II

Ciertamente era un coche parecido, del mismo color negro, a aquel en que se había marchado su madre al principio de la guerra. Pero si el recuerdo de su madre se había borrado —una miríada de pequeños cambios por medio de los cuales se transforma el contacto de una mejilla en el sabor de una manzana—, el del coche había quedado, aislado en la memoria e inatacable al dolor. Toda la tarde permaneció cerrado en la carretera, bajo la sombra de una encina, un poco apartado. Toda la tarde lo estuvo observando desde lejos, de detrás de una cerca de piedras, los ojos clavados en sus dos grandes faros, incapaz de curar con el recuerdo aquello que la memoria ha sellado con dolor; hasta que de improviso una mujer de elevada estatura apareció junto a él. Un bolso le colgaba del hombro; llevaba unas gafas oscuras que se quitó al abrir la portezuela, encendió el cigarrillo y se introdujo en el coche, después de mirar al cielo.

Entonces echó a correr, a través de los campos de centeno recién segados, saltando las cercas de piedra; toda la mañana había estado limpiando el caz, con una azada de mango largo, los pies metidos en el agua; cuando se sentó a comer divisó por primera vez la nubecilla de polvo en la carretera de Región, pero no se sobresaltó. El conocimiento que en vano interroga a la voluntad acerca de un registro sepultado bajo la soledad, bajo mil tardes soleadas de abandono, se transforma en malestar e inquietud; apenas podía masticar el pan de centeno y poco a poco fue perdiendo el hambre, mientras contemplaba la nube de polvo que avanzaba lentamente hacia él. Cuando llegó a la casa no tenía resuello y la camisa le colgaba de la cintura; saltó la verja, corrió a la cuadra, trepó al sobrado y, arrastrándose por la paja, se acercó al ventanuco para observar cómo la mancha negra doblaba un recodo al tiempo que la nube de polvo rojizo ocultaba momentáneamente la revuelta de la carretera. Raras veces se había atrevido a entraren aquel cuarto y menos a las horas en que el Doctor —en los últimos años apenas abandonaba aquella habitación— acostumbraba a dormir la siesta en el viejo sillón de cuero negro. Abrió la puerta de un golpe, el Doctor alzó la cabeza y le vio temblar en la penumbra: una figura corpulenta y torpe, con el torso medio desnudo y la cabeza desdibujada, unos grandes lentes, una maraña de pelo prematuramente engrisecido y esas facciones carentes de energía y carácter de quien ha madurado en la apatía e ignorancia.

—Ahí viene dijo.

El Doctor, reclinado en el sillón con los pies encima del taburete, apenas se movió.

—¿Qué dices? ¿Qué haces ahí?

La conciencia y la realidad se compenetran entre sí: no se aíslan pero tampoco se identifican, incluso cuando una y otra no son sino costumbres. Raras veces un suceso no habitual logra impresionar la conciencia del adulto sin duda porque su conocimiento la ha revestido de una película protectora, formada de imágenes adquiridas, que no sólo lubrifica el roce cotidiano con la realidad sino que le sirve para referirlo a un muestrario familiar de emociones. Pero en ocasiones algo atraviesa esa delicada gelatina que la memoria extiende por doquier —aunque no conoce ni nombra— para asomar con toda su crudeza y herir a una conciencia indefensa, sensible y medrosa que sólo a través de la herida podrá segregar el nuevo humor que la proteja; y entonces se convierte en una costumbre refleja, en conocimiento ficticio, en disimulo ya que, en verdad, el miedo, la piedad o el amor no se llegan nunca a conocer. Hay una palabra para cada uno de esos instantes que, aunque el entendimiento reconoce, la memoria no recuerda jamás; no se transmiten en el tiempo ni siquiera se reproducen porque algo —la costumbre, el instinto quizá— se preocupará de silenciar y relegar a un tiempo de ficción. Sólo cuando se produce ese instante otra memoria —no complaciente y en cierto modo involuntaria, que se alimenta del miedo y extrae sus recursos de un instinto opuesto al de supervivencia, y de una voluntad contraria al afán de dominio— despierta y alumbra un tiempo —no lo cuentan los relojes ni los calendarios, como si su propia densidad conjure el movimiento de los péndulos y los engranajes en su seno— que carece de horas y años, no tiene pasado ni futuro, no tiene nombre porque la memoria se ha obligado a no legitimarlo; sólo cuenta con un ayer cicatrizado en cuya propia insensibilidad se mide la magnitud de la herida. El coche negro no pertenece al tiempo sino a ese ayer intemporal, transformado por la futurición en un ingrávido y abortivo presente. El Doctor lo comprende y le mira; «vamos, vamos» porque sabe que el que padeció el abatimiento, el horror o la piedad está ya inhabilitado para saber lo que son y para buscar su propia cura; sabe que tampoco es del tiempo aquella mañana en la fonda del cruce, aquella mañana que degeneró en tarde mientras esperaba, con su cabás en el suelo, sentado en la cerca de la encrucijada, la llegada de María Timoner. Allí está el miedo, el abatimiento, la pérdida de la justificación de un sí mismo que en adelante tendrá que desconfiar, rehusar toda esperanza, anhelar un fin. Más tarde, cuando abra la puerta, tendrá que decir: «Dormir, sí, dormir ¡es tan obvio! El amor también es lo obvio, una vez ausente no caben los pretextos ni la justificación nada vale por sí mismo. ¿La curación? ¿La curación de los demás?, ¿cómo es eso?». No existe la confianza y por tanto ya no tiene necesidad de registrar el tiempo; tampoco pertenecen a él aquellos pasos, en el salón vacío, tras el golpe de navaja; un grupo de hombres armados —y sus voces susurreantes, los crujidos en la escalera— que suben en la hora morada del crepúsculo la media docena de peldaños, no pertenecen a nada porque si están presentes es que fueron y ya no serán: vuelven casi todas las noches (silbantes, barbudos y apenas visibles, los pasos lastrados con el peso de las armas y la fatiga de la caminata, el polvo del desierto) para desvanecerse con los portazos de la madrugada; existe también, colgado en el perchero, un pesado capote de lana que aún conserva, tras una posguerra sin ser utilizado, la humedad de una noche de búsqueda; existe solamente un largo y espasmódico instante nimbado por la luz de un arrebato juvenil convertido en desolación, carente de significado, de pasado, de dolor y de esperanza. Y el atardecer junto al cristal de una ventana que recoge la luz para mostrar la penumbra de la habitación, un largo y sombrío corredor de paredes lívidas y desnudas y un piso cerámico con las losas levantadas y un ribete de azulejo de dos colores sangrientos; era una casa vieja y destartalada, carente de gusto; casi todas las habitaciones carecían de muebles, los pocos que quedaban se habían agrupado en los rincones, las paredes delataban las sombras de los espejos, los cuadros y los diplomas con que un día las decoraron para preservar su primitivo color. Tan sólo el despacho del Doctor conservaba la mayor parte del antiguo mobiliario: una desordenada estantería, repleta de periódicos viejos, libros y revistas desencuadernados, alguna botella vacía, una mesa de despacho en las mismas condiciones, una lámpara de flecos y el viejo sillón tapizado de cuero negro con los brazos y el respaldo gastados hasta el relleno por donde asoman los muelles y donde un hombre —identificado con el mobiliario—, ya entrado en años, contempla el atardecer en el cristal de la ventana, esa fortuita e ilusoria coloración (el jardín en abandono desde aquella hora del ayer —más acá y más allá de los climas, las estaciones, los años y las vigilias— que lo redujo a un solo sentido en la duración, apenas alterado por el tremolar de una bandera, el disparo de un cazador o el vuelo de un aguilucho) resucitada en las primeras noches del otoño y con las primeras sombras de los arbustos —siempre la ficción de un movimiento abortado, un haz de ramas que creció demasiado y que se inclina sobre el suelo para traer a la memoria aquel andar encorvado— en torno a un momento en suspensión en el seno de un ayer incoloro, saturado de un pudo ser que no precipitó. Ya no había tañido de campanas, había callado el susurro de los álamos, el griterío de las tropas, el eco de los disparos, el clamor de las canciones guerreras repetidas con infatigable y gutural timbre por las radios victoriosas, para dar paso al transcurso de las horas bajo cuyo imperceptible oleaje se sumerge el podría-haber-sido que a sí mismo se sucede y se destruye. «Ah, no es el tiempo —dirá después, cuando abra la puerta— ni siquiera el miedo, el único aparato de medida que tiene la conciencia; es la falta de otra cosa lo que le hace ser algo. Es la falta de otra cosa…» Había perdido todo color; sus ojos carecían de color, ni su traje era negro ni blanca su camisa; como si sus propios colores —y las palabras, por supuesto— estuvieran hechos de un género que había dejado de ser lo que era. Se levantó con lentitud, se acercó a la otra ventana que estaba cerrada, abrió el frailero y observó con parsimonia el tramo de carretera. Luego, con el pulso agitado, volvió a cerrar el frailero y, desde detrás de la mesa, contempló al joven —enmarcado en el umbral— con acusado desconcierto y pesadumbre. «Vamos —le dijo— vamos.» De un cajón de la mesa sacó una llave y unas cuerdas. Sus ojos, dentro de las gafas, parecían inundados de lágrimas y su labio inferior, con la boca entreabierta, temblaba intensamente. «Vamos, vamos», repitió al avanzar por el pasillo y subir la escalera. En la habitación de arriba no había más que un camastro de hierro, una palangana en el suelo y unas alpargatas, unos montones de ropa descuidada y sucia, salpicada de barro y paja. La ventana se hallaba protegida por una gruesa y doble malla metálica cuya pantalla exterior estaba salpicada de mariposas de luz e insectos muertos. Le volvió la cara hacia la ventana y le juntó los pies; luego, sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, en tal grado parecía el joven acostumbrado a ello, le ató los codos junto a la espalda dejándole las manos libres. Cuando hubo terminado le fue empujando con suavidad hacia el borde del camastro y le obligó a tenderse de costado, con la cara vuelta hacia la pared. Le dijo unas palabras al oído y, al tiempo que sacudía unas briznas de paja de sus pantalones, unas pocas espinas clavadas en ellos, le dio unas palmadas en el hombro y se retiró del cuarto echando la llave, con dos vueltas a la cerradura.

El automóvil se detuvo a muy poca distancia de la verja del jardín de la antigua clínica. Oculto tras el frailero observó cómo la mujer abría la portezuela y salía del coche —mirando con atención la casa— sin preocuparse de volverla a cerrar. Al cabo de un rato sonó la campanilla pero el Doctor no se atrevió a abrir. Cerró el frailero, recorrió toda la planta baja para comprobar que todas las puertas y ventanas estaban cerradas y de nuevo subió a la habitación del joven, en la segunda planta, al fondo de la escalera, para escuchar su respiración a través de la puerta: era una respiración profunda y acompasada que a intervalos regulares producía un débil chasquido metálico al igual que un reloj eléctrico; permaneció así, sentado al pie de la puerta cerrada durante un largo rato computado por el compás del aliento, apenas alterado por los campanillazos del piso de abajo, tras espaciados y pacientes silencios. Bajó otra vez —inquieto, en actitud de malestar y desasosiego— y se puso a rebuscar algo en su despacho sin saber claramente de qué se trataba. En su dormitorio, sobre una vieja cómoda en desuso, había un montón de papeles y trastos de debajo de los cuales extrajo una botella en la que quedaba un poco de licor amarillento. La llevó al despacho, entreabrió de nuevo el frailero para comprobar una vez más la presencia del automóvil (con las puertas cerradas seguía en el mismo sitio y recibía en los cristales el último sol de la tarde) y echó un largo trago de licor. Luego empezó a toser y a mover la cabeza; parecía desacostumbrado al sabor de la bebida. Unos pasos femeninos se oyeron en la acera de loseta, agrietada y hueca; se tumbó de nuevo en el sillón, con la botella sujeta por el cuello, colocó los pies en un banquillo y se metió un dedo en la boca para tratar de conciliar el sueño. No le despertó la campana sino un grito en el piso de arriba, un grito largo y agudo que pareció cortar en dos el silencio de la casa; volvieron a escucharse los pasos, una mano golpeó los librillos de la persiana y se repitió el grito, seguido de unos golpes violentos del cuerpo que se bamboleaba sobre el colchón y trataba de desembarazarse de sus ligaduras. Espió el jardín por una rendija de la contraventana y sólo llegó a ver una sombra que apenas se movía; subió una vez más, diciendo «calma, calma» en cada peldaño. En el rellano escuchó sus sollozos, en la puerta dio unos golpes con los nudillos. «Vamos, vamos», dijo. Vaciló un instante y a la postre pareció adoptar la decisión a la que tanto se había resistido; fue a un cuarto de baño y de un armario pequeño, blanco y despintado, extrajo la jeringa y las agujas hipodérmicas que limpió con alcohol, sin necesidad de hervirlas. Mientras —con el pulso tembloroso pero con una destreza que indicaba una larga práctica— llenaba la jeringa con una sola mano, sosteniendo en alto la ampolla con dos dedos, la campanilla volvió a sonar con inusitada insistencia y el grito se repitió en la habitación de arriba. Con la jeringa en alto, descorchó la botella, echó otro trago, subió las escaleras y volvió a golpear con los nudillos. «Vamos, vamos, ¿cómo estás? Échate boca abajo.» Escuchó con el oído pegado a la puerta, accionó la cerradura con la derecha y la abrió de un golpe con el hombro. Sin darle tiempo a que volviera la cabeza se sentó junto a él, pasó su mano libre por debajo de su cintura, le soltó el cincho, le bajó un poco el pantalón y le clavó la aguja en la nalga, con temblor y con destreza. Cuando hubo terminado respiró profundamente y se pasó la mano, con la jeringa vacía, por la frente salpicada de sudor. El joven yacía con la cabeza ladeada sobre el colchón sin sábanas, la boca entreabierta y jadeante y el pelo desordenado; sus gafas se habían deslizado por la cara y el ojo, pegado a la pared, parecía acomodarse a su liberación de la visión con un parpadeo lento y rítmico, como la respiración de un pez recién cobrado, tirado a la orilla del agua. Un mechón de pelo se había metido en su boca; la nariz, los labios y la barba se hallaban mojados de lágrimas.

En el umbral de la puerta surgió la figura enlutada del Doctor, rodeada de sombras, y mientras sostenía el pomo la miraba sin asombro, sin curiosidad ni reproches —huraño y reconcentrado trataba en vano de recuperar la penumbra fétida anterior al gesto que parecía exigir una justificación—. No la había ensayado porque cuanto más larga es la espera más de improviso surge la resolución; parecía que —mirando a la mujer y al cielo alternativamente— buscaba unas razones que no había olvidado pero que no recordaba: «Oh, sí, he abierto, claro que he abierto. Qué importa a quién. Qué importa cuándo; tarde o temprano había de llegar este momento, cosa que ya sabía cuando decidí la reclusión. Ha llegado usted, aunque algo tarde. También podía no haber llegado y hubiera sido igual, una prolongación de la tardanza. Usted sabe a qué me refiero, no vale la pena entrar en detalles, che senza speme vivemo in disio. ¿Que si hubo un tiempo en que eso no era así? ¡Qué pregunta! No, no, no es orgullo; hay una reclusión y una renuncia y un abandono de todo menos de la paz consigo mismo que no están dictados por la cobardía sino por el orgullo. Pero ¿qué tiene que hacer aquí el orgullo, me pregunto yo? Le gustaría saber que en mis primeros años de profesión recorrí estas tierras sin otra cosa que un carro, una mula, una cocina de petróleo, una pizarra y una campanilla; y que yo mismo me anunciaba a gritos en las plazas de los pueblos, para sacar muelas, asistir en los partos y curar la hidropesía. Así que no se trata de orgullo; si me dijera usted la lógica, ah eso es otra cosa. Y eso es lo triste, porque nos es dada una lógica para pensar acerca del futuro y un pasado sobre el que comprobar los resultados. Y para concluir le diré que no he recelado en ningún momento, ni siquiera cuando esperaba ahí adentro. Le diré otras cosas también, cosas que no sirven de nada —ni siquiera para agudizar el entendimiento— para quien, como a usted, le queda algo que hacer. La he estado observando con atención desde que llegó y he llegado a la conclusión de que le sobra confianza; es curioso cómo una persona que dice carecer de esperanza puede llegar a confiar tanto. No sé en qué, y sin embargo es así; no, no me refiero a unos vaticinios que ni siquiera existen: ya no existe la rueda a la que podríamos consultar. No importa, tengo y guardo una cierta seguridad acerca de la clase de fin que nos espera y por eso pienso a veces que la única nota positiva que hay en mi carácter radica en mi falta de resolución. Estoy seguro también de que —por miedo, cobardía, desgana— esta situación se ha prolongado demasiado. Todo termina cuando se agota el deseo, no cuando se nubla la esperanza; pero el deseo que busca una explicación y trata de justificarse, se contradice consigo mismo; de forma que la edad de la razón y la lucidez no es más que una supervivencia —y quizá inmortal, como la gente cree, porque es lo único transmisible—. Y si no es eso ¿qué otra cosa le importa a usted de mí? Por eso ¿qué razón podía tener en negarle la entrada o si usted no desea entrar, en mantener cerrada la puerta?». Apenas la había abierto en casi dos años. La casa era una residencia rural de dos plantas, de ese gusto tan civil y solemne que el siglo XIX implantó por doquier sin hacer distinciones entre la casa ciudadana y la de campo, construida sesenta años atrás para un indiano que no pudo verla terminada; la rodeaba por todas partes un pequeño jardín en estado salvaje —las ortigas y matoganes habían destruido el antiguo trazado, habían invadido los muros y desnutrido los árboles, habían pandeado las columnas del porche y se había vencido el balcón— limitado por una verja de puntas de lanza, casi todas descabezadas o desplomadas; se había perdido el farol de la entrada —sólo quedaba el arco que lo sustentó— y la puerta se había cegado con unas chapas de bidón, de donde colgaba la campanilla. Un poco antes había caído un breve chaparrón y todos los canalones goteaban por las juntas abiertas. El sol empezaba a declinar sobre la colina de negrillos y encinas iluminando con reflejos anaranjados los bordes de una cabellera que aún no había perdido color ni suavidad; era una mujer entrada en años pero al contraluz era difícil pronosticar su edad; su cara no era pálida ni delgada pero su sonrisa era de cansancio, sublimación instantánea e involuntaria de un arte del disimulo que desea —pero no quiere— dejar traducir el verdadero estado de su ánimo en un atardecer en el campo; iba enfundada, en un ligero abrigo de color canela, apretado a la cintura, calzada con unos zapatos de tacón bajo y el pelo recogido bajo un pañuelo de seda cuyos lazos caían a la espalda con displicente y macabra soltura. No parecía impaciente, había llamado sin prisa ni excitación y ahora sonreía entre luces confusas —mientras las briznas de pelo en la frente eran agitadas por la brisa vespertina— con la misma serena, cruel y pedante delectación con que el agente de cobro llama a la casa en crisis; una casa, en verdad, en crisis, una clínica en la que sólo lo incurable tiene acogida y en la que no se sabe de otra cosa (el doctor, el portero, el paciente o lo que fuera) que de la predestinación.

«Aguarde», dijo al Doctor. Mientras ella volvía al coche observó de nuevo el cielo al tiempo que dejaba la puerta entreabierta. Por encima del horizonte asomaba una silenciosa explosión de nubes anaranjadas y malvas y de tanto en tanto dejaba de soplar la brisa y callaba la hojarasca para, al dictado de un compás extravagante, dejar oír el murmullo de los insectos y de los pequeños regueros que corrían bajo los arbustos. Sacó del bolso un pequeño billetero de cuero y de él extrajo una tarjeta, una antigua tarjeta amarillenta y arrugada con los bordes comidos y sucios (¿o era tal vez una fotografía?) que alargó al Doctor.

«Dígame, ¿usted sabe si…?»

«¿Yo? ¿Cómo quiere que yo sepa algo?»

Porque apenas se molestó en mirarla. Se diría que no tenía necesidad de leerla o que —tras una rápida y sagaz mirada de reojo— prefería recurrir a un pretexto para justificar su falta de disposición.

«No tengo los lentes, perdone.»

