DOS
El primer día de colegio no me resultó muy agradable, aunque como de casi todo lo malo ha de salir siempre algo bueno, fue también por aquel entonces cuando conocí a Raquel Villalta. Yo había tenido que matricularme para proseguir mis estudios en el colegio de los padres Escolapios, ubicado al final de la calle San José de Calasanz. Lo llamaban Escuelas Pías y era un edificio imponente, con grandes ventanales en arco y fachada estilo neoclásico. Antiguamente había sido un internado religioso y aún mantenía ese aire de monasterio, con claustros interiores y zócalos alicatados de azulejo.
Cuando el primer día de clase tuvimos que presentarnos uno por uno y yo pronuncié mi nombre, la mitad del aula estalló de risa. Parece que no habían oído nunca un apellido francés y el mío les pareció algo gracioso. Aunque debo reconocer que a lo mejor también influyó en la burla los aires de arrogancia con los que me comportaba, bien peinado, con mi chaqueta de corte clásico azul oscuro y el escudo del Liceo francés bordado en el pecho.
Al salir del aula me aguardaba un grupo de alumnos (los mismos que se habían estado riendo de mí durante toda la clase), que me acorraló en una zona poco transitada del colegio, contra un viejo armario acristalado lleno de copas y trofeos deportivos.
--Vete a Francia, gabacho –increpó el que parecía cabecilla del grupo, un chico de aspecto fanfarrón--, aquí no queremos forasteros.
Yo sabía que gabacho es una palabra despectiva en español. Apreté los puños y me tragué la rabia, pues eran demasiados para pensar en defender mi honor ultrajado. Pero entonces apareció una chica (era una de las alumnas de clase, la más guapa de todas), abriéndose paso entre aquellos energúmenos:
--Ya vale –ordenó con autoridad--, dejadlo en paz.
--Oye, tú no te metas –terció el cabecilla fanfarrón.
--¿Y si no, qué harás –desafió la chica--, pegarme a mí también?
Ricardo, que así se llamaba el jefe del grupo, se apartó de mala gana para dejarnos marchar.
--No les hagas caso –dijo ella, tomándome del brazo por el pasillo--, son unos idiotas. Anda, salgamos de aquí.
Cuando estuvimos en la calle resoplé aliviado:
--Vaya, menudo recibimiento para ser el primer día. Gracias, me has salvado la vida, esos me hubiesen dado ahí dentro una buena paliza.
--Ricardo es el alumno más presumido del colegio. Su padre tiene la fábrica de cuchillería más grande de Albacete y se cree muy especial. Por cierto, me llamo Raquel –sonrió--, ¿y tú?
Pronuncié mi nombre tendiéndole la mano, tal como me habían enseñado, pero ella se acercó hacia mí, otorgándome un beso en la mejilla.
--Te has puesto colorado –rió.
--No es verdad –retiré la mano ruborizado. Era la primera vez en mi vida que recibía el beso de una chica.
--Vamos, acompáñame a casa. Seguro que tendrás hambre. Mi madre hace unas meriendas de campeonato.
Raquel vivía en la Plaza de la Catedral, un piso con vistas al templo. Atravesamos la calle Tesifonte Gallego, la principal arteria urbana y comercial de Albacete, jalonada por bellos edificios de principios de siglo. Poco a poco iba gustándome aquella ciudad cómoda y apacible, nada que ver con el formidable ajetreo urbano de París. Los padres de Raquel resultaron ser gente amable y educada. Él era un reconocido arquitecto urbanista y su madre trabajaba en una institución cultural. Raquel no tenía hermanos, era hija única.
--¿De verdad que nunca conociste a tus padres? –me preguntó mientras merendábamos en la diáfana cocina de su casa.
--No, por eso estoy en Albacete, vine para descubrir mis orígenes familiares –le conté lo poco que me había relatado Pedro Carreño sobre mi presunto parentesco familiar con don Fernando Albric.
--Le conozco, era el conde de Loredán –confirmó la madre de Raquel, presente durante la merienda--, murió hace unos años.
