OCHO

 

 

 

El invierno sembraba las avenidas arboladas con una crujiente alfombra de hojas muertas. Un gélido viento había llegado durante la noche, acechando la ciudad dormida como un espectro. Al amanecer, los árboles del Parque Central aparecieron sumidos en una bruma vaporosa. El terreno brillaba escarchado por el rocío de la madrugada. Me senté a desayunar junto a Pedro Carreño, que bostezaba recién levantado, ajeno a mi descubrimiento.

Acabé pronto, cogí la mochila repleta de libros y salí a la calle, bien abrigado, llevando en el bolsillo el escudo de oro con el águila de dos cabezas. Pero en lugar de dirigirme al colegio, crucé la Plaza Gabriel Lodares y me dirigí hacia el Casino Primitivo. Acababa de tener una idea insensata, por no decir peligrosa: entrevistarme con Miguel Gamazo. El notario jubilado ya estaba en su mesa de costumbre, leyendo el periódico y tomando café. Tenía el abrigo, la bufanda, los guantes y el sombrero apilados encima de una silla. Me senté frente a él sin darle siquiera los buenos días y le puse encima del periódico el broche de oro. Nada más verlo, se puso pálido y comenzó a temblarle la mano izquierda con la taza de café, a medio camino del plato y de la boca. Optó por dejar la taza y carraspeó nervioso, disimulando su desconcierto.

--¿Es esto lo que busca –pregunté--, por eso me sigue a todas partes?

Gamazo pasó la vista disimuladamente alrededor de la cafetería para comprobar que nadie nos vigilaba y cubrió el broche con el periódico.

--¿Dónde has encontrado eso?

--Antes conteste a mi pregunta –repliqué.

--Yo no estoy siguiéndote –afirmó--, no sé por qué dices eso.

--No me tome por imbécil –reaccioné ofendido--, usted aparece siempre como caído del cielo y en el momento más oportuno. Por cierto, menuda capa negra que vestía la otra noche. Parecía usted el conde Drácula o Jack el Destripador. Menudo susto que les dio la otra noche a Ricardo y sus amigos.

--No sé de qué me hablas –negó Gamazo.

--¿Acaso piensa que no le reconocí? Le agradezco mucho que me haya salvado en dos ocasiones, pero deje ya de vigilarme.

--¿Se puede saber de qué narices hablas? –comenzó a enfadarse.

--No lo niegue, usted me sigue desde que llegué a la ciudad y averiguó quién era. Pero yo también le conozco: usted es uno de los albaceas que saquearon el patrimonio de mi abuelo. Y ahora busca el tesoro de los carlistas.

--Ya comprendo –sonrió--, lo del tesoro carlista es un mito.

s tranquilo, cogió la taza y acabó el café de un trago, se acomodó en la silla y extrajo un habano que portaba en el bolsillo interior de su chaqueta, junto a una pequeña caja de fósforos.

--Mira –dijo mientras preparaba el habano para prenderlo--, voy a pasar por alto las impertinencias con las que acabas de ofenderme, porque sólo eres un crío con la cabeza llena de pájaros.

--Usted vendió los viñedos de mi abuelo –acusé--, y además deja que se hunda el Teatro Circo para derribarlo y vender el terreno.

--Mi obligación era, y lo sigue siendo, gestionar del mejor modo el patrimonio de don Fernando Albric –hizo una pausa para encender el habano--, si vendimos la finca que mencionas fue con el fin de obtener mayor beneficio que si la hubiésemos mantenido abandonada, porque los viñedos ya no servían. El Estado quería expropiarla por una cantidad de risa para construir la carretera de circunvalación y nosotros negociamos un precio mucho más alto.

Don Miguel Gamazo se llevó el puro encendido a la boca, lo saboreó durante unos instantes y luego soltó una bocanada de humo.

--En cuanto al Teatro Circo, ya te lo dije: nadie quiere invertir la enorme cantidad de dinero necesaria para rehabilitarlo, pues costaría casi 800 millones de pesetas. Por tanto, lo mejor es venderlo para construir pisos.

