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Nunca he sabido cuáles fueron las palabras usadas por mister Macpherson en su carta al venerable sabio, pero se ha dicho con mucha frecuencia que fueron de una naturaleza muy diferente a la del lenguaje de la discusión literaria. La respuesta del doctor Johnson apareció en los periódicos del día y ha sido reimpresa desde entonces con frecuencia, pero no con perfecta exactitud. La doy, dictada por él mismo a mí, escrita en su propia presencia y autentificada por una nota de su propia mano. «Creo que esta es una copia verdadera».

Mister James Macpherson: Recibí su necia e insolente carta. Haré lo posible por rechazar cualquier violencia que se ejerza sobre mí, y lo que no pueda hacer por mí mismo, la ley se encargará de hacerlo en mi lugar. Espero que no dejaré de descubrir lo que creo un engaño por las amenazas de un rufián.

¿De qué tengo que retractarme? Creía que su libro era una impostura, y sigo creyéndolo todavía. He explicado al público las razones de esta opinión, que aquí reto a usted a que las refute. Desprecio su cólera. Sus habilidades, desde su Homero, no son tan formidables, y lo que he oído de su moral me inclina a no tomar en consideración lo que usted diga, sino lo que pruebe. Puede publicar esta carta si le place.

SAM JOHNSON.

Mister Macpherson conocía poco el carácter del doctor Johnson si suponía que se le podía intimidar fácilmente, pues no hubo nunca hombre más destacado por su valor personal. Tenía, ciertamente, un espantoso miedo a la muerte, o más bien, «a algo después de la muerte»; y ¿qué hombre sensato, que piense seriamente en abandonar todo lo que ha conocido y en pasar a un estado nuevo y desconocido, puede dejar de tener ese temor? Pero este temor procedía de la reflexión, y su valor era natural. Su miedo, en ese único caso, era el resultado de una consideración filosófica y religiosa. Temía a la muerte, pero a nada más, ni siquiera a lo que podía ocasionarla. Pueden citarse muchos ejemplos de su resolución. Un día, en la casa de campo de mister Beauclerk, dos grandes perros estaban riñendo; él se fue hacia ellos y les pegó hasta que se separaron; otra vez, al hablar del peligro de que una escopeta reventase si la cargaban con muchas balas, puso en ella seis o siete y disparó contra un muro. Mister Langton me contó que, nadando juntos cerca de Oxford, advirtió al doctor Johnson de un lugar particularmente peligroso; en vista de lo cual, Johnson se lanzó directamente a él. Este me contó que una noche se vio atacado por cuatro hombres en la calle, ante los cuales no se rindió, sino que los mantuvo a raya hasta que llegó el guardia y lo llevó con ellos a la comisaría. En el teatro de Lichfield, según me contó Garrick, Johnson había dejado por un momento la silla que había colocado para él a un lado del escenario; un caballero se apropió de ella, y cuando Johnson, al volver, le pidió cortésmente su sitio, este se lo negó groseramente. En vista de ello, Johnson agarró la silla y envió al caballero y a su asiento en medio del patio. Foote, que con tanta fortuna revivió la comedia antigua representando caracteres vivos, había resuelto imitar a Johnson en el teatro, esperando grandes beneficios de su parodia de tan famoso personaje. Johnson se enteró de su propósito y, hallándose comiendo en casa de mister Thomas Davies, el librero —de quien tengo esta anécdota—, preguntó a este: «¿Cuál es el precio corriente de un bastón de roble?». Le dijeron que seis peniques. «Pues entonces —dijo— permítanme que mande a su criado a que me compre uno de un chelín. Quiero tener uno de doble precio, pues me han dicho que Foote me quiere sacar a escena y estoy decidido a que no lo haga impunemente». Davies se cuidó de advertírselo a Foote, lo que, efectivamente, detuvo la audacia del actor. Las amenazas de Macpherson le hicieron proveerse del mismo instrumento defensivo, y si hubiera sido atacado, no tengo la menor duda de que, viejo como era, habría hecho sentir su vigor corporal lo mismo que el intelectual.

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Mister Strahan habló de lanzarse al gran océano de Londres con el fin de obtener una oportunidad para alcanzar un lugar destacado, y observando que muchos hombres no se habían atrevido a probar su fortuna allí, porque habían nacido para una cosa determinada, dijo: «Las pequeñas certidumbres son la ruina de los hombres de capacidad», cosa que confirmó Johnson. Mister Strahan le recordó a Jonhson una observación que le había hecho a él: «Hay pocas cosas en las que un hombre pueda ser empleado más inocentemente que en hacer dinero». «Cuanto más se piensa en eso —dijo Strahan—, más exacto parece».

