IV

 

     -Pero, bueno. ¿Se puede saber lo que te pasa? ¿Estás tonta o qué? Ahora que empezabas a recuperarte… ¿Volvemos al principio?

 

     Julia andaba revolviendo papeles en su mesa, moviéndose de un lado a otro por su pequeño despacho, levantándose, sentándose y recolocando sin cesar todas sus cosas. Intentaba no mirar a Patricia mientras aguantaba el chorreo que le estaba echando.

 

     -Quedas a tomar una copa con un desconocido que te llama por teléfono, que te cuenta cosas muy raras y que insinúa alguna relación misteriosa con lo que coño sea le pudo haber pasado a Rai. Y ahora prestas atención a un compañero suyo que tampoco conocías y que vete a saber lo qué pretende con esos cotilleos.

 

     -Fue un encuentro casual –se defendió Julia, susurrando más que replicando- y fui yo la que le pregunté sobre Rai, por cómo le veían en ese otro ambiente. Por hablar de algo. No me esperaba nada por el estilo.

 

     Patricia trabajaba con Julia y era su mejor amiga. La única persona con la que se había desahogado en los momentos más difíciles y a la que permitía asomarse al pozo de sus miserias de cada día. La excepción en esa retirada de la vida social que había emprendido.

 

     Se conocían desde que Patricia entró a trabajar en la compañía de seguros, cuatro o cinco años atrás. Enseguida congeniaron y Julia la tomó bajo su protección desde el primer momento, enseñándole las rutinas a las que se iba a enfrentar en aquel microcosmos laboral. La chica tenía un carácter alegre y supuso una entrada de aire fresco, bromeando siempre por cualquier cosa y a costa de todos, en un ambiente un tanto monótono que ella transformó con su despreocupación y optimismo.

 

     Tenía algunos años menos que Julia y había llevado una vida muy independiente desde su mayoría de edad. Su padre trabajaba como oficial de notaría y la madre daba clases de música clásica en colegios y academias privadas. En cuanto cumplió los 18 años dejó el nido familiar para vivir la vida, como decía. Conocía varios países del norte de África y se había recorrido Europa varias veces, casi con lo puesto, durmiendo donde podía y conociendo a todo tipo de gente. No es que tuviera un trasfondo hippie –se definía a sí misma más bien como una punkie reciclada, por aquello de ir a contracorriente y sentirse un poco antisistema-, pero sí tenía claro que debía conocer lo más posible, tener múltiples vivencias, antes de sentar la cabeza. Y, aunque, en algún momento hubiera podido tener alguna mala experiencia, en general, estaba satisfecha con su decisión.

 

     Para financiar esos viajes había trabajado en todo tipo de cosas: como azafata de congresos, como dependienta en una cadena de tiendas de moda, un par de veranos de camarera en chiringuitos y pubs de la costa, vendiendo pisos en una promotora inmobiliaria, como secretaria en dos oficinas siniestras y en un centro de llamadas de unos grandes almacenes. Hasta montó un pequeño negocio con otra amiga tan decidida como ella: una tienda, con franquicia, de ropa de bebé, que duró poco más de un año. El alquiler del local y la franquicia eran excesivos para sus expectativas de venta.

 

     Aunque su verdadera pasión era convertirse en actriz. En cuanto se enteraba de algún casting, acudía rauda con su libro de fotos y su mejor sonrisa para intentar hacerse un hueco en un mundo tan competitivo como el de la escena. Había conseguido un par de personajes secundarios en una película y un par de apariciones en una serie; enseguida la mataron. También protagonizó algún corto y actuó en una obra de teatro independiente, pero no conseguía estar en la mente de los directores de reparto que decidían en las series y películas importantes, a pesar de no perderse un estreno y de acudir a todo tipo de fiestas y festivales cinematográficos, dejándose ver, sonriendo y hablando con todo el que creyera que podía ayudarla a conseguir un papel. Aún así, no se desanimaba y continuaba dando clases de interpretación y de dicción a la espera de su momento.

