En la agencia del Banco de Crédito de la calle Dasso, el gerente me conoce, es mi amigo, sabe quién soy, me trata con respeto y aprecio. Es un hombre joven, cuidadosamente vestido y peinado, con la ambición dibujada en el rostro, y sabe que respetar las reglas del banco es mejor negocio que burlarlas no por ética o por pureza moral, sino por una simple relación costo-beneficio. Le explico que necesito un millón de dólares en efectivo. Se sorprende, frunce el ceño.

—Es una emergencia —le digo—. Por favor, no me haga preguntas. Necesito el dinero cuanto antes. Es una cuestión de vida o muerte.

El tipo comprende la gravedad de la situación y, sin embargo, se permite ceder a su curiosidad:

—Un secuestro, me imagino.

—Sí, por desgracia —le digo—. Pero, por favor, no diga una palabra. Si se entera la policía, todo se joderá. ¿Cuento con su discreción?

—Absolutamente —dice el gerente.

Luego se pone de pie:

—Voy a la bóveda de seguridad. Regreso en un momento. ¿Billetes de cien, no?

—Sí, por favor —le digo, y le alcanzo un maletín negro, deportivo—. Para ser discretos, meta el dinero allí, por favor.

El gerente sabe que debe atenderme sin hacer más preguntas ni solicitar permisos ni autorizaciones de nadie. Sabe que soy un cliente solvente. Probablemente ha leído alguno de mis libros, sabe que soy conocido fuera del Perú. Pero, sobre todo, sabe (y esto es lo más importante) que el hermano de mi padre, mi tío Guillermo, un hombre mayor al que no veo desde hace muchos años, es uno de los accionistas minoritarios del banco, pero dueño al fin y al cabo, con asiento en el directorio que preside el legendario Felipe Sarmiento, dueño del banco y amigo de mi tío. No me sorprende, por eso, que el gerente regrese en menos de diez minutos con el maletín bastante más pesado que cuando se lo entregué, me haga firmar un par de papeles para formalizar la transacción y se abstenga de preguntarme quién es el secuestrado o dónde pagaré el rescate.

—Gracias —le digo.

—A usted, señor Garcés —me dice, ceremonioso, levemente servil—. Siempre es un gusto atenderlo.

—Le diré a mi tío Guillermo y a don Felipe que es usted un excelente funcionario y que merece una promoción —le miento, y el untuoso empleado se infla como un pavo real y cae en el embuste y ya se imagina que, gracias al servicio que me ha prestado, llamaré a mi tío Guillermo (al que no veo desde la muerte de mi padre) y le diré que lo premien.

—¡Muchas gracias! —se emociona, y me estrecha la mano. Luego me mira como si hubieran secuestrado a su hija (es un actor este pigmeo adulón) y me dice:

—Suerte en ese asunto, señor Garcés.

—Gracias —le digo.

—Cuente conmigo incondicionalmente —me insiste.

—Gracias, gracias —le respondo, y salgo caminando del banco con aire distraído y displicente, como si en ese maletín no llevara un millón de dólares, sino plátanos, granadillas, uvas y chirimoyas, mis frutas preferidas, las frutas que acerca a mi casa, dos veces por semana, un señor empujando una carretilla.

Luego cruzo la calle y me dirijo a la agencia del Banco Continental, apenas a una cuadra o menos, pasando la esquina de Maúrtua y la de Tudela y Varela.

El gerente del Continental también me conoce perfectamente y suele ser tan amable conmigo que a veces ya me incomoda. Su amabilidad, sospecho, no se debe a que yo sea un hombre con algo de dinero ni a que sea un escritor más o menos exitoso, se debe a que a todas luces ese gerente ventrudo, calvo, con anteojos, las comisuras de los labios siempre húmedas, como si hubiera tomado algo o chupado algo o como si tuviera ganas de chupar algo, tiene que ser (apostaría toda la plata que tengo en ese banco) un homosexual en el clóset, o al menos en el clóset mientras cumple sus tareas de gerente, para las que finge ser muy varonil, pero cuando está conmigo se relaja, se abandona, se permite cierta afectación o amaneramiento y no sé si le gusto pero siento que me coquetea, me mira con intención, el tono de su voz está lastrado por cierto deseo culposo, como si tuviese ganas de darme el dinero que le he pedido y además chupármela en la bóveda: paso, no gracias, nadie me la chupa mejor que Alma Rossi, y este gordo ampuloso y de voz chillona no me resulta tan atractivo.

—¿Un millón en efectivo me ha dicho? —me pregunta, bajando la voz, acercando su cara mofletuda, sus labios mamones, haciéndose el escandalizado.

—Sí, un millón, amigo.

El gerente obeso y amanerado arquea las cejas y me mira con estupor histriónico y se queda en silencio, como esperando a que le diga por qué necesito tanta plata en efectivo, pero no le voy a dar el gusto, me quedo en silencio, y él me mira y yo lo miro como si le hubiera pedido que me dé apenas cien dólares y luego lo apuro:

—Cuanto antes, por favor.

Como era de suponer, el gerente teatral es incapaz de frenar su curiosidad y, apoyándose sobre el escritorio (detrás del cual exhibe la foto de una mujer incluso más adiposa que él: puede que sea su esposa, o que sea su hermana o su prima o una amiga y que él diga que es su esposa para quedar bien con los otros empleados del banco que sospechan de su andar de cabaretera, de su voz cantarina y de su boca soplapollas), acercándose a mí, susurra:

—¿Estamos en problemas, don Javiercito?