Strahan había tomado como aprendiz a un pobre muchacho del campo por recomendación de Jonhson. Este le había preguntado por él y dijo: «Mister Strahan, déme cinco guineas a cuenta y le daré a este muchacho una. Si un hombre recomienda a un muchacho y no hace nada por él, es una triste cosa. Llámele».

Le seguí al patio, detrás de la casa de Strahan, y allí tuve una prueba de lo que le había oído decir, de que hablaba del mismo modo a todo el mundo. «Algunas personas dicen que descienden hasta ponerse a la altura de la capacidad de sus oyentes. Jamás hago tal cosa. Hablo siempre del modo más claro que puedo».

«Bien, muchacho, ¿cómo marchas?». «Regular, señor; pero temo no ser bastante fuerte para algunas cosas del trabajo». JOHNSON: «Lo siento; pues cuando consideres con qué poco esfuerzo mental y corporal gana un impresor una guinea a la semana, verás que es un trabajo muy conveniente para ti. Escucha: esfuérzate todo lo que puedas, y si aun así no es bastante, tenemos que pensar en buscarte alguna otra ocupación. Toma una guinea».

Este era uno de los muchos, muchísimos ejemplos de su benevolencia activa. Al mismo tiempo, la lenta y sonora solemnidad con que, inclinándose, se dirigía a un muchacho un poco regordete y de cortas piernas, en contraste con el temor y la timidez de este, no podía por menos que mover a risa.

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Hablaba yo de la alegría de Fleet Street debido al constante y rápido paso de gente por ella. JOHNSON: «Sí, señor; Fleet Street tiene un aspecto muy animado, pero creo que la pleamar de la existencia humana se halla en Charing Cross».

Hizo la observación usual sobre la infelicidad de los hombres que han llevado una vida activa y se retiran con la esperanza de disfrutar con su tranquilidad, y que generalmente se aburren por falta de su ocupación habitual y desean volver a ella. Mencionó como ejemplo destacado un caso casi increíble: «Un eminente fabricante de velas de Londres que había adquirido una fortuna considerable, dejó su negocio en favor de su capataz y se marchó a vivir en una casa de campo, cerca de la ciudad. Pronto se cansó y hacía frecuentes visitas a su tienda, donde quiso que le dijeran cuáles eran los días en que hacían el derretido para venir y ver ese trabajo, lo que hizo. Aquí, señor, tenemos a un hombre para el que la labor más desagradable del negocio que había tenido representaba un descanso de su ociosidad».

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Cuando le encontré en Londres al año siguiente, la descripción que me hizo de su viaje por Francia fue: «He visto todo lo que se podía ver en París y sus alrededores, pero para conocer a la gente de allí hubiera sido preciso más tiempo del que podía disponer. Estaba empezando justamente a entrar en este conocimiento por medio del coronel Drumgold, un hombre muy destacado, director de L’Ecole Militaire, un carácter muy completo, pues primero había sido profesor de Retórica y luego se convirtió en soldado. Y fui tratado muy amablemente por los benedictinos ingleses y tuve una celda apropiada para mí en su convento».

Observó: «La grandeza de Francia vive con mucha magnificencia, pero el resto vive muy miserablemente. No hay una clase media feliz como en Inglaterra. Las tiendas de París son sórdidas: la carne de los mercados es como la que se enviaría a una cárcel en Inglaterra; y mistress Thrale ha observado justamente que la cocina francesa ha sido algo impuesto por la necesidad, pues no podía comerse la carne a menos que la sazonaran de algún modo. Los franceses son una gente indelicada: escupen en cualquier sitio. En casa de madame Du Bocage, una dama literata de talento, el criado cogió el azúcar con los dedos y lo puso en mi café. Iba a echar a un lado la taza, pero al ver que se había hecho a propósito para mí, tuve que probar el sabor de los dedos de Tom. La misma dama quiso hacer té à l’anglaise. El caño de la tetera estaba obstruido y le dijo al criado que soplara por él. Francia es peor que Escocia en todo, salvo en el clima. La naturaleza ha hecho más por los franceses; pero estos han hecho menos que los escoceses».

