CONOZCAN A HARRY STARKS

por Rodrigo Fresán

UNO Los gángsters son asesinos seriales que matan, no por amor al arte de matar sino por el placer que les produce acumular poder, sumar dinero y restar rivales y competidores. Lo que no implica —se entiende— que en sus métodos y estrategias de hombres de negocios con poco interés en negociar no abunde un más que respetable e intimidante componente de monstruo.

Conozcan entonces a Harry Starks, descendiente más o menos directo de Jack el Destripador y Mr. Hyde (esos monstruos primordiales del Imperio), libre pero fielmente inspirado en la sangrienta y bestial leyenda del gángster fashionista y paranoico-esquizofrénico Ronnie Kray (1933-1995): mitad más peligrosa de los peligrosos y célebres y glamourosos Gemelos Kray, quienes aparecen en estas páginas como figuras invitadas y supieron regir desde sus clubes nocturnos en el East End londinense durante los años cincuenta y los Swinging Sixties alternando con rockers y starlets y vástagos de la nobleza con ganas de experimentar emociones fuertes. Una frase de su autobiografía —escrita desde su celda en un hospital para criminales dementes, publicada en 1993— lo dice todo: «Fueron los mejores años de nuestra vida. Los llamaron los Swinging Sixties. Los Beatles y los Rolling Stones eran los amos de la música pop, en Carnaby Street estaban los amos de la moda… y mi hermano y yo éramos los amos de Londres. Éramos jodidamente intocables».

Ray «The Kinks» Davies y Morrisey de The Smith y Damon «Blur» Albarn escribieron y cantaron sobre ellos, fueron tema de varias películas, y Javier Marías los menciona en Tu rostro mañana.

Harry Starks —un certificado british psycho— es implacable, imprevisible, cockney y esnob, mitómano que no cree en nada salvo en Judy Garland, tipo vulgar con ganas de pasar por aristócrata, homosexual más o menos secreto depende de su humor del momento, bon vivant del Soho y Saville Road, good killer en todas partes, y frecuente víctima y victimario de arrebatos centrífugos de los que conviene no ser testigo presencial.

Y (aun así y después de todo) Harry Starks es un tipo encantador y de gran corazón que, atención, sabe perfectamente dónde se encuentra el corazón de los demás (y, por supuesto, conoce la mejor manera de hacer que deje de funcionar) al punto de que un blog preguntara no hace mucho: «¿Qué hacer si te cruzas con Harry Starks? ¿Denunciarlo a la policía o invitarle a una copa?». That is the question…

También, hay que decirlo, Harry Starks es un entrepeneur delictivo humilde y casi artesanal: sus golpes y negocios no tienen la grandeza operística de los colegas italianos de Nueva York y Chicago o la ambición pionera de los judíos de Los Ángeles y Las Vegas. Y mucho menos gozan de la refinada crueldad ritual y milenaria de tríadas y yakuzas. Harry Starks es —nada más y nada menos— un gángster enamorado de la idea de ser un gángster. Un último romántico especialista en ultimar con la misma pasión que el James Bond de las novelas dedica a lo suyo.

Y Harry Starks es la protagónica sombra fluctuante (ahora lo ves, ahora no lo ves, ahora es demasiado tarde para dejar de verlo) de lo que se conoce como The Long Firm Trilogy compuesta por Delitos a largo plazo (de 1999 y cuyo título original es The Long Firm) y —próximas a ser publicadas en esta misma colección— Canciones de sangre (He Kills Coppers, 2001) y Crímenes de película (truecrime, 2003). Y las tres dan en el blanco y a quemarropa.

Bang.

Bang.

Bang.

DOS Este trío de novelas gangsteriles convirtieron a Jake Arnott (nacido en Buckinghamshire, Inglaterra, 1961, y considerado uno de los cien nombres más influyentes y poderosos dentro de la comunidad gay del Reino Unido) en una estrella en las letras de su país a la vez que la respuesta anglo a lo que James Ellroy y Quentin Tarantino venían haciendo en Estados Unidos desde hacía años: combinar la crónica criminal patria con el multicolor estallido pop del que se nutren y al que se vuelven adictos los mitos y leyendas.

