Capítulo 1

 

 

 

 

Frente al espejo, Sol se miró con satisfacción. No era una top model, sino más bien una chica normal, del montón, pero agradable a la vista. Le gustó la imagen proyectada en el espejo y decidió dejarse tal cual estaba.

Una fina capa de maquillaje en nude tapó las imperfecciones de su rostro y un poco de liner hizo que sus ojos verdes resaltaran. Llevaba el pelo hasta los hombros, así que se limitó a despeinarlo un poco para darle un toque más desenfadado a su look. Cogió su bolso y salió pitando, llegaba tarde y hoy era la excursión al circo.

Los inquietos niños esperaban impacientes mientras intentaban adivinar qué animales encontrarían en el interior. Sol detestaba que utilizaran los animales para sus funciones, pero el año anterior llevaron a los pequeños a un espectáculo alternativo y salieron muy disgustados, por lo que, en éste, el colegio había decidido ir a lo seguro. Ella intentaba inculcar a sus alumnos los que consideraba eran buenos valores, entre ellos el completo rechazo a todo tipo de maltrato animal.

El circo WonderLand era el mejor que llegaba a la ciudad, contaba con artistas de diversas nacionalidades y, sin duda, lo más llamativo era la gran variedad de modalidades.

—Silencio peques, que va a comenzar.

Los pequeños lo observaban todo con gran admiración; sus miradas no cesaban de viajar a lo largo y ancho de toda la carpa en busca de cualquier detalle.

Sol tomó asiento dispuesta a ver las partes de la representación que sus alumnos le permitieran.

Salió a la pista un hombre con sombrero negro; vestía una camisa blanca con pajarita granate, un chaleco dorado y, encima, un abrigo largo rojo con detalles en dorado; en la parte inferior, unos pantalones negros acompañados de unas botas altas en el mismo color.

Sus pasos y su porte se veían majestuosos. Se notaba que había presentado la función miles de veces, que las palabras que salían de su boca no eran algo improvisado; al contrario, estaban estudiadas para causar el mayor impacto.

Uno a uno fue dando paso a todos los artistas. El público aplaudía entusiasmado. Niños y mayores reían y disfrutaban de las actuaciones. Las caras de sorpresa se sucedían en las representaciones más llamativas, y las de tristeza cuando el presentador dio por finalizado el espectáculo.

Sol salió tan maravillada que sacó una entrada en primera fila para el día siguiente. Quería volver a verlo y disfrutar de los pequeños detalles que no había podido observar. Los alumnos no pudieron hablar de otra cosa durante la vuelta al colegio. Les había encantado y deseaban poder volver con sus padres. La excursión había resultado ser un éxito.

 

***

 

Cada año intentaban renovarse: conservar a los mismos empleados pero que el espectáculo resultase diferente e innovador. Los artistas circenses disfrutaban con las sonrisas de los niños y con las bocas abiertas de padres y madres. Los aplausos eran un aliciente, y es que, una vez los recibes, se hace difícil prescindir de ellos.

Nadie quería perderse a los mejores artistas del mundo, por lo que todos los colegios de la ciudad acudían en autobuses repletos de sonrisas y fantasías. Diciembre se había convertido en el mes preferido de todos los pequeños.

 

 

Tras convencer a su amigo Carlos, ambos fueron hasta la entrada de la colorida carpa. La oscuridad de la calle daba paso a las luces llamativas que conformaban el nombre del circo. El conjunto era un escenario mágico que invitaba a dejarse llevar y volver a la niñez.

Agarrada del brazo de su amigo, pasaron y se sentaron en los asientos asignados. Sol sonreía de oreja a oreja.

—Pareces una niña de tu clase. Menuda cara de pánfila tienes. —Rió hasta que le dolió la barriga.

—Anda, cállate, sólo falta que ahora tampoco tú me dejes disfrutar de la función. —Le sonrió frotándose los brazos. Estaba muerta de frío. Miró a su alrededor e hizo una mueca al ver al resto de asistentes con guantes, gorros y bufandas. Ellos habían sido más previsores.

