6

Localizar a las Ashanti le llevó más tiempo de lo que ella con demasiado optimismo había previsto. Cuando Jayla Nandi percibió las primeras vibraciones de las llamadas de la manada, el manto oscuro y sofocante de la noche había caído sobre la sabana.

La luna era un caparazón de tortuga blanco y amarillo que escalaba lentamente el cielo estrellado, y bajo su luz Jayla Nandi pudo avistar finalmente la silueta amorfa de la manada. A la distancia oía los rugidos guturales de una leona a la caza y el canto rítmico de las cigarras, mientras seguía atravesando a hurtadillas los sonidos nocturnos del Kalahari sin ser vista… al menos de momento.

Al acercarse más a la manada advirtió que todas estaban reunidas formando un círculo ceremonial. Su pulso se aceleró. El círculo ceremonial sólo estaba reservado para dos ocasiones, y podía ser motivo de alegría o de pena.

Un motivo de alegría podía ser el nacimiento de una nueva cría, o bien el retorno de un miembro ausente de la manada. Un motivo de pena… en fin, eso era algo en lo que Jayla Nandi de momento prefería no pensar. Además, se dijo, era más que probable que la familia se hubiera reunido por un motivo feliz. Ahora que lo pensaba, la prima Bomani llevaba un tiempo preñada, ¿verdad que sí? De hecho, ya debía de estar por cumplir el período de gestación habitual en las elefantas, de una duración de veintidós ciclos de luna. ¿Y acaso aquel día, más temprano, Jayla Nandi no había notado una de las primeras señales propias de una hembra que se prepara para el parto? ¿No había alcanzado a ver lo que parecía ser el bulto brillante y rojizo de un saco amniótico?

Ella sabía que la mayoría de las crías nacían en la oscuridad de la madrugada después de una o dos horas de labor, de modo que todavía era relativamente temprano para que se produjera el parto, pero aun así seguía pensando que esa era una posibilidad.

El peor de los casos, pensó tratando de convencerse, era que la manada estuviera celebrando el regreso de un miembro ausente. ¿Quién más podía ser si no Jayla Nandi? Quizá las Ashanti habían hecho una llamada mediante vibraciones en el suelo a otros elefantes cercanos después de haber descubierto su ausencia. Y muy posiblemente sus nuevos amigos de la manada de solteros habían respondido que ella se encontraba bien y ya estaba de regreso. Tenía que ser eso, decidió, y una oleada de alivio la invadió al darse cuenta de que en lugar de estar enfadadas las elefantas estaban contentas de que ella regresara con la manada.

Sin embargo, mientras se acercaba a ellas la excitación en el estómago se congeló convirtiéndose en miedo. Era evidente que la manada estaba reunida en círculo por un motivo de pena. Todas estaban con la cabeza agachada y los ojos bien cerrados, en una demostración común de pura voluntad elefantística, y nadie hablaba.

Al principio, mientras penetraba en la multitud en silencio y se dirigía al centro del círculo, ninguna de ellas pareció advertir su presencia. Nada más ver lo que había allí, Jayla Nandi sintió como si le arrancaran el corazón por la trompa.

Un cuerpo pequeño estaba tendido de lado en un charco de sangre coagulada, con un agujero dentado en el flanco izquierdo. Entre llantos, madres, tías y primas cubrían cuidadosamente la herida con una pasta hecha de barro y hojas, haciendo presión para contener la sangre.

Jayla Nandi casi se descompuso cuando reconoció al animal herido en el suelo: era el crío pequeño de su prima Dafina. Bajo la opaca luz de la luna alcanzó a ver que estaba extrañamente pálido, del color de un polvo blanquecino, temblando y luchando por respirar, aunque tenía los ojos rosados y llenos de pánico. El dolor colectivo era palpable, y el sufrimiento de la criatura, sencillamente insoportable.

«Esto no puede estar pasando», se dijo. Todo era una pesadilla, como las que solía tener cuando era pequeña y las risas crueles y dementes de las hienas perturbaban su sueño, aterrorizándola. «No es nada más que eso —pensó—, ¡una pesadilla horrible!». Pero por mucho que intentara convencerse de tal cosa, en su fuero interno sabía con absoluta certeza que aquello era una tragedia real y auténtica como nunca antes había presenciado.

Entonces la prima Dafina, inclinada sobre el crío herido y sosteniendo su cabeza con la trompa, se armó de fuerzas para hablar:

—¿Cómo pudiste hacernos esto, Jayla Nandi? —dijo jadeando, las palabras impregnadas de culpa y reproche.