 

     Cuando cumplió los treinta comenzó a bajar el  ritmo y, aunque seguía viajando todo lo que podía y no veía la hora de irse a casa cuando salía por la noche, empezó a cansarse de tanta agitación. Consideró que ya tocaba un poco de sosiego y consiguió un contrato en la compañía de seguros gracias a la ayuda de un amigo de su padre, agente del ramo de toda la vida. Al tiempo, dejó de cambiar de hombres casi cada semana para concentrarse en Paolo, un amigo de años atrás al que le había perdido la pista y con el que se había reencontrado de manera casual en una de sus muchas salidas nocturnas. Era de origen italiano –sus padres montaron un restaurante en Madrid cuando él era un niño, después de haber recorrido la península de cabo a rabo en una especie de vacaciones perpetuas. Ellos sí, vivieron a lo “hippie” durante un par de años, mientras estuvo de moda-. A Patricia le hacía gracia la mezcla italo-española de Paolo, la confusión latina en la que vivía –como le decía- y, poco a poco, se fue acostumbrando a su compañía.

 

      Se sentía relajada a su lado, compartiendo cine, copas y cenas. Disfrutando con escapadas de fin de semana y visitas turísticas a todo tipo de rincones y ciudades del país. Descubrió que encontraba más placer en la repetición de estos ocios que en cambiar de hombre cada vez que salía por la noche, como en épocas pasadas. Con Paolo no tenía que ser especialmente ingeniosa ni simpática, estar continuamente seductora. Bastaba con ser ella misma, de una forma natural. Sin fingimientos.

 

     Aún así, todavía conservaba un puntito de su inclinación a la aventura y tenía miedo a establecer una relación formal, más clásica. Por ello, cada uno vivía en su piso, a pesar de la profunda vena italiana de Paolo –sus padres eran napolitanos y, a pesar de sus veleidades juveniles, sentían la necesidad de reproducir el tipo de familia unida, grande, ruidosa, que tanto habían visto en las películas de mafiosos y comedias de su país y transmitían ese sentimiento a su hijo-. Él, no estaba de acuerdo con la separación de espacios y, periódicamente, le ofertaba matrimonio o, al menos, irse a vivir juntos. Hasta la fecha, Patricia había mantenido una resistencia sin fisuras ante semejante propuesta, y eso que le gustaban los niños y se podía imaginar como una joven madre, ama de casa, capaz de compatibilizar sus responsabilidades domésticas con otras obligaciones de tipo social o laboral. Pero cuando le asaltaban las dudas, un chip interno se activaba indicando precaución. Al fin y al cabo, Paolo era italiano, y Patricia no se podía quitar de la cabeza el estereotipo de hombre que también mostraban esas comedias, tan machista y absorbente. De momento, se sentía cómoda. Se veían casi a diario, pero el día que no tocaba sexo, cada uno se iba a dormir a su casa.

 

     Y para ensayar lo que podía significar la convivencia, sí que se prestaba a que pasaran juntos la mayoría de los fines de semana, en cualquiera de las dos casas, pero sabiendo que el lunes cada uno tenía otro refugio al que volver. Se obstinaba en defender su espacio personal, un reducto privado sin permiso de entrada para quien no tuviera invitación. Este tipo de relación la mantenía con la sensación de vivir en una aventura permanente, en una falsa eterna juventud.

 

     Patricia era visceral, con un sentido práctico de la vida que la empujaba a tomar decisiones sin pensárselo dos veces, dejándose llevar por impulsos que le señalaran el mejor camino a seguir en cada ocasión. Y había tenido suerte; esa forma de actuar no le había proporcionado especiales disgustos. Al contrario, su actitud positiva ante las cosas le había evitado depresiones innecesarias ante algún que otro encontronazo existencial. Y no es que fuera frívola ante los problemas o las desgracias ajenas. En tantos años valiéndose por sí sola le había pasado de todo, pero siempre había sabido salir adelante y se empeñaba en buscar el lado bueno a las complicaciones. La experiencia la había endurecido y su carácter, ya de por sí impulsivo, se había visto fortalecido con los años convirtiéndose en una mujer de acusada personalidad, capaz de defender a muerte sus opiniones, su estilo de vida, pero también, y dado “lo visto por el mundo”, en alguien solidario con los más débiles, en una persona proclive a ayudar a todo aquel que estuviera en apuros.