Pero ella no la recogió, mirándole de frente y moviendo la cabeza con un gesto en el que resumía una mezcla de desprecio y lástima y una intención de no conformarse con su recusación. La observó de nuevo y comprendió que en su actitud —sobre todo en una expresión que ya no sonreía y en una mirada que, con serenidad, no hacía ningún esfuerzo para evitar el parpadeo— había más firmeza (y quizá menos esperanza, más cansancio) que la que había presumido. Había traído también un pequeño maletín de viaje que, con el bolso, sostenía con ambas manos con paciente tranquilidad como si en lugar de una resolución del Doctor esperara la llegada del tren. Pero él bajó la vista, sacó medio cuerpo fuera, se apoyó en el umbral y mirando hacia la carretera de Región, dijo:

«Es muy mala carretera.» Ella asintió sin responder una palabra. «Y eso que ha elegido usted el mejor momento. Dos o tres semanas más tarde y no hubiera sido capaz de llegar hasta aquí. Primero las lluvias, luego la nieve y después el barro; todo conduce al desaliento. Así que durante cuatro meses sólo es posible subir con caballerías. ¿Y para qué? Porque al cabo de una breve temporada aquel que ha logrado prevalecer se acostumbra de tal modo a la paz y el aislamiento que pronto tiene que renunciar al viaje de vuelta. Ése es el principio del mal. Luego ¿quién es capaz de recobrar las antiguas ilusiones?» Volvió a mirarla con intención admonitoria: «Así que antes de seguir adelante deseo que comprenda el riesgo que corre. Es fácil llegar pero…» .

«¿Sabe usted de qué se trata? ¿Por qué se imagina que ando buscando el aislamiento?»

«No; ni sé nada ni nada me imagino, créame. Tampoco quiero saberlo porque no me importa la raíz de la enfermedad. Y en cuanto al remedio… no está a mi alcance.»

«¿Tan desesperado considera usted el caso?»

Alejó la tarjeta de su vista todo lo que daba el brazo como para leerla sin necesidad de los lentes. Después de darla muchas vueltas y examinarla como un experto que recela una falsificación, se la alargó de nuevo:

«Desde luego, totalmente. Fuera de toda duda. Un caso perdido.» No tuvo la menor vacilación. «Dentro de poco se pondrá el sol. Pero lo de menos es saber la razón que se esconde detrás de tanto despojo. No he visto nunca su astucia pero no hablemos de eso ahora —recordó entonces el ritmo de los campanillazos tranquilos y perentorios— lo importante es saber hasta cuándo será capaz de facilitar unos recursos equivalentes a los que consume. El viaje es una locura, por supuesto. No hay curación, si eso es lo que desea saber.» Parecía decidido a no hablar más y a soslayar su presencia volviendo la mirada al fondo de árboles, con gesto indiferente y un poco despectivo, como el de ese portero de un club que pretende sustraerse a la presencia de un borracho inoportuno. Se contuvo, no quiso dejar vislumbrar que apretaba la boca y apartaba la vista porque en un instante —pasajero pero recurrente— comprendió el dolor que le producían sus propias convicciones, lo mucho que había deseado —en otra edad, con otro dolor— haber permanecido en otras no tanto anteriores como menos razonables. Aspiró por la nariz y se apretó las solapas de la chaqueta para dar a entender el fresco que se avecinaba; de nuevo la miró de frente, balanceando la cabeza con suavidad, con un gesto en el que se combinaban la reconvención, la sorna y la compasión.

«Quizá tenga usted razón.» Aún sujetaba el maletín con ambas manos. «Lo pensé durante muchos años pero no me decidí a hacerlo nunca. No porque fuera una locura, como usted dice, sino porque temía echar a perder lo único en verdad cuerdo y limpio que tenía en mi haber. Luego, es la incertidumbre lo que se convierte en locura, el resto es curación, extirpación tal vez. No es que lo comprenda ahora sino que lo confirmo, con mi presencia aquí; siempre había sabido y temido que la parte cuerda terminaría por triunfar; es decir, lo que llaman ustedes la parte cuerda, todo lo contrario de lo que yo entiendo por eso. Pero no podía permitirlo sin intentar, como último recurso, la prueba final que tanto tiempo me resistí a llevar a cabo para no caer en la desesperación de la cordura, del buen sentido y de la resignación. Sin duda que tiene usted razón, doctor —había abierto el bolso para sacar un pañuelo y llevárselo a la nariz, pero no lloraba ni moqueaba; era más bien un gesto de forcejeo, como quien saca un dinero para forzar una transacción a la que el vendedor se resiste—; lo que no sabe usted es hasta qué punto lo es; lo de menos es que lo parezca para quien es razonable y goza de buen sentido; lo terrible es que representa una locura para quien no ha podido salir nunca de la…»

«¿De la…?», preguntó el Doctor.

«Tenía entendido que esta casa era el lugar a propósito para curar… tales dudas.» El Doctor no se inmutó; se inclinó —apoyado en la jamba— para encajarse una zapatilla en el pie izquierdo. «Usted no pide eso», dijo al tiempo que recobraba la compostura. «Yo no he pedido nada, todavía.» Cerró el bolso, a sabiendas de que podía ser el último gesto de la conversación del cual no le quedaba otra cosa por hacer que guardarse su dinero. «El camino de la Sierra; no muy lejos de aquí había, hace tiempo, una venta de no muy buena fama. ¿A cuántos kilómetros?» «Ya», respondió el Doctor. El bolso sonó; estaba impaciente pero no inquieta; había algo en ella que no era entusiasmo pero que rezumaba determinación —incluso en sus pasos—. «Hace muchos años que se cerró. Está en ruinas. Sólo de vez en cuando acampan por allí algunos gitanos, y los que van a cazar el rebeco.» Miró al cielo con recelo, como si aguardara la reanudación de la tormenta. «No comprendo qué se le puede haber perdido por allí. Parece cosa de leyenda.» Había y se percibía en sus palabras una íntima contradicción; se diría que salían de su alma muy contra su voluntad, como si repitiera una lección en cuyo recitado se traduce el esfuerzo con que la hubo de aprender. «Se deja usted esto», le dijo, al tiempo que le alargaba la tarjeta.

«¿Eso?», preguntó. «Era una tarjeta de presentación. ¿Para qué la quiero ya?»

«Ya», la agitó en el aire, como un abanico. «No comprendo su interés, se lo repito. No comprendo siquiera su actitud. Son cosas pasadas. ¿A qué viene todo esto? ¿Es que no están bien donde están? Son cosas pasadas que ya no cuentan; lo único que cuenta es esta paz. ¿Sabe usted que mañana puede quedar un día muy hermoso? Ya lo creo, fresco y limpio, un día muy hermoso.»

«Eso es lo que quiero; que me diga que no cuentan. Eso es justamente lo que necesito; que me lo diga la única persona para quien es lo único que cuenta.»

«Va usted a coger frío si se queda ahí. Estas noches son muy traidoras.» Avanzó unos pasos, cruzó delante de ella —sin mirarla— y cerró la puerta que había estado entreabierta. «Hace mucho tiempo que dejé de recibir visitas.» Una ligera ráfaga de viento entreabrió la puerta de la casa y por primera vez —al tiempo que volvía— acercó el papel a los ojos con intención de descifrar lo que en él había. «Tenga la bondad de esperar un momento; parece que se nos echa encima el mal tiempo. Aquí el verano dura poco, muy poco. Verdaderamente el verano dura muy poco —trataba de leer la tarjeta por ambas caras— muy poco.» En el vestíbulo en penumbra vislumbró unos viejos sillones de tubo, de los que menudean en los hospitales, y unas hojas de periódico diseminadas por el suelo. Del interior emanaba un intenso tufo a habitaciones cerradas, que no habían sido ventiladas en varias semanas. Un calendario farmacéutico colgaba todavía en la pared y conservaba algunas hojas de un año muy atrasado; los sillones —y una pequeña mesa de recibidor— estaban cubiertos por aquellos almohadones y tapetes de lana bordada, de colores ajados, que constituían el mejor exponente de aquel ingenuo arte de náufrago, nacido y muerto en aquella casa: un borrico con alforjas y un campesino con paraguas, un ocaso entre palmeras, el campanario de una iglesia y el puente sobre el río, concebidos entre suspiros y desoladas miradas a la ventana, trazados con esa licenciosa, paciente e inútil prolijidad que sólo con la espera, la falta de otro quehacer —pero no el recreo— puede prolongarse y ramificarse un entretenimiento pueril. Eran sin duda la obra de aquella mujer de la que había oído hablar durante la guerra; había permanecido tejiendo durante todo el tiempo que estuvo casada, multiplicando por doquier su bordado ingenuo para llenar las horas que su marido la dejó sola, ocupado en buscar por el monte el objeto de sus afanes, sentada sobre un sillón y ocultando debajo del cojín (por temor a que pudiera entrar el Doctor y sorprenderla con semejante lectura) un libro de higiene sexual para jóvenes cristianas que nunca logró terminar y que siempre leyó a hurtadillas, entre miradas alarmadas y acechantes, entre profundos suspiros e impacientes convulsiones. Porque en los años que duró su inmaculado matrimonio ni siquiera el bordado le dio un momento de paz. Se diría que el sobresalto que le procuró el Doctor al personarse en casa de sus padres para contraer matrimonio le había de durar hasta su lecho de muerte.

Por lo menos, ya no le dio ninguno más; a los tres días había desaparecido, enfundado en su gabán de color tostado y su sombrero de ciudad. Por primera vez, al cabo de unos meses, había enviado desde una ciudad remota que ella no conocía (representaba una calle céntrica, invadida por la gente, los tranvías y los coches) una postal que decía: «No dejes de cuidar las plantas. Si se obstruye el desagüe del baño avisa a Feliciano, el de la fonda. Tuyo, Daniel» y que guardó entre las páginas de aquel libro prohibido. No podía dejar de mirarla todos los días, absorta, extraviada, ilusa y estupefacta, enajenada por aquella palabra «tuyo» a la que volvía una y otra vez para confirmar esa posesión a la que sin duda se refería el libro de higiene sexual; acaso aquellas miradas y aquellas lecturas estaban hechas de la misma sustancia que la plegaria gracias a la cual —y al arte del bordado— fue capaz de alimentar y resistir su deseo sin necesidad de pensar en el amor. Tal vez lo habría recusado, una sola decepción le habría bastado para buscar su refugio en el sillón, el libro escondido en la rendija del almohadón y la postal guardada entre sus páginas. Al término del primer año —con la llegada de la primavera y el cultivo de las plantas que él dejó— comprendió lo feliz que era, la mucha fortuna que le había deparado su matrimonio. Su suegra —atacada por el reuma— dormitaba y languidecía en una habitación del piso de arriba hasta que, desilusionada, cansada de esperar una cena caliente y un cuadrante para apoyar la espalda antes de dormir, se fue a vivir con otra hija casada que apenas la tuvo que soportar más de dos años. A partir de entonces nada había ya que la distrajera de sus pensamientos; debía sentirse tan íntima y constantemente unida al Doctor que empezó a temer el fin de una época tan venturosa y a recelar la llegada del intruso. Llegó una noche, sin hacer ruido; sus manos tejían incansables mientras su mirada descansaba sobre la postal y el libro abierto en su regazo, cuando se abrió la puerta y él dijo: «Buenas noches». Enfundado en su gabán de color tabaco, tocado con su sombrero de ciudad, no hizo sino dejar el maletín en una silla; cerró de nuevo la puerta y se fue al baño para observar si funcionaba el desagüe. Cuando volvió habían desaparecido el libro y la postal y ella, vuelta de espaldas, con la cabeza escondida en el respaldo del sillón, lloraba intensamente. Con sumo tiento —y andando de puntillas— volvió a coger el maletín, atravesó la habitación y abrió el armario donde guardaba el instrumental, los específicos, los libros de consulta. Sacó del maletín unos cuantos trastos y frascos vacíos y los sustituyó por otros del armario hasta que quedó repleto. No se oyó sino el ruido de la cerradura, los sollozos ahogados contra el respaldo del sillón. Al pasar junto a ella —andando de puntillas, observó entonces, con cierta sorpresa, aquella desordenada floración de almohadones y tapetes bordados con dibujos infantiles— se detuvo un instante, de la rendija del sillón extrajo el libro cuyo titulo leyó y tras depositarlo en el mismo sitio y decir «Buenas noches», cerró la puerta con el mismo sigilo con que había entrado. No se había quitado el gabán ni el sombrero, pero a partir de aquella visita sus cartas y postales se hicieron algo más frecuentes, dos o tres por año. En una de ellas, que representaba una parada militar, había tratado de reconfortarla con una frase de la que ella sólo entendió las tres últimas palabras: «No existen otros pecados que los de pensamiento pero cuando sólo hay pensamiento, todo es virtud. Tuyo siempre, Daniel», a la que siguió meses más tarde, aquella otra con una vista del Tibidabo, que decía: «La virtud, para serlo, no puede esperar nunca su recompensa. Hasta pronto, Daniel». Murió virgen, sin haber llegado a saber nada del hombre con quien estuvo casada durante veinte años, y probablemente sin haber podido salir del asombro (al que tampoco fueron ajenos sus padres) con que se llevó a cabo el enlace —fue sorprendida una tarde de lluvia (su padre era guardabarrera de aquel ferrocarril de Macerta que nunca entró en servicio) por aquel médico, siempre enfundado en un gabán entallado y largo, tocado con un sombrero de fieltro, cuyo nombre supo por primera vez en una parroquia arrabalera de Región, y transportada en aquel coche que hacia las delicias de sus padres, hasta una clínica de reposo de la que tomó posesión tras ser conducida ante la presencia de una señora vieja, enlutada y obesa cuyo desprecio no pudo manifestarse, anegado por el encono que subía de su pecho al tiempo que el Doctor, desde el umbral, le decía: «Te presento a la señora Sebastián. Ésa es mi madre», con el acento y el laconismo de quien se dirige al empleado incumplidor para presentar su mesa —no su persona— al sustituto que aguarda detrás—[2], y sin haber dado al mundo otros frutos que aquellos engendros del tedio, del asombro y de la ignorancia, unas cuantas labores de ganchillo y aguja que aún colgaban de las paredes y cubrían los sillones del recibidor.

Pero no se trató de un engaño ni un abandono ni —mucho menos— una venganza; lo primero porque, al parecer, a ella misma le confesó abiertamente su propósito la tarde de la declaración, apoyado sobre la barrera del paso a nivel mientras los padres de la novia, muy alborotados y ocupados con el baúl de la dote, entraban y salían de la caseta, entre gritos y carreras, fascinados por el coche de alquiler que esperaba a la puerta. Y ella asintió a sabiendas de lo que le esperaba y en la confianza de que sus virtudes de esposa, su perseverancia y su abnegación, lograrían modificar una decisión tan poco sensata; así que ella también pecó de egoísmo. En cuanto al abandono, nunca lo es cuando un hombre deja su casa —y su madre— para contraer matrimonio. De ser una venganza, ¿contra quién iba dirigida? «No se trataba de eso», un día le confesó el ahijado del Doctor en la época de la guerra. «Es mucho más sencillo; si alguien se va de casa una tarde, cansado y aburrido hasta de las paredes, y se encamina a un café o un cine…, qué demonio, no se va a volver a casa porque el café esté cerrado o el cine lleno. Supongo que buscará otro, eso es lo que yo creo; no hay que dar demasiada importancia a las cosas y, a la que menos, al matrimonio. ¿Qué estás diciendo, qué es para toda la vida? Todo es para toda la vida y tampoco eso es grave, si es que es cierto. Este pueblo y esta casa, también son para toda la vida ¿y le damos por eso importancia? Mira esta casa, no la compró porque le gustara sino porque estaba libre y se vendía a buen precio. Y la compró a sabiendas de que le sorprendería la muerte en ella. ¿Y qué? Si la mujer que quería no estaba libre, ¿es que no tenía que buscar a la que lo estaba? Y a ese tenor fue lo bastante inteligente para buscar y elegir la más inocua, la más barata y expedita; quiero decir, la que le costaba menos cariño, aquella con la que no sentía (ni ella tampoco, no hay que olvidarlo) la menor necesidad de amar. Creerás tú que es prudente unirse a una mujer que sigue en el cariño a aquella otra a la que se debe renunciar. Pues bien, si se renuncia a la primera se renuncia también al cariño y eso es todo, eso es lo que parece más sensato. Por el contrario, si, por debilidad, se introduce una pizca de cariño en el nuevo contrato, se ha pactado con el demonio que no sólo le obligará a conformarse con una solución dolorosa e insatisfactoria, sino que le obliga, por gozar de un poco de calor, a avivar el fuego que le ha de quemar. ¿Dónde está lo sensato? Así que en cuanto la trajo aquí se fue de viaje. ¿Qué iba a hacer? Es cierto que ella no era sólo un pretexto; estoy hablando de mi madre; y bien no acudió a la cita. La estuvo esperando toda la tarde, con todos los ahorros en el bolsillo, dispuesto a lo que fuera. Lo que había pensado hacer con él lo hizo con mi padre, eso es todo. También se había preparado a un largo viaje; un hombre tan fiel a su pensamiento no se podía tampoco conformar con una excursión en taxi hasta la caseta del guardabarrera. Así que se fue y si no volvió fue menos por ella que por mi madre que decidió tenerme en Mantua y criarme allí; le escribió entonces al Doctor y le contó lo que pasaba y él no sólo la ayudó en el parto —sin mirarla a la cara, cubierta con un velo atroz—, sino que a partir de aquel momento todos los años, poco más o menos, cursó una visita para vigilar la crianza y los pasos de su ahijado, que aprovechaba para saludar a su mujer: y comprobar que todo en su casa —incluso el desagüe del baño— seguía funcionando con normalidad.» Con independencia de ello, cuando se fue no tenía intención de volver, distanciado de su madre que no hacía más que comer sopa de berza. Toda la casa —y ella también, en particular, porque había engordado mucho gracias a aquellos platos de repollo, patata y carne picada que desgraciaron al padre del doctor— olía a berza fermentada. Los enfermos más humildes la habían abandonado. Entonces comprendió —la misma tarde que tanto esperó— que con el sesgo que tomaban los acontecimientos no se trataba sólo de marcharse, sino de procurar que en aquella casa —que al fin y al cabo era la suya, y solamente suya— no se cocinara más berza. Así que, antes de acordar la ceremonia pero después de hacerla partícipe de sus propósitos de viaje, le preguntó si le gustaba la berza. «¿La berza, qué clase de berza?» «La berza, no sabía que hubiera más de una clase.» «Ah, sí, la berza. En casa no nos gusta; mi madre nunca la pone.» «Entonces, vámonos ya. Dile a tus padres que se den prisa que el coche está esperando.» Así que no fue una venganza, sino una solución de fortuna que se le ocurrió, cerca ya del anochecer, cuando se convenció de que María Timoner no había de comparecer, sentado sobre la cerca de la encrucijada, enfundado en su gabán y con los pies encima de la maleta. Se acordó de ella entonces; la primera que en ella reparó fue la propia María, un día que les levantó la barrera (que, como el ferrocarril no estaba en servicio, permanecía siempre cerrada) cuando tomaron aquel camino para ir al Casino. «Fíjate qué graciosa parece. Pobre chica, tener que pasarse media vida ahí. Qué pensará de nosotros sino que somos de otro mundo.» Luego, la recordó con ternura en un par de ocasiones. Por consiguiente fue un caso de transferencia de sentimientos —los que él guardaba para María y que, por incomparecencia de ésta fueron puestos a nombre de la persona por la que demostró en un punto, varios instantes, un cierto interés— para llevar a cabo, con todo el rigor de la ley, la desvalorización de un título que, con un solo cambio de nombres, quizá de fechas, cruza la frontera de las garantías. Pero ella fue terne, nunca despertó de su sueño como para lamentarlo. De haber abierto los ojos no habría podido lamentar otra cosa que el fracaso de su paciente, insomne y flemático latir —esa sangre crédula y orgullosa que obedeciendo a una extraña imposición moral trata en vano de adaptarse al código de la soledad, ese pulso obstinado que cada mañana despierta, como un niño que sólo recuerda un castigo y una prohibición, jadeante y lloroso, que durante la plegaria al tiempo que fuerza los labios hacia una sonrisa seráfica y atontada hace sonar las válvulas del corazón y golpea furioso en sus paredes para reclamar una atención que le es negada, ese inútil y estéril afán maternal acallado por el tintineo de las agujas metálicas cuyos engendros en secreto odia y compadece.

«Ha de comprenderlo», dijo el Doctor. «Hay muchas cosas sobre las que ya no se puede o no se debe volver, sólo porque así lo exige nuestra salud. Es mejor dejarlas como están: es lo menos que podemos agradecer a la edad: habernos sacado de aquel atolladero de los veinte o de los treinta años. Porque aquello, como el verano en este país, es pura leyenda. No es que dure poco, sino que se trata de un espejismo que se repite lo bastante como para robustecer y reiterar el engaño.» No parecía dirigirse a ella; había dejado la puerta abierta tras haberla invitado a entrar y hablaba solo, distraído y ausente, al tiempo que se calaba los lentes para leer el papel. Luego lo dejó —abatido pero no inquieto— con ese gesto clínico del hombre para quien la lectura de un análisis no le sirve sino para la confirmación de un diagnóstico anterior pero no para enterarse de nada nuevo —una nueva masa de pesados nubarrones avanzaba por detrás de los últimos sembrados. Una débil ráfaga de viento y un chirrido de la puerta le hizo volver la cabeza hacia su visitante.

