Capítulo II

NO se alarmen, muchachos —dijo uno de los tipos, sonriendo.

Frisaba en los treinta y dos años de edad, poseía una atlética constitución, y no era mal parecido.

El otro individuo, que aparentaba unos cincuenta años, era de estatura corriente, algo grueso, carirredondo, poco pelo y sienes plateadas. Vestía con exquisita corrección y sostenía un portafolios en la mano derecha.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Lex Gardner, con el ceño fruncido.

El tipo más joven avanzó hacia él, tendiéndole la diestra.

—Usted es Lex Gardner, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe? —dijo Lex, estrechándosela maquinalmente.

—Me dieron algunos detalles sobre su físico. Alto, más bien delgado, cabello oscuro, ojos castaños, facciones correctas, unos veintiocho años… y también sobre Ricky Hagman, su compañero de fatigas —añadió el sujeto, mirando a Ricky—. Mediana estatura, bastante corpulento, cabello rubio, algo rizado, ojos claros, rostro simpático, unos treinta años… ¿Qué tal está, Hagman? —le preguntó, ofreciéndole la derecha.

—Bien —respondió nerviosamente Ricky, aceptando la mano del tipo.

—Todavía no nos han dicho, quiénes son ustedes —observó Lex, que seguía desconfiando de ambos individuos.

—¡Oh!, disculpen, nos presentaremos en seguida. Mi nombre es Gene Morgan, soy detective privado. Y este caballero es Paul Thompson, un prestigioso abogado —añadió el tipo, señalando al elegante cincuentón.

Este saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Un detective privado y un abogado… —murmuró Lex, desconcertado.

—Les extraña, ¿verdad? —sonrió Gene Morgan.

—Y no poco —dijo Ricky—. ¿Cómo consiguieron entrar aquí, si la habitación estaba cerrada con llave? —inquirió a continuación.

—¿Y cómo supieron que nos alojábamos en esta pensión? —preguntó Lex.

El detective amplió su sonrisa, mostrando unos dientes blancos.

—Respondiendo a su pregunta, Gardner, debo confesar que me resultó dificilísimo averiguar que se hospedaban aquí, y sólo pude lograrlo después de recorrerme medio Chicago y realizar por lo menos un millón de preguntas… En cuanto a la suya, Hagman, fue muy sencillo entrar en esta habitación, puesto que dispongo de un juego completo de ganzúas.

—¿Por qué nos buscaban, Morgan? —preguntó Lex.

—Nosotros no hemos hecho nada malo —se apresuró a señalar Ricky.

—Tranquilícense, muchachos, que no les buscábamos porque hubiesen hecho algo malo —dijo el detective—. El señor Thompson les dará las explicaciones oportunas.

Lex y Ricky miraron al abogado.

Este carraspeó ligeramente, para aclararse la voz, y dijo:

—En primer lugar, señor Hagman, prepárese para recibir una desagradable noticia.

—Lex —murmuró débilmente Ricky, cogiendo el brazo de su amigo.

Este le oprimió el hombro, con gesto grave.

—Animo, muchacho —le dijo—. Hay que saber hacer frente a las adversidades de la vida.

—Estoy…, estoy dispuesto, señor Thompson —dijo Ricky, tragando saliva con dificultad. El abogado informó:

—Su señor tío, Albert Hagman, ha muerto.

Ricky abrió la boca.

—¿Se…, se refiere usted al señor Albert, el de Escocia? —tartamudeó, parpadeando muy de prisa.

El abogado Paul Thompson asintió con la cabeza.

—Hace diez, días exactamente que recibió cristiana sepultura.

Se produjo un silencio en la habitación.

Fue Lex Gardner quien lo rompió, diciendo:

—Mi más sentido pésame, Ricky.

—Gracias, Lex —repuso Ricky, afligido.