Tocó la casualidad de que Foote estuvo en París al mismo tiempo que Johnson y su descripción de la estancia de mi amigo era muy jocosa. Me contaba que los franceses estaban completamente asombrados de su figura y modales y de su vestimenta, que obstinadamente continuó llevando igual que en Londres: sus zapatos de color marrón, sus medias negras y su camisa lisa. Dijo que un caballero irlandés había dicho a JOHNSON: «Señor, usted no ha visto los mejores comediantes franceses». JOHNSON: «¡Comediantes, señor! No los considero mejor que unos seres que se colocan sobre unas tablas y juntan unas banquetas para hacer muecas y producir risas, como perros de circo». «Pero, señor, me concederá que algunos son mejores que otros». JOHNSON: «Sí, señor; como algunos perros de circo son mejores que otros».

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Habiendo llegado a Londres el viernes 15 de marzo, muy tarde, me apresuré a ir la mañana siguiente a ver al doctor Johnson a su casa, pero me encontré con que se había mudado de Johnson’s Coopt, n.° 7, a Bolt Court, n.° 8, manteniéndose siempre en su favorita Fleet Street. Mi reflexión entonces sobre este cambio, tal como aparece reflejada en mi diario, es la siguiente: «Sentí un necio pesar de que hubiera dejado un patio que llevaba su nombre; pero no era una necedad el sentir cierto apego tierno por un lugar donde le había visto mucho y de donde había salido siendo un hombre mejor y más feliz que el que había entrado y que con frecuencia había aparecido ante mi imaginación mientras recorría su pavimento, en la solemne oscuridad de la noche, como un lugar consagrado a la sabiduría y a la piedad». Como me dijeron que se hallaba en casa de mister Thrale, en el Borough, me apresuré a ir hacia allá, y le encontré desayunando con mistress Thrale. Fui acogido muy amablemente. Al poco rato ya estaba hablando animadamente, y yo me sentía elevado, como si me hubieran llevado a otra existencia distinta. Mistress Thrale y yo nos mirábamos mientras hablaba y nuestras miradas expresaban la admiración y el afecto que sentíamos por él. Siempre recordaré esta escena con gran placer. Le dije a mistress THRALE: «Soy ahora, intelectualmente, Hermippus Redivivus; me siento totalmente restaurado por él, por transfusión mental». «Hay muchos —replicó ella— que admiran y respetan a mister Johnson, pero usted y yo lo queremos».

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Nos metimos en un bote para ir hasta Blackfriars, y cuando íbamos atravesando el Támesis le hablé de un pequeño volumen que, sin saberlo él, estaba anunciado para salir a los pocos días, con el título de Johnsoniana, o Bon-Mots del Dr. Johnson. JOHNSON: «Es un enorme descaro». BOSWELL: «¿No conseguiría alguna indemnización si persiguiera a un publicista por publicar, bajo su nombre, lo que nunca ha dicho y por atribuirle desatinos estúpidos, o por hacerlo renegar irreverentemente, como hacen muchos ignorantes narradores de sus bon-mots?». JOHNSON: «No, señor; siempre habrá algo de verdad mezclado con la falsedad, y ¿cómo puede determinarse cuánto hay de verdadero y cuánto hay de falso? Además, ¿qué indemnización podría darme un jurado por haber sido representado como una persona que jura?». BOSWELL: «Creo que, por lo menos, desautorizaría esa publicación, porque el mundo y la posteridad podrían, con fundamento, decir: “Aquí hay un volumen que fue anunciado públicamente y salió a la luz en vida del doctor Johnson y que, con su silencio, fue admitido por él como auténtico”». JOHNSON: «No me tomaré ninguna molestia por ese asunto».

Él estaba quizá lejos de sufrir por tales espurias publicaciones, pero yo no podía dejar de pensar que muchos hombres sufren daños en su reputación, debido a haberles sido atribuidas frases absurdas y falsas y que esa indemnización debía dársele en tales casos.

Dijo: «El valor de toda historia depende de su verdad. Una historia es una pintura de un individuo o de la naturaleza humana en general: si es falsa, es una pintura de nada. Por ejemplo: suponga que un hombre dice que Johnson, antes de marchar a Italia, como tenía que cruzar los Alpes, se detuvo para hacerse unas alas. Esto, mucha gente lo creería; pero sería una pintura de nada… (nombrando a un digno amigo nuestro) solía pensar que una historia es una historia, hasta que le demostré que la verdad era esencial a esto». Observé que Foote nos divertía con historias que no eran verdaderas; pero, en realidad, no eran propiamente como relatos como nos divertían las historias de Foote, sino como series de imágenes jocosas. JOHNSON: «Foote es completamente imparcial, pues dice mentiras de todo el mundo».

