Capítulo 3

Creo que no debo seguir llamando diario a esto, pues es, desde luego, más que una relación de mis días, los cuales, de todas maneras, ahora que mi frenética actividad de antaño se acabó, apenas se distinguen unos de otros. Llamadlo entonces memorias; un álbum de recuerdos. O, forzando las cosas, llamadlo autobiografía, apuntes para una biografía. Miss Vandeleur se enfadaría si supiera que me he adelantado a ella. Vino esta mañana a preguntarme por mi visita a España con Nick en la Pascua de 1936. (Qué ominosa y excitante puede ser una simple fecha: ¡Pascua de 1936!) Me sorprenden las cosas que quiere saber. Podría entender que deseara conocer, digamos, los detalles de mi aventura en Alemania en 1945, o la naturaleza exacta de mis relaciones con Mrs. W. y su mamá (lo que fascina a todo el mundo); pero no, lo que le interesa es la historia antigua.

España. Eso sí que es antiguo, de acuerdo. Un país odioso. Recuerdo la lluvia y por todas partes un olor descorazonador que parecía una mezcla de semen y moho. Había carteles en las paredes, la hoz y el martillo en todas las esquinas, y hombres jóvenes de aspecto violento y camisas rojas, cuyos rostros tristes y curtidos y miradas evasivas me recordaron a los gitanos que en mi infancia solían ir a Carrickdrum a vender botes de hojalata y sartenes agujereadas. El Prado fue, desde luego, toda una revelación: los Goyas eran espeluznantemente proféticos en su mugre sanguinolenta, y el Greco te hacía temblar de miedo. Yo prefería los Zurbaranes, inquietantes en su quietud, en su mundanalidad trascendente. En Sevilla durante la Semana Santa contemplamos taciturnos bajo la lluvia una procesión de penitentes, un espectáculo que mi alma protestante rechazó. Un Descendimiento era transportado a hombros en una litera resguardada de la lluvia por un baldaquino de brocado de oro adornado con borlas; el Cristo de escayola, que yacía desnudo a los pies de su madre de escayola, era una figura algo obscena, orgásmica (posterior al Greco, muy posterior), de piel cremosa y boca angustiada y copiosas heridas chorreantes. Cuando apareció aquella cosa, balanceándose y dando bandazos, dos o tres hombres mayores próximos a nosotros se pusieron de rodillas, haciendo un ruido semejante al de las tumbonas al plegarse, y se santiguaron apresuradamente, como si tuvieran una especie de pánico sagrado; uno de ellos, con sorprendente agilidad, se metió bajo la litera dispuesto a arrimar el hombro para sostenerla. Recuerdo también que una joven salió de entre la multitud y le entregó a una de las penitentes con mantilla negra —su madre o tía— un llamativo paraguas a rayas rojas y blancas. En Algeciras contemplamos el grato y emocionante espectáculo de una muchedumbre profanando una iglesia y apedreando al alcalde de la ciudad, un hombre corpulento con una lustrosa calva morena, que huía de sus torturadores a paso ligero, tratando de mantener su dignidad. La lluvia golpeteaba en las palmeras y el azogue de un rayo rasgó el cielo de color pardo-bellota encima de la estación del ferrocarril. Carteles de pared despegados restallaban agitados por el viento. Después intentamos pasar a Gibraltar, pero resultó que la frontera estaba cerrada por la noche. La posada en La Línea era asquerosa. Permanecí despierto durante mucho tiempo escuchando los ladridos de los perros y un aparato de radio, que hablaba en susurros de guerra en alguna parte, y observando la tenue fosforescencia de la débil lluvia por encima de la espalda descubierta de Nick, que yacía boca abajo y roncaba con suavidad, en una estrecha cama al otro lado de la habitación que parecía muy lejos de mí. Su piel tenía un aspecto craso, ligeramente viscoso; me recordó la estatua del Salvador. Al día siguiente tomamos el barco para Inglaterra. Había delfines en el Estrecho, y en el golfo de Vizcaya me mareé.

¿Tiene bastante, Miss V.?

He conseguido averiguar algo más sobre ella. Resulta difícil, pues es casi más reservada que yo. Me siento como un restaurador quitándole el barniz a un retrato deteriorado. ¿Deteriorado? ¿Por qué dije deteriorado? Hay algo en su reticencia, en sus insondables y evasivos silencios, que indica una reserva profundamente arraigada. Es demasiado mayor para su edad. Da la impresión de una indeleble desafección por las cosas en general. Me recuerda cada vez más a la Nena —esos silencios, esas bolsas bajo los ojos, esa desabrida mirada que dirige a los objetos inanimados—, y, desde luego, la Nena estaba deteriorada. Cuando esta mañana le pregunté si vivía sola, no me contestó, simulando no haberme oído, pero más tarde, de pronto, empezó a hablarme de un joven con el que compartía un piso en Golders Green (por cierto, otro de mis antiguos territorios). Trabaja de mecánico en un garaje. Debe de ser un oficio duro; ahora comprendo la falda de cuero. Me pregunto qué pensará el almirante de este arreglo. ¿O a nadie le preocupan ya estos asuntos? Miss Vandeleur se lamentó de las pejigueras de la Northern Line. Le dije que no había ido en metro en los últimos treinta años, y bajó la cabeza y me miró las manos llena de resentimiento.

