encuentros verticales
acerca del amor
Recién después de haber recorrido el camino de la autodependencia, estoy por fin en condiciones de encontrarme con otros. Y dice Maturana que es justamente este encuentro con otros lo que nos confiere humanidad a los humanos. Y dice aún más: El homo sapiens no se volvió sapiens por el desarrollo de su intelecto sino por el desarrollo de su lenguaje. Es el lenguaje y su progresiva sofisticación lo que produjo el desarrollo intelectual y no al revés. Entonces, se pregunta el brillante chileno, ¿para qué apareció el lenguaje? ¿Para comunicar qué? Y se contesta: el Amor.
Y por supuesto que no se refiere solamente al amor romántico sino al liso y llano afecto por los demás. Se refiere, creo, al encuentro afectivo con el prójimo.
significado
Pero, ¿de qué se trata este Amor que Maturana define tan poderoso como para ser el responsable último de nuestro desarrollo individual? ¿Qué quiere decir hoy día esta palabra tan usada, bastardeada, exagerada, malgastada y devaluada? (si es que todavía conserva algo de su significado).
A veces, los que asisten a mis charlas me preguntan: ¿Para qué hay que ponerle definiciones a las cosas, para qué tanto afán de llamar a las cosas por su nombre como siempre decís?
Cuentan que una mujer entró a un restaurante y pidió como primer plato una sopa de espárragos. Unos minutos después, el mesero le servía su humeante plato y se retiraba.
- ¡Mozo! -gritó la mujer-, venga para acá.
- ¿Señora? -contestó el mesero acercándose.
- ¡Pruebe esta sopa! -ordenó la clienta.
- ¿Qué pasa, señora? ¿No es lo que usted quería?
- ¡Pruebe la sopa! -repitió la mujer.
- Pero qué sucede… ¿le falta sal?
- ¡¡Pruebe la sopa!!
- ¿Está fría?
- ¡¡Pruebe la sopa!! -repetía la mujer insistente.
- Pero señora, por favor, dígame lo que pasa… -dijo el mozo.
- Si quiere saber lo que pasa… pruebe la sopa -dijo la mujer señalando el plato.
El mesero, dándose cuenta de que nada haría cambiar de parecer a la encaprichada mujer, se sentó frente al humeante líquido amarillento y le dijo con cierta sorpresa:
- Pero aquí no hay cuchara…
- ¿Vio? -dijo la mujer- ¿vio?… Falta la cuchara.
Qué bueno sería acostumbrarnos, en las pequeñas y en las grandes cosas, a poder nombrar hechos, situaciones y emociones directamente, sin rodeos, tal como son.
Yo no hablo de precisiones pero sí de definiciones. Esto es, decidir desde dónde hasta dónde abarca el concepto del que hablamos. Quizás por eso me ocupe de aclarar, también, de qué No hablo cuando hablo de amor.
No hablo de estar enamorado cuando hablo de amor.
No hablo de sexo cuando hablo de amor.
No hablo de emociones que solo existen en los libros.
No hablo de placeres reservados para los exquisitos.
No hablo de grandes cosas.
Hablo de una emoción capaz de ser vivida por cualquiera.
Hablo de sentimientos simples y verdaderos.
Hablo de vivencias trascendentes pero no sobrehumanas.
Hablo del amor tan solo como querer mucho alguien.
Y hablo del querer no en el sentido etimológico de la posesión, sino en el sentido que le damos coloquialmente en nuestros países de habla hispana.
Entre nosotros, rara vez usamos el te amo, más bien decimos te quiero, o te quiero mucho, o te quiero muchísimo.
Pero ¿qué estamos diciendo con ese “te quiero”?
Yo creo que decimos: Me importa tu bienestar.
Nada más y nada menos.
Cuando quiero a alguien, me doy cuenta de la importancia que tiene para mí lo que hace, lo que le gusta y lo que le duele a esa persona.
Te quiero significa, pues, me importa de vos; y te amo significa: me importa muchísimo. Y tanto me importa que, cuando te amo, a veces priorizo tu bienestar por encima de otras cosas que también son importantes para mí.
Esta definición (que me importe de vos) no transforma al amor en una gran cosa, pero tampoco lo reduce a una tontería…
Conducirá, por ejemplo, a la plena conciencia de dos hechos: no es verdad que te quieran mucho aquellos a quienes no les importa demasiado tu vida y no es verdad que no te quieran los que viven pendientes de lo que te pasa.
Repito: si de verdad me querés, ¡te importa de mí!
Y por lo tanto, aunque me sea doloroso aceptarlo, si no te importa de mí, será porque no me querés. Esto no tiene nada de malo, no habla mal de vos que no me quieras, solamente es la realidad, aunque sea una triste realidad (dice la canción de Serrat: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio… Quizá haya que entender que eso es lo triste, que no tenga remedio).
Esa diferencia solo cuantitativa que hago entre querer y amar es la misma diferencia que hay con la mayoría de las expresiones afectivas que usamos para no decir Te quiero. Decimos: me gustás, me caés simpático, te tengo afecto, te tengo cariño, etc.
Si yo digo que quiero a mi perro, por ejemplo (lo cual es profundamente cierto), puede no parecer una gran declaración, pero no es poca cosa. No es lo mismo mi perro que cualquier otro perro, me importa lo que le pase. Y digo que quiero a mi vecino, y al señor de enfrente, pero no al de la vuelta, a ese no lo quiero. Y estoy diciendo que mucho no me importa, aunque vive a la misma distancia de mi casa que aquellos a los que quiero; pero con estos tengo algo y con aquel no tengo nada.
Y cuando viene mi mamá y me cuenta:
- No sabés quién se murió, se murió Mongo Picho.
- Ahhh, se murió.
- ¿Te acordás que venía a casa?
- No…
- Cómo que no… acordate.
- Bueno, me acuerdo. ¿Y?
- Se murió.