Hasta entonces, Arnott había hecho poca —aunque anecdóticamente interesante— cosa: abandonó los estudios a los dieciséis años, posó como modelo para artistas, fue intérprete para sordomudos, ayudó en la morgue del University College Hospital, consiguió un pequeño papel como momia figurante en The Mummy y casi pereció cuando se quemó un edificio abandonado en el que vivía como okupa. También había completado un manuscrito —rechazado por varios agentes y editoriales— donde contaba sus noches y sus días como fuera de la ley más o menos legal.

La publicación de Delitos a largo plazo (y el posterior y renovado gran éxito que tuvo su adaptación como miniserie, con Mark Strong como Harry Starks, emitida por la BBC en 2004, nominada a siete premios BAFTA) cambió todo eso: el libro —en parte inspirado por las historias que le contaba su abuela, alguna vez bailarina en los garitos mafiosos de Londres frecuentados por los Kray, John McVicar & Co.— fue reseñado con elogios en todas partes y a ambos lados del Atlántico.

«Pulp fiction pulida hasta ser inmaculada», apuntó alguien conectando directamente con los orígenes como lector-escritor de Arnott: «Me recuerdo leyendo todas esas novelitas de Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán, y de pronto, a los trece o catorce años, abriendo otro libro de Burroughs sin darme cuenta que era de William Burroughs. Yo pensaba que era el mismo autor. Aunque, si se lo piensa un poco, no son tan diferentes. Ambos están obsesionados con la jungla y la ciencia ficción y todos esos mundos fantásticos».

Y, en lo que hace a la génesis puntual de Harry Starks, Arnott apunta y dispara: «Siempre me interesó ese raro tipo de teatralidad intrínsecamente relacionado con la violencia. El modo en que, si te dedicas a dar miedo, tienes que trabajar tu persona y dotarla de una personalidad y tics reconocibles. Es de ahí de donde surge Harry Starks… Kray, al igual que Harry Starks, se veía a sí mismo dentro de la tradición de los grandes hombres del Imperio. Ya saben, los grandes aventureros como Lawrence de Arabia. Y no me parece sorprendente que, apenas rascas la superficie de esos héroes del Imperio, todos resultan ser homosexuales. Porque, de alguna manera, no les queda otra opción: tienen que viajar lejos, irse de una casa donde saben que jamás encajarán. De ahí, también, que haya otra gran tradición de gángsters gays».

Y así Delitos a largo plazo ascendió veloz en la lista de best sellers, ganó premios de prestigio, David Bowie se declaró fan, y la estampa fotogénica y la gracia en los reportajes de Arnott hicieron el resto.

Había nacido una estrella.

Y, de algún modo, paradójica y perversamente, gracias a Harry Starks, Jake Arnott consiguió todo aquello que Harry Starks siempre deseó y nunca pudo obtener.

TRES Entre los muchos atractivos de Delitos a largo plazo está el de su estructura. Ensamblada en cinco partes distintas, autoconcluyentes pero complementarias y finalmente imposibles de separar, la historia de Harry Starks es articulada y armada por cinco voces diferentes. Testimonios de primera mano —entre los que se cuentan el de una actriz-cantante de bajo perfil à la Diana Dors, el de un lord decadente en África (guiño evidente al escandaloso y silenciado affaire que relacionó a lord Boothby con Ronnie Kray) y el de un sociólogo académico que no sabe en lo que y con quién se mete— lo evocan en diferentes momentos de su carrera criminal. Rumbo siempre seguido de cerca por el policía no del todo honesto o justiciero Mooney, en ocasiones satisfecho aliado de Starks y en otra su némesis casi por obligación.