La mañana era lo bastante cálida para que pudiéramos tomar el té en el balcón trasero. Es decir, ella tomó té y yo un vasito de algo, a pesar de lo temprano que era. Me pone nervioso, tengo que tomar algún reconstituyente cuando trato con ella. (Los balcones también me ponen nervioso, pero esa es otra cuestión. ¡Patrick! Mi Patsy, pobre Pat.) Además, a mi edad puedo beber a cualquier hora del día sin necesidad de excusarme; veo venir el día en que tomaré para desayunar cócteles de ginebra y Complan. Desde el balcón podíamos ver las copas de los árboles del parque. Están ahora en su mejor momento, tienen las negras ramas ligeramente espolvoreadas con esponjosas protuberancias de un verde de lo más suave. Le hice notar cómo la polución de la ciudad le da al cielo una asombrosa profundidad de color, como ese azul denso que puede verse, con un nudo en la garganta, cuando el avión se ladea y uno se asoma a la nada. Miss Vandeleur no escuchaba. Estaba sentada al otro lado de la mesita metálica, hundida en su abrigo y mirando su taza con el ceño fruncido.

—¿Era marxista Sir Nicholas? —preguntó.

Tuve que pensar por un momento a quién se refería.

—¿Nick? —dije—. ¡Por Dios, qué ocurrencia! En realidad…

En realidad, fue durante el viaje de regreso de España cuando tuvimos nuestra única conversación en serio sobre política. No puedo recordar cómo empezó. Supongo que intenté hacer un poco de proselitismo; en aquellos lejanos, emocionantes días, tenía el ardor del converso, y a Nick nunca le importó que le sermonearan.

—¡Cállate, por el amor de Dios! —me dijo, sin llegar del todo a reírse—. Estoy harto de oírte exponer tu dialéctica histórica y todas las demás bobadas.

Estábamos apoyados en la barandilla de proa, fumando pensativamente, bajo la inmensa bóveda de la templada, tranquila noche marina. Cuanto más hacia el norte navegábamos, más cálida era la temperatura, como si el clima y todo lo demás se hubiesen vuelto locos. Una enorme luna de blancura ósea estaba suspendida en lo alto del mar en calma, y la estela del barco centelleaba y se retorcía como una gran cuerda plateada que se desenredara detrás de nosotros. Estaba aturdido y algo febril tras mi reciente mareo.

—Tenemos que hacer algo —dije, con la obstinación del dogmático—. Debemos actuar, o pereceremos.

Así es, lo siento, como hablábamos.

—¡Ah, sí, actuar! —dijo Nick, y esta vez se rio—. Para ti las palabras son una forma de actuar. Eso es lo único que sabes hacer: parlotear y parlotear.

Eso me escoció; a Nick le divertía, cuando le zahería, burlarse de mi vida sedentaria.

—No todos podemos ser soldados —dije malhumorado—. También se necesitan teóricos.

Nick tiró su colilla por encima de la barandilla y se quedó mirando el débil resplandor del horizonte. La brisa levantaba el mechón de pelo que le colgaba de la frente. ¿Qué creía yo sentir por él? ¿Cómo me explicaba el desesperado, mudo sollozo que brotaba en mi pecho cuando le miraba en momentos como aquel? Supongo que en el colegio nos acostumbramos a encapricharnos y esas cosas; aunque no comprendo cómo pude pensar que aquello era solamente un capricho.

—Si fuera comunista —dijo—, no me preocuparía para nada de la teoría. Pensaría solo en la estrategia: cómo conseguir mis objetivos. Utilizaría cualquier medio a mi alcance: mentiras, chantaje, asesinato y mutilación, lo que fuese. Vosotros no sois más que unos idealistas que fingen ser pragmáticos. Pensáis que únicamente os preocupa la causa cuando en realidad la causa es solo algo en lo que perderos, una forma de anular el ego. Mitad religión, mitad romanticismo. Marx es vuestro San Pablo, y vuestro Rousseau.

Me quedé estupefacto, y bastante perplejo; nunca antes le había oído hablar de aquella manera, mostrar aquella insolencia intelectual, por así decirlo. Se volvió hacia mí sonriente y apoyó un codo en la barandilla.

—Resulta encantadora —dijo— la forma en que os engañáis a vosotros mismos, pero también un poco despreciable, ¿no crees?

—Algunos estamos dispuestos a luchar —dije yo—. Algunos nos hemos alistado ya para ir a España.

Su sonrisa se volvió compasiva.

—Sí —dijo—, y aquí estamos, regresando a casa en barco, de vuelta de España.

Sentí un arrebato de rabia, y tuve un fuerte deseo de darle una bofetada… Una bofetada, o algo por el estilo.

—El problema contigo, Vic —dijo—, es que crees que el mundo es una especie de inmenso museo en el que han admitido a demasiados visitantes.

Miss Vandeleur me estaba diciendo algo, y volví en mí sobresaltado.

—Lo siento, querida —dije—, me he distraído un poco. Estaba pensando en el Castor… Sir Nicholas. A veces me pregunto si le conocía bien. Lo cierto es que nunca adiviné lo que había en él (solo fuerza de voluntad, supongo) y que más tarde le llevaría a tan vertiginosas cumbres de poder e influencia.

Miss V. había entrado en ese estado de suspensión momentánea de las funciones vitales, con la cabeza baja y las facciones flácidas, lo que le da un aspecto ligeramente idiota, que ahora sé que es su forma de escuchar con la más profunda atención. No sería una buena interrogadora, muestra su interés demasiado a las claras. Me dije que debía proceder con cautela.

—Pero entonces —dije, volviendo a mi insulso tono sentencioso de viejo carcamal— ¿quién de nosotros reconoce realmente la verdadera naturaleza de los demás?

Está muy interesada en Nick. No quisiera que le causara ningún perjuicio. No, no quisiera eso, en absoluto.

