IX

 

     Caminaban sin hablar, sorteando el gentío habitual de las fechas navideñas, la mirada fija al frente. De vez en cuando, Julia lanzaba una discreta ojeada al rostro de Marcos intentando adivinar en qué estaba pensando. Él caminaba un tanto erguido, más pendiente de no tropezar con nadie que otra cosa y por momentos parecía ausente, como si no fuera consciente de llevar a Julia colgada del brazo.

 

     -¿Qué hacemos? –preguntó Julia por fin, con voz algo temblorosa.

 

     -Si te apetece, podemos ir al Café de las Letras. No estamos lejos. El lugar de nuestra primera cita.

 

     Julia se desconcertó un momento pensando en la interpretación que debía dar a la sugerencia: “el lugar de nuestra primera cita”. ¿A qué venía semejante comentario? ¡Ni que fueran novios recordando sus primeros encuentros!

 

     -Vale. Me gusta el sitio. Recuerda que yo te lo enseñé –decidió relajarse y adoptar un aire desenfadado. Al fin y al cabo, estaba allí por propia voluntad. Nadie la obligaba a nada.

 

     Viendo la actitud complaciente de Julia, Marcos abandonó el agarrotamiento que había mostrado hasta entonces. La sonrió en forma que a ella se le antojó tierna, sin ocultar cierta inseguridad. O era un actor estupendo o realmente era un hombre desvalido en busca de orientación.

 

     No tardaron mucho en traspasar la puerta del local y durante el resto del camino Marcos se esforzó en mostrar su lado más amable y seductor, obsequiando a Julia con continuas sonrisas y comentarios jocosos sobre la gente con la que se cruzaban, con anécdotas en torno a los excesos navideños y alabando en todo momento su buen aspecto, a pesar de llevar todo el día trabajando.

 

     El Café de las Letras tenía a esas horas un bullicio considerable, pero tuvieron suerte y consiguieron una mesa cerca de la pared, más tranquila que las que ocupaban el espacio central del local. Pidieron unos gin-tonics y observaron durante un rato a los numerosos grupos que hablaban y gesticulaban alrededor. Un tipo de ambiente ya conocido: periodistas, artistas –o, más bien, aspirantes a ello-, políticos en tránsito, músicos y jóvenes ansiosos por introducirse en uno de los ambientes más cool de la capital, a ver si se les pegaba algo del tenue resplandor que despedían los “famosillos” allí aposentados. La peregrinación al comedero se mantenía con fidelidad, mientras quedara algo de alimento.

 

     Marcos, prudente en todo momento, encauzó la conversación en torno a las preocupaciones cotidianas de Julia. Le preguntó por cómo le había ido el día, por su trabajo -si le gustaba lo que hacía-, por la relación con sus compañeros -si era buena o circunstancial-… Y Julia se animó a explayarse en las respuestas de tal manera que, al cabo de algunos minutos de conversación, se dio cuenta de que, de nuevo, le estaba contando intimidades que nunca antes le había dicho a nadie.

 

     Le habló de las sucesivas depresiones en las que había caído y de cómo conseguía superarlas, gracias a la ayuda de una amiga del trabajo, Patricia; de la vitalidad que ésta desplegaba, pendiente en todo momento de su estado de ánimo, y que le servía de acicate para superar el trauma. Le abrió el acceso a sus miedos más profundos al hablarle de su temor por el futuro; no sabía cómo encararlo, ni si sería capaz de rehacer su vida. Se sinceró todavía más, al ponerle al tanto del dolor que le producía el alejamiento de su hermana, con la que cada vez tenía menos cosas en común. Marcos la escuchaba con atención, permitiéndose algún chiste cuando se ponía demasiado trascendental, pero dando en todo momento la razón a sus explicaciones sobre la forma en la que iba afrontando y resolviendo sus conflictos de los últimos tiempos.  

 

     -Lo que más me jode es descubrir que vivía con un desconocido. ¡Cómo he podido estar tan ciega! He sabido cosas que... ¡Hasta tenía un lado cabrón que nunca hubiera sospechado! Tiene narices, la cosa. Con ese aspecto de no haber roto nunca un plato que tenía conmigo.

 

     -Bueno…Todos tenemos diferentes caras. Nadie es de una sola pieza y nos comportamos de manera distinta según el lugar y las personas con las que nos relacionamos –disculpó Marcos el comportamiento que Julia criticaba, poniendo de manifiesto la clásica solidaridad masculina hasta cuando no hacía falta-. Tal vez estás siendo un poco injusta con él, ahora que no puede defenderse.

 

     -¡Lo que me faltaba por oír! No es sólo que fuera un sádico refinado en su trabajo, según me han dicho. Al fin y al cabo, yo no le veía ni sabía nada de su conducta en ese ambiente, pero he ido atando cabos y ahora entiendo algunos comportamientos. Detalles a los que no daba importancia, de repente, han adquirido otros matices. Es como si ahora pudiera leer la traducción correcta de un texto que antes no comprendía.

 

    -Estás un poco críptica. No te entiendo.

 

    -Pues está muy claro. Ahora distingo cómo era de verdad, a la luz de ese carácter básico de hijoputa que desplegaba sin tapujos en el lugar y con la gente con la que más horas pasaba al día. Al despojar todo lo falso y fingido que había en el envoltorio he podido acceder al interior. Y no me gusta lo que he visto.

 

     -Sigo sin comprender adónde quieres ir a parar.

 

     -No sólo era un cabrón despótico con sus compañeros, un tirano sin escrúpulos capaz de las mayores vejaciones; también he sabido, o más bien me han dado a entender, que además se aprovechaba de su posición de poder para tener relaciones con las chicas con las que trabajaba. ¡Es repugnante! Y que a la que no se prestaba, la puteaba, la marginaba, le hacía la vida imposible. El típico acoso laboral, para ser precisos.

 

     -¡Bueno, bueno! A lo mejor no era para tanto. Ya sabes que la gente es muy envidiosa. Si su trabajo era muy competitivo, de esos en los que tu puesto está siempre cuestionado, en los que continuamente tienes que estar demostrando que eres el mejor y no queda más remedio que defenderte de quienes sólo pretenden ocupar tu sitio, es seguro que tendría muchos enemigos que ahora aprovechan para hacer leña del árbol caído, exagerando las cosas –Marcos insistía en justificar el comportamiento de Rai, más por provocar a Julia que porque, realmente, le importara cómo fuera en realidad.