—Por cierto, nunca me dijiste que tenías un tío en Escocia…

—Bueno, la verdad es que tío Albert y yo no teníamos casi contacto… La primera y única vez que lo vi, yo sólo contaba diez años. Desde entonces, apenas unas cartas. La última vez que le escribí, fue hace cinco años, por Navidad. Le mandé una postal…

—Entiendo.

Ricky Hagman se volvió de nuevo hacia el abogado.

—¿De qué murió tío Albert, señor Thompson?

—De un ataque cardíaco. El señor Hagman, que en paz descanse, padecía del corazón desde hace años, y dada su avanzada edad, y la gravedad de su dolencia el doctor que le atendía temía que el fatal desenlace se produjese de un momento a otro. Por ello, le aconsejó que llevara una vida apacible y tranquila, evitando cualquier esfuerzo, disgusto o emoción… Su señor tío, aunque no me esté bien decirlo, era más terco que una mula, y no hizo caso alguno a su doctor. Siguió montando a caballo, discutía acaloradamente con cualquiera por el menor motivo, y continuó apostando fuerte a las carreras, a pesar de que su economía, últimamente, había dejado de ser boyante, debido a la quiebra de un par de empresas de las cuales poseía un elevado número de acciones… Precisamente esto último fue lo que le mató.

—¿La quiebra de esas empresas?

—Oh, no, me refiero a las apuestas que realizaba en las carreras de caballos. Apostó una fuerte suma por «Mansurrón», un caballo muy raro, en el que poca gente confiaba.

—Con un nombre así, era lógico que no confiaran muchos en él —carraspeó Lex Gardner, reprimiendo una sonrisa.

—Pues «Mansurrón» consiguió colocarse rápidamente en cabeza, delante de los grandes favoritos de la prueba, con gran asombro por parte de todos, incluso de los pocos que confiaban en él.

—Diablos… —murmuró Ricky Hagman.

—«Mansurrón» —continuó el abogado— corría como si llevara unas alas invisibles. Cuando enfiló la recta final, ya le sacaba cinco cuerpos de ventaja a «Bucanero», el caballo que corría en segunda posición. De pronto, inexplicablemente, sucedió…

—¿Qué sucedió? —preguntó Ricky, a quien el relato de aquella emocionante carrera había puesto nervioso.

—Sí, cuente qué sucedió —apremió su amigo Lex, muy interesado también.

—¿Qué le pasó a «Mansurrón», se cayó? —preguntó Gene Morgan, el detective privado, igualmente ansioso por conocer lo ocurrido en aquel hipódromo escocés.

El abogado sacudió la cabeza.

—No, no se cayó… Como ya les he dicho, «Mansurrón» es un caballo muy raro, de reacciones realmente inverosímiles. Aquel día, tan nefasto para el señor Hagman, y cuando ya estaba a menos de cincuenta metros de la llegada, a «Mansurrón» le dio por desviarse bruscamente hacia su izquierda, saltarse limpiamente la valla que delimitaba la pista, y seguir corriendo por fuera de ella… Llegó igualmente el primero, pero como lo hizo por fuera de la pista, fue descalificado por los jueces y se dio ganador a «Bucanero», que corrió por donde debía. Aquello fue demasiado para el debilitado corazón del señor Hagman, le sobrevino el ataque y… En fin, Dios le tenga en su gloria.

—Pobre tío Albert… —bisbiseó Ricky.

—Menuda faena le hizo el «Mansurrón» ese… —comentó Lex.

—Deberían fusilar a «Mansurrón» —dijo el detective Morgan—. Se -lo merece.

El abogado Paul Thompson dio un suspiro.

—Bien, señor Hagman, habiéndole dado cuenta ya del fallecimiento de su señor tío, y de las causas del mismo, debemos pasar al segundo punto de la cuestión.

—¿Es que hay un segundo punto? —preguntó Ricky.

—Naturalmente. Usted es el único heredero de los bienes del difunto señor Hagman, según se hace constar en el testamento que dejó su señor tío, debidamente firmado por él.

—¿Yo…? —respingó cómicamente Ricky.