Fue como si a Jayla Nandi le hubieran amputado las patas. Sus orejas se derrumbaron sobre sí mismas, la cola se le contrajo involuntariamente y la trompa cayó al suelo como un plomo bajo el peso apabullante de la tristeza.

Entonces Jasiri, Ayesha, Litsemba, Layla, Bomani y hasta Ashanti empezaron a hablar todas a la vez, pero Jayla Nandi apenas podía oírlas por encima del zumbido cacofónico que persistía en su cerebro. Sólo alcanzaba a oír trozos de comentarios y noticias que iban lanzando las elefantas.

—¡Eran los bípedos! ¡Andaban por aquí!

—Te estuvimos esperando y esperando…

—Tenían rifles y…

—Tratamos de proteger a las crías, pero…

—Dimos la alarma, pero no estabas en ningún sitio…

«Oh, no», pensó Jayla Nandi. Los retazos desordenados de información empezaban a cobrar un sentido horrible. Cayó en la cuenta de que los cazadores humanos habían aparecido por allí, y en una generosa muestra de preocupación y solidaridad las elefantas habían esperado a que ella regresara, no sólo exponiéndose ellas mismas al peligro sino también provocando finalmente que una de las preciosas crías resultara herida.

—¿Dónde diablos estabas, Jayla Nandi? —le preguntó Dafina, furiosa—. En nombre de todo lo sagrado, explícanos, por favor, qué era tan importante para que abandonaras la manada… ¡una vez más!

Jayla Nandi abrió la boca para hablar, pero ningún sonido traspasó la oscura presa de culpa y bochorno que bloqueaba su garganta. De repente empezó a temblar, al principio un poco, y luego descontroladamente. Se le revolvía el estómago y tenía la piel de gallina, y aunque un aluvión de lágrimas fluyó de sus ojos, ella siguió muda. Y fría. Oh, vaya si estaba fría.

El tiempo parecía haberse atascado, y Jayla Nandi no tenía ni idea de la duración de ese estado infernal y escalofriante en que se encontraba. Sólo sabía que estaba durando más de lo que ella podía soportar.

—¡Que alguien la ayude! Creo que le ha dado una convulsión —chilló una de las hembras, y Jayla Nandi reconoció la voz horrorizada y afligida de su madre.

Pero antes de que Ayesha pudiera acercarse a su convulsionada hija, una enorme trompa de elefanta envolvió el cuerpo de Jayla Nandi como una manta cálida y suave, y la estrechó protegiéndola del mundo exterior.

—No pasa nada, cariño —le susurró su tatarabuela en tono conciliador—. Sé que no lo hiciste a propósito. Todas lo sabemos.

Sólo entonces Jayla Nandi pudo finalmente encontrar su voz:

—Pero… pero… ¿qué pasa… qué pasará con el bebé? —dijo con dificultad—. ¿Se va a…? —No podía decirlo. No quería decirlo, como si decirlo lo convirtiera en un hecho consumado.

—Haremos todo lo posible para cuidar de él —le aseguró la matriarca dulcemente—. No podemos hacer nada más.

Se dio la vuelta y miró a Ayesha y a las demás hembras que se habían acercado para ayudar a atender a Jayla Nandi.

—Me gustaría estar un momento a solas con mi tataranieta —anunció Ashanti amablemente.

Entonces, como si alguien hubiese activado un interruptor en alguna parte, los temblores descontrolados cesaron de golpe. Al instante las hembras se mostraron aliviadas de que ahora Jayla Nandi se encontrara bien. Empezaron a retirarse una tras otra, y volvieron a ocuparse de la cría herida.

Ashanti les dirigió a todas una sonrisa de agradecimiento, mientras seguía estrechando a Jayla Nandi con la trompa.

Cuando se quedaron a solas, Jayla Nandi se preparó para una dura —y bien merecida— reprimenda de la matriarca, pero lo que en cambio recibió la tomó por sorpresa.

—Me guardaré el sermón para otro momento, chiquita —susurró Ashanti—. Ahora puedo ver que estás sufriendo tanto como ese pobrecillo que está allí… quizás incluso más. Y te diré otra cosa —prosiguió tiernamente—, el tuyo es un dolor que durará muchísimo más que el suyo.

Jayla Nandi se quedó anonadada. Estaba confundida. Irónicamente la ternura y la generosidad de Ashanti le escocían más que la reprimenda más severa que podría haber recibido.