 

     Podría parecer que era Julia la que ejercía una cierta influencia sobre Patricia -era algo mayor y quien la había ayudado a integrarse en la compañía de seguros cuando llegó- pero, en realidad, era al revés, era Julia quien había depositado una confianza sin reservas sobre los hombros de su amiga. En el fondo, envidiaba su forma de vida, sus viajes, su independencia, su temperamento. Y respetaba sus opiniones, todo lo que tuviera que decirle, y más en este último año, incapacitada como había estado para pensar con claridad. A estas alturas, ya tenía asumida su persistente inseguridad, la dificultad que tenía para tomar decisiones, seguramente debida a un exceso de protección por parte de sus padres y después con Rai. ¡Hasta su hermana había demostrado tener más carácter que ella y sabía cómo afrontar las situaciones más delicadas sin despeinarse!

 

     Tras la desaparición, Patricia se volcó con ella. Siempre estaba a su lado, cuando la depresión arreciaba, consolándola en los momentos más duros, haciendo bromas para sacarla del hoyo en el que se precipitaba sin paracaídas, distrayéndola con todo tipo de tontunas y ocurrencias, acompañándola con sus silencios. Le había cogido un gran cariño, era la única persona que no le había hecho ningún reproche, ninguna alusión a difusas responsabilidades sobre lo ocurrido. Por todo ello, le estaba profundamente agradecida y escuchaba con atención cuanto pudiera decirle. A veces pensaba que empezaba a tener una dependencia un tanto enfermiza, como si no se atreviera a dar un paso sin conocer antes lo que pudiera opinar su amiga.

 

     El rostro alargado de Patricia, con un mentón pronunciado que dotaba de personalidad al conjunto, y unos ojos vivarachos, entre castaños y verdosos, muy expresivos, eran el mejor exponente de esa alegría de vivir y de ese carácter tendente a relativizar todo problema; su mejor carta de presentación. Bastante delgada, tenía una forma de andar decidida, avanzando el paso un poco más de lo normal, pisando fuerte, dispuesta a comerse el mundo y a arrollar a todo aquel que se pusiera por delante. Este andar garboso provocaba un bailecillo peculiar a su media melena que transmutaba con facilidad de una tonalidad rubia de aires juveniles a otra de un negro zaíno algo salvaje, según la inspiración. Un corte de pelo un poco de menina, pero que suavizaba sus facciones. Poseía un atractivo que le salía de dentro y Julia no tenía ninguna duda sobre su gran éxito con los hombres. Era corriente ver grupitos de compañeros danzando alrededor, intentando cortejarla mientras escuchaban sus divertidas aventuras, receptivos al coqueteo innato que Patricia desplegaba en esas situaciones. Aunque, a Julia muchas veces le daba rabia ese comportamiento, tenía que reconocer que le salía de natural, casi de manera inconsciente. Ella era así, y si había algún hombre cerca con un mínimo de atractivo, no podía evitar llamar su atención. A veces, era un poco bruta en su comportamiento, en su forma de hablar, pero siempre muy femenina; eso era evidente. El contrapunto perfecto a la indecisión en la que habitualmente se movía ella. Dos caracteres que se complementaban.

 

     -Pues no deberías ser tan curiosa porque te puedes encontrar con lo que no te esperas. ¿A ti que cojones te importa, a estas alturas, cómo era Rai en su trabajo?

 

     -Si ya sé que tienes razón, pero es que…, ha sido una sorpresa. Creía que le conocía y, de repente, tengo la sensación de no saber nada. En el fondo, me siento un poco engañada. Es como si hubiera estado viviendo con un desconocido.

 

     -Pues como todos, bonita. A ver si te crees que yo conozco a mi Paolo. Ni él a mí. Todos tenemos muchas caras y nos comportamos de manera diferente, según estemos con la familia, con los amigos, con los amantes, en el trabajo… Con un desconocido… ¡Humm! Menudo aburrimiento si fuéramos de una sola pieza y nos comportáramos todo el rato igual con todo el mundo.

 

     -Pero… ¿Y si esto que me está pasando no fuera por casualidad? No sé. ¿Y si fuera un aviso?