--Usted se hace rico vendiendo la herencia de mi abuelo –insistí.

--No es cierto, el dinero que obtenemos ingresa en una cuenta bancaria.

--Que pertenece a los herederos de mi abuelo, no a usted.

--El general no tenía herederos. Toda su familia pereció hace años. Don Fernando Albric, a quien llamas tu abuelo, ni siquiera se casó. Así que ya me dirás entonces cómo pudo tener legítima descendencia.

--Yo soy nieto suyo –alegué, aunque no muy convencido.

--Eso tendrías que demostrarlo –sonrió con malicia--, y no creo que puedas hacerlo, no tienes la menor prueba de lo que dices.

--Aquí está la prueba –improvisé, levantando el periódico que cubría el broche de oro.

--¿Dónde lo has encontrado? –repitió.

--Es mío, lo tengo porque soy el heredero de mi abuelo.

--No es cierto, ni siquiera sabes lo que significa.

--¿Qué intenta decir?

--Es un águila bicéfala.

--¿Bicéfala? –repetí.

--Así es como se denomina en heráldica un águila imperial con dos cabezas, uno de los principales emblemas del Carlismo. Y ahora ya basta de tonterías –lanzo una nueva bocanada de humo--. Te lo compro, ¿cuánto quieres por eso? Con el dinero que te dé podrías hacer cosas mucho más divertidas que con ese objeto antiguo. Por ejemplo –sonrió con el puro entre los dientes--, cortejar a esa chica que tanto te gusta.

--No está en venta –cogí el escudo para guardármelo en el bolsillo--, y a ella ni se le ocurra nombrarla.

Gamazo soltó una carcajada, divertido ante mi nerviosismo.

--Eres un ingenuo, todo en la vida está en venta, sólo es cuestión de precio. Y el dinero es la única forma de conquistar a una chica como Raquel Villalta. De lo contrario, acabará quitándotela ese Ricardo.

--Váyase a la mierda –rechiné abochornado.

 

 

 

Como ya no era hora de acudir al colegio, cuando salí a la calle me acerqué al Parque Central y tomé asiento en un banco. Necesitaba centrarme y reflexionar. Así que la fabulosa pieza de oro macizo esmaltado con blasones heráldicos era un águila bicéfala, uno de los principales emblemas del Carlismo. El otro era la Cruz de Borgoña, que aparecía grabada en la puerta metálica encontrada dentro de aquel sótano en el teatro abandonado.

Mi presentimiento había dado en el clavo, pues el águila bicéfala y la Cruz de Borgoña figuraban superpuestas en el formidable vitral policromado reproducido en la ventana que iluminaba el antiguo despacho de mi abuelo en el palacete de La Veneciana. Los dos principales emblemas del Carlismo unidos. Estaba claro que allí radicaba la clave para localizar el tesoro, pensé. Pero entonces, ¿qué hacía el escudo de oro en manos del caballero que me lo entregó en París? Eso demostraba que hubo algún tipo de vínculo entre don Fernando y aquellas personas. Las piezas del puzle comenzaban a encajar.

Cuando llegué a casa, Pedro Carreño ya tenía la mesa puesta y me senté a comer, aunque no sentía ni pizca de apetito. Dux daba vueltas alrededor de mi silla. Me olisqueaba y meneaba la cola, como preguntándome de dónde venía. Carreño almorzaba serio y en silencio. Yo sabía que continuaba preocupado por mi casual encuentro con don Miguel Gamazo, así que mejor no comentarle mi nueva entrevista con aquel tipo. Entonces aproveché para preguntarle algo que desde hace tiempo me tenía intrigado:

--¿Por qué nunca me has dicho dónde fue sepultado mi abuelo?

--Lo enterraron en Cuenca –zanjó, como si no quisiera decir nada más.

--¿Y por qué no en Albacete?

--Porque allí es donde se lo llevaron.

--¿Quiénes?

--Oye –protestó--, estás muy preguntón.

--Y tú muy poco hablador.