—Compra tú las palomitas, no puedo ni moverme. Se me ha congelado el cuerpo —le pidió a su amigo fingiendo haberse quedado pegada al asiento. Éste refunfuñó, pero al final fue en su busca, así como de un buen café caliente para su amiga.

—¡Jopé, cómo echo de menos la calefacción, no sé cómo pueden ir con esos trajes tan finos! —le dijo a Carlos al verle aparecer con el café—. Claro, como hay nórdicos, esto les parecerá el Caribe.

—Pues que me tiren un nórdico a mí —ordenó Carlos entre risas.

El presentador salió para dar comienzo al show. Atónita, disfrutó de los trapecistas, contorsionistas y malabaristas, pero su mente se nubló en cuanto un chico entró en escena con su tela mágica simulando las alas de un ángel. Sol apenas podía apartar la mirada del rubio de tez blanca como la nieve.

—Cierra la boca o te va a entrar un león en lugar de una mosca, nena —le susurró Carlos. Sol ni se inmutó, apenas advirtió el murmullo de la gente. No podía apartar los ojos del escenario.

—¿Has visto el mismo ángel que yo? —preguntó con la respiración entrecortada.

—No, bonita, lo que he visto es cómo le remirabas el paquete y abrías la boca como a punto de comerte un buen chuletón.

Ella suspiró y lo dejó hablando solo. Aprovechó el intermedio para ir en busca de otro café. Todavía sentía la electricidad por el cuerpo. Las piernas le temblaban y, la duda de si lo que había visto era real o bien su mente le había jugado una mala pasada, le azotaba. Se tomó el café de un trago y corrió a refugiarse a la comodidad de su asiento, donde, gracias a que la carpa estaba completa, el frío parecía disminuir.

—¡Qué asco de frío! —refunfuñó para sí misma.

El espectáculo finalizó y el presentador de voz grave se despidió de los visitantes. A decir verdad, Sol apenas había prestado atención a lo que sucedió en la segunda parte. Sólo podía pensar en el ángel de las telas.

Estaba tiritando de frío. De pronto creyó recordar que, en el bolso, había metido unos guantes e intentó dar con ellos entre todo lo que tenía.

—No sé para qué llevas bolsos tan grandes si luego no encuentras nada, parece la chistera de un mago.

—Y saldrá de aquí un conejo que te va a llevar al país de las maravillas como no dejes de fastidiarme. —Se rieron; ambos sabían que Carlos tenía razón.

Allí, helada de frío y en busca de unos guantes que no estaba segura de tener, la electricidad se volvió a apoderar del ambiente. Se olvidó del frío, de los guantes y de su amigo. Quedó petrificada, estática. El corazón le latía de manera feroz. Sintió la garganta seca de nuevo, la sentía arder al tragar su propia saliva.

Ivánov hablaba tranquilamente con Kenneth, un canadiense de treinta y cinco años muy bien llevados que había pasado media vida en España. Cuando estaban juntos hablaban en inglés, pues se les hacía extraño hacerlo en español.

Oyó un castañeteo de dientes y se giró mientras le decía a su amigo: «Los españoles no sobrevivirían en Rusia ni medio segundo». Pero la sonrisa se le borró al verla allí muerta de frío. Tuvo ganas de correr hasta donde se encontraban y pegar a su acompañante por ser tan descortés. ¡¿Cómo podía ser tan poco caballero y permitir que se helara?!

 

—¡Está buena! —dijo Kenneth observando a Sol. Ivánov sacudió la cabeza, molesto por no ser el único que se había fijado en ella.

Con pasos decididos, se acercó a la muchacha.

Take —le dijo tendiéndole sus cálidos guantes.

—Oh, thank you! I have some, somewhere —respondió con su escaso nivel de inglés.

Carlos le propinó tal codazo que Sol se giró para dedicarle una de sus miradas de aviso.