—¿Cómo… cómo es que puedes ser tan buena conmigo y perdonarme? —preguntó Jayla Nandi sollozando, sus grandes ojos de elefanta llenos de lágrimas y asombro—. Las demás están furiosas conmigo, ¡y probablemente me odian! —Le entró el hipo—. No puedo culparlas por eso —añadió tristemente.

—No creas que yo no estoy enfadadísima contigo —se apresuró a aclarar Ashanti—, pero aquí nadie te odia, cariño. Eso no es propio de los elefantes. Además, puede que las demás todavía no se hayan dado cuenta, pero se sienten aterradas y amenazadas por saber que podemos perder a uno de los nuestros. Pero en el fondo te siguen queriendo, Jayla Nandi… y siempre te querrán, lo mismo que yo.

Jayla Nandi aspiró ruidosamente por la trompa.

—¿De verdad me quieres? ¿Lo dices en serio? —preguntó incrédula.

Ashanti sonrió.

—Ser madre consiste en eso —dijo acariciando la cabeza de la joven—. Algún día lo entenderás. Ahora, ¿por qué no tomas un baño y te vas a descansar? Ha sido un día agotador, chiquita.

Más tarde, después de que las cosas se calmaran un poco, dos de las hermanas de Dafina se ofrecieron para cuidar a la cría herida mientras el resto de la manada conciliaba el tan necesario sueño.

Cansada, y con un corazón pesado como el plomo, Jayla Nandi caminó a duras penas hasta el sitio que le habían asignado para dormir en el exterior de la manada. Cerró los ojos e intentó relajarse, pero no pudo evitar darse cuenta de que todas y cada una de las elefantas dormían con un ojo abierto, vigilando cada movimiento de Jayla Nandi, preparadas para abortar cualquier tentativa de escapatoria.

Odiaba que la vigilaran así. Y, más aún, odiaba el hecho de que la manada tuviera toda la razón para no confiar en ella. «No caben dudas —se dijo Jayla Nandi—, soy un fastidio». Un fastidio que casi le había costado la vida a la manada y que no se merecía el amor que ellas desinteresadamente le ofrecían. ¿Cómo había podido actuar de una forma tan temeraria y egoísta? ¿Cómo había podido poner en peligro el bienestar de toda la manada sólo por su mala disposición para adaptarse? ¿Qué diablos le pasaba?

Jayla Nandi fue dándose cuenta cada vez con mayor claridad que la noble manada de las Ashanti estaría mucho mejor sin miembros como ella. Si el grupo era tan considerado como para no expulsarla, entonces tendría que hacerlo ella misma. Era el mínimo castigo que se merecía. ¿Pero cómo? ¿Cómo iba a expulsarse si las demás no dejaban de vigilarla atentamente?

La ocasión se presentó poco antes del amanecer.

Fue entonces cuando Bomani, inquieta e incómoda con su abultada barriga de embarazada, empezó a sentir contracciones. Ayesha fue la primera en notarlo y se acercó para ofrecerle apoyo moral a la futura madre.

Jayla Nandi fingía estar dormida, mientras varias hembras se acercaban en silencio a ayudar en el inminente parto. Bomani avanzaba rápidamente en su labor, y a través de sus ojos entrecerrados Jayla Nandi observaba con pavor las patas traseras de la cría que emergían de la vagina de la madre. No pasó mucho tiempo hasta que súbitamente asomaron el torso, las patas delanteras y la cabeza, y el elefante recién nacido cayó al suelo en un baño de líquido amniótico y sangre. Al instante todas las elefantas adultas rodearon a la madre y al bebé, profiriendo una explosión de bramidos festivos y estridentes que resonaron a lo largo y a lo ancho de la sabana.

Era la ocasión perfecta para abandonar la manada, algo que ellas nunca se hubieran permitido.

Despacio, y con mucho, mucho cuidado, Jayla Nandi le dio la espalda a la celebración y se alejó a hurtadillas. Sólo se permitió mirar atrás una vez, y lo hizo cuando sabía que ya estaba lo bastante lejos como para que nadie la viera. Por una vez en la vida, Jayla Nandi se sintió colmada de satisfacción por saber que estaba haciendo lo que era mejor para el interés de todas, y tenía que admitir que ese sentimiento le agradaba.

Sin más preámbulos, se secó una lágrima agridulce con la punta de la trompa. Luego, guiada por el instinto misterioso y ancestral de los elefantes, se dirigió hacia el sudoeste.