—¿Cuánto sacaste? —me pregunta a quemarropa Alma Rossi, nada más entrar a mi casa.

Se ha bañado, se ha vestido con ropa mía que le queda holgada (unos blue jeans gastados de cuando era flaco, una camiseta blanca, una chaqueta de cuero negro, unas zapatillas que antes usaba para correr y que ahora no uso porque ya no corro y porque no me quedan: no es que me haya crecido el pie, es que me pongo tres pares de medias porque se me mete el frío por los pies, una idea que mi madre, que en paz descanse, me metió en la cabeza cuando era niño, su único hijo, un hijo mimado y consentido al que ella le ponía las medias y le limpiaba el culo después de cagar; así me quería mi madre, ella era feliz limpiándome el culo una y otra vez, y yo pensaba que eso era lo normal, que tu mamá te limpiara el culo después de cagar) y luce intranquila, agitada, como si estuviera a punto de salir.

—¿Te vas? —le pregunto, sin responder su pregunta.

—¿Adónde me voy a ir, tonto? —dice ella, y camina hacia mí, me da un beso en los labios, mira el maletín y el sobre amarillo y pregunta:

—¿Cuánto hay?

—Dos millones —respondo secamente.

—Déjame verlos —dice ella.

Sabía que le gustaba el dinero, pero no que la hipnotizaba de este modo: se sienta, abre el sobre, abre el maletín, saca los fajos de billetes que huelen a nuevos, a recién impresos, y empieza a contarlos mientras una luz (la codicia, la ambición, la esperanza de que saldrá de este callejón sin salida) ilumina su rostro sin maquillaje y me recuerda el poder de su belleza.

—Si tengo que irme, ¿qué carro me aconsejas? —me pregunta, tras meter todos los fajos en el maletín.

Tengo tres autos: el más viejo es la camioneta Land Cruiser, el más moderno es el Audi A6 y el que más quiero es un Jaguar antiguo, de colección, uno de los pocos que hay en Lima.

—El Audi, sin duda —le digo—. Está nuevo, no tiene ni diez mil kilómetros y corre como un avión.

—¿Me das las llaves, por favor? —me pregunta, con una voz que uno supondría de una persona tímida, asustadiza, una voz por lo tanto impostada, una voz falsa que me inquieta: algo está tramando, y está claro que solo puede estar tramando escapar de mi casa, escapar sola, claro está, lo único que no tengo claro es si habiéndome matado antes o dejándome para que muera en esta casa sucia y oscura que seguramente ya le repugna.

—¿Tienes planes de irte? —le pregunto a mi vez, mirándola a los ojos.

No me desvía la mirada, me sostiene la mirada con altivez y un punto de superioridad: nunca me tuvo miedo y ahora no es tiempo para cambiar.

—No —me dice—. Para nada. Mi plan es quedarme contigo hasta que te mueras. Pero quiero tener todo listo para irme.

—¿Por qué tanto apuro? —le pregunto.

—Porque te puedes morir esta noche, huevón —dice ella, como si eso fuera lo que quisiera.

—Tú también —le digo—. Todos podemos morirnos esta noche.

—No, no —dice ella—. Yo no tengo cáncer. Yo no me voy a morir esta noche, a menos que tú me mates. Pero tú tienes cáncer y te vas a morir en cualquier momento, y cuando te mueras quiero tener todo listo para salir manejando rumbo a Chile, ¿entiendes?

Todo lo que dice suena razonable, pero lo dice de un modo tan frío, calculador y exento de ternura o cariño, que dudo de que seriamente quiera quedarse conmigo, pase lo que pase, venga o no la policía, vaya o no a la casa de Marta Balboa, hasta que el cáncer me quite la poca vida que me queda.

—¿Dónde están las llaves del Audi? —me pregunta.

—No tiene llaves —le digo.

Me mira como si estuviera tomándole el pelo.

—No tiene llaves —repito—. Tiene un sensor que cuando está contigo pone en marcha el auto.

Solo tienes que tener el sensor y apretar el botón que está donde usualmente uno mete la llave.

—Muy interesante —dice ella—. ¿Y dónde carajo está el puto sensor?

Está claro que Alma Rossi, a pesar de que tiene dos millones de dólares en un maletín, no está desbordada de cariño por mí. Cuando habla así es porque me está odiando un poco o porque se está odiando un poco, o ambas cosas a la vez.

—El puto sensor está dentro del auto, en el asiento del copiloto —digo.