 

     -A ver si ahora me vas a salir con que crees en las premoniciones, con que todo está escrito, que tenemos un destino inamovible y todas esas zarandajas. Para sectas, lo que tuve que pasar yo cuando trabajé en aquel centro de llamadas. Call center, lo llama la gente fina; aquello sí que era místico.

 

     -Rai desapareció hace más de un año sin dejar rastro. No sé si está vivo o muerto. ¿No lo entiendes? Es desesperante. Intento olvidar, tirar para adelante, pero no es fácil. No paro de torturarme con lo que pudo haber pasado. Si yo tuve la culpa en algo… Tal vez, si supiera lo que hacía en otros sitios, con otra gente, podría entender lo qué ocurrió. Empiezo a estar llena de dudas y soy consciente de que voy a vivir el resto de mi vida con un peso difícil de llevar. Necesito coartadas que me ayuden a soportarlo, a que todo sea un poco más fácil.

 

     -Ya. Te vas a meter a detective. Se supone que la policía habló con sus amigos, con sus compañeros de trabajo, con todo el mundo que pudiera haberle conocido… Y tú vas a descubrir lo que ellos no han sido capaces de averiguar en más de un año. ¡Por favor! Julia.

 

     -Tampoco pasa nada porque un día vaya a tomar una copa a ese sitio. La verdad es que fui un poco grosera. Damián fue muy amable en todo momento, lo único que hizo fue contestar con sinceridad a mis preguntas.

 

     -Vaya. No te has olvidado de su nombre. Veo que dejó huella.

 

     -Es que…, me siento mal. Él no tiene la culpa si a mí no me gustó lo que dijo. No es responsable del comportamiento de Rai en su trabajo. Le debo una disculpa.

 

     -Tú no le debes nada a nadie –Patricia se estaba enfadando de verdad y casi pegó su cara a la de Julia para dejar constancia de su cabreo- y me parece que vas a cometer una terrible equivocación si vas a ese pub y sigues hablando con gente que le conocía y con la que tú no tienes nada que ver. ¿Qué esperas descubrir? Igual tropiezas con algo que hubieras preferido no saber.

 

     -No puedo evitarlo, es superior a mí. Entiéndelo, Patricia, por favor. Ayúdame.

 

     Julia estaba casi llorando. Después de una temporada más o menos sosegada volvía a tener la sensación de que la situación se le escapaba de las manos, como en los primeros días y semanas que siguieron a la desaparición y era incapaz de entender lo que pasaba. El encuentro con Damián no podía terminar así, sin más. Las casualidades no son en vano. En algún sitio había escuchado que el azar es la máscara con la que se disfraza el destino y empezaba a obsesionarse con esa posibilidad. Algo la había guiado a ese restaurante, entre tantos otros, cercano al trabajo de Rai, sin que hubiera sido consciente de ello. Una mano oculta había propiciado ese encuentro para, si no llegar a saber lo que había pasado, sí, al menos, averiguar por qué. Necesitaba seguir por ese sendero, abierto de forma tan inesperada, para ver si las miguitas arrojaban alguna luz sobre lo ocurrido.

 

     -Vale. Está bien. Has conseguido sacar a flote mi lado masculino –intentó Patricia rebajar la tensión-. Me pasa como a los tíos. No puedo ver llorar a una mujer. ¿Qué quieres que haga?

 

     -Que me acompañes y que no me regañes cuando empiece a preguntar. Ya veré yo hasta dónde soy capaz de llegar y lo que puedo soportar.

 

     -Muy bien, de acuerdo. No voy a dejar que la cagues tú sola por ahí.

 

      Habrá que ponerse monas. Igual ligamos y todo. Hace mucho que no salgo sin bicho. Últimamente llevo a Paolo como una pegatina, no se despega ni con disolvente. ¡Con lo que yo he sido!

 

     Y tú…, ya debes tener telarañas. Sin comerte nada desde… ¡Eso! Y antes, me imagino que tampoco mucho, después de los años que llevabais casados. No te vendría mal un revolcón. Para desatascar, más que por otra cosa.