Y a mí qué me importa. La verdad, la verdad, es que no me importa nada. Pero me importa de mi mamá, a la que amo, y entonces, a veces, para acompañar a mi mamá, digo:
- Pobre Mongo…
Y ella me dice:
- Sí, ¿viste? Pobre…
Esto opera desde un lugar diferente de todo lo que nos han enseñado. Porque la moral aprendida parecería apuntar a un amor indiscriminado, al amor del místico, al amor supuestamente altruista, a la relación con aquellos a los que no conozco y sin embargo ayudo con genuino interés en su bienestar. Creo que ya dije que la diferencia en ese caso es que mi interés en ellos se deriva de mi egoísta placer de ayudar, y en todo caso de un amor genérico por los demás. Quiero decir, me importa del vecino de la vuelta y del niño de Kosovo y del homeless de Dallas más allá de ellos mismos, por su simple condición de seres humanos. Pero no me refiero aquí a esto, sino a lo cotidiano, más allá de la caridad, más allá de la benevolencia, más allá de la conciencia de ser con el todo y de aprender a amarme en los demás.
Cuando empezamos a pensar en esto, nos damos cuenta de que en realidad no queremos a todos por igual y que es injusto andar equiparando la energía propia de nuestro interés ocupándonos de todos indiscriminadamente. Me parece que querer a la humanidad en su conjunto sin querer particularmente a nadie es un sentimiento reservado a los santos o una aseveración para los demagogos mentirosos y los discapacitados afectivos (aquellos que no conocen su capacidad de amar y por lo tanto no aman).
Cuando me doy cuenta sin culpa de que quiero más a unos que a otros, empiezo a destinar más interés a las cosas y a las personas que más me importan para poder verdaderamente ocuparme mejor de aquellos a quienes más quiero.
Parece mentira, pero en el mundo cotidiano muchas personas viven más tiempo ocupándose de aquellos que no les importan que de aquellos a quienes dicen querer con todo su corazón. Pasan más tiempo tratando de agradar a gente que no les interesa que tratando de complacer a la gente que aman.
Esto es una necedad.
Hay que ponerlo en orden. Hay que darse cuenta.
No es inhumano que yo sea capaz de canalizar el poco tiempo que tengo para ponerlo prioritariamente al servicio de aquellos vínculos que construí con las personas que más quiero.
Tengo que darme cuenta de la distorsión que implica pasar más tiempo con quienes no quiero estar que con los que realmente quiero.
Una cosa es que yo dedique una parte de mi atención para hacer negocios y mantenga trato cordial con gente que no conozco ni me importa, y otra cosa es la perversa propuesta del sistema que sugiere vivir en función de ellos. Esto es enfermizo, aunque ellos sean mis clientes más importantes, el jefe más influyente, un empleado eficaz o los proveedores que me permiten ganar más dinero, más gloria o más poder…
Tómense un minuto para saber de verdad quiénes son las quince, ocho, dos o cincuenta personas en el mundo que les importan. No se preocupen pensando que tal vez se olviden de alguien, porque si se olvidan quiere decir que ESE no era importante. Hagan la lista (no incluyan a los hijos, ya sabemos que nos importan más que nada) y quizás confirmen lo que ya sabían… O quizás se sorprendan.
Pueden completar esta historia dando vuelta la página y, sin ver la lista anterior, escribir los nombres de las diez personas para quienes ustedes creen ser importantes (dicho de otra manera, la lista de aquellos que nos incluirían en sus listas). No importa que sean o no las mismas diez personas del otro lado, quizás confirmen que hay personas a quienes queremos pero que mucho no nos quieren, y que hay gente que nos quiere pero que nosotros mucho no queremos.
Vale la pena investigarlo. Tiene sentido la sorpresa. Porque entonces vamos a poder discriminar con mucha más propiedad el tiempo, la energía y la fuerza que usamos en función de estos encuentros.
el amor es uno solo
Hay muchas cosas que yo puedo hacer para demostrar, para mostrar, para corroborar, confirmar o legitimar que te quiero, pero hay una sola cosa que yo puedo hacer con mi amor, y es quererte, ocuparme de vos, actuar mis afectos como yo los sienta. Y como yo lo sienta será mi manera de quererte.
Vos podés recibirlo o podés negarlo, podés darte cuenta de lo que significa o podés ignorarlo supinamente. Pero ésta es mi manera de quererte, no hay ninguna otra disponible.
Cada uno de nosotros tiene una sola manera de querer, la propia.
En el campo de la salud mental, muchas veces nos encontramos con alguien que mal aprendió, sin darse cuenta, que querer es golpear, y termina casándose con otro golpeador para sentirse querido (muchas de las mujeres golpeadas han sido hijas golpeadas).
Durante siglos se ha maltratado y lastimado a los niños mientras se les decía que esto era por el bien de ellos: “Me duele más a mí que a vos pegarte”, dicen los padres.
Y a los cinco años, uno no está en condiciones de juzgar si esto es cierto o no.
Y uno condiciona su conducta.
Y uno sigue, muchas veces, comiendo mierda y creyendo que es nutritivo.
Cuando trabajé con adictos durante la época de especialización como psiquiatra, atendí a una mujer que tenía un padre alcohólico y a su vez se había casado con un alcohólico. La conocí en la clínica donde su marido estaba internado. Durante muchos años ella acompañó a su esposo a los grupos de Alcohólicos Anónimos para tratar de que superara su adicción, que llevaba más de doce años. Finalmente, él estuvo en abstinencia durante veinticuatro meses. La mujer vino a verme para decirme que, después de dieciséis años de casados, sentía que su misión ya estaba cumplida, que él ya estaba recuperado… Yo, que en aquel entonces tenía veintisiete años y era un médico recibido hacía muy poco, interpreté que en realidad lo que ella quería era curar a su papá, y entonces había redimido la historia de curar al padre curando a su marido. Ella dijo: “Puede ser, pero ya no me une nada a mi marido; he sufrido tanto por su alcoholismo, que me quedé para no abandonarlo en medio del tratamiento, pero ahora no quiero saber más nada con él”. El caso es que se separaron. Un año después, incidentalmente y en otro lugar, me encontré con esta mujer que había hecho una nueva pareja. Se había vuelto a casar… con otro alcohólico.
Estas historias, que desde la lógica no se entienden, tienen mucho que ver con la manera en que uno transita sus propias cosas irresueltas, cómo uno entiende lo que es querer.