Los primeros cuatro episodios o informes tienen lugar durante los años sesenta —otro de los logros del libro es su lograda reconstrucción de época y modas y modismos—, mientras que la última parte nos muestra a un Harry Starks diez años después, en prisión y, enseguida, fugitivo rumbo a lo desconocido.

CUATRO En Canciones de sangre, Harry Starks apenas aparece. Pero aparece lo suficiente como para recordarnos quién era y sigue siendo Harry Starks; aunque Arnott se concentre aquí en la eficaz recreación del caldo de corrupción donde se cuece otra auténtica bestia: el asesino de policías Harry Roberts (rebautizado en la novela como el ex soldado Billy Porter) y los hombres que lo persiguen y lo retratan en la prensa yendo desde el año 1966 en que la selección inglesa gana el Mundial de fútbol hasta los disturbios de los años ochenta con Margaret Thatcher en el poder.

Los años noventa del britpop —marcado por escritores como Irvine «Trainspotting» Welsh y directores de cine como Guy «Mr. Madonna» Ritchie o Danny Boyle— son el escenario de la muy graciosa y satírica y decididamente tarantinesca Crímenes de película. Aquí, Harry Starks decide abandonar su exilio español y regresar a sus orígenes cuando —le resulta imposible resistirse— se entera de que comienza a filmarse una película de gángsters más o menos basada en su vida sin sospechar que allí lo espera para vengarse la hija de un mafioso (alusión más o menos velada al caso de Frank «The Mad Axeman» Mitchell, cuyo cuerpo nunca se encontró pero cuya muerte se atribuye a Ronnie Kray) al que asesinó o no hace tres décadas, en Delitos a largo plazo. De paso, Starks aprovecha para asistir al funeral de Ronnie Kray y es descubierto por el alguna vez inestable y torturado periodista gay y hoy fabricante de libros sobre true crimes Tony Meeham, a quien conocimos cubriendo el tránsito asesino de Billy Porter en Canciones de sangre.

Nada se pierde, todo se transforma y se reencuentra en tres libros que funcionan como irresistibles divertimentos pero también —como quiere Arnott— como ficciones históricas y novelas gay noir aunque rechace el ser etiquetado como escritor gay: «Siempre pensé que una identidad exclusivamente basada en tu sexualidad es algo deprimente. En los años ochenta eso tenía un significado ligeramente político. Ahora se ha convertido en una herramienta del marketing».

Cerrado el ciclo Harry Starks, Arnott dijo sentirse con ganas de probar algo más victoriano e imperialista.

Pero no.

En 2006 publicó la muy celebrada Johnny Come Home, transcurriendo a principios de los años setenta, llenando el agujero espaciotemporal del que no se ocupaba The Long Firm Trilogy, y contando la mala vida de Sweet Thing —un rent boy callejero con aires de Ziggy Stardust cuyo lema es «Yo no quiero ser libre, quiero ser caro»— y sus buenas aventuras en las que las luces del glam rock y un mesías pop llamado Johnny Chrome (acaso inspirado en Gary Glitter, quien acaba de tener un primer hit pero no tiene ni idea de cómo seguir pegando) se funden con las detonaciones de las bombas puestas por The Angry Brigade, con la furia del sargento detective Walker especializado en la «escena hippy» y en explosivos variados, con el dolor del pintor Stephen Pearson (atormentado por el reciente suicidio de su amante y líder anarquista Declan O’Connell) y el cansancio existencial de Nina (amiga bisexual agotada por los requerimientos del «ambiente»). Semejante elenco resulta en un cóctel molotov que se vuelve todavía más volátil cuando alguien descubre una bomba que no ha explotado pero que puede explotar en cualquier momento.

Stephen Frears haría una gran película con todo esto y, sí, falta un poco menos para que Jake Arnott sea sentado a la misma mesa de Martin Amis, John Banville, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro, Ian McEwan, Salman Rushdie & Co.

Y, si alguien tiene algún problema con esto, le enviamos a Harry Starks para que lo solucione.

Rápido.

Y para siempre.