«Perdone.

«No hay nada que perdonar. Dígame, ¿lo reconoce usted?»

«Sí, ya lo sabía. No podía ser más que eso; eso o algo parecido.»

«Ahora se dará cuenta de que, al menos, tenía y tengo buenas razones para haber hecho el viaje.» Apenas se había movido en el umbral de la puerta.

«No lo sé.»

«¿Qué es lo que no sabe?»

«No sé si son buenas o no. O no sé si son buenas para no haberlo hecho. No sé nada, eso es todo.»

«¿Por qué dice eso? ¿Cree que es lo que necesito?»

«Tampoco sé lo que necesita. Quizá lo que usted necesita es que le dijera: ese hombre murió en el año treinta y nueve, o alrededor de ese año, a consecuencia de unas heridas provocadas por bala de fusil. ¿Lo creerá usted? Si lo cree, ¿por qué está aquí? Y si no lo cree yo puedo hacer muy poco para sacarla de sus dudas. Lo de creer y no creer es siempre cosa personal; para que no fuera así tendríamos que creer sólo en cosas nocivas.»

«Mi nombre es…» .

«Oh, no hablemos de eso ahora», había vuelto a bajar el peldaño pasando por encima del maletín. Apoyado en el umbral volvió a escrutar el cielo. «Compréndalo, hace mucho tiempo que no recibo visitas. La tarde se está poniendo fría, no sé si lloverá esta noche. Mucho, mucho tiempo.» Un tufo a humedad y descomposición envolvió el vestíbulo —la otra puerta interior estaba vencida sobre sus goznes, se abría sola y golpeaba su marco por efecto de la corriente— sumido en esa repentina explosión de polvo añejo y fétido en que al atardecer —al conjuro de sus palabras, esos instantes anteriores a la lluvia tan propicios al fenómeno fotoquímico—, última coloración de un fluido inestable, pierde su estructura diurna para descomponerse en mil fragmentos de un tiempo caótico y gaseoso, en cada uno de los cuales están alojados —como el germen en el grano de polen— palabras, trozos de memoria, indicios de recuerdos abortados y falsos y engañosos ecos que la noche y el día borrarán al reestablecer el equilibrio de las horas. Y es un instante en el que —en presencia de un catalizador de la memoria, una habitación que se habitó años atrás, una tarjeta con una palabra ilegible— se produce una fisura en la corteza aparente del tiempo a través de la cual se ve que la memoria no guarda lo que pasó, que la voluntad desconoce lo que vendrá, que sólo el deseo sabe hermanarlas pero que —como una aparición conjurada por la luz— se desvanece en cuanto en el alma se restaura el orden odioso del tiempo. «Compréndalo», se había metido las manos en los bolsillos y el Doctor se apercibió de que tuvo un escalofrío prolongado. Cerró al fin la puerta y el vestíbulo quedó casi a oscuras. «No le voy a pedir que me diga lo que tantas veces me he dicho a mí misma y no habría tenido que decírmelo si hubiera conocido un solo instante de reposo. No aspiraba a otra cosa porque de todo lo demás, incluida la fidelidad, me creía ya curada. Pero el cuerpo que envejece sin haber recibido la confirmación de la gloria juvenil mira con aprensión y zozobra un futuro cercenado por la esterilidad, un ánimo en decadencia que ni siquiera se atreve a reconocer con honradez y aflicción la suma de sus males sólo porque una memoria desobediente y procaz gusta de recrearse con otra edad engañosa. Hubiera sido mejor silenciarla, reducirla a lo que es; porque la memoria —ahora lo veo tan claro— es casi siempre la venganza de lo que no fue —aquello que fue se graba en el cuerpo en una sustancia a donde no llegan nuestras luces—. Quizá me equivoque, pero ahora me parece tan evidente…, sólo lo que no pudo ser es mantenido en el nivel del recuerdo —y en registros indelebles— para constituir esa columna del debe con que el alma quiere contrapesar el haber del cuerpo. Así que la memoria nunca me trae recuerdos; es más bien todo lo contrario, la violencia contable del olvido. No tengo intención de decirle hasta dónde llegaron mis quebrantos, ni cuándo se secó la fuente de la fidelidad, ni en qué lecho, entre qué sábanas terminaron mis abrazos y los anhelos, qué clase de ilusiones dieron fin a mis esperanzas —porque una fortuna concluye siempre con un papel de prestamista o una carta de pago, ay, no en el desenfreno de una despedida—. No sé si he vuelto o he venido por primera vez a comprobar la naturaleza de una ficción, pero en tal caso, ¿qué curación cabe esperar si mi propia vanidad me impide hacerme cargo de sus propias creencias, si mi amor propio —de acuerdo con la confesión— manda sobre mi voluntad? Entonces me dije: mírate por dentro, ¿qué guardas en el fondo de tu más íntimo reducto? Ni es amor, ni es esperanza, ni es —siquiera— desencanto. Pero si aplicas con atención el oído observarás que en el fondo de tu alma se escucha un leve e inquietante zumbido —hecho de la misma naturaleza que el silencio—; y es que está pidiendo una justificación, se ha conformado con lo que ahora es y sólo exige que le expliques ahora por qué es eso así. Y entonces me dije: “Vuelve allí, Marré; vuelve allí por lo que más quieras, vuelve de una vez”. Cuántas veces lo había intentado —cuántas tardes, con un pretexto cualquiera, abandonaré esa habitación adornada con todo el esmero que la cautiva en secreto aborrece, fiel a la fe que mamó en su infancia, y cuántas mañanas un alma que busca la verdadera razón de su apetito o una fe que, descompuesta por tantos propósitos fallidos, intenta prevalecer en la renuncia (no se trata de una satisfacción en pos de un deseo) a unos amoríos que la engaitan y distraen— para encontrarme a la postre aturdida y desorientada, sentada en el banco de un andén desierto, en medio del páramo, con la vista clavada en el horizonte sombrío de las montañas, un instante antes de romper a llorar. Cuántas veces retrocederé, no invadida por el miedo sino —a la vista de la sierra o con los ojos clavados en el horario de los trenes, ante esa hora de la llegada a la estación de Macerta escrita con tiza y trazo apresurado y en la que la voluntad se resistía a creer porque no podía concebir los pasos que habría de dar, una vez que el tren se hubiera detenido— por ese sentido del ahorro que el alma segrega cuando, vacilante, siente la necesidad de preservar el único resto que le queda, tras el incendio motivado por sus anhelos al dictado de una razón que, ausente de las lágrimas, se impone a una carne desesperada y lastimera que tamborilea sobre el cristal de la taquilla o muerde la punta de un guante. Hasta que un día, en el umbral de una edad no definida por los años sino por el desvanecimiento del último deseo, una razón en el límite de su resistencia consiente en satisfacer ese capricho de la carne antojadiza. Sólo para detener el llanto y la pataleta y a sabiendas de que todos sus sofismas tendrán un mentís en cuanto se abra la taquilla, en cuanto le entreguen el billete de Macerta, en cuanto se suba al ordinario de Región para dirigirse a aquella casa que no ha podido apartar de su mente desde que acabó la guerra. No existe tampoco la esperanza porque no es legítima, porque un instinto de supervivencia que no cree en ella trata de ridiculizarla a fin de no caer en su misma demencia, en una edad sin encantos. ¿Quién puede creer, por consiguiente, que vine aquí en busca de una curación? ¿No será más bien el abandono a las fuerzas de la enfermedad, contra las que en vano y durante tanto tiempo ha luchado todo el cuerpo unido, hasta que ha llegado al término de su aliento? ¿No será un consuelo de última hora y que —al igual que el pez que extrae de sus entrañas más vitales el alimento que ya no se puede procurar fuera— ya no pide sino distraer su apetito (un alma viciada, desdeñada, resentida y malvendida) con las sombrías palabras de afecto, comprensión y justificación que ya no podrá escuchar nunca si no es de su propia voz?» .

Había roto a llover. Las primeras gotas más que de agua parecían formadas de una frágil aleación, fundida y transubstanciada al contacto con la arena, cubierta de un enjambre de limaduras. Pronto el agua comenzó a filtrarse a través del alpendre y el Doctor, abriendo una vez más la puerta, se asomó al umbral para recibir el viento y mojarse los pantalones. El polvo remolineó en torno a sus pies.

«Ya habité en esta casa durante la guerra. Muy poco tiempo, una o dos semanas.»

El Doctor no respondió; en unos instantes el cielo se había cubierto en su totalidad y todo el jardín y el campo vecino. Mudó, su coloración, fugazmente abrillantado por una capa de barniz; un horizonte de brezos y zarcanes, salpicados de urces y majuelos, que bajo el cielo de color de coraza parecía poseído de aquel malicioso sentido del ahorro que le permitía retener y magnificar la última: luz de la tarde para dramatizar el instante de su desvanecimiento. Solamente preguntó, a modo de respuesta, al tiempo que cerraba la puerta tras él y echaba la barra: «¿No cree usted que, se acerca el verano?»:

«¿La luz?»

«Ah sí, la luz. ¿Sabe usted que yo apenas hago uso de ella? Pero por aquí debe haber una llave.» Conmutó un par de ellas, ninguna de las cuales encendió; al tercer intento una pálida y temblorosa bombilla parpadeó en el centro del corredor para apagarse en seguida y de nuevo, con renovada intensidad como si tratara de superar su propio estupor con un exceso de celo, volvió a iluminarse. No recordaba cuándo había tomado el maletín que una mano pálida y peluda dejó en una silla del pasillo; una puerta —quizá la de la consulta— golpeaba también en su marco, como si se tratara de un gesto de protesta a la intromisión de la luz eléctrica en la noble morada de las sombras. Luego se abrió, al compás de su andar, como accionada por un mecanismo automático: un sillón de caña, desfondado y falto de patas, un montón de diarios, papeles y latas y botellas vacías, una vieja carretilla, unos palos de escoba, unas alpargatas destrozadas y un recipiente esmaltado —que contenía algo de arena— parecieron rebullirse y recogerse sobre sí mismos, como un grupo de cansados viajeros violentados por la intrusión del revisor. Las paredes habían sido —unos cuantos años atrás— blanqueadas con cal o pintadas con temple pero las goteras y humedades habían aparecido de nuevo, impregnando todos los rincones con olor a pudrición. La pintura había saltado, algunos cristales estaban rotos y casi todos los muebles habían desaparecido tras haber dejado en la pared la huella de su espalda; todo a lo largo de aquel pasillo en crisis, sobre el suelo de mosaico, corría un reguero de manchas de cal, el rastro de un fantasma herido que hubiera huido por el ventanal del fondo. La misma humedad que había destruido la pintura, podrido la madera y levantado el piso, parecía haber afectado al timbre de voz del Doctor.

«Sí que le corresponde. Le mentiría a usted si le dijera que no ha sido abierta en un buen número de años. Le digo años para que sepa a qué atenerse respecto a esta casa. Sólo en esa unidad se puede medir el número de veces que se ha encendido una luz, que se ha abierto una puerta o que se ha usado una cama. Y esa campanilla de la entrada que desde que terminó la guerra se ha oído menos veces que los ecos de los disparos en las breñas o los lamentos de los suicidas.» Abrió la primera puerta y metió el maletín; la habitación despedía un intenso y malsano aroma dé una planta medicinal que se había secado en su oscuridad; había una gran cama de estilo rematada en sus cuatro esquinas por pináculos invertidos de los que un día debía haber colgado un dosel que el tiempo había devorado; el testero estaba adornado con unas iniciales entrelazadas, en madera de taracea, dibujadas con letras fin de siglo de amplios y grandilocuentes vuelos. Todos los muebles —sin duda los últimos de valor que quedaban en la casa— eran del mismo tono: un armario de porte majestuoso y funeral, una consola con un tablero de mármol, con lavabo y damajuana de china —el mismo juego de iniciales grabadas al fuego— en los que quedaba un poco de tierra seca, un insecto seco y un estropajo que contaba la edad del siglo, la misma de una escobilla de cerdas y un costurero en cuyo interior se acumulaban largas tiras de un paño amarillento, unas muestras de terciopelo y unos antiguos patrones cortados en hojas de periódicos con las notas de sociedad y actualidad de treinta años atrás; unos cuantos fragmentos se referían a un relato de viajes por mar, sin fecha definida, y en cuya coloración, en cuya pulcra, un poco ditirámbica y ornada prosa —más carente de sentido que de interés— parecía retratarse ese estado de limbo que el papel —y toda la habitación, en suma— habían alcanzado con la pérdida de actualidad, como esa casa del héroe que convertida en museo y defendida por un cordón de seda es conservada en el mismo estado en que la dejó cuando tuvo que partir —sin poder terminar una carta— para guerrear en Ultramar. Un retrato suyo colgaba todavía de la pared; una de esas fotografías coloreadas, fieras y ovaladas que la cámara acierta a impresionar sólo cuando presiente que el personaje se coloca ante su objetivo por última vez. Había concentrado en la mirada toda la lumbre y el furor necesarios para abrumar a seis generaciones posteriores. Las mejillas y la boca se hallaban ocultas por un gran bigote hirsuto y violáceo, semejante a un puercoespín colgado de la nariz; había hinchado el pecho y alzado la barbilla hasta el punto de dar a la fotografía una sensación de convexidad que había de transubstanciar hipostáticamente a la persona representada —y que quizá no existió jamás— en el símbolo de otra o de la gloria y del vínculo con el pasado de una familia necesitada de cierta respetabilidad.

***

«Porque la casa —le había de decir el Doctor mientras observaba la lluvia, a través de la ventana del despacho, con las manos cruzadas a la espalda; por fin había dejado el maletín y se había echado el abrigo sobre los hombros, con el cuello alzado—. Había amainado la intensidad de la tormenta; un gorrión posado en el antepecho de la ventana se sacudía las gotas de las alas y, con bruscos movimientos de su cabeza, estudiaba los árboles del otro lado de la carretera para elegir uno donde pasar la noche; en lo alto de aquellos chopos comenzaron a oírse los tímidos gorjeos de sus compañeros que, ocultos entre el follaje, le anunciaban el fin de la lluvia. Pasó el dedo por el canto del marco de la ventana y observó la huella de polvo que había dejado sobre la yema fue una de esas compras tardías que cuestan cinco o diez o mil veces más que el dinero entregado al antiguo propietario si todo lo que cuesta a partir del momento en que se reciben el título y las llaves pudiera medirse en dinero. Si hubiera alguna doctrina aritmética o alguna tabla que dijera: lo que vale tu madre es tanto y tanto por tus hermanos; y tanto por tu mujer y por los hijos que no pudiste tener; y por el futuro que pignoraste a cambio de estas cuatro paredes de cascajo y por las ilusiones que alimentaste cuando eras estudiante y tanto por la profesión en la que un día creíste y en la que nada acertaste a hacer y tanto, en fin, por el saldo de rencor, resentimiento, fastidio y soledad que trajo consigo el título de propietario en una región desafectada. Tal es la trampa en que acostumbran a caer las familias advenedizas, privadas de visión, que han consumido su existencia con el cuchillo sobre el presupuesto y el tenedor clavado en el ahorro. Cuando llega el momento de invertir sus ahorros, se equivocan, se equivocarán siempre, no en balde han rehusado siempre aprender la ciencia del gastar. Yo no sé —ya no lo podré saber nunca— si es verdad que el dinero atrae al dinero; pero lo que sí puedo asegurar es que el ahorro atrae la ruina. Y ante tal axioma se comprende que existe un estado de falso bienestar fundado en el ahorro mucho más pernicioso y nocivo que la propia Ruina la cual, como decía el viejo Temístocles, nos preserva siempre de otra mayor. Todo este estado de cosas —y yo no sé si el dinero en sí es el demonio; lo único por lo que el hombre de este siglo está dispuesto a embrutecerse y perderse— procede de un momento de ambición —y trágico entusiasmo de mi madre. Mi familia no procedía de estas tierras. Debimos llegar aquí antes del año 10 cuando mi padre, funcionario de la Administración de Correos y Telégrafos, fue trasladado a la central de Región a petición propia. A pesar de ser un funcionario y de esa clase, debía ser un hombre soñador y dulce, poco amigo de encararse con la realidad y con una aversión manifiesta hacia los malos modos. Pero todo su delicado pesimismo se fue trocando poco a poco, bajo los golpes diarios que sólo una mujer corajuda y una familia saben propinar con un tesón de fragua, en una tendencia a la fatalidad, el despego, el escepticismo y la brujería. Hacia el fin de su vida ya no quería a nadie; yo —que al decir de mi madre había heredado su misma falta de carácter (lo que quiere decir que había nacido para ser una persona educada y modesta, afable y sincera)— le serví muchas veces de paño de lágrimas, en sus últimos años. Porque incluso la rueda comenzaba a engañarle, a gastarle bromas de mal gusto. Qué pronto me dejó y cuánto lo lamenté porque un padre así es la mejor ayuda para soportar las obligaciones de la primogenitura, en una familia mediocre espoleada por el afán de respetabilidad. Un día le hablaré a usted de sus conocimientos de la rueda; yo creo que era lo único que amaba en este mundo. Y creo también que —en secreto— harto ya de una mujer que se bastaba con sí misma para todo —incluso para su fecundación— se había casado en segundas nupcias con aquella compañera silenciosa, discreta y resignada con la que todas las noches mantenía unas conversaciones muy largas, muy tristes y quedas, en el pequeño cuarto anejo al despacho público. Era el único lugar donde mi madre no entraba porque todo lo demás —desde las conciencias de sus hijos hasta la caja del tesoro público de la que mi padre tenía que responder— eran incuestionable propiedad suya. Tengo entendido que en manos de mi padre, la rueda la debió de dar tal disgusto que se le quitaron para siempre las ganas de volver a verla. La consultó, poseída de su orgullo, convencida de que sus propias ficciones se habían convertido en verdades inconcusas; pero al parecer ni su apellido encerraba tanta honra como ella pretendía, ni su madre había sabido guardar las debidas ausencias a un marido que trabajaba en las minas. Sólo la rueda, con sus sibilinos silbidos y su inalterable presencia de ánimo, se atrevió a ponerlo de manifiesto y por escrito. No sé qué razón influyó tan decisivamente en el ánimo de mi padre para venir aquí; un cierto comienzo de prosperidad, una afluencia desusada de buenas familias —las que inventaron el veraneo—, un clima de altura y, como siempre, la calidad de la leche. Pero con la ayuda de la rueda mi padre debió prever lo que se avecinaba y por eso rehusó siempre —a pesar del interés de su mujer— convertirse en propietario. En sus últimos años ya no le importaba ni la caja del tesoro; apenas se recibían despachos de otros puntos de la península; procedían más bien de los aquelarres, de los cementerios y las grutas perdidas en el corazón de la montaña, donde aquel mecanismo diabólico captaba sus extraños y silbantes mensajes que mi padre escuchaba extasiado, durante horas y más horas, encerrado en el cuartucho con una botella de castillaza claro. Apenas cenaba; por aquel tiempo todos los hermanos nos sentábamos a la mesa pero no éramos muchos. Eran unas comidas tristes y escasas, presididas por una madre hermética, gruesa y dominante como un ídolo oriental, que nos servía por turno un poco de sopa de avena mientras ella, haciendo uso de mil pretextos, se engullía un hermoso plato de zanahorias, patatas y carne picada. Mi padre entraba luego, casi a los postres (es decir, al postre de mi madre), con un aire ausente y fatigado y una cara demacrada por el tabaco. Yo creo que cada día esperaba un cambio y que al encontrar el mismo estado de cosas que dejó en la comida anterior le entraba una terrible desgana y sólo para cubrir las apariencias mordisqueaba de pie un pedazo de pan, contemplando la escena con pesadumbre, sintiéndose incapaz de mejorar la nutrición de sus hijos. Porque las pocas veces que, invadido de la antigua alegría de vivir, trató de echar al cuerpo una cucharada de aquella sopa de cereales —quizá al tiempo que acariciaba los rizos de su hija— se vio obligado a abandonar apresuradamente el comedor para evitarnos a todos un espectáculo lamentable. Y cuando desaparecía, mi madre —con la boca llena— nunca dejaba de susurrar un insulto, con el gesto del más hondo desprecio que yo he visto en una cara. Ya por aquel tiempo su única pasión era la rueda, su único alimento el tabaco, un tabaco horrendo —muy del gusto de los funcionarios públicos— que compraba en paquetes de a libra y que llenaba la casa con un aroma denso a hojarasca quemada las noches que mi padre consultaba la rueda; él mismo la engrasaba, la impregnaba de pasta adherente y` ejecutaba las pequeñas reparaciones porque no toleraba que nadie, ni siquiera el mecánico electricista de la administración, pusiera las manos sobre ella. Después de la presunta cena bajaba al cuartucho a estar con ella a solas, hasta las primeras luces del día. Sabía mirar a través de sus radios para calcular su velocidad y predecir la letra en el mismo instante en que la rueda iniciaba su deceleración. A mí me quiso transmitir esa ciencia cuando apenas había alcanzado la edad de la razón. Yo no sé muy bien qué es lo que hacia; supongo que se limitaba a escuchar y transcribir los mensajes que un eco demente en un país demente, unos muertos, unos supervivientes desesperados, un éter zumbón y un par de aceleración desquiciado trataban de hacer llegar a los incrédulos testigos de una edad catastrófica. Y quizá también las letras terribles de aquellas canciones de pastores, canciones que siempre hacen referencia al polvo y la destrucción. Porque muy raras veces consultaba el porvenir, eso apenas le interesaba; entonces soltaba el acoplamiento, la hacía girar a pedal y preguntaba: “Veamos si la rueda dice dónde acabarán mis días” y la rueda, tras cuatro bruscos acelerones, punteaba en el papel una palabra que no dejaba lugar a dudas: “Jaén”. Mi padre murió durante la Dictadura; apenas había subido en cuatro días ni para dormir ni para comer y mi madre me encomendó ir a buscarle, no porque estuviera la cena servida sino porque “era su deber dar un ejemplo decente a sus hijos”. Le encontré recostado en su silla, con una mano lánguidamente apoyada sobre su amiga de conjeturas y confidencias, una barba de una semana, una expresión serena, indolente, abatida y en cierto modo risueña: No me dijo nada, tan sólo me alargó el papel perforado con uno de los últimos despachos que se había de recibir en aquella casa y en el que le comunicaban que por necesidades del servicio había sido comisionado para trasladarse provisionalmente —creo que a Linares— a colaborar en el montaje de una nueva estación. Los dos habíamos guardado el secreto del antiguo vaticinio así que —el uno ante el otro— hicimos el paripé de haberlo olvidado. Apenas se despidió, una tarde polvorienta de finales de verano, el semblante risueño y un pequeño atado de ropa bajo el brazo. Durante quince días esperé anhelante sus noticias, celando y vigilando el pequeño edículo y espiando día y noche los menores movimientos de aquel mecanismo parricida: Luego vino la época de las dudas —a todo esta mi madre apenas se apercibió de su ausencia—, empecé a sospechar el fraude —primero de la rueda que tantas veces había demostrado su antojadiza afición a propalar noticias luctuosas y bromas de gusto macabro y luego… de mi propio padre, tan necesitado dé un cambio de aires y tan poco corajudo para tomar una decisión de aquella índole sin una inconcusa coartada— hasta que una noche el zumbido inconfundible de la rueda me despertó de un torpe sueño para comunicarme que mi padre había muerto en una fonda de Linares, al poco tiempo de su llegada, de un ataque al corazón. Pero al cabo de los meses la misma semilla de la sospecha, oculta por la aflicción y el luto, volvió a germinar en un ardiente mes de abril, y a crecer y a desarrollarse sin que ya sea capaz de extirpar su progenie ni abreviar sus ramificaciones. A partir de entonces ya no sabré nunca de fijo el verdadero desenlace: en ocasiones, cuando trataba de reconstruir el zumbido burlón de la rueda y la mueca de sarcasmo en los reflejos de sus radios, creía adivinar todos los detalles de la añagaza de mi padre (al que otras veces veía jugando a los naipes entre amigotes y ausentándose por un instante, con una mirada nostálgica, para pensar en mí) que se me aparecía por las noches, envuelto en el humo de su tabaco y rodeado de sonidos ininteligibles, víctima de una civilización dominada por una mecánica y unas mujeres que, nacidas en la esclavitud, habían subvertido el orden de sus señores para imponer unas leyes incomprensibles. Recuerdo que una tarde en que mi padre estaba en guisa de bromear consultó a la rueda sobre mi destino y le respondió: que mis días acabarían en Región, de manera bastante violenta, en la década de los sesenta y en brazos de una mujer; y ésa es una razón —y no la menos importante— que me ha inducido a retirarme aquí a esperar la consumación de mi destino al cual ni me opongo ni me evado. Siempre me extrañó esa muerte, con la cabeza en el regazo de una mujer, más aún porque desde que acabó la guerra no se ha visto por aquí ninguna persona con faldas. Vino una vez una expedición de montañeros belgas, con intención de subir al Monje; los muy desgraciados… murieron todos, enloquecidos por la envidia y la sed. Vestían de caqui. Eran tres o cuatro y —además de mucha impedimenta— traían una mujer con la que hacían el amor por turno. Vamos, si es que se puede llamar amor a cualquier cosa que hiciese aquella mujer. Al principio me alarmé, pensando que podía corresponder a la del vaticinio, pero luego comprendí que, por vestir con pantalones, si bien seguía siendo mujer no se podía decir —cabalmente— que tenía regazo. Así que es usted la primera persona que concita todas las circunstancias predichas. Y en cuanto a la violencia le diré que, aun cuando en apariencia no exista, en esta tierra siempre la hay; es un estado latente y muy comprensible, pero que puede ponerse en erupción en cualquier momento. Ya verá qué pronto lo comprende:» Había agarrado por el cuello aquella botella sucia, mediada de un licor de color amarillento, que llevó a sus labios mientras volvía hacia ella una mirada provocativa y mordaz, para darla a entender que acaso había que entender sus palabras por encima de su mero significado.