—¿Cómo sabes? —pregunta ella.

—Porque siempre lo dejo allí —respondo.

—Vamos —dice, y no sé adónde vamos, pero la sigo, bajo las escaleras, entramos en la cochera, enciendo la luz.

—¿Vamos a salir? —le pregunto, dispuesto a hacer lo que me diga; quizás lo que le apetece es escapar conmigo y con el dinero, y no estaría nada mal morir así, fugándome rumbo a Chile con Alma Rossi, durmiendo con ella en hoteles de mala muerte a la vera del camino.

—No —me dice ella, devolviéndome a la realidad—. Enséñame a prender el Audi.

—Claro, encantado.

Ella abre la puerta, se sienta en el lugar del piloto y ve un pequeño artefacto metálico a su lado, sobre el asiento.

—Déjalo allí —le digo—. O mételo en tu bolsillo. Lo agarra y lo pone en el bolsillo de su casaca de cuero, de mi casaca de cuero.

—¿Y ahora? —me pregunta.

—Aprietas el botón y se prende el Audi, y manejas mil kilómetros por la autopista hacia el sur y al cruzar la frontera y entrar a Chile ya no eres Alma Rossi, eres una mujer nueva con una vida nueva. ¿No suena fascinante?

—No —dice ella, y aprieta el botón, enciende el motor, acelera un par de veces, prende las luces, las apaga, y luego me pregunta—: ¿Y cómo lo apago?

—Aprietas el botón nuevamente o aprietas el botón del sensor —le digo.

Lo apaga sin dificultad, baja, abre la puerta trasera, deja el maletín escondido tras el asiento del piloto y dice:

—Vamos para que llames a la puta de Marta Balboa.

—¿Estás apurada por algo? —le pregunto.

Me mira como si todavía me quisiera un poco:

—No —dice—. Pero quedamos en que es mejor si la llamas hoy, ¿no?

—Sí, claro —asiento sumisamente.

Sentados en mi escritorio, escucho de nuevo el mensaje que dejó grabado Marta Balboa, apunto el número de su celular y, antes de marcarlo, le pregunto a Alma:

—¿Te sientes cómoda en mi ropa?

—Muy.

—Te ves linda.

—Me puse tus calzoncillos.

—¿Y tu vestido negro y tus zapatos?

—Los metí en una bolsa de basura y los escondí en un rincón de tu clóset. No me pondré nunca más esa ropa. Desde ahora me vestiré con tu ropa.

—Fantástico —le digo, y empiezo a marcar los números del celular de Marta Balboa.

Luego miro a Alma Rossi y siento un cosquilleo en la entrepierna, el anuncio de una erección.

—¿Te quedan bien mis calzoncillos? —le pregunto.

Marta Balboa contesta:

—¿Aló? —dice, con voz chillona.

Alma Rossi se desabotona los blue jeans, los deja caer y muestra lo bien que le quedan mis calzoncillos.

—¿Marta? —le digo—. Soy Javier. Javier Garcés.

Alma Rossi se da vuelta y me muestra el culo y se sujeta con las manos el calzoncillo para que no se le caiga, y ahora lo aprieta, levantándolo para marcar sus nalgas, unas nalgas en las que tantas veces he terminado, haciéndome una paja, con ella diciéndome muévelas, levántame el culito.

—Javier, querido, qué alegría oír tu voz! —dice Marta Balboa, y no parece estar para nada afligida o contrariada porque hace pocos días mataron al ladrón de su esposo—. ¡Gracias por llamarme, no sabes cuánto necesitaba hablar contigo!

Alma Rossi me quita el teléfono, aprieta el botón del altavoz (ella tiene que controlarlo todo) y luego me devuelve el auricular.

—Soy todo tuyo, Marta, querida —digo, pero al decirlo miro a Alma como diciéndole soy todo tuyo, Alma, querida—. Ante todo, mis más sentidas condolencias.

—Gracias, gracias, no sabes lo deshecha que estoy —dice ella, simulando una tristeza que con seguridad no nubla sus más bajos instintos ni su ambición depredadora.

—¿Cómo puedo ayudarte, Marta? —le pregunto.

Alma Rossi se pone de rodillas y empieza a acariciarme entre las piernas y siente mi erección y sonríe y me sabe suyo, todo suyo, todo suyo el poco tiempo que me quede por vivir.

—¿Has sabido algo de la Rossi? —me pregunta Marta Balboa, y Alma deja de acariciarme y se queda inmóvil, y siento que mi erección decae y un escalofrío me sacude.