--Eso me dijo su chófer –asentí--, ahora vivo con él y su perro en la villa que tiene frente al Parque Central. Aunque todo esto me sorprende un poco, yo ni siquiera sabía que tuviese un abuelo.
Raquel rió, divertida por mi ocurrencia:
--Bueno, todo el mundo tiene abuelos.
--Yo no conozco a nadie de mi familia. Mis tutores de París nunca quisieron hablarme de todo eso.
--Qué misterio –repuso ella.
Estaba claro que le había hecho gracia con mis modales de joven aristócrata educado en colegios privados de alta sociedad. Raquel se aburría mucho con sus amigas, no terminaba de compartir los mismos gustos. De un tiempo a esta parte le parecían demasiado superficiales, porque a ellas tan sólo les interesaba la ropa, los actores de cine y los cantantes de moda.
--No te preocupes –dijo su madre, apartándome con afecto el flequillo descolgado sobre la frente--, nosotros te ayudaremos a recomponer tu pasado.
--Gracias –casi me atraganto de la emoción.
--Mira, yo trabajo en el Instituto de Estudios Albacetenses, una entidad local que investiga sobre la historia de la ciudad. Te prometo que mañana mismo me pongo a revisar todo lo que pueda encontrar sobre tu abuelo.
Al día siguiente, Ricardo y su grupo aprovecharon el recreo para cercarme contra el rincón más alejado del patio, allí donde ni los profesores ni el conserje del colegio pudieran vernos. Yo temblaba de miedo, rezando para que apareciese alguna persona con autoridad y me rescatara.
--Deja en paz a Raquel Villalta –me amenazó el cabecilla, empuñando una de las navajas que fabricaba su padre--, si te vuelvo a ver con ella otra vez te sacaré los ojos.
Casi me orino encima de miedo. Cuando me soltaron, evité decírselo a Raquel. Me daba vergüenza que una chica tuviese que salvarme porque yo no tenía suficientes agallas para enfrentarme a unos vulgares matones de colegio.
--¿Qué tal en clase –me preguntó Carreño al volver a casa--, vas haciendo amigos?
--Oh, sí, ya tengo un buen grupo –ironicé--, me siguen a todas partes.
--Me alegro, a tu edad tienes que relacionarte.
Dux también me seguía por toda la casa. Por las noches rascaba la puerta de mi habitación para que le dejara quedarse conmigo, no quería dormir solo. Era muy viejo y el pelo se le había caído por algunas partes del cuerpo, formando costras de piel que parecían cuero curtido. Cojeaba un poco al andar y estaba quedándose ciego. El pobre animal ya no podía mover con suficiente agilidad su enorme corpachón de dogo alemán y parecía un torpe mulo.
--Creo que a Dux le recuerdas a don Fernando –sonrió Carreño mostrando su boca mellada y amarillenta--, que por algo eres de su misma sangre. Y eso los animales lo notan.
--No me has contado casi nada sobre mi abuelo –yo había comenzado a tutearle, tal como Pedro deseaba.
--Don Fernando fue un hombre que hizo mucho por Albacete. Gastó en esta ciudad la fortuna que trajo de su exilio y ahora casi nadie le recuerda.
--Eso ya me lo has dicho varias veces. Pero lo que no entiendo es por qué nunca fue a visitarme si yo era de verdad su nieto.
Pedro Carreño se quitó la boina y comenzó a rascarse la cabezota.
--Mira –propuso--, si quieres podemos echar un vistazo a la finca donde residía, eso a lo mejor te ayuda para formarte una idea de cómo era tu abuelo.
--¿Es que no vivía en Albacete?
--Don Fernando pasaba los días en su mansión campestre, le gustaba mucho el aire libre. Cuando quería venir a la ciudad, yo lo traía en coche. Para eso mismo se compró el Mercedes y me contrató de conductor.
--O sea, el automóvil que conduces era también de mi abuelo.
--Pues claro, de dónde voy a sacar yo un cochazo como ese. Y esta casa también era suya. Me la dejó después de tantos años a su servicio. El señor conde tenía su genio, pero era un hombre muy generoso.