«¿Bromea usted?»

«Oh no, no bromeo. De ninguna manera. Usted lo debe saber; lo sabrá en seguida, ¿no es la razón por la que está aquí? ¿Por qué no se sienta? Le dije antes que hay un cúmulo de cosas sobre las que es inútil volver. No somos capaces de pensar en la muerte, ni siquiera en un ámbito limitado. En nuestro ánimo existe una fe en la pervivencia, una confianza ilimitada en que lo que una vez pasó puede ocurrir de nuevo. Y luego no es así, la realidad no lo confirma. Sin duda existe en nuestro cuerpo una cierta válvula defensiva gracias a la cual la razón se niega a aceptar lo irremediable, lo caducable; porque debe ser muy difícil existir si se pierde la convicción de que mientras dure la vida sus posibilidades son inagotables y casi infinitas. Solamente por debajo de nuestras convicciones fluye una memoria bastarda que no deja nunca de saberlo (despertó con la edad de las justificaciones, al término de la edad de lo obvio, ya hablaremos de eso) porque atesora un caudal de desencantos que, en cuanto se produce un fallo en el sistema de nuestras hipócritas y defensivas ilusiones, pasa a ocupar el terreno acotado por la vanidad para robarnos materialmente un anticuado motivo de vivir. Pero ¿por qué no se sienta?» De pie, con la nuca apoyada en el marco de la puerta, había escuchado en silencio hasta que bajó la vista hacia el suelo: «Y bien… usted es el médico. Quizá tenga razón; tal vez toda mi curación (por llamarlo de esa manera) estriba en hacerme otra vez sensible a los halagos. No lo sé».

«Yo tampoco, lo confieso; además, ya no se puede decir que sea médico. Pero hay todavía enfermedades que sólo los viejos enfermos que las han padecido pueden remediar. Por eso se lo digo.»

«Empieza a llover de nuevo. Creo que he estado muy oportuna en la elección de la fecha. Pronto se echará el frío encima. ¡Qué viaje tan largo! ¡Qué largo, doctor, qué largo! Una tarde de lluvia, un país desierto y talado, unas carreteras horribles; una fonda en una encrucijada del purgatorio y un ventero que parece esperar la llegada de un tropel de ánimas empapadas por el chaparrón y ¿sabe? los mismos lugares, las mismas paredes de la guerra irreconocibles e irrecordables. ¿Será tan largo porque me ha devuelto al otro mundo?»

«Quién sabe. No diré que no.» «Pero ¿sabe lo que le digo, doctor?»

«Creo que sí y no le falta razón. Otro mundo, es muy cierto, y por supuesto mucho más fúnebre y silencioso que el que dejó.»

«Eso es lo de menos. Dígame, ¿por qué le gusta recrearse en sus propias lágrimas?»

«Yo no me recreo en nada. No he conocido las lágrimas. Jamás he lamentado nada ni he añorado el pasado. Eso queda para los que viven en sociedad, para los que saben conformarse con la melancolía. Los que vivimos en esta tierra necesitamos un plato más fuerte, una diversión más brutal.»

«¿Más brutal?»

«Me refiero al fatalismo, un plato de más sustancia. Porque mi familia no era buena; es decir, gente de humilde extracción pero, al menos, sin principios. Mi padre sólo recibió parte de la educación media y unas lecciones de geografía peninsular. La familia de mi madre también era humilde pero tenía más ínfulas; era la rama más humilde de un tronco provinciano en cuya copa habían florecido unos pocos y pacíficos militares de cuartel —de esos que tienen más afición a la zarzuela que a las ordenanzas— y unos cuantos abogados belicosos, de esos que llaman de secano, empapeladores locales que no parecen sino conservar y alimentar el rencor contra la Providencia, por no haber, sido consultados por ella en los días del Génesis. Mi madre siempre habló con énfasis de ellos, como ejemplos inmarcesibles, origen y modelo de toda conducta, y como arca del testimonio aportó a la alcoba conyugal la fotografía de un sujeto que sin duda coartó y frustró, desde la noche de bodas, cualquier intento de mi padre de ascender en el escalafón. La tiene usted todavía en la cabecera de la cama para que no olvide qué vanas son las glorias de este mundo. Y no perdona a nadie, se lo aseguro. Estaba yo a la mitad de la licenciatura cuando murió mi padre, quién sabe si víctima de su curiosidad o de su afán de liberación. Lo que sí le aseguro es que aquella misma mañana que llegó el despacho —lo trajo la rueda cómplice; con una precisión que hacía pensar que llevaba mucho tiempo preparando la noticia— juré en silenció aborrecer y temer aquella curiosidad, mantener libres mis manos en la medida de mis fuerzas, resistir el cerco de la sociedad y de las mujeres, evitar aquel juego de deberes y derechos, de favores y agravios, de envites e infortunios en el que había caído la voluntad de un pueblo que rehusaba presentar su demanda a un destino que se había adueñado de sus campos. Ni mi hermano ni mi hermana habían llegado entonces a la edad de la razón, algo que si en algún momento estuvieron a punto de alcanzar mi madre se cuidó de arrebatarles. Así que a partir de un cierto día —y todavía fresco el cuerpo de mi padre, en un camposanto andaluz o en una taberna incógnita en los alrededores de una estación— me vi convertido en el mascarón de proa de una familia que, confiada en mi capacidad, lo había puesto todo en mí de tal forma que para pagarme una carrera en Salamanca tenía que hacer tal número de sacrificios que la enumeración de ellos le llevaba a mi madre un buen número de horas cada día. Deforma que, al levantarme cada día, al ponerme en viaje hacia Salamanca, al volver a la pensión todas las tardes, mi primera obligación no era el estudio —que al fin y al cabo no era más que una forma de pago como otra cualquiera que yo hubiera podido arbitrar y mi madre habría aceptado— sino el reconocimiento de la deuda. Qué trágica tradición la de esa clase de familias que sólo aspiran a un presunto bienestar, que no estimulan otro deseo que el de la avaricia y que no infunden otro reconocimiento que el de la deuda; que no vacilan en coartar la libertad de los hijos, infundiéndoles desde niños el sentido de una responsabilidad estéril. Qué negros contrasentidos, qué falta de generosidad la de tantas gentes que pasan por este mundo no para gozar sus bienes sino para correr en pos de un engaño atroz y para llegar al término de su aliento sin haber conocido un momento de reposo y deleite…, vicisitudes de la miseria, ay, arcanos de la voluntad. ¿Me decía usted algo? Creía…»

«Tonterías. Lleva usted muy poco tiempo aquí para haberse vuelto tan supersticiosa. Tonterías, acomodaciones de la imaginación. No le diré cómo fueron mis años de estudiante; muy sórdidos, muy escasos de todo. Sólo en un momento dado tuve que sacar fuerzas de flaqueza para negarme a simultanear mis estudios con unas oposiciones al Cuerpo de mi padre. Era también una idea de mi madre que, no contenta con residir en una vivienda a la que no tenía ya derecho (pero cuya devolución no le fue nunca exigida no sé si porque el despacho entró en desuso o porque la Administración la temía), cada vez que entraba en aquella desierta oficina y veía la rueda inmóvil y las interminables espirales de papel perforado que habían invadido el suelo y la mesa (una especie de solitaria segregación postmortuoria del espíritu de mi padre) y que debía considerar como un despilfarro intolerable, clamaba contra mi ingratitud, se hacía cruces de mi falta de voluntad y repetía —hasta que se iba a la cama— la larga serie de sacrificios que había asumido para dar una carrera a un desmemoriado. Pero yo temía a la rueda; incluso a los veinte años pasaba corriendo por delante de su puerta y me despertaba entre sobresaltos, con su silbido zumbón en mis oídos; en los pocos momentos en que tenía que encontrarme con ella a solas y la veía semioculta en su rincón, asomando entre un cúmulo de inquietantes papeles los tres cuartos de su circunferencia —soberbia y enigmática, y que se sonreía como la esfinge silenciosa que ha sido arrinconada por predecir certeramente los desastres de su feligresía, poseída y consciente de su oculto poder—, entonces toda mi juventud se ponía a temblar y a temer, a padecer insomnios y diarreas. Y si bien nunca traté de zafarme del pago, decidí que al menos lo haría en los plazos y en la forma que más me conviniese. Si usted procede de una familia que ha vivido apretadamente ha de saber hasta qué punto toda esa secuela de detalles que en principio parecen tan de segundo orden, forman toda la maraña de vínculos y resentimientos, derechos y deberes en los hogares donde todo es escaso. Creo que obtuve la licenciatura sin ninguna brillantez, pero a una edad relativamente temprana; conseguí al poco tiempo una litera de interno en el Hospital de Santa Mónica, para enfermos incurables, que unos meses más tarde me vi obligado a trocar por el petate por embarcarme hacia África, en la campaña del 20. Estuve en Iberguren con el Cuerpo de Sanidad, y de allí escapé no sé cómo, cruzando las montañas en un estado de delirante angustia que no me permitía distinguir los llanos y las gargantas del Rif de las profundidades del estrecho, que no sé si crucé a nado, a pie o por los aires. Cuando volví a mi tierra, con las manos vacías, un par de bolas, una enfermedad en el uréter y media docena de pagas en el bolsillo, mi madre me presentó al cobro el pagaré que había firmado cuando tenía quince años, en concepto de deberes filiales, era una habitación en el piso alto de la clínica del doctor Sardú, con cien pesetas de paga al mes, cobijado y alimentado. Mi familia no vivía lejos de allí y mi madre —que empezaba ya a sufrir una artritis crónica que la producía indecibles molestias— decidió sin duda aquella colocación porque la proximidad a la clínica le permitía ejercer un control implacable de mis actividades y porque su instinto le decía que por aquel punto —defendido por enfermos, desquiciados, parturientas— debía empezar el ataque a la fortaleza de la respetabilidad. La clínica estaba en las afueras del pueblo y tenía un jardín abierto a las terrazas del Toree; la mayor parte del año estaba abierta como casa de salud o reposo —que se decía antiguamente— en la que se trataban las depresiones nerviosas, los casos de fatiga y soledad de los miembros de aquellas buenas familias que —bajo los golpes del casino y las avenidas del río— se iban poco a poco sumergiendo en la decadencia. Sardú era muy apreciado entonces por su competencia, liberalidad y discreción y su establecimiento se fue convirtiendo en lugar obligado para la gente —de Región y de fuera— necesitada de un largo y anónimo retiro. Quiero decir que allí se trataban también, con esmero y disimulo, algunos partos enojosos y que el propio doctor se había hecho un nombre gracias a la suavidad de sus maneras y a su técnica del raspado. A mediados de la década de los veinte —siguiendo el éxodo general—, Sardú desapareció en el monte, la mañana de un domingo cuando ya estaba abierta la veda; un albacea suyo, una quincena más tarde, vino a comunicarme la decisión del difunto de encomendarme la dirección del establecimiento (que por aquel tiempo ya no era sino una sombra de lo que fue), incluida la gerencia y el arbitrio trimestral de las cuentas ante un consejo de familia, con un sueldo que de haberse abonado algún mes habría sido muy sabroso para aquellos tiempos. Pero los tiempos habían cambiado, hasta de embarazos ilícitos conoció el país una gran escasez. Mi madre —que no era sensible al cambio de los tiempos— ofuscada por aquella oportunidad pensó que había llegado el momento tan deseado de alcanzar la respetabilidad con la ocupación de una plaza que había sido abandonada. Nada más fácil, en aquellos días, que adquirir una casa a muy bajo precio, comprar una docena de camas y venir a llenar el vacío que había dejado la clínica de Sardú.

»La casa, ya lo ve usted: una construcción chapucera que a duras penas aguanta la vida media de una persona, con un olor peculiar, unas paredes que se desmoronan, un instinto, una querencia por la destrucción y la ruina. Quizá es lo que siempre fue —menos secreto que lo que se piensa—, un impulso y un esfuerzo que sólo tiende a la consumación de su propia usura porque aquel propósito pecaminoso que la levantó sólo se asocia —tácita y paradoxalmente— con un anhelo de inocencia que se traduce siempre en una muerte prematura; no sólo el mentís sino la burla más descarada a las aspiraciones de una familia pajaroide (¿existió en algún momento? ¿Fue algo más que el fugaz y aborrecible señuelo de un apetito virtuoso e ingenuo, destruido y descarriado por una cama de matrimonio?) que sólo es capaz de conquistar los títulos gentilicios —al igual que las letras protestadas— cuando aquellos se han transformado en los sinónimos de la insolvencia, la falsedad, la ruina y la abyección. Entonces una casa era mucho más que el simple cobijo, el abrigo de la familia, el caparazón calcáreo indivisible del órgano pluricelular; es decir, casa y familia no podían existir la una sin la otra y fuera de esa simbiosis sólo se podía dar la corrupción. De hecho todos los desórdenes del siglo nacieron —se puede decir— en el seno de unas familias que carecían de una casa o tomaron carta de naturaleza bajo los techos públicos que no cobijaban verdaderas familias. Creo que se hará usted cargo, puestas así las cosas, de lo que hacia 1920 significaba para el orgullo de mi madre, oír a su alrededor “¿Los Sebastián? ¿No se trata de la gente que vive en la oficina de Telégrafos?”. Porque en mi juventud la familia privaba; no existía nada —ni siquiera la voluntad criminal, el acto doloso— que no obedeciera a la determinación familiar. Un hombre no podía hacer nada —ni pensar, ni ejercer su profesión, ni (menos aún) abandonar a la familia— si no era empujado por una conciencia y una voluntad familiares. Yo veo a mi padre, en consecuencia, mientras nosotros iniciábamos nuestra penosa escalada hacia la edad púber, arrimado a su rueda —lloroso y arrinconado— como uno de esos viejos y harapientos tañedores de vihuela que se ve obligado a ganarse la vida por las esquinas con aquello que en su juventud sólo fue un hobby. Más tarde, en efecto, tiene una pequeña reconciliación, una insignificante recompensa que a sus ojos es mucho —no se traduce siquiera en unas monedas más sino en una cierta sonrisa esotérica—, que es fruto del valor de su renuncia y medida de su propio fracaso y —todo lo más— sirve para probar la honradez de unos sentimientos acerca de los cuales muy poca gente cree y a nadie importan. Todo hogar es una lucha por la estabilidad y en una cualquiera de sus vicisitudes asomará siempre el germen de su futura descomposición. Y no sólo mueren antes que las personas (los hogares) sino que, en comparación con ellas, consumen su vida luchando por vivir, afectados de una terrible, crónica, incurable y letal enfermedad. Yo diría que tras esas paredes y esos techos y esos revocos se ocultan unas intenciones ruinosas que no prescriben y de la misma forma que un día frustraron los sueños del indiano que la construyó para cobijar sus ilícitos amores, de la misma forma que más tarde se reservaron su potestad para transformar el refugio en trampa a un grupo de vencidos o para crear una ficción de hogar a una mujer —no engañada como a usted le habrán hecho creer sino dispuesta voluntariamente al sacrificio— que siempre careció de él, nos legaron a nosotros —aquella familia reducida a la gelatina cristiana invalidez del caracol, cuyo caparazón se ha hecho añicos— el fraude de sus techos. No le extrañe a usted la manifiesta reserva con que me he acostumbrado a acoger todas las expresiones del culto familiar; ni deberá extrañarle, por ende, la falta de entusiasmo con que, llegado el momento, participaré en mi propia aventura. Quiero decir: el poco entusiasmo con que asistiré a una función cuyo desenlace ya conocía de antemano. Lo poco que quedaba de aquel entusiasmo —el espíritu desertor que abandonó un semicadáver tendido en una colina rojiza del Rif, el que acompañó a mi padre en su viaje por tierras de Jaén, refrescado por el vino de las ventas, ausente del recuerdo de su mujer— se quedó en aquella encrucijada del camino de Mantua, se lo aseguro; hasta aquel momento fui sincero, ingenuo y sincero, sencillamente porque no necesitaba explicarme (y menos justificarme) lo que yo quería; lo quería así y bastaba. La última fracción se consume en un cálculo de posibilidades mal desarrollado, un viaje en taxi, un parto en el corazón de la sierra y un último desengaño —el menos penoso— con el cacareo del gallo al fondo; pero antes de darle la razón a mi madre consideré mi deber tratar de contradecir y silenciar una forma de pensar que, al aprovechar un error mío, se hacía pasar por correcta para subsumir mi libertad. Porque una madre lo primero que dice es: “Eso es una locura”, sin saber que —desgraciadamente— la mitad de las veces tiene razón. Pude abandonarla sin más y alejarme para siempre de aquella mentalidad filistea que sólo puede pensar con su orgullo, acerca de sus investiduras; pero preferí asumir mi papel justamente en la dirección opuesta a la prevista por mi madre; no para empuñar el timón familiar, sino para abordar ese mismo navío fantasmal y devolverlo a su auténtica, condición, la épave. El timón ¿cómo creyó aquella visita funesta que se llamaba? María…, aguarde…, Gubemaël, eso es, Gubernaël. Sin duda esa noche estaba desorientada en todo, no sólo en los nombres sino en las habitaciones. Todavía no habíamos comprado la casa pero era en las postrimerías de la clínica de Sardú. Lo comprendí mucho más tarde y entonces la induje a salir de allí porque la visita, aparte de sus confusiones, no dejaba lugar a dudas respecto al hecho de que la tenía apuntada en su lista. Cuando la volví a ver al cabo de dos años, tapada por el velo, no pude menos de asociarla con aquella visita que me abordó bajo los olmos de la carretera, que para hablar se tapaba la boca con un pañuelo perfumado con una colonia barata pero que aun así no era bastante para borrar la fetidez de un aliento muy cálido. Cuando me subí al coche aquella mañana, mientras los gallos cantaban, sólo me quedaba entusiasmo para afirmar que ya no me quedaba nada de eso, con toda mi capacidad de vehemencia y reiteración, durante el viaje a la montaña. No fue un viaje largo pero sí significativo y concluyente: un escuadrón de caballería y un pobre médico de pueblo buscaban, cada cual por su lado, la víctima que les redimiera de sus faltas, el prestamista que abonase sus deudas o el vehículo de su venganza…, llámelo como quiera. Salimos con la nuestra ¿qué duda cabe?, pero… ¿cuál fue nuestro fruto?»