—No —le digo—. Sé por los periódicos que mató a Jorge —hablo con aplomo, porque esa perra trepadora no me hará caer en su celada—. Pero tú sabes que la Rossi se portó muy mal conmigo y que no la veo hace años.

Marta Balboa permanece en silencio, tal vez preguntándose si debe creerme o no.

—No me sorprende lo que le hizo al pobre Jorge —sigo—. Esa Rossi es una hija de puta.

—Una hija de puta, una asesina —se desahoga Marta Balboa—. Yo siempre le dije a Jorge que la despidiera, que esa concha de su madre era mala, que lo iba a traicionar, que solo quería su dinero.

Como tú, Manita, pienso. Exactamente como tú.

—Tengo una idea, Marta, querida —le digo, tratando de evitar que me cite en su casa, que entre en confianza conmigo.

—¿Sabes dónde puede estar la concha de su madre esa? —me interrumpe ella, y parece por su voz pastosa que estuviera borracha o sedada por las pastillas.

—Déjame llamar a dos o tres contactos que tengo por ahí —le digo, haciéndome el misterioso.

—¿Contactos? —pregunta ella.

—Amigas de la Rossi —le miento—. Ellas pueden saber dónde está escondida.

—¡Genial! —grita Marta Balboa—. ¡Eres un genio, Javier! Si encuentras a la Rossi, me llamas y vamos juntos a buscarla, porque yo quiero matarla.

—¿En serio? —le digo, haciéndome el sorprendido.

—Sí —dice ella, y no hay la sombra de una vacilación en su voz rencorosa, vengativa—. Si la encuentras, ¡yo le voy a meter seis balazos por la chucha a esa puta asesina! ¡Seis balazos! ¡Por la chucha!

Alma me mira arrodillada y sonríe, y yo sonrío con ella.

—¿Tienes una pistola, Marta, o quieres que te consiga una? —le pregunto.

—Tengo la que Jorgito guardaba en la caja fuerte —dice ella.

—Magnífico —le digo—. Dame un par de días y voy a moverme muy discretamente, voy a visitar a sus amigas de sorpresa y si descubro dónde se esconde la zorra esa, te llamo.

—¡Genial, genial! —grita Marta Balboa—. Porque los cholos de la policía son más brutos que una pared, Javier. No puedo confiar en la policía. Ellos nunca la van a encontrar. Y mira que les he roto la mano y todo.

—Dame un par de días y te llamo —le digo—. Ojalá tengamos suerte. Porque si no la matas tú, la mato yo.

—¿En serio? —se sorprende ella.

—Sí —le confirmo—. Esa hija de puta merece morir por lo que le hizo a Jorge y por todo el daño que me hizo a mí.

—¡Maldita, maldita! —vocifera Marta Balboa—. ¡Le voy a meter seis balazos por la chucha!

—Y si no se los metes tú, se los meto yo.

—Te quiero mucho, Javier. Sabía que podía confiar en ti.

—Yo también te quiero. Cuenta conmigo incondicionalmente.

—¿Me llamas entonces?

—Te llamo apenas sepa algo. Un beso.

—Cuando quieras ven a…

No dejo que termine la frase: cuelgo. No quiero que me invite. Si me invita, tendría que ir. Si voy, tendría que tomarme unos tragos con ella. Si me tomo unos tragos con ella y está en celo y necesita pinga y me mueve el culo, sería una cuestión de honor tener que culeármela bien culeada y acabarle en la cara para que así la vea desde el cielo o el infierno o dondequiera que se halle el miserable de Echeverría; sería como matarlo dos veces, y por eso he cortado, porque es grande la tentación de ir a la casa de Marta Balboa y montármela, pero sé que Alma Rossi no me lo perdonaría.

—Buen trabajo —me dice Alma, y vuelve a acariciarme ahí abajo.

—¿Vamos a la cama?

—No. No todavía.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero que hagas exactamente lo que te voy a decir —me indica, sin dejar de acariciarme: de nuevo está ella en control.

—Dime.

—Quiero que vayas a la clínica.

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo.

—¿Para qué?

—Para que te tomen unas placas del cerebro y te digan exactamente cuánto ha avanzado el tumor y cuánto te queda de vida.

La miro, sorprendido.

—¿Qué diferencia hay entre morir en un mes o en dos?

—No sé. Solo sé que quiero que vayas a la clínica, que te miren de nuevo la cabeza, que regreses con las placas y que me digas cuándo te vas a morir, Javier.

