Capítulo 6

A mi regreso de Rusia me recibió un neblinoso otoño inglés, y fui directo a Cambridge. El tiempo en los pantanos era sombrío y húmedo; una fina llovizna caía sobre la ciudad[27] como ráfagas de cinchas plateadas. Mis habitaciones de paredes blancas ofrecían un reprobatorio aspecto de confinamiento, que parecía rechazarme, como si supieran dónde había estado y de lo que había sido capaz. Siempre me ha gustado esa época del año, con su estimulante sensación de promesas de renovación, mucho más factibles que las falsas alarmas de la primavera, pero en aquellos momentos el invierno en perspectiva me parecía de pronto desalentador. Había terminado ya mi largo ensayo sobre los dibujos de Poussin del Palacio de Windsor y no se me ocultaba el hecho de que era malo, aburrido. A menudo me pregunto si mi decisión de dedicar mi vida a la investigación —suponiendo que decisión sea la palabra adecuada— fue el resultado de una innata pobreza espiritual, o si la falta de vitalidad, que a veces sospecho que es la única característica verdaderamente distintiva de mis trabajos de investigación, era una consecuencia inevitable de esa decisión. Lo que quiero decir es que me pregunto si la búsqueda de la precisión y lo que yo llamo el verdadero conocimiento de las cosas no habrán apagado en mí el fuego de la pasión. ¡El fuego de la pasión!: parece la voz de un romántico engreído.

Supongo que es eso lo que quería decir cuando, al principio de conocernos, Miss Vandeleur me preguntó por qué me convertí en espía y le contesté, sin pararme a pensar, que, fundamentalmente, fue un impulso frívolo: una huida del aburrimiento y una búsqueda de diversión. La vida de acción, una acción irresponsable, ofuscadora, era lo que siempre había anhelado. Sin embargo, no había logrado precisar lo que, para mí, podía constituir la acción hasta que apareció Felix Hartmann y resolvió por mí la cuestión.

—Considéralo —me dijo afablemente— otra forma de trabajo académico. Estás capacitado para la investigación; pues bien, investiga para nosotros.

Estábamos en The Fox de Roundleigh. Había venido en coche desde Londres por la tarde y me recogió a la puerta de mi residencia. No le invité a subir a mis habitaciones por una combinación de timidez y desconfianza… Es decir, desconfianza en mí mismo. El pequeño mundo del que me había rodeado —mis libros, mis fotos, mi acuarela de Bonington, mi Muerte de Séneca— era una delicado constructo y temía no poder soportar el examen de Felix sin perjuicio. Para mi sorpresa, su coche era un modelo de lujo, bajo y de líneas elegantes, con ruedas radiadas y faros inquietantemente grandes, por encima de cuyas mordazas cromadas se deslizaban, según nos acercábamos, nuestros reflejos curvados entre manchas de gotas de lluvia. En el asiento trasero se amontonaban abrigos de visón, de finas pieles resplandecientes y de alguna manera siniestras; parecía como si hubiesen arrojado allí una enorme bestia parda, muerta y exangüe, un yak, o yeti, o comoquiera que se llame. Hartmann me vio mirarlos y suspiró sepulcralmente conforme decía: «Negocios». El asiento deportivo me rodeaba como un abrazo muscular. Quedaba en él un resto de fragancia de un perfume fresco, femenino; la vida amorosa de Hartmann era tan furtiva como su espionaje. Conducía por las calles salpicadas por la lluvia deslizándose sobre los adoquines a una velocidad constante de cuarenta millas por hora —que era terriblemente rápida para aquellos tiempos—, y casi atropelló a uno de mis alumnos graduados que cruzaba la carretera frente a Peterhouse. Fuera de la ciudad los campos se iban sumiendo en el empapado crepúsculo. De pronto, mientras miraba la lluvia que caía en el exterior y las sombras crepusculares que descendían a ambos lados de nuestros penetrantes faros reforzados, me invadió una oleada de nostalgia que me inundó de tristeza; solo duró un segundo, y se dispersó tan rápidamente como se había formado. Cuando, a la mañana siguiente, llegó un telegrama diciendo que mi padre había sufrido su primer ataque el día anterior, me pregunté, estremecido, si lo que había sentido no habría sido, de alguna manera, una intuición de su angustia, si fue en el preciso instante en que él sufría el ataque cuando yo, viajando por aquella carretera mojada, pensé en Irlanda y en mi casa y mi corazón, a su manera, también tuvo un ataque, aunque no tan intenso. (¡Qué incorregiblemente solipsista soy!)

Aquel día Hartmann estaba de un humor extraño, una especie de euforia colérica, atribulada —después, cuando empezó a hablarse tanto de drogas, me pregunté si no habría sido adicto a alguna de ellas—, y tenía avidez por conocer los pormenores de mi peregrinación a Rusia. Procuré parecer entusiasta, pero podía deducir que le estaba decepcionando. Mientras yo hablaba, se mostraba cada vez más inquieto, jugueteaba con la palanca de cambio y tamborileaba con los dedos en el volante. Llegamos a un cruce de carreteras y paró el coche de golpe, se bajó, echó a correr por enmedio de la carretera y se puso a mirar en todas direcciones, como si buscara desesperadamente una ruta de escape, moviendo los labios y con los puños en los bolsillos del abrigo, que ondeaba por efecto de la espectral lluvia plateada. A causa de su pierna mala se escoró un poco, de modo que pareció que se inclinaba de costado para evitar el fuerte viento. Esperé con inquietud, sin saber exactamente qué hacer. Cuando regresó, permaneció sentado un buen rato mirando a través del parabrisas, de pronto demacrado y con aspecto deprimido. Una tracería de gotas de lluvia tan finas como el encaje cubría con delicadeza los hombros de su abrigo. Podía oler la lana mojada. Empezó a hablar de manera atropellada de los riesgos que asumía y las presiones a que era sometido, y varias veces se detuvo bruscamente y suspiró con enojo sin dejar de mirar la lluvia. No era propio de él.

—No puedo confiar en nadie —murmuró—. En nadie.

—No creo que debas temer a ninguno de nosotros —dije con suavidad—, Boy, Alastair, Leo… o yo.

