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Mister Ogilvie estuvo bastante desafortunado al elegir como tema de su conversación las alabanzas de su país nativo. Empezó diciendo que había un terreno muy rico alrededor de Edimburgo. Goldsmith, que había estudiado Medicina allí, le contradijo con una sonrisa burlona. Un poco desconcertado por esto, mister Ogilvie pasó a otro terreno, donde, supongo yo, se creía perfectamente seguro, pues observó que Escocia tenía muchas y muy nobles perspectivas.
JOHNSON: «Creo, señor, que ustedes tienen muchas. Noruega también tiene grandes perspectivas nobles; y Laponia es notable por sus prodigiosas y nobles perspectivas. Pero, señor, permítame que le diga que la perspectiva más noble que un escocés tiene siempre delante de los ojos es la carretera que conduce a Inglaterra».
Esta salida, aguda e inesperada, produjo un murmullo de aprobación. Después de todo, sin embargo, los que admiran la áspera grandeza de la naturaleza no pueden negársela a Caledonia.
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A tal grado de franqueza y desenfado me había acostumbrado ya, que en el curso de esta reunión hablé de las numerosas reflexiones que había lanzado contra él por haber aceptado una pensión del rey actual. «Vamos, amigo —dijo, con una sonrisa cordial—, han hecho mucho ruido con eso. Yo he aceptado una pensión como recompensa a lo que yo creo debido a mi mérito literario; y ahora que tengo esta pensión, soy el mismo hombre en todos los aspectos que el que he sido siempre; conservo los mismos principios. Es verdad que no puedo maldecir ahora (sonriendo) a la Casa de Hannover, ni sería decente que bebiera a la salud del rey Jacobo el vino que me paga el rey Jorge. Pero, señor, creo que el placer de maldecir a la Casa de Hannover y el de beber a la salud del rey Jacobo están ampliamente compensados con trescientas libras al año».
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No obstante, no cabe duda de que en períodos anteriores tenía afición a ejercitar su ingenio y su sarcasmo hablando de jacobismo. Mi muy respetado amigo el doctor Douglas, ahora obispo de Salisbury, me ha regalado con el siguiente admirable ejemplo de la propia cosecha de Su Señoría. Un día en que estaba comiendo en casa del viejo mister Langton, donde miss Robert, su sobrina, era una de los invitados, Johnson, con su habitual complaciente atención hacia el bello sexo, le cogió la mano y le dijo: «Querida, espero que será jacobita». El viejo mister Langton que, aunque destacado y firme tory, estaba vinculado a la actual familia real, pareció ofendido y preguntó a Johnson, con gran calor, qué pretendía al hacer tal pregunta a su sobrina. «No quise hacer ninguna ofensa a su sobrina, sino un gran cumplido. Un jacobita, señor, cree en el derecho divino de los reyes. El que cree en el derecho divino de los reyes, cree en la divinidad. Un jacobita cree en el derecho divino de los obispos. El que cree en el derecho divino de los obispos, cree en la autoridad divina de la religión cristiana. Por consiguiente, señor, un jacobita no es ni ateo ni deísta. Eso no puede decirse de un whig, pues el whigismo es una negación de todo principio».
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Yo decía que consideraba que el rango o la distinción tenía tanta importancia en la sociedad civilizada que si me pidieran, el mismo día, que comiera con el primer duque de Inglaterra o con el primer hombre del país por su genio, vacilaría en la elección. JOHNSON: «Tenga la seguridad de que si fuera a comer sólo una vez y no fuera a saberse dónde comía, usted elegiría más bien comer con el primer hombre de genio; pero para ganar más respeto, comería con el primer duque de Inglaterra. De cada diez personas con que se encontrara, nueve tendrían una opinión más alta de usted por haber comido con el duque, y el mismo gran genio os recibiría mejor porque habíais estado con el gran duque».
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Insistió otra vez en el deber de mantener la subordinación del rango. «No despojaría mejor a un noble de su respeto que de su dinero. Yo me considero como desempeñando un papel en el gran sistema social, y hago, respecto a los demás, lo que quisiera que ellos hicieran respecto a mí. Yo me quisiera comportar con un noble como esperaría que él se comportara conmigo si yo fuera un noble y él fuera Samuel Johnson. Señor, hay una mistress Macaulay en esta ciudad, una gran republicana. Un día que estaba yo en su casa me puse muy serio y le dije: “Señora, me he convertido a su manera de pensar. Estoy convencido de que toda la humanidad está en iguales condiciones, y para darle una prueba incuestionable de que hablo en serio, aquí hay un ciudadano razonable, correcto, de buena conducta: su lacayo; deseo que se le permita sentarse y comer con nosotros”. De este modo le mostré el absurdo de la doctrina niveladora. Desde entonces nunca me ha querido. Señor, vuestros niveladores desean nivelar por debajo de sí mismos; pero no pueden sufrir que la nivelación llegue hasta ellos. Tendrían a todo el mundo debajo de ellos; ¿por qué no tienen entonces a alguien encima de ellos?». Mencioné a cierto autor que me disgustaba por su audacia y por no mostrar ninguna deferencia por los nobles en cuya compañía era admitido. JOHNSON: «Suponga usted que un zapatero pretende la igualdad con él, lo mismo que él hace con un lord: ¿cómo lo miraría? “¿Por qué se asombra usted, señor?, (dice el zapatero); yo hago un gran servicio a la sociedad. Es verdad que me pagan por ello; pero lo mismo le ocurre a usted, y siento decir que está mejor pagado que yo por hacer algo que no es tan necesario. Pues la humanidad podría pasarse mejor sin sus libros que sin mis zapatos”. De modo, señor, que habría una lucha constante por la precedencia si no hubiera reglas fijadas de manera invariable por la distinción de rangos, que no suscita ninguna envidia, pues se admite que es accidental».