 

     -Pero es que la cosa no quedaba ahí. Ahora entiendo la actitud de mi hermana en los últimos tiempos. No es que crea que ella sea trigo limpio. La conozco perfectamente y tal vez, también le alentara, aunque fuera de manera inconsciente. Sólo por su afán de coqueteo.

 

     -¿Qué quieres decir?  ¿Que tu hermana y tu marido fueron amantes?

 

     -No tanto. Creo. La verdad es que no lo sé. No estoy segura. Más bien, me parece que Rai lo intentó, que se obsesionó con ella. Como si fuera un reto. ¡Seducir a la hermana de su mujer!

 

     -Pero… ¿Cómo sabes tú todo eso?

 

     -Porque me lo insinuó mi hermana –sentenció Julia, de repente asustada por una confesión que ni siquiera había contado a Patricia, aunque también liberada por haberla hecho.

 

     -Ahora entiendo la frialdad con la que nos trataba últimamente. Me debía ver como una imbécil, siempre cariñosa con Rai, defendiéndole con uñas y dientes en cuanto alguien se metía con él por cualquier inconveniencia que pudiera haber dicho. No se atrevía a decirme nada, por no hacerme daño, pero debía pensar que era tonta  del culo.

 

     -¿Estás segura de que fue así? ¿No será que tu familia no le soportaba y han hecho una película para desprestigiarle. Para que te olvides de una vez y no te obsesiones con su recuerdo ¿Cuándo te has enterado y a santo de qué te lo cuentan ahora?

 

     -Ya te he dicho que tampoco es que me fie mucho de mi hermana, pero con esto no creo que me engañe. No tiene necesidad de inventarse nada, ahora que no está. La verdad es que no habla con claridad; le he ido sacando cosas… Por ejemplo, hace un par de días, por teléfono, después de un ataque de ansiedad y de darle la lata sobre lo bien que vivíamos, sobre lo que nos queríamos y lo sola que ahora me encuentro.

 

     Me dijo que no quería seguir hurgando en el pasado, que eso sólo me iba a traer más sufrimiento. Pero me vio tan hundida, tan desconsolada después del tiempo transcurrido, que me aconsejó -con toda seriedad, aunque con un poco de mala leche- que “más me valía abrir los ojos de una vez” –utilizó esa expresión-, “y que mejor me dedicara a echar un vistazo sobre el verdadero Rai”.     

 

     Recordé entonces todo lo que me contó un compañero suyo no hace mucho, de improviso, en un restaurante tras un encuentro casual. Y empecé a relacionar pequeños detalles: con mi hermana Alicia, con otras amigas. Retazos de conversaciones telefónicas que escuchaba sin querer a pesar de que intentara esconderse para hablar. Cenas y viajes improvisados de los que volvía con una sonrisa de oreja a oreja. Deshaciéndose en regalos que me traía de aquí y de allá. ¡Era un cínico! ¡Un mentiroso! ¡Le odio! –explotó, por fin, Julia, levantando la voz un poco más de lo normal y llamando la atención de la mesa que tenían más cerca.

 

     Marcos se inclinó hacia ella y metió despacio una mano bajo el pelo, acariciando su nuca con delicadeza para iniciar a continuación un lento recorrido por la mejilla hasta detener sus dedos al borde de la comisura de sus labios.

 

     No decía nada, aunque su mirada lo decía todo; mitad comprensivo ante lo que acababa de escuchar, mitad suplicante.  

 

     -Perdona, si me estoy poniendo pesada con mis batallitas. ¡Te estoy dando la tarde!

 

     Julia se apartó suavemente, dudando si habría ido demasiado lejos al contar tales secretos a aquel hombre. No entendía por qué, pero su presencia, sus silencios, la manera de estar, la animaban a hablar con naturalidad, a desnudarse sin dejar de lado aspectos de la cuestión que en otras circunstancias habría ocultado sin dudar. Ese hombre la incitaba a viajar por el lado oscuro de las cosas. Sabía que estaba siendo un tanto imprudente al mostrar tanta fragilidad, tanta debilidad en su presencia, pero se sentía sin fuerzas suficientes para evitarlo, como si tras todo ello le estuviera enviando un grito mudo en demanda de ayuda.

 

     -En absoluto. Me encantan tus historias y, desde luego, no son nada aburridas –intervino meloso, Marcos, animándola a seguir.

 

     -Ya está bien. De verdad, disculpa por el arrebato. No sé por qué te estoy contando todo esto. No tengo perdón. Soy una gilipollas, la típica mujercita ñoña y sensiblera. ¡Por Dios! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vas a pensar de mí!

 

     Marcos pasó nuevamente su mano por la melena de Julia, frotando a continuación su espalda, como en un acto de camaradería, dando a entender que no pasaba nada.

 

    -Pide otro gin-tonic, por favor –casi suplicó Julia-. Y, tú ¿qué? ¿A ti no te pasa nada?

 

    -Me temo que mi vida es bastante monótona. Ya te he contado en qué consiste mi trabajo. Más rutinario de lo que pudiera parecer a simple vista. Y no tengo especial relación con ningún compañero. Alguna vez me tomo una cerveza al terminar, pero no es lo normal. Tampoco tengo amantes entre las chicas del curre, ni con ninguna hermana de mi mujer –apostilló socarrón-. En realidad, lo más aproximado a una aventura que he vivido ha sido Marga. Ya sabes, sus fantasías sexuales y todo eso; y encima la seguía a duras penas.

 

     Julia bajó los ojos, rehuyendo la mirada de deseo que Marcos no ocultaba mientras recordaba sus excesos lujuriosos. Decidió que era mejor no seguir por ese camino y retomó la palabra para continuar describiéndole cómo serían sus fiestas navideñas, ahora en un tono más desenfadado. Qué la esperaba en la inevitable cena de Nochebuena en casa de su hermana, con sus padres, su cuñado y sus sobrinos, y tal vez, algún otro familiar o amigo sin refugio para esa noche. Le dibujó con detalle cómo se sentarían a la mesa, los platos que comerían, la falsa armonía, la alegría ficticia que rodearía la cena, pero que no engañaba a nadie, conscientes todos los presentes de la hipocresía social a la que gustosamente se prestaban.

 

     Sólo los niños, siempre imprevisibles, darían un toque de naturalidad. Lo que más temía era la sobremesa, el fin de fiesta con el cava y los licores. Que les diera por iniciar el capítulo de reproches sobre la forma en que había llevado la desaparición de Rai. En definitiva, que una vez más, juzgaran su comportamiento.

 

     -No sé con qué ánimo voy a estar, pero si me ven un poco abatida…, te apuesto lo que quieras a que terminan restregándome por enésima vez “que si no merece mi recuerdo, que si era un capullo integral, que si estaba muy engañada sobre cómo era en realidad…” Toda esa retahíla de lugares comunes.

