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No estaban bromeando. Estos chicos eran expertos en el arte de divertirse y Jayla Nandi enseguida descubrió que además les gustaba presumir un poco.

El joven elefante que estaba en el centro del charco de repente se acercó al pie del enorme tobogán.

—Me quedaré aquí y cuidaré que no caigas al agua demasiado de golpe —se ofreció.

Otro macho siguió el ejemplo del joven y empezó a juntar piedras con la trompa. Las apiló delante de la roca, ordenadas por tamaño, hasta que finalmente construyó algo parecido a una pequeña tarima.

—Esto te ayudará a subir la rampa —explicó sin mirarla directamente a los ojos—. Los primeros intentos no son fáciles, pero al final le cogerás el truco —le aseguró—. Deja que te haga una demostración.

El elefante ascendió primorosamente por la improvisada escalerilla y luego posó con altanería en lo alto de la roca. A Jayla Nandi le causó gracia su intento por impresionar a los demás, pero tenía que admitir que su figura era realmente majestuosa, una enorme osamenta iluminada a contraluz por los dorados rayos solares. Entonces, de buenas a primeras, su pose perfecta se desplomó, cayó sobre las rodillas y se deslizó por la rampa sobre su fornida barriga, salpicando tres veces más agua de lo que el elefante joven había salpicado.

Entonces el mayor de los elefantes se volvió hacia Jayla Nandi.

—Es tu turno —le dijo gentilmente.

Jayla Nandi se esforzó por no mostrar la menor reticencia. Con la ayuda de dos elefantes serviciales subió cuidadosamente hasta lo alto de la roca, sorprendida ante su propia destreza y su sentido natural del equilibrio.

Deliberadamente evitó una pose llamativa como la que los elefantes parecían ansiosos de exhibir, pero no funcionó. Un silencio atónito se impuso en la manada, y desde abajo todos y cada uno de los machos parecieron notar que Jayla Nandi era un espectáculo impresionante, digno de contemplación.

Si bien no estaba dotada del mismo cuerpo imponente o de la abultada masa muscular de sus mentores, era la carencia de esos atributos, paradójicamente, lo que parecía fortalecerla. Como consecuencia de su estatura inferior, ella era en cierto modo más suave, tersa y estilizada que las otras elefantas con las que normalmente estos solteros se encontraban. Y cuando ella, sin ninguna prisa, se inclinó en lo alto del tobogán, arqueando el lomo y estirando el torso justo antes de lanzarse, en fin, fue como si alguien hubiera ralentizado el tiempo. Cada macho siguió con la mirada su descenso ágil y elegante, advirtiendo que al llegar al abrevadero ella se zambullía en el agua cortándola limpiamente, y no por medio de un golpe ostentoso, a la manera de un típico macho.

Debido a que su cuerpo demandaba menos oxígeno, Jayla Nandi permaneció bajo el agua durante un tiempo que los elefantes consideraron sumamente prolongado. Cuando finalmente salió a la superficie se preguntó si se había quedado sorda, pues sólo escuchaba un silencio absoluto a su alrededor.

Sin embargo alguien rompió el silencio al instante:

—Jayla Nandi —suspiró una voz estremecida junto a la rampa—, ¡es lo más hermoso que hemos visto!

Jayla Nandi no sólo estaba aliviada, también muy contenta de que aquella pequeña manada de elefantes renegados apreciara su estilo único en lugar de criticarla, o, peor aún, de ridiculizarla. Inmediatamente su confianza empezó a adquirir dimensiones que hasta entonces ella no había imaginado ni experimentado.

Volvió a sumergirse alegremente bajo el agua, por un lado para ocultar el rubor ardiente de sus mejillas, y de paso para regodearse en el nuevo sentimiento embriagante de aceptación y admiración mientras nadaba. Entonces, como si la hubiera alcanzado un rayo, comprendió profundamente el significado de algo que hasta ese momento ella tan sólo se había atrevido a soñar: la idea de una libertad completa y absoluta.

El hecho de que su cuerpo se volviera flotante y ligero en esa cuna de agua refrescante había sido más que una sorpresa para ella, pero darse cuenta de que su mente y su espíritu también podían liberarse en ese ambiente exquisito, en fin, eso era más de lo que ella podía soportar. Por primera vez Jayla Nandi no sintió envidia de nadie, y por una vez tomó aguda conciencia de que las millones de criaturas aladas que llamaban hogar al continente africano no eran nada comparada con ella.

Cuando finalmente volvió a asomar a la superficie, lo hizo con una sonrisa tan amplia y cálida como todo el desierto de Kalahari.

—¿Qué tal se te da el rama-bola? —le preguntó uno de los machos.

—¿Que qué tal… el qué? —se quedó atascada.

—El rama-bola —repitió el elefante, algo exasperado.

—¿No era que no le poníais nombres a las cosas? —replicó ella con demora.

—Por lo general no —afirmó el macho—, pero no se me ocurre otra manera de describir estas cosas que parecen ir de maravilla con nosotros. En cualquier caso, a menos que tengas un nombre mejor, me refiero a cuando alguien te lanza una roca con la trompa y tú la golpeas con una rama grande de árbol. ¡Rama-bola!

Jayla Nandi observó las miradas del auditorio masculino y creyó sentirse apabullada.

—Lo siento, no entiendo —se disculpó.

—Es un deporte —intentó explicar otro inútilmente—. Ya me entiendes, ¡un juego!