Well, thanks. I promise to return.

—Regalo de la casa —dijo en un español al que Sol llamaba «típico cagaspañol de guiri».

Y sin más, cada uno siguió su camino. Ivánov continuó charlando con su amigo y ella con el suyo, aunque ninguno de los dos pudo centrarse en sus interlocutores.

 

***

 

—¡Por fin unos días de vacaciones, qué ganas tengo! —gritó Quim, el profesor de gimnasia.

—Sí, la verdad es que estoy deseando tener un poco de tranquilidad —apostilló Sol.

Quim era un atractivo chico rubio de ojos marrón chocolate; tenía unos abdominales con los que se podía lavar la ropa a mano y que, además, eran la envidia del profesor de matemáticas. En definitiva, era un joven dulce que las volvía loquitas a todas y causaba envidias entre los hombres. Antes de terminar la carrera, Sol y Quim estuvieron saliendo, pero la cosa no cuajó; él quería un noviazgo estable y ella no estaba preparada, deseaba divertirse y no enfrascarse en una relación, ni atarse a una persona. Pero eso no significó que se rompiera la amistad e incluso, con el tiempo, ésta aumentó y se volvieron confidentes.

Carlos y él eran los únicos que sabían de la existencia del ángel pálido, como lo habían apodado. Y es que Sol iba una vez a la semana al circo sólo para poder verlo durante los escasos minutos que duraba su espectáculo. No se quedaba después, lo contemplaba actuar y se iba, evitando de paso asistir a la parte en la que utilizaban a los pobres animales.

Era absurdo y lo sabía, por eso sólo se lo había contado a Quim, a quien le había suplicado que no comentara nada delante de Carlos, pues sabía que, de enterarse éste, las bromas se sucederían sin cesar.

El primer día de vacaciones amaneció con el astro rey en todo su esplendor; pegaba con tanta fuerza que hacía un calor extraordinariamente anormal para el mes de diciembre; por eso decidió aprovecharlo al máximo. Cogió sus patines y metió en la mochila un libro, agua y sus zapatillas. Se cargó la mochila a los hombros y se fue patinando hasta el parque al que siempre acudía al ritmo de la música de Adele.

—Cómo se nota que hace buen día —dijo seguido de una blasfemia al comprobar que no había ni una mesita libre. Pero no iba a permitir que semejante nimiedad le arruinara su pacífica jornada.

Vio un espacio en el césped, junto al lago de los patos, y allí se sentó. Sacó su libro de Olivia Ardey y se dispuso a pasar un rato de relax y muchas risas; no había nada que la relajara más que leer.

Tan enfrascada estaba en la lectura que no se percató de que un par de ojos la miraban embelesados.

Al cabo de un rato, levantó los ojos del libro para descansar la vista y disfrutar del paisaje. Adoraba ese parque. Se quedó embobada mirando los patos, arrugando el entrecejo para que el sol no la cegara.

Los ojos grises, que la observaban a una distancia prudente, no perdían detalle de cada gesto.

—Un bonito perfil —lo sorprendió Anielka.

Ivánov se giró, asombrado de la perspicacia de su hermana mayor; jamás se le escapaba una.

—La veo todos los miércoles en el circo —le comentó. Ivánov fingió no haberse dado cuenta—. No disimules, sé que la has visto, y... fíjate qué casualidad que nunca se queda al final. Es raro, ¿verdad? —preguntó suspicaz.

—Será que le ha gustado el espectáculo —dijo con sequedad, y se volvió a contemplar a la chica que miraba los patos como si jamás hubiese visto animal semejante.

Le maravilló la manera en la que parecía gozar de un día tan inusual y, sin duda, le llamó la atención esa preciosa sonrisa que se dibujaba en su cara mientras leía. Anielka se levantó con tanta decisión que Ivánov tembló. La vio acercarse a la joven y mantener una conversación animada. Su hermana hablaba muy bien el español, mucho mejor que él. Se había esforzado por aprender la lengua del país que visitaban cada año desde que era una niña. En cambio, Iván apenas llevaba cinco años en el circo y le costaba mucho dejar su querido Moscú, sus costumbres y su idioma.