Querer y mostrarte que te quiero pueden ser dos cosas distintas para mí y para vos. Y en estas, como en todas las cosas, podemos estar en absoluto desacuerdo sin que necesariamente alguno de los dos esté equivocado.
Por ejemplo: yo sé que mi mamá puede mostrarte que te quiere de muchas maneras. Cuando te invita a su casa y cocina comida que a vos te gusta, eso significa que te quiere; ahora, si para el día que estás invitada ella prepara dos o tres de esas deliciosas comidas árabes que implican amasar, pelar, hervir y estar pendiente durante cinco o seis días de la cocina, eso para mi mamá es que te ama. Y si uno no aprende a leer esta manera, puede quedarse sin darse cuenta de que para ella esto es igual a decir te quiero. ¿Es eso ser demostrativa? ¡Qué sé yo! En todo caso esta es su manera de decirlo. Si yo no aprendo a leer el mensaje implícito en estos estilos, nunca podré decodificar el mensaje que el otro expresa. (Una vez por semana, cuando me peso, confirmo lo mucho que mi mamá me quería ¡y lo bien que yo decodifiqué su mensaje!)
Cuando alguien te quiere, lo que hace es ocupar una parte de su vida, de su tiempo y de su atención en vos.
Un cuento que viaja por el mundo de Internet me parece que muestra mejor que yo lo que quiero decir:
Cuentan que una noche, cuando en la casa todos dormían, el pequeño Ernesto de cinco años se levantó de su cama y fue al cuarto de sus padres. Se paró junto a la cama del lado de su papá y tirando de las cobijas lo despertó.
- ¿Cuánto ganás, papá? -le preguntó.
- Ehhh… ¿cómo? -preguntó el padre entre sueños.
- Que cuánto ganás en el trabajo.
- Hijo, son las doce de la noche, andate a dormir.
- Sí papi, ya me voy, pero vos ¿cuánto ganás en tu trabajo?
El padre se incorporó en la cama y en grito ahogado le ordenó:
- ¡Te vas a la cama inmediatamente, esos no son temas para que vos preguntes! ¡¡y menos a la medianoche!! -y extendió su dedo señalando la puerta.
Ernesto bajó la cabeza y se fue a su cuarto.
A la mañana siguiente el padre pensó que había sido demasiado severo con Ernesto y que su curiosidad no merecía tanto reproche. En un intento de reparar, en la cena el padre decidió contestarle al hijo:
- Respecto de la pregunta de anoche, Ernesto, yo tengo un sueldo de 2.800 pesos pero con los descuentos me quedan unos 2.200.
- ¡Uhh!… cuánto que ganás, papi -contestó Ernesto.
- No tanto hijo, hay muchos gastos.
- Ahh… y trabajás muchas horas.
- Sí hijo, muchas horas.
- ¿Cuántas papi?
- Todo el día, hijo, todo el día.
- Ahh -asintió el chico, y siguió- entonces vos tenés mucha plata ¿no?
- Basta de preguntas, sos muy chiquito para estar hablando de plata.
Un silencio invadió la sala y callados todos se fueron a dormir.
Esa noche, una nueva visita de Ernesto interrumpió el sueño de sus padres. Esta vez traía un papel con números garabateados en la mano.
- Papi ¿vos me podés prestar cinco pesos?
- Ernesto… ¡¡son las dos de la mañana!! -se quejó el papá.
- Sí pero ¿me podés…
El padre no le permitió terminar la frase.
- Así que este era el tema por el cual estás preguntando tanto de la plata, mocoso impertinente. Andate inmediatamente a la cama antes de que te agarre con la pantufla… Fuera de aquí… A su cama. Vamos.
Una vez más, esta vuelta puchereando, Ernesto arrastró los pies hacia la puerta.
Media hora después, quizás por la conciencia del exceso, quizás por la mediación de la madre o simplemente porque la culpa no lo dejaba dormir, el padre fue al cuarto de su hijo. Desde la puerta escuchó lloriquear casi en silencio.
Se sentó en su cama y le habló.
- Perdoname si te grité, Ernesto, pero son las dos de la madrugada, toda la gente está durmiendo, no hay ningún negocio abierto, ¿no podías esperar hasta mañana?
- Sí papá -contestó el chico entre mocos.
El padre metió la mano en su bolsillo y sacó su billetera de donde extrajo un billete de cinco pesos. Lo dejó en la mesita de luz y le dijo:
- Ahí tenés la plata que me pediste.
El chico se enjugó las lágrimas con la sábana y saltó hasta su ropero, de allí sacó una lata y de la lata unas monedas y unos pocos billetes de un peso. Agregó los cinco pesos al lado del resto y contó con los dedos cuánto dinero tenía.
Después agarró la plata entre las manos y la puso en la cama frente a su padre que lo miraba sonriendo.
- Ahora sí -dijo Ernesto- llego justo, nueve pesos con cincuenta centavos.
- Muy bien hijo, ¿y qué vas a hacer con esa plata?
- ¿Me vendés una hora de tu tiempo, papi?
Cuando alguien te quiere, sus acciones dejan ver claramente cuánto le importás.
Yo puedo decidir hacer algo que vos querés que haga en la fantasía de que te des cuenta de cuánto te quiero. A veces sí y a veces no. Aunque no esté en mí, despertarme de madrugada el 13 de diciembre, decorar la casa y prepararte el desayuno empapelando el cuarto con pancartas, llenándote la cama de regalos y la noche de invitados… sabiendo cuánto te emociona, puedo hacerlo alguna vez. Cuando yo tenga ganas. Pero si me impongo hacerlo todos los años sólo para complacerte y lo hago, no esperes que lo disfrute. Porque si no son las cosas que yo naturalmente quiero hacer, quizás sea mejor para los dos que no las haga.
Ahora bien, si yo nunca tengo ganas de hacer estas cosas ni ninguna de las otras que sé que te gustan, entonces algo pasa.
Con la convivencia yo podría aprender a disfrutar de agasajarte de alguna de esas maneras que vos preferís. Y de hecho así sucede. Pero esto no tiene nada que ver con algunas creencias, más o menos aceptadas por todos, que parecen contradictorias con lo que acabo de decir y con las que, por supuesto, no estoy de acuerdo.