Tenía la sensación de que apenas le escuchaba. En varias ocasiones había intercalado, como los errores y supresiones que se disimulan en un dibujo para dar lugar a un juego de adivinanzas, ciertas insinuaciones y veladoras con las que esperó despertar su interés y estimular su curiosidad. Nada le preguntó; rodeada de sombras su cara —y su silueta— parecía haberse fundido con la pared que en la oscuridad aún guardaba cierta coloración purpúrea de las últimas luces de la tarde, de la misma tonalidad que las hojas marchitas de los chopos que cubrían el antepecho de la ventana. La había invitado reiteradamente a sentarse pero hasta entonces había permanecido de pie, inmóvil y atenta: El Doctor no sabía a qué esperaba; no le había dicho todavía —aunque imaginaba que a la postre se trataría de algo de eso— que pensaba seguir su viaje hacia la montaña y aunque estaba seguro de que, en tal caso, debía disuadirla, no sabía muy bien por qué. Trató de saber si su cara le había sido conocida, pero no lo logró no sin obligar —de forma recurrente— a insistir a la memoria sobre el momento en que le había abierto la puerta, para averiguar si se había producido una clase de reconocimiento.

«A veces he llegado a pensar que la familia es un organismo con entidad propia, que trasciende a la suma de las criaturas que la forman. Es la verdadera trampa de la razón: un animal rapaz, que vive en un nivel diferente al del hombre y que constituido por una miríada de impulsos fraccionarios, de microseres sin otra forma que una voluntad incipiente, un apetito voraz y un instinto automático para aunar sus fuerzas en torno al sacrificio del hombre, prevalece gracias a su condescendencia, a un deseo de tranquilidad que —aunque él lo niegue— está aparejado con su falta de dotes para la lucha; una de esas colonias de animales pelágicos —como el banco de arenques que se une alrededor de un cetáceo que les alimenta con sus excrementos y al que (actuando de pilotos) terminan por dirigirle hacia las zonas de plancton que ellos no prueban— desprovistas de razón de ser hasta el día en que logran aglomerarse en torno al individuo, carente de instinto predatorio y maniatado, esclavizado y sojuzgado por una razón que ya no puede evolucionar; todavía en mi juventud se daba por buena una teoría —quién sabe si nacida del horror a toda forma de respeto social— que en la liquidación de la familia veía la emancipación de un instinto anquilosado y amordazado por una razón astuta que se interroga siempre sobre el objeto de su entusiasmo (y en eso estimo su diferencia con la pasión) y que sólo en muy contadas ocasiones se atreve a utilizar su saber, haciendo caso omiso de sus propósitos y sus intenciones. No sé si resultó ser otra impostura, un nuevo despropósito, un nuevo cimbel dispuesto por la sociedad para distraer al individuo de su afán original, la pasión. Como quiera que fuera ese precario instinto —que no se conjuga tan fácilmente con el anhelo suicida deslumbrado por su satisfacción— también resultó fallido, porque incluso ante el cimbel erró la puntería: por eso a veces me represento a la razón como la trampa adonde el hombre ha ido a caer, perseguido por toda una turba de pasiones inestables cada una de las cuales ha requerido una amputación. Mejor dicho, este mundo no es una trampa, sino un escondrijo (en cierto modo gratuito y frívolo, muy propio del dilettante que carece de energías y motivos para abordar una actividad seria) que ese hombre se ha fabricado para ocultarse a su propio demonio. Incluso el humor procede de ahí, de la actitud de quien; quieto y oculto, ve cómo los demás corren frenéticos en pos del agujero que él ocupa. Sólo que esa existencia en el escondrijo de la razón… llega a cansar, pronto se añoran aquellas carreras descabelladas, aquel no tener necesidad de lucidez tanto como de piernas, de aliento, de miedo, sí, de miedo. ¡La nostalgia del miedo! Hasta su propia razón se debilita, en la humedad de ese agujero: un día, mientras languidece prisionero de su propia protección, para superar su aflicción se deja arrastrar por el terreno de las confesiones. Ya está perdido; luego, con el pretexto del cariño, de la comprensión, de la compañía empieza a ser devorado por un cierto número de criaturas que lo consideran cosa propia. Ya no será nunca más un individuo, un hombre dueño de sus actos tanto como de un instante, un reducto de libertad. No sólo le exigirán la entrega total, la primacía de los deberes para con ellos, sino que considerarán ultrajante, vejatorio y punible aquel gesto —el más fútil e inocente— mediante el cual pretende reservarse un pedazo de su vida para sí mismo. ¡Eso sí que no! Lo que no comprendo es cómo hasta ahora no ha sido capaz de redactar un código que esté de acuerdo con sus deseos, que se preocupe de defender su naturaleza más íntima. En contraste, no conoce la fatiga para redactar las leyes de protección a su más encarnizado enemigo, la familia, la sociedad. Y sin duda porque los códigos son redactados por la razón, un aparato al que apenas le interesa lo que el hombre es y desea. Yo me pregunto: si el hombre además de tener razón contara con un caparazón calcáreo, con cuatro pares de patas articuladas y una capacidad de reproducción de sesenta huevos por puesta, quizá el código no dejara de ser el mismo, una serie de principios de forma elaborados con abstracción de la naturaleza; no una regla de convivencia sino un estímulo a la sociabilidad, para enajenar y atrofiar ese inagotable afán de soledad y emancipación y libertad que constituye el tronco de su especie. Porque el hombre no es un monumento al amor sino al desprecio al otro, el que lo quiera olvidar se confunde. En la generación de mi padre se hablaba ya de la comunidad humana e, incluso, de la “gran familia”. ¡Qué bien lo estamos pagando, qué caro nos va a costar! Una gran familia, sí; pobre de recursos pero atiborrada de principios; todos se deberán a todos y nadie se tendrá a sí mismo. Los pocos hombres que nacieron en esta tierra y pretendieron luchar contra esa corriente —porque eran demasiado ingenuos para renunciar a su amor propio o porque, demasiado rudos, vieron con desprecio o compasión cómo una doctrina de amor no buscaba más que la degradación de la grey— fueron buscados, acorralados y aniquilados como animales dañinos.»

Acomodado en el viejo sillón de cuero negro, tan gastado que dejaba asomar los muelles a través de los agujeros y una segunda piel de color tabaco, se le veía un tanto inquieto. La primavera anterior, con los días más largos y el aroma de almidón de los castaños en floración, con los chillidos de los vencejos que, embriagados de velocidad, giraban en torno a las chimeneas de la casa y los olmos de la carretera, había vuelto a percibir ciertos síntomas que le procuraban un profundo y permanente malestar. No podía decir con certeza de qué se trataba, unas voces vespertinas, un zumbido nocturno y mañanero que sólo al mediodía se silenciaba, unas luces esporádicas en la silueta sombría de los montes, unos bandos de pájaros que no esperaban a octubre para dirigirse hacia el sur y muchos montones de papeles que el viento traía apelotonados, subiendo por la carretera: hojas de periódicos envueltas en un gran rollo y que al llegar a su puerta se abrían insinuantes y a las que jamás se acercó pero que durante todo el verano trataron por todos los medios de introducirse en la casa, golpeándose contra los cristales, remolineando por los balcones y obturando las chimeneas (todas las tardes las veía mientras reprimía sus escalofríos tras el ventanal) para terminar, descoloridas y agujereadas por la lluvia, deshechas por los golpes de viento, colgando de las ramas de los arbustos y espinos. Y también —y no por ser lo más usual era lo menos grave— el eco de un motor —o de unos motores— de poca potencia que, acelerado y agotado al mismo tiempo, durante varios meses había tratado en vano de remontar un repecho lejano y virtualmente próximo gracias a la resonancia con que una topografía maligna lo había recogido, magnificado y repetido, después de una tarde espejearte de agosto. Nada de todo aquello le había pasado inadvertido al Doctor aun cuando su conciencia —su deseo de paz, su renuncia al inconformismo— se negaba a aceptar la proximidad de nuevos hechos y posibles prodigios. Había vivido y conocido muchos casos desgraciados y muchas aventuras insensatas y pocas veces las premoniciones habían llegado a afectar a la paz en que vivía. En ninguna ocasión el viajero se había detenido en su casa (con excepción del día que, los belgas llamaron a su puerta, para pedir agua potable); un par de días después de que el eco repitiese y trasladase a una octava que el oído no podía soportar, el zumbido del motor, y unas horas antes de que el viento trajera a su puerta, la tarjeta de visita, había visto la nube de polvo, después de rebasar la collada, ascendiendo por el escabroso camino de Mantua. Y sin embargo había abierto; a sí mismo se repetía que tal vez era la suerte quien le habla deparado aquella prueba y no para devolverle, restaurarle o regenerar la confianza en sí mismo sino, muy al contrario, para robustecer una especie de abstracto despego y de radical desconfianza que nunca había sido contrastada, al menos desde que terminó la guerra civil, con una realidad —no por supuesta menos ingrata— que al fin iba a sancionar la misma fuente de sus reservas. Sentada en el sillón gemelo de la consulta de tanto en tanto se volvía hacia el Doctor con esa mirada significativa, chocarrera y vivaz, que guarda para el fiscal que le acusa, ese delincuente regocijado que en medio del estupor y espanto de la sala, se demuestra incapaz de comprender la magnitud de su delito. Pero al Doctor no le había pasado inadvertida la posibilidad de que su huésped, a fin de rehuir toda justificación, se refugiara en una suerte de artificiosa indiferencia con la que silenciar el temor al fallo aun a costa de poner de manifiesto una intención hipócrita. Por otra parte él no tenía la menor duda de que, al hacer uso de su penetración para averiguar los móviles del viaje, aun en una prudente medida y sólo con fines disuasorios, no podría por menos de revelar una serie de opiniones cuyo verdadero origen y fuerza estaba muy lejos de querer —o poder— confesar; así que contemplaba aquella situación en que —voluntaria o involuntariamente, eso al fin y al cabo era lo anecdótico —se había envuelto con esa mezcla de deleite e intriga que al espectador procurare esos cuadros de tema mitológico, bíblico o devoto y cuyo asunto no conoce cabalmente (como el Paisaje con el velo de Tisbe o el Viaje de san Genaro), en la que toda la índole del argumento se centra en una liviana y lejana figura al fondo de un escenario exuberante; y de la misma forma que en tales cuadros la ignorancia estima caprichosos ciertos acontecimientos que se desarrollan en otros planos que, de otra forma, están ligados a aquella— enigmática figura por un vínculo que sólo puede descifrar una erudición ausente o la clave de un lenguaje esotérico que el artista utilizó para hacer manifiesta una creencia prohibida, así trataba de comprender la razón de aquella visita y la relación que podía guardar con los augurios del monte y la intolerable calma que parecía emanar de la sierra desde dos primaveras atrás —después de tantos años de desastres y resignación que hasta los pocos melocotoneros supervivientes se habían acostumbrado a producir orejones— y que él, en cuanto hombre viejo y rodeado y protegido de astutos desengaños, intuía que anunciaban el comienzo de una nueva revulsión. No podía creer en los presagios y sin embargo no podía dejar de lado —sin hacer uso de todos los prejuicios locales— la relación entre dos o más series de acontecimientos que ninguna ciencia podía resumir: todos los años que florecían los jacintos había una muerte violenta en Mantua. Sólo había logrado sentirse sosegado —y en paz con su país— los días que el mal tiempo —que habían sido muy escasos— había desplazado, siquiera fuera por unas pocas horas, aquel ambiente tan apacible como inquietante. Y a pesar de que en su fuero interno se repetía —sin convencerse— de que una reiterada coincidencia sólo podía dar lugar a una ficción, un espejismo o cualquier forma de superstición (porque él ya no creía ni en el tiempo ni en la salud del cuerpo; sabía que no existe lo porvenir ni las nevadas ni las avenidas del río), en realidad sólo confiaba en los catarros y en las tormentas para alejar de su espíritu un anhelo de presagios y sucesos que se traducía en una permanente desazón. Había comprendido que vivía en la zozobra cuando se apercibió de que —tras muchos años de haberlo tenido en olvido, o, mejor dicho, secuestrado en un piso de la memoria donde con independencia del buen sentido se recluyen ciertos registros ridículos para curarlos de un sabor demasiado recio e ingrato y transformarlos en esa gelatina conceptual de la que se alimentan los temperamentos serenos— desde la primavera anterior casi todos los mediodías se preguntaba por el estado del cielo. En aquel momento estaba dispuesto a creer —tal era su impaciencia— que aquella mirada maliciosa sabía muy bien lo que se estaba tramando en las alturas de la atmósfera; a ratos callaba, volviéndose de súbito hacia ella para espiar un movimiento, un gesto o un sesgo mediante el cual desenmascarar sus intenciones; a ratos permanecía hundido en el sillón, con el dedo en la boca y la respiración tranquila y una mirada extraviada, indolente; envuelta en un halo de húmedos brillos provocados por anacrónicas semblanzas y propósitos tardíos. Sin embargo se guardó muy bien de mencionar su temor; en un principio pensó que llegado el momento se podría permitir ciertas preguntas sin abandonar su actitud de discreción pero pronto rectificó; toda su fortaleza descansaba, una vez más, en su capacidad para contemporizar y esperar sin adelantarse a las preguntas de su huésped con un interés que difícilmente era capaz de demostrar sin hacer visibles los síntomas de su desamparo; eso era justamente lo último que habría confesado y lo primero que trataría de evitar, consumido y mortificado desde mucho tiempo atrás y en sus fibras más íntimas, por una incurable sensación de fracaso (y por consiguiente por ciertos residuos de entusiasmo —ya no pasión— respecto a ciertas cosas ante las que a sí mismo se consideraba desafectado y a través de las cuales se podían vislumbrar las contradicciones de su supuesta pasividad, la supervivencia de las esperanzas fenecidas) que las actitudes más escépticas y los remedios más delusorios no habían sido capaces de mitigar. Y no era tanto un último residuo de pudor ni de apego a la tierra o a sus costumbres, ni tampoco el horror que podía producirle la opinión de una persona extraña y tan mal conocedora de unas circunstancias que dominaban a cualquier interpretación, sino una forma de desconcierto y estupor (que tanto se traducía en desprecio como en malestar) que desde su vuelta a Región le habla encerrado en aquella casa, había abortado toda decisión, le habla condenado a aquella butaca desvencijada junto a una ventana en la que se iba acumulando el polvo y frente a un país desolado mientras en una cabeza lúcida bullían todavía los viejos rencores, el fuego del desacato y el humo de adolescentes ímpetus, y esa actitud boquiabierta, expectante y suspensa del hombre que aguarda un estornudo frustrado, detenido a la altura de la nariz con un picor singular. Había llegado a pensar que su padre vivía todavía refugiado en Mantua, bajo la tutela del viejo Numa; que esperaba su vuelta, que de vez en cuando enviaba un mensaje que él —por miedo, por impericia, por cobardía— no había aprendido a captar. Pero tampoco lo podía llegar a creer: era demasiado tiempo y, sobre todo, demasiado ocio. En cambio, su madre… quizá era la que disparaba; no era una venganza sino la reanudación del ciclo crónico; la fiesta saturnal de una mente arcaica que exigía el regressus ad uterum para borrar los errores y descarríos de la edad presente y preparar el nacimiento de una nueva raza. Cuando llamó a la puerta se encontró ante la disyuntiva dé franquear la entrada a la visitante o —al negarse á aceptar los pertinaces timbrazos— arrumbar para siempre el difícil equilibrio que habla logrado arbitrar entre el signo de los tiempos y su propio desconcierto. No había querido tomar —respecto a la conducta de ella— una decisión porque ni tenía urgencia en disuadirla ni razones bastantes para convencerla de la inanidad de sus esperanzas y porque, en definitiva, no estaba en las tradiciones del país —tolerante hasta la indiferencia respecto a las conductas más inesperadas— el arrogarse una misión que sólo los acontecimientos sabrían colocar en su justo marco. Ciertamente todo el país padecía una enfermedad crónica y una epidemia porque (aparte de que nadie podía sentirse atraído por el ministerio del augur) en la conciencia popular se había llegado a considerar punible, insensata e imprudente la más ligera advertencia acerca de los peligros que encerraban los atractivos del monte; era ese punto de hipocresía lo que concedía al viaje anual el valor de un rito, el misterio de una fe y el sentido de una confirmación. Sin duda la reiteración del caso había conducido a la formación de un vínculo en la conciencia popular —a la que por fuerza no podía sustraerse el Doctor— entre aquella confirmación y la preservación del secreto por los habitantes del llano; algunas razas arcaicas —y ésa lo era, o lo es— han llegado a la astucia a través de una perífrasis —un largo, complicado y redundante período en el que se insertan premoniciones, costumbres, superstición y mito—, tal vez para rehuir un esquema causal demasiado breve y expedito, demasiado simple, y en el que no tiene entrada, ni justificación posible, la contradicción de una especie que no aprende a vivir en paz. Sabía de sobra que aquella hora era funesta; sólo salía de la casa un rato, antes de comer, y entrada ya la noche a la hora en que (al igual que la madrugada para el condenado a muerte) la oscuridad sobre la montaña imponía una fecha más de aquella inquietante tregua; salía para atrancar la cancela exterior y dar un pequeño paseo por el jardín que el Doctor aprovechaba para orinar en la hierba de acuerdo con una práctica que él reputaba como uno de los remedios más eficaces contra el mal de nervios «y sobre todo en los días cálidos» «cuando el sol, al levantar su mano déspota sobre la pradera, cae vencido y en la pradera surge, instantáneo, acompasado y unísono al canto de victoria de las ranas y las cigarras, esa explosión de voces jubilosas que se unen para alcanzar una dimensión ultrasonora con la que festejar su reciente liberación». Apenas cenaba y sólo lo hacia de tarde en tarde, los días que el mal estado de su cabeza le obligaba a beber con moderación, un guiso de patatas o zanahorias que él preparaba para los dos. Hacía uso de la cena como de una medicina que, tres o cuatro veces por semana, se veía obligado a ingerir para no interrumpir sus hábitos de bebida y para poder prolongar, diariamente, sus largas veladas. Se acostaba muy tarde, pero casi toda la mañana permanecía encerrado en la habitación no se oía el menor ruido en la casa. Acostumbraba a beber sólo por la tarde, sentado en el sillón de cuero negro ante el largo vaso sucio en el que todos los días —dentro del supino e impenetrable éxtasis inspirado no por la unión mística con el orbe que le circundaba sino por la contemplación del principio de individuación, cristalizado en el agua madre del absurdo, la futilidad y la ingratitud— se reiteraban los procesos del caos representados en la lenta e interminable ascensión de las pequeñas burbujas hacia el ambiente que las extinguirá, para interrogarse —sin posibilidad alguna de encontrar una respuesta— sobre esas constantes dolorosas de la memoria que el tiempo, como el líquido, ha aprisionado en un medio del que sólo pueden salir para extinguirse.

