Capítulo V
LEX Gardner se despertó temprano, se aseó y seguidamente salió de su habitación, dirigiéndose a la de Ricky Hagman.
Estuvo a punto de llamar con los nudillos, pero pensó que tal vez Ricky continuase dormido y prefirió comprobar si el cerrojo estaba echado.
Como no lo estaba, abrió la puerta silenciosamente y asomó la cabeza por el hueco.
Lo que vio le dejó perplejo.
Ricky seguía sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas y la cabeza doblada sobre el pecho.
La pata de silla, que empuñaba con la mano derecha, descansaba sobre el hombro del mismo lado.
El silencio de la alcoba era roto por los rítmicos y moderados ronquidos que emitía Ricky.
Lex Gardner entró en ella, cerró la puerta con cuidado y luego se aproximó al lecho de su amigo, sin causar ningún ruido.
Preocupado por aquella extraña posición de su amigo, le puso una mano en el hombro izquierdo y lo movió ligeramente.
—Eh, Ricky…
Ricky Hagman dio un fuerte respingo.
Aun antes de abrir los ojos, ya tenía en alto su improvisada cachiporra, dispuesto a descargarla sobre quien fuera.
Lex Gardner pegó un salto hacia atrás.
—¡Que soy yo, Ricky!
Este, que ya había despegado los párpados, exclamó con alegría:
—¡Lex, amigo mío!
—¿Se puede saber qué demonios haces sentado así, con una estaca en la mano? Pareces el rey de bastos, pero en pijama.
Ricky Hagman carraspeó embarazosamente.
—Sé que no vas a creerme, Lex, pero me he pasado toda la noche en esta posición, por si volvía el fantasma…
—¿Qué?… ¿Toda la santa noche sentado como un árabe…?
Ricky cabeceó afirmativamente.
—Y no quería dormirme, aunque finalmente el sueño me venció…
—Ricky, esto ya es demasiado, ¿no te parece?
—¿Sigues pensando que lo de anoche lo preparé yo, con el único propósito de tomarte el pelo?
Lex Gardner exhaló un suspiro y respondió:
—No, Ricky. Estoy seguro de que tú cambiaste de lugar la maleta y la ropa, ocultaste los zapatos detrás de la cortina y deshiciste la cama, pero todo ello inconscientemente. Por eso ya no estoy enfadado contigo. Anda, vístete y bajemos a desayunar.
—Tengo pocas ganas de desayunar, Lex. Como he pasado tan mala noche…
—Después del desayuno recorreremos el castillo, ¿de acuerdo?
—De eso tengo menos ganas todavía.
Lex Gardner se echó a reír, al ver la cara de circunstancias que ponía su amigo.
* * *
Estaban terminando de desayunar, cuando el huesudo Philip entró en el comedor, anunciando:
—Señor Hagman, una señorita desea verle.
—¿A mí? —se extrañó Ricky, mirando a Lex.
—Ha solicitado hablar con el dueño del castillo… —informó el mayordomo—. ¿Qué debo responderle, señor?
—Hágala pasar al salón, Philip —indicó Lex Gardner.
—Muy bien, señor —dijo el mayordomo, desapareciendo del comedor.
—¿Quién podrá ser, Lex? —preguntó Ricky, muy intrigado.
—Lo ignoro, Ricky.
—¿Y qué querrá?
—Pronto lo sabremos. Anda, vamos al salón.
Lex y Ricky se levantaron y se trasladaron al salón, la misma estancia donde la noche anterior tomaron unas copas en compañía del abogado Paul Thompson.
Casi al momento, por la puerta opuesta, aparecía el mayordomo, acompañado de una joven de unos veintitrés años, bastante alta, de rostro muy atractivo. El cabello, largo y sedoso, de color rubio platino. Le caía sobre los hombros. Vestía pantalones, de un azul celeste, y un moderno chaquetón. Del hombro derecho le colgaba un bonito bolso de piel marrón, y del izquierdo, una cámara fotográfica.
—Esta es la señorita que deseaba verle, señor Hagman —dijo el conjunto de huesos. —Gracias, Philip —repuso Ricky—. Puede retirarse.
El mayordomo salió del salón.
La joven avanzó hacia Lex y Ricky, mostrando una cautivadora sonrisa.
—Le agradezco mucho que haya accedido a recibirme, señor Hagman —le dijo a Ricky, al tiempo que le tendía su mano—. Mi nombre es Myriam Eliot.