 

     -No conozco a tu familia, pero si quieres apostamos. Supongo que yo tengo que elegir que no van a decir nada por estilo y que van a ser amables y divertidos contigo. Que no te van a molestar en toda la noche. ¿No es así?  Pues vale. ¿Qué nos jugamos? –la desafió Marcos divertido, con cierta malicia en su voz.

 

     Julia era consciente de sus continuas y sutiles provocaciones, pero el segundo gin-tonic estaba haciendo su trabajo y se encontraba más relajada. No tenía claro si el interés complaciente de su acompañante por todo lo que le estaba contando era real o ficticio; en cualquier caso, su permanente sonrisa la ayudaba a desdramatizar los hechos. Se sentía como en una sesión de psicoterapia.

 

     -No quiero abusar, pero no tienes manera de saber si has ganado o perdido. No vas a estar presente en esa cena y siempre te puedo mentir sobre lo que realmente ocurra. Te lo advierto. No me gusta perder.

 

     -No me importa. Me gusta el riesgo. Podemos hacer una apuesta en la que, sea cual sea el resultado, ambos ganemos.

 

     -No entiendo. Está muy claro que llevas todas las papeletas para perder.

 

     -Depende. Vamos a imaginar que, si gano, mi premio sea que me concedas un deseo. Como en los cuentos. Y si pierdo, seré yo el que te lo conceda. Lo que pidas. Igual nuestros deseos son coincidentes y ambos salimos ganando, aunque uno de los dos pierda la apuesta.

 

     -Me parece un poco infantil y rebuscado –Julia sintió un pequeño cosquilleo en el estómago y tuvo que reconocer que la sensación era placentera, aunque trufada con un pelín de nerviosismo-. ¿Y qué deseos serían esos?, si puede saberse.

 

     -No. No puede saberse hasta que llegue el momento. Igual que en los cuentos, ya digo. Hay que pedir el deseo cuando el duende consiga salir de la lámpara gracias a nuestra ayuda. Ni antes ni después; y sin vuelta atrás. Sin poder corregir la petición.

 

     Pero, igual a ti se te ocurre otra apuesta más adulta.

 

     Mientras se retaban con los dobles sentidos, Marcos se había ido acercando a la mujer con ligeros movimientos que sólo parecían buscar mayor comodidad en el asiento. Sus piernas rozaban ya las de Julia y la miraba con tal intensidad que parecía que el mundo se fuera a acabar si ésta no acertaba con la respuesta correcta.

 

     -Qué estás insinuando –se hizo la ingenua, decidida a seguir el juego y ver cómo acababa  la cosa-. No sé adónde quieres ir a parar.

 

     -Yo creo que está muy claro.

 

     -A mí no me lo parece. Más bien me resulta extraño. Casi no nos conocemos.

 

     -Mejor de lo que imaginas. En el fondo, somos almas gemelas.

 

     -No sé…

 

     Julia dudó. No era una mojigata, pero ya no recordaba la última vez que un hombre había intentado seducirla. Hacía mucho que no sentía ese hormigueo, esa mezcla de miedo y curiosidad. Era una mujer libre, en lo mejor de la edad, necesitada como cualquiera de cariño, de que le proporcionaran placer. Desde luego, se sentía halagada por el interés que Marcos demostraba hacia ella, pero no podía echar a un lado, así como así, tantos años de educación represora con la moral y los instintos, tantos años llevando una vida rutinaria, mitad ama de casa mitad funcionaria de una gran compañía de seguros. Amante esposa y probable cornuda. Nada especial. Sólo monotonía y rutina en cada día de los últimos años vividos. Aunque la sacudida final hubiera sido demasiado brusca.

 

     Atento a la menor de sus reacciones, Marcos se levantó, disculpándose innecesariamente por tener que ir al servicio y aprovechando el acto para propinar dos suaves palmadas sobre la rodilla de Julia. Desapareció raudo antes de que pudiera hacer o decir nada.

 

     No quería echarle toda la culpa al gin-tonic, ya sólo quedaba el trago final, pero se veía como una adolescente, coqueteando igual que lo hacía con los muchachos que la rondaban a esas edades. Tirando de la cuerda y soltando, según el momento. Excitada por lo que pudiera ocurrir y temerosa de que ocurriera.

 

     Tenía que reconocer que se sentía a gusto con Marcos. No sabía muy bien por qué, dado que las circunstancias no eran las más propicias para una aventura galante. Le gustaba su seguridad, su frívolo optimismo, el juego ligero que ya no ocultaba. Y tenía un apreciable atractivo, el de un hombre que ha sido guapo en su juventud y entra con elegancia en la madurez, manteniendo y acentuando sus mejores rasgos. Todavía no había desarrollado la clásica barriga cincuentona y era evidente que dedicaba un tiempo a su apariencia, que no se ponía cualquier cosa, como tantos hombres de su edad. Era educado y estaba al día de lo que pasaba en el mundo. Le gustaba comer y beber, como a ella. También apreciaba su ingenio, como el manifestado un poco antes con las apuestas. La mayor parte del tiempo mantenía con ella un aire serio y trascendente, como queriendo demostrar algo; tal vez no era más que un mecanismo de defensa ante sus propias inseguridades. Pero, en cuanto se relajaba, afloraba un aire entre cínico y socarrón que le gustaba. No lo podía negar.

 

     Paseó la vista por el bar y sonrió pensando en los juegos de salón que también debían estar desarrollándose en otras mesas. La inevitable condición humana; hombres y mujeres compitiendo por destacar, por gustar, por llamar la atención: ¡Eh! Soy yo. Estoy aquí.

 

     Le vio llegar desde un pasillo que se abría al final de la barra y le gustó la forma en que la miraba, seductora y varonil, según se acercaba despacio a la mesa.

 

     -Perdona. He tardado un poco…

 

     -Por favor, no tienes que pedir disculpas. Estaría ocupado el servicio…

 

     -No. No es eso.

 

     De repente, se mostró inseguro, temeroso por algo, igual que ella en muchos momentos de la conversación. Enfrentado a una repentina timidez.

 

     -No creas que hago esto muy a menudo. En realidad, es la primera vez que lo hago. Pero… En fin, ya está hecho. Acabo de reservar una habitación en el Hotel.

 

     Al mismo tiempo que conseguía verbalizar el motivo de su repentino apocamiento, Marcos abrió la mano para mostrar una tarjeta magnética, como queriendo reforzar con ese gesto la consumación del acto. La prueba empírica de su atrevimiento.

