Libro III

LOS APRENDIZAJES

Desapego

Dejar la cárcel

Meditación

Religiosidad y oración

DESAPEGO

Si se nos pidiera que pusiéramos en palabras, tal como lo imaginamos, el aspecto y la actitud de un hombre sabio, es probable que la mayoría de nosotros coincidiéramos en una descripción bastante similar: un hombre algo mayor que vive prácticamente solo, en un lugar alejado del tumulto cosmopolita y que lleva un modo de vida sencillo, carente de lujos y excesos, con pocas o ninguna señal de confort o comodidad.

Esta imagen responde seguramente a un prejuicio, a un estereotipo, aunque quizá eso no sea todo. ¿Por qué no pensar que también podría ser el resultado de esa «percepción» que algunas páginas más atrás llamamos intuición?

Sabemos, sin saber cómo, que si fuésemos más sabios no seríamos tan dependientes de las cosas materiales y que, por tanto, no precisaríamos rodearnos de ellas ni dedicarles tanto tiempo. Intuimos que elevándonos como individuos ya no necesitaríamos que hubiera otros constantemente a nuestro alrededor para aplaudirnos, validarnos o decirnos lo mucho que nos quieren o nos necesitan, y por tanto no dedicaríamos tiempo ni esfuerzo a tratar de ser lo que no somos.

Algo dentro de nosotros nos dice que nuestra debilidad, nuestra ignorancia, nuestra neurosis, o nuestra pobreza espiritual (podemos llamarla de muchos modos) es la que nos empuja hacia estas cosas, en realidad superficiales, y la que nos hace considerarlas imprescindibles.

¿Pero es rigurosamente cierto esto que intuimos?

Si me animo a ser absolutamente sincero, debo contestar que no lo sé.

Desde hace varios años, paso una significativa cantidad de tiempo en mi casa de Nerja, una simple casita en ese pequeño pueblo de pescadores, donde me relaciono poco y menos con mis vecinos, que en los meses de invierno se reducen a unos pocos miles de personas.

Cuando estoy allí, casi no trabajo, salvo la redacción de alguna columna semanal, me encuentro casi con nadie y no hago mucho más que leer, escribir y comer algo sencillo mientras contemplo el Mediterráneo. ¿Es todo esto una muestra de que me he vuelto más sabio? Me temo que no.

¿Es la expresión del tan mentado desapego, del que tanto se ha dicho en los últimos veinte años y que tanto he perseguido? Quizá sí, quizá no.

Y no lo sé porque me parece que existe más de un modo de entender el significado del desapego y, por supuesto, más de un modo de intentar llevarlo a nuestra vida.

Entonces, antes de continuar, aclaremos de qué hablamos cuando decimos apego o desapego, por lo menos en este libro.

Si bien la palabra apego se refiere literalmente a una suerte de afición, inclinación, simpatía o afinidad con algo (o a alguien), esta relación es siempre muy particular e insana, porque incluye una devoción que esclaviza, un gustito que duele, una preferencia que ata, un vínculo que retiene. Es una forma de dependencia de lo amado o elegido que incluye el temor a la pérdida, la dificultad para separarse y la subjetiva imposibilidad de soltar algo y dejarlo ir.

Es evidente que el mundo se vuelve cada vez más vertiginoso, los cambios se suceden con una rapidez que la humanidad no había experimentado nunca antes, y la oferta de todo (y quiero decir todo de todo) es inmediata y universal. Esto transforma nuestro futuro en un catálogo de incertidumbres que no puede generarnos más que una creciente inseguridad, ligada casi siempre más a lo que podríamos perder que a lo que pudiera sucedernos.

Después de lo dicho, quizá nos quede más claro el porqué de la necesidad de aprender a caminar por la senda del desapego.

Aprender a soltar es pues, casi, casi, casi una urgencia (¿se nota que ni aun en este caso me atrevo a utilizar sin más la palabra urgencia?).

Ahora bien... ¿cómo podemos trasladar esta idea a nuestras vidas?

¿Qué conceptos o enfoques podrían guiarnos para ponerla en práctica?

En la segunda parte de este ensayo, mientras hablábamos de la necesidad de sumar sabidurías, nos detuvimos a dirigir la mirada a la disciplina china del taoísmo para hablar sobre la aceptación de las cosas tal como son.

Si cruzamos apenas el Mar de China y llegamos a Japón, podríamos, ya que estamos, buscar alguna respuesta a estas preguntas en el budismo zen.

Para esta filosofía (y para la mayoría de las corrientes espirituales de Oriente), el modo de poner en práctica el desapego comienza «sencillamente» con la toma de una decisión: la de dejarlo todo. Es decir, renunciar voluntaria y conscientemente a todas las posesiones materiales y a todas las ataduras a las otras personas.

Para el zen, una vida simple y despojada es muestra de una conciencia elevada y, al mismo tiempo, un modo de entrenarse en la disciplina de «No depender». La transmisión de ese entrenamiento y de ese estilo de vida ha sido uno de los pilares fundamentales de esta doctrina desde su nacimiento, hace varios siglos.

Pero nosotros vivimos aquí en Occidente, y no en el lejano Oriente, y vivimos ahora, en pleno siglo XXI, y no hace siglos; ¿será imprescindible renunciar a todo lo material para alcanzar la plenitud espiritual?

No lo creo, por lo menos no en esos términos.

En el desafío de recorrer y explorar el plano de nuestra espiritualidad aprendemos, como ya dijimos, que el viaje tiene límites de equipaje bastante escuetos. Para empezar el camino espiritual lo único estrictamente necesario es ponerse a andar. Desde el inicio, te das cuenta por ti mismo que deberás dejar todo lo que te sobra, aquellas cosas que no son necesarias y que tarde o temprano serán más un lastre que una ayuda.

La sociedad de consumo transforma lo accesorio en necesario, y lo necesario en urgente y escaso (una manera de hacerlo más deseable, claro, y de facilitar la tarea de vendedores y publicistas).

Para muchos será el dinero o las posesiones materiales; para otros, esas comodidades que utilizaban como sustituto de una vida feliz; para algunos, al fin, el anclaje de alguna relación en la que se encontraban prisioneros.

Como sea que fuere, en el nuevo plano cada uno puede darse cuenta, a poco de empezar a andar, de lo que sobra, lo que más le pesa, y lo que carga inútilmente.

Es ya clásica la historia zen que cuenta de un viajero a quien sorprendió la noche en medio de la travesía y tocó a la puerta de la casa de un sabio a fin de pedirle cobijo hasta la mañana siguiente. El sabio accedió e invitó al viajero a pasar. Cuando éste lo hizo, se sorprendió al ver la cabaña totalmente vacía a excepción de una lona doblada a modo de cama y un par de cuencos con agua.

—¿Dónde están tus cosas? —le preguntó el viajero al sabio.

—¿Y dónde están las tuyas? —fue la respuesta del sabio.

—¡Yo estoy de paso! —exclamó el viajero.

Entonces el sabio sonrió y dijo:

—También yo.

Todos estamos de paso en la vida. Especialmente los que no lo saben.

La filosofía zen sostiene que todas nuestras posesiones no son más que bártulos que nos estorban, un peso muerto del que tendríamos que deshacernos a fin de volvernos más livianos y así poder elevarnos (como cuando en el Camino de Santiago los peregrinos vacían la mochila en la primera parada para dejar lo que no es necesario, ¿recuerdas?).

Pero la filosofía zen es budista y por eso va aún más allá. Propone que nos deshagamos también de todos nuestros deseos.

¿Por qué? Porque ellos siempre surgen de algo que nos falta: una casa más grande, un trabajo mejor, más intimidad con nuestra pareja, un compañero más joven, ser el mejor profesional o una persona triunfadora...

Tratamos de tener lo que no tenemos o de ser lo que no somos. Aunque el algo que deseamos no sea necesario, aunque el deseo que ambicionamos sea imposible, o indeseable, o injusto.

Nosotros, los privilegiados, los que nunca pasamos hambre ni frío, los que dormimos bajo techo y los que mal o bien tenemos trabajo, los que nunca caminamos descalzos excepto en la playa, nosotros, siempre estamos deseando algo. Deseamos esto y aquello y lo otro también, porque no estamos satisfechos con las cosas como son.

Dicen que el deseo trae de la mano, invariablemente, la frustración, pero en realidad es exactamente al revés: es ésta la que trae de la mano al deseo; por eso cuando éste se satisface, la frustración más primitiva y profunda sigue insaciable.

A menos que aprendamos a deshacernos de nuestra cuota de insatisfacción endógena, aun cuando consigamos algo de lo que anhelamos, confirmaremos que lo logrado nunca será completo, nunca será idéntico a lo que fantaseábamos, nunca será suficiente.

Un náufrago que había salvado su vida aferrándose a un madero después de que su embarcación se hundiera, vivía en solitario en una isla desierta. Después de muchos años de silencio y penurias, una mañana vio cómo el mar traía hasta su playa una lámpara brillante y misteriosa. Dicen que el hombre, sin dudarlo, frotó la lámpara y un genio apareció.

- Voy a concederte dos deseos —dijo el genio—: uno por rescatarme del mar; otro, por liberarme de mi encierro.

El hombre pensó en lo que había soñado durante todos esos años en la isla...

- Quiero tener una botella de cerveza inagotable, irrompible y eterna.

- Eso es fácil —dijo el genio—. Concedido.

Una pequeña nube apareció a los pies del náufrago y, dentro de ella, una botella de cerveza.

El hombre bebió de ella con desesperación y lleno de deseo postergado.

Cuando terminó de dar el trago más largo de su vida, miró la botella y comprobó que seguía llena.

Rió a carcajadas y empezó a volcar la cerveza en la arena. El chorro del dorado líquido caía infinito en la playa, pero la botella no se vaciaba. Arrojó entonces su preciado tesoro contra una roca, pero el cristal no se rompió y la botella continuaba llena de cerveza hasta el borde.

El hombre dio otro trago interminable y se limpió la boca con la manga de su camisa...

- ¿Cuál es tu segundo deseo? —preguntó el genio—. ¿Necesitas tiempo para pensarlo?

El náufrago era insaciable, y los insaciables son muy poco creativos...

- No —dijo el hombre de la isla solitaria—. ¡Quiero tener otra botella igual!

Desde la perspectiva zen, es prácticamente imposible que el ser humano se declare satisfecho ni siquiera con la posesión de la mágica botella inagotable. Por tanto, la única salida, si quiere evitar la frustración y la infelicidad es, en el ejemplo, abandonar desde el principio el deseo de la primera botella.

Dicho de otra manera: conquistar una aceptación absoluta de las cosas, un vínculo relajado y no exigente con lo que es tal como es y está.

Sólo para obligarte a pensar quiero dejar por escrito que esta renuncia a todo deseo debe incluir, como es obvio y paradójico, la renuncia al deseo de dejar de desear...

Un enigmático cuento zen habla de un discípulo que, luego de un período de retiro en las montañas, volvió frente a su maestro:

- Lo he dejado todo, maestro —le dijo con evidente satisfacción—. Todas mis posesiones materiales y todas mis ataduras con los otros. Mis manos están vacías. Vengo a ti con el corazón en paz.

- Entonces —dijo el maestro—, deshazte también de eso.

- Pero, maestro, si no tengo nada, ¿qué puedo abandonar?

- Magnífico —respondió el maestro—. Conserva sólo esa pregunta.

Para el budismo zen toda posesión, todo vínculo, todo anhelo, conlleva el peligro de apegarse a él y permitir así que se conviertan en ataduras y dependencias. Es por eso que la salida es prescindir de todo. Dicen los monjes zen que aquel que ha alcanzado la iluminación no necesita mucho de nada. Son frecuentes las historias de maestros espirituales que podían pasar días sin comer ni dormir, o caminar por horas sin sentir fatiga o sed.

Leo lo que acabo de escribir y me parece que da la impresión de que afirmo que un iluminado oriental se parece a un asceta. Sin embargo, no es así. Para el ascetismo la aflicción del cuerpo es un ingrediente más capaz de acercarnos a nuestro destino más elevado; para un monje zen, el sufrimiento tampoco es deseable y no se esfuerza en tolerarlo.

Claro que este estado del que habla la filosofía zen, incluyendo el desprendimiento de toda atadura y deseo para con el mundo, es muy difícil de alcanzar.

Quizá ese camino sea sólo para algunos pocos iluminados, o quizá sólo pueda ocurrir de repente, como un fulgurante momento de despertar (como le ocurrió a Buda, ¿recuerdas?).

En todo caso, creo que es un camino más que resbaladizo para aquellos que hemos nacido y nos hemos criado en la cultura occidental, habituados al modelo de acumulación de bienes, de búsqueda de reconocimiento y de seguridad, de pretensiones de amores eternos y exclusivos. Con todos estos condicionamientos, no será fácil poder desprendernos de todo sin sentirnos totalmente desorientados.

El falso desapego

El enfoque planteado hasta aquí entraña un peligro nada despreciable, que se hace presente cuando la decisión de no desear nada o de no tener nada es parte de una conducta defensiva de aislamiento, cuando es solamente un modo de intentar defenderse del dolor de una pérdida. Una especie de mentira autoimpuesta para no volver a pasar por el sufrimiento de una pérdida.

«Si no tengo nada, no puedo perder nada.»

«Si no me ilusiono, nunca me desilusionaré.»

Quien utiliza este falso desapego puede en efecto evitar algunos dolores, pero a cambio obtiene algo mucho más horroroso: la miseria interior.

Las personas que se aíslan y se abstienen del contacto con otros como mecanismo de huida de la posibilidad de sentir dolor, viven vidas vacías, grises y pobres, obligadas a descartar rápidamente todo lo que asoma como posiblemente bueno: «Mejor dejarlo ahora que todavía no me produce dolor... no vaya a ser que me encariñe con esto y luego lo pierda».

Mi abuelo, irónico como era, solía decirnos (a mi hermano y a mí, sus únicos nietos varones) que cuando pensáramos en casarnos debíamos buscarnos alguna mujer «muuuuy» fea y amargada.

Cuando le preguntábamos por qué, él respondía que con una mujer bonita y encantadora siempre sufres pensando que podría dejarte.

Mi hermano y yo hacíamos una y otra vez el mismo cuestionamiento:

—Abuelo... Una mujer muy fea también puede dejarte... Por ejemplo para irse con otro que sepa tu secreto...

—Por supuesto —decía él—, pero si es tan fea y tan desagradable... ¡qué diablos te importa que se vaya!

Nadie es tan tonto como para tomarse en serio la humorada de mi abuelo, pero muchos (incluido yo mismo) hemos caído alguna vez en este tipo de razonamiento en alguna situación concreta.