«Estas noches se hacen largas, muy largas. Estas noches —por demás— en las que la luna, con su moderada claridad, invita al paciente a suspender temporalmente el rencor que ha atesorado para contemplar el negativo engañoso: esos álamos y abedules susurrantes y esas eras plateadas, las caras y las palabras del pasado que vuelven desprovistas de encono por un artificio de la luz; o incluso ese violento y despreciable apetito de perdón, de sosiego y beatitud que se apodera gratuitamente del ánimo —demasiado cómodo, olvidadizo y pagado de sí mismo— cuando la tierra (al igual que el peluquín platinado y magnificado por una combinación de las sombras con la fiebre se transforma en una pecaminosa y reiterativa pesadilla en la habitación del insomne) extiende sus rizos hasta el antepecho de la ventana o el embozo de la cama para pedir con un gesto zalamero y perverso un último gesto de esperanza que al día siguiente repugna como un atentado a la dignidad. Es difícil defenderla porque es fácil sucumbir; oh, esa razón acorralada no encuentra a la postre otro refugio que el garito que siempre miró con desprecio y horror; se trata del honor, otro contrasentido. Porque en él se refugia toda la capacidad de resistencia, de protesta e, incluso, de sentido común, ese hijo de la razón que rehúsa salir en defensa de su mayor cuando lo ve vencido. Porque es allí, en el campo del honor (nunca mejor dicho) donde la razón y la pasión luchan hasta la muerte su combate final, como ese par de nobles, corajudos y apuestos caballeros que salieron a la arena con las armas bruñidas y el propio orgullo agitando la cimera pero que terminaron el combate a puñetazos y mordiscos, tirados en el suelo, envueltos en el polvo. ¿Qué tiene de particular, a fin de cuentas, que a partir de ese momento se vuelva tan cruel y sanguinario?

Dormida, su cara era más serena pero también más madura. Se había deslizado su abrigo y entreabierto el escote del vestido dejando al descubierto el arranque del cuello, de color de cera, ligeramente moteado, escorzado sobre el respaldo con curvácea negligencia. El Doctor desenchufó y la habitación, al poco rato, quedó iluminada por el resplandor opalescente de la luna en las sierras calizas, como si obedeciera a esas mutaciones de luces, tonos y sombras que en la luminotecnia teatral se estiman necesarias y suficientes para dar paso a la evocación.

«¿Qué más?»

Al pronto sintió sus ojos abiertos y luego los vio, brillantes y negros en la penumbra azulina y pugnando por liberarse de una sumisión contradictoria, como esas dos joyas incrustadas en una figura inexpresiva y tosca, que tratan inútilmente de salir de ella para hablar de su superior condición.

«¿Qué más?»

Por primera vez comprendió que en tal situación, sin que pudiera hacer nada contra ella y sin que pudiera venir en su ayuda cualquiera de sus muchas reservas, podía aflorar en su interior un sentimiento de compasión que —si persistía en su actitud recogida, las largas piernas dobladas y los brazos cruzados por la cintura, la cabeza reclinada sobre el respaldo— podría evolucionar hacia cualquier otro que, sepultado durante muchos años, tal vez permanecía incorrupto. No quería saberlo e incluso le atemorizaba el solo hecho de interrogarse a ese respecto.

«¿Por qué no sigue?»

Guardaba el licor en su dormitorio, en un pequeño armario adosado a la pared junto a la cabecera de la cama que, como todos los días, estaba desordenada y revuelta y aún guardaba el tufo de su sueño; tomó la almohada, la sacudió, ahuecó y la colocó en su sitio, extendió una manta por todo el lecho y, con una botella de castillaza entre las piernas, permaneció un rato absorto, mientras contemplaba el desorden habitual de su alcoba, tratando de saber lo que había olvidado. La ropa, los paquetes de algodón, los zapatos, el fonendoscopio asomaban por los cajones entreabiertos del viejo buró de sus años de clínico, atestado de libros desencuadernados, más propios de un estudiante que de un profesional, de envoltorios y periódicos atrasados, antiguas facturas amarillas, recetas y muestras de específicos que habían impregnado la habitación con un intenso y agrio aroma medicinal. Durante un rato removió los cajones y la estantería sin ánimo de encontrar nada, pero de repente tiró de uno de ellos, vació su contenido en el suelo y, tras apartar unas chucherías (no parecía que le hubiera guiado la vista tanto como ese instinto de identificación que reconoce el objeto de su búsqueda antes de que los sentidos lo perciban) extrajo una fotografía de carnet, abarquillada y amarillenta, con los bordes ahumados, que evidenciaba una larga temporada en la oscuridad. Buscó un sacacorchos —había una vieja navaja oxidada debajo de la mesilla de noche— y, sin apartar la vista de la fotografía, sacó de un tirón el tapón produciéndose una pequeña herida en el dedo a la que, sin mucho miramiento, aplicó un chorro de licor. Bebió un largo trago, tosió, se secó los labios y permaneció sentado en el borde de la cama hasta que sintió que su huésped, apoyada en el marco de la puerta, le observaba desde el umbral.

«¿Qué es ello, doctor?»

«Estas noches son traidoras», dijo, al tiempo que guardaba la fotografía en el bolsillo. «Vamos», había limpiado un vaso que dejó al alcance de su asiento, encima de la mesa, mediado de aguardiente.

***

«Lo que sí le puedo asegurar es que nunca me permití la menor licencia y que a mí misma me impuse la disciplina del silencio desde que acabó la guerra. Si algo había comprendido era que a partir de entonces existían dos mujeres diferentes que no debían confundirse si es que yo quería conservar la integridad de la reclusa; que cualquiera de las dos debía defenderse de la contaminación de la otra y que una tercera mucho más lógica, ponderada y respetable, celaría y garantizaría la convivencia, la independencia y la personalidad de ambas. Esa tercera —el árbitro— es tal vez la que ha venido aquí y ha llamado a su puerta no en busca de sus hijas desaparecidas sino de la penitencia con que una madre acosada por las penas y los remordimientos trata de poner remedio a las pérdidas irreparables. Pues si algo aprendí en aquellos días fue que los problemas de mi amor eran excesivamente míos y que jamás podrían ser compartidos por aquella persona a quien yo quería; y que, sin duda, habría considerado como una ofensa o una demostración de egoísmo la más leve pretensión por mi parte de hacerle partícipe de ellos. De forma que tantas veces como pretendí ponerme en viaje —oh, era tan sólo una ficción y ninguna de las personas de la trinidad, ni siquiera la reclusa, intimidada ante las otras por un prurito ridículo, le daba la importancia de una escapatoria juvenil, seguras de que en ningún caso podría llegar a su término; porque se trataba de un juego fraudulento y convenido, una especie de asueto de la reclusa (incomunicada desde el final de la guerra) que las otras dos (usufructuaria y celadora) tenían a bien tolerar con esa mezcla de paternal severidad y condescendencia con que se observa y sigue el intento de fuga de quien, víctima de su desesperación, no intentará a la postre sino volver a la celda que le libera por la renuncia de tantos anhelos imposibles— me vi finalmente sentada en la cuneta de una carretera desierta o en el andén de una estación del absurdo, antes o después de Macerta, confiesa, turbada y sin fuerzas para prolongar un instante más una decisión contraceptiva y tratando de explicar a un factor somnoliento (envuelto en lágrimas, perfumes de hollín y aromas de vino) las últimas consecuencias y el primer y más inmediato remedio (todos los trenes pasaban a medianoche) contra un mal adquirido en los últimos días de la guerra, en un laberinto de pasillos caóticos y bombillas parpadeantes, habitaciones estrechas y camas enormes, viajes en camión y palanganas sucias y disparos entre los matorrales, a lo largo de aquel viaje interminable al corazón de la sierra. Un día, fue a instancias de aquel mismo factor desquiciado y compasivo o fue tal vez un cochero que me esperaba dormido en el pescante desde el día de mi conversión, llegué en mi desesperación a alquilar una tartana que había de llevarme hasta el Hotel Terminus, de Ebrias, donde paraba habitualmente el ordinario de Región… Conocía el hotel, de sobra lo conocía y lo recordaba tan bien como para sospechar que en el momento en que tuviera fuerza suficiente para empujar la puerta y hacer sonar los cascabeles colgados del dintel habría logrado cerrar el ciclo de crecimiento de una persona que hasta entonces sólo había sabido hacer brotar una flor malsana entre apasionados y fétidos cultivos. Era mejor dejarla morir. Al otro extremo de la calle y en la acera de enfrente, esperaban las otras dos tranquilamente, seguras de que unos pasos antes de la puerta del hotel su insensata decisión se habría venido abajo: “Pobrecilla; no tiene remedio”. Porque no era una decisión lo que echaban de menos sino falta de fe, un mínimo de confianza de que con aquello que iba a buscar en el vestíbulo del hotel habría de cerrarse (o abrirse) el nuevo paréntesis. A través de la puerta vi entonces al conserje, sólo asomaba su cabeza blanca por encima del pequeño mostrador, que con unas gafas en la punta de la nariz leía un periódico local en un vestíbulo fresco, sombrío y solitario… Dios mío, ¿quién era aquel conserje?, ¿por qué, sin apartar la mirada del diario, me hizo de pronto desfallecer, sentir la futilidad de mi quimera y volver vertiginosamente al punto de partida, mientras las otras dos personas en el extremo de la calle se volvían de espaldas, triunfantes y discretas, para disimular su alegría aprovechando un gesto con el que se apiadaban de mi vergüenza? Ni siquiera si se hubiera tratado del burdel habría logrado interponer entre ella y las dos personas que esperaban en la acera de enfrente aquella barrera infranqueable que la separara definitivamente de una conducta decente. No, no había la menor posibilidad de degradación, no tenía la menor fe en la perversión, es lo que me vino a decir el conserje, frente a la escalera de madera barnizada; sin duda que no me faltaba resolución para desertar de la decencia, del orden y de los escrúpulos pero me faltaba valor, capacidad de sacrificio y la lucidez necesaria para abrazar el credo canalla de una depravación en la que, por fuerza, me iba a encontrar sola, sin nadie que me acompañara y nadie a quien recurrir en la eventualidad de un fallo. Era lo que ellas dos me estaban diciendo con su actitud: no te juzgamos, muy lejos de eso; únicamente te advertimos que después de cruzar esa puerta ya no nos volverás a ver, eso es todo. No conozco un paso más difícil de dar y supongo que todos los que viven en un estado así, han llegado a la soledad a lo largo de un proceso lento y continuo de descomposición y ascesis porque seguramente la persona no es capaz de aguantar ese acto de cirugía brutal e instantánea que, a lo vivo y a pocos pasos del hotel, yo pretendía ejecutar. Las otras lo sabían; no hay posibilidad de sacudirse y librarse de la educación ni de las normas ni de nada sino a una edad temprana que yo había sobrepasado; y la mujer adulta, real que le pese, ha ido incorporando a su conducta un sedimento moral que, por más que lo intente, ya no podrá arrancar sin destruir sus fibras más íntimas. Lo terrible es que es un proceso ignorado. Tras unos años de calma —travesía en calma, dominada por el temperado soplo de la conciencia— hasta el esqueleto cambia y se niega, luego, a obedecer los caprichos de la fantasía o a reconocer las doradas evocaciones de la memoria. Durante ese viaje el alma cambia y adquiere una forma —consciente o inconsciente— sin que el verdadero ímpetu de donde nació, distraído por aquel instante de plenitud, tenga participación en ella. No es sólo que el alma sea mortal sino que de verdad unida al cuerpo sólo vive dos o tres días, en un hotel de mala fama o entre unos arbustos, qué sé yo cuándo. Cuando era niña, cuando tuvo miedo. Luego, por deseo unánime, se queda reducida a eso. Sólo cuando la fiesta ha pasado y, tras un tiempo de expectación que se define por su fe en su supervivencia, el alma pretende despertar y revivir, se encuentra con un cuerpo disciplinado que desde su propio interior le dicta la prohibición de transgredir sus normas: diez o quince años más tarde se comprende muy bien: cómo la persona sale del légamo de aquella juventud totalmente limpia, desnuda e inocua, agente pasivo de una voluntad extraña que sólo la distrajo pero no la transformó en aquellos instantes decisivos que quedan depositados en la memoria con una carencia absoluta de recuerdo. Cuando comprende que ya su alma se extingue —cerca ya de los cincuenta— es preciso recurrir a la imagen, sin cara ni voz ni nombre, reducida y cristalizada en aquel éxtasis incoloro que la preserva incorrupta. Cuando, en el limite de sus fuerzas, quiso por última y definitiva vez tratar, como la Cenicienta, de eludir la vigilancia de sus hermanas para mirarse en un espejo y ver aquella cara incolora, no supo hacer otra cosa que emprender este viaje y llamar a esta puerta."

«¿Un poco más?», interrumpió el Doctor, en voz alta. «No, no, por favor.»

«Es una bebida muy limpia; le ha de sentar bien.» «No, muchas gracias. Más tarde.» «¡Quién sabe, las horas pasan en seguida!»

«¿El tiempo?»

«Entonces no hay duda: es el temor.»

«Mi padre solía decir: “¿El tiempo?, ¿dónde está eso? Querrás decir la lluvia, la lluvia…”.» «¿Su padre?», preguntó el Doctor.

«Jamás supo nada de mí. No se preocupó demasiado de mi persona, por lo cual le tengo que estar muy agradecida. Ni siquiera lo aparentaba y antes que otra cosa renunció a mi fotografía, la maleta atiborrada de papeles y mapas y brújulas. Le aseguro que eso no me produjo más que tranquilidad, nada de resentimiento. Pero da igual. No sé tampoco si empezó en esta habitación o si fue en el primer piso del hotel de Ebrias, también me da igual. Una mañana cerca ya del mediodía desperté al fin rodeada de un silencio y una calma anormales, un campo frío, apacible y luminoso, sumido en esa extraña paz rural que sólo puede producirse en los días de combate. Se había prolongado mi sueño hasta más tarde que de costumbre, invadida de una pereza que nace de tantas horas de ocio y cama, de tantas camas sin hacer y tanta ropa sin lavar y tanta sábana sin orear y que sólo fui capaz de superar por culpa de aquel inquietante silencio. Cuando abrí los postigos —y los pasos que se precipitaban por la escalera de tarima y el eco de las descargas y los motores jadeantes que resonaban aún en mis oídos— olvidé todos mis recelos porque mi atención quedó distraída por una pareja de perros pordioseros que se olfateaban mutuamente, más allá de la cerca de piedra que limitaba la pequeña huerta de la casa, en una pradera apagada de color por el frío, con pequeños montones de nieve helada y sucia, donde habían extendido, para secarlas, unas prendas recién lavadas y unas sábanas muy blancas. Sin que yo lo supiera, en un instante de distracción, volví a encontrar la tranquilidad perdida ante un temor pecaminoso traído a colación por un procedimiento incomprensible: una ropa tendida a secar que —y entonces me llegó el tufo de nuestra habitación, cerrada durante tantos días— me hablaba de nuevo del orden samaritano del que yo creía haberme distanciado para siempre. No puedo decir otra cosa sino que en aquel momento crucial de la transformación, cuando todo mi cuerpo parecía preparado para abandonar la crisálida, después de consumado el inmundo y grotesco proceso que ha de transformar los misterios adolescentes y las grandes palabras de la juventud y los deseos imaginarios y el déficit de pasión, por medio de una ilusión manquée, en el receptáculo de un instinto suicida (y tal vez ridículo pero sin duda intrascendente), toda mi razón se hallaba ocupada por unos perros de majada que iban a pisotear unas sábanas recién lavadas. Cuánto tiempo permanecí asomada al frío de la media mañana, apoyada en el antepecho observando cómo se perseguían, se abatían e intentaban morderse y montarse en un juego procaz e inocente que sin duda me atraía y fascinaba tanto como el recuerdo prohibido de una edad repentinamente remota y virtualmente heroica —esto es, que queda registrada en la memoria unida y motivada por una intención heroica, aun cuando no fue así— como la inesperada estampa de un instinto que —entre personas o entre perros— no podía ser ni grosero ni punible sino por la amenaza que representaba al orden doméstico materializado en aquellas sábanas tan blancas que transparentaban en azul las sombras de la hierba. Quiero acordarme de las otras cosas y apenas puedo: cómo —haciendo un gran esfuerzo— media docena de caballerías eran cargadas al caer el día en la esquina de la casa, frente a los corrales, por un burrero que encinchaba las alforjas y las cajas bajo la mirada vigilante de un hombre enfundado en un capote militar y cubierto con un pasamontañas que sólo dejaba asomar la punta del cigarro; cómo a las primeras horas de la noche emprendían el camino de la montaña, encabezados por el centinela, quizá el mismo que vigiló y presenció, apoyado siempre en un umbral ubicuo, mi iniciación al misterio, con las manos en los bolsillos, el cigarrillo en la boca y la carabina cruzada bajo el capote, y cerrados por el peón somnoliento que se bamboleaba en el último borrico. Cuánto tiempo permanecí absorta y ensimismada, encerrada en aquella casa, sin poder apartar la imaginación de aquel viaje atroz a quién sabe qué apartada breña de la montaña, en las noches heladas de enero, sin poder distraer un pensamiento herido pero atraído y casi hipnotizado por el arañazo horizontal que el borde armado de las alforjas y la vara del burrero —como si para aquella ascensión necesitaran esos últimos instantes de contacto con la casa— estaban profundizando en la pared enjalbegada y desportillada, a un metro del suelo; estoy segura de que mi conciencia —sin confesarlo— veía a través de las luces abismales y fosforescentes del alma un rasguño semejante, a la altura del bajo vientre, producido por una caravana de fugitivos. ¿Me parecería yo a la tapia, me condenaría a su misma quietud y abandono, cuando no otra cosa que un rasguño es el testimonio de los hombres que la habitaron y se fugaron?; estoy también segura de que, entre silenciosas recriminaciones, como aquellas explosiones de los combates mañaneros que al no ir acompañadas de ruido no parecían terminar nunca, una conciencia apegada a las costumbres trataba de ofenderme y avergonzarme con aquel arañazo horizontal, única muestra de su paso por mi cuerpo pero —lo que es peor— también lo único que se habían llevado, distraídamente, unas motas de polvo y cal, en su largo exilio. Y abundando en ello, sintiendo cómo en mi interior fructificaba la semilla de una premonición funesta que en lo sucesivo habrá de dominarme siempre con un saber cobarde y canalla que no necesita de la experiencia para estar en lo cierto, con la anuencia del destino —y su afán por la irrevocabilidad— y del sentido del deber y de la decencia que se oponen —y así justifican la dureza de su regla— a la tendencia que todo cuerpo tiene hacia la corrupción, una vez que ha conocido el limite de sus fuerzas, hasta que decidí llamar a esta puerta para preguntar:

»“¿Es usted ese único hombre que queda en la tierra que no tiene intención de curarme ni corregirme? ¿Es usted, doctor?”:

»Y me respondió: Es posible, no estoy muy seguro pero es posible que así sea, como si tuviera demasiada vergüenza en afirmarlo de una manera rotunda. Quizá hasta ese mismo momento yo me había obstinado en mantener un único credo que investido de nombres diferentes trataba de sobrellevar y vencer las crisis de la iniciación de un cuerpo involuntariamente aferrado a una educación en la decencia, hechizado y esclavizado para siempre a un momento turbulento y remoto, en la caja de una camioneta o en el pasillo de un hotel de mala fama, en la carretera de la sierra: Y sin embargo apenas lo creía: traté de defenderme o de defender aquella parte de la persona que era indiferente a la hipocresía y, en cierto modo, independiente del respeto a aquel cuerpo poseído que nadie fue capaz luego de exorcizar, ni los oficiales de la posguerra ni el sosiego doméstico, el mimo y el regalo con que el orden al que fui restituida trató de curar las heridas y afrentas del cautiverio, no ya en el altar del adulterio sino tampoco en el fuego aberrante de las renuncias, el sacrificio y la fidelidad. Cuando, al fin —tal vez sentada en este mismo sillón, un único atardecer, de lluvia, qué más da eso— comprendí gracias al miedo que no había tal independencia, que no existía en mi cuerpo tal escisión y que tan sólo me había aprovechado de un legado que las monjas me dejaron con su educación —tanto por el respeto a las leyes de la decencia como por el hábito del disimulo y del engaño para con uno mismo— para mantener incontaminado un culto vicioso, me convencí de que me había hecho vieja. Comprendí también que semejantes contradicciones y hiatos… ay, no son sino aparato de juventud, los accidentes que surgen como no podía ser menos en el curso de ese juego que han entablado la fantasía y el destino, excitados como dos músicos rivales que tratan de mantener animada una macabra noche de bullicio, han urdido para distraer el afán de la única edad que esconde un sincero apetito no egoísta. Que trabaja para su propia destrucción ¿quién lo duda? ¿Es esa razón bastante para traer a la persona al culto de sí misma? Y siempre es así; siempre, tarde o temprano, tiene que amanecer el día en que el objeto que las manos anhelaron la noche anterior cobra todo su valor no por sí mismo sino porque se halla entre esas manos. Algo se acaba entonces, una edad tal vez que no está en los años —repito— sino en la extinción de cierta generosidad. ¿Cuándo cesa eso? Es la razón en lo sucesivo —aliada del temor— la que va a dictar qué deseos son provechosos, cuáles son suicidas, qué rama es preciso extirpar para enderezar un tronco que… usted debe saberlo: será —supongo— en el momento en que tras veinte años ¿de qué?, ¿de matrimonio?, ¿de inocencia?, ¿de desamparo?, ¿de prostitución?, ¿de hipocresía?, ¿quién es capaz de darle su nombre cabal?, una mujer seducida en la caja de una camioneta, acogida de nuevo al seno de una sociedad que más que perdonarla la ha compadecido, comprende —al igual que el delincuente reincidente e incurable— que su naturaleza tiende al delito y que antes será necesario pasar por alto todos los códigos vigentes que abrazar el campo de la virtud; y que ya que es preciso aborrecer algo, en lo sucesivo aborrecerá las leyes, el orden y la decencia para vivir conforme a un credo que sólo en las faltas encontró su verdadera razón de ser; un montón de brasas que despide más calor que cuando los troncos ardían pero que, ay, ya no volverán a inflamarse. Cuando me acerqué a aquel teléfono descolgado sobre la mesita moruna y la ves: gangosa, impersonal, no perteneciente a nadie sino al éter enemigo…»

«Tenemos un solo árbol —interrumpió el Doctor— pero ¿ha visto usted cómo brilla?»