--Escucha –cedió al fin, dejando la cuchara en el plato--, yo soy un pobre ignorante sin cultura y no puedo darte las razones que andas buscando. Sólo sé que al morir don Fernando Albric llegó un hombre de aspecto muy distinguido y lo gestionó todo para trasladar el cadáver de tu abuelo a un pequeño pueblo de Cuenca llamado Palomera, donde fue sepultado en un antiguo panteón privado perteneciente a los marqueses de Cubas.

--¿Por qué allí?

--Por lo visto, el primer marqués de Cubas, don Francisco de Cubas y González-Montes, fue amigo de don Fernando; se conocieron cuando tu abuelo residía en Venecia.

--¿Cómo era ese hombre que vino para trasladar el cadáver?

--Pues no lo recuerdo muy bien –Pedro se rascó la coronilla intentando hacer memoria--, era un caballero bien trajeado y de aspecto importante.

--¿Asististe al funeral?

--Sí, fue todo muy discreto.

--Me gustaría visitar la tumba de mi abuelo.

--Cuando quieras te llevo. Creo que a Dux también le gustaría.

 

 

 

Por la tarde me reuní con Raquel frente a las puertas del colegio. Ricardo no me quitaba ojo, espiando desde lejos nuestra conversación.

--¿Vendrás a casa luego? –preguntó ella.

--No, creo que hoy deberíamos visitar a tu padre.

Raquel frunció el ceño, extrañada.

--¿Para qué quieres verlo?

--Es arquitecto, ¿no?

--El mejor de Albacete –contestó con orgullo de hija.

--Bien, escucha: creo que hay alguna relación entre los dos edificios construidos por mi abuelo, La Veneciana y el teatro, aparte de que los diseñara ese Fabrizio Necrafiore. A lo mejor tu padre puede contarnos algo. Y otra cosa –extraje del bolsillo el broche del águila y se lo mostré--, quería que vieras esto.

--¡Guau! –exclamó alucinada--, ¿de dónde lo has sacado?

--Me lo entregaron en París poco antes de mandarme a España. Es un águila bicéfala, uno de los emblemas del Carlismo.

--¿Por qué no me lo has enseñado antes?

--Lo había olvidado. Pero ayer, después de todo lo que nos contó tu madre, recordé dónde había visto yo ese mismo símbolo en forma de aspa.

Entonces giré la pieza de oro para mostrarle la parte posterior del broche, donde aparecía en relieve la Cruz de Borgoña:

--Mira, ¿te das cuenta?, es de igual forma y tamaño que la hendidura grabada en la portezuela metálica que descubrimos en el sótano del teatro.

--¡Es cierto!

--Pues hay algo más. No sé si te diste cuenta el otro día, pero en la vidriera policromada que decora el despacho de mi abuelo en La Veneciana figura un águila bicéfala superpuesta sobre la Cruz de Borgoña. ¿No te parece una curiosa casualidad?

--Está bien –asintió Raquel--, vamos a contárselo a mi padre.

 

 

 

El arquitecto Luis Villalta Marcial poseía su estudio al final de la calle La Feria, situado en un moderno edificio de diez plantas. Había eliminado varios tabiques uniendo los dos grandes áticos para conseguir un espacio más amplio y diáfano. El estudio era un lujoso dúplex con dormitorio, cuarto de baño personal y una pequeña cocina, todo perfectamente amueblado. Allí es donde se había refugiado el padre de Raquel cuando se marchó de casa.

Luis Villalta nos recibió muy amable y nos hizo pasar a su despacho, para que ningún empleado escuchase la conversación. Era bastante alto y atractivo, vestido con traje de firma y aspecto de hombre muy ocupado. Nos miraba extrañado, preguntándose cuál sería el motivo de aquella visita.

--Yo te conozco –me dijo--, tú has estado alguna vez en casa.

--Sí señor, encantado de saludarle.

--Te veo muy guapa, Raquel –dijo dirigiéndose a su hija.

--Gracias, papá, tú también tienes buen aspecto.

--¿Y tu madre?