¿Nunca has tenido la fantasía de terminar atado a aquello que no te gusta demasiado por no atreverte a correr el riesgo de sufrir la pérdida de lo que de verdad te apetecería y podrías luchar por conseguir?

Te imagino siguiendo este razonamiento y preguntándome... si el ascetismo de los monjes budistas parece difícil de alcanzar, si la renuncia forzada no tiene sentido, y si la renegación de todo deseo nos deja en la miseria... ¿qué desapego es ese supuestamente tan importante en el desarrollo de nuestra espiritualidad?

¿Es acaso sólo un globo publicitario, una palabra que se ha puesto de moda, como tantas otras que se usan para todo y después ya no significan nada?

El desapego del que hablo poco tiene que ver con un masoquismo sublimado, aún menos con una postura displicente, y nada con el desamor.

El desapego al que me refiero comienza cuando nos damos cuenta y aceptamos que, como la rosa de El Principito, todo es efímero, incluso nosotros.

Pero no termina allí.

No se trata de renunciar a tener, ni de dejar de disfrutar de lo que tengo, ni de evitar implicarse.

Se trata de aceptar profunda y sinceramente que, en cualquier momento, yo podría dejar lo que tengo, podría dejar de ser posible lo que hago, podría yo perder a quien quiero, o esa persona podría perderme a mí.

¿Y qué significa «aceptar profundamente»?

Pues no pelearme internamente con eso.

Dejar de pensar: «Eso sería imposible».

Dejar de creer que si sucediera «Yo no podría soportarlo».

Implica comprender, no sé si con una sonrisa pero por lo menos sin perder la calma, que la verdad es exactamente la contraria: las pérdidas suceden y son inevitables. Mi vida seguirá siendo sin alguna de esas cosas. Y las cosas y las personas seguirán siendo sin mí.

Raj Dharwani, cuando un miembro del grupo se quejaba de algo desagradable utilizando la frase que tanto usamos y escuchamos de «¿Por qué a mí?», contestaba sin piedad: «¿Y por qué no a ti? ¿Qué privilegios supones que te corresponden?».

Como anuncié una y otra vez en El camino de las lágrimas, todos sufriremos pérdidas. Grandes o pequeñas, justas o injustas, necesarias o inútiles (como dice Viorst), y tendremos que pasar por ellas.

Desapegarse quiere decir aprender a vivir y disfrutar, aceptando la posibilidad de no tener con nosotros las cosas que amamos.

Desapego es la capacidad para soltar lo que amo, especialmente sin dejar de amarlo.

Desapego es aprender a dejar ir, sin odios.

Desapego es comprender que, tarde o temprano, «lo otro» nos dejará o habremos de dejarlo (por lo menos del modo en que lo conocimos hasta ese momento).

Cuando consigo esto, sucede algo maravilloso.

Porque entonces... puedo tener, puedo desear, puedo poseer cosas y armar vínculos sin volverme dependiente de ninguna de estas cosas.

El desapego, como yo lo entiendo, lejos de implicar distanciarme del mundo, es lo que permite relacionarme con él sin vivirlo como una amenaza.

Una vez más, para poder aceptar la posibilidad del desapego debo comprender que no me va la vida en lo que tengo. Debo comprender que el que yo ame o desee algo no lo hace necesario o imprescindible. Debo diferenciar la convicción de que tal o cual pérdida me dolería mucho, del prejuicio mentiroso de que no tenerlo me destruiría.

Si creo que no podría «vivir sin ti», haré lo que sea para retenerte: me convertiré en alguien que no soy para gustarte, apelaré a la lástima, la mentira y aun la violencia para impedir que te alejes.

Si creo que no podría vivir sin mi trabajo, haré cualquier cosa para conservarlo: soportaré cualquier abuso, renunciaré a toda otra actividad.

Si creo que no podría vivir sin una determinada cantidad de dinero, viviré obsesionado por acumularlo y conservarlo, sin poder gastarlo.

«No puedo vivir sin ti... Simplemente no podría soportarlo...» Todos sabemos cuán mentiroso es el planteamiento, toda vez que hemos visto seguir adelante con entereza a hombres y mujeres que lo han perdido todo: soldados que regresan del frente con miembros amputados, madres que han perdido a sus hijos, familiares de miles de jóvenes que han tomado un camino sin retorno de la mano de la droga más cruel.

Y sin embargo nos gusta la frase. Nos fascina pensar que alguien a quien queremos la pueda decir pensando en la posibilidad de perdernos; nos llama la atención cuando la leemos en las revistas del corazón, y nos emociona cuando la imaginamos en la escena final de Romeo y Julieta.

Y sin embargo, el desapego, como dijimos, no es un artificio para evitar los duelos complicados. En mi opinión, la clave está, justamente, en poder distinguir entre dos opuestos: amor y miedo. Diferenciar la saludable sensación de la alegría compartida de la odiosa y tóxica vivencia de la necesidad amenazada.

Podrías decirme:

—¿Qué tiene de tóxico vivir temeroso de perder mi trabajo? Es cierto que le dedico mucho tiempo y que me apego a él y a la empresa, pero es que realmente lo necesito.

Podría contestarte:

—Pues no. Aun admitiendo que necesitas un trabajo, sigue sin ser cierto que necesites este trabajo. Probablemente, sino lo vivieras como una amenaza podrías cuidarlo más y hasta disfrutarlo un poco. ¿No crees?

Estas ideas son «rebusques» (como las llamaría el genial Eric Berne) y funcionan como falsos justificantes de nuestros apegos, de nuestras dependencias, de nuestra decisión (consciente o no) de colgarnos de la existencia de algo o alguien que no soy yo. Porque esto es lo que sucede con los vínculos dependientes con los otros. Es cierto que hay cosas que necesitamos para poder continuar con nuestra vida, necesitamos sustento, compañía, afecto, cobijo y hasta la mirada de alguien... pero debemos comprender que esas cosas no se encuentran en una sola persona, ni en un único vínculo, ni en un lugar específico.

Si comprendemos esto, la perspectiva de perder cualquiera de esos lugares o vínculos no resultará tan nefasta, la fantasía del final será de por sí dolorosa pero no apocalíptica, no sentiremos ese temor paralizante, no intentaremos vivir previniendo el futuro y sobre todo no viviremos aferrados a cosas que ya hemos perdido por creer que no podríamos vivir sin ellas.

Y lo mejor no es eso. Lo mejor es que nuestra capacidad de disfrutarlos auténticamente mientras están cerca se multiplicará.

Hace algún tiempo atendí a un paciente que venía a la consulta tratando de recibir ayuda para, como él decía, «retomar su vida». Venía de una dolorosa separación. Había estado en pareja durante muchos años (algunos más de los que él hubiera deseado) y su divorcio resultó un trámite tan doloroso que lo dejó sin saber muy bien cómo continuar. Después de un tiempo se recuperó un poco, pero se daba cuenta de que añoraba la vida en pareja, la compañía de una mujer, el encuentro de almas. También se dio cuenta de que algo en él se negaba a la posibilidad de formar una nueva pareja. No quería volver a pasar por algo tan desagradable como había sido su divorcio.

Después de algunos meses de terapia, conoció a una mujer en un curso y se atrevió a invitarla a cenar.

Según me contó después, al finalizar la cena se quedaron conversando hasta la madrugada, riendo y contándose cosas de lo más íntimas.

—Algo ha cambiado en mí —me dijo durante una sesión—. Antes, cuando salía con una mujer me preocupaban dos cosas: no volver a verla y volver a verla. La otra noche, nos divertimos tanto que me gusta pensar en volver a verla, y eso es lógico. Lo que me sorprende es darme cuenta de que me lo he pasado tan bien, que no me preocupa pensar que quizá no la vea más.

Esto es lo interesante del desapego, que nos permite disfrutar de lo que nos sucede sin estar pendientes de lo que ocurrirá en el futuro. No se trata de que nada nos interese sino de perder el miedo al dolor.

Solía hacer un provocativo ejercicio con mis pacientes cada vez que transitaban por un lugar parecido.

Cuando se quejaban diciendo que no podían disfrutar de esto que estaba pasando porque sabían que pronto lo iban a perder, yo les lanzaba un cojín y les pedía que se abrazaran a él, como si fuera la cosa de la que hablábamos, y repitieran en voz alta lo que acababan de decir.

—¿Cómo podría disfrutar de este tiempo junto a él, si sé que pronto no lo voy a tener? —decía aquella mujer, hablando de su marido, portador de una enfermedad terminal.

Entonces yo les pedía que repitieran su frase reemplazando el «cómo podría» por un simple «cómo no».

En el caso de esta mujer, se sorprendió y rompió a llorar cuando se encontró diciendo:

—¿Cómo no disfrutar de este tiempo junto a él, si sé que pronto no lo voy a tener...?

Eso es el desapego. El pasaporte para disfrutar de las cosas que tenemos, no sólo porque alguna vez podríamos no tenerlas sino a pesar de que alguna vez no las tendremos.

Y esto, por supuesto, incluye la vida misma. Lo bueno y lo malo, lo que se mantiene y lo que cambia, lo que nunca llegó a ser y lo que ya no es.

Osho siempre decía a los que se acercaban a él:

—Vienes a mí esperando obtener algo, pero te advierto que, si nos va bien, conmigo no ganarás nada, tan sólo aprenderás a perderlo todo.

Me gusta la idea de terminar este capítulo haciendo gala de nuestra capacidad de desapegarnos de nuestra sesuda actitud de comprender este concepto, única condición para poder reírnos de nosotros mismos.

Un hombre de negocios, cansado ya de las presiones de la ciudad, de la superficialidad del consumo y del vértigo de la vida moderna, decide viajar a Nepal para presentarse en un monasterio budista y ofrecerse como discípulo.

Una vez allí, lo recibe un monje.

- Puedes quedarte entre nosotros —le dice—, pero tendrás que renunciar a todas tus posesiones materiales.

- De acuerdo —dice el hombre.

- Tendrás que abandonar todos tus vínculos fuera del templo.

- De acuerdo —dice el hombre.

- Se te dará una toga y un par de sandalias. Harás voto de silencio absoluto. Cada diez años podrás decirle sólo dos palabras al sumo maestro.

- De acuerdo —dice el hombre.

Deja su ropa, se viste con la toga y las sandalias y se incluye en la vida del monasterio como uno más. Así transcurren diez años... Hasta que un día, un monje se acerca y le dice:

- El maestro te espera.

El hombre camina hasta el salón donde el maestro le aguarda sentado sobre su tatam. Cuando éste le pregunta por sus dos palabras, el hombre dice:

- Poca comida.

Por toda respuesta el maestro inclina su cabeza y el hombre es conducido de nuevo a su habitación. Pasan otros diez años hasta que llega de nuevo el día en que un monje se acerca y le dice:

- El maestro te espera.

El hombre camina hasta el maestro y éste le pregunta por sus dos palabras. Esta vez el hombre dice:

- Cama dura.

Nuevamente el maestro tan sólo inclina la cabeza y el hombre se retira. Diez años más pasan hasta que un monje se le acerca una tercera vez y le dice:

- El maestro te espera.

El hombre camina pausadamente, una vez más, hasta quedar frente al sumo maestro, y cuando éste le pregunta por sus dos palabras el hombre dice:

- Me voy.

A lo que el maestro, perdiendo toda compostura, responde:

- ¡Pues sí! ¡Vete de una vez! ¡Hace treinta años que no paras de quejarte!

Lo necesario y lo imprescindible

Durante muchos siglos los movimientos religiosos estuvieron impregnados del ascetismo que promueve el martirio del cuerpo como elemento de exaltación del espíritu. Con todo respeto, no voto por ello, por lo menos no para mí.

Es más, creo que una cosa es que el camino del espíritu exija que nos desprendamos de todo lo superfluo e innecesario, pero otra bien distinta es que requiera que eliminemos de nuestra vida también lo mínimo imprescindible. Entiendo que esto abre aquí la polémica de definir «lo imprescindible». Se me dirá que alguien puede considerar imprescindible su casa de veraneo en la Costa Amalfitana y que otro puede creer con honestidad que no necesita siquiera ropa con la que abrigarse cuando nieva, y sé que quizá ambos lo crean de verdad; pero también me doy cuenta de que en afán de ayudarlos, aun antes de que lleguen a consultar a quien sabe de estas cosas, como terapeuta, me gustaría intentar mostrarle al primero que quizá no sea tan cierto que su casa es tan necesaria y al segundo que quizá se equivoque cuando sostiene que un abrigo en invierno no es imprescindible.

Y agrego: si la ascesis no es buena compañía a la hora de explorar el plano espiritual, el polo opuesto, el culto al placer y a la estética del cuerpo, tampoco parece ser un aliado. Aunque parezca un delirio, a veces pienso que en algún lugar estas cosas terminan conduciendo a aquéllas. Allí están como prueba las nuevas enfermedades de nuestro tiempo que convierten a las personas en esclavas de su obsesión por la estética o por la salud: la anorexia, la bulimia, la vigorexia y la novedosa adicción a las cirugías correctoras.

Termino el tema diciendo que, como ya vimos, la renuncia forzada no es desapego, el sacrificio sufriente no sirve de nada, y el automartirio no tiene ningún lugar en este libro ni en este camino. Ningún crecimiento espiritual puede venir de una actitud sin otro sentido que obligarnos a hacer cosas sólo porque otro nos dice que es muy bueno para nuestro ser esencial.

No hay que confundir la decisión de renunciar a nuestros apegos, anhelos, deseos o dependencias, con la decisión de renunciar a ser quienes somos...

Aunque quizá... ése no sea más que otro desafío.

DEJAR ATRÁS LA CÁRCEL

Chuang Tzú fue uno de los filósofos chinos más importantes de la historia, vivió alrededor de trescientos años antes de Cristo y fue, junto con Lao Tse (su maestro), uno de los dos pensadores más emblemáticos del taoísmo.

La parábola más conocida que lo tiene como protagonista es aquella en la que se cuenta que una noche Chuang Tzú soñó que era una mariposa. El sueño fue tan vívido que, al despertar, el hombre no sabía si era Chuang Tzú que había soñado que era mariposa, o era una mariposa que soñaba que era Chuang Tzú.

No era esta bellísima y significativa parábola lo que quería contaros cuando mencioné a Tzú, pero me doy cuenta de que esta pequeña historia probablemente no sea para nada ajena al tema que discutiremos en este capítulo, puesto que de alguna manera nos obliga a pensar, desde el misterioso planteamiento del soñador, que quizá nuestra identidad (aquello que somos o que creemos ser) no sea algo tan evidente, seguro e incuestionable como en general nos lo parece.

Aprendí la parábola del bote vacío de la mano de Osho; fue la primera vez que tuve oportunidad de escucharlo, en su visita a Brasil, cuando él ya era un iluminado desde siempre y yo apenas empezaba a ser un joven deseoso de aprender.