 

     Julia se quedó un buen rato mirando la tarjeta, sin decir nada, intentando asimilar el mensaje, reconociendo sin lugar a dudas que, efectivamente, lo que Marcos mostraba en su mano era una llave de habitación de hotel. Y mientras digería la oferta, con las neuronas de su cerebro en un violento torbellino, chocando unas contra otras, tomó conciencia de que si no hacía algo de inmediato, ya no habría vuelta atrás.

 

     -Ahora ya sabes mi deseo. Lo que habría pedido, en caso de ganar la apuesta –se vio Marcos en la necesidad de aclarar lo evidente.

 

    -Pues deberías haber esperado a que apostáramos.

 

    -Eso creía yo. Pero no. No he podido esperar. 

 

     Marcos volvió a meter los dedos entre la melena de Julia, acariciando su nuca y esta vez ella estiró el cuello hacia atrás, disfrutando de las caricias, como si quisiera retener la mano atrapada entre el pelo y su piel. Al tiempo, giró un poco la cara para verle los ojos y decidió que no merecía la pena detener el lento avance que Marcos había iniciado hacia sus labios. Se dejó llevar y disfrutó del estremecimiento que le produjo el beso. Un beso prolongado porque, pasó un rato, antes de sentir cómo la abrazaba con fuerza y cómo acariciaba suavemente su espalda con una mano que se había deslizado con habilidad por debajo de la camisa, en torno a la cintura del pantalón.

 

     Julia deshizo el abrazo del oso, sonriendo con timidez y un poco avergonzada por aquel comportamiento en un lugar público, más propio de una jovencita que de alguien de su edad. Pero Marcos apenas la dejó reaccionar. Con delicadeza la ayudó a levantarse, sujetándola por un codo, sin soltar la presa. Le sonrió, le pasó de nuevo la mano por el pelo, estiró su camisa, para recomponer su figura, y la encaminó sin titubeos hacia el pasillo que se abría al final de la barra del bar y que, sin lugar a dudas, debía conducir hacia el Hotel.

 

     -¿Hemos pagado? –pudo articular Julia con un hilo de voz.

 

     -No te preocupes –respondió Marcos mientras se perdían en la oscuridad del pasillo.

 

 

 

     Intentó abrir los ojos. Pero el dolor de cabeza era tan fuerte que prefirió mantenerlos cerrados un rato más. Se revolvió inquieta en la cama, no del todo segura de dónde se encontraba. Sabía que tenía que esforzarse y se concentró en intentar abrir los ojos, a pesar de sentir los párpados como si estuvieran sellados con pegamento. Reconoció su despertador digital, la mesilla, el cuadro que le regaló Julia en un cumpleaños con unas manchas de colores vivos y unas líneas geométricas, pura abstracción que nunca pudo entender, y se quedó más tranquila al saberse en su habitación. El reloj mostraba que la mañana ya estaba perdida y unos ruidos en su estómago confirmaban que, probablemente, llevaba muchas horas sin comer nada. Un débil rayo de luz entraba por la ventana, con la persiana casi cerrada por completo en contra de sus costumbres. A Patricia le gustaba dormir con la ventana un poco abierta, aunque fuera invierno, y con la persiana sin bajar del todo. Prefería sentir las primeras luces del día que, por otra parte, no le impedían seguir durmiendo hasta la hora de levantarse y acudir al trabajo.

 

     No recordaba cómo había llegado a casa. Se movió despacio pensando que debía haber pasado una mala noche, pues casi no deshacía la cama, y sin embargo ahora, estaba enredada entre las sábanas y un edredón que no le cubrían nada; todo estaba arrugado alrededor.

 

     Poco a poco, empezó a recordar que estuvo en el pub al que acudía Rai, que habló con sus compañeros de trabajo y que el encargado del local le produjo una desagradable sensación. Intentó hacer recuento de los gin-tonics que bebió y llegó a la conclusión de que debieron de ser muchos y ahora le pasaban factura. Tenía una terrible resaca de la que no iba a salir fácilmente.

 

     Pero ahí acababan sus recuerdos de la noche. En la última imagen se veía bebiendo con un amigo de Rai y con el siniestro encargado. A partir de ese momento, oscuridad total. No recordaba cómo salió del local, cómo llegó a su casa. Nada.

 

     Hizo un primer intento por incorporarse, pero a medio camino se dejó caer de nuevo sobre la cama, como un peso muerto. No recordaba una resaca así. Estaba acostumbrada a beber y trasnochar, y estaba segura de haberse pasado con el alcohol mucho más en multitud de ocasiones. No entendía por qué se sentía tan mal.

 

     “Te estás haciendo mayor, Patricia”, se dijo a sí misma, mostrando comprensión hacia su lamentable estado, con una voz aguardentosa que parecía salida del fondo de un pozo.

 

     Al segundo intento consiguió enderezarse, y con la ayuda de ambas manos apoyadas con fuerza en el lecho, pudo, por fin, apuntalar la espalda contra el cabecero y contemplar el desastre de habitación que tenía ante sus ojos.

 

     Estaba completamente desnuda. Nuevamente, no recordaba cómo se había quitado la ropa y metido en la cama. Todas sus cosas estaban tiradas por el suelo, como si hubiera tenido un arrebato pasional. Cada prenda por un lado, el bolso abierto, con sus cosas esparcidas por toda la habitación, una silla volcada, una incomprensible botella de whisky casi vacía y varios vasos usados encima de la cajonera donde guardaba sus prendas íntimas.

 

     Miraba el paisaje después de la batalla sin entender nada. Durante un rato estuvo contemplando otro rastro absurdo: un cenicero lleno de colillas. Había dejado de fumar hacía un par de años, y le había costado mucho. No había vuelto a encender un cigarrillo desde entonces. ¿Quién había estado allí? Por más que se esforzaba, su cerebro mantenía un agujero negro sobre lo que pudiera haber pasado esa noche, en esa habitación.

 

     Todavía noqueada por la impresión, inició un movimiento para intentar escapar de aquel enredo de sábanas y vio entonces sus bragas rotas, más bien desgarradas. Y ahí empezó a preocuparse de verdad, a experimentar una sacudida de pánico. ¿Qué coño era eso? ¿Cómo se habían roto así sus bragas?