Siguió mirando fijamente la oscuridad cada vez más profunda como si no me hubiera oído, y luego se revolvió.

—¿Qué? No, no, no me refería a ti. Me refería —gesticuló— a los de allá —pensé en el hombre del abrigo de cuero y en su conductor anónimo y recordé, con un escalofrío no del todo explicable, la mota de crema de afeitar en el lóbulo de la oreja de aquel. Hartmann soltó una breve carcajada que pareció una tos—. Quizás debería desertar —dijo—, ¿qué opinas?

No parecía del todo una broma.

Seguimos luego nuestro camino hasta Roundleigh y aparcamos en la plaza del pueblo. Era ya de noche, y debajo de los árboles las farolas resplandecían bajo la fina lluvia como raudales de grandes apéndices de semillas. En aquellos días The Fox —me pregunto si aún existe— era un edificio alto, torcido, que parecía sostenerse de milagro, con un bar y un asador y, en el piso de arriba, habitaciones en las que se alojaban de vez en cuando viajantes de comercio y parejas clandestinas. Los techos, manchados por siglos de humo de tabaco, eran de un delicado tono marrón amarillento de madreselva. Había peces en vitrinas de cristal colgadas de la pared, y un cachorro de zorro disecado dentro de una campana de cristal. Hartmann —pude darme cuenta— lo encontraba irresistiblemente encantador; tenía debilidad por el kitsch inglés; todos ellos la tenían. El tabernero, Noakes, era una bestia enorme de brazos carnosos, anchas patillas y una frente surcada de arrugas como un campo mal arado; me recordaba a un púgil de la época de la Regencia, uno de aquellos boxeadores que disputaron unos cuantos asaltos con Lord Byron. Tenía una mujer violenta, fisgona, que le regañaba en público y a la que, según decían, pegaba en privado. Utilizamos aquel sitio durante varios años, exactamente hasta la guerra, para nuestras reuniones y como punto de contacto e incluso, de vez en cuando, para entrevistas con personal de la embajada o agentes de visita, aunque cada vez que nos reuníamos allí Noakes se comportaba como si nunca nos hubiera visto antes. Sospecho, por la forma sardónica en que nos observaba desde detrás de su fila de grifos para servir la cerveza de barril, que creía que éramos lo que la prensa habría llamado un corro de homosexuales; un caso de clarividencia, en cierto modo, fuera de lugar.

—Pero dime qué es lo que esperan que haga —le dije a Hartmann, cuando nos hubimos instalado con nuestras medias pintas de cerveza en dos bancos de respaldo alto situados uno frente al otro a cada lado del fuego de coque. (Coque: otra cosa que ha desaparecido; si lo intento, todavía puedo oler el humo y sentir su picor ácido en la parte posterior de mi paladar.)

—¿Hacer? —dijo él, adoptando una expresión maliciosa, divertida; su anterior humor violento se había apaciguado y otra vez era afable—. No tienes que hacer nada, en realidad.

Bebió un trago de cerveza y lamió con fruición la espuma del borde de su labio superior. Llevaba su engominado pelo negro azulado peinado hacia atrás, lo que le daba el aspecto insolente y habilidoso de un ave de presa. Llevaba chanclos de goma encima de sus elegantes zapatos de bailarín. Se decía que usaba redecilla para dormir.

—Para nosotros lo valioso de ti es que estás dentro del meollo del establishment inglés…

—¿De veras?

—… y con la información que tú y Boy Bannister y los demás nos proporcionéis podremos hacernos una idea de las bases sobre las cuales se asienta el poder en este país —le encantaban esas exposiciones, las declaraciones de intenciones y objetivos, las homilías sobre estrategia; cada espía es en parte sacerdote, en parte pedante—. Es lo mismo que… ¿cómo se llama…?

—¿Un rompecabezas?

—¡Sí! —frunció el ceño—. ¿Cómo sabías a qué me estaba refiriendo?

—Oh, era solo una suposición.

Bebí un sorbo de mi cerveza; cuando estaba con los camaradas solo bebía cerveza… por solidaridad de clase y todo eso; era tan malo como Alastair, a mi manera. Un diablo rojo con cuernos, un ser en miniatura, pero con todos los detalles claramente visibles, estaba radiante y me sonreía desde el palpitante fondo de mi pasión.

—De modo que —dije yo— voy a ser una especie de cronista social, ¿no es cierto? La respuesta del Kremlin a William Hickey.

Al oír mencionar al Kremlin retrocedió y echó un vistazo a la barra, donde Noakes sacaba brillo a una copa y silbaba en silencio volviendo hacia un lado sus grandes labios arrugados.

—Por favor —susurró Hartmann—, ¿quién es William Hickey[28]?

—Una broma —dije en tono cansino—, solo una broma… Hubiera preferido que me pidieran que hiciese algo más que transmitir cotilleos oídos en los cócteles. ¿Dónde está mi libro de claves, mi píldora de cianuro? Lo siento… es otra broma.

Frunció el ceño y empezó a decir algo, pero se lo pensó mejor y en su lugar me dirigió su sonrisa más cínicamente atractiva y se encogió de hombros con su exagerada indiferencia europea.

—Todo tiene que ir muy despacio —dijo— en este extraño oficio nuestro. Una vez, en Viena, me encargaron que vigilara a un hombre durante un año, ¡todo un año! Luego resultó que se habían equivocado de persona. Así que ya lo ves.

Me reí, cosa que no debiera haber hecho, y me miró con reproche. Luego se puso a hablar muy en serio de cómo la aristocracia inglesa estaba infestada de simpatizantes fascistas, y me pasó una lista con los nombres de un grupo de personas en las que Moscú estaba particularmente interesado. Eché un vistazo a la lista y evité no reírme de nuevo.

—Felix —le dije—, estas personas no son importantes. Son solo reaccionarios corrientes, chiflados, oradores de sobremesa de banquete.