Propone el maestro Chuang Tzú:

Imagínate que viajas en tu bote, avanzando tranquilamente por un río sereno, dejándote llevar sin prisa camino del lago.

De pronto ves que otro bote, aparentemente arrastrado por la suave corriente, se acerca al tuyo.

Intentas alejarte de él para evitar el choque pero no lo consigues, y el bote, que se ha soltado de alguna amarra, golpea el frente de tu barca y hace unos buenos rasponazos en la brillante pintura de estribor.

Vuelves a mirar, no hay nadie en el bote. Tratas de sujetarlo para que no siga a la deriva. No te gusta el incidente, quizá lo lamentas, pero no te enojas.

Dice Chuang Tzú: ¿Por qué y con quién habrías de enojarte?

Ahora supón que, en la misma situación, el otro bote lleva a un pasajero.

Está distraído, dormido o despistado, y su barca se acerca a la tuya, arrastrada por la corriente. Ni bien lo ves venir en tu dirección, te pones alerta, posiblemente gritas «¡Cuidado!» o algo por el estilo.

Supongamos que el hombre no hace nada y que el bote se sigue acercando. Cuando está a punto de chocar con el tuyo, te pones furioso.

—¡Eh! ¡Mira por dónde vas! ¡Que vamos a chocar! —gritas.

Una vez más, el hombre no reacciona y, en efecto, su bote choca con el tuyo.

El golpe y el daño es idéntico que en el primer ejemplo, sin embargo, aquí sí te enfadas, quizá hasta seas insultante:

—¿Es usted idiota? ¡Se me ha echado encima!

De pronto el suceso se vuelve enojoso y frustrante.

Chuang Tzú se pregunta: ¿De dónde viene el malestar?

No ha sido causado por el daño al bote, ya que en el primer ejemplo hubo los mismos daños y no hubo enfado.

El enojo, propone Chuang Tzú, proviene del hecho de que hay alguien en el bote.

Ya no puedes pensar «simplemente sucedió» y aceptarlo sin más. Como hay alguien en el bote, te llenas de preguntas: «¿Por qué no lo evitó?, ¿acaso lo ha hecho adrede?, ¿es que tiene algo contra mí?, ¿debo tener miedo de este hombre?...».

Una espiral de preguntas que a veces crece y crece, generando cada vez más angustia, más enfado, más inquietud, más catastróficas profecías.

Si no somos capaces de encontrar una salida a esta situación de angustia retroalimentada, quizá nunca más podamos dejarnos llevar tranquilamente río abajo en nuestro bote, quizá no podamos evitar, al cruzar el río remando, mirar inquietos hacia uno y otro lado, tratando de esquivar cualquier nuevo encuentro con ese loco o algún otro loco de esos que no saben controlar su bote...

La metáfora da mucho de sí y nos pone frente a una decena de puertas por las que explorar y adentrarnos a través de ellas en otras tantas absurdas maneras de reaccionar que nos acompañan cada día.

Intentar mejorar nuestra vida cambiando a los demás es siempre un camino infructuoso. Siguiendo con la imagen anterior, los botes de los otros vienen como vienen y no hay modo ni motivo para proponerse modificarlo a nuestro antojo. Y, por supuesto, sería estúpido concluir que la forma de viajar sin riesgo de enfadarse es «vaciando los botes de todos los demás».

Lo que sí puedes hacer, dice Chuang Tzú, es comprender las veces en las que te enfadas contigo mismo porque las cosas no salen como lo planeaste o deseaste y entonces decidirte a «vaciar TU propio bote». Si tu bote está vacío, no habrá enfrentamiento entre una parte de ti más exigente y perfeccionista y otra más serena o distraída. Y sin enfadarte contigo surcarás la vida como la superficie de un río plácido, sin que nadie lo note, sin prisas ni metas prefijadas.

Te imagino pensando: «Suena fantástico, pero... ¿de qué se supone que tenemos que vaciarnos?».

De eso precisamente habla este capítulo.

Cuando hablábamos del desapego, decíamos en pocas palabras que nos referíamos a la capacidad de no permanecer aferrado a posesión, situación, ni relación alguna. Se trataba de aprender a despegarse por decisión de algunas de esas cosas «imprescindibles», también y no sólo, para confirmar que nuestra vida no depende de ellas.

En la misma línea, si nos damos cuenta de que nuestro «ego» (como se suele llamarlo) es también una posesión, nuestra identidad, una situación, y nuestro vínculo con nosotros mismos, una relación anquilosada y condicionante, comprenderemos que deshacernos de las ideas rígidas que tenemos de cómo «somos» es un importantísimo escalón en el camino que busca nuestra esencia; porque, tal como hemos visto, esa parte sustancial y auténtica se esconde detrás de capas y capas de personajes, hábitos, creencias y prejuicios que alguna vez ciertamente nos han defendido de amenazas reales e imaginarias.

Contestando a la pregunta ya sembrada: deberíamos pensar en vaciarnos de nosotros mismos.

¿Quién es ese que llamamos «Yo»?

La propuesta es deshacernos de todo aquello que consideramos que somos, comenzando por nuestro YO más interno y controlador, la parte de nosotros que quiere tener el manejo de nuestra vida, nuestro rumbo y nuestros deseos.

Y aclaro que no hablo aquí de estructuras psicológicas complejas ni sofisticadas, ni de terminología reservada para «iniciados». Hablo sencillamente de aquella persona a la que nos referimos cada vez que decimos «Yo».

En otras palabras: esa primera persona del singular (singularísimo) que me define frente a mí mismo y especialmente frente a los demás. «Ese» o «esa» que piensa lo que pensamos, cree lo que creemos, decide qué hacer según su experiencia, y finalmente lo hace, como mejor puede o como lo ha aprendido a hacer a lo largo de su historia.

Ya hemos hablado de cómo desde pequeños hemos venido escuchando la advertencia, de boca de quienes más nos querían, de que si actuábamos como se nos antojara, corríamos el riesgo de que los demás no nos dieran su cariño, su aprobación o su atención.

Mi madre, una especie de experta en frases de «folclore materno» (esas cosas que todas las madres dicen), me repetía de vez en cuando aquello que ella había escuchado con seguridad tantas veces de su propia madre:

—Si vas por la vida comportándote así, nadie te va a querer.

Yo, que siempre fui un rebelde (y quizá por eso), un día me atreví a preguntarle:

—¿Nadie me querrá?... ¿Ni tú?

Ella se sumió en un silencio lleno de sorpresa y finalmente me respondió:

—Yo sí. Yo te querré siempre... Pero eso no cuenta —me aclaró mientras me besaba en la frente—, porque yo soy tu mamá.

Mi psicoterapeuta, cuando tenía yo diecinueve años, me ayudó a resignificar ese diálogo y a darme cuenta de que posiblemente ese día aprendí de mi madre por lo menos tres cosas que de hecho me acompañaron siempre:

Una, la más importante, que eso de que nadie me querría, si yo decidía no cambiar, no era del todo cierto.

La segunda, que solamente siendo rebelde conseguiría algunas respuestas más profundas y sinceras.

La tercera, más que trascendente, que mi madre me premiaba cada vez que yo cuestionaba una pauta establecida...

No todos, y no siempre, tenemos el espacio o la oportunidad de reinterpretar los mensajes de nuestros padres para poder transformarlos en mensajes nutritivos. No siempre y no todos los mandatos admiten una nueva lectura positiva.

Algunos de estos comentarios, sumados a la censura pura y dura de nuestro entorno de la infancia y a los planes que tenían para nosotros, nos han ido llevando a desarrollar una determinada forma de comportarnos; una manera de ser en el mundo que nos define; aun cuando hoy un poco y mañana otro tanto, descubrimos que esa «identidad» no se ajusta en sentido estricto a nuestra verdadera esencia.

Me he contado el siguiente cuento cientos de veces desde que lo escuché por primera vez hace casi veinte años.

En un lejano pueblo de algún lugar de Oriente, vivía el más importante e influyente sacerdote de aquellos tiempos, un hombre simple de una sabiduría nunca vista y una sensibilidad poco común.

Cierto día, llegó al monasterio donde vivía una invitación para ir a cenar a la casa del más rico de los hombres del reino. El sacerdote, que casi nunca salía de sus habitaciones, decidió que no podía seguir siendo descortés con su anfitrión y aceptó la invitación.

El día previsto para la cena, a pesar de la tormenta que se avecinaba, decidió montar en su carruaje y conducir hasta la mansión del hombre rico.

Unos quinientos metros antes de llegar a la casa, un trueno asustó a su caballo y un brusco relámpago lo hizo alzarse a dos patas, arrojando el carruaje a una zanja y al sacerdote con él.

El hombre se incorporó como pudo y se ocupó de calmar al animal, acariciándole el lomo y hablándole suavemente en la oreja. Luego se miró. Estaba sucio desde la punta de los pies hasta el último de los cabellos. El fango, la mugre y las hojas sucias y hediondas se habían pegado a su ropa y sus manos.

Como estaba mucho más cerca de su destino que del monasterio, decidió ir allí y pedir algo de ropa para cambiarse.

Cuando golpeó la puerta de la mansión, un pulcro mayordomo abrió y, al verlo con ese aspecto, le gritó:

- ¿Qué haces aquí, pordiosero? ¿Cómo te atreves a golpear esta puerta?

- Yo vengo... por la comida de hoy —respondió el sacerdote.

- Vaya poca vergüenza —dijo el mayordomo—. Las sobras estarán recién mañana, y si algo queda, cosa que dudo, debes pedirlo por la puerta de servicio. ¿Comprendes?

- Usted no me comprende —intentó explicar el visitante—. Es que yo no vengo por las sobras...

- Ahhh —se burló el mayordomo—. ¿No pretenderás pasar a sentarte a la mesa de los señores?

- Bueno... justamente...

No llegó a terminar la frase.

El dueño de la casa apareció a preguntarle a su mayordomo qué estaba pasando.

- Nada importante, patrón; es sólo que este mendigo pretende que le dé las sobras de la comida antes de que se haya servido la cena... Le he dicho que se retire, pero insiste en su reclamo.

- Pues que se retire inmediatamente... Mira cómo está ensuciando la entrada... Qué horror... Justo hoy. Llama a la guardia y, si no se va, ¡que suelten los perros!

A empellones y patadas echaron al pobre sacerdote a la calle, amenazado por una decena de perros que ladraban mostrando sus afilados dientes.

Como pudo, el hombre se trepó al carro y regresó al monasterio.

Una vez en su cuarto, después de lavarse las manos y la cara, se dirigió a su armario y sacó de allí una lujosa capa de oro y plata que le había regalado un año atrás justamente el dueño de la casa de la que lo habían echado.

Enfundado en la prenda, volvió a subirse al carro y esta vez llegó sin contratiempos a su destino.

Volvió a golpear y el mismo mayordomo le abrió la puerta.

Esta vez le hizo pasar con una reverencia.

El dueño de la casa se acercó y saludó inclinando la cabeza.

- Excelencia —le dijo—, ya estaba pensando que no vendría... ¿Podemos pasar? Los demás nos esperan...

- Claro —dijo el recién llegado.

Todos se pusieron de pie al verlo entrar y no se sentaron hasta que el hombre de la imponente capa tomó asiento, a la derecha del anfitrión.

Sirvieron el primer plato. Una especie de cocido en caldo que, a primera vista, parecía muy apetitoso.

Se hizo una pausa y todas las miradas se posaron en el sacerdote, quien en lugar de decir una oración o empezar a comer, como todos esperaban, estiró la mano por debajo de la mesa y, tomando la punta de su lujosa capa entre los dedos, comenzó a mojarla en el caldo.

En un silencio inquietante, el sacerdote le hablaba a su capa diciéndole:

- Prueba la comida, mi amor... Mira qué lindo caldito... Mira esta papita... ¿Y esta carne?... Come, mi amor...

El dueño de la casa, después de mirar para todos lados buscando una respuesta al comportamiento de su huésped, se animó a preguntar:

- ¿Pasa algo, excelencia?

- ¿Pasar?... —dijo el sacerdote—. No. No pasa nada. Pero esta cena nunca fue para mí. Está claro que la invitada es esta capa... Cuando llegué sin ella hace un rato, me echaron a patadas.

He aprendido de este cuento a pensar en el Jorge Bucay que queda oculto detrás de algunos de mis disfraces. ¿Y tú? ¿Sabes tú cómo eres cuando te quitas todos los tuyos?

La identidad, una hija de nuestra dependencia

Todos nacemos necesitados de amor, de atención y de cuidados; todos nos damos cuenta, en los primeros años de vida, de que conseguimos mejores resultados si somos de una determinada manera. Nos miman más, recibimos más regalos y algunas cosas nos resultan más fáciles si nos comportamos como a los demás les gustaría que lo hiciéramos.

Con el tiempo, corroboramos que esta verdad se confirma a cada paso, pero también conlleva un problema: las personas que nos premian con esos reconocimientos («caricias», como las llama Eric Berne) no nos quieren a nosotros sino al personaje que hemos creado para ellas quizá antes incluso de conocerlas.

Después de haber trabajado como terapeuta de adultos por más de treinta años, puedo asegurarte que en algún momento todos tendremos que reconocer que eso que sostenemos, y de buena fe creemos, que somos, es como mínimo parcialmente falso.

Esa idea de nosotros con la que vamos de aquí para allá, presentándonos frente a los otros, es básicamente una ilusión construida por cada uno con mucha o poca ayuda de nuestro entorno social o familiar, al que neuróticamente tratamos de complacer.

Darse cuenta de esto, como dije, no es tarea fácil y enfrentarse a fondo con esta «realidad», como podrás imaginar, es una vivencia tan perturbadora como trascendente.

Hay una imagen que siempre me ha parecido poderosa y clara: si me tiro al agua elegantemente vestido, con pantalones de pana y chaqueta al tono, camisa bordada y una preciosa corbata a juego con los calcetines, me será muy difícil nadar (y encima nadie notará si estoy elegante o no).

En el plano espiritual, los roles que desempeñamos son como sofisticados ropajes que no me permitirán avanzar y que, al igual que le sucede al nadador, se volverán más y más una molestia, ya que este camino no admite personas irreales que sean fruto de la imaginación de algunos.

Para ser quienes somos, el primer desafío es animarse a dejar de lado todos los roles que hemos ido adoptando a lo largo de nuestra vida, especialmente los que mejor desempeñamos.

El segundo es vaciarse totalmente de lo que me impida ser en cada momento una persona libre, absolutamente espontánea y dueña de una conducta no condicionada por la cárcel de sus propias definiciones de sí mismo.

Esto puede sonar en principio un poco extraño.

¿Cómo puedo vaciarme de mí mismo?

¿No es acaso imposible dejar de ser quien uno es?

Si me deshago de mi Yo, ¿qué quedará?