Otro barco, otro viaje, esta vez a Irlanda. Fue inmediatamente después de Múnich, y estaba contento de poder irme de Londres, con sus patrioteros reaccionarios y sus rumores, y el miedo que todo lo impregna tan palpable como la niebla. Mientras el mundo se derrumbaba, sin embargo, mi fortuna personal subía vertiginosamente. Sí, ese año me sentía muy ufano, como habría dicho mi niñera Hargreaves. Tenía una reputación, modesta pero por momentos creciente, de experto y erudito, ascendí del Spectator a las más austeras y selectas páginas del Burlington y el Journal de Warburg, y en el otoño iba a tomar posesión del cargo de director adjunto del Instituto. Nada mal para un hombre de treinta y un años y, además, irlandés. Quizás más impresionante que cualquiera de estos éxitos era el hecho de que había pasado el verano en Windsor, donde había emprendido la tarea de catalogar la grande y, hasta que me ocupé de ella, caótica colección de dibujos que se había acumulado desde la época de Enrique Tudor. Fue una labor ardua, pero la llevé a cabo con una aguda conciencia de su valor, no solo para la historia del arte, sino también para el fomento de mis propios intereses múltiples (¡Dios mío, no se puede superar en petulancia a un espía!). Me entendí bien con Su Majestad; había estado en el Trinity pocos años antes que yo. A pesar de su entusiasmo por los clubes de muchachos y el tenis, era, como su madre, un sagaz y celoso guardián de las posesiones reales. A menudo, en aquellos últimos meses anteriores a la guerra, mientras todos nosotros aguardábamos en un estado de vaga tensión el inicio de las hostilidades, él se llegaba a la sección de estampas y se sentaba en una esquina de mi escritorio, balanceando una pierna, con los dedos de sus delgadas y algo nerviosas manos entrelazados y descansando en el muslo, y hablaba de los grandes coleccionistas que hubo entre sus predecesores en el trono, a los que se refería con divertida y pesarosa familiaridad, como si fueran otros tantos tíos suyos, generosos, pero no demasiado recomendables, lo cual, supongo, podría decirse que era cierto. Aunque no era mucho mayor que yo, me recordaba a mi padre por su timidez, su aire de vaga aprensión y sus súbitos ataques de alegría algo desconcertante. Desde luego, le prefería con mucho a su maldita esposa, con sus sombreros y sus borracheras y sus juegos de charadas de sobremesa, en los que me vi obligado a participar repetidas veces con gran apuro y enorme turbación por mi parte. Me llamaba Botas, apodo cuyo origen nunca llegué a descubrir. Era prima de mi difunta madre. En Moscú estaban encantados con estas relaciones. Grandes esnobs, los Camaradas.

A finales de aquel verano me encontraba en un estado de profundo agotamiento nervioso. Cuando, diez años antes, había suspendido las matemáticas, o ellas me habían suspendido a mí, comprendí claramente cuáles serían las consecuencias: reharía por completo mi personalidad, con toda la dedicación e incansable trabajo que tal ejercicio implica. Para entonces había logrado la transformación, pero a costa de mucha energía física e intelectual. La metamorfosis es un proceso penoso. Imagino la intensa angustia de una oruga al convertirse en mariposa, mientras se le forman los ojos compuestos y sus células adiposas se convierten en iridiscente polvo alar, hasta que, por fin, rompe el capullo nacarado y se tambalea sobre unas patas pegajosas, del ancho de un pelo, ebria, jadeante, aturdida por la luz. Cuando Nick sugirió un cambio de aires para recuperarme («Tienes un aspecto todavía más cadavérico que de costumbre, viejo amigo»), acepté con una precipitación que me sorprendió incluso a mí. El que nos marchásemos a Irlanda fue idea de Nick. ¿Querría, me preguntaba inquieto, obtener pruebas de mi culpabilidad, husmear en mis secretos familiares (no le había hablado de Freddie), ponerme en mi lugar? Él estaba entusiasmado con el viaje. Iríamos a Carrickdrum a descansar, esas fueron sus palabras, y luego seguiríamos viajando por el lejano oeste, pues le había dicho que de allí procedía la familia de mi padre. Parecía una idea estupenda. Era embriagador pensar que iba a tener a Nick para mí solo durante varias semanas seguidas, y eso aplacó cualquier escrúpulo que pudiera haber tenido.

Compré los pasajes. Nick estaba sin blanca. Hacía tiempo que había dejado su empleo en Brevoort & Klein y subsistía con una pensión que le pasaba un mezquino y siempre quejoso Castor Mayor, completada con numerosos pequeños préstamos de sus amigos. Tomamos el vapor nocturno de los viernes, y desde Larne viajamos hacia el sur en un ruidoso tren a la luz glauca de un amanecer de finales de septiembre. Sentado en mi asiento, contemplé cómo el paisaje iba cambiando de modo gradual a nuestro alrededor. Antrim presentaba aquella mañana un aspecto especialmente adusto. Nick estaba deprimido, y se había acurrucado en un rincón del frío compartimiento envuelto en su abrigo, fingiendo dormir. Cuando aparecieron las colinas de Carrickdrum, una especie de pánico se apoderó de mí y me entraron ganas de abrir de golpe la puerta del vagón y saltar y que me tragasen el vapor y el humo que envolvían la locomotora.

—Ya estás en casa —dijo Nick con una voz sepulcral que me alarmó—. Me debes de estar maldiciendo por hacerte venir.

A veces tenía una desconcertante habilidad para adivinar los pensamientos. El tren pasó por un elevado terraplén desde el cual podían verse el jardín y luego la casa, pero no advertí a Nick de esa vista. Habían empezado las dudas y los presentimientos.