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El sábado 30 de julio el doctor Johnson y yo tomamos un remero en las escaleras del Temple y salimos para Greenwich. Le pregunté si creía realmente que el conocimiento del latín y el griego era un requisito esencial de una buena educación: JOHNSON: «Sin duda alguna; pues los que los conocen tienen una gran ventaja sobre los que no los conocen. Además, es asombrosa la diferencia que la cultura establece entre la gente, incluso en las relaciones corrientes de la vida, que no parecen tener mucha relación con ella». «Y, sin embargo —dije yo—, la gente marcha por el mundo muy bien y lleva adelante los negocios de la vida, sin cultura». JOHNSON: «Bien, señor; eso puede ser cierto en casos donde la cultura no puede, posiblemente, ser de ninguna utilidad: por ejemplo, este muchacho remero nos lleva tan bien, sin cultura, como si supiera cantar la canción de Orfeo a los argonautas, que fueron los primeros marinos». Entonces preguntó al muchacho: «¿Qué darías por saber lo que son los argonautas?». «Señor —respondió—, daría lo que tengo». Johnson quedó encantado de la respuesta y le dimos el doble del precio. El doctor Johnson se volvió luego a mí: «Señor, el deseo de saber es el sentimiento natural de la humanidad, y todo ser humano, cuya mente no esté viciada, estará pronto a dar lo que tenga para adquirir saber».
Desembarcamos en el Cisne Viejo y fuimos paseando hasta Billingsgate, donde tomamos los remos y nos deslizamos suavemente por el plateado Támesis. Era un día espléndido. Nos distrajimos con la enorme cantidad y variedad de embarcaciones que estaban ancladas y con el hermoso paisaje de los dos lados del río.
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Al día siguiente, domingo 31 de julio, le dije que había estado aquella mañana en una reunión de los llamados cuáqueros, donde oí predicar a una mujer. JOHNSON: «Una mujer, predicando, es como un perro que camina sobre las patas traseras. No está bien hecho; pero de todos modos le sorprende a uno verlo».
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El viernes 5 de agosto partimos muy temprano en la diligencia de Harwich. Una señora gorda, de edad, y un holandés joven parecían los más inclinados a entablar conversación. En la posada donde comimos, la señora dijo que había puesto toda su atención en la educación de sus hijos, y, sobre todo, que nunca había tolerado que estuvieran ociosos ni un momento. JOHNSON: «Deseo, señora, que me hubiera usted educado también, pues he sido un perezoso toda mi vida». «Tengo la seguridad de que no hubiera sido perezoso». JOHNSON: «Sí, señora, es muy cierto; y ese caballero —señalándome a mí— ha sido perezoso. Estuvo ocioso en Edimburgo. Su padre le envió a Glasgow, donde continuó la holganza. Luego vino a Londres, donde ha sido muy perezoso, y ahora va a ir a Utrecht, donde continuará siendo tan holgazán como de costumbre». Le pregunté aparte por qué me desacreditaba así. JOHNSON: «Bah, bah, aquí no saben nada de usted y no volverán a acordarse de esto». Por la tarde la dama habló violentamente contra los católicos y contra los horrores de la Inquisición. Con el asombro más extremado de todos los pasajeros, con mi única excepción, pues sabía que era capaz de defender las dos caras de un asunto, Johnson defendió la Inquisición y sostuvo que «la doctrina falsa debía ser atajada en cuanto apareciera; que el poder civil debía unirse a la Iglesia para castigar a los que se atrevieran a atacar la religión establecida, y que eso sólo debía ser castigado por la Inquisición». Tenía en el bolsillo Pomponius Mela de Situ Orbis, en el que leía de cuando en cuando, y parecía muy interesado por la geografía antigua. Aunque no era tacaño, su atención a lo que era generalmente lícito era tan minuciosa que, habiendo observado en una de las etapas que yo di ostentosamente un chelín al cochero, cuando la costumbre era que cada pasajero diera sólo seis peniques, me llevó a un lado y me reprendió, diciéndome que lo que yo había hecho haría que el cochero estuviera insatisfecho del resto de los pasajeros, que no le daban sino lo debido. Esta fue una reprimenda justa, pues sea cualquiera el modo con que un hombre pueda satisfacer su generosidad o su vanidad gastando su dinero, no debe, en consideración a los demás, elevar el precio de un artículo sujeto a una demanda constante.