 

     -Ya está bien, Patricia. No me parece que el tema sea para broma.

 

     -Vale, vale. Pero si vamos a hacer de detectives…, si vamos a ir de mataharis habrá que estar preparadas para lo que pueda pasar, dispuestas a lo que sea con tal de obtener información. No te preocupes, yo soy muy profesional, una gran actriz, y si tengo que seducir a alguien…, haré lo que sea para conseguir que cante. Sabré hacer de tripas corazón. ¡Todo sea por la causa!

 

     Julia vio que no iba a conseguir que su amiga hablara ya en serio, así que decidió seguirle la corriente. Era lo bueno de Patricia, conseguía desdramatizar las situaciones más tensas, quitarle hierro a los problemas. Sonrió y le dio un abrazo, frotando su espalda para demostrarle que ya estaba más tranquila y agradecida por su comprensión y ayuda.

 

     -No sé qué haría sin ti, Paty. Eres un cielo.

 

     -¡Te he dicho mil veces que no me llames Paty! Igual que mi madre, oye. Tiene narices la cosa. Ni se te ocurra presentarme así cuando empecemos las pesquisas -Patricia adoptaba ya el lenguaje que había oído mil veces en las películas de género negro-, aunque, bien pensado, igual debería ponerme un nombre de guerra, un alias. Ante una operación tan peligrosa, lo mejor es que nadie sepa quién soy en realidad.

 

     Salió corriendo del despacho de Julia mientras ésta le arrojaba un bolígrafo que consiguió esquivar con un hábil movimiento de cintura.

 

     Julia se quedó pensativa, con una sonrisa bobalicona por los últimos comentarios de su amiga. No tenía remedio y se alegraba de que estuviera ahí, a su lado. Por tener alguien a quien poder hacer partícipe de sus miedos. Gracias a su compañía no se sentía tan sola y eso le daba fuerzas para enfrentarse a lo desconocido.

 

     Se sabía tan atractiva como Patricia, los hombres tampoco eran indiferentes a su presencia. Se lo pasaban bien juntas explotando la simplicidad masculina –sonrió al pensar en ello-. Ella, mayor, con formas un poco más redondeadas sin llegar a ser voluptuosas. Con una melena negra de la que estaba orgullosa y a la que sabía sacar partido, con un pelo muy fino, casi sedoso, que podía mover de un lado a otro como las modelos en los anuncios de champú. Sus ojos almendrados, muy negros también, atrapaban la mirada de los hombres dejándolos atontados al momento. Pero lo mejor, según creía, era su boca, con una dentadura perfecta, muy blanca y unos labios carnosos, bien perfilados, que en más de una ocasión le habían fotografiado en primer plano para enseñar como referencia de perfección. En conjunto, una cara agradable, de belleza serena, tras la que se podía esconder un misterio.

 

     Formaban un tándem perfecto: Patricia más alegre, más decidida; ella más sensata, más prudente. Con una mínima diferencia de edad y atractivas sin llegar a apabullar; y con una complicidad que las llevaba a entenderse al más mínimo gesto.

 

 

 

     Su despacho no era muy grande, con los típicos muebles de oficina, funcionales más que bonitos, pero le había sabido sacar partido. Una mesa con un amplio tablero de color marrón clarito y los laterales en un tono azul azafata acogían sin agobios su ordenador, con pantalla plana, un teléfono que le permitía controlar llamadas inoportunas y varias pilas de carpetillas con informes y papeleo interno. Dispersos, también tenía un cubilete con bolígrafos y rotuladores, un calendario de un sindicato y una lámpara de mesa muy moderna. Su sillón de ruedas no hacía mucho juego con el resto porque lo había heredado de otro compañero ya jubilado, pero era muy cómodo, en piel de color negro y reclinable con diferentes posiciones. Un par de sillas para las visitas de las llamadas “confidentes”, estas sí, a juego con la mesa, en tonos azules, cerraban una especie de círculo en torno a ella.