«… no en la guerra sino en la paz. Porque la guerra sólo era un pretexto, el ardid que el destino impone, como a Ifigenia, para probar el apego a su padre; y mi padre era todavía menos que aquella voz terrible, salida de una chapa magnética…»

«Fue algo más que eso, sin duda. La prueba de que no teníamos razón, de que no había lógica en nuestros actos ni juicio en nuestras predilecciones. Por tanto, había que volver al principio, era necesario borrar los últimos pasos que habían conducido a semejante atolladero. En verdad, si no existía ya una confianza en el futuro ni un apego a la tierra ni una verdadera fe en las creencias, ¿por qué no volver al terreno del odio? Sólo de la derrota podía surgir algo nuevo; no ha sido así, pero eso no quita nada al hecho de que fuera la mejor razón para hacer la guerra: poderla perder.»

«Eso me recuerda que… pero ¿por qué dice usted eso? Eso lo decía él pero no lo creía sino en gracia de una intención aviesa. Para que yo comprendiera que algo desaparecía para siempre. Pero justamente creer eso es eternizarlo, vivir en la confianza de que existe —porque fue— aunque ya no lo volvamos a ver. Lo he sabido siempre y en parte por eso estoy aquí. Apenas me enteré de aquella guerra sino cuando ya estaba terminando. Algo tarde, en algo más que una semana sufrí todas sus consecuencias: un padre muerto, un amante desaparecido, una educación hecha trizas, un conocimiento del amor que me incapacitaba para cualquier futuro; ante mí, y en el seno de una sociedad dispuesta a acogerme como una mártir y una prenda codiciable, no se abría otra posibilidad que la del engaño, incapaz de confesar mi apego al enemigo y de renunciar (ya no digo renegar) a él. No había otra solución porque yo había conocido la suerte de esos seres desventurados que han sido engendrados un momento antes del cataclismo y cuya naturaleza, inadecuada para las condiciones subsiguientes, no tiene otro futuro que una lenta y muda extinción. Yo nací en cierto modo el año treinta y ocho, al final de una edad continental: mis pulmones se abrieron al oxígeno cuando el continente decidía —sin contar conmigo, más bien contó con mi padre y sus amigos de promoción— sumergirse en este mar letal para el que mi sistema no se halla (no lo estuvo nunca) adecuado. Son regresiones y transgresiones que ocurren de forma periódica, pero —en lo que se refiere a la vida del hombre— azarosa. Así que esta nueva época continental que al parecer ya se anuncia en el horizonte, a mí ya no me servirá de nada. Por otra parte, ¿qué me pueden importar mis amigos y mi país si, como consecuencia de aquel cataclismo, no me queda sino amor propio? Ni siquiera queda el sabor de la venganza, apenas guardo rencor para los que —aclimatados a las condiciones de estos años pasados— pronto veremos en el suelo, dando coletazos, ahogados por la atmósfera que trataron de viciar. Para ellos ha de ser más duro porque yo al menos me formé —me tuve que someter— en un clima carente de futuro. Ellos, no; han creído que sobrevivirían. Durante la guerra, el amor, como cualquier otro artículo, estaba intervenido y había que consumirlo con ese espíritu clandestino, cómplice, mezclado de ansiedad, premura y picardía, que embarga a los chicos que hacen rabona. No podía prevalecer a sabiendas de que había nacido y debía su existencia a un estado de cosas que por fuerza no podía durar; por eso, acuciado por su futilidad, trató de buscar su razón de ser en un instinto pecaminoso, en cierto sentido de la burla, en una comedia de la comedia, decidido a no prolongar la representación más allá de aquella situación efímera y renunciando de antemano a una ulterior y falsa continuidad que tarde o temprano había de adulterarlo. Nos burlamos de todo, aunque algo tarde; en una comedia así, el primero que sale mal parado no es el propio orgullo sino el afán de generosidad. En cierta ocasión me dijo yo creo que fue un momento de tregua, en aquella fuga hacia la montaña, sentado a la puerta de una casilla mientras arrojaba piedras al camino, lo mismo que usted: que la mejor razón para prolongar un combate era siempre derrotista y que en nuestro caso era absolutamente preciso continuar la guerra hasta ser merecedor de la completa derrota. Sólo la derrota haría tolerable la posguerra… ¿Cómo se llamaba aquel matrimonio que trabajaba en el Comité? Él era un hombre alto, de gafas negras y de aspecto de mala salud; que apenas veía nada y que se pasó toda la guerra paseando nervioso por los pasillos del edificio del Comité, fumando sin parar. Y al parecer no fumaba antes de la guerra porque una sola cajetilla le habría llevado a la tumba. ¿Robal? ¿Rubal? Su mujer —lo recuerdo muy bien— también se llamaba Adela, la camarada Adela; era pequeña, robusta y tras una incipiente obesidad escondía una violencia contenida; es posible que la costumbre de servir de lazarillo a su marido le hubiera inoculado un estado de permanente alarma y un afán de vigilancia respecto a todo lo que les rodeaba. Durante más de un año, el último de la guerra, dormí en la misma habitación que ella, cuando la economía de las habitaciones impuso la separación de sexos; yo no sé si llegué a odiarla. Unos pocos días antes que las tropas de mi padre ocuparan la ciudad les vimos abandonar el edificio del Comité, cogidos de la mano: salieron al aire libre por primera vez en cien o doscientos días y no se atrevían a dar un paso, cogidos de la mano y contemplando la plaza del pueblo con la misma extrañeza que si se tratara del país del Tendre. Qué abandono, qué crueldad. Supongo que las tropas les debieron sorprender sentados en un banco de la misma plaza, carentes de todo e incapaces de pensar en su propia situación, todo lo que había pasado y la suerte que les estaba deparada, paralizados más por la nada que por el miedo y sin saber —o poder— hacer otra cosa que apretarse mutuamente la mano para retener esa última y única propiedad sobre la que nadie —ni ellos mismos— se había de interrogar. Recuerdo que me quedé observándolos hasta que un viraje de la camioneta al doblar una esquina los ocultó, impresionada por una sensación que no me atrevo a calificar de ninguna manera: una mezcla de compasión, alivio, envidia, culpa y menosprecio. Compasión ante su desamparo y envidia de su simplicidad y regocijo, culpa, animosidad y muchas otras cosas por la distancia que en todos los órdenes me separaba de ellos. Pero qué sabía yo que a los pocos días había de volver su imagen a mi memoria, nimbada con un aura de fatalidad porque ya no se trataba de una estampa fugaz sino de una condición. Sujeta a la misma condición me encontraba yo, a la puerta de aquel hotel de montaña de mala reputación, secándome las manos en un paño de la cocina después de fregar un cacharro mientras que por la vereda que subía de la carretera ascendía hacia la casa la columna de navarros. Entonces no me di cuenta; lo que yo me negaba a creer, lo: que mi amor propio trataba de hacer público para forzar un cambio de mi sentimiento, lo que mi despecho temía y mi vergüenza se empeñaba en negar, estaba implícitamente reconocido por una memoria que recurría a la imagen de aquel desdichado matrimonio. Tampoco era simpatía lo que al cabo de los días me volvía hacia ellos; sino una afinidad de índole fatídica gracias a la cual sin atreverme ni querer comprenderlos ya no los sentía extraños a mi propia naturaleza. No hubo ultraje ni engaño, eso es lo peor; cuando al fin abandoné la casa volví a Región envuelta en mantas y capotes militares, en compañía de un niño que acariciaba un gato recién nacido y de un viejo carretero sordo que no paró la menor atención a los puestos de control, las columnas de evacuados y los grupos de prisioneros taciturnos y harapientos, me embargaba todavía la sensación de culpa y retraso, como si saliera de una fiesta cuyo bullicio resonaba aún en mis oídos en forma de cansancio, sueño y satisfecha desazón, reconfortada en mi fuero interno por las emociones que, tras unas horas de descanso, habrían de repetirse. Pero no fue así porque sin duda mi cuerpo —mi alambicada y frágil desolación— requería más cuidados que el mero descanso y necesitaba otras garantías y otros alimentos que los ensueños del despertar; qué no decir de aquella apariencia de inocencia que llevada de una evasión fratricida trataba de consolarse con la palabra expiación, con la palabra culpa y la palabra deber y esa última palabra, renuncia; como si las palabras hubieran de tener el poder de suturar la herida y relajar aquellos músculos tirantes que por nada del mundo querían volver a su relajada posición ni salir de aquel absorto, tenebroso e idiotizado éxtasis, tirada en la cama de la estudiante y rodeada de inocentes fetiches y muñecones de trapo, donde tan pronto como comprendió que había quedado sólo el cuerpo en secreto empezó a animar aquella soledad para practicar un culto prohibido. Aunque yo no quería ni perdonar ni olvidar el testimonio que guardaba mi tabernáculo era de esa índole que trata a toda costa de romper los secretos y votos para ser profesado una vez más. En realidad, ¿qué tenía que ocultar, aparte de la desviación respecto a la conducta normal y decente de una muchacha de mi edad y de mi educación? ¿La guerra no era más que suficiente justificación de los desórdenes de un cuerpo? ¿No fue suficiente en cuanto se refiere a la niña crédula e impertinente, colocada a un paso de la sutil frontera que la separa de una mujer pública? ¿No bastaron un par de semanas en un albergue de mala reputación, un viaje en una camioneta desvencijada en compañía de unas gentes que en cierto modo estaban en su derecho en el momento de violarme o de matarme? ¿Qué otra réplica habían de dar a mi padre? ¿No era eso —y sigue siéndolo, el frenesí de mi padre y sus amigos— un asunto de la mayor importancia para parar mientes en los descarríos de la hija? Ah, si todo hubiera sido así de simple yo hubiera salido inocente: quiero decir, yo habría salido del sacrificio dueña de mí misma. Pero ¿para qué entrar en detalles? ¿Qué importan las personas, los nombres, los lugares, las fechas, la clase de falta? ¿Qué importa lo que yo elegí frente a lo que me fue dado? ¿No luchaban todos entre sí? Entonces ¿qué? ¿Importa que fuera yo la primera interesada en perder la virtud? ¿Y si le dijera que de no haberse producido el holocausto también la hubiera perdido? ¿No cree usted, doctor, que hay muchas maneras de perder la virginidad?»

«Ciertamente, no lo sé. En materia de conocimiento he tratado siempre de limitarme al terreno de mis experiencias.»

«Señor, hay todavía quien cree que cuando se deshoja ese frágil pétalo se adquiere un nuevo estado. Supongo que es una manía puramente masculina, una especie de garantía de que la calidad del producto depende de una etiqueta en el tapón. Pero de qué poco le sirve a la mujer ese precinto, qué poco le importa el estado del tapón. No sólo lo odia sino que se enorgullece en cuanto puede romperlo y olvidarse para siempre de un estado que maldita la importancia que tiene. La verdadera virginidad viene después, con el precinto roto. Y la inocencia y la castidad también. Y entonces aunque no quería confesármelo yo lo sabía, día y noche tumbada en aquella estrecha litera de estudiante, rodeada de muñecos y recuerdos de colegio y tratando a todo trance de reconstruir el dolor y el escozor de la herida en el bajo vientre porque con toda probabilidad para aquel entonces mi pobre economía consideraba más barato suponer que me había dejado arrastrar hacia un pecado perdonable y corregible. Pero qué poco dura eso, qué pronto la verdadera economía del cuerpo se impone a las medidas y cortapisas de la educación que trata de sanear un estado ruinoso y lastimero con una purificación ficticia; y el juego se inicia de nuevo, con la siguiente desventura; hay todo un largo momento en el que los acasos, los desastres, la esperanza son transportados a un nivel imaginario determinado por la culpa y la regeneración entre las cuales la persona sé mueve como una pelota voleada entre las manos de un mismo malabarista que la mantiene en el aire sin que llegue a tocar jamás la tierra. Eso es para mí lo más terrible: porque sin apercibirse de ello en aquellos días finales de la guerra, en la caja de la camioneta y en la habitación del albergue, había tocado el fondo de lo que se ha dado en llamar la existencia. Y entonces no había necesidad de palabras, ni de memoria ni —menos aún— de sentimientos: no había culpa ni falta ni moral, no podía haber pecado ni arrepentimiento ni moratoria. De haber algo engañoso era solamente un destino embustero que no quiso interrumpir el breve intervalo de nuestros amores con la presentación de aquella cuenta atroz que al término de los días nadie era capaz de abonar. Luego pasa y se ve con encono cómo la mujer, el hombre, la sinceridad han sido burlados porque así se le ha antojado a un destino irritante y necio cuya principal diversión no consiste en determinar la fatalidad sino solamente de ocultarla… Cuando ya no hay remedio, cuántas cosas se ven claras: cuando al cabo de los años se pregunta uno por el fundamento de aquella moral que abortó tantas cosas —que había de convertir en un paisaje en ruinas todos los impulsos de una conducta… ¿inmoral?, ¿indecente?, ¿inoportuna?— no puede dejarse de pensar hasta qué punto el individuo tiene más necesidad de justificarse ante sí mismo que ante el orden externo que siempre considera culpable. Aún recuerdo aquel pasillo de los escalofríos desde el dormitorio al cuarto de baño y la escalera, pintado de azulete, solado de baldosa e iluminado por una única bombilla encima del rellano del fondo, que tantas veces crucé aterrada y semidesnuda, temblando de frío, miedo y furor. Recuerdo que mientras él dormía —en pocos instantes caía en un sueño de niño que yo envidiaba y maldecía porque sentía celos de aquella oculta e insondable naturaleza tan ajena a mí, que con tanta rapidez y soltura sabía zafarse de los lazos del amor para recogerse en su dormir, de aquella respiración profunda, acompasada y extraña como el latido de un caballo o el rugido nocturno del mar— yo tenía a menudo que levantarme y cruzar aquel pasillo que permanecía toda la noche iluminado no tanto para delatarme como para dramatizar con su luminotecnia brutal los pasos del aprendiz por encima del abismo. No sé cómo sabía yo que allí, más que en la enorme cama paisana, tenía lugar mi prueba y que la consagración de mis votos, no la castidad de un cuerpo que ya había perdido todo deseo de virtud pero sí la sinceridad de una conducta que buscaba a ciegas la casta honestidad posvirginal de un infinitesimal sentimiento perdido entre una muchedumbre de pasiones y recelos contradictorios, había de depender de la soltura que debía demostrar para recorrer desnuda los doce metros de pasillo. Y cuando al volver cerraba de nuevo la puerta de nuestra habitación (la misma oscuridad que encerraba un cierto calor propio con el aroma de su carne, los pálidos brillos de las esferas y el reflejo del agua quieta de la palangana, aquella respiración, profunda, acompasada y poderosa que —al igual que el oleaje contra la costa— parecía chocar contra las arrugas de las sábanas) recibía la sensación de volver no a la erótica penumbra sino a la cálida morbidez del refugio materno, tras el corto viaje a través de las tinieblas susurrantes y hostiles. Yo tenía que llorar entonces, con la cabeza pegada a su pecho, y sorber mis propias lágrimas en aquella piel humedecida y sacudida por una respiración que hubiera querido ver detenida al solo contacto de mis párpados. Pero dormido aunque no podía odiarle sí empezaba a recelar y advertir que una parte de su condición estaría siempre alejada de mí y no porque me avergonzara el terrible papel que mi cuerpo ensayaba en su comedia, no porque un reticente amor propio replicara con el rencor al desdén de su público más querido, no por nada sino porque una conciencia sórdida, pusilánime y avisada, sentía que su amado, al amparo del sueño, al tiempo que se alejaba recobraba su independencia como ese contrabandista que de tiempo en tiempo ha de buscar refugio en las abruptas regiones sólo conocidas por los de su raza. Y la joven malcriada que, sin saber cómo, ha logrado romper las barreras impuestas por su casta para correr una aventura que atrae y horroriza a todos los gentiles, contempla por primera vez la línea real del horizonte más allá de la cual jamás verá nada por mucho que sea su atrevimiento: una piel envuelta en el olor de la suavidad y el sudor, una respiración solemne y lejana, perfilada en las tinieblas como la línea de la cordillera donde habita esa gente y esa raza maldita; nunca será capaz de llegar allí, de convertirse en una más entre ellos quizá porque el núcleo gentil que ha nacido con ella ha advertido que una gran parte de su pasión descansa sobre el horror de sí misma y que —si emprende el viaje— le acompañará también hasta aquellas regiones limítrofes; hasta las tierras de aquella raza asurcana adonde, tarde o temprano, volverá el amado cuando, más que la nostalgia de su tierra; afluyan a su pecho el odio y el desprecio a los gentiles. Fue un sinfín de días y noches tratando a todo trance de no abandonar aquella habitación; yo no sé si era otra manifestación del pudor; tras la primera vergüenza, que cambia de signo y se siente atraído hacia la corrupción (la temperatura del aliento y el olor de las sábanas) cuando el objeto de su defensa ha sido conquistado. Porque siempre tratará de defender algo y cuando la virtud sea vencida se volverá contra su antigua aliada para luchar por el vicio adquirido; y cuando éste se arruine se refugiará en el cansancio o la laxitud. No era solamente el ejercicio de aprendizaje en el pasillo de los escalofríos: el mismo aire de la mañana, el canto de los gallos y de los pucheros que hierven, el aroma de las sábanas limpias llegan a repugnar, se vuelven inmundos para aquel que ya no puede esperar una regeneración (no puedo hablar del temor al castigo porque nunca lo sentí). Pero me inclino a creer que con aquella reclusión trataba de no reflexionar para alejar de mí el espectro del día —así lo temía— que debería abandonarme; no quería, al menos, proporcionarle la excusa de una ausencia mía. Tal vez no; quizá era yo la que necesitaba las cuentas claras para comprobar la índole de un balance inequívoco, al final del ejercicio. Era yo quien ese día debía estar convencida de que no había un acaso por medio y que, las cuentas claras, lo último que habíamos hecho era jugar a escondernos del mañana. No existe el destino, es el carácter quien decide. Apenas encendí la luz ni abrí los postigos en dos semanas durante las cuales ni se orearon las sábanas ni se hicieron las camas ni se ordenaron aquellas ropas entre las cuales un cuerpo recién liberado, insinuante y jactancioso, se recreaba solitario en su gracia y en su doblez, como el caballo que un gitano pasea por la feria, para asombrar y ofender a una conciencia avara e incrédula que se resistía a considerarlo como propio a pesar de haber avanzado la cantidad estipulada. Y yo pensaba…, esa cantidad que el cuerpo —y solamente el cuerpo— ha sabido ganar, ¿no debía corresponderle exclusivamente a él?, ¿es que no se trata de un negocio limpio, puestas así las cosas?, ¿a qué vienen los quebrantos y beneficios de la moral? En las largas horas —el frío, las dimensiones de la cama, el jugueteo de aquel cuerpo desnudo y sin rienda, bajo las ropas desordenadas, era todo lo que me impedía poner un orden y una limpieza que me horrorizaban— que permanecía sola (tantas veces fue interrumpido nuestro sueño nupcial por unos golpes en la puerta, los pasos de las botas que resonaban en las baldosas, bajo el peso de las armas y los capotes húmedos) no hice sino tratar de explicarme, la complicada operación financiera en cuya lógica la conciencia en el fondo nunca creyó: cuál era el interés al capital moral desembolsado y cuál el beneficio y cuál la amortización de aquel cuerpo usado en una buena parte de su vida. Cómo podía yo saber entonces que toda la economía del amor se halla dominada por esa primera inversión cuyo resultado se traduce casi siempre en un quebranto definitivo e irreparable. Me parece que en nuestra lógica albergamos un tribunal secreto y artero que lo sabe y lo calla y que, informado por un conocimiento ancestral, acepta en su día la educación legada por las monjas para, sabedor del fraude que se avecina, cargar toda la responsabilidad a un cuerpo desnudo frente a un espejo obsceno. Y hasta es posible que todas las decepciones del instinto —que la naturaleza ha engendrado sólo con miras al éxito, ay, otra cosa sería si existiera en verdad una auténtica conciencia desgraciada— provengan de un foco clandestino que conoce de sobra y de antemano la futilidad del amor y contra la que el cuerpo se estrellará siempre. Hasta que su silueta por la madrugada volvía a recortarse en el marco iluminado por la luz del pasillo, un capote triangular y un pasamontañas de color nube enrollado en la frente: “¿Duermes aún?” “Oh, Dios, dormir… ¿cómo puede haber todavía quien lo crea?”.