--Bien, creo que te echa de menos.

--Y yo mucho más a ella –me miró de reojo y carraspeó, se nota que le incomodaba mi presencia--. Bien, chicos, ¿en qué puedo ayudaros?

Raquel planteó la consulta, naturalmente sin revelar que habíamos penetrado en plena noche al ruinoso edificio del Teatro Circo. El arquitecto se quedó aturdido al escuchar lo que nos llevábamos entre manos.

--Vaya –dijo cuando hubimos terminado de contárselo todo--, creí que odiabas la Historia.

--Eso es porque no sabía que fuese tan divertida –sonrió ella--, es que mamá lo explica todo tan bien que parece una novela de aventuras.

Luis Villalta caviló durante unos instantes, acariciándose la barbilla. Luego descolgó el teléfono y ordenó que le trajesen cierto documento.

--Bien –planteó mientras tanto--, es cierto que La Veneciana y el Teatro Circo de Albacete fueron diseñados por la misma persona, el arquitecto italiano que habéis citado: Fabrizio Necrafiore. No existe mucha información sobre su identidad, pero parece que mantuvo vínculos con ocultistas y masones, fue un precursor en la utilización del hierro como armazón de los edificios. Por cierto –me miró con curiosidad--, por qué motivo te interesa todo esto.

--Es que yo soy nieto del señor conde.

--Vaya, no sabía que don Fernando Albric hubiese contraído matrimonio.

--Papá –indicó Raquel--, no hace falta casarse para tener descendencia.

--Bueno –reconoció Villalta--, eso cierto.

--En realidad, no sé nada sobre mi familia –confesé--, por eso me interesa todo lo que pueda descubrir.

--Pero vamos a ver, ¿es que tus padres no te han contado nada?

--Nunca les conocí, no sé nada de mis padres.

En ese momento entró un empleado del arquitecto llevándole lo que había pedido por teléfono. Era un tubo de cartón, como los que se usan para portar planos. Luis Villalta desenroscó la tapa, extrajo un crujiente papelote y lo desplegó sobre la extensa mesa de diseño que poseía en su despacho.

--Esto es un mapa de Albacete y su término municipal, cartografiado a principios del siglo XX –tomó un bolígrafo y señaló cierta mancha oscura en los alrededores de la ciudad--, aquí está la finca de viñedos que perteneció a tu abuelo, por donde pronto pasará la nueva carretera de circunvalación.

Recorrió con la punta del bolígrafo el trecho que separaba La Veneciana del núcleo urbano, seis o siete kilómetros por una estrecha carretera comarcal.

--Observad –puntualizó--, el palacio del conde de Loredán y el teatro fueron edificados dentro de una misma coordenada geodésica. Tenéis razón –corroboró sorprendido--, existe una relación entre ambos edificios.

--¿Qué significa geodésica? –preguntó su hija.

--La línea imaginaria que vincula el palacio y el teatro atraviesa el mismo terreno por donde discurre una corriente de agua subterránea que baja desde la sierra y cruza todo el término municipal de Albacete.

--¿Y eso qué supone? –me interesé.

--Antiguamente, los constructores de los templos y las fortalezas ubicaban sus edificios encima de los acuíferos subterráneos.

--¿Por qué?

--Pues en teoría para que no les faltase agua. Pero existe otra explicación mucho más hermética. Para los ocultistas, aquello era un modo de aprovechar las energías telúricas que supuestamente generaban ciertas corrientes naturales al discurrir por debajo de un edificio.

--Mamá dice que la cúpula del teatro imita una Jaula de Faraday.

--Sí, ella es la que descubrió que Necrafiore perteneció a la masonería.

--¿Y qué tiene que ver esa corriente de agua subterránea con la cúpula metálica que corona el teatro? –inquirí.

--Según el ocultismo, las energías telúricas, relacionadas con el magnetismo terrestre, podían multiplicarse mediante un diseño adecuado que actuase a modo de condensador, como una Jaula de Faraday, con el fin de provocar algún tipo de manifestación metafísica o sobrenatural.