 

     Consiguió llegar al borde de la cama y apoyar los pies en el suelo. Comenzó a caminar despacio, mandando órdenes a cada una de sus piernas para que dieran un paso tras otro hasta alcanzar el baño. Lo que vio ante el espejo no le gustó nada. Tenía una cara horrible. No solía pintarse mucho, pero lo poco que quedaba manchaba su rostro simulando una especie de payaso en el peor de sus momentos. Los ojos inyectados en sangre, unas marcas rojas en el cuello que empezaban a amoratarse y unos arañazos en la espalda eran la prueba de que debía haber mantenido una lucha de la que nada recordaba. O algo por el estilo.

 

     Había demorado a propósito contemplar esa parte de su cuerpo, intuyendo el miedo a lo desconocido, a lo incomprensible. Despacio, deslizó la mirada de la cintura hacia sus piernas para ver horrorizada moratones apreciables en los muslos. Entonces se dio cuenta de que le dolía un poco toda la zona vaginal. Se tocó con cuidado y confirmó que su sexo estaba algo irritado. Finalmente, se dejó caer sobre la tapa del wáter al sentir los restos de un líquido viscoso.

 

     Permaneció sentada un buen rato, compadeciéndose de sí misma, intentando recordar, sacudida por el miedo.

 

     Con dificultad, llegó hasta la ducha y dejó que el agua limpiara todas las impurezas de su cuerpo durante bastantes minutos. Se frotó con fuerza cada centímetro de piel hasta enrojecer mientras lágrimas de impotencia se mezclaban con el agua en sus mejillas. Cuando empezó a notar los dedos acorchados cerró el grifo y se dispuso a enfrentarse de nuevo con el espejo. La imagen que le devolvió había mejorado, aún así, seguían visibles esas huellas que miraba de reojo: los moratones, los arañazos, las marcas en el cuello.

 

     Ya más despejada, se cubrió con un albornoz y regresó a la habitación para analizar el escenario y encontrar alguna pista que arrojara luz sobre lo ocurrido. Hubiera preferido no descubrir nada, pero, al levantar la persiana para que el sol iluminara el cuarto, enseguida apareció ante sus ojos otro objeto fuera de lugar, medio oculto entre sus ropas esparcidas por el suelo: una pequeña cámara de fotos digital, de color rosa, que no le sonaba de nada. Totalmente desconocida. Verla por los suelos, entre su ropa, le pareció de mal augurio, pero seguía sin entender qué significaba todo aquello.

 

     Asustada, se sentó en el borde de la cama y activó la cámara. Nada había en ella. Esto la extrañó más, si cabe.

 

      No tardaría mucho en comprender. Un pitido conocido la sobresaltó. Su móvil  indicaba que estaba recibiendo un mensaje. Tardó un rato en encontrarlo; no estaba en el fondo de su bolso, como siempre ocurría cuando quería cogerlo con prisas. También andaba por el suelo, entre otras prendas revueltas. Abrió el sms, esperando encontrar un mensaje tranquilizador de alguien conocido que pudiera explicarle lo ocurrido, pero nada así apareció en la pequeña pantalla azulada. El número de llamada permanecía oculto y el texto era claro y escueto: <ve a tu ordenador y abre tus imágenes>.

 

          Aunque la resaca no había desaparecido del todo, ya empezaba a recuperar la coordinación. Con rapidez fue a la otra habitación que le hacía las veces de lugar de trabajo y lectura y movió el ratón de su portátil para que se iluminara la pantalla. Normalmente, lo dejaba encendido y con su página de hotmail abierta. Como vivía sola no temía que nadie cotilleara en sus cosas. Echó un rápido vistazo a la relación de correos sin leer y no vio nada raro. Unos cuantos “no deseados”, como siempre, y unos pocos de Paolo y otras amistades. Fue al escritorio, para abrir la carpeta de imágenes, hizo el click para abrirla y, ante sus ojos apareció una completa galería de fotos que hubiera preferido no tener allí guardadas.      

 

     Se situó con el cursor sobre cada una de ellas, ampliándolas, repitiéndose que aquello no podía estarle pasando a ella, que todo era una pesadilla, un malentendido, una broma de mal gusto de alguien que quería castigarla.

 

     Las fotos eran bastante explícitas, como si en cada instantánea se hubiera buscado el mejor ángulo posible y se hubiera dispuesto la colocación de los actores para que nada de lo que interesaba quedara oculto al plano.

 

     En la primera, Patricia estaba sentada en la cama, recostada en el cabecero, vestida, el pelo le tapaba un poco los ojos y sujetaba a duras penas un vaso de tubo casi vacío en la mano. A su lado, sin mostrar su rostro al objetivo, dos hombres, también vestidos, dirigían sus vasos llenos de lo que parecía whisky hacia ella, como si estuvieran brindando a su salud. Uno de ellos tenía la mano libre claramente apoyada sobre su pecho. En la siguiente foto, los hombres la estaban desnudando; cada uno por un sitio, y, desde luego, ella no ofrecía ninguna resistencia. Más bien parecía abandonada a lo que quisieran hacer aquellas manos.

 

     En otra, ya estaba en ropa interior y los hombres desnudos, siempre de espaldas a la cámara. La siguiente mostraba cómo uno de ellos rompía sus bragas, para, después, hacer otro primer plano de las mismas, mostrando cómo habían sido desgarradas.

 

     Hipnotizada por lo que estaba viendo, fue pasando una foto tras otra. Había una amplia colección y buena parte repetía posiciones de Patricia follando con aquellos dos hombres. Follando de manera salvaje, nada de hacer el amor, pensó al contemplar la galería de imágenes.

 

     Patricia con los ojos cerrados y una polla en su boca mientras la follaban desde atrás. Patricia, con los ojos cerrados y una polla en cada mano. Patricia, con los ojos cerrados, besando a uno de ellos mientras el otro le masajeaba los pechos. Patricia, con uno debajo y otro encima; con uno chupándole el cuello mientras el otro le lamía el coño. Y otras muchas, a cual más desagradable, que casi se negaba ya a mirar. Obscenas, pornográficas. Y en todas, parecía mostrar un placer lujurioso con todo lo que le estaban haciendo. Tal vez por su expresión indefinible, siempre con los ojos cerrados, como en un continuo éxtasis. Los hombres, de espaldas o manteniendo bien oculto el rostro por el ángulo en que las fotos se habían tomado. La única persona reconocible era ella.