Que ¿qué hice después? Ya te lo puedes imaginar. Nunca llegué a saber el tiempo que permanecí allí; a duras penas he sabido después lo que ocurrió en la guerra, por qué combatíais; qué razón os empujó a escapar. Ni el tiempo que permanecí sola después de que tú te fuiste, queriendo creer que se trataba de una separación más, análoga a las anteriores. No sé si me levanté de la cama porque bajo las mantas, tras los postigos cerrados, aquel cuerpo juvenil, endiosado y procaz se retorcía y apretaba a sí mismo para apartar de sí la idea del engaño, para inventar una congoja distinta e imaginaria y permanecer sorda a las revelaciones de una premonición cruel. Una mañana me apercibí de que había demasiado silencio a mí alrededor: la educación había adivinado que al fin se había presentado aquella soledad que tantas veces anunció y entonces el cuerpo se levantó de un salto, abandonó la cama, se colocó la primera prenda que encontró en la silla y corrió descalzo por el pasillo, en busca de la prueba con que desmentirla. Hacía sol pero era una mañana muy fría y los prados estaban todavía cubiertos por la escarcha, tras los matorrales; unas gallinas trataban de sacudirse el frío aleteando en la era y picoteando en el umbral soleado; pero ni en la casa ni en el camino ni en la orilla del arroyo se veía un alma. Tan sólo el puchero hervía en la cocina, a cuyo olor habían acudido dos o tres perros vagabundos que se perseguían y olfateaban y huían ante mi presencia, con el rabo entre las piernas. Entonces el cuerpo volvió a la habitación, cerró de nuevo los postigos, se despojó del vestido, se llevó a la nariz una camisa de dormir que había quedado allí y volvió a la cama, desnudo y decúbito, estrechando contra su cara y su pecho aquella prenda que aún conservaba entre sus pliegues el recio aroma de sus perdidos amores. No sé cuántos días —o si fueron solamente unas pocas horas— permaneció así, secando sus lágrimas en aquel despojo que a la postre ya no olía sino a su propia soledad; mordiendo el cuello ausente y estrujando las mangas vacías consumido por la fiebre mientras la conciencia, al contemplar las rayas de luz del techo, reconocía con espantosa lucidez que había perdido su primer combate y que, en lo sucesivo, era menester hacer uso de un método menos inocente y de una conducta más hipócrita para llevar a cabo la revancha. Un mediodía, al fin, entró Muerte en la habitación, con un cigarrillo de tabaco negro en una boquilla higiénica, cubierta con una bata negra estampada de grandes flores multicolores y una sonrisa benevolente que dejaba al descubierto un diente de oro. Me ofreció un cigarrillo, extrayendo del escote un paquete arrugado y medio vacío; tenía un pecho pálido, surcado de venas azules, y enorme, tan grande como para alimentar niños raquíticos. Le pregunté dónde estabas; yo creo que ya no era el cuerpo, que había renunciado al despojo maloliente, sino esa conciencia fiscal y verdugo que tras haber hecho pública su sentencia se permite edulcorar sus últimos momentos con una actitud caritativa y un gesto humanitario, destinado a la galería. Se sentó en el borde de la cama, se recogió la bata sobre las rodillas y me preguntó si me apetecía algo para el desayuno. Le dije que abriera los postigos y ella sonrió otra vez, enseñando de nuevo el colmillo de oro, mientras se recogía el escote y expulsaba hacia el techo el humo de la última bocanada. Cogió con dos dedos el despojo y lo tiró al suelo; me miró de arriba abajo, moviendo la cabeza contempló el estado de aquella habitación en la que no había entrado en las últimas semanas, me dio unas palmadas tranquilas a la altura de los tobillos y, después de aplastar la colilla contra el suelo de baldosa, pisándola con la zapatilla del pompón rojo, tras unas miradas discretas a través de las rendijas de los postigos, me dijo que iba a subir un poco de leche caliente y unas galletas para desayunarme.

»Aunque no lo creas puedo asegurarte que los reproches no empezaron entonces. Tardaron mucho —creo que debes comprenderlo—: será porque los reproches que no pueden manifestarse nacen muertos o porque tuvieron que esperar a una certeza mucho más amarga que aquella primera a la que “en vano a apagarla concurren tiempo y ausencia” cuando el ímpetu derrotado en aquella aventura comprende que en lo sucesivo ha de entregarse a la única persona que ha de serle fiel. Era una derrota lo bastante grave como para tratar de eludirla con una corte marcial y un reo en rebeldía, unos pronunciamientos favorables a mi entereza, a mi ánimo, a las virtudes de mi raza y a la fortaleza de mi educación. Me resisto a creer en la eficacia de tal sentencia: no trato una vez más de justificarme sino de hacer inteligible cómo las fuerzas de la facción vencida se niegan a colaborar con el nuevo gobierno y cómo la persona en lo sucesivo quedará dividida en dos sectores irreconciliables; un ansia que ya no tratará de legitimar sus aspiraciones sino de consumirlas en la clandestinidad y una educación, una compostura —llámese como se quiera— que, de fuerza o de grado, ha de renunciar para siempre al embargo de la pasión; un anhelo de poseer y un anhelo de entregar que ya nunca se conciliarán, en ninguna circunstancia, en ningún amigo. A partir de aquel momento comprendí que todo reproche que tratara de lanzarte se había de volver irremediablemente contra mi amor propio y que toda posible solución había de aceptar semejante escisión. Así que cuando Muerte quiso aclarar la situación la primera sorprendida fue ella. No tenía nada que consolar, ninguna frente que acariciar, ningún ánimo que elevar. No tenía sino que extender el certificado de mi mala conducta, el dinero que le pedí mientras me bebía la leche, mirándola por encima del borde del vaso. No sé por qué la llamábamos así y supongo que el sobrenombre también partió de ti. Cuando la conocí mejor adiviné que se trataba de la misma persona que desde mi infancia celaba por mi seguridad, en ausencia de mi madre: No había: en su naturaleza el menor ingrediente vicioso: no había más que rigor, avaricia y un poco de crueldad aunque —en verdad—; no puedo reprocharla nada: tuvo ciertas consideraciones para conmigo, me albergó en su casa y, al fin (era tanto el miedo que tenía) me prestó el dinero sin hablarme para nada de la fecha y la forma de pago. Era la primera venganza que yo saboreaba; al fin y al cabo no era yo sino la gente de orden, como ella, la que por imprudencia o ambición habían cometido el delito. Ahora tenían que pagar por su lenidad, lo mismo exige el chiquillo avisado del ama que lo ha descuidado unos instantes para hablar con un transeúnte. Y todo por culpa de mi padre, al que yo quise esperar allí para preguntarle: “¿Qué hiciste de mi fotografía?”. Es posible que un par de años atrás no se hubiera molestado en bajar al comercio vecino para hablar por teléfono con mi mentora pero bastaron veinticuatro horas y una orden de incorporación al frente para divorciarse del becerro en cuyo culto había intentado justificar durante mi niñez, su retiro y su cobardía. Todavía lo veo en aquellos días, haciendo la maleta: en el fondo ha plegado el uniforme recién desempolvado y en el último instante advierte que para cerrar la maleta es preciso renunciar a la fotografía: la mía, vestida de colegiala, porque la de mi madre… hace tiempo que voló. Creo que disfruté durante una hora contemplando aquel vaso de leche pura, de quieta leche inofensiva ofrecida en los prostíbulos a título regenerativo, como un arcaico vestigio de un rito precursor de las depredaciones nupciales, mientras mi alma muy lejos de allí —ausente por un momento del negocio que tanto le interesaba— olfateaba aún en las colchas rojas, en el aroma de loción que impregnó la almohada, en la viciosa penumbra y en los desordenados pliegues de las sábanas, los presagios de un nuevo estado para el que estaba descubriendo una evidente vocación. Que yo tenía esa vocación… tú, como siempre, lo dijiste el primero. Pero parece que la vocación es poca cosa si no surge un estímulo extraño, algo que además de revelar el atractivo hacia ese estado lo rodea de una gloria no parecida a ninguna otra. Habiéndose evaporado para siempre todo vestigio de heroísmo esa vocación por fuerza había de estar dominada por el desprecio. Sin duda que influyó mi padre al salir de viaje para incorporarse a su Cuartel General mientras el retrato de su hija ha quedado debajo de un armario. Así que decidí esperarle en aquella casa y a poder ser en aquella habitación y a `ser posible en aquella cama, entre aquellas sábanas, con el despojo maloliente apretado contra el pecho. Pero Muerte dijo que no; tenía demasiado oficio y mucho miedo: esas regentas de casas de tolerancia son, sobre todo, amigas del orden y respetuosas de la ley, todo su negocio se cifra en sus buenas relaciones con los agentes del poder. Y además no gustan de las bromas; y la mía era del peor gusto: un ultraje. Así que tuvo que pagar para no sufrirla. Porque, después de que tú te fuiste, ¿qué falta me hacían el pudor y el orgullo? No me quedaba sino un vestigio de ellos, cada día más débiles y sucios, como ese manojo de certificados ennegrecidos, arrugados, rotos y pegados con papel de goma que el cesante lleva siempre en el bolsillo para acreditar un estado anterior menos lamentable. Cuando un par de meses más tarde encontré a Tomé en la leñera de la casa ya no pude hacer nada, ni siquiera podía añadir nada al deseo de revancha y en cuanto a la piedad ¡qué poco tenía que hacer alrededor de su camastro! En otras circunstancias lo justo era que hubiera vuelto a mí porque yo era lo único que le podía curar de todos sus remordimientos… Exagero, sí. ¿Qué puedo hacer sino exagerar? ¿Qué me queda sino tratar de enaltecer el antiguo valor de una moneda tan tierna y rápidamente devaluada? En cuanto a Tomé, tú le conociste, quién mejor que tú puede saber cómo me equivoqué por segunda vez al tratar de aplicarle el mismo sambenito de la fatalidad. ¡Qué palabra! No podía comprender que yo me encerrara en ella; no quiso comprender otra cosa que una multitud de remordimientos que se llevó consigo a la tumba y que estoy segura de haber podido curar si hubiera querido apartarme de los términos de mi contrato. Quién mejor que tú puede saber respecto a qué cosas se sentía culpable, por qué se quedó en Región, por qué se calló y por qué se murió; por qué esa frágil, mudable y caleidoscópica voluntad puede surgir al azar ante el asombro de la conciencia, no para anticipar la dirección de sus pasos tanto como para disimular y ocultar la intención de un destino incongruente. Porque es el pasado el que reflexiona e ilumina, como esa lente de flintglass que sólo con una determinada orientación polariza la luz, para extraer de un presente desmemoriado y estupefacto toda una serie de propósitos rutinarios que en realidad carecen de figura temporal. Porque si el futuro es un engaño de la vista, el hoy es un sobrante de la voluntad, un saldo. Cuándo Muerte me dio el dinero —el gesto imperceptible que hizo girar el caleidoscopio— no se esfumó el pasado sino que cobró todo su valor: el cuerpo estaba recubierto de esa película de álcali rencoroso que en lo sucesivo atraerá, absorberá y descompondrá cualquier preparado de la voluntad. Te quiero decir que el dinero apenas añadió nada sino que formalizó un contrato que mi cuerpo y yo habíamos establecido en presencia tuya, días atrás. No quedaba sino avalarlo y para eso se prestó mi padre: vestido de uniforme y orlado de todas sus medallas, no tuvo necesidad de calarse las gafas para firmar aquella orden sumaria sobre una de esas mesitas morunas octogonales, sobre arcos de herradura, molduradas, taraceadas e incrustadas de huesos y piedras, que los militares no pueden dejar de tener cerca cuando se trata de resolver los asuntos de la patria.

»Me despedí de Muerte; ella fue la que quiso hacerlo, con toda la solemnidad necesaria para darle al acto el carácter definitivo. “Recuerda que no conoces esta casa”, me dijo. “¿Y el dinero?” “Es todo lo que tengo. Ahora tengo que empezar de nuevo.” “¿De nuevo?” “Vamos, vete ya, criatura.” “Nos volveremos a ver, ¿no es cierto? Cuando tenga el dinero.” “Sal de una vez, atente a lo que te he dicho.” “No quiero volver con mi padre.” “Criatura ¿no comprendes que está allí abajo?” “No quiero volver; cuando reúna el dinero…” “Ahora no te ha de ver nadie.” “Es posible que vuelva antes de lo que usted piensa.” “¿Quieres largarte de una vez, criatura?”, y me empujó fuera donde esperaba el carro.

»Me costó volver más de lo que yo esperaba. Por la cantidad de dinero que me dio y lo había tenido que sacar de no sé dónde comprendí el miedo que había pasado. Pero en cambio no esperé mucho para incrementarlo. Tú me enseñaste a no esperar y en ese aspecto el contrato era claro y tajante. Tú me dijiste —si no recuerdo mal— con la cabeza apoyada en el cristal temblón de la ventanilla y mirando hacia el frente de la cuneta (no por cansancio como en ocasiones te acordabas de aparentar sino para dar a entender que tampoco aquello te importaba mucho) que yo era quizá —de toda la gente de la zona republicana— la única persona que iba a ganar con la guerra. Pero yo no quería oírlo; me había despegado de tu hombro y no hacía sino mirar también la cuneta iluminada por los faros, con los ojos envueltos en una polvorienta mezcla de sueño, lágrimas y temor. Tú sabías que en tres días no había dejado de llorar y, sin embargo, no tuviste otras palabras de consuelo. No era crueldad ni tampoco una fórmula ociosa para endulzarme el próximo desenlace sino una simple y mera convicción. Tú habías dicho (después de fracasados tus propósitos de rendición) que la mejor razón para prolongar aquella guerra había que buscarla entre las compensaciones de la derrota. Que la guerra había que perderla, costase lo que costase, no ya para adquirir un convencimiento más firme en la maldad del adversario como para perder definitivamente toda confianza en la historia y en su porvenir. También me dijiste que el fruto de la victoria de mi padre y sus amigos lo podrían saborear aquellos que, como yo, sin haberlo buscado y sin tener culpa ninguna saldrían del conflicto sin confianza en sus padres, ni fe en su religión, ni ilusiones acerca del futuro. En aquella ocasión, como en tantas otras, cómo te equivocaste.»

***

Cuando llegaron a Región todos los arrabales estaban humeando y cuando cruzaron el puente sobre el Torce empezó a caer una lluvia muy fina. A los pocos días de conquistada la ciudad estalló un depósito de municiones que los republicanos habían ocultado en una bodega de las afueras. Un chico, vestido con unos grandes pantalones atados con una soga y una destrozada guerrera militar que le llegaba hasta las rodillas, les adelantó corriendo y gritando, impulsado por esa inconsciente determinación que le había de permitir atravesar los incendios, las alambradas, los puestos de control sin otro salvoconducto que sus cuerdas vocales. En cada esquina —como si cada calle constituyera una raya del pentagrama— su grito perdía un semitono para perderse al final, entre los desolados baldíos, en una nube rosácea de fuego, lluvia y humo de pólvora. Casi todas las puertas estaban cerradas y las fachadas de la calle Císter parecían bambolearse, bajo los soplidos de la lluvia y el humo, como el telón de carácter tétrico que ha descendido sobre el escenario tras el último y augural calderón. Las calles se hallaban sucias y desiertas; antes de que llegara la noche un incendio se produjo en la barriada del río que, detenido o reducido por la lluvia, iluminó el horizonte con una quieta, opalina e iridiscente claridad que sólo parecía alterada por el grito de aquel chico; por la rotura del silencio provocada por la carrera dé un sonido sin control, en una emulsión de lluvia, incendio y tinieblas. Cuando se hizo la noche sonaron algunos disparos: disparos cercanos y sin sentido que cuando encontraban una pared dejaban en el aire un eco menudo y seco, un chisporroteo de flatulentas explosiones como si, allá en el arrabal, la lluvia cayera sobre una plancha de hierro al rojo. Se cortó la luz eléctrica, casi todos los cristales de las ventanas estallaron en sus marcos. A medianoche el cielo comenzó a abrirse y el resplandor del incendio se reflejó en unas nubes bajas, con tintes morados y anaranjados. El carro se detuvo en una esquina, próxima a la casa. El paisano apenas se movió: la cabeza hundida y cubierta con un sombrero de fieltro negro, enmarcada entre las orejas de la mula, que al cabo de los años es traída de nuevo por la memoria para recordar lo que fue la guerra: una caballería inmóvil, con las orejas enhiestas, negras sobre el resplandor del incendio y una cabeza de paisano tan quieta como si meditara, entre las pancartas rotas y los cadáveres de los perros, acerca del paso del tiempo. El portal estaba entreabierto y el zaguán encharcado pero al final de la escalera, por encima del brillo de los casquillos, parpadeaba una línea de luz de carburo. La cocina estaba encendida y el mismo puchero que hervía en la montaña hervía de nuevo allí, sin aroma ni ruido. Las mismas camisas de niño y los mismos delantales de dos años atrás colgaban de una cuerda, encima del hogar, puestos a secar. Una voz de edad, femenina y pausada, hablaba detrás de una puerta cerrada al tiempo que el sonido de la bola de cristal que corría una vez más por el pasillo en sombras, saltando en las juntas de la tarima hasta golpear el zócalo, parecía ironizar sobre la futilidad de aquella guerra, sobre la fugacidad de tantos meses que habían bastado para completar un ciclo de desastres y muertes pero no habían sido suficientes para apartar al niño del juego de la bola. Estaba delgada, muy delgada y encanecida, con la tez tostada por el hambre. Con la puerta entreabierta se secaba las manos en el delantal, con el mismo gesto con que la vio partir —tiempo atrás— conducida por dos hombres armados:

—Hija mía, ¿de dónde sales tú a estas horas? —le preguntó con el acento sorprendido, alterado y regañón de quien no ha hecho otra cosa que cuidar niños—. Aún se oía en las afueras —figuraciones de una noche en la que no entraba el miedo porque no había nada que esperar de ella— el grito de aquel chico harapiento que corría por los descampados, más sonoro y pertinaz que la caída de la lluvia o el zumbido del incendio. Casi toda la casa estaba a oscuras, los muebles cubiertos con lienzos blancos. Sólo la cocina, al fondo del corredor, estaba iluminada y —del otro lado de la puerta, con la nariz pegada al cristal— el niño la observaba boquiabierto, con la expresión supina e indiferente de aquellos ojos agrandados por los lentes. Entonces volvieron a sonar —por primera vez en varios años las horas en el reloj del vestíbulo; era un sonido macabro, quizá la señal convenida para que fueran retirados los forros de los muebles; sólo en aquel momento comprendió que la guerra había terminado.