Mi padre había enviado a Andy Wilson a recogernos con aquel carruaje tirado por un poni en que los ocupantes se dan la espalda. Andy era el jardinero y encargado del mantenimiento general en San Nicolás; era un hombre pequeño y enjuto, como un duendecillo de los bosques, de brazos y piernas arqueados y ojos azul pálido de bebé. Por él no pasaban los años, y parecía no haber cambiado nada desde que yo era un crío, cuando solía asustarme metiendo ranas en mi cochecito. Era un ferviente e impenitente orangista[5] y tocaba el tambor Lambeg[6] en los desfiles anuales del Doce de Julio[7] en el pueblo. Enseguida le cogió simpatía a Nick y formó con él una sarcástica alianza contra mí.

—Ese tío no moverá un dedo —dijo mientras llevaba nuestras maletas al carruaje señalando hacia mí con la cabeza, al tiempo que le guiñaba un ojo a Nick y le daba un codazo—. Nunca lo hizo y nunca lo hará.

Soltó una carcajada, meneó la cabeza, cogió las riendas y le chasqueó la lengua al poni; Nick me sonrió de soslayo y, con un tirón que nos echó hacia atrás, nos pusimos en marcha.

Bordeamos la ciudad, llevados por el mañoso trote del poni, y empezamos a subir la West Road. El sol se esforzaba con dificultad por brillar. Me llegó el aroma mantecoso del tojo, y sentí una punzada en el corazón. Luego apareció el Lough, una gran lámina uniforme de acero, y me invadió una especie de pavor; siempre me había desagradado el mar, su hosquedad, su amenaza, su vasta extensión y sus incognoscibles, estremecedoras profundidades. Nick se había vuelto a dormir, o lo fingía, con los pies sobre las maletas. ¡Cómo envidiaba su habilidad para eludir el tedio de los paréntesis en la vida! Andy, sin soltar las riendas, echó un vistazo indulgente hacia atrás y exclamó en voz baja:

—¡Vaya, el caballero!

Los árboles que rodeaban la casa parecían más sombríos que nunca, más azules que verdes, y señalaban hacia el cielo con apremiante, muda admonición. Freddie fue el primero en aparecer; cruzó el césped en diagonal con paso torpe para recibirnos con los brazos extendidos y una amplia sonrisa mientras se atropellaba al hablar.

—Ahí está el jefe —dijo Andy—. ¡Mírenlo, qué bobo!

Nick abrió los ojos. Freddie nos alcanzó, apoyó una mano en la aleta del carruaje y se puso a trotar a nuestro lado, gimiendo de excitación. Me dirigió una de sus miradas furtivas, pero no miró a Nick. Era extraño que alguien tan retrasado pudiera sentir algo tan sutil como la timidez. Era un tipo grandullón, de manos y pies grandes y cabeza también grande, rematada por una cabellera de color paja. Cuando estaba quieto, lo que ocurría raras veces, nadie habría pensado que no era normal, a no ser por aquellos ojos que no dejaban de parpadear de manera irremediable y las costras alrededor de uñas y boca, que se tocaba y mordisqueaba sin parar. Tenía entonces casi treinta años, pero, a pesar de su corpulencia, conservaba todavía el aire enfadado de un muchacho revoltoso de doce años con los faldones de la camisa fuera y un tirachinas en la mano. Nick alzó las cejas y señaló en dirección a Andy.

—¿Es su hijo? —murmuró.

Estaba tan nervioso y avergonzado, que lo único que se me ocurrió fue negar con la cabeza y apartar la mirada.

Cuando nos acercamos a la casa, mi padre salió inmediatamente, como si hubiera estado esperando detrás de la puerta, que era lo más probable. Llevaba alzacuello, pechera de obispo almidonada y un jersey apolillado, y empuñaba un montón de papeles; creo que nunca vi a mi padre sin un fajo de cuartillas emborronadas en la mano. Nos dio la bienvenida con su habitual mezcla de cordialidad y cautela. Parecía más pequeño de lo que recordaba, como un modelo de sí mismo a escala ligeramente reducida. Hacía poco que había tenido un ataque al corazón, el segundo, y había en él una especie de ligereza, un algo tenue, provisional, que yo suponía debía de ser consecuencia de su disimulado, pero siempre presente, miedo a morirse de repente. Freddie llegó corriendo y le abrazó, apoyando su enorme cabeza en su hombro, y se volvió a mirarnos con una maliciosa mirada de soslayo, como diciéndonos que era su propietario. Por el desconcierto y la alarma con que mi padre acogió al Castor, deduje que se había olvidado de que le había dicho que traería un invitado. Descendimos del carruaje y procedí a hacer las presentaciones. Andy se estaba armando un lío con nuestros equipajes, el poni me puso el hocico en los riñones y trató de derribarme, y Freddie, movido por el nerviosismo y lo insólito de la situación, se puso a dar alaridos; justo cuando me temía que aquello iba a convertirse irremediablemente en una funesta farsa, Nick dio un brioso paso adelante, como un médico que tomara el mando en el escenario de un accidente, y le estrechó la mano a mi padre con las proporciones justas de deferencia y familiaridad, al tiempo que murmuraba algo sobre el clima.

—Sí, bueno —dijo mi padre mientras sonreía vagamente y daba tranquilizadoras palmaditas en la espalda a Freddie—. Sea usted bienvenido. Los dos son bienvenidos. ¿Tuvieron un buen viaje? Por lo general, en esta época del año hace bueno. Deja eso, Freddie, ¡qué chico más bueno!