—Encantado de conocerla, señorita Eliot —dijo Ricky, estrechando la mano de la muchacha, de piel muy suave.
—Yo soy Lex Gardner, un buen amigo del señor Hagman —se apresuró a presentarse Lex.
—Es un placer, señor Gardner —dijo ella, estrechando también su mano.
—El placer es mío, señorita —repuso Lex, exhibiendo su sonrisa especial para rubias platino—. Ya lo creo que sí.
La joven agradeció la galantería de Lex con una caída de pestañas.
Ricky emitió un ligero carraspeo.
—Usted dirá qué desea, señorita Eliot.
—Verá, señor Hagman, pertenezco al equipo de reporteros de El Eco de Florida, un periódico que se edita en Miami —explicó la muchacha—. Actualmente me encuentro de vacaciones, y estoy recorriendo Escocia. Al descubrir este castillo, pensé que, si su dueño me lo permitía, podría realizar un magnífico reportaje sobre él.
—¿Sobre el castillo? —parpadeó Ricky.
Myriam Eliot cabeceó en sentido afirmativo.
—Lo encuentro realmente fascinante —dijo, sonriendo.
—¿Te das cuenta, Ricky? —intervino Lex—. A todo el mundo le gusta el castillo menos a ti.
—¡Cómo! —exclamó la joven, sorprendida—. ¿Es cierto que no le gusta a usted su castillo, señor Hagman…?
—Pues, no mucho, la verdad… —confesó Ricky—. Quizá se deba a que todavía no me he acostumbrado a él. Acabo de heredarlo de mi tío, ¿sabe? El pobre falleció hace apenas unos días…
—Oh, qué desgracia. Le acompaño en el sentimiento, señor Hagman.
—Gracias, señorita Eliot.
—El señor Hagman y yo vivimos en Chicago —informó Lex—. Precisamente ayer nos trasladamos a Aberdeen. El señor Hagman tiene el propósito de vender el castillo, pero primero quiere pasar unos días en él.
—Me temo que serán muy pocos —carraspeó Ricky, que no lograba apartar de su mente los sucesos de la noche anterior.
Myriam Eliot dejó escapar un lánguido suspiro.
—Qué pena que quiera venderlo, señor Hagman. Con la cantidad de atractivos que el castillo posee…
—Lo mío no son los castillos, sino el contrabajo.
—¿Cómo? —pestañeó la joven.
—Y lo mío, el saxofón —sonrió Lex Gardner.
—¿Quieren decir que son ustedes músicos?
—Exactamente, señorita Eliot —asintió Lex.
—Si nos tomó usted por millonarios, por lo del castillo, se equivocó, señorita Eliot —dijo Ricky—. Cuando tuve noticia del fallecimiento de mi tío, y de que él me había nombrado único heredero de su castillo, Lex, y yo trabajábamos en un club de Chicago, formando parte de un grupo de jazz.
—Me dejan ustedes realmente sorprendida… —murmuró la muchacha.
—¿Cambia eso su idea de realizar un reportaje sobre el castillo? —preguntó Lex.
—En modo alguno —respondió Myriam Eliot—. Si usted me autoriza, señor Hagman, me encantaría recorrer el castillo y tomar unas cuantas fotografías.
—Todas las que quiera, señorita Eliot —accedió Ricky.
—Como a ti no te atrae eso de recorrer el castillo, yo acompañaré a la señorita, Ricky — dijo astutamente Lex—. Cuando guste, señorita Eliot.
—Es usted muy amable, señor Gardner —sonrió la joven.
—Llámeme Lex, se lo ruego.
—Y usted a mí Myriam, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Myriam. Vamos.
—Hasta luego, señor Hagman.
—Cuidado con los fantasmas, señorita Eliot —advirtió Ricky.
—¡Oh!, eso tiene gracia —rió la muchacha.
—Sí, mucha gracia —rezongó Ricky, en tono muy bajo.
Lex Gardner tomó del brazo a la joven y ambos se dirigieron hacia la puerta. Antes de abandonar el salón, Lex giró la cabeza y le guiñó el ojo a su compañero.
—Maldito conquistador… —murmuró Ricky.
Después se puso a pensar en qué podría entretenerse mientras Lex y Myriam recorrían el castillo, lo cual, sin duda, les llevaría como mínimo toda la mañana.
Todavía no se había decidido por ninguna distracción en particular, cuando una de las atractivas sirvientas, precisamente la del cabello rojo, entró en el salón.