--Explícate mejor, papá.

--Mirad, los arquitectos pertenecientes a la masonería, sociedad secreta que afirma custodiar el secreto de las antiguas catedrales góticas, construían sus templos como lugares de culto para invocar a las entidades del más allá.

--¿Te refieres a los espíritus?

--Bueno –Villalta esbozó una sonrisa--, estamos hablando de supersticiones muy antiguas. Hoy día ya no pensamos así.

--Claro –ironizó Raquel--, ahora sólo pensáis en el éxito profesional y en el beneficio económico.

--Según eso –deduje yo--, el Teatro Circo era como un templo.

--Bueno, yo no diría tanto, pero eso parece si observamos la extraña decoración que plasmó en su interior Fabrizio Necrafiore, todo plagado de simbología oriental. Desde luego, parece un templo pagano.

Cuando ya nos marchábamos, el arquitecto susurró a Raquel:

--Dile a mamá que la quiero.

--¿Por qué no la llamas y se lo dices tú? –amonestó ella.

 

 

 

Como al día siguiente no teníamos clase por ser festivo (era el puente de Todos los Santos), le propuse a Raquel regresar por la noche a las ruinas del teatro. Yo tenía prisa por comprobar lo que me rondaba por la cabeza tras mi tensa conversación mantenida con Miguel Gamazo. Quedamos de acuerdo en la hora y nos despedimos en la Plaza de la Catedral, pues ella tenía ganas de hablar a solas con Irene sobre la entrevista con su padre.

Dux me recibió saltando de alegría, como si yo volviese de la guerra.

--Este animal cada vez te quiere más –gruñó Carreño--, parece que se ha olvidado de quién le ha dado de comer durante todo estos años.

--No tendrás celos de un perro –sonreí.

 

--Bah, nos hacemos viejos los dos. Bueno, me voy a la cama –protestó--, que hoy el reúma me ha dado un mal día; es el cambio del otoño al invierno, que martiriza los huesos. En la cocina tienes la cena. Buenas noches.

Cené junto a Dux en el sofá del salón, viendo una película en el anticuado televisor. Prefería no acostarme y aguardar despierto. Cuando se hizo la hora Dux dormía roncando a pata suelta y no me dio la tabarra para venirse conmigo. Al salir de casa recordé que aquella era la Noche de Difuntos y sufrí un escalofrío. Pero necesitaba seguir adelante, pues algo me decía que la solución ya estaba muy cerca. Sólo quedaban algunas piezas por encajar.

Nada más verla llegar cruzando la Plaza del Altozano me di cuenta de que Raquel no tenía buen aspecto, así que preferí no preguntarle cómo había ido la conversación con su madre. Venía con la mochila de costumbre y bien abrigada, pues el frío a esa hora, cerca de la media noche, cortaba el aliento.

Hicimos el recorrido en silencio hasta penetrar en el teatro. Una vez al pie del escenario abrí el portón de madera, bajamos al sótano y me dirigí hacia la trampilla de hierro empotrada en la pared, sobre la cual aparecía la silueta de la Cruz de Borgoña carlista hendida en el metal como si fuese una muesca.

--Bueno, ¿y ahora cuál es plan? –preguntó Raquel.

--Quiero comprobar lo que oculta esa puerta.

--No creo que puedas abrirla –descartó--, parece la de un búnker.

--O la de una caja fuerte –sonreí--, pero resulta que tengo la llave.

--¿De qué llave hablas? La puerta no tiene cerradura.

--Sujeta la linterna –le pedí mientras yo extraía del bolsillo el antiguo broche de oro con el águila bicéfala.

--¿Qué piensas hacer con eso?

--Ahora lo verás.

Me acerqué a la trampilla metálica y encastré la Cruz de Borgoña en relieve que aparecía detrás del escudo en la hendidura. Encajaba perfectamente, tal como yo había supuesto. Luego, sujetando bien el broche, presioné hacia dentro y giré a la derecha, en el sentido de las agujas del reloj. Al instante, se produjo un chasquido y la pesada trampilla cedió hacia dentro.