La importancia de la veracidad estricta y escrupulosa no será nunca demasiado exaltada. Johnson se mostraba tan rígidamente atento a eso, que incluso en su conversación corriente, la circunstancia de menos trascendencia era mencionada con exacta precisión. El conocimiento que tenían sus amigos de este principio y hábito suyos, hacía que tuvieran una confianza absoluta en la verdad de todo lo que contaba, por dudoso que hubiera sido de haber sido contado por otros. Como un ejemplo de esto puedo mencionar un extraño incidente que contaba como sucedido una noche en Fleet Street: «Una dama —dijo— me rogó que le diera el brazo para ayudarla a pasar la calle, lo que hice; hecho esto, me ofreció un chelín, suponiendo que yo era el sereno. Me di cuenta de que estaba algo bebida». Esto, contado por cualquiera, habría sido considerado una invención; cuando Johnson lo contó, fue creído por sus amigos como si ellos lo hubieran visto ocurrir.

Desembarcamos en las Escaleras del Temple, de donde habíamos salido.

Por la tarde le encontré en la casa de mistress Williams. Viendo que perseveraba aún en su abstinencia de vino, me aventuré a hablarle de ello. JOHNSON: «No tengo ninguna objeción que oponer a que un hombre tome vino si puede hacerlo con moderación. Yo me siento inclinado al exceso y, por lo tanto, después de haber estado algún tiempo sin tomarlo por enfermedad, he creído mejor no volver a él. Cada hombre debe juzgarse de acuerdo con los efectos que experimenta. Uno de los Padres nos cuenta que viendo que el ayuno le ponía de muy mal humor, dejó de practicarlo».

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Le volví a visitar el lunes. Encontró ocasión para extenderse, como hacía con frecuencia, sobre las miserias de la vida en el mar. «Un barco es peor que una prisión. En una cárcel hay mejor aire, mejor compañía, más comodidades de toda clase, y un barco tiene la ventaja adicional de estar en peligro. Cuando los hombres llegan a amar la vida en el mar, es que no son aptos para vivir en tierra». «Entonces —dije yo— sería cruel que un padre educara a su hijo para el mar». JOHNSON: «Sería cruel en un padre que pensara como yo. Los hombres se meten en el mar antes de conocer la infelicidad de ese género de vida, y cuando llegan a conocerla, ya no pueden librarse de ella, porque entonces es demasiado tarde para elegir otra profesión; como ocurre generalmente a todos los hombres una vez que se han metido en un género de vida cualquiera».

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Al llegar a Oxford, el doctor Johnson y yo fuimos directamente al University College; pero nos llevamos una desilusión al encontrar que uno de sus miembros, su amigo mister Scott, que le acompañó de Newcastle a Edimburgo, se había ido al campo. Nos hospedamos en la Posada del Ángel y pasamos la tarde en grata y familiar conversación. Hablando de la melancolía constitucional, observó: «Un hombre que tenga esa manera de ser, debe apartar los pensamientos angustiosos y no combatir con ellos». BOSWELL: «¿No puede tratar de pensar sobre estos para rebatirlos?». JOHNSON: «No, señor. Intentar rebatirlos es una locura. Debería tener una lámpara luciendo constantemente en su alcoba durante la noche, y si se siente desasosegado e insomne, debe coger un libro y leer, y sosegarse para descansar. Tener el dominio de la mente es un gran arte, y puede alcanzarse por medio de la experiencia y del ejercicio habitual». BOSWELL: «¿No debería proporcionarse distracciones? ¿No sería bueno para él, por ejemplo, seguir un curso de química?». JOHNSON: «Que siga un curso de química, o un curso de baile en la cuerda floja, o un curso de lo que le guste, a la vez. Que se las arregle para tener tantos retiros para el espíritu como le sean posibles, tantas cosas a las que pueda volar desde sí mismo. La anatomía de la melancolía, de Burton, es una obra valiosa. Acaso esté sobrecargada de citas. Pero hay un gran espíritu y una gran fuerza en lo que Burton dice, cuando escribe por su cuenta».

