CAPÍTULO VI
Alzó Jarbidge su vaso, colocándolo ante la lámpara, y pareció abstraerse en la contemplación de las irisaciones que la luz arrancaba al licor.
—Ha sido una noche estupenda, Slim, ¿no cree?
Roker hizo un gesto de duda.
—¿Cómo?—se asombró el dueño del hotel.
—Sanders es un loco. Mac Millan, un avaro. En cuanto a Roberts, acabará también por excitarse...
—Y yo, ¿qué? Vamos, Jim, no tenga reparo en decirlo.
Slim denegó con suavidad.
—Permítame que no lo diga, John. Tal vez no me atreviera a decirle la verdad.
—Dígala, Slim. Deseo que entre nosotros no haya reservas de ninguna clase.
—Está bien. De todos ellos, usted es el único que busca algo concreto... Pero le falta ánimo para atacar la cuestión de frente buscando el triunfo o... la derrota...
El rostro de Jarbidge adquirió una dureza inusitada, diabólica.
—Es posible que lleve usted razón...—admitió.
—Lo siento—expresó Jim, y bebió de un trago su licor.
Jarbidge lanzó una carcajada nerviosa.
—No lo sienta, hombre. Algún día tendríamos que quitarnos las caretas, ¿no?
—No comprendo...—opuso Slim, inquieto.
—Slim—dijo Jarbidge—, usted ha adivinado mis propósitos. Soy un hombre ambicioso, sí; pero no es que me falte valor, sino ciertas condiciones que... usted posee en grado sumo. Usted y yo, unidos, podremos conseguir buenos triunfos aquí en Calpet.
—Con procedimientos sucios, supongo—aventuró Slim con cautela.
—¿Le importaría, acaso?
—Según...—dijo Roker sin comprometerse.
—Me conformo con eso—expresó Jarbidge, sonriente—. El trato podría ser éste: el dinero de Roberts y Sanders, para usted; la hacienda de Mac Millan, para mí. Un buen negocio para ambos, ¿no?
Slim sufrió un sobresalto. Aquel hombre quería ir lejos.
—¿Qué busca usted en la hacienda de Mac Millan?
Jarbidge esperaba la pregunta. Por eso no titubeó.
—Siempre he deseado tener un rancho. Pero no me siento con ganas de empezar con cuatro vacas. Soy demasiado viejo para comenzar ahora...
Mentía. Slim estaba seguro de ello. No concebía a aquel hombre pulcro y afectado dirigiendo un rancho. ¿Qué ocultaba, entonces, aquel hombre?
La excitación del enigma volvió a dominar a Slim. Pensó que, en realidad, debería importarle poco. Le ofrecía hacerse con dinero con el cual él, Slim, pondría cima a sus proyectos de siempre: montar en California una casa de juego y hacerse rico con ella... El asunto se presentaba bien maduro. Porque aquellos hombres que acababan de irse estaban poseídos del demonio del juego y resultarían fáciles presas.
Bien que Mac Millan era un avaro y casi otro tanto podía decirse del banquero, pero no sería difícil arrastrarlos a un desastre. Slim lo sabía bien, y contaba para ello con el vicio de Sanders. El ambiente estaba preparado, pero como Jarbidge se sentía incapaz de provocar la explosión, ahí estaba él, Slim, con su frialdad de tahúr y, por tanto, el hombre que necesitaba Jarbidge...
—¿Cuál es su plan, John?
Jarbidge suspiró aliviado.
—Tres noches más serán suficientes para arrastrarlos a una partida de restos libres... Luego, todo resultará fácil. Usted y yo jugaremos combinados... Ya acordaremos un sistema de señas especiales...
* * *
Dos noches después, los restos habían alcanzado el punto máximo de quinientos dólares. Aquella noche se terminó el juego resultando ganadores Slim y el banquero: el primero, con mil dólares y el segundo con doscientos cincuenta. Pero el banquero no se reponía por eso de sus pérdidas de otras noches y que ya alcanzaban la cantidad de seiscientos cuarenta dólares.