Se encogió de hombros, sin decir nada, y apartó la mirada. Sentí que se abatía sobre mí una depresión que me era familiar. El espionaje se parece, en cierta manera, a los sueños. En el mundo del espía, como en los sueños, el terreno que se pisa es siempre incierto. Pisas un terreno que parece sólido y cede bajo tu pie y comienzas una especie de caída libre, girando lentamente sobre ti y agarrándote a cosas que a su vez caen. Esa inestabilidad, esa inmensidad que el mundo asume, es a la vez lo que atrae y lo que asusta de ser espía. Atrae, porque en medio de tal incertidumbre nunca te exigen que seas tú mismo; hagas lo que hagas, siempre hay otro tú alternativo que permanece a un lado sin ser visto, observando, evaluando, recordando. Ese es el poder secreto del espía, distinto del poder que manda a los ejércitos en las batallas; es puramente personal; es el poder de ser y no ser, de distanciarse de uno mismo, de ser uno mismo y a la vez otro. El problema es que, si yo era siempre dos versiones, al menos, de mí mismo, todos los demás deberían asimismo desdoblarse de igual manera atroz y peligrosa. Y, por consiguiente, por muy ridículo que pudiera parecer, no era imposible que las personas de la lista de Felix no fueran únicamente las damas de la alta sociedad amigas de recibir en sus salones y los pelmazos que predicaban una moral y unas ideas que no practicaban a los que creía conocer, sino una eficiente organización de fascistas que no se detenían ante nada y estaban dispuestos a arrebatar el poder al gobierno electo y hacer regresar de su exilio a un rey que abdicó para instalarlo en un trono cubierto con la esvástica. Y ahí radica la fascinación, y el miedo… no tanto a las intrigas y pactos y chanchullos entre facciones realistas (nunca pude tomarme en serio al Duque o a esa horrible mujer llamada Simpson), sino a la posibilidad de que nada, absolutamente nada, sea lo que parece.

—Escucha, Felix —dije—, ¿me estás proponiendo en serio que emplee mi tiempo en asistir a cenas y fines de semana en casas de campo para poder informarte de lo que oiga por casualidad que Fruity Metcalfe le dice a Nancy Astor[29] acerca de la industria armamentista alemana? ¿Tienes idea de cómo son las conversaciones en tales circunstancias?

Examinó su vaso de cerveza. Un reflejo del fuego le atravesaba la mandíbula como una brillante cicatriz de color rosa oscuro. Aquella noche sus ojos tenían una apariencia claramente eslava; me pregunto si a él los míos le parecerían irlandeses.

—No, no sé cómo son esas ocasiones —dijo con frialdad—. Es poco probable que inviten a un comerciante en pieles del East End de Londres a los fines de semana en Cliveden.

—Es Clivden —dije distraídamente—. Se pronuncia Clivden.

—Gracias.

Nos bebimos en silencio lo que quedaba de nuestras cervezas calientes, yo irritado y Hartmann molesto. Habían entrado algunos parroquianos, que se sentaron sin orden ni concierto en la penumbra rojiza, y entre los vapores del coque se insinuaba su húmedo olor ovino. Los murmullos en las tabernas inglesas al anochecer, tan lánguidos y tediosos, tan circunspectos, siempre me han deprimido. No es que frecuente demasiado las tabernas hoy en día. A veces añoro la hilaridad destartalada de los pubs de mi infancia. Cuando era un muchacho en Carrickdrum, a menudo me aventuraba de noche en el barrio irlandés, medio acre de chozas levantadas a la buena de Dios detrás del paseo marítimo, donde vivían los católicos pobres en lo que me parecía una eufórica miseria. Había un pub en cada callejón, establecimientos reducidos de una sola habitación cuyos escaparates estaban pintados de marrón, formando una especie de encaje, hasta casi llegar a la parte superior, donde una franja de luz mantecosa, espesa de humo, alegre, furtiva, tentadora, brillaba imprecisamente en la oscuridad. Me acercaba con sigilo al Murphy’s Lounge o al Maloney’s Select Bar y me quedaba ante la puerta cerrada con el corazón en un puño —era sabido que si los católicos atrapaban a un niño protestante, lo hacían desaparecer y lo enterraban vivo en una tumba poco profunda en las colinas que rodeaban la ciudad—, y escuchaba el estrépito del interior, las risas, los juramentos proferidos a gritos y los irregulares fragmentos de canciones, mientras encima de mí una luna llena colgaba de su invisible horca y cubría los adoquines del callejón con una sugestiva mancha de estaño sin brillo. Aquellos pubs me recordaban los galeones azotados por el viento, aguantando a la capa en medio de la noche, cabeceándose con júbilo sedicioso, con la tripulación borracha, el capitán encadenado, y yo, el intrépido grumete, dispuesto a lanzarme en medio de los alborotadores y coger la llave del armario de los mosquetes. ¡Ah, qué románticos son esos mundos prohibidos y brutales!

—Dime, Victor —dijo Hartmann, y por la forma velada, arrastrando las consonantes, con que pronunció mi nombre («Vikk-torr…»), intuí que estaba a punto de entrar en el terreno de lo personal—, ¿por qué haces esto?

Suspiré. Imaginaba que, tarde o temprano, me lo preguntaría.

—Oh, el sistema está podrido —dije alegremente—. Ya sabes: salarios bajos para los mineros, niños con raquitismo… Ahora déjame que te invite a un whisky; esta cerveza es tan insípida…

Puso su jarra al débil contraluz y la contempló con gesto adusto.

—Sí —dijo, con un lastimero temblor de voz—. Pero me recuerda mi casa.

¡Dios mío, casi podía oír el tañido de una cítara fantasmal! Cuando traje el whisky, lo miró con recelo, bebió un sorbo y puso mala cara; sin duda, habría preferido aguardiente de ciruelas, o lo que soliesen beber en las lluviosas noches otoñales a orillas del lago Balatón. Bebió de nuevo, esta vez un buen trago, y se acurrucó bien, con los codos contra las costillas y las piernas enroscadas a modo de sacacorchos, con un pie metido por detrás del tobillo, igual que un gatillo amartillado. A los espías internacionales les encantan las charlas íntimas.

—Y —le dije yo—, ¿por qué lo haces?

—Inglaterra no es mi país…

—Ni el mío.

Se encogió de hombros, malhumorado.