Entonces apareció Hettie. Parecía que ella también había estado al acecho en el vestíbulo, esperando la ocasión. Si mi padre había encogido con los años, Hettie había crecido hasta alcanzar las dimensiones de una de las amantes reales de Rowlandson[8]. Había cumplido ya los sesenta, pero todavía conservaba la flor de la juventud; era una persona rebosante de salud, de ojos rasgados y pies delicados, con una sonrisa irresistible, temblorosa.

—¡Oh, Victor! —gritó, dándome un apretón de manos—. ¡Qué delgado estás!

Hettie procedía de una rica familia cuáquera y había pasado su juventud en una vasta mansión de piedra gris en la orilla sur del Lough haciendo obras de caridad y encaje de aguja. Creo que es el único ser humano con el que me he tropezado, aparte del pobre Freddie, del cual puedo decir con completa convicción que no tenía ni pizca de maldad (¿cómo es posible que exista gente así en un mundo como este?). Si no hubiese sido mi madrastra y, por consiguiente, parte del mobiliario, por así decirlo, seguramente me habría resultado digna de asombro y admiración. Cuando llegó a nuestras vidas intenté a toda costa guardarle rencor y oponerme a ella, pero su jovialidad me lo impidió. Enseguida me puso de su lado al librarme de la tata Hargreaves, una temible antigualla presbiteriana que desde la muerte de mi madre había regido mi vida con malévola eficiencia, administrándome todas las semanas aceite de ricino y sometiéndonos a Freddie y a mí a unas acaloradas homilías sobre el pecado y la condenación. La tata Hargreaves no sabía jugar; Hettie, por el contrario, apreciaba los juegos infantiles, cuanto más ruidosos mejor; tal vez sus padres cuáqueros habían desaprobado tales frivolidades ateas cuando era pequeña, y se resarcía de las ocasiones perdidas. Se ponía a cuatro patas y nos perseguía a Freddie y a mí por el suelo del salón, gruñendo como un oso pardo, con la cara enrojecida, mientras sus enormes pechos se bamboleaban. Por las noches, antes de irnos a la cama, nos leía cuentos sobre misiones en el extranjero, protagonizados por chicas valientes y puras y hombres firmes y tenaces con barba, y el ocasional mártir era amarrado a un poste en el desierto hasta morir, o cocido en una olla por los hotentotes entre saltos y brincos.

—Entrad, entrad —dijo nerviosa, me di cuenta, por la belleza exótica de Nick—. Mary os hará una fritada típica del Ulster.

Mi padre se libró del abrazo de Freddie y entramos atropelladamente en el vestíbulo, seguidos por Andy Wilson, que llevaba el equipaje y soltaba palabrotas en voz baja. El hijo de Andy, Matty, había sido lo que podría llamar, supongo, mi primer amor precoz. Matty era de mi edad: rizos negros, ojos azules y robusto, como su padre. ¿Hay en la infancia alguna figura más atractivamente vulnerable, alguna presencia más siniestramente sugestiva, que el hijo de un sirviente? Matty había muerto ahogado mientras nadaba en Colton Weir. Durante semanas me abrumó la pena, que se había posado sobre mí como un gran pájaro que empollara a sus crías. Y luego, un buen día, sencillamente, emprendió el vuelo. Así aprende uno los límites del amor, los límites del dolor.

Nick me sonrió en tono reprobatorio.

—No me dijiste que tenías un hermano —dijo.

Para entonces ya me había dado cuenta de toda la magnitud del error que había cometido al llevarle allí. El retorno al hogar es una concatenación de tristezas que te hacen sentir ganas de llorar y al mismo tiempo te dan dentera. ¡Qué sórdido parecía aquel lugar! ¡Y aquel olor! Un olor a aburrimiento, triste, a cosas muy íntimas, terrible. Me avergonzaba de todo, incluso de mí por estar avergonzado. Apenas podía soportar el mirar a mi pobre padre y a su gorda esposa, los murmullos de Andy a mi espalda me estremecían, y me horrorizaba imaginarme a la pelirroja Mary, nuestra cocinera católica, poniendo delante de Nick de cualquier manera un plato de torreznos y morcilla. (¿Comería carne de cerdo? ¡Cielos, olvidé preguntárselo!) El que más pena me daba era Freddie. Cuando éramos niños no me había preocupado de él; consideraba justo, supongo, que cualquiera nacido en la familia después de mí fuera anormal. Había sido para mí alguien al que siempre estaba dándole órdenes, un comodín en los intrincados juegos que me inventaba, un testigo poco exigente de mis cautelosamente atrevidas aventuras. Solía llevar a cabo experimentos con él solo para ver cómo reaccionaba. Le di a beber alcohol de quemar —tuvo náuseas y vomitó— y puse una lagartija muerta en sus gachas. Un día le tiré de un empujón a un macizo de ortigas, y se puso a llorar. Creí que me castigarían por eso, pero mi padre únicamente me miró con profunda tristeza y abatimiento, dando muestras de desaprobación, mientras Hettie se sentaba en el césped como una india y mecía a Freddie en sus brazos, frotando sus lívidos bracitos y sus hinchadas piernas zambas con hojas de acedera. En la adolescencia, cuando empecé a cogerles gusto a los románticos, me imaginé que Freddie era un salvaje de alma noble, e incluso escribí un soneto sobre él, compuesto de apóstrofes al estilo de Wordsworth (¡Oh, tú, principesco hijo de la Naturaleza, escucha!), y le llevaba a recorrer las colinas hiciera el tiempo que hiciera, con gran congoja por su parte, pues le tenía tanto miedo al aire libre como cuando era niño. En aquellos momentos, de pronto, le veía a través de los ojos de Nick como una pobre criatura renqueante, tarada, con la frente amplia, como yo, y una prominente mandíbula superior; y mientras cruzaba el vestíbulo, empapado de sudor por la vergüenza, evité encontrarme con la mirada curiosa y divertida de Nick, y sentí alivio cuando Freddie se escabulló al jardín para reanudar las actividades a las que se había estado dedicando hasta nuestra llegada.