Hablo específicamente sobre los sacrificios en el amor.
A veces la gente me quiere convencer de que más allá de la idea de ser feliz, las relaciones importantes son aquellas donde uno es capaz de sacrificarse por el otro. Y la verdad es que yo no creo que el amor sea un espacio de sacrificio. Yo no creo que sacrificarse por el otro garantice ningún amor, y mucho menos creo que ésta sea la pauta que reafirma mi amor por el otro.
El amor es un sentimiento que avala la capacidad para disfrutar juntos de las cosas y no una medida de cuánto estoy dispuesto a sufrir por vos, o cuánto soy capaz de renunciar a mí.
En todo caso, la medida de nuestro amor no la podemos condicionar al dolor compartido, aunque éste sea parte de la vida. Nuestro amor se mide y trasciende en nuestra capacidad de recorrer juntos este camino disfrutando cada paso tan intensamente como seamos capaces y aumentando nuestra capacidad de disfrutar precisamente porque estamos juntos.
los “tipos” de amor, una falsa creencia
Cada vez que hablo sobre estos temas en una charla o en una entrevista, mi interlocutor argumenta “depende de qué tipo de amor hablemos”.
Yo entiendo lo que dicen, lo que no creo es que existan clases o clasificaciones diferentes de amor determinadas por el tipo de vínculo: te quiero como amigo, te quiero como hermano, como primo, como gato, como tío… como puerta (?).
Voy a hacer una confesión grupal: Esto de los diferentes tipos de afecto lo inventó mi generación hace más o menos cuarenta o cincuenta años; antes no existía. Dejame que te cuente. En aquel entonces, los jóvenes adolescentes y preadolescentes cruzábamos nuestros primeros vínculos con el sexo opuesto en las salidas “en barra” (grupos de diez o doce jóvenes que salíamos los sábados o nos quedábamos en la casa de alguno o alguna de nosotros escuchando música o aprendiendo a bailar). En estos grupos pasaba que, por ejemplo, yo me percataba de la hermosa Graciela. Y entonces les contaba a mis amigos y amigas (a todos menos a ella) que el sábado iba a hablar con Graciela y confesarle que estaba enamorado de ella (y seguramente Graciela también se enteraba pero hacía como que no sabía). Así, el sábado, un poco más producido que de costumbre (como se diría ahora) yo me acercaba a Graciela y me “tiraba” (una especie de declaración-propuesta naïve) y ella, que no tenía la menor intención de salir conmigo porque gustaba de Pedro, pero pertenecíamos al mismo grupo, ¿qué me podía decir? El grupo la podía rechazar si me hacía daño, no podía decirme: “Salí gordo, ¿cómo pensás que me puedo fijar en vos?” No podía. Y entonces Graciela y las Gracielas de nuestros barrios nos miraban con cara de carnero degollado y nos decían: “No, dulce, yo a vos te quiero como a un amigo”, que quería decir: “no cuentes conmigo, idiota”; lo que nos dejaba en el incómodo lugar de no saber si festejar o ponernos a llorar, porque no era un rechazo, no, era una confusión de amores.
Entonces no sabía (y después nunca supe muy bien) qué quería decir te quiero como a un amigo, pero yo también empecé a usarlo: te quiero como amiga. Una historia práctica para no decir que más allá del afecto no quiero saber nada con vos. Una respuesta funcional que supuestamente pone freno a las fantasías sexuales (como si uno no pudiera tener un revuelco con un amigo…).
Así empezó y luego se extendió:
Si no existe ni siquiera la más remota posibilidad, entonces es: “te quiero como a un hermano” (que quiere decir: presentame a Pedro). Y si la persona que propone es un viejo verde o una veterana achacada, entonces hay que decir: “te quiero como a un padre (o como a una madre)”, respuesta que, por supuesto, nunca evita su depresión…
Vivimos hablando y calificando nuestros afectos según el tipo de amor que sentimos…
Y sin embargo, pese a nosotros, y a los usos y costumbres, no es así.
El amor es siempre amor, lo que cambia es el vínculo, y esto es mucho más que una diferencia semántica.
El ejemplo que yo pongo siempre es:
Si yo tengo una ensaladera con lechuga, le puedo agregar tomate y cebolla y hacer una ensalada mixta; o le puedo agregar remolacha, tomate, zanahoria, huevo duro y un poquito de chaucha y tendré una completa. Le puedo agregar pollo, papa y mayonesa y obtendré un salpicón de ave. Finalmente un día le puedo poner miel, azúcar y aceite de tractor y entonces quedará una basura con gusto espantoso. Y será otra ensalada.
Las ensaladas son diferentes, pero la lechuga es siempre la misma.
Hay algunas ensaladas que me gustan y otras que no.
Hay algunos afectos que a mí me resultan combinables y algunos afectos que me resultan francamente incompatibles.
Lo que cambia en todo caso es la manera en la expreso mi amor en el vínculo que yo establezco con el otro, pero no el amor.
Son las otras cosas agregadas al afecto las que hacen que el encuentro sea diferente.
Puede ser que además de quererte me sienta atraído sexualmente, que además quiera vivir con vos o quiera que compartamos el resto de la vida, tener hijos y todo lo demás. Entonces, este amor será el que se tiene en una pareja.
Puede ser que yo te quiera y que además compartamos una historia en común, un humor que nos sintoniza, que nos riamos de las mismas cosas, que seamos compinches, que confiemos uno en el otro y que seas mi oreja preferida para contarte mis cosas. Entonces serás mi amigo o mi amiga.
Para mí existe mi manera de amar y tu manera de amar. Por supuesto, existen vínculos diferentes. Si te quiero, cambiará mi relación con vos según las otras cosas que le agregamos al amor, pero insisto, no hay diferentes tipos de cariño.
En última instancia, el amor es siempre el mismo. Para bien y para mal, mi manera de querer es siempre única y peculiar.
Si yo sé querer a los demás en libertad y constructivamente, quiero constructiva y libremente a todo el mundo.
Si soy celoso con mis amigos, soy celoso con mi esposa y con mis hijos.
Si soy posesivo, soy posesivo en todas mis relaciones, y más posesivo cuanto más cerca me siento.