--¿Cómo murió? –pregunté.
--Se suicidó en la finca.
Me quedé mirándolo boquiabierto:
--Estaba ya muy enfermo –justificó Pedro--, no quería que nadie le viera en decadencia porque había sido muy apuesto y bien plantado. Un día se vistió de uniforme y se pegó un tiro en la cabeza.
--¿Tenía un arma?
--Una no, muchas, que por algo era militar.
--Eso tampoco me lo habías contado.
--Era mariscal de campo, nada menos. Mira –me señaló una pequeña fotografía enmarcada que reposaba sobre un pesado aparador del salón--, ahí lo tienes, vestido con el uniforme de general.
Tomé la foto para examinarla. Era una imagen en blanco y negro. Don Fernando Albric posaba muy gallardo, la boina con borla en la cabeza y su sable al cinto. La verdad es que hasta hoy no me había dado cuenta, pero aquella era la primera vez que contemplaba la imagen de un familiar.
--¿Cuándo podemos ir a esa finca? –pregunté, cada vez más interesado.
--El sábado, si quieres. Nos llevaremos a Dux, necesita correr un poco y tomar el sol –volvió a colocarse la gorra--, y tú también, que te veo muy pálido.
Por la tarde, tras el colegio, Raquel Villalta me invitó de nuevo a su casa para merendar. Su padre leía el periódico en zapatillas y su madre terminaba de preparar la merienda. Nos acomodamos en la mesa de la salita, por cuya ventana se veía la plaza del Ayuntamiento y la catedral. Irene, la madre de Raquel, era bastante joven y muy guapa. Confieso que me hubiese gustado tener una madre así, tan atractiva y cariñosa.
--Hala –sonrió Irene--, a merendar.
Mientras Raquel y yo devorábamos lo que nos había preparado, ella tomó asiento junto a nosotros y abrió una carpeta llena de folios.
--Esta mañana he indagado un poco en la historia de tu abuelo –comenzó--, y he descubierto que fue un personaje muy destacado del Carlismo, donde llegó a mariscal de campo y fue nombrado jefe del Estado Mayor. Cuando acabó la última guerra carlista, don Fernando Albric y Andrade se marchó a Venecia, donde residió varios años junto al pretendiente al Trono, don Carlos de Borbón y Austria-Este, Carlos VII para los carlistas. En pago a su fidelidad, fue nombrado conde de Loredán, porque así es como se llamaba el palacio veneciano donde residía exiliado el pretendiente.
Irene hizo una pausa y nos miró:
--Y aquí viene lo más interesante: Al morir don Carlos, tu abuelo regresó a España. Entonces comenzó a circular el rumor de que don Fernando Albric venía con la intención de proclamar la cuarta guerra carlista y que traía consigo una gran cantidad de oro para organizar un ejército y expulsar del trono a la dinastía rival de los Borbones. Lo del tesoro carlista ya lo había oído –añadió Irene--, se trata de un mito histórico, porque nadie ha podido nunca verificar su existencia. Sin embargo, no parece muy descabellado. El pretendiente don Carlos recibía cuantiosas donaciones particulares de partidarios de la causa carlista, que veían con agrado su aspiración a la Corona española.
--¿Mi abuelo custodiaba un tesoro? –pregunté interesado.
--Bueno –sonrió ella--, no sé si lo del tesoro era cierto, pero la verdad es que regresó del exilio muy rico y ostentando el título de conde. Se instaló en Albacete y enseguida comenzó a desplegar proyectos para engrandecer la ciudad. Fue don Fernando quien promovió el hermoso estilo de los grandes edificios que han hecho de Albacete una de las ciudades más interesantes del Modernismo español. Y fue también tu abuelo quien patrocinó con su dinero la construcción del principal teatro de la ciudad, una maravilla monumental que le costó una fortuna y fue uno de los mejores coliseos teatrales de toda España.
--¿Es que ya no existe?