En el comedor, mientras Nick y yo desayunábamos, Hettie y mi padre se sentaron a observarnos con una especie de vago asombro, como si fuéramos una pareja de inmortales que hubiésemos hecho un alto en su humilde mesa, camino de algún importante negocio olímpico en alguna otra parte. La cocinera Mary no paraba de traernos más comida, pan frito y riñones asados y tostadas, se paseaba alrededor de la mesa con el delantal levantado, para protegerse los dedos del calor de los platos, y no le quitaba los ojos de encima a Nick —sus manos, aquel mechón de pelo que le colgaba— por debajo de sus casi invisibles, pálidas pestañas, roja como un tomate. Mi padre habló de las amenazas de guerra. Siempre tenía un agudo sentido de la importancia de los peligros del mundo, concebido como una gigantesca peonza en cuyo extremo puntiagudo el individuo, acobardado, junta las manos y suplica a un Dios caprichoso e inquietantemente taciturno.

—Dígase lo que se quiera de Chamberlain —dijo—, no puede negarse que se acuerda de la Gran Guerra, de su coste.

Lancé una mirada de odio a una salchicha y me dije para mí que mi padre era un bobo rematado.

—Ahora tenemos paz —murmuró Hettie, suspirando.

—Oh, sí, pero habrá guerra —dijo Nick sin inmutarse—, a pesar de los gestos conciliadores. Por cierto, ¿qué es esto?

—Fadge —le espetó Mary, y se fue hacia la puerta, aún más ruborizada.

—Pastel de patata —dije entre dientes—. Una exquisitez local.

Hacía dos días había estado charlando con el Rey.

—Hum —murmuró Nick—, delicioso.

Mi padre parpadeó consternado. La luz que entraba por la ventana emplomada brillaba en su calva. Es un personaje sacado de Trollope, pensé; uno de los secundarios.

—¿Es eso lo que la gente cree en Londres —dijo—, que habrá guerra?

Nick reflexionó, con la cabeza ladeada, mirando su plato. Puedo ver todavía la escena: el débil sol de octubre en el parqué, una espiral de vapor saliendo por el pitorro de la tetera, el brillo de algún modo ominoso de la mermelada de naranja amarga en su fuente de cristal tallado, y mi padre y Hettie aguardando, cual niños asustados, oír lo que pensaban en Londres.

—Habrá guerra, por supuesto —dije con impaciencia—. Los viejos han permitido que vuelva a suceder de nuevo.

Mi padre asintió tristemente con la cabeza.

—Sí —dijo—, podéis considerar que nuestra generación más bien os ha fallado.

—¡Oh, pero si queremos la paz! —exclamó Hettie, que estaba lo más cerca de la indignación que le permitía su carácter optimista—. No queremos que vuelvan a llevarse a nuestros jóvenes para que mueran por… por nada.

Miré a Nick. Seguía ocupándose de su plato sin inmutarse; tenía siempre un apetito excelente.

—La lucha contra el fascismo no puede considerarse precisamente nada —dije, y Hettie me miró tan desconcertada que parecía a punto de romper a llorar.

—¡Ah, los jóvenes! —dijo en un susurro mi padre, e hizo un gesto con la mano en el aire delante de él; supuse que debía de ser una modificación secular de su bendición episcopal—. ¡Qué seguros estáis de todo!

Al oír eso, Nick levantó los ojos con una expresión de verdadero interés.

—¿De veras lo cree? —dijo—. Me parece que todos estamos bastante… bueno, extraviados —melancólicamente, untó con mantequilla una tostada; me recordó a un pintor que aplicara amarillo de cadmio con una espátula—. Me parece que a los tipos de mi generación les falta el menor sentido de la orientación o propósito. En realidad, creo que no nos vendría mal una muy buena dosis de disciplina militar.

—¿Propones llamarlos a filas? —dije con acritud.

Nick siguió untando con mantequilla su tostada tranquilamente y, dispuesto a dar un mordisco, me miró de reojo y dijo:

—¿Por qué no? Esos patanes que uno ve de pie en las esquinas lamentándose de que no pueden conseguir trabajo, ¿no estarían mejor de uniforme?

—¡Estarían mejor trabajando! —dije—. Marx afirma que…

—¡Oh, Marx! —dijo Nick, y tras reírse entre dientes le dio un bocado a su crujiente tostada.

Noté que mi frente se ponía colorada.

—Deberías intentar leer a Marx —dije yo—. Entonces podrías comprender de qué estamos hablando.

Nick únicamente volvió a reírse.

—Querrás decir que entonces podría comprender de qué hablas .

Se hizo un molesto silencio y Hettie me miró con recelo, pero evité su mirada. Mi padre, preocupado, se aclaró la voz y con dedos inquietos trazó un dibujo invisible sobre el mantel.

—Bueno, el marxismo… —empezó a decir, pero le interrumpí en el acto, con esa particular forma de crueldad corrosiva que los hijos adultos reservan a sus torpes padres.

—Nick y yo pensamos ir al oeste —dije en voz alta—. Quiere conocer Mayo.