Si soy asfixiante, cuanto más quiero más asfixiante soy, y más anulador si soy anulador.
Si he aprendido a mal querer, cuanto más quiera más daño haré.
Y si he aprendido a querer bien, mejor lo haré cuanto más quiera.
Claro, esto genera problemas. Hay que advertir y estar advertido.
Decirle a mi pareja que yo la quiero de la misma manera que a mi mamá y a una amiga, seguramente provoque inquietud en las tres. Pero se inquietarían injustamente, porque esta es la verdad.
Quiero a mi mamá, a mi esposa y a mi amiga con el único cariño que yo puedo tener, que es el mío. Lo que pasa es que, además, a mi mamá, a mi esposa y a mi amiga me unen cosas diferentes, y esto hace que el vínculo y la manera que tengo de expresar lo que siento cambie de persona en persona.
Los afectos cambian solamente en intensidad. Puedo querer más, puedo querer menos, puedo querer un montón y puedo querer muy poquito.
Puedo querer tanto como para llegar a aquello que dijimos que es el amor, a que me alegre tu sola existencia más allá de que estés conmigo o no.
Puedo querer muy poquito y esto significará que no me da lo mismo que vivas o que no vivas, no me da lo mismo que te pise un tren o no, pero tampoco me ocuparía demasiado en evitarlo. De hecho casi nunca te visito, no te llamo por teléfono, nunca pregunto por vos, y cuando venís a contarme algo siempre estoy muy ocupado mirando por la ventana. Pensar que podrías sentirte dolido no me da lo mismo pero tampoco me quita el sueño.
desengaño
¿Es tan fácil darse cuenta cuando a uno no lo quieren?
¿Basta con mirar al otro fijamente a los ojos? ¿Alcanza con verlo moverse en el mundo? ¿Es suficiente con preguntarle o preguntarme…?
Si así fuera, ¿cómo se explica tanto desengaño? ¿Por qué la gente se defrauda tan seguido si en realidad es tan sencillo darse cuenta de cuánto les importamos o no les importamos a los que queremos?
¿Cómo puede asombrarnos el descubrimiento de la verdad del desamor?
¿Cómo pudimos pensarnos queridos cuando en realidad no lo fuimos?
Tres cosas hay que impiden nuestra claridad:
La primera está reflejada en el cuento La Ejecución que relato en Recuentos para Demián4.
La historia (un maravilloso cuento nacido en Oriente hace por lo menos 1500 años) cuenta, en resumen, de un rey poderoso y tiránico y de un sacerdote sabio y bondadoso. En el relato, el sabio sacerdote planea una trampa para el magistrado. Varios de sus discípulos se pelean para que el rey los condene a ser decapitados. El rey se sorprende de esta decisión suicida masiva y empieza a investigar hasta que “descubre” en las escrituras sagradas un texto que asegura que quien sea muerto a manos del verdugo el primer día después de la luna llena, renacerá y será inmortal. El rey, que lo único que teme es la muerte, decide pedirle a su verdugo que le corte la cabeza en la mañana del día señalado.
…Eso fue lo que sucedió y, por supuesto, por fin el pueblo se liberó del tirano. Los discípulos preguntaron: _ -¿Cómo pudo este hombre que oprimió a nuestro pueblo, astuto como un chacal, haberse creído algo tan infantil como la idea de seguir viviendo eternamente después que el verdugo cortara su cabeza? _ Y el maestro contestó:_ -Hay aquí algo para aprender… Nadie es más vulnerable a creerse algo falso que aquel que desea que la mentira sea cierta.
¿Cómo no voy a entender que miles de personas vivan sus vidas en pareja o en compañía creyendo que son queridas por aquel que no las quiere o por el que no las quiso nunca?
Quiero, ambiciono y deseo tanto que me quieras, tengo tanta necesidad de que vos me quieras, que quizás pueda ver en cualquiera de tus actitudes una expresión de tu amor.
Tengo tantas ganas de creerme esa mentira (como el rey del cuento), que no me importa que sea evidente su falsedad.
Schopenhauer lo ilustra en una frase sugiriendo que “se puede querer, pero no se puede querer lo que se quiere”.
La segunda causa de confusión es el intento de erigirse en parámetro evaluador del amor del prójimo. Por lo menos desde el lugar de comparar lo que soy capaz de hacer por el amado con lo que él o ella hacen por mí.
El otro no me quiere como yo lo quiero y mucho menos como yo quisiera que me quiera, el otro me quiere a su manera.
El mundo está compuesto por seres individuales y personales que son únicos y absolutamente irreproducibles. Y como ya dijimos, la manera de él no necesariamente es la mía, es la de él, porque él es una persona y yo soy otra. Además, si me quisiera exactamente a mi manera, él no sería él, él sería una prolongación de mí.
Ella quiere de una manera y yo quiero de otra, por suerte para ambos.
Y cuando yo confirmo que ella no me quiere como yo la quiero a ella, ni tanto ni de la misma manera, al principio del camino me decepciono, me defraudo y me convenzo de que la única manera de querer es la mía. Así deduzco que ella sencillamente no me quiere. Lo creo porque no expresa su cariño como lo expresaría yo. Lo confirmo porque no actúa su amor como lo actuaría yo.
Es como si me transformara, ya no en el centro del universo sino en el dueño de la verdad: Todo el mundo tiene que expresar todas las cosas como yo las expreso, y si el otro no lo hace así, entonces no vale, no tiene sentido o es mentira, una conclusión que muchas veces es falsa y que conduce a graves desencuentros entre las personas.
En la otra punta están aquellos que frente al desamor desconfían de lo que perciben porque atenta contra su vanidad.
A medida que recorro el camino del encuentro, aprendo a aceptar que quizás no me quieras.
Y lo acepto tanto desde permitirme el dolor de no ser querido como desde la humildad.
Hablo de humildad porque esta es la tercera razón para no ver:
“¡Cómo no me vas a querer a mí, que soy tan maravilloso, espectacular, extraordinario! Dónde vas a encontrar a otro, otra, como yo, que te quiera como yo, que te atienda como yo y te haya dado los mejores años de su vida. Cómo no vas a quererme a mí…”
Es tan fácil no quererme a mí como no querer a cualquier otro.