Llevaba en las manos una bayeta, un sacudidor del polvo, y un pequeño frasco, que quizá contenía algún líquido especial para limpiar muebles o metales.
La chica empezó a cruzar el salón, camino de la otra puerta.
—Buenos días, señor — saludó, sonriendo, al pasar por delante de Ricky.
—Buenos días —correspondió éste, devolviéndole la sonrisa.
A la sirvienta, que movía bastante sus magníficas caderas al andar, se le cayó la bayeta de las manos cuando ya había rebasado en un par de metros la posición que ocupaba Ricky Hagman.
Se inclinó para recogerla.
Lo hizo sin apenas doblar las piernas.
Estas, realmente esculturales, quedaron totalmente visibles durante unos segundos, bastantes, porque la chica recogió la bayeta sin ninguna prisa.
Ricky se las contempló con ojos como puños.
«Qué par de remos se gasta la fulana», pensó.
La sirvienta se irguió por fin, volvióse ligeramente hacia Ricky, le dedicó una sonrisa pícara, y reanudó su marcha, acentuando más al balanceo de sus caderas.
«Las oportunidades las pintan calvas, muchacho», se dijo Ricky, y acto seguido caminó tras la chica, pero sin prisas, como si no quisiera alcanzarla por el momento.
La sirvienta, que de cuando en cuando giraba la cabeza y sonreía con malicia a Ricky Hagman, salió del salón, cruzó el comedor y se introdujo en otra estancia, perdiéndose momentáneamente de vista.
Ricky entraba en ella segundos después.
No vio a la insinuante pelirroja por ninguna parte.
Ricky supuso que la chica habría cruzado la puerta que se veía al fondo de aquella amplia y recia estancia, que debía ser la sala de armas, a juzgar por la cantidad de ellas que había en la misma.
Se disponía a seguir a la sirvienta, cuando percibió un leve ruido a su izquierda.
Ricky se volvió rápidamente hacia allí.
Observó con desconfianza las tres relucientes armaduras que permanecían próximas a la pared, con la visera del yelmo echada, cada cual sobre su respectiva tarima forrada de paño rojo, distanciadas entre sí por unos tres metros.
Los dedos del guantelete diestro de la reliquia medieval que se hallaba a la derecha, se mantenían cerrados sobre una maza de gruesa cabeza de hierro con picos.
La armadura del centro empuñaba un hacha.
La de la izquierda, un mangual, arma ofensiva usada en la Edad Media, y consistente en un palo del cual pendían unas cadenas enganchadas a unas bolas de hierro.
Con cualquiera de aquellas tres armas se podría despedazar a un hombre en cosa de segundos.
Ricky empezó a sentir miedo.
Aunque en realidad, no tenía por qué sentirlo.
¿Qué daño podían causarle tres armaduras vacías?
—Ninguno, Ricky, ninguno —se dijo en voz alta, para darse valor, y hasta logró sonreír. Hizo ademán de ponerse en movimiento, pero en aquel preciso instante percibió un nuevo ruido, procedente del mismo sitio que antes.
Esta vez, Ricky no se volvió tan rápidamente.
Lo hizo con lentitud, como si temiera encontrarse con algo desagradable. Desgraciadamente para él, así fue.
¡La armadura del centro había levantado el brazo derecho, el que empuñaba la enorme hacha!
¡Una armadura vacía se había movido!
Ricky, aterrado, dio un paso hacia atrás.
Su pánico aumentó cuando vio cómo la armadura de la derecha elevaba su maza.
¡Y la de la izquierda, su mangual!
Seguidamente, y a un tiempo, las tres armaduras movieron pesadamente las piernas y descendieron de las tarimas, avanzando hacia el horrorizado Ricky Hagman.
Este pegó un gran salto y echó a correr hacia la puerta por la cual había entrado en la sala de armas.
Cuando estaba a punto de alcanzarla, la puerta se cerró de golpe.
Ricky se abalanzó sobre ella y accionó bruscamente la manivela, pero no logró abrir" alguien había echado el cerrojo por fuera.
Se volvió y miró con ojos desorbitados a las tres armaduras que de forma tan inexplicable se habían puesto en movimiento.
¡Y seguían avanzando hacia él!
Ricky empezó a correr desesperadamente hacia la otra puerta, que permanecía abierta. Creyó morirse de espanto cuando vio que ésta también empezaba a cerrarse misteriosamente.
—¡Socorro, Lex, socorro…! —gritó a pleno pulmón.