—Pero es tu hogar —me dijo, con un persistente movimiento de mandíbula—. Es donde vives, donde están tus amigos. Cambridge, Londres… —hizo un amplio gesto con su vaso, y la medida de whisky se inclinó, reflejándose en sus profundidades un fuego sulfuroso, como de piedra preciosa—. Tu hogar.

Otro fantasmal deslizamiento de cuerdas. Suspiré.

—¿Sientes nostalgia? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Yo no tengo hogar.

—No —le dije—, supongo que no. ¿Debería pensar que eso hace que te sientas completamente… libre?

Se reclinó en el banco, y su rostro se sumió en la oscuridad.

—Boy Bannister nos pasa la información que obtiene de su padre —dijo.

—¿De su padre? El padre de Boy murió.

—Entonces se trata de su padrastro.

—Jubilado, ¿verdad?

—Todavía tiene contactos en el Almirantazgo —hizo una pausa—. ¿Harías tú… —dijo con voz entrecortada—, harías tú lo mismo?

—¿Traicionar a mi padre? Dudo de que los secretos del obispado de Down y Dromore sean de gran interés para nuestros jefes.

—Pero ¿lo harías?

La parte superior de su torso estaba envuelta en sombras, de modo que lo único que podía ver eran sus piernas enroscadas y una mano apoyada en el muslo con un cigarrillo sujeto entre los dedos pulgar y corazón. Tomó un sorbo de whisky, y el borde del vaso tintineó en sus dientes ligeramente.

—Por supuesto que lo haría —dije—, si fuese necesario. ¿Tú no?

Cuando abandonamos el pub había dejado de llover. La noche era ventosa y destemplada, y el viento parecía haber ahuecado la inmensa y húmeda oscuridad. Las empapadas hojas de los sicomoros se movían torpemente por la carretera como sapos heridos. Hartmann se subió el cuello del abrigo y tiritó.

—¡Uf, qué tiempo!

Iba de regreso a Londres, para coger el coche-cama con dirección a París. Le gustaban los trenes. Le imaginaba en el Tren Azul[30] con un revólver en la mano y una chica en la litera. Nuestros pasos chapoteaban en la acera, y mientras caminábamos de un farol a otro nuestras sombras corrían a juntarse y luego se desplomaban de espaldas detrás de nosotros.

—Felix —dije—, sabes que no soy un aventurero; no debes esperar de mí heroicidades.

Llegamos al coche. Un árbol que se inclinaba sobre él sufrió una aparatosa sacudida y me cayó encima una salpicadura fortuita de gotas de lluvia, que tamborileó en el ala de mi sombrero. De pronto vi la carretera comarcal a Carrickdrum, y recordé que, cuando era niño, caminé por ella con mi padre una noche húmeda de noviembre muy similar a aquella: la luz empañada de las escasas farolas de gas, las ramas inferiores de los sombríos árboles que se agitaban con aparente angustia y el súbito, inexplicable ardor interior que me hacía querer aullar con frenético pesar, suspirando por algo indecible, que debía de ser el futuro, supongo.

—Bueno, el hecho es que hay algo que queremos que hagas —dijo Hartmann.

Estábamos de pie, cada uno a un lado del coche, mirándonos de frente a través del resplandeciente techo.

—¿De veras?

—Queremos que te conviertas en agente del Servicio de Información Militar.

Otra ráfaga de viento, otra salpicadura de gotas de lluvia.

—Oh, Felix —le dije—, ¿no hablarás en serio?

Entró en el coche y cerró la puerta de golpe. Durante algunas millas condujo muy rápido, en silencio, enfadado, tirando de la palanca de cambio como si tratara de sacar algo de las entrañas del coche.

—De acuerdo, dime entonces —le dije por fin— qué debo hacer para entrar en el servicio secreto.

—Habla con la gente de tu college. El catedrático Hope-White, por ejemplo. El físico Crowther.

—¿Crowther? —dije—. ¿Crowther es espía? ¡No es posible! ¿Y Hope-White? ¡Por el amor de Dios! Es especialista en filología románica. Escribe poemas líricos sobre jovencitos en dialecto provenzal.

Hartmann se encogió de hombros, pero sonrió; le gustaba sorprender. Al resplandor de las luces del salpicadero su rostro presentaba una palidez verdosa, de calavera. Un zorro se nos cruzó en la carretera y abrió los ojos de par en par, sorprendido malévolamente por los faros, antes de bajar la cola y escabullirse a paso lento por el oscuro arcén. Me acordé de un conejo que saltó de un seto y dejó boquiabiertos a dos jóvenes que subían por la carretera de la colina.

—Lo siento, Felix —dije mirando a la noche que, afuera, irremediablemente, se nos echaba encima por el parabrisas—, pero no puedo imaginarme pasando mis días descifrando cálculos aproximados acerca del material móvil de los alemanes, en compañía de antiguos prefectos de Eton y oficiales retirados del ejército de la India. Tengo cosas mejores que hacer. Soy un erudito.

Volvió a encogerse de hombros.

—De acuerdo —me dijo.

Era increíble, y pronto iba a familiarizarme con ella, la manera que tenían de probar algo para luego abandonarlo en cuanto encontraban la más mínima resistencia. Recuerdo el día, durante la guerra, en que Oleg vino corriendo en Poland Street, fuera de sí por haber descubierto que Boy y yo compartíamos allí habitaciones («Los agentes no pueden vivir juntos, ¡eso es imposible!»); luego se quedó a beber con Boy, cogió una tremenda y llorona borrachera típica de eslavo y se dejó caer pesadamente en el sofá del cuarto de estar para pasar la noche.

—Un nuevo agente de enlace llegará pronto.

Me volví hacia él, sorprendido.

—¿Y tú?

Siguió mirando fijamente la carretera.

—Parece que han empezado a sospechar de mí —dijo.

—¿Sospechar de ti? ¿De qué sospechan?

Se encogió de hombros.

—De todo —dijo—. De nada. Al final llegan a sospechar de todos.

Pensé un momento.

—Ya sabes —dije— que no habría aceptado trabajar para ellos si hubieran enviado a un ruso.

Asintió con la cabeza.

—Este será ruso —dijo en tono grave.