—No creo que puedan decírmelo con exactitud —le digo, irritado: lo que me molesta no es su interés por mi salud, sino su desinterés por subir a la cama conmigo, ahora que, enfermo y jodido como estoy, había despertado el deseo en mí, ahora que fantaseaba con sacarle mis calzoncillos y lamer su clítoris por una vez en la vida, aunque me ruegue que no lo haga, aunque le dé vergüenza su vagina, aunque tenga que amarrarla a la cama para que por una vez sea yo y no ella quien mueva la lengua para darle placer al otro.

—Yo sí creo —insiste ella, sin dejar de acariciarme—. Anda a la clínica ahora mismo y regresa con las placas y el diagnóstico. Quiero saber si te vas a morir en una semana o en medio año.

—¿Y si me dicen que me voy a morir en medio año? —le pregunto.

Deja de acariciarme, se pone de pie, sigue con los pantalones caídos y mis calzoncillos a la vista y sonríe, coqueta:

—No sé —dice—. Vamos improvisando. Pero te aviso que medio año no me quedo acá ni cagando. Si te queda medio año, nos vamos juntos a Chile, huevas.

—¿Y si me dicen que me queda una semana? —pregunto, y trato de bajarle el calzoncillo, pero ella no se deja, retira mi mano, se aparta de mí.

—Una semana sí me quedo —dice ella—. Un mes también. Pero seis meses no creo.

Curiosa manera de quererme, pienso.

—¿No era que me ibas a acompañar hasta que me muera?

—Depende.

—¿Depende de qué?

—Depende de cuándo te mueras —dice ella, y luego me besa en los labios, en las mejillas, en la frente, en la cabeza, y siento que en esos besos hay amor, o cuando menos amistad, compasión.

—Anda a la clínica y no te demores.

—¿Y si no está Martínez?

—¿Quién es Martínez?

—Mi doctor. El que me dijo que me quedaban seis meses.

—Si no está Martínez, que te revise otro doctor, cualquiera, el que esté de turno, el de emergencias —se impacienta ella, y está resuelta a que vaya a la clínica: no podré evitarlo—. Pero vas ahora mismo y regresas con las placas y me dices cuánto tiempo te dieron de vida.

—Hubiera preferido que te quedaras conmigo sin importarte cuánto tenga de vida —le digo, tratando de darle pena. Pero no lo consigo, porque ella dice:

—Yo hubiera preferido que me dejaras tomar el té esa tarde en el Country.

Me levanto y le digo:

—Iré caminando, la clínica queda a pocas cuadras.

—Perfecto —dice ella—. No te demores.

Luego viene a mí, me abraza y me besa como no me había besado hacía tiempo. Y siento, besándola, que es mía, que se quedará conmigo, que me ama, que no se irá en ningún caso, que me obliga a ir a la clínica porque disfruta dándome órdenes y viendo cómo las cumplo sin protestar.

—Ya regreso —le digo, y me voy reconfortado por la certeza de que me ama.

—No regreses sin las placas —me advierte ella—. Haz lo que tengas que hacer, pero quiero que miren bien el tumor y te confirmen si lo que te dijo ese tal Miranda…

—Martínez.

—… ese tal Martínez es cierto.

—Nos vemos —le digo.

—¿Dónde está la pistola? —me pregunta, cuando me dispongo a salir.

—En el cajón del escritorio —le digo.

Alma Rossi abre el cajón, mira la pistola, la saca, sonríe con malicia o con amor, no lo sé, y me apunta y dice:

—No sé por qué te quiero, Javier Garcés.

Luego baja la pistola.

—Yo sí sé por qué te quiero —le digo.

—¿Por qué me quieres? —pregunta ella, mirándome con amor, o al menos con ternura, mirándome como me miraba cuando yo suponía que se quedaría siempre conmigo.

—Porque nadie me la chupa como tú —le digo.

Alma Rossi suelta una risa auténtica y yo sonrío porque nada me contenta más que escucharla reír así, y luego salgo de la casa y me dirijo hacia la clínica Americana. Ojalá que esté el doctor Martínez, pienso, y veo el reloj: son las cinco y media de la tarde y ya comienza a oscurecer y una capa de niebla de lánguidos matices rosados desciende sobre la ciudad, una ciudad que a esta hora, la hora del crepúsculo, parece una fantasmagoría, un gigantesco cementerio de muertos vivientes.