Se levantaron de la mesa, dando por terminada la partida.
De pronto, Sanders tomó la baraja y comenzó a mezclar las cartas con rapidez. Jarbidge, que llenaba los vasos, se detuvo.
Sanders sonrió torcidamente.
—Estaba pensando que, tal vez, míster Roker desee jugar sus ganancias conmigo, a una carta... —miró provocador al banquero—. Acaso usted, Roberts, quiera también entrar.
—Acepto—dijo Slim.
Roberts titubeó. Acarició pensativo los billetes que aún conservaba en sus manos.
—¿Cuánto?—inquirió anhelante.
—Quinientos—indicó Sanders con rapidez.
—Mis ganancias han sido mil dólares—anunció Slim con sencillez—. Creí que usted se refería a ellas en total.
Sanders tragó saliva.
—Bueno, que sean mil—aceptó.
—¡Es una locura!—protestó el banquero, excitado.
—¡Rayos!—exclamó Sanders—. Nadie le obliga a ello.
Roberts sacó más dinero y lo contó.
—Está bien. Mil—y depositó los billetes sobre la mesa.
Slim miró a Mac Millan.
—Naturalmente, usted no querrá jugar. Es lógico, ya que ha perdido mucho...
Sin esperar la respuesta se dirigió a Jarbidge:
—Usted está en las mismas condiciones, John.
El aludido sonrió.
—Ganas me dan de meterme... Pero... haré de espectador con Mac Millan.
El ganadero titubeaba aún. Sus ojos brillaban, febriles. Finalmente quiso sonreír y consiguió una mueca.
—No tengo dinero...—expresó con lentitud—. Si me admiten un recibo...
El banquero dio un respingo.
—Escuche, Mac Millan, quiero advertirle...
—Por favor—intercedió Slim, sonriendo con amabilidad—. No descubra secretos profesionales, míster Roberts. Aunque seamos amigos, resultan improcedentes.
Mac Millan también se dirigió al banquero, con sequedad:
—No importa, Roberts. Ya lo arreglaremos —miró a los otros—. Bien, señores, firmaré un recibo al ganador.
Sanders volvió a barajar con cierto nerviosismo. Luego dejó la baraja sobre la mesa.
—Usted primero, Roker.
Slim levantó un grupo de unas nueve cartas, aproximadamente, y las puso boca arriba.
—¡Dama! —exclamaron cuatro gargantas al unísono.
El banquero hizo un gesto de preocupación. Sanders volvió a tragar saliva y Mac Millan se estremeció.
—Usted, Roberts—pidió Sanders.
El banquero cortó y palideció intensamente. ¡Había obtenido un siete!
—¡Maldición!—rugió colérico.
—Corte, Mac Millan—dijo Sanders con voz temblorosa.
El ganadero posó sus gruesos dedos sobre los naipes.
—Un rey... o... un as...—musitó como si conjurara la ayuda de la suerte, y cortó con rapidez.
¡Un diez! Mac Millan se tambaleó, mientras su rostro se volvía ceniciento.
—Bien, voy yo — anunció Sanders, alardeando de una tranquilidad que no sentía.
Levantó, y las cartas se le cayeron de las manos. ¡El dos de corazones! Quedó alelado, mirando aquellos naipes que se le habían soltado de entre los dedos. ¡La carta anterior al dos era el as de diamantes!
—¡Una menos, y...!—masculló.
Slim recogió las ganancias. Mac Millan se dirigió a él con gesto cansado.
—Voy a firmarle ahora mismo un recibo, que podrá cobrar usted dentro de un par de días. ¿Le parece?
—Claro.
—Bueno, señores—dijo Jarbidge, y acaparó la atención de todos en el acto—, creo que nos estamos excediendo demasiado... A este paso no sé a dónde iremos... Propongo que, desde mañana, sigamos jugando como antes...