Nos callamos ambos. Frente a nosotros, en la oscuridad del cielo, un grupo de bajas, tripudas nubes negras como la escoria reflejaban las luces de Cambridge.

—No —dije en aquel momento—, no lo haré. Tendrás que decirles que no lo haré. Trataré con ellos a través de ti, o no hay trato.

Se rio melancólicamente.

—¿Decírselo? —dijo—. ¡Ay, Victor, no los conoces! Créeme, no los conoces.

—No obstante, debes decírselo: solo trabajaré contigo.

He olvidado el nombre del ruso. Skryne se negó siempre a creerme, pero es cierto. Su nombre en clave era Josif, lo que me parecía peligrosamente obvio (la primera vez que nos pusimos en contacto le pregunté si podía llamarle Joe, pero no le hizo ninguna gracia). Es una de las muchas personas de mi pasado de las que no me importa hablar en exceso; el pensar en él me refresca la conciencia como una corriente de aire la espalda de un enfermo con fiebre. Era un hombre pequeño y de rostro anguloso, anodino aunque obstinado, que me recordaba extrañamente a un profesor de latín, de lengua afilada y excelente imitador, sobre todo, del acento de Irlanda del Norte, el cual me hizo la vida imposible en mi primer año en Marlborough. Por insistencia de Josif, nuestros encuentros tuvieron lugar en varios pubs de los más respetables suburbios de Londres, uno diferente cada vez. Creo que, en el fondo, le gustaban aquellos espantosos establecimientos; supongo que, lo mismo que a Felix Hartmann, le parecían típicas manifestaciones de una Inglaterra idealizada, con sus medallones de latón, sus dianas para dardos y sus propietarios rubicundos y encorbatados, todos los cuales me parecían de esa clase de tipos alegres que muy bien podían tener a su mujer en un baño de ácido en el piso superior. La creencia en esa mítica versión de John Bull[31] era una de las pocas cosas que durante los años treinta tenían en común las clases dirigentes rusas y alemanas y sus lacayos. Josif se vanagloriaba de lo que él imaginaba su habilidad para hacerse pasar por un inglés nativo. Llevaba prendas de tweed, zapatos marrones y jerséis grises sin mangas, y fumaba cigarrillos Capstan. El efecto que producía era el de una imitación, diligentemente fraguada, aunque del todo inexacta, de un ser humano, como si desde otro planeta hubiesen enviado de avanzadilla un destacamento de exploración para mezclarse con los terrícolas y transmitir, a su regreso, sus datos más esenciales. Pensándolo bien eso es, realmente, lo que era. Su acento resultaba risible, aunque imaginaba que era perfecto.

Para nuestro primer encuentro fui convocado una fría y resplandeciente tarde de principios de diciembre a un pub de Putney, junto a un parque. Llegué tarde y Josif estaba furioso. En cuanto se identificó —solapado saludo con la cabeza, sonrisa forzada, sin apretón de manos— quise saber por qué no estaba allí Hartmann.

—Ahora tiene otras obligaciones.

—¿Qué clase de obligaciones?

Se encogió de hombros. Estaba de pie en la barra junto a mí, con un vaso de limonada efervescente en la mano.

—En la embajada —dijo—. Informes. Avisos.

—¿Está ahora en la embajada?

—Le han llevado allí. Para protegerlo; la policía empezaba a investigarlo.

—¿Qué ha sido de su negocio de pieles?

Meneó la cabeza, molesto, fingiendo impaciencia.

—¿Negocio de pieles? ¿Qué es eso de un negocio de pieles? No sé nada de eso.

—Oh, no importa.

Quería que fuéramos a «una mesa tranquila en el rincón» —el local estaba vacío—, pero no cedí. Aunque no me gusta, pedí vodka, solo para verle rechistar.

Na zdrovye! —dije, y me bebí mi copa al estilo ruso, recordando a los hermanos Heidegger. Los pequeños ojos brillantes de Josif se habían reducido a sendas rajas—. Le dije a Felix que solo trabajaría con él.

Lanzó una mirada severa en dirección al barman.

—Ya no está en Cambridge, John —dijo—. No puede elegir a sus colegas.

Se abrió la puerta y entró un viejo harapiento con un perro, precedido por una pálida mancha de luz de sol invernal.

—¿Cómo me ha llamado? —dije—. Mi nombre no es John.

—Para nosotros sí. Para nuestras reuniones.

—Tonterías. No voy a permitir que me impongan ningún ridículo nombre en clave. No podría recordarlo. Me llamaría por teléfono y le contestaría: «No hay aquí ningún John», y colgaría. Es imposible. ¡John! ¡Vamos, hombre!

Suspiró. Comprendí que le había decepcionado. Sin duda, esperaba pasar un rato agradable en compañía de un caballero británico, universitario, tímido y cortés, que daba la casualidad de que tenía acceso a los secretos del Laboratorio Cavendish y se los pasaría con encantadora distracción, a modo de improvisadas clases particulares. Pedí otro vodka y me lo bebí de un trago; al parecer, me subió directamente en lugar de bajar, la cabeza me empezó a dar vueltas y, por un momento, tuve la sensación de estar levitando a una pulgada del suelo. El viejo gordo con el perro se sentó a una mesa en un rincón y empezó a toser de mala manera, haciendo un ruido parecido al de una bomba de succión en funcionamiento; mientras tanto, el perro nos observaba a Josif y a mí, con la cabeza ladeada y balanceando el pabellón de una oreja, como ese terrier del sello discográfico. Josif se encorvó bajo la mirada alerta del animal y, pasándose una mano por la parte inferior de la cara, en lo que los actores llaman montar en cólera poco a poco, dijo algo incomprensible.

—No puedo oírle si me habla así —le dije.

En un arrebato de ira, inmediatamente reprimido, me agarró del brazo —confieso que me asusté, no solo por lo sorprendente de su acción, sino también por la terrible fuerza de su mano al agarrarme— y acercó su cara a la mía, mirando por encima de mi espalda y girando la boca hacia mi oreja.

—Los síndicos —susurró, y un escupitajo me alcanzó en la mejilla.

—¿Los qué?