--Vaya, ¿cómo sabías la forma de abrir? –preguntó ella.

--Encontré la pista en la vidriera que figura en el despacho de mi abuelo en La Veneciana. Cuando la vi el sábado comprendí que la clave no podía ser otra que los dos principales emblemas del Carlismo superpuestos.

--¿Qué puede haber ahí dentro?

--Vamos a comprobarlo enseguida –recuperé la linterna y empuje hacia dentro la pesada trampilla metálica.

El interior estaba muy oscuro y despedía un tufo repugnante. La luz apenas podía disipar aquel pozo de tinieblas. Era un espacio tenebroso con el techo abovedado, todo revestido de ladrillos impregnados de moho a causa de la humedad reinante. Avancé a tientas, porque las pilas de la linterna parecían casi agotadas. Raquel me seguía por detrás, aguantando la respiración.

--Te dije que cambiaras las pilas –gruñí.

--Pues mira, se me ha olvidado.

En ese instante tropecé con algo sólido y me detuve.

--Aquí hay algo –enfoqué la luz.

En medio de aquella cripta figuraba un altar de mármol cincelado en estilo gótico, sobre cuya superficie reposaba un cadáver descompuesto, cubierto por un sudario blanco.

--Dios mío –comprendí de pronto--, estamos dentro de una tumba.

Nos acercamos con cautela. El cuerpo tenía la mandíbula descolgada en una mueca pavorosa, como si lo hubieran sepultado en vida. Raquel miraba con los ojos desorbitados y las dos manos apretadas contra la boca.

--Es el fantasma del teatro –musitó.

--¿Por qué lo dices?

--Lleva el mismo sudario que cuando se nos apareció la otra noche.

--Lo que vimos era una proyección –dije, no muy convencido de que aquello fuese cierto. Ni siquiera me había molestado en comprobar si realmente había un aparato de proyección.

Avancé otro paso para ver el cuerpo con más detalle y entonces algo crujió bajo mis pies. Miré hacia el suelo y lo vi: esparcidas por alrededor del cadáver brillaba una gran cantidad de alhajas y monedas. Había crucifijos y cálices con aspecto de ser muy antiguos, perlas tan gordas como garbanzos, diademas incrustadas con diamantes, broches de platino repujado, pulseras con gemas de incalculable valor; monedas de oro por todas partes, reluciendo ante la siniestra presencia de aquel despojo humano.

--¡El tesoro carlista! –exclamé alucinado.

--Así es –confirmó una voz a nuestra espalda.

Raquel y yo nos giramos al mismo tiempo, sobresaltados ante la interrupción. Pero entonces alguien encendió un potente foco de luz y tuvimos que cerrar los ojos y bajar la vista, deslumbrados.

--Felicidades –habló de nuevo el recién llegado--, habéis encontrado lo que venía buscando desde hace muchos años.

Raquel se había pegado a mí, temblando de miedo. No podíamos ver al intruso, deslumbrados a causa del fuerte resplandor emitido seguramente por la potente linterna con la cual nos enfocaba desde la puerta.

--Ya comprendo –dije, creyendo reconocer a contraluz la silueta del misterioso personaje surgido de la niebla cuando Ricardo y sus amigos intentaron agredirme--, usted es el tipo que me sigue a todas partes.

--Lo has adivinado.

--¿Quién es –pregunté--, qué quiere de mí?

--El nombre no importa, yo sólo soy un simple soldado, el último peón de una partida histórica que se juega desde hace más de un siglo entre las dos dinastías reales enfrentadas, los Carlistas contra los Borbones. Pero incluso un modesto peón puede ganar la partida y derrocar al rey enemigo.

--La batalla de la que habla terminó hace mucho tiempo –contradije--, las Guerras Carlistas ya son historia.

--La batalla termina cuando vence uno de ambos bandos, pero la guerra no acaba mientras quede alguien vivo de la dinastía rival.

--¿A quién se refiere? –pregunté.

--Voy a contártelo enseguida. Pero después morirás.