Todas estas preguntas son válidas, pero nos harán perder el rumbo si no nos damos cuenta de que están formuladas desde el mismo Yo que tratamos de cuestionar.

Volviendo a la metáfora de Chuang Tzú, este planteo sólo puede hacerlo el hombre que va en el bote, es parte de su intento de recuperar el control de todas las cosas (un control que además nunca tuvo).

Si el bote estuviera vacío, la esencia de lo que somos permanecería allí, porque en esa historia la esencia es el bote mismo, pero no haría preguntas. Si consigo ser el bote, simplemente me dejo llevar y disfruto del viaje.

Hace tiempo, de regreso de un largo y agotador viaje cruzando el Atlántico y con el cambio de horarios a cuestas, me tiré en mi cama tratando de conciliar el sueño, que por lo visto, pese a mi cansancio, estaba decidido a hacerse rogar. Abrí la mochila con la que había viajado y saqué de ella el libro de Giovanni Papini El piloto ciego que había estado leyendo en el vuelo. Lo abrí donde estaba mi carta de embarque y era exactamente el comienzo de un cuento que Papini había titulado «¿Quién eres?».

La historia, inquietante por cierto, hubiera merecido un lector más lúcido. Se trataba de un hombre más o menos popular que de repente, una mañana, se sorprende al darse cuenta de que todos sus conocidos y amigos misteriosamente parecen no conocerle, como si hubiera desaparecido de la memoria de las personas de su entorno...

Esa noche no pude terminar de leer el cuento completo, pero recuerdo que cuando me desperté (o soñé que me despertaba) por la mañana, tenía la pregunta de Papini anclada en mi mente: ¿Quién eres?

En ese estado, entre lúcido y confuso, que se produce en los momentos cercanos al despertar, me sentí agobiado por el interrogante, preguntándome a mí mismo (también por culpa de Papini) si tenía yo una respuesta verdadera y conveniente a esa pregunta.

Tentado de explorar mi sensación, guiado más por mi intriga que por mi valor, me dejé llevar por esa extrañeza sin cuestionarla, sin dejar que mi mente pensante despreciara la vivencia imponiéndome la realidad «objetiva» de mi identidad. Me permití, casi divertido, dudar de quién era yo, o por lo menos de «qué tanto» era yo el «Jorge Bucay» que yo creía que era y cuánto de mi persona podía ser definido por mi nombre, por mi profesión o por mis pertenencias.

No podría decir hoy cuánto tiempo estuve tendido en la cama, casi inmóvil, tratando de no interrumpir esa vivencia, de extrañeza, ese diálogo interno que por un lado me parecía ridículo pero por otro me conmocionaba quizá demasiado.

De pronto quedó claro para mí, es ese momento y desde entonces, que todo lo que puedo decir de mí, «soy yo»; pero tamibén que no soy sólo eso. Evidentemente yo soy (y todos somos) muchas más cosas de las que se pueden definir en palabras.

Definir es «de-finir», saber dónde empieza y dónde termina lo que defino. Saber algunas cosas de mí seguramente no alcanza para poder definir (ni siquiera ante mí mismo) quién soy.

Ante la imposibilidad de abarcarla, ya no con palabras, sino vivencialmente, la identidad queda reducida a poco más que una ilusón, a un esquema de referencia avalado por las pequeñas historias que nos contamos (como los terapeutas sabemos, no siempre verdaderas) para hacer nuestra vida posible y nuestro pensamiento congruente.

Quizá debamos aceptar con resignación o con coraje que en el fondo la idea que tenemos sobre nosotros mismos es en gran medida una construcción más o menos conveniente y que la aceptamos sin cuestionarla porque nos proporciona un marco referencial más o menos seguro.

Todo este desarrollo no parece ser un motivo de inquietud, pero debemos reconocer que si nos conformamos con «ser» solamente esas cosas que conocemos de nosotros y que estamos acostumbrados a creer que nos definen, terminaremos finalmente atados a ellas y le pondremos un cepo a toda posibilidad de cambiar y por ende a toda posibilidad de seguir creciendo.

Encerrados en la cárcel de nuestra identidad perdemos toda alternativa de explorar cómo es eso de ser alguien nuevo cada día.

Cuando Osho nos hablaba de esto, solía contar la fascinante historia del príncipe que se creía gallo:

Cuentan que hubo una vez un príncipe que de pronto comenzó a creer que era un gallo. Un día despertó a toda la corte con un estruendoso cacareo a la salida del sol. Cuando llegaron a su habitación, el príncipe estaba desnudo, caminaba en cuclillas de un extremo a otro del cuarto mientras movía sus brazos al costado de su cuerpo como si agitase un par de alas y emitía extraños sonidos que imitaban un graznido.

Los integrantes de la corte se horrorizaron al ver aquella escena e intentaron hacer volver en sí al príncipe, pero éste comenzó a correr por la habitación, dando fuertes «picotazos» con su nariz a aquellos que conseguían acercársele, hasta que se metió debajo de una mesa y permaneció allí.

Los días pasaban y la condición del príncipe no mejoraba. Su padre, el rey, mandó llamar a los más eminentes médicos del reino. Probaron incontables ungüentos y pociones, pero ningún remedio surtió el efecto deseado. Entonces el rey acudió a los sabios y a los místicos y también a aquellos que se hacían llamar hechiceros y chamanes, pero nada dio resultado. El príncipe continuaba tan loco como al principio.

Hasta que un día llegó al palacio un viejo clamando que podía curar al príncipe. Vestía como un pordiosero y, en circunstancias normales, los guardias lo hubiesen echado de allí sin más preguntas, pero la situación era desesperada y el rey accedió a verlo.

- Sólo yo puedo curar a tu hijo -dijo el viejo una vez frente al rey—. Para curar a un loco necesitas a alguien aún más loco que él... y ése soy yo. Yo he viajado por el país de la locura, sólo yo conozco el camino de vuelta.

El rey no sabía ya qué más intentar, de modo que aceptó la propuesta del viejo e hizo que lo escoltasen hasta la habitación del príncipe. Una vez allí, el viejo se desnudó por completo, se arrodilló y, agitando los brazos y cacareando, se metió debajo de la mesa.

- ¿Quién eres? -preguntó el príncipe cuando lo vio entrar en su morada.

- Soy un gallo más experimentado que tú -dijo el viejo—. Tú eres apenas un polluelo, un aprendiz. No sabes lo que es ser gallo.

El príncipe parecía algo desorientado.

- Entonces... ¿tú también eres un gallo? —dijo—. Pero pareces un hombre...

- No te fíes de mi apariencia -respondió el viejo—, mira mi espíritu y verás que soy un gallo como tú.

Así, el príncipe aceptó que el viejo viviese con él debajo de la mesa y de a poco se hicieron amigos. Cacareaban juntos a la salida del sol y se pasaban los días pavoneando por la habitación. Hasta que un día, inesperadamente, el viejo se puso una camisa.

- ¡¿Qué haces?! -le dijo el príncipe—. ¡Los gallos no se visten como hombres!

- Me vista como me vista, yo seguiré siendo un gallo. Engañaré a esos hombres y creerán que soy uno de ellos. Pero tú no debes ser tan crédulo. Mi espíritu de gallo no cambia.

El príncipe tuvo que aceptar que tenía razón y así, cuando comenzó a hacer frío, el viejo pudo convencerlo de que usase, él también, una camisa. Algunos días pasaron y, una noche, el viejo pidió comida a los sirvientes de palacio. El príncipe volvió a rebelarse:

- Pero ¿qué estás haciendo? ¿Vas a comer como ellos?

- Mi ser de gallo no cambiará por lo que coma. Puedes disfrutar cualquier manjar. Puedes hacer lo que desees y continuar siendo un gallo.

Esa noche los dos compartieron una sabrosa carne asada.

De esta manera, el viejo fue, paso a paso, persuadiendo al príncipe de que regresase a su vida entre los hombres. El príncipe llegó a comportarse con total normalidad y el viejo fue admitido en la corte en señal de agradecimiento.

Hasta que un día, en medio de una lujosa cena a la que el príncipe asistía con total acato del protocolo, uno de los cortesanos le comentó:

- ¡Y pensar que hace sólo unas semanas su alteza creía que era un gallo!

El príncipe se acercó al cortesano y le susurró al oído:

- No digas nada, pero soy un gallo. Tan sólo actúo como un hombre y así he engañado a todos.

El hombre corrió a contárselo al rey, y éste, furioso, fue a increpar al viejo acompañado de su séquito:

- ¡Mi hijo continúa loco! -le dijo.

- Por supuesto -fue la respuesta del viejo—. Está tan loco como todos vosotros. Él cree que es un gallo, tú crees que eres un rey, vosotros creéis que sois nobles cortesanos... ¿cuál es la diferencia?

El rey quiso contestar, pero ningún argumento válido vino a su mente, de modo que permaneció en silencio con la boca abierta.

El viejo continuó:

- La diferencia está en que él ha aprendido a distinguir la esencia, del comportamiento. El ser, de la imagen. Él puede ser un gallo hoy y un hombre mañana, y pasado tal vez un león o incluso una piedra... Puede ser una mujer, un niño o un pirata, pero su esencia se mantendrá inalterable. Tú, en cambio, estás atado, crees que eres un rey y no puedes actuar más que como un rey. ¡Tú estás loco! Completamente loco. Como todos los que creen que tu locura es parte de una realidad indiscutible... Posiblemente tu hijo también está un poco loco, pero al menos él sabe que lo está. ¡Él está con toda seguridad algo más sano que vosotros!

Y cuando hubo terminado de hablar, el viejo sonrió, tomó los cubiertos y continuó comiendo tranquilamente.

Cuando no podemos desprendernos de nuestro ego ni por un momento, la imagen que tenemos de nosotros mismos se vuelve una prisión.

Y si esto sucede estaremos dejando fuera infinidad de alternativas y anularemos grandes potenciales sólo porque contradicen la idea que tenemos de «lo que somos».

Si en cambio nos animamos a cancelar esta estructura, armada en gran medida por nuestra educación, pero sostenida y aumentada con el tiempo, siempre con nuestra complicidad, podremos, como el príncipe de la historia, elegir hasta cierto punto quiénes queremos ser, de qué forma pretendemos actuar, y qué aspectos de nuestra vida queremos desarrollar o explorar más.

Dos caminos totalmente diferentes

A diferencia de los guías espirituales occidentales que parecen reclamar de nosotros un esfuerzo por aumentar nuestras virtudes y controlar nuestros defectos, deduciendo unos y otros de una lista prefabricada de cómo «habría que ser», los guías espirituales de Oriente parecen señalar una y otra vez la dirección opuesta, la de dejar de hacer el esfuerzo por parecernos a nuestro padre, madre, maestro, o hermano mayor, y aún más la de abandonar por completo el Yo que se fija metas, que desea, que ambiciona...

Durante años pensé que esta última postura no sólo iba en la dirección contraria a la que había asignado todos mis esfuerzos de crecimiento personal sino que además parecía netamente opuesta e incompatible con todas las propuestas de la psicología occidental.

Hoy ya no lo veo así, aunque quizá sólo se deba a que estoy más viejo y eso me ha hecho bastante más comprensivo.

Por la razón que sea, ahora estoy convencido de que estos dos movimientos no son necesariamente contrapuestos.

Creo que, en la medida en que voy creciendo como persona, voy abandonando las ideas preconcebidas sobre lo que soy y por eso voy también, de algún modo, abandonando mi ego estructurado, mi estructura de personalidad, mis formas «automatizadas» de ser y de pensar (este planteamiento, por sí mismo, podría explicar mi cambio de postura y demostrar, a la vez, lo complementario de ambos enfoques).

Aparecen en mi mente —como en la tuya, sospecho— algunas preguntas obvias. Si es tan deseable y constructivo prescindir de nuestra «identidad», ¿por qué nos parece tan difícil?, ¿por qué nos resistimos a ello con tanta vehemencia?

Quizá este «Diálogo entre hermanos» que me hizo llegar alguna vez un paciente nos pueda ayudar a pensar este asunto desde otro ángulo...

- No puedo más. Me falta oxígeno, ni siquiera me puedo mover.

- Debes resistir. Esto pasará.

- No lo creo, hermano. Todo ha ido empeorando en las últimas horas. Las paredes tiemblan y alrededor todo se deteriora rápidamente.

- Lo sé, pero este lugar es nuestra única posibilidad. Tienes que aguantar.

- Es que no puedo seguir así. Creo que será mejor que me deje llevar por la corriente.

- No lo hagas, hermano. Si te sueltas, serás arrastrado hacia el agujero que conduce a la muerte y la destrucción. Vamos, esfuérzate un poco más.

- Ya lo he decidido, no voy a quedarme aquí esperando la muerte. Quizá, si me suelto, haya otra posibilidad. Ni siquiera sabemos qué hay al otro lado...

- ¿Otra posibilidad? ¿De qué hablas?. ¿Qué comerás? ¿Cómo te cuidarás de los golpes? ¿Y el frío y el calor? Es una locura. Vamos, aférrate a mí.

- No. Basta ya.

Y dicho esto el más pequeño se soltó de su amarra y fue arrastrado hacia abajo, hacia el negro agujero de lo desconocido.

Su hermano lo miró desaparecer con angustia y creyó escuchar, unos segundos después, el llanto desesperado de su hermano del otro lado del agujero.

«Pobre —pensó—, una muerte horrible...»

Afuera, su hermano lloraba hinchando sus pulmones de aire fresco.

Había nacido.

Nuestra personalidad es de alguna manera un lugar protegido, un espacio donde hemos crecido hasta llegar a ser quienes somos, un lugar que, aun sabiendo que nos queda pequeño, nos ofrece el refugio y la seguridad de lo conocido. Dejarlo (en la metáfora, «nacer» a una nueva vida) nos asusta porque implica por fuerza la disolución de algunas fronteras seguras o históricas del yo. Abandonar las conocidas ideas sobre lo que somos nos empuja a un terreno de mucha incertidumbre y eso siempre conecta con el miedo. En nuestra peor fantasía, dejar de ser se parece demasiado a la propia muerte.

En la primera parte de este libro recordaba yo la idea de Gurdjieff de animarse a morir para renacer más evolucionado. Como conociendo esta frase, o quizá inspirándose en ella, me sorprendió hace algunos años el espectáculo de ballet contemporáneo que presentó en Valladolid, un grupo llamado Espiral Danza. El provocador espectáculo se llamaba «El peso de la luz», y desde el pequeño texto introductorio de los programas se anunciaba a la audiencia la idea sobre la cual habían trabajado los artistas: el conflicto de las pequeñas muertes cotidianas, esas muertes necesarias para la continua lucha por encontrarse con uno mismo, deshaciéndose del agobiante peso de la propia imagen.