El afecto es una de las pocas cosas cotidianas que no depende solo de lo que hagamos nosotros ni exclusivamente de nuestra decisión, sino de que, de hecho, suceda. Quizás pueda impedirlo, pero no puedo causarlo. Sucede o no sucede, y si no sucede, no hay manera de hacer que suceda, ni en mí ni en vos.
Si me sacrifico, me mutilo y cancelo mi vida por vos, podré conseguir tu lástima, tu desprecio, tu conmiseración, quizás hasta gratitud, pero no conseguiré que me quieras, porque eso no depende de lo que yo pueda hacer.
Cuando mamá o papá no nos daban lo que les pedíamos, les decíamos “sos mala/o, no te quiero más” y ahí terminaba todo. La decisión de dejar de amar como castigo.
Pero los adultos sabemos que esto es imposible. Sabemos que no existe nuestro viejo conjuro infantil “corto mano y corto fierro…”
la creencia del amor eterno
Quizás el más dañoso y difundido de los mitos acerca del amor es el que promueve la falsa idea de que el “verdadero amor” es eterno. Los que lo repiten y sostienen pretenden convencernos de que si alguien te ama, te amará para toda la vida; y que si amás a alguien, esto jamás cambiará.
Y sin embargo, a veces, lamentable y dolorosamente, el sentimiento se aletarga, se consume, se apaga y se termina… Y cuando eso sucede, no hay nada que se pueda hacer para impedirlo.
Estoy diciendo que se deja de querer.
Claro, no siempre, pero se puede dejar de querer.
Creer que el amor es eterno es vivir encadenado al engaño infantil de que puedo reproducir en lo cotidiano aquel vínculo que alguna vez tuve real o fantaseado: el amor de mi madre: un amor infinito, incondicional y eterno.
Dice Jacques Lacan que es éste el vínculo que inconscientemente buscamos reproducir, un vínculo calcado de aquel en muchos aspectos.
Ya hablaremos de esta búsqueda y de la supuesta eternidad cuando lleguemos al tema de la pareja, pero mientras tanto deshagámonos, si es posible para siempre, de la idea del amor incólume y asumamos con madurez, como dice Vinicius de Moraes, que
el amor es una llama que consume
y consume porque es fuego,
un fuego eterno… mientras dure.
Mi consultorio, en problemas afectivos, se divide en tres grandes grupos de personas: aquellas que quieren ser queridas más de lo que son queridas, aquellas que quieren dejar de querer a aquel que no las quiere más porque les es muy doloroso, y aquellas que les gustaría querer más a quien ya no quieren, porque todo sería más fácil.
Lamentablemente, todos se enteran de las mismas malas noticias: no solo no podemos hacer nada para que nos quieran, sino que tampoco podemos hacer nada para dejar de querer.
Qué fácil sería todo si se pudiera elevar el quererómetro apretando un botón y querer al otro más o menos de lo que uno lo quiere, o girar una canilla hasta conseguir equiparar el flujo de tu emoción con el mío.
Pero las cosas no son así. La verdad es que no puedo quererte más que como te quiero, no podés quererme ni un poco más ni un poco menos de lo que me querés.
Bien, ya sabemos lo que No Es. Pero ¿qué es realmente el amor?
notas sobre vínculo afectivo
Eres el camino y eres la meta;
no hay distancia entre tú y la meta.
Eres el buscador y eres lo buscado;
no hay distancia entre la búsqueda
y lo encontrado.
Eres el adorador y eres lo adorado.
Eres el discípulo y eres el maestro.
Eres los medios y eres el fin.
Este es el Gran Camino.
Osho (El libro de la nada)
En sus orígenes, el término vínculo y el término afecto nos remiten a conceptos o acciones que pueden ser tanto negativas como afirmativas, es decir a conceptos neutrales. Ninguno de ellos nos hace explícito si el lazo con lo otro es positivo o negativo. Debemos establecer entonces que el amor es un vínculo afectivo y que el odio también lo es, y que tanto el placer del encuentro como el dolor del desencuentro nos vinculan afectivamente.
Siendo esquemáticos, se podría clasificar los vínculos en tres grandes grupos según el punto de atención del encuentro afectivo:
El vínculo con un ente metafísico (Dios, fuerza cósmica, la naturaleza, etc.)
El vínculo con un objeto (una obra de arte, un objeto valioso, etc.)
El vínculo con lo humano (amigo, novio, familiar o uno mismo).
El primero lo asociamos comúnmente con la religión. En el segundo podemos hablar de “materialismo”, de consumismo, o incluso de fetichismo.
El encuentro con lo humano, en su mejor dimensión, está representado por el amor del que hablo y, según Rousseau, es fuente del genuino y primigenio vínculo interpersonal.
amor y amistad
Cuando me enredo en estas delirantes divagaciones y pienso en vos que me leés, me pregunto si podrás compartir conmigo mi pasión por los orígenes de las palabras.
A modo de disculpa y justificación, dejame que te cuente un cuento:
La función de cine está por comenzar. Sobre la hora, una mujer muy elegante llega, presenta su ticket y sin esperar al acomodador avanza por el pasillo buscando un lugar de su agrado.
En la mitad de la sala ve a un hombre con aspecto de vaquero tejano, con botas y sombrero, vestido con jeans y una estridente camisa con flecos, indudablemente borracho y literalmente despatarrado por encima de las butacas centrales de las filas 13, 14, 15 y 16. Indignada, la mujer sale de la sala a buscar al responsable y lo trae tironeándolo mientras le dice:
- No puede ser… dónde vamos a parar, es una falta de respeto… bla, bla, bla…
El acomodador llega hasta el tipo, que le sonríe desde detrás de su elevada alcoholemia, y sorprendido por su aspecto lo increpa:
- ¿Usted de dónde salió?
Y el borracho, tratando de articular su respuesta, le contesta extendiendo el dedo hacia arriba:
- DEL… SU… PER PUL… MAN.
No digo siempre, pero a veces, saber de dónde vienen las cosas ayuda a comprender lo que quieren decir.