—Usted, señor Hagman —cabeceó el abogado.

—Pero…, pero si yo no…

—Sí, ya sé que su señor tío y usted no tenían prácticamente contacto, que en los últimos cinco años no supieron nada el uno del otro, pero eso no influyó para nada en el ánimo del señor Hagman a la hora de nombrar, al heredero de sus bienes. Y la razón es bien se- cilla: usted es el único pariente suyo que sigue con vida. Como usted sabrá, su señor tío nunca se casó, porque no era hombre que se conformase con una sola mujer, de modo que…

—Señor Thompson… —le interrumpió Ricky, con gesto severo.

- ¿Sí?

—No está bien que hable así de tío Albert… Ya está muerto, y debemos respetar su memoria. Si realmente fue un mujeriego, allá él, ¿no le parece?

Lex Gardner le hizo un gesto a su amigo, como diciendo: «Bien dicho, Ricky.»

El abogado emitió una tos nerviosa.

—Oh, le ruego que me disculpe, señor Hagman. Si dije eso de su señor tío, fue porque él mismo lo confesaba una y otra vez, muy orondo…

—Volvamos a la cuestión, señor Thompson —rogó Ricky.

—Sí, volvamos —carraspeó el abogado—. Como le iba diciendo, su señor tío no contrajo matrimonio nunca, así que no dejó, a la hora de su muerte, ni esposa ni hijos. Su único pariente con vida, repito, es usted, señor Hagman. Por eso su señor tío no dudó lo más mínimo en nombrarle heredero de sus bienes.

El que carraspeó ahora fue Ricky Hagman.

—Dijo usted, señor Thompson, que últimamente la economía de tío Albert había dejado de ser boyante…

—Así es, en efecto. Si hubiera fallecido tan sólo un par de años antes, usted habría heredado una gran fortuna, pero la pérdida de ese elevado número de acciones que le he mencionado…

—Más la excentricidad de «Mansurrón»… —observó Lex.

—De todos modos —prosiguió el abogado—, ha heredado usted el castillo de su señor tío, que aunque algo viejo, por los muchos años que lleva construido, todavía tiene su valor.

—¿Un castillo…? —volvió a respingar Ricky—. ¿Tío Albert tenía un castillo?

—Sí, claro. A unos cincuenta kilómetros de Aberdeen. ¿No lo sabía usted?

—Es la primera noticia que tengo…

—Lo adquirió hace exactamente ocho años.

—¿Y vivía en él?

—Últimamente, sí. Vendió su magnífica casa de Aberdeen y se trasladó al castillo.

—¿Y dice usted que ahora ese castillo me pertenece?

—Totalmente, señor Hagman —sonrió el abogado—. Y también cuanto hay en él, por supuesto.

Ricky se volvió hacia su amigo.

—¿Estás oyendo esto, Lex…? ¡Soy dueño de un castillo en Escocia!

—Enhorabuena, Ricky —dijo Lex Gardner, sonriendo.

De pronto, Ricky se puso serio y murmuró:

—Aunque, bien pensado, ¿para qué quiero yo un viejo castillo en Escocia?

—Hombre…

El abogado Paul Thompson intervino:

—Puede usted quedarse con él o venderlo, señor Hitman.

—¿Venderlo…? Caramba, ésa parece una buena idea. ¿Cuánto cree usted que me darían por él, señor Thompson?

—Su señor tío lo compró por cien mil libras, pero usted podría obtener ciento cincuenta mil.

—¿Qué…? —exclamó Ricky, con ojos agrandados.

—Al difunto señor Hagman ya le ofrecieron esa suma al poco tiempo de haberse instalado en el castillo, pero como él no quería venderlo a ningún precio, desestimó la oferta.

—¡Ciento cincuenta mil libras, Lex! —galleó Ricky, muy nervioso.

—Eso es una fortuna, Ricky —dijo Lex Gardner—. Enhorabuena otra vez, muchacho.

—¿Conoce usted a la persona que ofreció esa cantidad a tío Albert, señor Thompson?