Creo que ningún terapeuta podría haberlo dicho mejor.

La frontera

Aprendimos en algún momento, siguiendo los consejos de otros (que decían que sabían), a construir una muralla imaginaria que nos separara un poco del mundo y una barrera que nos permitiera determinar qué cosas podían atravesar y qué cosas no. Gracias a ellas, hemos podido mantener hasta ahora la tibia ilusión de nuestra pequeña cuota de control sobre el mundo y, por extensión, la vanidosa fantasía del absoluto control sobre nuestras vidas.

Por otro lado, para confundirnos o para despertarnos (quizá para ambas cosas), la vida nos enseña que enfrentarse con la verdad es el más deseable de los logros, y eso implica luchar por cancelar cualquier condicionamiento de nuestra conducta.

¿Cuál de estos aspectos triunfará? ¿El que sostiene la frontera o el que pretende dejarse fluir?

¿Y si decido encarar el arduo camino de sentirme uno con el universo?

¿Y si dejo de discriminarme de todo y de todos?

¿Y si ya no hubiera diferencias entre el mundo y yo?

¿Y si renuncio a establecer el límite de mi piel como una frontera insalvable...?

¿Qué podría pasar?

Confirmando el doble mensaje, a una parte de mí le parece más que atractiva la posibilidad de volverme permeable a todo lo que suceda fuera... pero desde otros aspectos, quizá menos seguros, en medio de lo confuso de las preguntas y sus respuestas, se disparan cientos de nuevas alarmas que me alertan de los peligros de derrumbar la muralla, me asaltan algunos temores que no conocía, nuevas fantasías catastróficas y paralizantes, enarboladas por la idea de que quizá yo no pueda soportar el sufrimiento que eso podría causarme.

Si no consigo vencer este miedo, volveré al refugio de la protegida cárcel de mi conocida personalidad y cerraré detrás de mí la puerta, de ser posible con siete llaves, para dejar fuera el dolor, lo desestabilizante o lo desconocido... aun sabiendo que también le cierro la puerta a todo lo nuevo, a todo lo creativo y a todo lo diferente... aun comprendiendo que con ello, termino con toda posibilidad de crecer, porque después de todo, crecer no es otra cosa que abandonar las seguras fronteras anteriores para recorrer espacios diferentes y para poder vivir nuevas experiencias.

Sólo algo más

Dicen que la principal diferencia entre los pueblos sajones y los latinos es que ellos siempre son capaces de encontrar una solución para cada problema, mientras que nosotros somos especialistas en encontrar un problema para cada solución; quizá por eso se me ocurre ahora pensar que «siempre existe una mala interpretación para una buena enseñanza» y que esta vez no es una excepción.

Me inquieta pensar que alguien entienda esto como una asistencia pasiva a los hechos de nuestra vida. Dice un viejo refrán sufí: «Confía en Alá, pero ata tú mismo tu camello».

Un viejo chiste ilustra esto que digo:

Dos amigos se encuentran caminando por la calle y se saludan:

- Oye, ¡cuánto tiempo sin verte! —dice uno de ellos—. ¿Cómo están tus cosas?

- Pues no tan bien... —responde el otro algo apesadumbrado, aunque al momento parece recuperar la emoción y dice—: Pero tengo fe en que a partir de la semana próxima todo cambie...

- Vaya. ¿Qué pasará la semana próxima?

- Este lunes, si Dios quiere, me ganaré la lotería.

- Ahhh... Ojalá y así sea. ¿Qué números has jugado?

- No, no he jugado ningún número.

- Pero entonces, ¿cómo piensas ganarla?

- Bueno, yo he dicho «si Dios quiere»... Y si Dios quiere mira si va a andar fijándose en si jugué o no...

Dejar de querer controlar el universo no implica abandonarse a la decisión de otros ni a tu propia suerte esperando que la vida llame a tu puerta. Se trata de orientar tu vida como quien orienta la vela de un barco, intentando llevarlo en determinado rumbo pero sabiendo que no puede vivir desentendiéndose de la dirección del viento ni enojándose todo el tiempo con la fuerza de la corriente.

Comprender la dificultad de esta tarea, darnos cuenta de la motivación que nos impulsó a crear una personalidad y asumir el esfuerzo que hicimos después por mantenerla y valorar a conciencia los costes que pagamos por aferrarnos a ella con vehemencia, me parece importante, pero no debe disuadirnos de seguir adelante.

Como enseñaba la metáfora del bote vacío, es imposible predecir si alguna vez otro bote va a chocar o no con nosotros y por tanto la certeza de evitarlo está más allá de nuestro alcance. En cambio, la forma de reaccionar cuando sucede, es de nuestra absoluta competencia, y la forma de actuar después, también.

Conectados con nuestra búsqueda espiritual nos damos cuenta de que lo que sucede sólo es una parte del «problema»; la otra, mucho mayor, comienza cuando empezamos a querer controlar lo que sucederá, a pretender cambiar lo que pasó, o a querer modificar ambas cosas. Dicho de otra manera: muy probablemente, si renunciamos a la seguridad de nuestra cueva, nos daremos cuenta de que nuestro dolor y nuestro placer no son responsabilidad del mundo, sino nuestra. Aunque parezca mentira, nunca sufrimos por las cosas que nos suceden, sino por cómo tomamos o interpretamos lo que nos pasa.

Una persona más esclarecida se dará cuenta de que ha dejado de pelearse con el mundo cuando realmente se desprenda de su necesidad de controlar, y esto sólo es posible si la estructura del ego está dispuesta a revisar sus verdades y abandonar el escenario.

Una vieja tradición budista señala que cada vez que se construye un monasterio budista se pone a la vista una imagen del Bodhi, aquel árbol debajo del cual Buda alcanzó la iluminación, para rememorar aquel momento.

La mayoría de los visitantes termina preguntando:

—Si se trata de conmemorar ese momento, ¿por qué no está bajo el árbol la imagen de Buda meditando?

Siempre hay alguien que se acerca a dar la esclarecedora respuesta:

—Porque, en el momento de la iluminación, Buda ya no estaba allí. Siddharta Gautama se había olvidado de sí mismo y había desaparecido, pasando a ser un todo con el todo. Sólo el árbol quedó, como mudo testigo del proceso.

Si tú y el universo estáis separados, podrás ganar o perder, pero será siempre una batalla y tu felicidad dependerá siempre del resultado.

Si, en cambio, te das cuenta de que eres una parte de todo (una pequeña parte, por cierto), la frustración y la tensión desaparecerán, pues, al no haber dos partes, no podrá haber enfrentamiento.

Si conseguimos vaciar nuestro bote, quizá descubramos que nos aguarda un universo maravilloso, un universo que, aun estando desde siempre al alcance de nuestra mano, aun desconocemos.

LA CONQUISTA DE UN ESPACIO

SILENCIOSO

Meditar no significa luchar con un problema. Meditar significa observar. Tu sonrisa lo demuestra. Demuestra que eres amable contigo mismo, que el sol de la conciencia brilla en tu interior y que la situación está bajo control. Eres tú mismo y disfrutas de cierta paz.

THICH NHAT HANH

La meditación

En una antiquísima imagen didáctica, que el mismo Freud utilizó alguna vez, se nos explica que hay dos tipos de arte: el arte de agregar y el arte de quitar. En el primer grupo, representado tradicionalmente por la pintura, el artista «agrega» sobre la tela en blanco, líneas, formas y colores, para componer una obra de arte donde antes no había ni trazos de ella. En el segundo grupo, encarnado por la escultura en piedra, el desafío del artista consiste en «quitarle» al bloque de piedra lo que le sobra para descubrir (des-cubrir) la obra de arte que ya estaba allí escondida. Cuando tuve la suerte de que la vida me llevara a Florencia, un poco por trabajo y mucho por mi afán de conocer esa bellísima ciudad, recibí dos de los impactos más grandes de todos mis viajes, dos imágenes que sigo llevando hoy nítidamente presentes en mi memoria: la increíble estatua del colosal David y las esculturas «inconclusas» de Miguel Ángel en los bloques de mármol. Se ve en ellos la expresión más clara de esta idea de dejar salir de la piedra la belleza de la escultura. Increíbles formas de pulida belleza «emergiendo» a medias de un rústico bloque que ni siquiera aparentaba ser mármol.

Imagino ahora a un escultor a punto de tallar una estatua en mármol. Digamos que le ha motivado un sereno recorrido por la montaña y ha decidido representar en su próxima obra un águila posada con las alas extendidas en la cima de un risco. El artista pasea por la cantera hasta que encuentra la pieza de mármol que servirá para sus fines. Su ojo entrenado es capaz de ver en las entrañas de la piedra el germen de lo que será la estatua terminada.

Encarga a los trabajadores de la cantera que carguen la piedra en su carro.

De vuelta a casa, pasa por el pueblo. Necesita tener consigo todas las herramientas que sabe que precisará para tallar la roca.

El escultor no olvida que para hacer realidad su obra soñada no sólo necesitará esas cosas, será imprescindible poner en juego su habilidad para manejarlas con técnica y arte. De nada le serviría construir en su mente la más bella de las águilas si luego no sabe manejar el cincel, el martillo, el buril o la lija, la sierra o los raspones. Para aprender a usarlas adecuadamente y sacarles el mejor partido habrá tenido por fuerza que entrenarse en su uso y equivocarse muchas veces.

Así, cuando su pericia y experiencia se encuentren con su sensibilidad artística y su intuición, el tiempo, el sudor y la inspiración harán el resto.

La idea de recorrer el camino espiritual, como vimos, ha surgido en nosotros desde adentro, como la necesidad de nuestro amigo escultor de darle cabida a su inspiración, como un despertar más o menos identificado. El diseño original de cómo crecer espiritualmente se va modificando (como en toda creación artística) según vamos realizando la tarea. Nuestras herramientas serán todas las ayudas que podemos recibir, las enseñanzas que adquiramos, los maestros que nos ayuden y algunos soportes que nos puedan impulsar. La materia prima, el bloque bruto de mármol, obviamente somos nosotros mismos.

Al igual que en la parábola del escultor, con todo preparado, sólo queda ir quitando con mucho cuidado y mucha paciencia lo que sobra y ver emerger poco a poco el resultado (los diversos elementos que van a constituir la estructura de nuestra vida espiritual); es un trabajo personal que nadie puede hacer por nosotros.

Gran parte del trabajo artesanal (es decir, artístico pero entrenado) que significa el recorrido en este plano se puede hacer mejor si somos capaces de aprender a usar una herramienta fundamental: la meditación.

La meditación es la cocina de nuestro espíritu, una herramienta tan sutil como exquisita que nos permitirá, cuando aprendamos a sacarle partido, avanzar en el paradójico camino de transformarnos en lo que de alguna manera ya somos.

Osho lo resume diciendo que la meditación es el espacio y el proceso en el que te das cuenta de lo que realmente sucede en tu interior y a tu alrededor.

El ideal meditativo

La mayoría de nosotros no vivimos en el Tíbet, ni en medio de un desierto, ni en un retiro permanente en un monasterio. Casi todos vivimos inmersos en una realidad más o menos cosmopolita, rodeados de hombres y mujeres que corren de aquí para allí, que exigen y reclaman, que llaman por teléfono o golpean nuestra puerta para ofrecer, para pedir, para negociar para reclamar. Seguramente tú y yo pasamos, como muchos de nuestros amigos y familiares, largas horas de nuestra vida arriba de un medio de transporte yendo o volviendo de algún sitio, o gastando un trocito de nuestra finita vida en un atasco. Así, o parecido, es nuestro entorno cotidiano, y en ese ambiente debemos aprender a meditar.

Estoy muy lejos de ser un experto en el tema, pero aprendí de algunos maestros e instructores que ni la forma de meditar ni el lugar, ni la hora del día son en realidad lo más importante. Uno de ellos solía repetir hasta el cansancio que no debíamos perder el tiempo buscando la mejor manera o el mejor entorno para meditar...

—No tiene sentido esperar a que se den las condiciones soñadas para comenzar a meditar —decía—. No es necesario encerrarse en un monasterio tibetano, ni mudarse como un ermitaño a una casa en la montaña, para explorar esta herramienta.

Cuentan que el viejo relojero volvió al pueblo después de dos años de ausencia. El mostrador de su relojería recibió en una sola tarde todos los relojes del pueblo, que a su tiempo se habían detenido y habían quedado esperándolo en algún cajoncito de la casa de sus dueños.

El joyero revisó cada uno, pieza por pieza, engranaje por engranaje.

Pero sólo uno de los relojes tenía arreglo, el que pertenecía al viejo maestro de la escuela pública; todos los demás eran ya máquinas inservibles.

El reloj del maestro era un legado de su padre; posiblemente por eso, el día en que se detuvo marcó para ese hombre un momento muy triste. Sin embargo, en lugar de dejarlo olvidado en su mesita de luz, el maestro, cada noche, tomaba su viejo reloj, lo calentaba entre sus manos, lo lustraba, daba apenas una media vuelta a la tuerca y lo agitaba deseando que recuperara su andar. El reloj parecía querer complacer a su dueño, que durante algunos minutos se quedaba escuchando el conocido tictac de la máquina. Pero enseguida volvía a detenerse.

Fue este pequeño ritual, este ocuparse del reloj, este cuidado amoroso, lo que evitó que ese reloj se trabara para siempre.

Fue la suma de la motivación y la perseverancia del maestro lo que salvó a su reloj de morir oxidado.

Meditar, para los que eligen meditar, es algo demasiado trascendente para supeditarlo a que las circunstancias sean las ideales. Nuestra actitud, en cuanto a la meditación, debe ser la del maestro del cuento con su reloj, una conducta de cada día, que se mantenga más allá de los resultados.

La búsqueda de la meditación

La meditación alcanza su máximo desarrollo en las disciplinas orientales, mitad religiones mitad filosofías. La meditación, como tal, es un elemento que supera el hecho religioso y puede partir de las premisas doctrinales de una fe o no. En el último caso podríamos considerarla una técnica o una actividad entrenada y entrenable; en el primero podríamos también, como veremos después, relacionarla con la oración.

A la meditación se puede llegar por muchos caminos y también se puede practicar de muchas maneras.

Un escultor dispone de gran variedad de cinceles y gubias con las que hacer el trabajo y de un sinfín de técnicas para obtener el mejor resultado, pero ya en su primera escultura descubre que lo que a él le resulta más fácil con determinada herramienta manejada de determinada manera, a otros (según le cuentan) les es más sencillo y efectivo hacerlo con aquella otra herramienta y aquella otra técnica; así sucede también con la meditación. Técnicas de meditación hay muchas; cada uno debe encontrar aquella que le sea más útil, o la que mejor se adapte a sus más personales necesidades, exigencias, posibilidades y limitaciones.