--Sí, pero está en la ruina. Cayó en el abandono durante los años de la posguerra y hoy ya casi nadie recuerda su importancia. Por su escenario han pasado las mejores compañías y los más célebres autores nacionales y muchos del extranjero. El carácter de tu abuelo, demasiado soberbio y altanero, ensombreció su generosidad. De vez en cuando paseaba vestido de uniforme, con el pecho cubierto de condecoraciones, la boina roja con borla dorada de general carlista en la cabeza y un grueso bastón con empuñadura de plata. Era todo un personaje, le gustaba que le hiciesen reverencias y le tratasen de conde, aunque como el título se lo había concedido el pretendiente al Trono rival, ni Alfonso XII ni luego Alfonso XIII quisieron ratificarlo, porque don Fernando nunca renunció a su filiación carlista. Por eso, a efectos legales, no podía ostentar su título, y eso le descomponía.
--Me ha dicho Pedro Carreño que mi abuelo residía en una mansión campestre, no muy lejos de Albacete.
--Sí, es cierto. Unos años después de llegar, don Fernando Albric ordenó construir un palacete rodeado de grandes árboles, junto a una frondosa pinada. Tenía un aire similar al del teatro, con el estilo neomudéjar tan de moda en aquel entonces. Le puso de nombre La Veneciana, en recuerdo por los años pasados en aquella ciudad italiana.
--¿Y qué hay de mi abuela?
--Que yo sepa, don Fernando Albric nunca se casó.
--Entonces, ¿de dónde provengo yo?
Irene cerró la carpeta y me miró compasiva.
--No existe documentación que atestigüe ninguna descendencia, por lo menos yo no he podido encontrarla. Necesitaría continuar investigando.
--¿Lo hará? –supliqué.
Irene me sonrió cariñosa:
--Claro que sí, será un placer. La verdad es que todo este asunto me tiene intrigada. En realidad, soy yo quien te agradece que me hayas dado un motivo para continuar ilusionándome por mi trabajo –suspiró entristecida, mirando de reojo hacia su marido, que continuaba leyendo el periódico, ajeno a la conversación--, hace tiempo que había perdido el interés por todo.
--Me gustaría mucho que descubriese usted la existencia del tesoro carlista y se hiciese famosa, señora –dije con veneración.
Entonces ella se levantó y me otorgó un cálido beso en la frente.
--Vale –sonrió divertida--, pero no me llames otra vez señora, que me hace parecer mayor de lo que soy. Puedes llamarme Irene.
Cuando Raquel y yo salimos a la calle atardecía y el ambiente había refrescado bastante para ser últimos de septiembre.
--Tu madre parece muy amable –dije.
--Le has caído bien. Y eso que no me deja salir con chicos.
--Es que tú y yo...
--¿Tú y yo, qué? –Raquel me miró divertida.
--Nada, olvídalo.
--¡Qué guay! –cambió de asunto--, anda que si de verdad hubiera un tesoro escondido. Imagínate lo que podríamos hacer con él.
--Por ejemplo, proclamar la cuarta guerra carlista –ironicé, aunque yo sabía muy poco sobre aquel episodio de la historia española.
--¿Dónde pudo haberlo escondido tu abuelo?
--A lo mejor lo enterró en La Veneciana –imaginé.
--¿Has estado allí?
--Todavía no, Pedro me llevará el sábado.
--¿Me dejas ir contigo? No quisiera que localices el tesoro sin mí.
--Pues claro que puedes venir.
Al llegar a casa le pregunté a Pedro Carreño si era cierto que mi abuelo había patrocinado la construcción de un teatro local.
--Vaya que sí, yo no entiendo mucho, pero aquel teatro fue una maravilla nacional, en España no había nada semejante.
--¿Podemos visitarlo?
--No vale la pena, está en ruinas y ya no es ni sombra de lo que fue.
--Pero me gustaría verlo.
--No puede ser, el Ayuntamiento tapió las entradas porque hay peligro de que se desplome. Aquello es peligroso, no te acerques por allí; hazme caso, no sería la primera vez que muere alguien dentro. Ese lugar está maldito.
--¿Por qué lo dices?
--Habladurías de la gente: dicen que lo habita un fantasma.