—Hola, me llamo Anielka. —Le tendió la mano a una Sol desconcertada que intentaba ubicar de qué la conocía—. Trabajo en el WonderLand, soy una de las trapecistas.

—Ah, encantada —saludó avergonzada; no entendía a cuento de qué se acercaba a saludarla.

—Te veo todas las semanas en el circo. —Al ver lo colorada que Sol se empezaba a poner, la muchacha añadió—: No eres una chica que pase desapercibida para muchos de mi familia.

Sol sentía que se asfixiaba. Siempre había intentado pasar inadvertida y, pese a las sonrisas de la chica de la cafetería, nunca imaginó que alguien más se había percatado de su presencia. ¡Menuda vergüenza! Rogó a Dios y a todos los santos habidos y por haber que se abriera una enorme brecha en la tierra y se la tragara. No le importaba dónde aterrizar mientras fuera muy lejos de allí, pero cuando reaccionó ya era tarde: no sabía en qué momento había aceptado la mano de aquella extraña y habían caminado juntas hasta el grupo que practicaba piruetas en la hierba. Ahora sí que estaba perdida, no sabía dónde meterse y Dios y los santos no parecían hacer caso a sus plegarias. Incluso juró ir a misa si la hacían desaparecer, pero nada, seguramente no creyeron tal juramento viniendo de parte de semejante agnóstica.

Decenas de manos se acercaron a estrechar la suya y algunas bocas se atrevieron a darle dos besos. Oyó cómo la saludaban en ruso, checo, francés, español, croata, inglés y algún que otro idioma que no llegó a identificar.

Ante la atenta mirada de Ivánov, se sintió pequeña y desvalida, como si cada uno de sus sentimientos y pensamientos estuvieran ahora al descubierto, como si pudiera rozar su alma con sus penetrantes ojos grises.

—Iván, acércate, no seas maleducado. —Sol sintió escalofríos, al fin conocía el nombre de su ángel pálido—. Ivánov es mi hermano pequeño, pero llámale Iván, detesta su nombre completo.

—Hola. —Su voz sonó ronca, demasiado para su gusto.

—Ho… hola —susurró, sintiéndose la mujer más imbécil del mundo.

—Le estoy dando clases de español desde que empezó a viajar con nosotros, pero le cuesta mucho emplearlo. Intenta hablar siempre en ruso o en inglés, aunque el español también lo chapurrea.

«¿Por qué me cuentas estas cosas?», se preguntó.

—¿Tú a qué te dedicas? —continuó preguntando Anielka, haciendo caso omiso a la cara de póquer de Sol.

—Pueeess… soy maestra. De niños. Maestra de primaria —contestó cohibida y sintiéndose tonta.

«¡Pero cómo puedo estar hablando así!», se lamentó.

—Mi hermano tiene mucha curiosidad por saber qué estabas leyendo. —Iván miró a su hermana a la vez que captó a la perfección qué pretendía.

—Pues estoy leyendo un libro. —Se exasperó por la absurda respuesta—. Es de mi autora favorita, Olivia Ardey —se apresuró a añadir.

—¿Americana? —preguntó con mucha curiosidad.

—No, es española. Escribe romántica, dudo que a tu hermano le pueda interesar.

—Te sorprenderían los peculiares gustos de mi hermano. No, no es gay —aclaró Anielka. Sol suspiró aliviada e Ivánov se despanzurró de risa. Ivánka se unió a la conversación, por lo que Anielka tuvo que traducírselo todo.

Ivánka era rusa, de Novosibirsk, y sólo hablaba su lengua; a diferencia de Iván o Anielka, ella no se molestaba en aprender otras.