En cualquier caso, podemos ponernos de acuerdo en que el primer paso para la meditación (primario y fundamental) es la observación.

Desarrollar una mirada honesta, pura y sin prejuicios..., dirigida hacia tu interior, para poder dejarte ser y, a partir de allí, vincularte en armonía contigo y con todos.

Si pudiera describir paso a paso el progreso espiritual del caminante a través de la meditación, en pocas palabras lo diría así:

Al principio Sólo yo

Después Tú conmigo

Enseguida Yo contigo

Y luego Yo conmigo

Hasta llegar al Yo sin mí

Para poder ser Yo con todos

Y terminar siendo Todos...

Encontrar el silencio

Para que esta mirada sea posible, y esas palabras se vuelvan vivencias, hay que ocuparse primero de desarrollar el mejor contexto, hay que descubrir el silencio.

La palabra silencio, tan vacía que sólo parece poder definirse como la ausencia de algo (el sonido), es sin embargo un término lleno de contenidos y rebosante de significados, algunos quizá hasta opuestos. Decir que un hombre está condenado al silencio significa que está resignado a no comunicarse, al aislamiento, a no tener acceso al mundo de lo compartido con otros; sin embargo, encontrar el silencio buscado puede ser la expresión de una realidad bien distinta: la de un hombre que en su silencio (interno y externo) percibe mucho mejor lo que ocurre a su alrededor y es capaz de comenzar a ver aquellas cosas a las que estaba ciego en medio del bullicioso mundo actual.

Sólo el mejor de los silencios permite oír esos pequeños sonidos que halagan los oídos: el trino de los pájaros, la música que fluye o la canción del viento.

Si el ruido distrae, el silencio concentra.

Si el ruido nos espanta, el silencio nos convoca.

Si, como la medicina enseña, el ruido puede ser causa de numerosas enfermedades, el silencio convoca, por oposición a la sanación, la distensión y el crecimiento.

Sería demasiado sencillo y un tanto engañoso concluir que la mayor responsabilidad del ruido que entorpece nuestro espíritu se debe a las bocinas de los coches, a los golpes de las máquinas, o al estridente sonido de la música de última generación saliendo por los altavoces de las tiendas a todo volumen. El peor de los ruidos, el que más debe evitarse, el más enfermizo y el que más nos interrumpe, es el que producimos nosotros mismos, especialmente cuando hablamos más de la cuenta.

En su maravilloso libro Los tres tesoros del tao, Osho nos relata un episodio de la vida de Lao Tse. Dice que el legendario maestro daba dos «conferencias» por día: una de mañana, cuando el sol asomaba, y otra al atardecer, cuando se ocultaba.

Sus discípulos le acompañaban en sus caminatas durante una hora o dos, compartiendo con él el bello paisaje alrededor del enorme lago. La única condición para sumarse al grupo era que se debía permanecer, como el maestro, en absoluto silencio.

Fiel a su pensamiento de que la verdad no se puede transmitir con palabras, cuando uno de sus acompañantes decía más de una frase en una caminata, Lao Tse le pedía que no volviera. Decía entonces que hay muchísimas personas que no pueden aguantar el desnudo que significa estar en silencio, renunciando al disfraz que conceden las palabras.

El hombre que habla por demás, cree que escuchar es lo de menos. Y como el que escucha poco, sabe menos; la conclusión es inevitable. Sin espacio para escuchar, sin el silencio de apertura que deja la ausencia de las propias palabras, el hombre se vacía a pasos agigantados, pues no permite que nada de fuera encuentre el hueco para filtrarse a su interior.

Y si ésta es la norma en todas las áreas, en el plano espiritual encarna la regla más importante y primordial. Demasiadas veces somos nosotros el principal obstáculo para que nuestro espíritu se expanda.

No quisiera que nadie creyera que hay que escaparse al campo para conquistar el silencio.

Hay miles de lugares silenciosos y horas serenas en nuestro entorno si nos animamos a buscarlas y aprovecharlas.

Para los que nos gusta callejear por las ciudades, existen siempre pequeñas plazas perdidas en algún recoveco, desiertas y un poco húmedas, a las que ni el sol visita demasiado... Son lugares increíbles, en los que se respira una paz inimaginable.

En muchas ocasiones, viviendo en pleno centro de una gran ciudad, como podría ser Buenos Aires, México DF o Madrid, uno puede descubrir que los domingos por la tarde, el microcentro se ha transformado en un monasterio abandonado, todo para ti.

El silencio interior

Hay un silencio que no depende de ser capaz de hallar un entorno sin ruidos. Un silencio que se aprecia cuando uno consigue hacer desaparecer el ruido, cuando uno trabaja, encuentra y construye sus silencios. Y cuando ya los tienes, no sólo puedes escucharlos sino que además comienzas a escuchar mucho mejor las cosas que sí suenan.

Cuando encuentras el silencio, comienza el tiempo de desarrollo de la sensibilidad y de la capacidad de oír. Si no crees en el poder intimista del silencio, intenta confiar algo importante para ti a una persona que te sea especial, a solas, bajo un puente, pero en el exacto momento en que por encima de vuestra cabeza, pasa un pesado tren de carga...

Según avanzas en el silencio externo e interno, descubres cosas que siempre han estado al alcance de tu mano, y de las que nunca habías oído hablar, o conquistas el acceso a una manera distinta de percibir lo mismo pero escuchando las diversas tonalidades que tiene cada sonido.

La suma de estas nuevas aptitudes forma parte de una nueva sensibilidad que abre la puerta a un darse cuenta, cada vez más y cada vez mejor, de la realidad, tanto de fuera como de dentro. Y ésta es la primera consecuencia de la meditación, el primer paso para conseguir, sorteando el intelecto, acceder a tu esencia y desde allí tener aunque sea una noción de la esencia de los demás.

Meditación y egocentrismo

Meditar no es sinónimo de apartarse del mundo, por lo menos no en el sentido de un alejamiento físico; en todo caso, es encontrar la oportunidad y el proceso para dejar de estar pendiente del exterior, dejar de controlar la zona intermedia (entre dentro y fuera) y dirigir la atención profundamente al interior, para encontrarse y establecer con serenidad la mejor relación de uno con el momento presente.

La meditación, suelo decir, es la mejor manera (o la única) de apartarte de todo y volverte el centro de todo. Una manera de dejar de girar alrededor de las cosas materiales, apartarlas del centro de tu atención y ocupar tú, y nadie más que tú, ese lugar.

Y aunque no ignoro que el párrafo anterior puede resultarte disonante, porque te suena a egocentrismo, a actitud soberbia y a cualquier cosa menos a una parte de la búsqueda espiritual... tómate un tiempo para pensar en ello.

¿Qué sucedería si el mundo en el que vives (no el de otros sino el tuyo) tuviera su centro en otro lado, en otra cosa, en otra persona que no fueras tú?

Si te das cuenta de lo que hablamos, la conclusión es obvia; habiendo un centro, no hay otra posibilidad que girar a su alrededor. Te guste o no, más lejos o más cerca, si algo se transforma en el centro de tu vida, girarías a su alrededor. Darías vueltas y dependerías de esa cosa, de ese sitio, de esa idea, de esa persona.

La única manera de no vivir descentrado, de no girar alrededor de otros, es asumir la responsabilidad de ser tu centro, es decir, de centrarte en ti mismo.

Es cierto, el peligro de la egolatría está a la vuelta de la esquina. No confundas esta decisión de ser el centro de tu mundo, y no girar alrededor de nadie, con la vanidosa y enfermiza pretensión de ser el centro del mundo de otros, o con la delirante y necia aspiración de que todos tengan que girar a tu alrededor.

En mi primer libro, con la sola intención de mostrar la importancia de hacerse centro de la propia vida y de la mano de la oración gestáltica de Fritz Perls, escribía yo:

Cuando tú y yo nos encontremos

Seremos dos universos en contacto

Tú, un universo con centro en ti

Y yo, un universo con centro en mí

¡Será maravilloso cuando tú y yo nos encontremos

Y seamos... dos mundos que se encuentran...!

Centrarse en uno mismo no quiere decir declararse autosuficiente. Necesito de ti y de tu mirada, por ejemplo para ver en mí las cosas que están escondidas en lugares a los que soy ciego y también para compartir contigo lo que aprendí y lo que tengo.

En el plano espiritual asumo con claridad que esa otra persona que necesito hoy y mañana podrías ser tú, quizá hasta asumo que quiero que seas tú y que me gusta que seas tú, pero también que podrías no ser tú... porque no existe razón para que «debas» ser tú, porque no es imprescindible que seas tú, y especialmente porque sé que no es tu obligación prestarte a serlo. Si tú no estás allí, por la razón que sea, posiblemente otra persona podría recibir lo que tengo para dar, quizá hasta lo precise tanto o más que tú, y es importante que lo recuerde.

Aunque estés en el epicentro de la mayor y más agitada tormenta, si tienes paz en tu interior, puedes vivir en paz y transmitirla a los que te rodean.

Aunque no tengas un grado universitario, aunque no seas demasiado ilustrado, aunque ignores quién ganó el último Nobel de Literatura, si vives creciendo espiritualmente, estarás creciendo en tu relación con el resto del mundo. Aunque creas que no tienes nada para dar, si estás decidido a abrirte sin reservas, el otro recibirá de ti el mejor de los regalos.

Como decía mi abuela: «Si no es de quien yo espero ni es con quien yo quiero, no es lo mismo... pero lo mismo es».

Si vives volcado en ti, eligiendo, seleccionando, discriminando, ayudando a algunos y olvidando a los demás, tarde o temprano te convertirás en un órgano yermo, en un ser condenado a la frustrante tarea de elaborar el más exquisito de los manjares para quienes ni siquiera tienen boca. Pero si te olvidas de ti, tarde o temprano los demás, siguiendo tu ejemplo, también te olvidarán y quizá deduzcan que no existes.

Si yo no pienso en mí... ¿quién lo hará? Si pienso sólo en mí... ¿quién soy? Y si no es ahora... ¿cuándo?

TALMUD

La técnica

En las primeras líneas de este capítulo decíamos que la espiritualidad puede desarrollarse en las atascadas calles de nuestras ciudades, en los apelotonados autobuses y vagones de metro o en el ruido de nuestras plazas; esto es cierto, aunque también lo es que la búsqueda de la espiritualidad debe hacerse de la mejor manera posible.

La meditación tiene muchas técnicas que más o menos siguen un mismo patrón. Para casi todos los maestros, buscar la técnica, el método o la forma del aprendizaje, es ya una parte de la meditación.

Un poco de técnica y entrenamiento, sumados a algunas definiciones, ayudarán sin duda a aprender cómo mirarnos, ya que nuestra educación formal no sólo no nos ha enseñado, sino que además nos ha alejado de ello (porque poner atención voluntariamente en uno mismo parecería ser, según nos han enseñado, patrimonio del más diabólico de los egoísmos).

Meditar es ser testigo de tu propia vida (y la palabra testigo está elegida ex profeso para significar la no intervención del que ve y registra en el proceso observado); es permitir que tus aspectos más esenciales y vinculados a tu espiritualidad observen lo que hace tu cuerpo y lo que siente tu alma, con el fin de conquistar (o permitirnos) el mencionado estado de la congruencia.

Como dijimos, existen cientos de técnicas, unas se ajustarán mejor y otras peor, y hasta es posible que la que mejor se adapta a nosotros en un momento no sea la que necesitemos después, pero todas comienzan en un trípode imprescindible:

Conciencia, Constancia y Paciencia.

Deberemos ocuparnos de lo que nadie puede hacer por nosotros, buscar la mejor técnica para nosotros, aunque ello nos condene a analizar todas las que lleguen a nuestro alcance y decidir por cuál comenzamos.

Claro que la elección no termina allí (la excesiva y perpetua confianza en nuestras elecciones es algo en lo que no podemos caer); deberemos permanecer alerta, porque, a lo mejor, lo que hemos visto en la teoría no se ajusta en la práctica; esa técnica que decidimos que era la idónea puede no encajar con nuestra manera de ser y comportarnos, puede que hoy necesitemos una cosa y mañana otra.

Esta historia llegó a mí de muchas fuentes (tantas, que siempre pensé que no era una mera casualidad).

Cinco idiotas caminaban por una ciudad llevando en su cabeza una pesada barca de madera.

La gente les preguntaba:

—¿Por qué lleváis esa barca sobre la cabeza? ¿No os pesa? ¿No os entorpece la marcha?

- Claro que es una molestia -dijo el primero de la fila.

- Por supuesto que hace el camino más difícil -acotó el segundo.

- Pero no somos desagradecidos -dijo el tercero.

- Ni renegamos de nuestro pasado -agregó el cuarto.

- Cuando veníamos para aquí -explicó el último—, teníamos que cruzar un vado. Las lluvias lo habían transformado en un torrente ancho y caudaloso. Si lo hubiésemos querido cruzar a nado nos habríamos ahogado. Tuvimos la suerte de encontrar esta barca y gracias a ella pudimos cruzar el río. Es evidente que gracias a esta barca, estamos aquí... La llevamos siempre sobre nuestra cabeza en señal de eterna gratitud.

Los métodos empleados pueden ser de gran ayuda, pero cuando se agotan se convierten en un lastre que más pronto que tarde acabará siendo el culpable de que nos ahoguemos en el mar de nuestra ineptitud. Escoger el método adecuado es importante, pero casi lo es más saber dejarlo en el momento en el que ya no nos sirve de ayuda.

¿Cómo darnos cuenta de si una técnica puede servir o no?

El primer paso no puede ser otro que mirarnos sinceramente.*

Si no sabes cómo eres, no sabes qué encajará contigo.

Para comprar un pantalón o cualquier prenda de vestir que te siente bien, no basta con saber tu talla. Después de probarte varios modelos, verás que algunas marcas te sientan mejor que otras y te volverás un comprador fiel de ellas. De todas formas, siempre elegirás la prenda que más se ajusta a tu necesidad y a tu gusto. Eventualmente, después de probarte cada prenda podrás hacer los pequeños arreglos que sean necesarios (coger un pelín los bajos o acomodar el largo de las mangas). Mínimos retoques que hacen tuya una prenda de vestir que se ha fabricado en serie.

Con las técnicas pasa lo mismo que con la ropa fabricada en serie. Un modelo estándar sirve para la mayoría de las personas, aunque luego deba ajustarse a cada quien.

Alguien podría preguntar por qué no utilizar siempre ropa hecha especialmente para uno, ¿no es acaso la ropa a medida la que mejor queda? Ciertamente, no es lo mismo adaptar una prenda ya cortada y cosida, que pedirle a un sastre que mida y corte las piezas de tela en la proporción exacta que necesita tu cuerpo. Pero encontrar un maestro que diseñe una técnica de meditación especialmente para cada cual es muy difícil y poco operativo. En todo caso, la hipótesis máxima será pedir ayuda a la hora de elegir dentro del catálogo de opciones.

