almidonada, el reloj de oro. Todo eso tendría él; y también los gestos mecanizados y tímidos; la absoluta falta de audacia en los ojos, y, en la boca, la curva aplastada de la resignación.
Y si este era su posible destino, si por el solo hecho de vivir corría el riesgo de llegar a ser una cosa así, de llevar podrido el cerebro unas decenas de años antes de pudrirse su cuerpo… Pensaba en la vida y no sentía de ella más que su fatalidad; su fuerza ciega que lo obligaba a crecer, a envejecer, a ir acumulando impresiones, a sufrir, a gozar, a sentir tantas cosas distintas, le interesaran o no.
Se detuvo un instante juntando las cejas, Cristina. Cristina desnuda, de pie frente al espejo, mientras él fumaba tirado en la cama. En el vestíbulo del teatro, con el abrigo azul marino y el pequeño paraguas debajo del brazo. La cabeza en primer plano, despeinada, mirando acercarse la suya… Acaso había hecho una tontería enojándose con ella. Era muy linda, muy linda. Sí; estúpida, charlatana, vulgar, con una manera de alzar los hombros que crispaba los nervios. Pero, no obstante, sin embargo, a pesar de todo… Sí; había sido un tonto. Con ella, nada de dudas ni problemas filosóficos.
Llegó frente a la ventanita. El anochecer azulado y frío se pegaba a los vidrios. Sintió la noche serena y fresca. La noche con el cielo claro y las luces cuadradas de los edificios. En su interior navegaban imágenes tranquilas, frases cuyo sentido no intentaba desentrañar, recuerdos fraccionados y pálidos. Luego, hendiendo suavemente las imágenes interiores, una escena se hizo lugar, sin violencia alguna. La cara de la noche aplastada contra los vidrios, el tinte vago e inexpresivo del cielo, y los hilos fríos que se colaban por los costados de la ventana, le trajeron el recuerdo de su última conversación con Lima.
El fuma en el sillón de cuero, los pies sobre la mesa. Lima está tirado en la cama, casi invisible por la sombra. Hace rato que han dejado de hablar y en el balcón es ya de noche. De pronto, con una voz apagada y extraña, Lima dice lentamente:
—A veces, por la noche, me acuerdo de algo de cuando era chico.
Jason se estremece, con la sensación que cualquier cosa que diga Lima va a encajar exactamente en su estado de ánimo.
—Aunque, en realidad, no pasó nada. Una sensación. Desde la mañana yo cuidaba las ovejas en el campo. Allí mismo almorzaba pan y queso de cabra. A la tarde guardaba los animales y me volvía caminando al pueblo. Una vez me distraje y cuando terminé de encerrar los animales era ya de noche. Me puse a caminar, cantando y golpeando el pasto con una rama de árbol. Bueno… Cuando vi las luces del pueblo, allá abajo, sentí de improviso que la noche se me venía por las espaldas y que no me dejaría llegar. Me puse a correr como loco…
Lima está sentado en el borde de la cama, mirando el suelo.
—No es más que eso. Pero me gustaría poder hacerte sentir mis sensaciones de aquel momento. Mi carrera desesperada, medio asfixiado por el cansancio, loco de miedo. Miedo a la noche, al misterio de la noche. Y mi carrera entre los árboles, cuesta abajo; el ruido de los grillos… Hasta que llegué junto a la iglesia.
Deja la cama y va hasta el balcón, mirando hacia fuera con las manos en la espalda. Un rato después, termina:
—Ahora la noche ya no me da miedo. Pero cuando el anochecer me encuentra solo, me llena un desaliento… Es como si me fueran sacando toda la sangre.
Se detuvo un instante frente a la pequeña ventana, apoyada la cintura en el pasamanos. Es como si me sacaran la sangre… Idéntico desaliento le aflojaba el cuerpo, incitándolo a dejarse resbalar con los ojos cerrados, hasta quedar doblado en un escalón, la rodilla a la altura de la cabeza, y esta caída a un costado, sin vértebras, sin cerebro, sin expresión. Las sombras que flotaban lentas allá abajo, en el tramo de escalera ya recorrido, se le adherían con fuertes tentáculos a la espalda, atrayéndolo hacia la soledad del salón. Los vidrios azulosos de la ventana seguían sudando para él un espeso desaliento.
Contrajo los brazos y continuó subiendo. Ya no tenía ganas de rodar por los escalones, ni doblar su cuerpo como se dobla un documento antes de guardarlo en la cartera. Estaba otra vez allí; hacia avanzar a golpes cortos su mano por la baranda y, frente a él, M. Gigord flexionaba apenas las rodillas, ya próximo el último escalón.
Como todas las semanas, una vez terminada la ascensión. Jason lo veía reconquistar su aspecto habitual, su manera de inclinar la cabeza, el movimiento nervioso de los hombros hacia delante. Poco a poco, libre de la influencia de los escalones, M. Gigord volvía a ser el profesor de literatura, y, ya en el corredor, volvió a encontrarlo por completo, cuando se puso la vieja galera y acomodó los libros bajo el brazo.
Allí estaba M. Gigord, con los ojos sonrientes y un gesto amable en la boca. Ahora se trataba de buscar la forma más correcta de separarse, simulando tener poca prisa en ello.