 

     Originalmente, las paredes fueron de un tono blanco-hueso. Pasado el tiempo, el color había girado hacia un tono indefinido, entre marrón clarito y amarillo paliducho. No eran pocas las quejas en torno al mantenimiento general del edificio que siempre se solventaban con la consabida respuesta de atender primero a otras necesidades más imperiosas. Una estantería repleta de archivadores ocupaba un pared, y en la de enfrente, una lámina con bebidas típicas italianas, otra con un dibujo arquitectónico de la catedral de Nápoles –se las trajo Patricia en un viaje que hizo a Italia para conocer las raíces de Paolo- y un armarito con puertas completaban el escenario que veía, día tras día, durante muchas horas al año. Como en tantas oficinas y hogares de hoy en día, Ikea aportaba su diseño nórdico en mobiliario y complementos, tan conveniente en calidad-precio.

 

     Al menos tenía una ventana con vistas a la calle, cosa que no se podían permitir otros compañeros, iluminados sólo por luz artificial. En eso se consideraba una privilegiada porque, de vez en cuando, podía evadirse y distraerse observando a los transeúntes, todos diferentes y tan iguales al mismo tiempo. Hormiguitas laboriosas en continuo movimiento llevando a cuestas sus problemas cotidianos. Le gustaba filosofar con estas cosas, imaginar cómo serían las vidas de esas gentes a las que veía por su ventana, siempre apresuradas sin saber su destino. Gracias a la ventana y al toque personal que había dado al despacho, con esas láminas y unas pocas plantas que cuidaban las chicas de la limpieza, había conseguido encontrarse a gusto en ese pequeño espacio, igual a otros, pero diferente al mismo tiempo porque era el suyo. Todos incrustados en el edificio de ese grupo internacional de seguros al que entregaba buena parte de su vida.

 

     Estaba atardeciendo y Julia se quedó abstraída tras su ventana, con la mirada perdida en el infinito, dando vueltas a la conversación con Patricia, a sus coincidencias y diferencias. Sabía que, en el fondo, tenía razón, que lo más sensato era no meterse en berenjenales y dejar que el tiempo fuera asentando las cosas. No creía que un adulto pudiera desaparecer así como así y, tanto si estaba vivo como si estaba muerto, en algún momento aparecería. Mientras, debía ocuparse en rehacer su vida, en seguir adelante; debía crearse nuevas expectativas vitales para no volverse loca.

 

     Tenía tantas dudas como Patricia sobre si debía ir o no al Skylight. Y miedo ante lo que pudiera descubrir. Cuando empezaba a olvidarse, a dejar de pensar cada hora del día en lo ocurrido, esos azarosos encuentros habían venido a removerlo todo. ¡Vuelta a empezar! El mismo desasosiego inicial, el mismo no saber qué hacer.

 

     Dejó vagar su mirada por la calle sin centrar la vista en nada concreto. Captando sólo pequeños flashes del movimiento de la gente y de los coches en un día cualquiera: un señor que se escurre en un bordillo y casi se cae al suelo; una joven minifaldera que corre para cruzar la calle antes de que se cierre el semáforo, seguida en su carrera por la mirada de un par de jóvenes; dos ejecutivos que también cruzan con paso firme, gesticulando un poco airadamente con las manos; un indigente que ofrece pañuelos de papel a los conductores cuando se cierra el semáforo. Alguien que toca un claxon… Entonces le vio.

 

     Aunque su ventana estaba en un tercer piso no había duda. Allí estaba, apoyado en una farola, mirando fijamente hacia su edificio. Él no podía verla desde fuera, de eso estaba segura. Los cristales eran un poco ahumados y a esa distancia era imposible que pudiera distinguir nada. Pero ella sí que le veía claramente, vestido con una gabardina de color beige. Marcos Garmendia, el hombre de la llamada misteriosa, con quien se había encontrado en El Café de las Letras, estaba clavado frente a su trabajo, mirando inmóvil hacia donde ella estaba.

 

 

 

     Julia salió corriendo del despacho en busca de su amiga. La encontró en las máquinas de café conversando alegremente con un par de agentes de seguros de coches que parecían seguir su charla con inusitado interés, dado lo fijo que la miraban mientras gesticulaba y hacía muecas para escenificar lo que quiera que fuese que les estuviera contando. Se trataba de un par de jóvenes que apenas llevaban unos meses en la compañía, vestidos de traje impecable para aparentar más edad de la que realmente tenían. Llevaban el nudo de la corbata tan apretado que parecía fueran a ahogarse, aunque no era el caso. Se les veía lustrosos, encantados con la compañía de Patricia.