Me reí. Estaba ya un poco achispado, y todo había empezado a parecerme a la vez jocoso y un poco desesperante. Josif me explicó con un acalorado susurro, entre tics, contracciones nerviosas y silbidos, como un corista contándole un chiste verde al chico de al lado, que Moscú deseaba obtener una transcripción de las deliberaciones de los síndicos de Cambridge; al parecer, estaban convencidos de que ese venerable cuerpo era una especie de sindicato clandestino de los personajes más importantes y poderosos de nuestra más poderosa e importante universidad, un cruce entre la masonería y los ancianos de Sión.

—¡Por el amor de Dios —dije—, no son más que un comité del Consejo de la universidad!

Levantó una ceja de forma ominosa.

—Exactamente.

—Se encargan de los asuntos de la universidad. Las facturas del carnicero. Que no falte vino en la bodega. Es lo único que hacen.

Meneó la cabeza despacio de un lado a otro, apretó los labios y dejó caer los párpados lentamente. No se la daría con queso. Oxbridge[32] dirigía el país, y los síndicos dirigían la mitad de Oxbridge: ¿cómo no iba a ser fascinante para nuestros amos de Moscú una relación completa de sus actividades? Suspiré. No era un comienzo propicio para mi carrera de agente secreto. Queda por escribir un estudio acerca de la influencia en la historia de Europa en nuestro siglo de la incapacidad de los enemigos de Inglaterra para entender a esta perversa, obstinada, astuta y absurda nación. En la década y media siguiente gasté la mayor parte de mi tiempo y mis energías tratando de enseñar a Moscú, y a personas como Josif, a distinguir entre la forma y el contenido de la vida inglesa (suponiendo que un irlandés sepa la diferencia). Sus malentendidos casi eran simpáticos. Cuando en Moscú se enteraron de que visitaba con regularidad el Palacio de Windsor, era amigo de Su Majestad y a menudo era invitado a quedarme por las tardes, después del almuerzo, a jugar con su esposa —¡la cual era, además, pariente lejana mía!— a diversos juegos de sobremesa, estaban todos fuera de sí, convencidos de que uno de sus hombres se había introducido en el centro mismo del poder en este país. Acostumbrados al zarismo, tanto del viejo como del nuevo estilo, no podían comprender que nuestro soberano con cetro no gobierna, sino que es una especie de padre de la nación, y ni por un momento se le puede tomar en serio. Al final de la guerra, cuando el partido laborista llegó al poder, sospecho que Moscú creía que solo sería cuestión de tiempo que la familia real, incluyendo a las princesitas, fuera conducida al sótano de Palacio y llevada al paredón. A Attlee[33], por supuesto, no podían entenderlo, y su desconcierto no hizo más que aumentar cuando les indiqué que su política era más deudora de Morris y Mill (Oleg quiso saber si pertenecían al gobierno) que de Marx. Cuando los conservadores regresaron al poder, supusieron que la elección había sido amañada, incapaces de creer que la clase obrera, después de todo lo que habían aprendido en la guerra, votase libremente por la vuelta a un gobierno de derechas («Mi querido Oleg, no hay un conservador más tenaz que el obrero inglés»). A Boy le enfurecía y deprimía esa falta de comprensión; yo, sin embargo, sentía lástima por los camaradas. Como ellos, procedía también de una raza extremista e instintiva. Sin duda, por eso Leo Rothenstein y yo nos llevábamos mejor con ellos que los ingleses genuinos como Boy y Alastair: compartíamos el innato, sombrío romanticismo de nuestras dos razas tan distintas, el legado de la expatriación y, sobre todo, la viva esperanza de una venganza final, que, cuando se llevaba al terreno de la política, podía hacerse pasar por optimismo.

Mientras tanto, Josif está todavía de pie frente a mí, como el muñeco de un ventrílocuo, con los puños de la camisa demasiado largos y sus músculos faciales que parecen moverse con alambres, atento y confiado como el perro de aquel viejo, y como estoy harto de él, y deprimido, y siento haber permitido que Hartmann me persuadiera de compartir mi suerte con gente como esta persona absurda, inaguantable, le digo que sí, que conseguiré una copia de las actas de la próxima reunión de los síndicos, si realmente es lo que quiere, y él asiente con una rápida, pequeña y formal inclinación de cabeza, esa clase de reverencia con la que más tarde tanto me iba a familiarizar, gracias a los presumidos majaderos de los cuarteles generales y los centros secretos de instrucción, cuando llegaba allí procedente del Departamento para entregar alguna información secreta completamente inútil. Hoy día todos los comentaristas, todos los sabihondos, subestiman en libros y periódicos el elemento aventurero del mundo del espionaje. Dado que los verdaderos secretos son traicionados, que los torturadores existen, que los hombres mueren —Josif iba a acabar, como tantos otros servidores de poca importancia del sistema, con una bala del NKVD[34] en la nuca—, imaginan que los espías son, hasta cierto punto, irresponsables e inhumanamente malignos, como los demonios menores que cumplen las órdenes del gran Satanás, cuando, en realidad, a lo que más nos parecemos es a esos tipos valerosos, aunque traviesos y siempre listos de los cuentos escolares, los Bob, Dick y Jim, que son buenos en el críquet y hacen inofensivas aunque ingeniosas travesuras, y al final descubren que el director es un criminal internacional, mientras que al mismo tiempo empollan a escondidas lo suficiente para salir primeros en los exámenes y ganar becas y de ese modo ahorrar a sus simpáticos y pobres padres la carga de tener que pagar para enviarlos a una de Nuestras Grandes Universidades. Así es, de todos modos, como nos veíamos nosotros, aunque, desde luego, no lo habríamos expresado en esos términos. Nos considerábamos buenos, eso es lo importante. Es difícil hacer revivir ahora el ambiente embriagador de aquellos días previos a la guerra en que el mundo se iba a ir al infierno en medio de repiques de campanas y estridente sonido de sirenas, y de todos nuestros compañeros solo nosotros sabíamos exactamente cuál era nuestra misión. Oh, me doy perfecta cuenta de que los jóvenes se iban a España a combatir, y formaban sindicatos, y elevaban peticiones, etcétera, pero ese tipo de cosas, aunque necesarias, eran meramente provisionales; en secreto, considerábamos a esos pobres tipos apasionados poco más que carne de cañón, o bienhechores entrometidos. Lo que nosotros teníamos, y a ellos les faltaba, era la necesaria perspectiva histórica; mientras los brigadistas internacionales manifestaban a voz en grito la necesidad de parar a Franco, nosotros estábamos ya planeando la transición para después de la derrota de Hitler, cuando, con un suave empujón de Moscú, y nuestro, los regímenes de Europa Occidental, estragados por la guerra, caerían uno tras otro como fichas de dominó —sí, éramos defensores precoces de esa teoría ahora desacreditada— y la Revolución se extendería como una mancha de sangre desde los Balcanes a la costa de Connemara[35]. Y, sin embargo, qué despreocupados éramos al mismo tiempo. Hasta cierto punto, pese a todo lo que dijimos e incluso hicimos, los grandes acontecimientos de la época pasaron ante nosotros, teñidos de vivos y chillones colores, demasiado reales para ser verdaderos, como los accesorios de un teatro ambulante que no se detuviera en nuestra ciudad, transportados en la caja de un camión. Estaba trabajando en mis habitaciones del Trinity cuando oí el anuncio de la caída de Barcelona en la radio que sonaba estrepitosamente en la habitación de mi vecino de al lado —un galés, me parece que físico, a quien le gustaba la música orquestal de baile y que me contó todo acerca de las últimas maravillas puestas en práctica en el Cavendish[36]— y seguí examinando con calma en mi lente de aumento una reproducción del curioso par de cabezas cortadas que yacen sobre un paño en primer término del cuadro de Poussin La toma de Jerusalén por Tito, como si los dos sucesos, el real y el representado, estuvieran igualmente alejados de mí en cuanto a antigüedad, tan fijo y tan acabado el uno como el otro, ambos grito helado y corcel rampante y estilizada, espléndida crueldad. ¿Me comprende…?

