Prólogo

«De forma que tantas veces como pretendí ponerme en viaje (…) me vi finalmente sentada en la cuneta de una carretera desierta o en el andén de una estación del absurdo… El lector que acaricie el proyecto de adentrarse en Región habrá de hacerse a la idea de una prosa crecida en el amor propio y en el orgullo de saber que es poco lo que debe a cualquier otra, y menos lo que está dispuesta a facilitar y conceder para acomodo del lector. Lo que ese lector acaricia es toda una aventura…»

Juan García Hortelano señaló que los libros de Benet son como una expedición en solitario a la alta montaña, y es bastante cierto: requieren del aventurero unas condiciones similares a las que fortalecen la voluntad de quien trepa por la fachada más ardua de un pico de nombre impronunciable y de altura tan osada que las nubes siempre acuden a celar su cumbre para tranquilidad de quien sea menester. Semejante lector ha de contar con una musculatura felina (y con su temperamento), una retentiva cercana a la del halcón y unos reflejos parecidos a los del tirador de esgrima.

Es, por otra parte, una aventura sin destino, pues no puede hablarse de propósito alguno que la alimente y sostenga; se nutre de si misma. Y de eso queda el aventurero advertido desde el primer momento. En realidad, Volverás a Región es un catálogo de advertencias sobre lo áspero e infructuoso de todo merodeo alrededor de Región.

Habrá de contar ese lector o viajero con una cierta vocación de esqueleto, o si no tan precisa, si, al menos, alejada de la intención de hurtar el cuerpo «a esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él». El panorama que se abre a sus ojos es un desierto entre «depresiones monstruosas y acantilados de color de elefante», y unas praderas «por donde se dice que pasta una extraña raza salvaje de caballos enanos». No es muy rica la fauna de ese paisaje, aunque basta para poner algunos pelos de punta gracias a unas metáforas que dejan al visitante atónito y casi sin respiración, como es normal ante una multitud de insectos tan abigarrados de corazas y erizados de armas que siempre parecen dirigirse a Tierra Santa». Y si el intruso se siente en la necesidad de saber algo sobre quienes le precedieron, también se le advierte sobre esa perspectiva de la incertidumbre: aun cuando a la gente le consta que un cierto número de personas ha tratado de subir allí, no se sabe de nadie que haya vuelto.

Tales son los límites y los alcances de un territorio donde lo siniestro y el sarcasmo sirven como custodios de un insomnio irredento, mientras lo sacro se oculta en los recodos de los caminos, en las pozas de los regatos, en las bocas de las minas que vigilan los pasos del hombre como dragones ensimismados en un sopor de siglos y borrascas. No se sabe qué es más atroz de esa geografía, lo que se palpa o lo que sólo se siente, la muda y tensa geología o un clima regido por una voluntad no por ciega menos aviesa. Es un espacio y un tiempo que no abrigan otros instintos que los que tienden a la soledad, una soledad que es la cifra y el vértigo de un destino guardado por el Numa, ese pastor homicida educado en la vigilia y el acecho y que, como todas las razas habituadas a la espera, goza de un sentido de anticipación funeraria del porvenir.

El ser humano y su estar son como manchas inquietas en semejante escenario donde las peripecias y los personajes se trocean y aglutinan bajo el capricho y la condena de un tiempo que no es la menor de todas las incógnitas: «Porque si el futuro es un engaño de la vista, el hoy es el sobrante de la voluntad, un saldo».

Puede darse por sentado que Volverás a Región es el relato de lo que fue la Guerra Civil en Región, pero eso no pasa de ser una manera de hablar. Ni lo escrito ni lo leído se agotan en tan sucinto resumen. Si nadie sabe qué es y en qué consiste la vida, tampoco en Región se avanza un paso más o menos sensato a favor de ese conocimiento. Región es una conciencia enmarañada «que no recuerda el odio pero atesora el rencor», sujeta a la obsesión de ese Numa justiciero aunque quizá no tanto, quizá tan sólo solitario, preciso y eficaz, alguien sin alma pero con oficio, eterno y, por eso, fatigado y taciturno y empecinado en un vagabundeo circunscrito a la censura de sus múltiples emanaciones. Quizá Región es el espíritu de un Dios abrazado a la desconfianza de la que se alimentan sus infinitos atributos, y de la que constante e infructuosamente le avisa una memoria que nada tiene que ver con los recuerdos. Un Dios cuyos disparos aterran y despiertan a unos muertos que, así arrojados de sus tumbas, ya nada saben de sí ni de sus pasos, y dan traspiés en esa condición del cadáver errante, estupefacto, descamisado y sin reloj.

EDUARDO CHAMORRO