CAPÍTULO IV

 

Slim estaba terminando de comer, cuando se le acercó el dueño del hotel.

—Es usted míster Póker, ¿verdad?

—En efecto.

El otro le tendió la mano.

—Me llamo Jarbidge. John Jarbidge. Soy el dueño de este establecimiento.

—Bien...—y Slim dejó de comer y se dispuso a escuchar al recién llegado.

Jarbidge arrastró una silla y tomó asiento al otro lado de la pequeña mesa.

—Con su permiso—dijo, y sonrió con amabilidad—. Pero siga comiendo. Hablaremos mientras tanto.

Hizo una pausa y observó cómo el joven reanudaba su comida.

—Esta mañana—expresó Jarbidge con lentitud, mirando al joven—ha estado aquí el «sheriff»... Deseaba hablar con usted. Pude convencerle para que no le molestara bajo la promesa de que usted iría a verlo a la oficina.

Slim consideró atentamente las palabras de aquel hombre. Pero estaba acostumbrado a desconfiar de todo el mundo y no iba a hacer una excepción con el tal Jarbidge.

Respondió tranquilo, indiferente:

—Iré, desde luego, en cuanto termine de comer. Se tratará, sin duda, de alguna formalidad con los forasteros...

—El «sheriff» no acostumbra a molestar a ningún recién llegado...—observó con suavidad, sin quitar sus ojos de los del tahúr.

Slim dominó su emoción. Estaba seguro de que su interlocutor le estaba sondeando. Se encogió de hombros.

—Pues no puedo imaginar qué quiere de mí. No conozco a ese «sheriff», ni él me conoce a mí, claro. Por otra parte, llegué aquí anoche, ya tarde...

Jarbidge sonrió abiertamente y sus manos huesudas y pálidas se agitaron en son de protesta.

—Esté tranquilo respecto a nosotros, míster Póker... Hay muchas personas que pudieron verle anoche llegar. Incluso antes de llegar al poblado...

Slim pensó que Jarbidge comenzaba a enseñar sus cartas. Ahora faltaba saber qué papel jugaba en todo aquello.

—Sí; tuve un pequeño tropiezo en el bosque... aunque, al final, todo quedó aclarado. Tal vez el «sheriff» desee saber otros detalles...

—¿Un tropiezo en el bosque?—inquirió el otro simulando sorpresa—. Entonces no pudo ser con otro que con Knox, uno de los rancheros más poderosos del contorno. Buscaban al asesino de su hijo John. Knox es soberbio, duro, intransigente. Si usted se indispuso con él, será mejor que no permanezca mucho tiempo por aquí. Es un consejo de amigo, míster Roker.

Jarbidge parecía sincero y Roker sintió simpatía por aquel hombre. Se limpió los labios con la blanca servilleta y sonrió, excitado.

—Me indispuse con él, en efecto. Pero pienso recurrir al «sheriff», primero... Si él no me hace caso... Bueno, yo no acostumbro a que nadie se me imponga por las malas... Si el aire de Calpet me sienta bien, me quedaré—se levantó y sonrió, pidiendo disculpa—. Perdone que me haya excitado un poco, míster Jarbidge.

—No diga eso. Me he sentido muy honrado con su confianza. Y ahora escuche esto: Fairfield, el «sheriff», es un pobre diablo, engreído y fanfarrón. Achíquelo y le lamerá las manos. ¿Me entiende, verdad?

—Desde luego.

Roker se despidió del dueño del hotel y salió a la calle. La oficina del «sheriff» estaba en la otra acera cinco casas más a la izquierda de la frontera del hotel. Slim atravesó la calle en diagonal.

Procedente del Sur venía un ligero «buggy» tirado por una yegua fogosa y conducido por una joven esbelta y bonita, al parecer, pues la distancia era aún considerable y Slim no podía apreciar bien a la muchacha.

Slim llegó a la acera, justamente enfrente a la oficina del «sheriff», pero no se dirigió a ella. Giró, dándole la espalda, y esperó el paso del vehículo. Ya más cerca pudo apreciar que la conductora poseía una belleza poco corriente. Era joven, de rostro trigueño, pelo negro y grandes ojos bellos y audaces.

Slim había pensado saludarla con admiración, pero se contuvo a tiempo, dominado por una inquietud inexplicable. Aquel rostro poseía rasgos conocidos, aunque dulcificados por la juventud de la muchacha...

Ella se había erguido en el asiento con coquetería al ver el gesto claro del hombre al detenerse y volverse hacia la calle. Sin embargo, en el momento en que llegaba a la altura de Slim, éste giraba con rapidez y se dirigía a la oficina. Entonces la joven hizo un gesto de despecho y chasqueó el látigo con fuerza, arrancando un galope a la yegua.