Ivánov se esforzaba por no mirarla o al menos porque no pareciera tan obvio, pero a esas alturas ya le daba igual. La actitud de su hermana lo había delatado. Era muy extrovertida, en exceso en ocasiones, como lo estaba siendo en ese momento, pero era su hermana y la adoraba, y en el fondo incluso agradecía que actuara cuando él no era capaz de dar el paso.

Casi todos sabían que Sol acudía a menudo al circo, de igual manera que se habían dado cuenta de los nervios de Ivánov al descubrirla entre el público. Acontecimiento llamativo en el imperturbable ruso.

—Bueno, ha sido un placer conoceros, pero tengo que irme —se excusó Sol.

—¿Vendrás esta noche? —preguntó Anielka a bocajarro.

—No.

Escueta y fría le sonó la respuesta, y se sintió estúpido por esperar que saliera un «sí» de sus labios.

Sol pensó en un motivo por el cual no podía acudir, pues hasta ese mismo instante sí tenía planeado ir. El orgullo contestó por ella al sentir que pensaban que no tenía nada mejor que hacer.

—Es que mañana me voy a esquiar y aún no tengo las maletas hechas. —Añadió apresurada.

—Buen sitio para alguien tan friolero... Al menos llevarás mis guan...

—Qué pena, me hubiese gustado volver a verte —le dijo una voz masculina muy cerca de su oído. Se trataba de Kenneth. Sol se ruborizó hasta cotas inimaginables e Iván resopló molesto por la interrupción.

—Cuando vuelvas, pregunta por mí, Sol. —La llamó como si fuese una vieja amiga—. Te reservaré un sitio especial.

—Claro, gracias, Anielka.

Sol se sentó en el suelo, ante un Ivánov que no le quitaba ojo, y se descalzó las deportivas, las metió en la mochila y se puso de nuevo los patines.

—Nos veremos, hasta luego. —Y se fue patinando a una velocidad que la asombró. Como se le cruzara alguien, iba a terminar estampada contra el suelo.

Llegó a casa jadeando, parecía que la hubiera perseguido un demonio. Tenía la lengua fuera, como un perro en pleno verano. Tiró sus cosas encima del sofá y marcó el número de Quim.

—No sabes lo que me acaba de pasar… —No dijo ni hola, tampoco esperó respuesta. Se puso a relatar con pelos y señales lo sucedido esa tarde; hablaba de manera atropellada, suspiraba y dejaba silencios de suspenso.

—¿Qué piensas hacer?

—¡Y yo qué sé, Quim! Por lo pronto hoy ni loca aparezco por el circo, mañana me voy a esquiar y luego ya veremos; con un poco de suerte acabo enterrada en un alud de nieve artificial o me golpeo yo misma con los esquís... ¡ja, ja, ja!

—Estás loca, muy loca, amiga.

—¡Vaya novedad! —Suspiró—. A las cinco estoy en tu casa, te dejo, así preparo la bolsa. Hasta dentro de unas horas.

 

***

 

Pasaron diez largos días hasta que decidió volver al circo y verlo. Durante ese tiempo se prometió no ir. No era propio de ella comportarse como una adolescente hormonada. Sol era comedida en cada uno de sus actos amorosos, detestaba ir implorando atención o que un hombre notara que suspiraba por él. Por un momento pensó que, ya que él no entendía del todo el idioma, no entendería los suspiros, hasta que se dio cuenta de que éstos son iguales en todo el mundo y decidió dejar pasar unos días.

Acudió al circo con calma, hasta que llegó a la puerta y lo vio. Llevaba un precioso esmoquin que le sentaba como un guante. Estaba arrebatador con el pelo engominado y una resplandeciente sonrisa. ¡Qué sonrisa!

Los suspiros se sucedían uno tras otro.

Adebayo, un patinador negro, la tomó de la mano y la acompañó al lugar más privilegiado de todos: entre bambalinas. Cada uno de los integrantes de la enorme familia circense se acercó a saludarla.