La culpabilidad es el único sentimiento que conozco que no disminuye con el paso del tiempo. Y, además, la conciencia culpable no tiene ningún sentido de las prioridades o las justas proporciones. A lo largo de mi vida, a sabiendas o no, he enviado a hombres y mujeres a unas muertes terribles, y sin embargo, no siento tanto remordimiento cuando pienso en ellos como cuando me acuerdo del destello de luz en la encorvada calva de mi padre en aquella mesa, o de los grandes ojos claros y tristes de Hettie, que me miraban suplicantes en silencio, sin ira o resentimiento, pidiéndome que no fuera tan duro con un hombre envejecido, lleno de preocupaciones, que fuera indulgente con la mezquindad de sus vidas; pidiéndome que tuviera corazón.

Después de desayunar sentía necesidad de salir de casa, y fui a dar un paseo con Nick hasta el puerto. El día se había puesto borrascoso y las sombras de las nubes cruzaban raudas por encima del mar salpicado de blanco. El castillo normando que se alza sobre la playa parecía particularmente adusto bajo aquella pálida luz otoñal; cuando yo era niño, creía que estaba hecho con arena de playa mojada.

—Buena gente —dijo Nick—. Tu padre es un luchador.

Le miré fijamente.

—¿Eso crees? Yo diría que es solo otro burgués liberal. Aunque fue un gran autonomista, en sus tiempos.

Nick se rio.

—No es una postura popular para un clérigo protestante, ¿verdad?

—Carson[9] le odiaba. Trató de paralizarlo haciéndole obispo.

—Eso es: un luchador.

Dimos un paseo por la playa. A pesar de lo avanzado de la estación, había bañistas en el agua; sus gritos llegaban hasta nosotros, minúsculos y claros, rozando levemente la arena estriada. Algo dentro de mí responde siempre, con vergüenza, a las delicadas diversiones del litoral. Veía, con desconcertante claridad, otra versión de mí: un chico pequeño jugando aquí con Freddie (Wittgenstein me abordó un día junto al río Cam y, agarrándome por la muñeca y pegando su rostro al mío, me siseó: «¿Está el viejo chocho igual de ido que cuando era niño?»), haciendo castillos y tratando de hacerle comer arena de manera subrepticia, mientras Hettie estaba plácidamente sentada en medio de una enorme manta a cuadros haciendo punto, suspirando con satisfacción y hablando consigo misma en voz baja; por delante de ella, como un par de cabrestantes, asomaban sus grandes piernas con manchas y los temblorosos dedos de sus pies (un feligrés se quejó una vez a mi padre de que su esposa había bajado a la playa «con las patas al descubierto, para que las viera toda la ciudad»).

Nick se interrumpió de pronto y se puso a mirar histriónicamente al mar, la playa y el cielo; su abrigo ondeaba al viento como una capa.

—¡Dios mío —murmuró—, cómo aborrezco la naturaleza!

—Lo siento —le dije—, tal vez no deberíamos haber venido.

Me miró y me dirigió una sonrisa displicente, arqueando las comisuras de los labios.

—No debes tomártelo todo como algo personal, ¿sabes? —seguimos andando y se acarició el estómago—. ¿Cómo se llamaba eso? ¿Fudge?

—Fadge.

—Extraordinario.

Le había estado observando durante el desayuno, mientras mi padre soltaba sus tópicos comentarios y Hettie asentía firmemente con la cabeza, apoyándole. Otra sonrisa suya tan peculiar, dije para mí, y le odiaré de por vida. Pero estuvo impecable. Incluso cuando vino Freddie y apretó la nariz y los labios costrosos contra la ventana del comedor, dejando el cristal lleno de mocos y gargajos, Nick únicamente se rio entre dientes, como si se tratara de las simpáticas travesuras de un niño que empieza a andar. Entonces dijo:

—Tu padre nos ha llamado jóvenes. Yo no me siento joven, ¿y tú? Más bien el anciano de muchos días[10]. Ahora somos nosotros los viejos. El mes próximo cumpliré treinta años. ¡Treinta!

—Ya lo sé —le dije—. El día 25.

Me miró sorprendido.

—¿Cómo te acuerdas?

—Soy muy bueno para las fechas. Y, después de todo, esa es trascendental.

—¿Qué? Ah, sí, ya entiendo. Vuestra gloriosa Revolución. ¿No tuvo lugar en noviembre, de hecho?

—Sí. Pero para ellos era todavía octubre. Utilizaban el calendario juliano.

—Ah, sí, el calendario juliano. ¡Vaya con el bueno de Juliano!

Me estremecí; nunca parecía más judío que cuando tenía esas salidas al estilo de Wooster[11].

—En cualquier caso —dije—, el símbolo lo es todo. Como a Querell le gusta observar, la Iglesia católica se basa en un juego de palabras. Tu es Petrus.

—¿Eh? Ah, ya veo. Eso está bien; pero que muy bien.

—Lo birló a alguien, seguro.

Caminamos a la sombra de la muralla del castillo y el humor de Nick se ensombreció con el aire.

—¿Qué harás en esa guerra, Victor? —me preguntó; se le había puesto la voz ronca, como a Sydney Carton[12].

Se detuvo y se apoyó contra el pretil del puerto. La brisa marina era fría y constante, debido a la sal. Allá a lo lejos una bandada de gaviotas estaba revoloteando sobre una mancha luminosa en el agua, revoloteando y zambulléndose torpemente, como hojas de periódico arrastradas por el viento. Me parecía oír sus discordantes, ávidos gritos.

—¿De verdad crees que habrá guerra? —dije.