—¡Y un cuerno!—exclamó Sanders brutalmente—. Es una tontería pensar que siempre va a ganar Roker. Cualquier día la suerte le volverá la espalda y alguno de nosotros podrá recuperarse, e incluso ganar.
—Eso puede ocurrir, en efecto—asintió Slim amablemente.
Jarbidge miró a Mac Millan y a Roberts. Vio en sus ojos la tácita conformidad a las palabras de Sanders, y procuró dominar el gozo que amenazaba salir al exterior como una explosión ruidosa y triunfante. Se encogió de hombros.
—Está bien, amigos. Sea como ustedes quieran.
Cuando los otros se marcharon, Jarbidge no pudo ocultar por más tiempo su entusiasmo.
—Bueno, Slim, esto marcha—llenó un vaso y se lo dio al joven—. Creo que podemos brindar por nuestro triunfo.
—Supongo que sí—advirtió Slim, simulando una alegría que no sentía.
Poco después, Slim marchó a su habitación y se metió en la cama. El sueño no vino tan pronto como él deseaba, y estuvo despierto más de una hora, pensando. Meditó intensamente sobre la aventura en que estaba metido y sus pensamientos no le produjeron la satisfacción que era de esperar dado el cercano éxito que adivinaba. Tal vez porque aquella victoria exigiría un precio demasiado alto.
Se despertó muy tarde. Miró el reloj y vio con sorpresa que eran más de las doce. Se vistió con rapidez y no olvidó el afeitado que desde tres días atrás era una faena cotidiana.
Salió del cuarto, y cuando se dirigía a la escalera se cruzó con la esposa de Jarbidge. Sólo la había visto dos veces desde la presentación, en ocasiones fugaces, y siempre había notado que ella se mantenía a distancia, sin concederle otra cosa que una cortesía fría, de circunstancias. Inició el saludo de rigor y notó, sorprendido, que ella correspondía con una sonrisa amable, amistosa casi.
Aquella tarde ella le habló. La cosa empezó con el detalle de preguntar Clara si se le atendía bien. Aquello, aparentemente, era natural, ya que la mujer llevaba, realmente, la dirección del establecimiento.
—Sería injusto si me quejara—respondió él con sinceridad—. Son ustedes muy amables.
—Celebro que tenga ese concepto de nosotros, y también me alegra que usted y mi marido hayan llegado a un acuerdo respecto a esos... negocios.
Slim se puso en guardia. ¿Sabría aquella hermosa mujer lo que su marido tramaba?
—Aún no hemos hecho nada... Planes, solamente...
—¡Ah!... Entonces, ¿usted también cree que esta tierra es buena para sembrar trigo?
Slim experimentó un sobresalto. ¿Trigo? ¿A qué se refería Clara? Pero tenía que responder algo, algo que, en definitiva, no demostrara su ignorancia. Hizo un gesto vago.
—Bueno, la verdad es que yo entiendo poco de eso. Tendré, claro está, que cerciorarme bien de las propiedades del terreno, benignidad del clima... En fin, ciertos detalles imprescindibles... —sonrió—. Por otra parte, la vida que hago aquí es la única para resarcirme de estos últimos meses, demasiado agitados... Tomo la cosa con calma, en una palabra.
Ella inició una sonrisa encantadora.
—Me alegra mucho que mi marido haya encontrado un socio tan sensato. Sí, creo que será una suerte para él.
—Estimo que la suerte ha sido mía, al hallarlos a ustedes—rindió Slim galante.
Clara le miró profundamente y él se sintió algo trastornado. Ella se había humanizado, de pronto, y Jim comenzó a considerarla bajo otro aspecto. Notaba en la hermosa mujer un anhelo contenido, y comprendió que Jarbidge no la hacía feliz. Era una hembra ambiciosa de amor junto a un hombre ambicioso de poder. Dos clases de ambiciones totalmente incompatibles...