Hay una última imagen de Josif que quiero esbozar antes de despacharlo, envolviéndolo de una vez por todas en su papel de seda junto a tantos otros personajes olvidados de los que mi vida está llena. Mientras abandonaba el pub —había insistido en que saliéramos por separado—, el perrito del viejo salió corriendo detrás de él, enroscándose y desenroscándose de esa entusiasta manera perruna, como si su cuerpo, tenso como una salchicha, fuera hasta cierto punto un resorte, y trató de restregarse contra el tobillo de Josif, pero fue rechazado con una hábil patada de costado propinada con su lustrada puntera. El animal chilló, con más pena que dolor, y se fue dando saltos, chasqueando sus zarpas en las baldosas del suelo, para volver a sentarse entre los pies extendidos de su amo, parpadeando y lamiéndose los labios rápidamente, perplejo y consternado. Josif salió, dejando que la luz del sol jugara con cariño con sus tobillos, y el viejo frunció el ceño y me miró con una especie de mueca burlona, y enseguida comprendí lo que creía haber visto en mí: otro de esos tipos insignificantes, impacientes, de ojos severos, que dan patadas a los perros, que se abren paso a codazos, que te echan a empujones, y quise decirle: No, no, yo no soy uno de esos, ¡no soy como él!, y luego pensé: Tal vez lo sea. Hoy en día capto esa misma mirada cuando algún veterano de la Guerra Fría o algún autoproclamado guardián patriótico de los Valores Occidentales me reconoce por la calle y, metafóricamente, me escupe.

Bueno. Así empezó mi carrera de espía en activo. Recordé la esperanza que tenía Hartmann de que nosotros, retoños de las clases más elevadas, proporcionáramos a Moscú una descripción completa del rompecabezas del establishment inglés (no tuve valor para preguntarle si había considerado alguna vez los asuntos que los fabricantes de tales rompecabezas eligen como ilustración, pero en mi mente veía un refugio subterráneo lleno de comisarios de pelo muy corto estudiando con detenimiento una de las acarameladas y dulzonas escenas habituales, con cottage, rosas, ondulante riachuelo y niña con tirabuzones y una cesta de ranúnculos al brazo: Inglaterra, ¡nuestra Inglaterra!). Diligentemente, empecé a aceptar invitaciones para comer que antes habría rehusado con un repeluzno, y me vi hablando de acuarelas y del precio de las aves de corral con la esposa, bigotuda y algo bisoja, de un ministro del gabinete, o escuchando, atontado por el aguardiente y el humo de los cigarrillos, a un par del reino, de carrillos color rojo ladrillo y con monóculo, que comentaba ante los comensales, entre grandes aspaviemientos, los métodos terriblemente ingeniosos que habían empleado los judíos y los masones para infiltrarse en todos los niveles del gobierno, hasta el punto de que ya estaban dispuestos a tomar el poder y asesinar al rey. Redacté exhaustivos informes sobre tales circunstancias —y descubrí, de paso, que tenía un inesperado talento para escribir; algunos de esos primeros informes eran realmente subidos de tono, aunque embellecidos en exceso— y se los pasé a Josif, que se apresuraba a escudriñarlos, torciendo el gesto y respirando con estrépito por las ventanillas de la nariz, y luego se los guardaba en un bolsillo interior y, tras echar una mirada disimulada alrededor del bar, se ponía a hablar con forzada indiferencia sobre el tiempo. De vez en cuando, recogía un poco de información o cotilleo que provocaba en Josif una de sus raras sonrisas nerviosas y le hacía morderse los labios. Lo que Moscú consideró mi mayor y más rápido triunfo fue la larga y, para mí, sumamente tediosa conversación que sostuve en una fiesta del Trinity con un secretario particular del Ministerio de Defensa, un hombre corpulento, de pelo lacio y brillante, con un pequeño bigote, que cuando hablaba me recordaba a esos alegres metepatas de las historietas de Bateman[37]; según avanzaba la noche cada vez estaba más majestuosa, cómicamente borracho —la pechera postiza de su camisa se le levantaba sin parar, como en una farsa de teatro de variedades—, y me contó, con todo detalle, sin la menor discreción, que nuestras fuerzas armadas no estaban preparadas para la guerra, que la industria armamentista era de pacotilla y que el gobierno no tenía ni la voluntad ni los medios de hacer nada para rectificar la situación. Pude comprobar que Josif, sentado ante una mesa baja en un rincón del pub The Hare and Hounds en Highbury, inclinado atentamente sobre mi informe, no era capaz de decidir si debería sentirse horrorizado o alborozado por las repercusiones para Europa en general, y Rusia en particular, de lo que estaba leyendo. Lo que parecía ignorar era que todos los repartidores de periódicos del país sabían ya lo escandalosamente mal equipados que estábamos para la guerra, y lo débil que era el gobierno.