 

     -Ven, corre, tienes que ver esto –Julia la agarró por un brazo separándola con brusquedad del círculo de cortejo-. ¡No puedo creerlo!

 

     -Pero, ¿qué pasa? ¿A qué vienen estas prisas?

 

     -Está ahí. Mirando hacia mi ventana.

 

     -Pero ¿quién?

 

     -Mi madre, ¡no te jode! ¡Marcos Garmendia! El tío del teléfono.

 

     -¡Ostias! Vamos, corre. Tengo que verle –agarraba ahora Patricia a Julia, tirando de su mano-. ¿Y qué hace?

 

     -¡Y yo que sé qué hace! Está ahí. Quieto en la calle. Mirando fijamente hacia aquí.

 

     Casi se llevan por delante uno de los “confidentes” en su alocada carrera hasta la ventana, pero de nada sirvió el esfuerzo.

 

     -Ahí está. Es ese.

 

     Cuando Julia señaló hacia la farola; ningún hombre con gabardina estaba apoyado o en los alrededores de la misma.

 

     -¿Dónde? No veo a nadie –se esforzó Patricia arrugando los ojos para enfocar mejor.

 

     -Ha desaparecido. Estaba ahí hace un momento. Parecía estar observándome, aunque ya sé que eso no es posible.

 

     -Me parece Julia, que estás peor de lo que yo pensaba. Ahora vemos fantasmas.

 

     -Te juro que estaba apoyado en esa farola de la esquina. Mirando. Muy quieto, muy raro, con las manos en los bolsillos.

 

     -Muchos detalles, cari. Anda, vamos. Déjalo. Se habrá marchado, cansado de ver que no le haces caso.

 

     - Voy a volverme loca. No sé qué pensar. ¿Tú crees que lo habré imaginado?

 

     -No sé Julia. Igual has visto a un hombre que se le parecía y enseguida te has hecho la película. ¿Qué iba a hacer ese tío ahí? ¿Cómo puede saber dónde trabajas?

 

     -No me acuerdo si le dije algo, pero igual que averiguó mi teléfono. ¡Yo qué sé!

 

     -Bueno, venga. Por hoy, ya les hemos dado bastante de nuestro tiempo a estos mamones. Vamos a tomar algo y te tranquilizas.

 

     -No, no te preocupes. Ya estoy bien. Es que… Ha sido muy fuerte. Ya no sé si era él o no. Estaba distraída, mirando por la ventana. Todo ha sido muy rápido.

 

     -Venga, venga. Tomamos un pelotazo, te acompaño un rato y te olvidas.

 

     -Gracias Patricia, pero no. Te digo que estoy bien. Prefiero irme a casa. Estoy cansada. Voy a cenar un poco y me voy a tomar una pastilla. ¡A ver si duermo de un tirón! Necesito descansar.

 

     -Muy bien. Como quieras. Era por distraerte un poco, pero si prefieres comerte el coco tu solita, allá tú.

 

     -No te enfades, Paty. De verdad, que ya estoy bien y prefiero estar sola, a ver si puedo dormir ocho horas seguidas sin sobresaltos.

 

     -¡Que no me llames Paty! ¡Coño! Que te lo he dicho mil veces. Parece que lo haces aposta.

 

     -Perdona, cariño. Pa-tri-cia. Ya ves que no sé lo que digo. Necesito descansar. Seguro que mañana tengo la cabeza despejada y veo las cosas más claras.

 

    Venga, vuelve con los chicos, que parecían muy interesados con tus rollos. De verdad, no te preocupes. Hasta mañana.

 

     Julia agarró su bolso y empujó fuera del despacho a su amiga, encarrilándola hacia las máquinas de café donde seguían los jóvenes del ramo vehículos que, de inmediato, sonrieron agradecidos ante el regreso de Patricia, admirando su decidida forma de andar.