—preguntó Ricky.

—Naturalmente. Como yo era el abogado de su señor tío, estaba al corriente de todos sus asuntos… Precisamente, la persona interesada en adquirir el castillo, vino a verme a mi despacho tan pronto como tuvo noticia del fallecimiento del señor Hagman, para rogarme que hiciera saber a los herederos que él deseaba comprar el castillo y que estaba dispuesto a pagar por él ciento cincuenta mil libras al contado. Le respondí que no tenía ningún inconveniente en notificárselo al único heredero del señor Hagman, puesto que tenía pensado desplazarme a Estados Unidos, única forma de poder ponerme en contacto con usted, señor Hagman. Y esto último sólo fue posible gracias a que tuve la suerte de contratar al mejor detective privado de Chicago. Sin su ayuda, creo que jamás hubiera dado con usted, señor Hagman.

El detective Gene Morgan agradeció el elogio del abogado con una sonrisa.

Ricky Hagman, tras reflexionar unos segundos, dijo:

—¿Podría usted encargarse de tramitar en mi nombre la venta del castillo, señor Thompson?

—Oh, sí, por supuesto. Si usted me firma un documento, autorizándome a ello, realizaré los trámites oportunos con sumo gusto.

—Redacte usted ese documento, que se lo firmo en seguida.

El abogado sonrió con astucia.

—Ya lo tengo preparado, señor Hagman —dijo, depositando su portafolios sobre la cama de Lex Gardner. Lo abrió, extrajo un documento, y se lo tendió a Ricky, añadiendo—: Como cabía la posibilidad de que usted desease vender el castillo, me tomé la molestia de redactarlo.

—¡Oh!, qué eficiente es usted, señor Thompson —exclamó Ricky, tomando el documento—. ¿Me presta su estilográfica un segundo, por favor?

El abogado, que ya la tenía en la mano, se la ofreció.

—Aquí tiene, señor Hagman.

—Gracias, señor Thompson.

Ricky Hagman se disponía a estampar su firma en aquel documento, sin leerlo siquiera, cuando oyó decir a Lex Gardner:

—Espera un momento, Ricky.

Este ladeó la cabeza y le miró.

También el abogado Paul Thompson y el detective Gene Morgan volvieron los ojos hacia Lex Gardner.

—¿Ocurre algo, Lex? —preguntó Ricky Hagman.

—Creo que te estás precipitando un poco, Ricky.

—¿Precipitando…? ¿Qué quieres decir?

Lex Gardner se pasó los dedos por la patilla derecha.

—¿Sabes lo que haría yo en tu lugar, Ricky?

—¿Qué harías?

—Viajaría a Escocia y pasaría unos días en el castillo de tío Albert.

—¿En serio, Lex? —pestañeó Ricky.

—Me parece una estupidez vender el castillo sin haberlo visto ni siquiera en fotografía —opinó Lex Gardner—. Creo que a tu tío tampoco le gustaría eso, Ricky…

—Diablos, pues no me gustaría contrariar a tío Albert…

—¿Entonces?

—Dime una cosa, Lex. Si decidiese viajar a Escocia, ¿vendrías conmigo?

—Me encantaría acompañarte, Ricky. Entre otras cosas, porque no me agradaría tener que enfrentarme solo con los gorilas de Cary Dalton…

—¡Pues ya está decidido! ¡Nos vamos a Escocia, Lex! Aquí tiene su estilográfica y el documento, señor Thompson; ya no es necesario que lo firme. Cuando decida vender el castillo, se lo haré saber, para que me ponga usted en contacto con esa persona que está tan interesada en comprarlo.

El abogado tuvo que esforzarse mucho para disimular Su contrariedad.

—Como usted prefiera, señor Hagman —dijo, forzando una sonrisa—. Yo regreso mañana a Aberdeen. ¿Les parece bien que realicemos el viaje juntos?

—Será un placer, señor Thompson —respondió Lex Gardner.