A la mañana siguiente visitamos al doctor Wetherell, director del University College, con el que el doctor Johnson conferenció sobre las formas más ventajosas de disponer los libros impresos en la Clarendon Press. Con frecuencia tuve ocasión de observar que Johnson amaba las cuestiones prácticas, que le gustaba que su saber actuara realmente sobre la vida real. El doctor Wetherell y yo hablamos de él, sin reservas, en su propia presencia. WETHERELL: «Le habría dado cien guineas si hubiera escrito un prefacio a sus Tratados políticos a modo de discurso sobre la Constitución británica». BOSWELL: «El doctor Johnson, aunque en sus escritos y en todas las ocasiones se muestra gran amigo de la Constitución, tanto en la Iglesia como en el Estado, no ha escrito nunca expresamente en apoyo de ninguna. Ambas tienen derechos sobre él. Estoy seguro de que podía dar un volumen, no muy voluminoso, sobre cada uno de estos temas, que comprendería toda la sustancia, y con su espíritu los mantendría eficazmente. Erigiría una fortaleza en los confines de cada una de ellas». Pude darme cuenta de que le molestaba nuestro diálogo. Exclamó: «¿Por qué tengo que estar siempre escribiendo?». Esperaba que se diera cuenta de que la deuda era justa y que tratara de pagarla, aunque le molestaba que lo apremiaran.

Luego fuimos al Pembroke College y visitamos a su viejo amigo, el doctor Adams, director del mismo, a quien encontré un hombre muy cortés, agradable y comunicativo. Antes de su promoción al puesto directivo del colegio yo había tenido el propósito de visitarlo en Shrewsbury, donde era rector del St. Chad, con el fin de recoger los detalles que pudiera recordar de la vida académica de Johnson. Ahora me dio amablemente una parte de esa información auténtica, que, con la que más tarde debí a su gentileza, se hallarán en su lugar adecuado en esta obra.

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Yo censuré dos fantásticos diálogos jocosos entre dos caballos, y otro algo parecido que Baretti había publicado últimamente. Se unió a mí, diciendo: «Nada extravagante dura mucho. Tristram Shandy no perdurará». Yo expresé el deseo de conocer a una dama de la que me habían hablado mucho y que era universalmente celebrada por su extraordinaria destreza e insinuación. JOHNSON: «No crea nunca en los caracteres extraordinarios que oiga referir. Tenga la seguridad de que se han exagerado. No verá un hombre que sobresalga mucho de otro». Yo mencioné a mister Burke. JOHNSON: «Sí; Burke es un hombre extraordinario. Su fuerza mental es constante». Me es grato recordar que esta alta estimación que sentía Johnson por los talentos de Burke fue constante desde que lo conoció. Sir Joshua Reynolds me informa de que cuando Burke fue elegido por primera vez miembro del Parlamento y sir John Hawkins expresó su asombro ante este hecho, Johnson dijo: «Ahora, los que conocemos a mister Burke sabemos que será uno de los primeros hombres de este país». Y una vez, estando Johnson enfermo e incapaz de ejercitar sus facultades sin fatigarse, al ser nombrado Burke en su presencia, dijo: «Ese hombre reclama todas mis facultades. Si fuera a verlo ahora, me mataría». De tal modo se hallaba habituado a considerar la conversación como una pelea, y tal era la idea que tenía de Burke como adversario.

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Comimos en una excelente posada en Chapel House, donde se explayó sobre la felicidad de Inglaterra en sus tabernas y posadas, y que superaba a Francia por no tener, con semejante perfección, la vida de tabernas. «No hay ninguna casa particular en donde la gente pueda disfrutar tanto como en una buena taberna. Aunque haya tanta abundancia de cosas buenas, tanta grandeza, tanta elegancia, tanto deseo de que todo el mundo esté a gusto; la naturaleza de las cosas no lo permite: tiene siempre que haber alguna medida de preocupación y de ansiedad. El dueño de la casa está preocupado de entretener a sus huéspedes; estos están preocupados por agradarle a él, y nadie, salvo si es un sinvergüenza o un descarado, puede disponer de lo que hay en la casa de otro con tanta libertad como en la propia. Mientras que en la taberna hay una liberación general de la preocupación. Estamos seguros de ser bien acogidos, y cuanto más ruido hagamos, cuanta más molestia proporcionemos, cuantas más cosas buenas pidamos, mejor acogidos seremos. Ningún criado os servirá con la presteza con que lo hacen los camareros, incitados por la perspectiva de una recompensa inmediata en proporción al agrado que produzcan. No, señor; no hay nada de lo ideado hasta ahora por los hombres que produzca tanta felicidad como una buena taberna o posada». Luego recitó, con gran emoción, las estrofas de Shenstone:

Quien ha recorrido el áspero

camino de la existencia,

por doquiera que sus pasos

hayan seguido una senda,

suspirará de nostalgia

al recordar que en la tierra

no halló más grata acogida

que dentro de una taberna.