 

     Cuando terminó de pasar la colección se llevó las manos a la cara, espantada, intentando desentrañar qué significaba todo aquello. De nuevo, como si alguien estuviera cronometrando sus movimientos, la respuesta a sus preguntas se presentó sin esperar. El móvil volvió a sonar. Número privado. Una voz grave, algo distorsionada, amenazadora:

 

     <Hola, Patricia. No podíamos imaginar que fueras tan viciosa y tan salvaje. Estamos encantados de haberte conocido, aunque casi acabas con nosotros. ¿Te gustan las fotos? Tenemos más. Muchas. Iguales y otras diferentes que no te hemos dejado para no cansarte. Estamos dudando en colgarlas en Internet. O en mandarlas a las direcciones de correo de tus compañeros de trabajo. ¿Tú qué opinas? Seguro que nadie se queda indiferente al verlas. Es posible que te salgan invitaciones para repetir la actuación con algún admirador. Te hemos dejado la cámara por si quieres practicar. Un bonito recuerdo para que no te olvides de nosotros. Bueno. De momento vamos a esperar. Si dejas de meter las narices donde no te llaman, tal vez nos olvidemos. Además, como ya sabemos dónde vives, siempre podemos volver a quedar.

 

¿Verdad que no se lo vas a contar a nadie? No te creerían. Con esas fotos…, todo el mundo va a pensar que no te lo montas nada mal. Pareces disfrutar. Y nosotros más de lo que hubiéramos podido sospechar.

 

Fuiste muy amable al invitarnos a pasar la noche contigo, en tu casa. Nunca te olvidaremos. Eres la reina del sexo. ¡Ah! Y vigila lo que bebes. No se puede tomar tanto. Algunas combinaciones, no son buenas>.

 

 

 

     Si, por un momento, Patricia hubiera tenido facultades paranormales para poder ver la noche que le esperaba por delante, mientras bebía gin-tonics con los compañeros de Rai y jugaba a los detectives, habría salido corriendo de aquel pub dejando con la palabra en la boca a sus turbios acompañantes, pero esto es algo que sólo ocurre en las series televisivas de género fantástico. Así que, Patricia recorrió todo ese camino sin la menor posibilidad de actuar sobre su destino al tiempo que Julia recorría el suyo al cruzar la puerta de la habitación del Hotel de las Letras que Marcos había reservado.

 

     La había mantenido sujeta por un brazo desde que se levantaron de la mesa, con suavidad, pero con firmeza. Conduciéndola despacio por el pasillo que llevaba a los ascensores, muy pegado a su cuerpo mientras el elevador subía hasta el piso; sonriente, ante el excitado abandono de Julia, mezcla de expectación y temor a lo desconocido.          

 

     Caballeroso, le cedió el paso, aunque más pareciera que la empujaba al interior de la habitación. Julia aprovechó el momento para soltarse de la garra que aferraba su brazo e intentó dar un poco de naturalidad a la situación. No encontró mejor forma para ello que comentar la decoración del lugar.

 

     -Muy bonita. Tienen buen gusto. ¿Adónde da? –dijo mientras se asomaba a la ventana- Habrá mucho ruido. Estamos en la Gran Vía y…

 

     Marcos se apretó contra su espalda, rodeándola con los brazos, sin dejarla terminar sus apreciaciones sobre el diseño ornamental y la ubicación de la habitación. La abrazó con fuerza y Julia se dejó llevar, inclinando el cuello hacia atrás para ofrecer más superficie a los labios del hombre que ya se posaban ansiosos sobre la carne. Enseguida, una mano se deslizó bajo la blusa, acariciando su ombligo y ascendiendo despacio hacia el pecho. Al poco, como si se hubiera arrepentido del camino tomado, la mano salió del cuerpo para ponerse ahora a desabrochar botones y mostrar el sujetador que, a esas alturas, ya no ocultaba el endurecimiento de los pezones. Al tiempo, Marcos no dejaba de frotar todo el cuerpo contra su culo y su espalda, en una especie de ejercicio contorsionista que dibujaba curvas sinuosas.

 

     Despacio, la mano que se había entretenido con los botones de la camisa se deslizó hacia abajo para introducir ligeramente un dedo, y luego otro, entre la cintura del pantalón y la piel. Unos dedos que, poco a poco, fueron ganando terreno, avanzando imparables hacia su objetivo final. Con estudiada sincronía, la otra mano liberó los senos para frotar los pezones endurecidos con el índice y el pulgar. Una vez uno, al rato el otro.

 

     Julia suspiraba, totalmente abandonada, sintiendo que las piernas le fallaban, pero antes de que la inestabilidad pudiera hacerla caer, Marcos le dio la vuelta para besarla con pasión, abrazándola con tanta fuerza que casi le corta la respiración. Su lengua se abrió camino entre los dientes, explorando el territorio virgen de aquella boca, moviéndose inquieta por todos los recovecos, repasando dientes y muelas. Julia parecía dispuesta a devorar y ser devorada.

 

     Se besaron durante un buen rato, girando la cabeza a un lado y a otro para ofrecerse desde todos los ángulos, hasta que empezaron a sentir los labios irritados. Marcos la separó un poco y terminó de quitarle la blusa, contemplando sin disimulo aquellos pechos que había sacado por encima del sujetador. Se lanzó entonces voraz sobre ellos, aspirando con fuerza y jugueteando con la lengua alrededor de los pezones. La mantenía inclinada hacia atrás, sujeta tan sólo por un brazo mientras los dedos de la otra mano se dedicaban a repasar sus labios, penetrando de vez en cuando en su boca para que ella pudiera chuparlos con deleite.

 

      A pesar de las frías fechas navideñas en las que se encontraban, unas finas gotas de sudor se deslizaron por la piel de Julia, poniendo de manifiesto el calor del momento. Hacía mucho tiempo que no practicaba sexo, pero no era sólo la falta de práctica. No recordaba tanta excitación, tanto placer. Tal vez desde los comienzos de su relación con Rai. Era un calor que la quemaba por dentro y por fuera, un fuego que se propagaba por todos sus órganos a través de un invisible hilo conductor y que cortocircuitaba a su paso el resto de sus facultades hasta alcanzar el objetivo propuesto: un orgasmo que la sacara del cuerpo.    

 

     -Espera, espera. Más despacio –pudo decir a duras penas cuando Marcos la tumbó sobre la cama-. No puedo…

 

     Como si no hubiera escuchado nada, Marcos tapó su boca con un nuevo beso mientras con destreza terminaba de desabrocharle el pantalón y bajaba con cuidado la cremallera para posar una mano abierta encima de las bragas, iniciando un suave movimiento arriba y abajo, notando a través de los encajes su sexo humedecido y apreciando que, de seguir así, iba a conseguir que se corriera de inmediato.