El gerente afectado siempre me llama así, Javiercito o don Javiercito. No me molesta el diminutivo; lo que me irrita es que haga preguntas entrometidas, que sea un gordo chismoso y no un empleado serio y servicial, como el que me atendió en la agencia del Banco de Crédito.

—No, no, Huguito —le digo con una sonrisa, dándole dos palmadas en el brazo rollizo—. Está todo bien.

—¿Seguro? —insiste, bajando la voz, sacándose los anteojos, mostrándome su cara de sapo—. Mire que si necesita más, le puedo dar más, don Javiercito. Ya sabe que usted es mi cliente favorito; en este banco nadie es más importante que usted, Javiercito.

Ya comienza a molestarme su cháchara melosa y sus Javiercitos de los cojones. Tráeme la plata y cállate, gordo mamón, pienso, pero lo miro con fingido afecto y le digo, sin saber por qué me he rebajado a hacerle esa confesión que no merecía, que no debía compartir con él:

—El problema es que estoy enfermo —le digo—. Me han dado seis meses de vida.

El gerente se lleva las manos a la boca para cubrirse los labios voluptuosos y abre mucho los ojos, como si fuera a desmayarse o a vomitar.

—Necesito la plata en mi casa porque no voy a poder salir a caminar por la enfermedad —le digo.

De pronto el gerente rompe a llorar, viene hacia mí y, al ver que desea abrazarme, me levanto y me dejo abrazar por ese hombre de carnes flácidas y voz atiplada, y siento su panza, sus glándulas mamarias, sus mofletes mal afeitados, apretándose de un modo indecoroso contra mí, al tiempo que me dice sollozando:

—No hay justicia en esta vida —y luego, mirándome a los ojos—: Y ahora, ¿qué me voy a hacer sin mi don Javiercito?

—Gracias, gracias —le digo, palmoteando su espalda (la camisa impregnada de sudor, su aliento rancio a café, unos lagrimones cayendo por sus cachetes de foca, lágrimas que él seca con un pañuelo tieso de tantos mocos viejos). Le ruego que se dé prisa, Huguito. No me siento bien, debo regresar a casa.

—Oh, sí, enseguida le traigo lo suyo —dice el gerente, secándose las lágrimas, aliviándose la nariz en el pañuelo, emitiendo un sonido que se parece al de una ventosidad chillona.

Luego se aleja caminando como una vedette jubilada, moviendo los glúteos como si supiera que estoy mirándolos, y baja las escaleras y desciende hacia la bóveda.

Miro la fotografía de esa gorda colosal en traje de esquí, probablemente en Bariloche, o en Las Leñas, o en Valle Nevado, o en Portillo, y me pregunto si esa gorda será su esposa, su hermana, su amiga, si esa gorda estará viva o muerta, si sobrevivió al descenso por la montaña nevada o cayó y se convirtió en una bola de nieve, en un alud, y esa foto es un homenaje a su memoria, a esa vida que quedó sepultada en las nieves chilenas o argentinas. Miro la fotografía y pienso: Esa gorda, esté viva o muerta, es la gorda que el gerente Huguito quisiera ser, y por eso la ama tanto, porque es la proyección de sus fantasías más escondidas, y seguro por eso se casó con ella, no porque la amara o la deseara, sino porque quería tener al lado a la gorda coqueta, putona y parlanchina que él hubiera querido ser.

—Aquí le dejo lo suyo, don Javiercito —me dice, sacándome de mis conjeturas sobre la gorda de la foto.

Me entrega un sobre amarillo, bien doblado, sujeto con ligas de plástico.

—Si quiere, lo cuenta —me dice, y pone su mano sobre mi espalda.

—No, Huguito, no hace falta —contesto levantándome, evitando preguntarle quién es esa mujer en traje de esquí que aparece en la foto—. Yo confío en usted plenamente —digo luego, y ya sé que lo peor está por venir:

—Y yo a usted, Javiercito, lo estimo y lo respeto plenamente, plenamente —dice el gerente sobreactuando, lacrimógeno, y me abraza de nuevo y llora como una viuda desconsolada, como si yo estuviera ya muerto y él fuese mi esposa en la capilla ardiente, y me deja una mucosidad nasal en el hombro, sobre mi saco negro de cachemira, y lo odio por eso, porque ha manchado con mocos mi saco negro de cachemira, pero me contengo y le digo:

—Hasta pronto, Huguito.

El gerente, desolado, me mira como si quisiera morirse conmigo, y me despide:

—Hasta siempre, don Javiercito.

Salgo del banco, camino deprisa, entro en la tintorería, me despojo del saco negro de cachemira, retiro mi billetera y mis caramelos de menta y mi pasaporte, y se lo dejo a la señorita para un servicio ultrarrápido que limpie la mancha verdosa que dejó caer de su nariz el gerente amanerado, y luego me dirijo, con un maletín en una mano y el sobre amarillo en la otra, hacia la calle Vanderghen, donde supongo que Alma Rossi me espera impaciente, menos por cariño a mí que por cariño al dinero que llevo conmigo: a ella siempre le gustó la plata, y por eso se enredó conmigo y luego me traicionó con Echeverría, y por eso ahora me ha mandado a sacar este dinero como si yo fuera su mensajero, su sirviente, su esclavo, todo lo cual en efecto soy, y a mucha honra.