Slim entró en el despacho. Fairfield se inmutó ligeramente ante aquella presencia, pero pronto se escudó en una tesitura de severidad. Contestó con un movimiento de cabeza al saludo del joven y preguntó:

—¿Es usted Slim Roker?

—Sí.

Fairfield carraspeó:

—Míster Roker—el acento del «sheriff» era solemne—, mi cargo me obliga a comunicarle una decisión: deberá usted salir del poblado antes de la puesta del sol.

Slim sonrió.

—Naturalmente, podré saber en qué motivos se fundamenta para tomar una determinación tan severa.

—Claro—Fairfield volvió a carraspear—. Hemos sabido que es usted un jugador profesional y tratamos de evitar que permanezca aquí.

—¿Quién le ha dicho que yo soy jugador?

—Eso no importa, míster Roker. La Ley posee pruebas suficientes para obrar.

—Supongamos que soy jugador; pero supongamos que pienso olvidarme de tal cosa mientras permanezca aquí.

—Me temo que su palabra no resuelva nada —el «sheriff» se irguió de su asiento intentando estirarse lo más posible para disimular su corta estatura—. Será mejor que se largue y así evitaremos disgustos.

—Me quedaré aquí, «sheriff» — aseguró Slim con firmeza—. Es más: desde este momento cambio de opinión. Jugaré si hallo gente dispuesta a ello. No hay ley alguna que impida a un ciudadano de la Unión jugar a las cartas o a lo que le dé la gana.

Fairfield, rojo de indignación, dio un puñetazo en la mesa.

—¡Usted se marchará hoy de Calpet! Se irá o le juro que... que...

Slim lo taladró con una mirada fría y dura.

—No se excite, «sheriff». Un cargo como el suyo requiere más comedimiento. He dicho que me quedo y me quedaré. Dígaselo así a Knox. Y en cuanto a usted, procure no servir esos intereses, al menos, mientras ellos traten de buscarme las cosquillas...

El enorme bigote del «sheriff» tembló convulsivamente. El hombre hizo un último esfuerzo para imponerse.

—Si se resiste a la Ley, míster Roker, le pesará.

—Y si usted me molesta sin razón, lo mataré.

Fairfield, acobardado, farfulló algo ininteligible. Slim dio media vuelta y salió de la oficina. Ya en la acera, se detuvo y comenzó a liar un cigarrillo.

Mientras fumaba se dedicó a observar el atareado trajinar de la calle. Dos pesados carromatos, cargados de madera, descendían lentamente la calle. Cuando pasaron ante Slim, éste pudo observar la marca «K-2» grabada en las tablas de los vehículos y en las ancas de los animales.

De una callejuela inmediata al hotel salió un grupo de vaqueros. Eran cinco y los caballos iban al paso. Cruzaron la ancha calzada en diagonal hacia el Norte y se detuvieron ante el amarradero de un «saloon».

Cuando los vaqueros subían a la acera, Slim creyó reconocer a uno de ellos. Estaba casi seguro de que era Bone y comprendió que valía la pena cerciorarse de ello. Necesitaba dar un escarmiento a aquel canalla que estuvo a punto de matarlo.

Empezó a andar calle arriba con paso mesurado. No era necesario precipitarse, porque los vaqueros habían entrado en el local. Cuando llegó cerca del mismo observó que enfrente del «saloon», ante un almacén, estaba parado el pequeño «buggy» que conducía la bella joven de antes. Ella estaría dentro del almacén.

Y así era. La muchacha salió del almacén en el preciso instante en que Slim llegaba ante la puerta del «saloon». Notó que ella le lanzaba una mirada rápida y que, en seguida, ladeaba la cabeza con aire de reina ofendida.

Slim no tuvo tiempo de ver más. Un ruido de pasos salía del «saloon» y al mirar vio a los cinco vaqueros, entre ellos a Bone. Este tuvo un violento sobresalto cuando distinguió a Slim, pero se hizo el desentendido y salió a la calle entre los otros. Sin embargo, Roker notó que el hombre iba envarado, vigilante.

—¡Bone!

El aludido titubeó un instante; luego, se volvió. Los otros también lo hicieron, con curiosidad. Slim buscaba en ellos algún rostro conocido de la noche anterior, pero no lo encontró. Por otra parte, ninguno de los acompañantes de Bone dio señales de haberle reconocido. Lo que demostraba que ellos no participaron en la caza del bosque.

Bone había palidecido. Estaba asustado y sólo la esperanza de la presencia de sus compañeros brillaba en sus ojos.

Slim habló con voz fría:

—Bien, Bone, volvemos a encontrarnos... Y creo que es una buena ocasión para liquidar nuestro asuntillo. Anoche se mostraba usted muy valiente mientras estuve indefenso. Tal vez ahora desee demostrar que es un hombre en cualquier circunstancia.

Bone tragó saliva con dificultad.