 

     Excitado por el hecho, se separó un poco para poder contemplar el rostro de la mujer que mantenía los ojos cerrados y los labios ligeramente entreabiertos mientras movía la cabeza, jadeante, en forma que a Marcos se le antojó tremendamente sensual. Los dedos del hombre iniciaron el asalto final, apartando la fina lencería a un lado para dejar al descubierto todo el territorio que se proponía recorrer. Estuvo un buen rato acariciándola, jugando con su excitación, parando el movimiento de sus dedos o acelerando, según su capricho, hasta que, incapaz de aguantar más, Julia abrió unos ojos sorprendidos al tiempo que su cuerpo se contraía y agitaba sin control, pasando de los leves gemidos a gritar ya sin contención.

 

     Marcos observaba todos sus gestos y lamentos complacido, decidido a no darle un momento de descanso, por lo que continuó acariciándola cuando ya ella se había vuelto a dejar caer sobre la cama, la respiración agitada, las mejillas ardiendo y con pequeños espasmos por todo el cuerpo que no podía controlar.

 

     -¡Que sorpresa! No me imaginaba que fueras tan ardiente –sacó Marcos un tono de voz hasta ahora desconocido, más bien desagradable, y que podía recordar una película de terror-. Y con un puntito de resistencia antes de entregarse. Eso hace la cosa todavía más excitante.

 

     Julia se dio cuenta del cambio en la voz y se asustó un poco, aunque la excitación que mantenía era más fuerte que la preocupación que pudiera sentir.

 

     -Para, para un poco, por favor. No puedo más –le suplicó.

 

     -Claro que puedes, cariño. Quiero que sientas lo que acabas de sentir…, cuatro, cinco veces. Quiero darte más placer que todo el que hayas podido sentir en tu vida.

 

     -No, no. Espera –se revolvía Julia ahora con los brazos por encima de su cabeza, estirados y bien sujetos por una mano de Marcos mientras la otra seguía con las caricias por sus rincones más íntimos-. Vas a hacer que me corra otra vez. Por favor…

 

     -De eso se trata, preciosa. Aún no hemos terminado. Ahora viene lo mejor.

 

     Julia volvió a sacudir su cuerpo, arqueándolo sobre la cama, como si estuviera poseída por un demonio y sometida a un exorcismo. Los espasmos fueron ahora más intensos y sus gemidos más agudos y prolongados. Los ojos, de nuevo en blanco, y la razón perdida.

 

     Por fin, Marcos soltó su presa, dándole un momento de respiro. Pero no fue más que una breve pausa que aprovechó para desnudarla por completo y deleitarse lujurioso con el abandono de la mujer. Julia estaba un tanto avergonzada, pero era incapaz de moverse, de ocultar su cuerpo a la mirada indiscreta de aquel desconocido que le daba tanto morbo. Dominaba los tiempos y, mientras la contemplaba, también se fue desnudando despacio y ahora era Julia la que no podía apartar la mirada del cuerpo del hombre que ya avanzaba de nuevo hacia ella.

 

     -Bueno, cariño. Ahora me toca a mí. Aunque, por lo que he podido apreciar, estoy seguro de que eres capaz de correrte otro par de veces más antes de que yo lo consiga. Pareces insaciable, así que, vamos a jugar por otros lugares.

 

     Y antes de que pudiera darse cuenta, Marcos le dio la vuelta, poniéndola de rodillas sobre la cama, para empezar a acariciar de nuevo su pecho, que ahora colgaba libre y se prestaba a un masaje con ambas manos. Y, de nuevo, enseguida consiguió que la excitación se hiciera casi insoportable, al penetrarla en esa posición, botando despacio contra ella.

 

     -Espera. ¡Qué haces! ¡Ponte un preservativo! No sigas.

 

     -Tranquila. Ahora me lo pongo. Sólo quiero que antes me sientas un poco dentro de ti –Marcos le dio un par de suaves azotes que la sorprendieron, mientras continuaba con sus movimientos.

 

      -¡Para, para! -Julia se revolvió y consiguió desembarazarse de él antes de que la cosa fuera a más.         

 

     -¡Vamos, mujer! Que no tengo intención de dejarte embarazada. No te preocupes –dijo Marcos burlón, mientras le mostraba un preservativo que sacó de su chaqueta-. Vamos a rematar la faena. Pero antes, por rebelde, vas a tener un pequeño castigo. O…, tal vez no te lo parezca.

 

     La ayudó entonces a reincorporarse, sentándola sobre el borde de la cama para que quedara a la altura correcta. Julia se resistió un poco, pero la tenía bien sujeta por la nuca, de pie frente a ella, dirigiendo el movimiento apetecido, parando a veces, apretándola con firmeza contra su cuerpo hasta casi ahogarla.

 

     -Vale. Ya has tenido bastante –le dijo pretencioso-. Ahora te voy a follar.

 

     La tumbó sobre la cama, se puso el condón, y la penetró con fuerza mientras de nuevo estiraba sus brazos por encima de la cabeza, ahora abiertos en aspa, sujetos por las muñecas. Él se corrió enseguida y Julia, tal vez excitada por ello, acabó de nuevo, sintiendo a continuación el peso del hombre sobre su cuerpo, desplomado, inmóvil, con la respiración agitada, sin fuerzas ahora para sujetarla.

 

     Cuando empezaron a recobrar el sentido Marcos se dejó caer a un lado, exhausto, pero con una sonrisa de placer de oreja a oreja.

 

     -¡Dios! Ha sido la hostia. Hacía mucho que no echaba un polvo como éste.

 

     -¡Ah! ¿Sí? Es algo que sueles hacer –respondió con mala leche, Julia.

 

     -No, mujer. Es que… No recordaba…

 

     -Déjalo, anda -Julia se debatía entre el cabreo que sentía consigo misma y la excitación por el placer vivido, que no le quedaba más remedio que reconocer-. Calla. Vamos a descansar un rato. No digas nada.

 

     Marcos aceptó la orden de buen grado, agotado como se encontraba, y cerró los ojos para disfrutar plenamente del abandono de su cuerpo, relajado y feliz por el deseo satisfecho, cumplida la aventura.

 

     El silencio en el que se instalaron permitía oír de fondo el ruido del tráfico en la Gran Vía. La habitación estaba bien aislada, pero a pesar de ello, era inevitable que las voces del gentío que habitualmente transitaba por la avenida, y más en esos días, el inevitable claxon de algún impaciente y el permanente parar y arrancar de los autobuses rompiera la paz del momento a modo de fondo sonoro, no precisamente musical.