—Hemos terminado otra jornada, Jason, y espero que será provechosa…
Hizo una risita breve, como para amortiguar el tono doctoral de sus palabras. Al fondo del corredor, por las vidrieras que daban a la calle, se distinguía el movimiento del tráfico y el ir y venir de las gentes. En el umbral, como una mancha de aceite en el agua, se extendía el reflejo amarillento del gran farol del zaguán. Jason dio vuelta la cabeza y dijo, sin saber por qué:
—Cada día encuentro más interesante la literatura francesa. Hay…
Quedó arrepentido de sus palabras e hizo un movimiento para terminar la conversación. Pero M. Gigord volvió a reírse, con un ronroneo de gato.
—Oh, no es por nada que lo digo. Pero es indudable que ella es la más rica de todas, la más armoniosa y completa.
Lo miró, entre divertido y molesto. Aquel viejo imbécil creía que por el hecho de ser él francés… Empezó a decir:
—Sin embargo, la española…
—Oh, no… No se puede comparar. En ella encontramos genios: hay grandes escritores. Pero examinada en conjunto, ¿eh?… No se puede comparar, no se puede comparar…
M. Gigord continuaba hablando de siglos, períodos y edades. Usaba la voz opaca y monótona de las lecciones, y la mano descarnada subía y bajaba con precisión de máquina.
Quiso considerarlo como a un viejo. Nada de M. Gigord ni bellas letras. Un pobre viejito cualquiera que lo había detenido en el corredor para solicitarle un pequeño servicio, un favor insignificante. Pedirle un fósforo, rogarle que le indicara una dirección.
—… la renovación sin igual que significó la Pléyade. Se ha dicho que Ronsard fue demasiado lejos; pero, bien examinado, esto es una prueba concluyente.
Cuando tuvo al viejo delante y se introdujo apenas en sus ojitos acuosos, sintió claramente que el hombre que el viejito había sido en un tiempo, el individuo capaz de transmitir odio a sus puños y amor a su boca, estaba tan lejano, tan borrado por el roce de los años, que era ya imposible entenderlo; como no se entienden las inscripciones de las viejas monedas gastadas por el uso y veladas por la suciedad. Llegaba a dudar que el hombre hubiera existido nunca; y se obligaba a efectuar un gran esfuerzo imaginativo para reconstruirlo, tratando de hallar el pasado de aquellos rasgos en ruinas.
—… y está también la nota ligera y banal. Mme. de Sévigné podría ser el arquetipo de esta feliz unión, tan frecuente en las letras de Francia…
Había sido entonces, cuando trasuntaba orgullo la línea de la nariz y eran brillantes y audaces los ojos, que el hombre había existido. Ahora seguía viviendo en viaje de regreso, como la piedra que cae una vez desaparecido el impulso que la hiciera subir. M. Gigord se acercaba a la muerte como la piedra a la tierra; y cada instante lo alejaba en forma irremediable del individuo que alguna vez se había movido en oposición a la fuerza que ahora actuaba sobre él.
—… mi querido amigo. Sí; yo reconozco que pueda parecerle ingenua alguna de sus fábulas. Pero considérelas en su ambiente, en su salsa. El verso libre.
Trataba de sentir el parentesco humano que lo unía a M. Gigord y solo sentía que eran seres distintos, sin más semejanza que las funciones de la vida animal. Usaban palabras iguales; pero jamás podría hacerle entender nada de sus sueños, de sus oídos, de sus ganas brutales de llegar a ser él mismo por completo, de lograr a puñetazos la brecha por la cual le seria dado expresarse totalmente. Las palabras ardientes que él pudiera elegir, se asfixiarían en la atmósfera de aquel cerebro, estéril y venenosa como la de un planeta muerto. Pensó que miles de M. Gigord lo rodeaban diariamente en la oficina, en las playas, en las calles, en los tranvías. Y no era necesario que fueran viejos; todos ellos habían nacido con la imaginación cansada, infinitamente mediocres, ridículos y brutales. Miles de M. Gigord hacían los diarios, dictaban leyes, repartían el bien y el mal. El mundo estaba dirigido por ellos. Crueles y cobardes, temerosos ante todo lo que significaba audacia y originalidad.
—… tema para muchas conferencias, mi estimado Jason.
M. Gigord reía por la nariz mientras pasaba por ella un pañuelo cuadriculado. Pensó en lo fácil que le sería estrangularlo allí en la soledad del corredor. Pero sentía asco con solo imaginar sus dedos en la piel rojiza del pescuezo.
Sería mejor darle un golpe en el pecho, haciéndolo retroceder tambaleante, con un estúpido gesto de asombro colgando en la boca, los ojos redondos de sorpresa. Los libracos se desplomarían contra el suelo y la galera bailaría grotescamente, cayendo luego contra la pared, como un gato negro que se echara a descansar. Entonces lo remataría, dando el tiro de gracia a su expresión de desconcierto. Una sonora bofetada, con todas sus fuerzas, casi sin mover el cuerpo, sin alterar el rostro. Luego reiría en silencio. Medidas profilácticas, M. Gigord… O, mucho mejor, lo ignoraría. Cruzaría el corredor, lleno el cerebro de pensamientos totalmente ajenos a M. Gigord y la incomparable literatura francesa. Cualquier cosa. Cristina —tres semanas sin verla— o la necesidad de no olvidarse de comprar tabaco para la pipa.
M. Gigord sonreía, con el brazo estirado.
—Bueno, Jason… será hasta el martes. Tengo que ver al señor director antes de irme. Y no olvidar las Confesiones, ¿eh?
—Descuide, M. Gigord. Hasta el martes.
Estrechó en su mano la otra, caliente y blanda.