—Knox le dijo que yo cumplía órdenes. ¿Por qué no le pide cuentas a él?

El vaquero había hablado con voz fuerte y Slim comprendió cuáles eran sus propósitos. Por de pronto había conseguido llamar la atención de muchos transeúntes y de aquella joven que, habiéndose encaramado a su pequeño vehículo, contemplaba la escena con atención.

Slim sonrió, excitado por su propia osadía. Era una buena ocasión para demostrar que no temía al poderoso ganadero, y no la desaprovechó:

—Tal vez lo haga algún día, Bone. Pero ahora se trata de nosotros dos, exclusivamente.

—Le repito que yo cumplía órdenes de Knox.

—¿Le ordenó Knox que disparara usted contra cualquier hombre que hallara en el bosque aunque alzara las manos demostrando así sus pacíficas intenciones?

—Yo no disparé...

—¡Claro que no! Porque lo impidió otro vaquero llamado Burdett.

Slim avanzó hacia el vaquero, pero los otros se cerraron en torno a Bone y presentaron una actitud agresiva... Slim se detuvo y una sonrisa cruel floreció en sus labios pálidos.

—No hagan eso, muchachos—advirtió con voz cortante—. Aquí no encaja eso de la «solidaridad de equipo» y otras pamplinas.

Pero los otros se mantuvieron firmes. Entonces Slim retrocedió dos pasos y encogió sus manos junto a los revólveres.

—Está bien—aceptó resuelto—. Contra los cinco, pues.

Hubo un desplazamiento nervioso, precipitado, de los espectadores que habían permanecido detrás del grupo de vaqueros y a la espalda de Slim.

—¡Quietos, vaqueros del «K-2»!

La joven había saltado del «buggy» y corría hacia el lugar del incidente. Llegó, respirando agitadamente, y se interpuso entre los contendientes. Lanzó una rápida mirada a Slim y se volvió a los otros.

—Márchense a la hacienda, si han terminado ya el asunto que los trajo aquí.

Uno de ellos movió la cabeza dubitativo.

—Escuche, miss Knox...

—¡He dicho que se marchen!

Todavía los otros titubearon un instante; luego el que había hecho la objeción hizo un gesto a sus compañeros y los cinco comenzaron a bajar a la calle con paso lento y desganado. Entonces la muchacha se encaró con Slim. No había simpatía en sus bellos ojos.

—Por lo que he oído, usted odia a Bone por algo que él hizo siguiendo órdenes de mi padre.

—Usted no debe meterse en esto, jovencita —respondió Slim, aún no repuesto de la sorpresa que le había causado el descubrimiento de la identidad de aquella joven—. No sabe nada de él, y podría complicar más las cosas.

Ella hizo un gesto desdeñoso.

—Acaso esté usted equivocado. Sin embargo, me gustaría oír su versión.

Slim repasó con la mirada el círculo de curiosos y movió la cabeza.

—¿No le parece que ya hemos dado demasiado escándalo? Si usted lo desea podemos hablar en otro sitio, como dos personas civilizadas...

—¿Por qué tantos miramientos ahora? Antes no se ha mordido usted la lengua para decir que algún día pedirá cuentas a mi padre por ese mismo asunto que ahora trato de aclarar públicamente.

—¡Ah!... Quiere eso, ¿eh? Pues bien, escuche: anoche fui detenido en el bosque, por Bone, cuando venía hacia aquí. Ese vaquero me hizo pasar un mal trago: quiso matarme para cobrar un premio ofrecido por su padre a quien capturara a un asesino. La intervención de otro vaquero, llamado Burdett, me salvó la vida en él momento crítico. Entre ambos me llevaron a un claro donde estaba su padre con más de treinta hombres y otro preso que habían capturado con anterioridad...

»Ambos estábamos en las mismas condiciones, según el «tribunal» que creó su padre, en pleno bosque... El fallo fue que uno de los dos debería morir colgado. Lo echamos a suerte y... perdió el otro.

Un murmullo de reprobación agitó a la muchedumbre que se había reunido con rapidez en torno a ambos jóvenes. La incredulidad apareció en los ojos de ella. Slim siguió hablando:

—Eso fue lo que sucedió, miss Knox, y la verdad podrían testificarla todos aquellos hombres, si... son capaces de hacer algo más que obedecer ciegamente las órdenes de su padre.

Vio que ella había quedado inmóvil, paralizada por el asombro y el dolor, y no quiso ensañarse con ella.

—Le propuse darle todas cuantas explicaciones quisiera en un sitio privado; pero usted insistió. Lo siento de veras.

Ella sofocó un grito al tiempo que enrojecía y, girando con rapidez, se alejó corriendo por entre el callejón que le abría la multitud con gran trabajo. Montó en el vehículo y azotó a la yegua con furia. El animal se alzó de patas, dolorido, y emprendió una carrera loca hacia el Sur.