—De verdad… lo siento, pero me temo que las Ashanti no tenemos esa clase de cosas —confesó Jayla Nandi—. Al menos no recuerdo a nadie que lo haya mencionado nunca. ¿Qué significa eso… que llamáis… juego?

La manada de solteros no daba crédito a sus orejotas. ¿Qué clase de elefante crecía sin siquiera experimentar el gustazo de coger una piedra lisa, redonda y tibia con la punta de la trompa para luego arrojarla al aire con toda la fuerza de sus músculos para ponerlos a prueba y llevarlos al límite?

—Bueno, supongo que nunca es tarde para aprender —dijo el mayor de todos con una risita, mientras hacía una selección de las piedras que estaban cerca—. Aquí tienes, Jayla Nandi —dijo ofreciéndole una pequeña y lisa—. Cógela y observa cómo arrojo la mía.

Dicho esto, la enorme bestia se reclinó sobre sus cuartos traseros, echó la trompa hacia atrás todo lo que pudo y luego lanzó la piedra a una distancia incalculable, más allá de lo que el elefante dotado de mejor vista podía apreciar.

Jayla Nandi estaba naturalmente impresionada, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que el viejo elefante no había dirigido el lanzamiento hacia ningún punto en particular. Así que tras lo que ella consideró una pausa respetuosa solicitó amablemente:

—¿Puedo intentarlo?

—Adelante —la invitó el viejo elefante, apartándose con gentileza mientras alguien en el fondo se reía con disimulo.

Sólo para probar, Jayla Nandi arrojó la piedra con desenfado un metro por encima de su cabeza y volvió a cogerla con la trompa. Satisfecha con la coordinación entre su vista y su trompa, dio un paso atrás, tal como le había visto hacer al viejo elefante, pero antes de proceder decidió anunciar a todos:

—¿Veis aquella ramita de hojas verdes y jugosas en la copa de aquel árbol? —Todos los ojos siguieron su mirada—. Voy a hacer que caiga al suelo para vosotros —anticipó.

Dicho esto se reclinó sobre sus cuartos traseros, llevó la trompa hasta detrás de la cabeza…, arqueó… el… lomo… tanto… como… pudo, y finalmente se lanzó hacia delante arrojando la roca con elegancia a través del aire.

La roca de Jayla Nandi no había recorrido ni de cerca la misma distancia que la que lanzara su maestro, cuando su trayectoria se vio interrumpida al dar en el blanco, y la sabrosa rama frondosa cayó al suelo de la sabana como un coco demasiado maduro.

La elefanta, ahora exultante, corrió a recoger su delicioso premio, y entonces se dio cuenta de que nadie la seguía. Preocupada se dio la vuelta y se encontró con un mar de ojos de elefantes pasmados y pálidos.

—¿Qué? —los inquirió amablemente—. Os dije que iba a hacerlo, ¿verdad? —Levantó la rama a modo de trofeo para que todos la vieran—. ¡Teníais razón, chicos! —se echó a reír—. ¡Este juego es mucho más fácil de lo que pensaba! ¡Igual hasta se me da bien!

—¡Hazlo otra vez, Jayla Nandi! —le pidió el elefante más joven en un tono de súplica—. ¡Quiero aprender cómo lo haces!

Los demás asintieron con la cabeza mostrando su acuerdo, igualmente ansiosos por adquirir esa nueva destreza.

—Vale. Adelante, hazlo. Y dinos cómo lo llamas —bromeó otro de los machos—. Estoy seguro de que tienes un nombre para cada cosa que acabas de hacer.

Jayla Nandi sonrió con burla.

—«Propósito», chicos —les informó—. Lo llamo propósito. Es un concepto muy antiguo y respetado entre las Ashanti.

—¿Eso no es típico de las hembras? —bromeó otro macho acercándose a ella y dándole un toque juguetón—. Les encanta regodearse, ¿no es así?

Jayla Nandi se ruborizó, emocionada con el prometedor nuevo capítulo de su vida, y en cuanto a la vaga agitación que sentía en el estómago sólo podía suponer que se trataba de algo llamado orgullo.

El resto del día lo pasó observando, imitando y retozando con los machos, hasta que se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo en el horizonte. Sólo entonces pensó en las consecuencias de haberse ausentado de las Ashanti. Imaginó que a esa hora ellas seguramente habían acabado de dormir la siesta y se habrían marchado de la extensa sombra de árbol donde las vio por última vez. Pero no podían estar demasiado lejos. ¿O sí? Qué va. Eran tan predecibles. Seguramente andarían por ahí buscando comida y un sitio donde darse un agradable baño de barro antes de irse a dormir.

Preocupada, aunque no asustada, Jayla Nandi decidió que era mejor buscarlas antes de que se hiciera demasiado tarde. Pensó que sería mucho más fácil volver a introducirse con sigilo en la manada mientras ellas estaban concentradas en alimentarse, antes de que hubieran realizado el rutinario conteo de cabezas después de comer.

Le supo mal despedirse de sus nuevos amigos, que parecían decepcionados con su partida, de modo que les prometió regresar para otra ronda de diversión tan pronto como pudiera volver a escaparse de su manada.

El sol se derretía cada vez más rápido en el cielo anaranjado mientras Jayla Nandi volvía sobre sus pasos, y la mágica risa musical de los elefantes seguía sonando en sus oídos.