La discusión filosófica con respecto al amor empieza con los griegos, que como se preguntaban por la naturaleza de todas las cosas, también se preguntaban por la del amor (lo que ya implicaba que el amor tiene una “naturaleza”, porque solo aquello que posee una naturaleza puede cuestionarse). Cuál era esa naturaleza o, en nuestros términos, ¿qué es el amor? La respuesta implica desde ya una proposición que algunos pueden oponerse a dar como posible ya que se tiene por creencia de antemano que el amor es conceptualmente irracional, en el sentido de que no se puede describir en proposiciones racionales o significativas. Para tales críticos, el amor se limita a una expulsión de emociones que desafía el examen racional.
La palabra amor posiblemente no llegue al español en forma directa del latín. De hecho, el correspondiente verbo “amar” nunca se ha empleado popularmente en la mayoría de países de lengua latina. Según Ortega y Gasset, los romanos la aprendieron de los etruscos, un pueblo mucho más civilizado que dominó a Roma y que influyó poderosamente en su idioma, su arte y su cultura. ¿Pero de dónde viene la palabra etrusca amor? Puede ser que tenga alguna relación con la palabra “madre” (en español antiguo, en euskera y en otras lenguas, la palabra ama significa “madre”). Corominas, sin embargo, sostiene que el latín amare y todos sus derivados -amor, amicus, amabilis, amenus- son de origen indoeuropeo y que su significado inicial hacía referencia al deseo sexual (también en inglés love se deriva de formas germánicas del sánscrito lubh = deseo).
En todo caso, siempre fue difícil definir el concepto de “amor”, aun etimológicamente, y hasta cierto punto la ayuda podría venirnos una vez más de la referencia a otros términos griegos. Ellos nos hablaban de tres sentimientos amorosos: eros, philia y ágape.
El término eros (erasthai) refiere a menudo un deseo sexual (de ahí la noción moderna de “erótico”). La posición socrático-platónica sostiene que eros se busca aunque se sabe de antemano que no puede alcanzarse en vida, lo cual nos evoca desde el inicio la tragedia.
La reciprocidad no es necesaria porque es la apasionada contemplación de lo bello, más que la compañía de otro, lo que debe perseguirse.
Eros es hijo de Poros (riqueza) y Penia (pobreza). Es, pues, carencia y deseo y también abundancia y posesividad.
Platón describe el amor emparentado con la locura, con el delirio del hombre por el conocimiento, planteado como recuerdo de un saber ya adquirido por el alma, que el hombre recupera yendo a través de los sentidos hacia la unidad de la idea.
Queda claro cómo en la filosofía griega, sobre todo en la platónica, se da a este amor una significación de búsqueda que es, a la vez, conocimiento.
Por contraste al deseo y el anhelo apasionado de eros, philia trae consigo el cariño y la apreciación del otro. Para los griegos, el término philia incorporó no solo la amistad, sino también las lealtades a la familia y a la polis (la ciudad).
La primera condición para alcanzar la elevación es para Aristóteles que el hombre se ame a sí mismo. Sin esta base egoísta, philia no es posible.
Ágape, en cambio, se refiere al amor de honra y cuidado que se da básicamente entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, extendido desde allí al amor fraternal con toda la humanidad. Ágape utiliza los elementos tanto de eros como de philia. Se distingue en que busca una clase perfecta de amor que es inmediatamente un trascender el particular, una philia sin la necesidad de la reciprocidad.
Todos los filósofos han hablado desde entonces del amor y su significado, pero dos aportaciones que me parecen fundamentales son la del psicoanálisis de Freud y la del existencialismo de Sartre.
Según Freud, el amor es de alguna manera sublimación de un instinto (pulsión) que nos conecta con la vida, “eros” que se enfrentará en nuestra vida con un instinto de muerte, “thanatos”, transformando nuestro devenir en una lucha entre dos fuerzas, una constructiva y la otra aniquiladora.
Para Sartre, amar es, en esencia, el proyecto de hacerse amar. Como la libertad del otro es irreductible, si deseamos poseer su interés y su atención no basta con poseer el cuerpo, hay que adueñarse de su subjetividad, es decir, de su amor; “el amor -dice el existencialismo- es una empresa contradictoria condenada de antemano al fracaso”… El imposible aparece en la incompatibilidad entre renunciar a la subjetividad (amar) y la resistencia a perder la libertad (virtud existencial).
Aunque quizás… quizás no sea así.
Cuenta una vieja leyenda de los indios sioux que, una vez, hasta la tienda del viejo brujo de la tribu llegaron, tomados de la mano, Toro Bravo, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros, y Nube Alta, la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu.
- Nos amamos -empezó el joven.
- Y nos vamos a casar -dijo ella.
- Y nos queremos tanto que tenemos miedo.
- Queremos un hechizo, un conjuro, un talismán.
- Algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos.
- Que nos asegure que estaremos uno al lado del otro hasta encontrar a Manitú el día de la muerte.
- Por favor -repitieron-, ¿hay algo que podamos hacer?
El viejo los miró y se emocionó de verlos tan jóvenes, tan enamorados, tan anhelantes esperando su palabra.
- Hay algo… -dijo el viejo después de una larga pausa-. Pero no sé… es una tarea muy difícil y sacrificada.
- No importa -dijeron los dos.
- Lo que sea -ratificó Toro Bravo.
- Bien -dijo el brujo-, Nube Alta,¿ ves el monte al norte de nuestra aldea? Deberás escalarlo sola y sin más armas que una red y tus manos, y deberás cazar el halcón más hermoso y vigoroso del monte. Si lo atrapas, deberás traerlo aquí con vida el tercer día después de la luna llena. ¿ Comprendiste?
La joven asintió en silencio.
- Y tú, Toro Bravo -siguió el brujo-, deberás escalar la montaña del trueno y cuando llegues a la cima, encontrar la más bravía de todas las águilas y solamente con tus manos y una red deberás atraparla sin heridas y traerla ante mí, viva, el mismo día en que vendrá Nube Alta… Salgan ahora.
Los jóvenes se miraron con ternura y después de una fugaz sonrisa salieron a cumplir la misión encomendada, ella hacia el norte, él hacia el sur…
El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jóvenes esperaban con sendas bolsas de tela que contenían las aves solicitadas.