Esa ingenuidad por parte de Moscú y sus emisarios nos producía a todos un profundo recelo; gran parte de lo que para ellos era información secreta era ya de dominio público. ¿No leían los periódicos —le pregunté a Felix Hartmann, exasperado— ni escuchaban en la radio las noticias de las diez?

—¿Qué hace su gente en la embajada todo el día, aparte de distribuir absurdos comunicados oficiales sobre la producción industrial rusa y negar visados de entrada a los corresponsales del Daily Express especializados en temas de defensa?

Sonrió, se encogió de hombros, levantó la vista al cielo y se puso a silbar entre dientes. Paseábamos junto al Serpentine[38], que estaba helado. Era el mes de enero, el aire estaba espeso por el humo escarchado de color entre blanco y malva, y los patos andaban por encima del hielo con paso inseguro, desconcertados y contrariados por la inexplicable solidificación de su líquido elemento. Tras dos años de servicio, Josif había sido retirado repentinamente; todavía puedo ver el nauseabundo brillo del sudor en su ya cadavérico semblante cuando me dijo que aquella iba a ser nuestra última reunión. Nos estrechamos las manos y en la puerta del pub —The King’s Head, en Highgate— se volvió y me lanzó una mirada furtiva, suplicante, preguntándome en silencio no sé qué espantosa e imposible cuestión.

—En estos momentos la vida en la embajada está algo… apagada —dijo Hartmann.

Desde la brusca partida de Josif yo había telefoneado a la embajada repetidas veces, pero no me había enterado de nada hasta aquel día, en que Hartmann se presentó en mi casa, vestido de negro, como de costumbre, con un sombrero negro con el ala vuelta hacia abajo. Cuando le pregunté qué iba a ocurrir, se limitó a sonreír y, llevándose un dedo a los labios, me condujo a la calle y nos dirigimos al parque. De pronto, se detuvo y miró el hielo de color gris acero, balanceándose sobre sus talones hacia delante y hacia atrás, con las manos metidas en los bolsillos de su largo abrigo.

—Moscú se ha quedado callado —dijo—. Envío mis mensajes por los conductos usuales, pero no me contestan. Soy como una persona que ha sobrevivido a un accidente. O como alguien que espera que suceda un accidente. Es una sensación extraña.

En un banco próximo a nosotros un niño pequeño, acompañado por una nodriza de medias negras, arrojaba mendrugos de pan a los patos; el niño se reía con voz ronca encantado al ver derrapar y deslizarse a los pájaros ignominiosamente, batiendo sus alas, mientras perseguían como locos los resbaladizos bocados. Volvimos a caminar. Al otro lado del lago, en Rotten Row, un grupo de jinetes se abría paso sin orden ni concierto entre resoplidos de caballos. Llegamos en silencio hasta el puente y nos detuvimos. A lo lejos, detrás de las cimas de los árboles negros que nos rodeaban, se perfilaban los misteriosos contornos de Londres envueltos en una niebla gris-azulada. Sonriendo como si estuviera soñando, Hartmann permaneció de pie con la cabeza ladeada, como si estuviera a la escucha de algún leve ruido que esperaba.

—Voy a regresar —dijo—. Me han dicho que debo regresar.

Allá arriba, en la niebla helada, por encima de los chapiteles y los sombreretes de las chimeneas, me pareció ver por un momento algo que se mantenía inmóvil en el aire, una figura gigantesca, toda de plata y oro, que brillaba débilmente. Me oí tragar saliva.

—Oye —dije—, ¿crees que eso es sensato? Me han dicho que el clima allí no es lo que se dice agradable estos días. El más frío desde hace mucho tiempo.

Se apartó de mí y miró hacia el cielo, como si también hubiese percibido que algún presagio se cernía sobre nosotros.

—Oh, no importa —dijo distraídamente—. Dicen que quieren que les haga un informe personal, eso es todo.

Asentí con la cabeza. Es extraño hasta qué punto se parece la consternación a una risa incipiente. Volvimos a andar y cruzamos el puente.

—Podrías quedarte aquí para siempre —dije—. Quiero decir que ellos no pueden obligarte a ir, ¿no es cierto?

Se rio y me cogió de un brazo.

—Eso es lo que me gusta de vosotros —dijo—, de todos vosotros. Que lo veáis todo tan sencillo…

Nuestros pasos resonaban en el puente como golpes de hacha. Me cogió del brazo y lo apretó contra sus costillas.

Debo ir —dijo—. Por lo demás, no pasa… nada. ¿Me comprendes?

Dejamos atrás el puente todavía cogidos del brazo y, al llegar a la cima de la suave pendiente del parque, inspeccionamos la ciudad que se extendía inmóvil a nuestros pies envuelta en la niebla.

—Echaré de menos Londres —dijo Hartmann—. Kensington Gore, la Brompton Road, Tooting Bec; ¿existe realmente un sitio llamado Tooting Bec? Y Beauchamp Place, que hasta ayer mismo no aprendí a pronunciar de manera correcta. ¡Qué lástima que se pierdan todos esos valiosos conocimientos!

Volvió a apretarme el brazo y me miró rápidamente de soslayo; me pareció que algo fallaba en él, como si una parte de algún mecanismo interno de repente hubiera dejado de funcionar.

—Escucha —le dije—, el caso es que no debes irte; no te dejaremos, ya lo sabes.

Se limitó a sonreír, dio media vuelta, y se fue cojeando en dirección al lugar de donde habíamos venido, al otro lado del puente, bajo el macizo de árboles negros cubiertos por la niebla. Nunca más volví a verlo.