En ropa, los comerciantes han resuelto el problema creando lo que se conoce como prendas de confección prêt-à-porter.

Entro en una tienda a comprar una camisa. El dependiente me enseña una serie de prendas de diferentes tallas y cortes y me pide que me las pruebe. Después de desvestirme y vestirme en varias ocasiones, el dependiente anota: «El cliente —es decir, yo— necesita una camisa con el cuerpo de la talla 46, el cuello de la 48 y las mangas de la 44». Luego de varias preguntas sigue anotando: «Quiere los puños de la camisa azul y el cuello redondeado, como tiene la amarilla, en la tela de las rayas rosa».

Al final, si todo sale bien, habré diseñado una camisa a mi necesidad, gusto y talla, pero no de una manera individual sino tomando aquello que más me ha servido de cada una de las camisas que me han mostrado.

Así lo aprendí y así lo recomiendo: de cada quien es la responsabilidad (aunque, como dijimos, se puede pedir ayuda) de aprender e incorporar la parte que le sea útil de cada técnica, lo que le convenga de cada una de las técnicas, la suma de lecturas y saberes que conformarán el personalísimo estilo y la propia manera de meditar.

Meditación prêt-à-porter

Una posible técnica inicial debería incluir casi siempre algunos de los siguientes puntos:

Una preparación, incluyendo la elección de un lugar (en el que no seremos interrumpidos), ropa holgada (difícil será de otra forma) y una postura cómoda que no requiera atención especial ni esfuerzo mantenerla (si no estamos acostumbrados a sentarnos en el suelo, en posición de loto, y nos imponemos hacerlo, lo único de lo que conseguiremos estar pendientes es de mantener el equilibrio).

Una actitud relajada y quieta. Cerrando suavemente los ojos o encontrando algo tranquilo que puedas mirar. Una pequeña vela puede ser de gran utilidad.

Una respiración natural, sin intentar cambiarla (por lo menos al principio). Dejar que la atención se centre en cómo fluye el aire por el cuerpo, aprovechando cada expiración para completar la relajación de los músculos de tu cuerpo (a algunas personas les ayuda visualizar un lugar imaginario).

Silenciar la mente. Encontrar el no pensar. Ni siquiera pensar en no pensar. Cada vez que un pensamiento o idea aparece, no tratar de bloquearlo o eliminarlo. Déjarlos pasar (me gusta pensar que estoy mirando al cielo y ese pensamiento es un pájaro que cruza mi espacio visual, no lo sigo con la vista, simplemente dejo que pase y sigo mirando el cielo).

¿Y qué más? No hay mucho más, excepto cierta paciencia y perseverancia. Sólo poco a poco sentirás que algo diferente empieza a pasar por ti. No en ti, por ti. Y algunas cosas quedarán de pronto claras para tus ojos más puros.

Antes de llegar aquí, tu percepción de la vida se realizaba a través del cristal de tus aspectos más o menos neuróticos, a veces cóncavo, agrandándolo todo inútilmente, a veces convexo, minimizando las cosas peligrosamente. La visión distorsionada que tenemos se corrige automáticamente con el cristal plano y claro del espíritu.

Ese objetivo no puede ser buscado, pero siempre llega.

Este proceso es largo, incluso puede ser tortuoso, sobre todo para los que buscan desesperadamente resultados inmediatos. No busques acortar camino, busca el rumbo y síguelo.

Tampoco te entretengas analizando una y otra vez si el camino por el que vas es el mejor, o si el camino tomado es el bueno, porque entonces te enrocarás en ti mismo y la meditación no te servirá de nada.

No esperes resultados mañana ni pasado. Sé paciente, que no te domine la intranquilidad, la respuesta llegará en el momento preciso, cuando no sea la confirmación de nada, sino la señal de que has llegado.

En el camino, y sobre todo cuando tengas dudas, lo mejor que puedes intentar es reírte de ellas y, de paso, de ti mismo.

La mayoría de la gente, cuando tiene una duda, no importa cuán trascendente o banal sea el tema, intenta transformarlo en un asunto de vida o muerte. Estoy convencido de que en este punto los grandes maestros de la humanidad han sido nuestros ancestros judíos, capaces de reírse por igual de dudas y de dificultades, de asuntos profanos o sagrados. Llegaremos más adelante a hablar específicamente de la risa, pero vaya por ahora como anticipo esta anécdota atribuida al famoso humorista judío James Louis Baldwin.

Le preguntaron en una entrevista si la mayoría de los judíos creía o no en la existencia de Dios y en qué basaba su respuesta.

Él contestó que el pueblo judío tiene muchas características que lo definen, y que uno de sus rasgos más notables es dudar de casi todo.

—Muchos de nosotros —dijo Baldwin a modo de ejemplo— no estamos demasiado seguros de que Dios exista, pero lo que sí sabemos con certeza absoluta es que exista o no, nosotros somos su pueblo elegido.

MEDITACIÓN Y ORACIÓN

Dice Francisco Jalics que la sabiduría de Oriente nos ha despertado recientemente al conocimiento de las ventajas y virtudes de la meditación. El sacerdote jesuita recomienda sin tapujos su práctica como camino del desarrollo personal.

A la hora de señalar unos pocos consejos técnicos, el sacerdote dice más o menos esto:

Para meditar, comienza por encontrar un lugar tranquilo, en el que nadie te pueda interrumpir, si es posible silencioso y solitario. Puede ser casi cualquier sitio, un cuarto apartado de tu casa, el desván, la pequeña terraza de la casa de tu tía la del campo, una playa solitaria o una pequeña plaza en las afueras de la ciudad. Si te costara encontrar un lugar con estas características, prueba en una iglesia. Salvo algunos pocos horarios, las iglesias suelen ser lugares bastante silenciosos y muy solitarios.

Siéntate en silencio, en el lugar que quieras, y repite mentalmente un mantra. Puede ser tu propio nombre, una palabra en sánscrito o una frase cualquiera que puedas repetir sin pensarla demasiado. Una vez más, si no encuentras nada mejor, el padrenuestro o el avemaría te pueden ser de utilidad.

Ahora vacía tu mente de cualquier otra cosa que no sea tu estar allí, en lo que estás, y en silencio, abre tu corazón a lo que ocurra.

Puede pasar que, al verte meditando así —dice al final el padre Jalics—, algunos crean que estás rezando, pero no te inquietes, tú y yo sabemos que lo que haces es meditar.

¿Habrá una forma más genial de explicar que orar es, en muchos sentidos una particular manera de meditar?

Cuando describíamos la espiritualidad decíamos que iba más allá del aspecto físico y religioso de las personas. Cuando hablamos de meditación vimos que, aunque las religiones pueden recurrir a la meditación, ésta no es patrimonio de la religiosidad, se puede ser ateo y meditar. La oración es, junto a la meditación, la acción espiritual por antonomasia, aunque hay entre ellas algunos puntos que las distancian.

La oración como herramienta esencialmente religiosa

La oración es expresión y manifestación de la fe, y por tanto nos suele sonar absurdo pensar en la posibilidad de que un ateo rece; aunque, por lo que veremos más adelante, yo tengo mis dudas de su supuesta inutilidad o impertinencia, aun para aquellos que dicen que no creen.

Si bien, para meditar, las palabras y los contenidos son prescindentes y a veces impedimentos (salvo cuando utilizamos mantras), en la oración las palabras parecen formar parte indivisa de la actitud de rezar, aun cuando quede claro que la actitud de entrega y apertura en la oración es mucho más importante que el recitado repetitivo de algunas oraciones que aprendimos de memoria como si fueran un pasaporte al cuidado y la simpatía de Dios, cuando aún no sabíamos qué significaban.

Paulo Coelho, en su libro A orillas del río Piedra, me senté y lloré, cuenta una historia que nos obliga a pensar en ello:

Un misionero español visitaba una isla, cuando se encontró con tres sacerdotes aztecas.

—¿Cómo rezáis vosotros? -preguntó el padre.

- Sólo tenemos una oración -respondió uno de los aztecas—. Nosotros decimos: «Dios, Tú que eres infinito, acuérdate de nosotros».

- Bella oración -dijo el misionero—. Pero no es exactamente la plegaria que a Dios le gusta escuchar. Os voy a enseñar una mucho mejor.

El padre les enseñó una tradicional oración de alabanza a Dios y prosiguió su camino. Años más tarde, ya en el navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres sacerdotes en la playa, que al reconocerlo parecían hacerle señas.

En ese momento, los tres comenzaron a caminar por el agua hacia él.

- ¡Padre! ¡Padre! -gritó uno de ellos, acercándose al navío—. ¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios escucha! ¡No conseguimos recordarla!

- No importa -dijo el misionero, viendo el milagro—. Yo estaba equivocado.

Y retomó una vez más su viaje, avergonzado ante Dios por no haber entendido antes que Él, que hablaba todas las lenguas, escuchaba todas las plegarias.

La oración es, para la mayoría de las personas y de las religiones, un diálogo con la divinidad y, por tanto, un acto de fe y una prueba de la presencia real de Dios. Sin Dios no hay oración porque no hay a quién dirigir nuestras plegarias. La oración certifica y reafirma la confianza del que reza en que Dios escucha su mensaje. Y no sólo eso, sino que lo hace porque le importa nuestra relación. La oración no es entonces un mensaje lanzado al azar, a un dios lejano, a un dios ajeno, como los mensajes que se mandan a las estrellas por si alguien los recibe y sin ninguna esperanza de respuesta; es una comunicación asumida como un yo-tú o tú-yo.

Una comunicación que tiene su epicentro en el interior de las personas. Es el corazón el que reza. La oración es una actividad espiritual, no una actividad intelectual, y por eso no habría que dedicar demasiado tiempo de la oración a razonamientos. No en vano, dice santa Teresa que la oración no consiste en pensar mucho sino en amar mucho.

Rezar es una capacidad evolutiva

Hace años, mientras compartía el espacio de conferencias con algunos sacerdotes y pensadores de todas las disciplinas, en un encuentro para mujeres cristianas, en México, un profesor de biología sostuvo en una mesa redonda un concepto que yo nunca había escuchado. Fue como respuesta, complemento o disenso de mi aseveración respecto de lo que definía la pauta evolutiva del hombre como tal. Decía yo que lo que más había evolucionado en la raza humana no era tanto su inteligencia como su capacidad de reír y de llorar. Él sostuvo que coincidía en que el homo sapiens no representaba la cima de la evolución; para él, el hombre inteligente había seguido creciendo y evolucionando hasta dar paso al homo orans, el que tiene la capacidad de orar, el hombre que busca la verdad de su propia existencia espiritual.

A mí me pareció más que interesante aceptar ese punto de partida, especialmente porque me permitía establecer que si bien la oración puede ser considerada el fenómeno primario de la vida religiosa, no necesariamente distingue al hombre religioso del que no lo es. Si la técnica de la oración consiste en entrar hacia uno mismo —separarse de las cosas materiales que nos alienan para así encontrarnos con Dios (salvo que homologuemos Dios con religión, que no era la intención de ninguno de los presentes en ese momento)—, la mejor consecuencia esperable de ese viaje de introspección era terminar naturalmente en una apertura hacia el resto de las personas.

Siguiendo la más poética imagen de la cristiandad, la oración podría definirse como un tren cargado de amor que, partiendo de nuestro espíritu, hace escala en Dios, camino a su estación terminal que es siempre el prójimo.

Así lo pone en claro la famosa oración de san Francisco de Asís.

Señor,

haz de mí un instrumento de tu paz:

donde haya odio, ponga yo amor;

donde haya ofensa, ponga yo perdón;

donde haya discordia, ponga yo unión;

donde haya error, ponga yo verdad;

donde haya duda, ponga yo la fe;

donde haya angustia, ponga yo esperanza;

donde haya tinieblas, ponga yo la luz;

donde haya tristeza, ponga yo alegría.

Que no me empeñe tanto

en ser consolado como en consolar,

en ser comprendido como en comprender,

en ser amado como en amar.

Porque dando se recibe,

olvidando se encuentra,

perdonando se resucita a la Vida.

Muchos han dicho que la oración opera muchas veces como una forma de huir de la realidad, y yo creo que es cierto, aunque también sostengo que esta minihuida de la realidad también puede significar el deseo, la búsqueda y la manera de vivir mejor.

Está claro que el hombre no puede huir del mundo que le ha tocado vivir, pero puede y debe intentar vivir mejor en este mundo. Esta transformación es lo que busca la oración y la espiritualidad.

Cuando la mayoría de los creyentes reza, espera de alguna manera una respuesta y desea, aunque no lo diga, que ésta sea lo más evidente posible (y también lo más rápida posible...).

Dice la fe que la oración es una semilla que siempre germina.

En unos casos puede hacerlo en poco tiempo; en otros, tardar mucho, pero la idea es que nunca caerá en tierra yerma: más pronto o más tarde acabará dando fruto.

Modernidad versus espiritualidad

El desarrollo avasallador de la tecnología, especialmente de la mano de la robótica y de internet, ha cambiado para siempre la vida en el planeta, por un lado brindando acceso casi ilimitado e instantáneo a todo el conocimiento del hombre, y por otro ofreciéndole como nunca nuevas posibilidades de interactuar con el afuera, no sólo por el hecho de poder hacerlo sin salir de casa, a través del espacio virtual de la web, sino además por la alternativa de establecer diálogos y contactos virtuales en total anonimato.

Estamos instalados de pleno en aquello que Alvin Toffler profetizaba que seguiría a su denunciada «Tercera Ola». Después de disfrutar durante un tiempo de las ventajas y el confort al que la tecnología de vanguardia nos ha lanzado, empezamos a echar de menos algunas de aquellas cosas más primitivas y esenciales; como consecuencia (o gracias a ello), en lugar de convertirnos en un robot más, eficiente y sin alma, aparecieron nuestros aspectos más nostálgicos y sensibles.

A riesgo de ser calificados de «antiguos» o «caducos», la sociedad parece exigirnos que festejemos la llegada de esta «modernidad» y la pongamos a nuestro servicio para disfrutar del confort que nos promete (por un módico precio, claro) mientras, por otro lado, comienza a publicitar la urgencia del retorno a las cosas simples: al campo, a la leche recién ordeñada, al encuentro y el diálogo cara a cara, al pan casero...

Esta contradicción no puede tener un final feliz...

La decisión de vivir fingiendo nunca lo tiene.

Para definir la conducta neurótica, Freud usaba una imagen que retrata bien lo que quiero decir.