 

     No supo cuanto tiempo pasaron así, sumidos cada uno en sus pensamientos. Tal vez arrepentidos o tal vez calculando cuando podrían repetir el frenesí. Y si podrían hacerlo, si se volverían a dar las circunstancias. Ahora que el hielo se había roto, nada sería lo mismo. Ya no habría expectación, escalofrío, temor a lo desconocido; sólo aceptación del hecho, búsqueda del lugar y la hora para entregarse al desenfreno. Julia pensaba en ello, incómoda, ahora que la excitación había pasado, reprochándose por el abandono, por haber sido tan confiada. ¿Qué sabía ella de ese hombre? ¿Cómo había podido llegar a esto? Le había gustado; claro que sí. No recordaba la última vez que había disfrutado tanto con el sexo. Como él había dicho, había sido un buen polvo, de eso no había duda. Pero debía andarse con cuidado. Era un hombre extraño. Todo había sido muy raro desde el principio. ¿Se había aprovechado de su situación? ¿De su necesidad por hablar con alguien ajeno al drama, que no fuera de la familia ni una antigua amistad? Llevaba mucho tiempo baja de defensas. Vulnerable. Necesitada de cariño y atenciones. ¿Cómo se había dejado engatusar? ¿Qué iba a pasar ahora?

 

     Marcos la sacó de su ensimismamiento, como si poseyera una imposible capacidad de comunicación telepática.

 

     -Si quieres, podemos pasar la noche juntos. Hasta mañana a las doce no hay que dejar la habitación.

 

     La insinuación hizo las veces de un efecto muelle sobre Julia que se levantó de la cama de un salto, con una agilidad inusitada, dadas las circunstancias.

 

     -No, no. No puedo. Lo siento, me tengo que ir a casa… -empezó a soltar excusas mientras buscaba por el suelo su ropa, esparcida por media habitación, y se vestía dándole la espalda, vuelto el pudor a la vida-. Mañana tengo que madrugar y…

 

     -Está bien, está bien. No tienes que darme explicaciones. Otra vez será. Porque… Nos volveremos a ver. ¿No?

 

     -Claro, claro. Llámame. Ya sabes mi número y dónde trabajo… Qué tonterías estoy diciendo. Claro que sabes mi número de teléfono y dónde trabajo. Te tomaste la molestia de averiguarlo –Julia continuó vistiéndose lo más rápido posible. Sintiendo los ojos de Marcos clavados en su espalda.

 

     -¿Estás enfadada? ¿He dicho algo que te molestara? Pareces alterada.

 

     -No me hagas caso. Cosas mías. Estoy perfectamente. Es solo qué… Todo ha sido tan rápido, tan extraño… No sé. Ahora necesito estar sola.

 

     -Está bien. No te preocupes. Lo entiendo. No te quiero agobiar, pero… ¡Es que ha sido estupendo! Quería que lo supieras. Para mí… Ha sido algo muy especial –dijo Marcos zalamero, esperando ablandar a Julia- y creo que tú también te lo has pasado bien.

 

     -Claro. Desde luego. Pero... Entiéndelo. Ahora prefiero marcharme. Ya te digo, necesito tiempo.

 

     Por fin vestida y con todos los complementos en su sitio, Julia se encaminó hacia la puerta frenando de sopetón. No sabía cómo despedirse. ¿Qué sería lo correcto? No quería dar la sensación de haberse convertido en la clásica amante y despedirse de una manera insinuante, ni tampoco ser grosera o descortés. No sabía si hacer un gesto con la mano desde lejos o acercarse para darle un beso. Como tampoco se trataba de quedarse allí de pie, como un pasmarote, se decidió por la segunda opción y se inclinó sobre la cama para propinarle un par de castos besos en las mejillas. Pero a Marcos esto le debió saber a poco porque, aprovechando la inestable posición de la mujer, se incorporó un poco para pasarle un brazo por el cuello y arrastrarla otra vez hacia la cama, haciéndola caer boca arriba y situándose enseguida sobre ella.

 

     -Esa no es forma de despedirse. Después de lo que hemos pasado –protestó Marcos, mientras inmovilizaba su cuerpo y buscaba sus labios.

 

     -No. Espera. ¡Qué haces! En serio, me tengo que ir.

 

     -Claro, cariño. Después de despedirnos correctamente.

 

     Julia intentó quitarse de encima al hombre, pero era inútil. Con su cuerpo la mantenía firme sobre la cama. La besó, de nuevo con pasión, venciendo con la lengua la pequeña resistencia inicial que enseguida permitió el paso entre los dientes, para restregar los labios con resucitado furor, a continuación.

 

     Una mano volvió a apretar su pecho por encima de la blusa, ya sin miramientos, con firmeza, dolorosamente, y cuando se cansó de masajear y dibujar círculos imaginarios por esa parte de su cuerpo, rápida se dirigió a desabrochar el pantalón y tirar de la cremallera, y luego de toda la prenda, casi con violencia.

 

     Julia pasó sus brazos por el cuello de Marcos, atrayéndole con fuerza, ofreciendo su boca con ansia y sin control. Cuando pararon para tomar aire, él empezó a escurrirse por su estómago, dibujando una fina estela de suaves besos y lametones por toda su carne enardecida hasta el ombligo. Continuó su camino, bajando lento e imparable, recorriendo con la lengua la ruta que se había trazado de antemano, explorando incansable todos los recovecos posibles hasta llegar a sus pies, y cuando se cansó de ello, ascendió de nuevo para concentrarse en estimular el punto que ya sabía era el más excitable. Aquí aplicó otro tipo de movimiento a base de rápidos lametones hasta conseguir atraparlo ligeramente entre los labios y sentir que ella ya no aguantaría mucho más.

 

     Julia alcanzó un descontrolado orgasmo mientras Marcos mantenía la cara clavada entre sus piernas. Arqueada sobre la cama, la respiración entrecortada, con esporádicos gritos de placer, a medio vestir y medio desnuda. 

 

     Permaneció tendida unos minutos, con los ojos cerrados, intentando recuperar un ritmo de respiración normal. Él se sentó a su lado y le acarició el pelo con ternura, metiendo los dedos entre la melena para masajear el cráneo y calmar así su agitación. La miraba con dulzura, pero también seguro y dominante, dueño de la situación.

 

    Por fin se incorporó, apenas repuesta. Sin mirarle, sin decir nada, se alisó la camisa, se puso los pantalones, recompuso un poco su figura y, todavía con evidentes signos de arrebato en el rostro, las mejillas sonrojadas, los labios cortados y algo despeinada, le plantó un beso en los labios con la punta de sus dedos.

 

     -Adiós.

 

     Y despacio, con un paso desmayado que no ocultaba el cansancio, salió de la habitación del Hotel de las Letras sin volver la vista atrás.