—Estoy muy enfadada contigo —la regañó Anielka con el ceño muy fruncido—. No me mires con esa cara, has tardado mucho en volver y tengo algo especial para ti.

—¿Lo… siento? —consiguió decir sin mucho convencimiento.

Anielka la arrastró por toda la carpa, presentándole a los artistas que no había podido conocer en el parque. Tiraba de Sol con la fuerza de un huracán sin que ésta pudiera hacer nada por remediarlo. Tampoco un alma caritativa se ofreció a echarle una mano con semejante torbellino, nadie en su sano juicio hubiese intervenido.

—Iván, la dejo contigo, voy a terminar de arreglarme —dijo al llegar a una zona donde muchos retocaban su maquillaje o añadían complementos a su vestuario. Y ahí se quedó, abandonada a su suerte sin saber qué hacer. Él hablaba algo de español, pero, por lo que le habían dicho, prefería hablar en inglés y el suyo era muy básico. Lo observaba cohibida esperando que Iván se dirigiera a ella y, al parecer, éste había encontrado una manera mejor para expresarse sin utilizar idioma alguno.

El beso la cogió desprevenida. Al principio se quedó paralizada, temerosa y sin entender lo que estaba sucediendo pero, transcurrido ese pequeño lapsus, abrió la boca, dejando vía libre a ese método de comunicación.

Se abandonó a los fuertes brazos que la tomaban por la cintura, a los grises ojos que la traspasaban, a esas sedosas manos que acariciaban su nuca. Se abandonó a lo que sentía y al calor abrasador que se estaba apoderando de su ser. ¿Era real? Sí, como el aire que intentaba entrar por sus pulmones a través del escueto espacio que los labios del ruso le permitían.

La mano de Sol, sobre el pecho de Ivánov, lo apartó con brusquedad. Su mirada felina se clavó en esos labios que acababa de poseer sin permiso y luego en un par de esmeraldas que lo miraban pidiendo respuestas.

—Me gustas —soltó sin mediar más palabra, encogiéndose de hombros.

La cara de Sol era un poema. Estaba excitada, y peleaba contra sí misma para intentar sosegarse y recuperar el ritmo habitual de su respiración. Pero lo que su rostro trasmitía era la total y completa falta de comprensión a lo que acababa de pasar. Se dijo que era inútil decirle algo, así fuera un improperio o un halago: él no iba a entenderla o al menos eso creía ella, así que su opción más factible era la retirada o, mejor dicho, la cobarde huida. Estaba maquinando cómo salir corriendo de allí sin que nadie se enterara cuando otra vez las suaves manos de Iván la sujetaron por la muñeca.

—No te vayas.

«No, si ahora encima resultará ser vidente, ¡joder!», se lamentó Sol.

—Me gustas mucho y a falta de palabras…

—¿Te planto un beso? —repuso ella intentando zafarse. La incredulidad se percibía en su rostro—. No sé cómo os comunicáis en tu país, pero en el mío, desde luego no vamos plantando besos a medio mundo como si dijéramos «hola».

Ivánov la miraba con ojos de cordero degollado. La cara de su hermana Anielka y el «le gustas» con el que lo convenció para lanzarse a Sol le vino a la mente y tuvo unas ganas locas de matar a su hermana de manera muy lenta.

—Lo siento —se disculpó para después ir en busca de su hermana, dejando sola a la chica a la que acababa de besar.

Allí estaba, tan serena, maquillándose, cuando su «pequeño» hermano entró hecho una furia.

—Me has dicho que le gustaba, que la besara, y sólo le ha faltado pegarme. Creerá que soy un pervertido.

—¿La has besado? —preguntó aplaudiendo.

—Búscala y soluciónalo. Tú me has metido en esto y ahora tú me vas a sacar, ¡quién me manda a mí hacerte caso!

Todos oyeron los gritos de Iván, pero nadie entendió el motivo, salvo Ivánka, que fue en busca de Sol.