Imagínate condenado a disimular tu verdadera inclinación hacia algo. Supón que, porque «te conviene», debes vivir adulando a un jefe gritón; imagínate que, porque así lo decidieron tus padres, te ves forzado a estudiar una carrera universitaria que no te agrada; ponte en el lugar de alguien que no tiene otra alternativa que compartir gran parte de su vida junto a una persona con quien tiene afinidad cero...

Digamos ahora que para poder llevar adelante la situación y no pagar los costos de mostrar lo que te pasa realmente, tú decides esconder tus verdaderos sentimientos en un barril de madera y clavar después la tapa. Como en este imaginario no puedes darte el lujo de dejar entrever que has escondido algo en el barril, decides esconderlo hundiéndolo bajo el agua.

En esta situación deberás estar pendiente todo el tiempo de mantener oculto el barril, porque si no lo sostienes activamente, empujándolo hacia el fondo, saldrá a flote y quedará expuesto a la vista de todos.

Tal vez no te parezca demasiado esfuerzo mantenerlo allí, comparado con el beneficio que obtienes o el perjuicio que evitas, pero piensa... No puedes alejarte del lugar, no puedes descuidarte, no puedes descansar, no puedes más que resignarte a esa condena de alguna manera autoelegida.

Mantener una apariencia funciona de la misma forma. La energía que gastas en ocultar la verdad no puedes utilizarla en vivir tu vida, y mucho menos en ser feliz. Ese desgaste es la puerta al malestar crónico de la insatisfacción, y esta puerta es siempre el acceso a alguna conducta tóxica o autodestructiva que muchas veces toma la forma de una enfermedad (física o psíquica) que puede aparecer a través de una brutal explosión, incomprensible para todos.

Después de lo dicho, no es difícil comprender que el camino espiritual, una ruta diseñada para conducirnos a nuestra esencia, puede actuar como remedio y hasta como profilaxis de estos procesos. Mantener la salud es muy difícil cuando vivimos sin autenticidad, y ya que eso es imposible en el plano espiritual, el alma que se acepta y se expande mientras avanza, se sana mientras vamos abandonando, una tras otra, las poses ficticias y los roles mentirosos.

Así parecen confirmarlo centenares de artículos científicos que señalan la importancia de la espiritualidad en la búsqueda y el mantenimiento de la salud. Sea que ese bienestar existencial se busque a través de una religión, a través de la práctica de la meditación, o por la vía de alguna de las disciplinas orientales tan difundidas en Occidente, como el yoga, la respiración trascendental o el tai-chi.

Una nueva medicina

La psiconeuroinmunoendocrinología, una ciencia casi nueva en la investigación de la respuesta y la conducta humanas, asegura que estas disciplinas permiten a las personas afrontar más constructiva y efectivamente su vida tanto en la salud como en la enfermedad. No sólo se trata de un entrenamiento estratégico para hacer frente más inteligentemente a las contingencias, ni de una actitud más colaboradora y optimista frente a los tratamientos que requiere una enfermedad; se trata también de una más que probada optimización de la mejor respuesta inmune del paciente.

Los experimentos y hallazgos de los últimos veinticinco años apuntan a confirmar una íntima relación entre vida espiritual y mejor pronóstico, aunque a la vieja y tradicional medicina organicista le cueste admitirlo.

El concepto de salud holística cobra cada vez más importancia, especialmente en el caso de pacientes que padecen enfermedades crónicas, dado que es allí donde la actitud positiva del paciente y su relación con la propia enfermedad y con el tratamiento resultan determinantes.

Entrenar a un paciente en técnicas de meditación, visualización, o relajación; enseñarle o inducirlo a que contacte con la naturaleza, con la música o con la actividad de la que más disfruta; sugerirle que revise sus aspectos psicológicos con un terapeuta o que retome su contacto con su religión, si la tiene abandonada, puede ser la diferencia entre una tortuosa evolución y una buena y más rápida respuesta al tratamiento.

De este modo, en pacientes difíciles, la espiritualidad y la religión pueden convertirse en un poderoso estímulo positivo, pues permiten al enfermo combinar armoniosamente dos cosas que de otra manera serían incompatibles: la aceptación de la enfermedad y la decisión de plantarle cara, a través de una mejor comprensión del propósito y el significado de la vida.

El poder de la oración

En el Instituto Mind-Body, en la Universidad de Harvard, se viene estudiando desde hace treinta años el efecto sanador que tienen la oración y la meditación sobre el cuerpo humano. Según sus estadísticas, la sola búsqueda personal para encontrar respuestas a las preguntas más espirituales, como el significado y la relación del hombre con lo sagrado y lo trascendente, alcanza para introducir cambios en el paciente, que se traducen rápidamente en una nueva dimensión del pronóstico y del tratamiento de su enfermedad. Tanto más sucede con la observancia y la fe en el entorno de una religión, cuyo sistema organizado de creencias, prácticas, rituales y símbolos son, según estos estudios, la vía regia para que la persona contacte con esos aspectos sanadores, más profundos y espirituales.

La ciencia no puede evitar preguntarse (y está bien que así sea) cómo actúan la fe religiosa, la espiritualidad, la meditación o la oración para producir este efecto positivo sobre la salud de las personas.

Son preguntas que los médicos y los investigadores se hacen ante mejorías inesperadas o sanaciones milagrosas, y pretenden por supuesto descubrir el mecanismo de acción de tales disciplinas.

¿Tiene que ver el efecto con el reestablecimiento de la relación entre el hombre y Dios, como lo aseguran los religiosos? ¿O con el encuentro del hombre con su fe, como dicen los místicos?

¿O acaso es el resultado del cambio de actitud del paciente al estar en contacto comprometido con sus a veces olvidadas creencias religiosas?

Quizá todos estos caminos simplemente actúan disminuyendo los altos niveles de estrés que siempre tienen los pacientes y que irremediablemente complican la enfermedad que se está tratando.

¿Cuál es la verdad?

Algunos hallazgos

Después de los excelentes trabajos del doctor Benson, de Harvard, nadie duda del impacto físico que reciben positivamente los que rezan o meditan.

Estudiando el cerebro con una sofisticada técnica de mapeo del cerebro, se puede registrar durante la oración el desplazamiento de la actividad central, desde los lóbulos frontales hasta los laterales, que son los que contienen, hasta donde sabemos, los centros que controlan la ubicación temporoespacial y la discriminación entre el adentro y el afuera. En un segundo momento, la actividad de toda la corteza se achica y la actividad se traslada a los núcleos de la base del cerebro, que comandados por el sistema límbico registran y controlan nuestras emociones y vivencias, incluidas las espirituales. Mientras tanto el ritmo cerebral se altera hasta pasar a un ritmo Alfa, vinculado desde hace años a la percepción, la creatividad y los llamados fenómenos parapsíquicos.

En una investigación que se realizó hace ya veinte años en Estados Unidos, los médicos del Hospital Municipal de San Francisco, demostraron con registros incuestionables no sólo que los pacientes que rezaban (además de seguir el tratamiento convencional para la salud) evolucionaban mejor que aquellos que no lo hacían, sino también que igual respuesta favorable tenían aquellos internos que recibían oraciones de terceros en el exterior, aunque ellos mismos no oraran (lo cual insinuaba que los efectos «sanadores» de la oración podrían no estar vinculados —o por lo menos no exclusivamente— a la fe del paciente).

Decenas de resultados similares confirmaron desde entonces estos hallazgos en casi todos los campos de la medicina, mejorando los éxitos terapéuticos al combinarse, espontáneamente o por indicación, el tratamiento convencional con la oración.

Mayor cantidad de embarazos en fertilidad asistida, acortamiento del tiempo general de internación de pacientes con patologías clínicas, postoperatorios más cortos y con menos complicaciones en cirugías a corazón abierto, mejores evoluciones de pacientes con cánceres supuestamente terminales.

En este sentido cabe destacar el trabajo realizado desde entonces por el doctor Larry Dossey, médico oncólogo declaradamente ateo.

Sorprendido por los hallazgos de San Francisco y otros, Dossey decidió llevar adelante una investigación, siguiendo rigurosamente el método científico, para saber si esa mejoría podría ser fruto exclusivo de la autosugestión (del paciente y/o del investigador).

El experimento de Dossey puede resultar novedoso, provocativo y quizá cuestionable, pero los resultados obtenidos me parecen sorprendentes y conclusivos.

Dossey dividió los pacientes de su servicio de oncología en cuatro grupos. El primero recibía solamente tratamiento convencional. El segundo oraba con fe por convicción personal. Un tercer grupo recibía oración exterior de familiares o amigos, rezara el paciente o no. Y un cuarto grupo por el que rezaban desde fuera personas desconocidas para el paciente.

En un primer momento el experimento demostró fehacientemente los efectos beneficiosos de la oración, fuera propia o de otros. Cabe tener en cuenta que la evaluación del estado de los pacientes la hacían profesionales que no conocían a cuál de los grupos pertenecía el paciente y tenían vedado preguntarlo.

Pero Dossey quería otras certezas. Realizó entonces una prueba de las que en medicina se llaman doble o triple ciego. Esta vez trabajó con dos grupos de pacientes: para uno de los grupos organizó cadenas de oración y para los otros no. Los pacientes no sabían en qué grupo estaban, los médicos que los evaluaban tampoco. Al final de la experiencia, el 80 por ciento de los pacientes que estaban en cadena de oración mejoraron más que los que no estaban.

El trabajo escrito por Larry Dossey para ser presentado en el Congreso de Oncología terminaba más o menos así:

No puedo explicar los hechos observados y registrados, pero sé que algo hay.

Yo no sé si creo en Dios, pero no tengo ninguna duda del efecto curativo de la oración sobre estos pacientes.

Por supuesto que seguirá habiendo investigadores que sólo concluyan que un alto nivel de creencia, especialmente en «el control de Dios sobre todas las cosas», se traduce en las personas ingresadas en altos niveles de autoestima, en una clara actitud optimista respecto de su pronóstico vital y, como consecuencia, en una mejor disposición para colaborar con lo que su tratamiento espera de él o ella.

Sea como fuere, son asimismo numerosos los estudios que evidencian que la espiritualidad, la fe y la introspección asistida disminuyen claramente los efectos colaterales de tratamientos «agresivos» como la quimioterapia en la evolución de enfermedades tan graves como el cáncer, reducen la ansiedad y el estrés asociados a ciertos sofisticados o dolorosos procedimientos de diagnóstico, y mejoran la calidad de vida de pacientes con enfermedades terminales.

Oración y espiritualidad en personas sanas

Un experimento muy interesante se realizó por primera vez en la India y luego en varios hospitales-escuela del mundo. Un grupo de estudiantes se presentó como voluntario para una experiencia sobre el impacto orgánico de la espiritualidad. A la mitad de ellos se les pidió que vieran un filme de casi dos horas sobre la obra y el pensamiento de la Madre Teresa de Calcuta y a la otra mitad se les proyectó un documental de cuarenta y cinco minutos sobre la Segunda Guerra Mundial. A la mañana siguiente, todos los voluntarios fueron al laboratorio de análisis clínicos para que se les constataran algunos valores.

Pequeños descensos de tensión arterial y de los niveles de azúcar y lípidos en la sangre de aquellos que vieron el filme de la Madre Teresa no fueron tomados en cuenta, pero el significativamente elevado nivel de inmunoglobulina «A» en la saliva de éstos alertó a todos de que había mucho que investigar por allí.

En varios centros de salud se comenzó a medir secuencialmente la presencia de sustancias saludables o sanadoras en pacientes en los que la oración formaba parte de su vida. Más allá del previsible aumento general de las endorfinas, se encontraron en estos pacientes bajos niveles de interleukinas, lo que se suele asociar a una mejor función de inmunidad con un mejor funcionamiento de la respuesta generadora de neutrófilos. En otras palabras: un mayor nivel de defensas contra la enfermedad, una protección contra la tensión arterial y un retraso del proceso de envejecimiento.

Orar con fe. Orar sin fe

Pese a que las experiencias relatadas respecto de las mejorías en los pacientes que ni siquiera sabían que estaban rezando por ellos son contundentes y perturbadoras para una mente entrenada en la ciencia, mi mente lógica me sigue diciendo que los efectos beneficiosos de la oración necesitan de la fe de la persona que ora.

Y estoy convencido de que es así y no al revés.

Quiero decir: la fe (aunque sea sin oración) quizá pueda mover montañas; la oración sin fe... supongo que no.

Mahatma Gandhi era un gran conocedor de la figura de Jesús de Nazaret, de hecho en algunas de sus biografías se cuenta que estuvo a punto de convertirse al cristianismo; si no lo hizo fue a causa de una desafortunada experiencia: acompañando una mañana a un amigo de la infancia que quería mostrarle su iglesia, los asistentes no le dejaron entrar por no ser blanco. Esta experiencia marcó la relación de Gandhi con el cristianismo para toda la vida, aunque nunca dejó de hablar de Jesús como su modelo primero.

Cuentan que un día Gandhi estaba sentado junto a un río y alguien le preguntó por qué no le gustaba el cristianismo. El Mahatma dijo que su disgusto no era con el cristianismo, sino con muchos cristianos.

Para explicar por qué decía eso, metió la mano en el río, sacó un canto rodado y dijo:

- Muchos cristianos son como esta piedra: llevan toda la vida mojándose en el río de la Verdad, pero si los abres por la mitad...

Gandhi golpeó la piedra contra otra mucho más grande.

La piedra pequeña se rompió por la mitad y él la mostró a quienes le escuchaban.

- En su interior están secos como esta piedra —explicó—; no les ha entrado nada del río que lleva toda la vida mojando su exterior.

La oración vaciada de sentimiento y de entrega es la doctrina sin la educación, es la iglesia sin la fe, es la moral sin principios.

Rezar es un diálogo con la divinidad, es llamar a la puerta de Dios. Y eso es posible si se hace a corazón abierto aunque uno no sepa ni cómo se hace sonar la campanilla.

Cierta vez, en el pueblo del rabino Baal Shem Tov sucedió un milagro: el río se desbordó y el agua, que avanzaba amenazando con destruirlo todo a su paso, se detuvo milagrosamente a la entrada del poblado sin dañar nada, sin lastimar a nadie.

Baal Shem Tov agradeció a Dios el milagro, y esta vez Él le contestó:

- La plegaria de Shmuel me conmovió... —dijo el Señor.

El gran rabino fue a ver a Shmuel, a quien todos tenían por el tonto del pueblo.

- ¿Qué oración dirigiste al buen Dios el día en que se desbordó el río? —le preguntó después de agradecerle lo que había hecho por todos.

- No sabía qué palabras usar —dijo Shmuel—, de hecho no tenía conmigo el libro de las oraciones y tampoco hubiera sabido cuál elegir... Así que recité el abecedario y le dije al Todopoderoso: «Aquí están todas las letras, Señor, acomódalas y construye con ellas la mejor plegaria para pedirte que protejas a este pueblo».