—Sí. No cabe duda —siguió paseando y le seguí a un paso detrás de él—. Tres meses, seis meses… a lo sumo un año. Las fábricas ya están avisadas, aunque el Ministerio de Defensa no le haya hablado de eso a Chamberlain. ¿Sabías que Daladier y él trabajaron juntos y en secreto durante varios meses para cerrar un trato con Hitler sobre el territorio de los Sudetes? Y ahora Hitler puede hacer lo que le venga en gana. ¿Has oído lo que dijo sobre Chamberlain? «Le compadezco, démosle su trozo de papel».

Le miré fijamente.

—¿Cómo sabes todo eso? —le pregunté, riéndome sorprendido—. Chamberlain, las fábricas, todas esas cosas.

Se encogió de hombros.

—He hablado con ciertas personas —dijo—. Te gustaría conocerlas. Son de los nuestros.

¿De los míos, pensé, o de los tuyos?

Lo dejé correr.

—¿Quieres decir personas del gobierno?

Volvió a encogerse de hombros.

—Algo parecido —dijo.

Salimos del puerto y emprendimos el camino de regreso por la carretera de la colina. Mientras él hablaba, me había invadido poco a poco, desde el pecho a la frente, una especie de rubor abrasador. Como si fuéramos un par de colegiales y Nick creyera que acababa de descubrir los misterios de la sexualidad, pero lo hubiese entendido todo al revés.

—Todo se ha ido al carajo, ¿no crees? —dije—. Para mí, España fue el final. España, y ahora este repugnante asunto de Múnich. ¡Paz en nuestros días…! ¡Ja!

Se detuvo, se volvió hacia mí, con el ceño fruncido en un gesto de sincera duda, y se quitó de encima el mechón de pelo que le caía por la frente. Sus ojos intensamente negros brillaban a la pálida luz de la mañana, y sus labios temblaban de emoción mientras se esforzaba por mantener un aspecto resuelto. Tuve que apartar la mirada para ocultar mi risa burlona.

—Hay que hacer algo, Victor. Y nos toca hacerlo a nosotros.

—Querrás decir a los nuestros, ¿no?

Lo dije sin darme cuenta. Me aterraba ofenderle. Me lo imaginaba sentado en el carruaje, con los labios apretados y sin querer mirar a nadie, exigiendo que lo llevasen a la estación inmediatamente, mientras mi padre, Hettie, Andy Wilson e incluso el poni me lanzaban miradas acusadoras. No debí haberme preocupado: Nick no era de los que captaban las ironías; los egotistas nunca lo hacen, lo he comprobado. Volvimos a la colina. Nick caminaba con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, los ojos fijos en el camino y la mandíbula muy rígida, en la que se agitaba espasmódicamente un músculo.

—Me he sentido tan inútil hasta ahora —dijo—, dándomelas de exquisito y soplando champán. Tú, al menos, has hecho algo con tu vida.

—No creo que un catálogo de la colección de dibujos del castillo de Windsor pare en seco a Herr Hitler.

Asintió con la cabeza; no me escuchaba.

—Lo importante es comprometerse —dijo—; actuar.

—¿Es este el nuevo Nick Brevoort? —dije, lo más despreocupadamente que pude. Mi desconcierto iba cediendo el paso a un enfado no del todo explicable y, desde luego, injustificado; al fin y al cabo, todos hablaban así aquel otoño—. Me parece recordar haber tenido esta conversación contigo hace algunos años, pero en sentido contrario. Entonces era yo el que se las daba de hombre de acción.

Sonrió para sí y se mordió el labio inferior; mi enfado subió vertiginosamente un par de grados más.

—¿Crees que estoy bromeando? —dijo, con una pizca de desdén en su voz cansina. Reprimí el impulso de contestarle. Seguimos en silencio durante un rato. El sol había desaparecido detrás de una neblina lechosa.

—A propósito —dijo—, tengo un trabajo, ¿sabes? Leo Rothenstein me ha contratado como asesor.

Pensé que debía de ser una de las bromas pesadas de Leo.

—¿Asesor? ¿Qué clase de asesoramiento le das?

—Bueno, sobre todo en política. Y en finanzas.

¿Finanzas? ¿Qué diantres sabes tú de finanzas?

Tardó unos instantes en contestarme. Un conejo salió del seto, se incorporó sobre las patas traseras a un lado del camino, y nos miró asombrado.

—Su familia está preocupada a causa de Hitler. Tienen dinero en Alemania y muchos parientes. Me pidió que los visite. Sabía que voy a ir allí, ¿comprendes?

—¿Vas a ir a Alemania?

—Sí, ¿no te lo dije? Lo siento. Esas personas con las que he hablado me han pedido que vaya.

—¿Y qué vas a hacer?

—Solo… echar una ojeada. Ver cómo están las cosas. Luego he de presentar un informe.

Dejé escapar una sonora carcajada.

—¡Dios mío, Castor! —grité—, ¡vas a ser espía!

—Sí —dijo, con una atribulada sonrisita de complicidad, orgulloso como un boy scout—. Sí, supongo que sí.

No tenía motivos para sorprenderme: después de todo, yo estaba en el servicio secreto desde hacía años, aunque en el bando contrario a él y a los suyos. ¿Qué habría sucedido, me pregunto, si le hubiese dicho entonces, «Nick, cariño, trabajo para Moscú, ¿qué piensas de eso?»? En lugar de confesarle eso, me detuve y me volví a mirar, desde la colina, el puerto y el encrespado mar.

—Me pregunto qué persiguen esas gaviotas —le dije.

Nick se volvió también y miró vagamente.

—¿Qué gaviotas? —dijo.