El viejo les pidió que con mucho cuidado las sacaran de las bolsas. Los jóvenes lo hicieron y expusieron ante la aprobación del viejo los pájaros cazados. Eran verdaderamente hermosos ejemplares, sin duda lo mejor de su estirpe.
- ¿Volaban alto? -preguntó el brujo.
- Sí, sin dudas. Como lo pediste… ¿Y ahora? -preguntó el joven-. ¿Los mataremos y beberemos el honor de su sangre?
- No -dijo el viejo.
- Los cocinaremos y comeremos el valor en su carne -propuso la joven.
- No -repitió el viejo-. Hagan lo que les digo. Tomen las aves y átenlas entre sí por las patas con estas tiras de cuero… Cuando las hayan anudado, suéltenlas y que vuelen libres.
El guerrero y la joven hicieron lo que se les pedía y soltaron los pájaros.
El águila y el halcón intentaron levantar vuelo pero sólo consiguieron revolcarse en el piso. Unos minutos después, irritadas por la incapacidad, las aves arremetieron a picotazos entre sí hasta lastimarse.
- Este es el conjuro. Jamás olviden lo que han visto. Son ustedes como un águila y un halcón; si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no solo vivirán arrastrándose, sino que además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse uno al otro. Si quieren que el amor entre ustedes perdure, vuelen juntos pero jamás atados.
A esta lista de Eros, Philia y Ágape, me gustaría añadir entonces un concepto adicional, un modelo de encuentro: la intimidad.
Intimidad, el gran desafío
Estar en contacto íntimo no significa abusar de los demás ni vivir feliz eternamente. Es comportarse con honestidad y compartir logros y frustraciones. Es defender tu integridad, alimentar tu autoestima y fortalecer tus relaciones con los que te rodean. El desarrollo de esta clase de sabiduría es una búsqueda de toda la vida que requiere entre otras cosas mucha paciencia.
Virginia Satir
Como ya sabemos, hay diferentes intensidades en los vínculos afectivos que establecemos con los demás. En un extremo están los vínculos cotidianos sin demasiado compromiso ni importancia, a los que más que encuentros prefiero llamar genéricamente cruces. Y los llamo así porque funcionan como tales: el camino de un hombre y de una mujer se acercan, y se acercan y se acercan hasta que consiguen tocarse; pero en ese mismo momento de unión empiezan a alejarse, alejarse y alejarse.
En el otro extremo están los vínculos más intensos, más duraderos. Nuestros caminos se juntan y durante un tiempo compartimos el trayecto, caminamos juntos. A estos encuentros, cuando son profundos y trascendentes, me gusta llamarlos vínculos íntimos.
No me refiero a la intimidad como sinónimo de privacidad ni de vida sexual, no hablo de la cama o de la pareja, sino de todos los encuentros trascendentes. Hablo de las relaciones entre amigos, hermanos, hombres y mujeres, cuya profundidad permita pensar en algo que va más allá de lo que en el presente compartimos.
Las relaciones íntimas tienen como punto de mira la idea de no quedarse en la superficie, y es esta búsqueda de profundidad la que les da la estabilidad para permanecer y trascender en el tiempo.
Una relación íntima es una relación afectiva que sale de lo común porque empieza en el acuerdo tácito de la cancelación del miedo a exponernos y en el compromiso de ser quienes somos.
La palabra compromiso viene de “promesa”, y da a la relación una magnitud diferente. Un vínculo es comprometido cuando está relacionado con honrar las cosas que nos hemos dicho, con la posibilidad de que yo sepa, anticipadamente, que puedo contar con vos. Sólo sintiendo honestamente el deseo de que me conozcas puedo animarme a mostrarme tal como soy, sin miedo a ser rechazado por tu descubrimiento de mí.
Al decir de Carl Rogers, cuando percibo tu aceptación total, entonces y sólo entonces puedo mostrarte mi yo más amoroso, mi yo más creativo, mi yo más vulnerable.
La relación íntima me permite, como ninguna, el ejercicio absoluto de la autenticidad.
La franqueza, la sinceridad y la confianza son cosas demasiado importantes como para andar regalándoselas a cualquiera.
Siempre digo que hay una gran diferencia entre sinceridad y sincericidio (decirle a mi jefe que tiene cara de caballo se parece más a una conducta estúpida que a una decisión filosófica). En la vida cotidiana no ando mostrándole a todo el mundo quién soy, porque la sinceridad es una actitud tan importante que hay que reservarla sólo para algunos vínculos, como veremos más adelante.
Intimidad implica entrega y supone un entorno suficientemente seguro como para abrirnos. Sólo en la intimidad puedo darte todo aquello que tengo para darte.
Porque la idea de la entrega y la franqueza tiene un problema. Si yo me abro, quedo en un lugar forzosamente vulnerable.
Desde luego que sí, la intimidad es un espacio vulnerable por definición y por lo tanto inevitablemente riesgoso. Con el corazón abierto, el daño que me puede hacer aquel con quien intimo es mucho mayor que en cualquier otro tipo de vínculo.
La entrega implica sacarme la coraza y quedarme expuesto, blandito y desprotegido.
Intimar es darle al otro las herramientas y la llave para que pueda hacerme daño teniendo la certeza de que no lo va a hacer.
Por eso, la intimidad es una relación que no se da rápidamente, sino que se construye en un proceso permanente de desarrollo y transformación. En ella, despacito, vamos encontrando el deseo de abrirnos, vamos corriendo uno por uno todos los riesgos de la entrega y de la autenticidad, vamos develando nuestros misterios a medida que conquistamos más espacios de aceptación y apertura.
Una de las características fundamentales de estos vínculos es el respeto a la individualidad del otro.
La intimidad sucederá solamente si soy capaz de soslayarme, regocijarme y reposarme sobre nuestras afinidades y semejanzas, mientras reconozco y respeto todas nuestras diferencias.
De hecho, puedo intimar únicamente si soy capaz de darme cuenta de que somos diferentes y si tomo, no solo la decisión de aceptar eso distinto que veo, sino además la determinación de hacer todo lo posible para que puedas seguir siendo así, diferente, como sos.