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Esta noche, en la cena, habló de la buena comida con una satisfacción no común. «Algunas personas —dijo— tienen una necia manía de no preocuparse, o de querer no preocuparse, de lo que comen. Por mi parte, me ocupo de mi estómago muy atentamente y muy cuidadosamente, pues creo que el que no se ocupa de su estómago no se ocupa de ninguna otra cosa». Ahora me parecía Jen Bull, philosophe, y por el momento se puso no sólo serio, sino vehemente. Sin embargo, le he oído en otras ocasiones hablar con gran desprecio de la gente preocupada de satisfacer su paladar, y el número 206 de su Vagabundo es un ensayo maestro contra la glotonería. Su práctica puede considerarse, como es lógico, como el resumen de sus diversas opiniones sobre el particular, y nunca he visto a un hombre que saboree la buena comida más que él. Cuando estaba en la mesa se le veía totalmente absorbido por el negocio del momento; sus miradas parecían circunscribirse al plato; tampoco —salvo si se encontraba con gente de mucho viso— decía una palabra, ni prestaba la menor atención a lo dicho por los demás, hasta no haber satisfecho su apetito, que era tan voraz, y se entregaba a él con tanta intensidad, que mientras comía se le hinchaban las venas de la frente, y con mucha frecuencia se le veía sudar bastante. Para las personas de sensaciones delicadas esto no podía menos de ser desagradable, y, sin duda, no era muy adecuado para un filósofo, que debía distinguirse por el dominio de sí mismo. Pero es preciso reconocer que Johnson, aunque podía ser rígidamente abstemio, no era un hombre moderado, ni en el comer ni en el beber. Podía abstenerse, pero no podía ser moderado. Me decía que había ayunado dos días sin molestia, y que no había tenido hambre más que una vez. Los que contemplaban con asombro lo mucho que comía en todas las ocasiones en que la comida era de su gusto, no podían concebir fácilmente lo que él entendía por tener hambre; y no sólo era muy notable por la extraordinaria cantidad que ingería, sino que era, o aparentaba ser, un hombre de muy fino discernimiento en la ciencia culinaria. Solía examinar críticamente los platos que se habían servido y recordaba con todo detalle lo que le había gustado. Recuerdo, cuando estuvo en Escocia, su elogio del paladar de Gordon (un plato sabroso en casa del honorable Alejandro Gordon), con un entusiasmo que podía haber hecho honor a cosas más importantes. «En cuanto a la imitación de Maclaurin de un plato hecho, fue un intento desastroso». Por el mismo tiempo se mostró muy descontento de la labor del cocinero de un noble francés, hasta el punto de exclamar con vehemencia: «Yo arrojaría a ese truhán al río»; más tarde alarmó a una dama, en cuya casa iba a comer, con la siguiente manifestación de su pericia: «Yo, señora, que como en muchas buenas mesas, soy un juez mucho mejor del arte culinario que cualquier persona que tenga un cocinero muy tolerable, pero que coma siempre en casa, pues su paladar se va adaptando gradualmente al gusto de su cocinero, mientras que yo, al tener una experiencia más amplia, puedo juzgar de modo más exquisito». Cuando se le invitaba a comer, aunque se tratara de un amigo íntimo, no quedaba complacido si no se le preparaba algo distinto de una comida corriente. Le he oído decir en ocasiones así: «Era una buena comida, desde luego, pero no una comida para invitar a un hombre». Por otra parte, solía expresar con gran alegría su satisfacción cuando había sido agasajado totalmente a su gusto. Un día en que había comido con su vecino y casero en Bolt Court, mister Allen, el impresor, cuya vieja ama de llaves había estudiado su gusto en todo, pronunció este elogio: «Señor, no podíamos haber tenido una comida mejor ni aunque hubiera habido un Sínodo de Cocineros».
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Al día siguiente fuimos a comer a Harwich, y con mi pasaje para el paquebote de Helvoetsluys asegurado, y mi equipaje a bordo, comimos en nuestra posada, por nuestra cuenta. Se me ocurrió decir que sería terrible si él no encontrase un modo de volver rápidamente a Londres y tuviera que permanecer en un sitio tan insulso. JOHNSON: «No se acostumbre a usar palabras grandes para cosas pequeñas. No sería terrible, aunque me viera detenido algún tiempo aquí». La práctica de usar palabras de magnitud desproporcionada es, sin duda, demasiado frecuente en todas partes, pero creo que es más notable entre los franceses, como todos los que han viajado por Francia tienen que haber comprobado con ejemplos innumerables.
Fuimos a ver la iglesia, y al llegar al altar, Johnson, cuya piedad era constante y ferviente, me hizo arrodillar, diciendo: «Ahora que va usted a dejar su tierra nativa, recomiéndese a la protección de su Creador y Redentor».