 

     -Hasta mañana, Julia. Que descanses –se despidió Patricia muy formal mientras le sacaba la lengua-. Me quedaré un rato haciendo compañía a estos muchachos, que parece que andan un poco perdidos con todo, en general.

 

     El mes de octubre estaba resultando más frio de lo habitual. Se pasaba del calor al frío casi sin transición, probablemente, una consecuencia más del cambio climático. Las clásicas estaciones estaban desapareciendo y ya sólo quedaba invierno y verano. Julia se arrebujó en su chaquetón y salió decidida del portal, mirando a un lado y a otro, sin saber si prefería que todo hubiera sido una visión o que, efectivamente, fuera Marcos Garmendia quien hubiera estado rondando por ahí.

 

     Caminó hasta llegar a la farola donde creía haberle visto y decidió no darle más importancia al asunto. Ya era hora punta y el tráfico aumentaba sin cesar. Riadas de gente salían de sus trabajos formando las inevitables colas para tomar el autobús o para ser engullidos por las bocas del metro. Julia continuó su ruta de cada día, mirando al suelo, intentando esquivar la marea humana.

 

     -Hola, Julia.

 

     La voz sonó a su espalda. En el fondo, la esperaba.

 

     Se paró en seco y se giró para confirmar que no se había confundido, que no había visto un fantasma.

 

     -Hola, Marcos. ¿Qué haces por aquí?

 

     -Te esperaba. Hace mucho que no hablamos.

 

     -¿Cómo sabes dónde trabajo?

 

     -Ya te dije que no es difícil saber esas cosas. El teléfono de alguien, dónde trabaja… Hoy día no hay privacidad. Es muy difícil ocultarse. Hay cámaras por todas partes. Estamos todo el tiempo vigilados…

 

     -Vale. ¿Estás de guasa? Déjate de misterios. ¿Qué quieres?

 

     -Nada de particular. Charlar un rato. Creo que nuestro anterior encuentro fue positivo…, para los dos. Tenemos muchas cosas en común.

 

     La seguridad que Marcos Garmendia exhibía ante ella le resultaba molesta y la incomodaba, pero, al mismo tiempo, la desarmaba al no dejarle margen para reaccionar. No sabía muy bien cómo comportarse ante aquel hombre; en realidad, no podía evitar sentirse atraída por el incierto peligro que intuía.

 

     Tuvo un pequeño escalofrío y su cuerpo dio un espasmo involuntario. Marcos Garmendia, galante, le subió el cuello del chaquetón y le frotó un poco los brazos.

 

     -Hace frío. Si seguimos aquí parados nos vamos a congelar. Podemos tomar algo en cualquier sitio…, si te apetece. A ver si entramos en calor.

 

     Lo primero que pensó fue poner cualquier excusa y salir corriendo hacia el metro, pero sabía que sería inútil. Algo oscuro en su interior la empujaba hacia una dirección que reconocía equivocada. Su razón decía que ese no era el camino a seguir, pero un instinto más fuerte, desconocido, tiraba en sentido contrario anulando toda sensatez.

 

     -No sé si será lo más prudente –balbuceó Julia.

 

     -¿Prudente? No entiendo. ¿Qué quieres decir?

 

     -Es todo muy extraño. Que aparezcas así, de repente. No sé qué pensar.

 

     -Ya te lo he dicho. Ha pasado bastante tiempo desde que nos vimos. Ya ves que no quiero molestar. Sólo busco algo de consuelo mutuo con alguien que ha vivido un trauma como el mío. Nada especial.

 

     -Yo lo que quiero es olvidar y me temo que esto no ayuda.

 

     -Yo también quiero olvidar, pero a la vez comprender. Por eso pienso que no nos puede hacer ningún daño compartir impresiones…; dudas y miedos. Creo que al final será una liberación.

 

    -O puede que nos provoque más dolor.

 

    -No tienes nada que perder, Julia. ¿A qué tanto temor? Vamos.

 

     Marcos Garmendia agarró con suavidad su brazo, rompiendo la rígida inmovilidad en la que se encontraba. Julia se dejó llevar sin ejercer ya la menor resistencia. Lentamente, empezaron a caminar en busca de un refugio contra las inclemencias del tiempo.