La pobre continuaba estupefacta y, ahora sí, molesta por la huida de Iván al decirle que así no se hacían las cosas. Ivánka la cogió del brazo con fuerza y la arrastró por medio circo hasta dejarla frente a los dos hermanos, que seguían vociferando como leones.

—Aquí la tenéis. Ivánov, no le eches toda la culpa a tu hermana, que bien que te ha gustado besarla. Ahora dejad de gritar, que no hace falta que toda la ciudad se entere. —Se fue muerta de la risa al pensar en las caras de los tres, sobre todo en la de la pobre española que no se enteraba de nada.

—Mi hermano lo siente mucho.

—Eso ya me lo ha dicho. Pero, Anielka, me ha besado sin decir nada, ni un simple «hola» y, para colmo, le digo que así no se hacen las cosas y se larga dejándome sola. ¿Tú lo ves normal?

—¿Te gusta? —El silencio fue la respuesta—. ¿Te ha gustado el beso? —La cara roja de Sol fue la respuesta—. ¿Cuál es el problema entonces?

—¿Qué cuál es el problema? Si en Rusia los desconocidos acostumbran a besarse me parece genial, pero aquí estas cosas no pasan, y menos que luego te dejen con la palabra en la boca y salgan huyendo.

—Iván, yo me encargo de solucionarlo. —Éste se fue, dedicándole una mirada conciliadora a Sol y una dulce caricia en el brazo.

—Mira, Anielka, imagino que es obvio que tu hermano me atrae y sé que mis visitas semanales habrán dado que hablar, pero si intenté pasar desapercibida es por algo.

—Te gusta, tú le gustas. No entiendo cuál es el problema. —Se encogió de hombros.

—¿Problema?, te los voy a enumerar: primero, apenas hemos cruzado dos palabras; segundo, no sé si está casado, soltero, viudo. No sé nada de él, y tercero, no...

—Sol —la reprendió en tono maternal.

—No voy a negar lo evidente, Anielka, pero precisamente porque no somos niños no voy a consentir que actuemos como tal; me gustan las cosas bien hechas y lo único que pido es respeto. Si se entiende, bien, y si no, pues no volveré a pisar el circo y punto —sentenció.

—Tú misma, Sol —dicho esto, la rusa cruzó la puerta y la dejó sola.

No pensaba huir como una cobarde, así que decidió que lo mejor era sentarse a disfrutar del espectáculo. Maldijo la hora en la que acudió y se prendó de su ángel pálido. ¿Cómo podía gustarle un tipo del que no sabía nada? Bueno, sabía que besaba como un perverso ángel creado para dar placer. ¡Cómo besaba!

No pudo prestar atención, ni siquiera cuando salió Ivánov consiguió dejar de divagar. Estaba absorta en sus pensamientos, y él también.

Su hermana no cesaba en su faceta de Cupido y se pasó las dos horas pidiendo que hablara con ella.

—No seas tonto —insistía. Pero decidió no hacerle caso, Sol le gustaba mucho y ya se había embarrado lo suficiente como para saber que no sentían lo mismo; aunque su forma de devolverle el beso le dijera lo contrario, los hechos siguientes hablaban por sí solos.

Anielka estuvo un largo rato buscando a su nueva amiga, pero no consiguió encontrarla; sólo tuvo noticias suyas cuando llegó a su caravana y vio la nota que colgaba del espejo.

«Siento mucho mi comportamiento, supongo que he sido infantil y torpe; si le gustaba un poco a tu hermano, ahora me va a tener fobia, seré como una de esas enfermedades raras. Dile que su beso me encantó, que él me encanta y que tú me encantas. Has entrado como un tornado en mi vida medianamente apacible, y tu hermano, “el ángel pálido”… Te dejo mi teléfono, llámame cuando quieras y… dile a Iván que lo siento mucho… y que, si aún quiere, podemos hablar, esta semana haré un intensivo de inglés.

Xoxo, Sol.»