THE TIMES, VIERNES 30 DE NOVIEMBRE DE 1979
Harry Starks escribe a The Times
Por qué me he escapado de la cárcel
Esta extraordinaria carta de Harry Starks, el conocido gángster que la semana pasada se fugó de la prisión de Brixton, llegó a la redacción de este periódico ayer por la tarde. La publicamos tal como nos llegó, como una contribución única al debate de la rehabilitación de los criminales.
Señor:
Le escribo para ofrecer una explicación de por qué me escapé de la prisión de Su Majestad de Brixton y para poner en el contexto apropiado los cargos por los que fui sentenciado a veinte años de cárcel. Confío en rebatir la imagen que la sociedad se ha formado de mí a través de la prensa amarilla, con sus deleznables y exageradas informaciones acerca de mis supuestas actividades, en un intento, por desesperado que pueda parecer, de contrarrestar la sesgada opinión sobre mi caso y llamar la atención sobre el injusto trato que he recibido al presentar mi solicitud de libertad condicional.
En primer lugar, me gustaría abordar la naturaleza de los delitos de agresión por los que he sido condenado. Resulta importante tener en cuenta el entorno social en el que me he desenvuelto. Una subcultura donde los conflictos se resolvían sin recurrir a las normas de la autoridad ni a las instancias judiciales. Un mundo duro, tal vez, pero un mundo cuya lógica solo puede ser plenamente entendida en los términos de una asociación diferencial.
Debo subrayar que los individuos que fueron objeto de dichas agresiones formaban parte de un sistema cerrado y no eran miembros anónimos de una sociedad normal. No pretendo disculpar mi conducta, sino señalar que me comportaba de acuerdo con, y necesariamente guiado por, la perspectiva de un sistema de valores del que yo mismo formaba parte y al que tenía que ajustarme. Fui declarado culpable de agredir, no de asesinar, a hombres que estaban muy lejos de ser individuos intachables, y aun así he cumplido más tiempo de cárcel que muchos criminales que han asesinado o violado a personas inocentes. Dada la naturaleza de mis transgresiones, considero que el precio que he pagado (diez años) satisface sobradamente mi deuda con la sociedad.
Estos años de encarcelamiento sin duda me han pasado factura, tanto física como mentalmente. En particular, los efectos de la privación sensorial, la falta de estímulos, el mismo peso del confinamiento mental pueden llegar a ser demasiado duros de soportar para muchos hombres. Estudios realizados en Escandinavia en entornos institucionales han llegado a la conclusión de que, tras siete años en esas condiciones, el sujeto sufrirá un grave deterioro psíquico.
Yo he conseguido mantener alejado el fantasma de la atrofia mental mediante el estudio. En el transcurso de mi encarcelamiento me he consagrado al estudio, lo cual ha culminado en la obtención de un título de la Universidad Abierta. Creo haberme rehabilitado durante todo ese proceso, aunque debo admitir que, con frecuencia, me parecía la única manera de poder mantener vivos mente y espíritu. La perspectiva de permanecer otros diez años encerrado me habría sumido en la desesperación y me habría llevado en última instancia a tomar la vía de escape más desesperada.
Sin embargo, afirmo que mis intentos de rehabilitación han sido genuinos. Al estudiar psicología, sociología y filosofía política he aprendido nuevas perspectivas y conceptos que me han hecho cuestionar mis hasta ahora negativas y estrechas costumbres. Soy un hombre cambiado. Ahora reconozco que nadie puede erigirse en juez y verdugo sin importar la categoría social de desviación a la que ha estado sujeto. Fui condenado por delitos que surgieron a raíz de disputas en el seno de mis actividades empresariales. Dado que he tenido tiempo para reflexionar y adoptar valores y actitudes más positivos, sé ahora que mis métodos para resolver tales conflictos eran totalmente erróneos, y el proceso de toma de conciencia al que me he visto sometido significa que la posibilidad de que me vea envuelto de nuevo en tales situaciones es prácticamente nula.
Comprendo que cualquier libertad que me sea concedida en el futuro vendrá acompañada de inevitables limitaciones. Dada la atención que la prensa popular me ha prestado en el pasado, mi supuesta notoriedad me garantizará una notable cantidad de escrutinio y vigilancia. Acepto que mi condición de paria, aunque excesiva en su severidad, haya formado parte de mi castigo. Lo que ahora deseo es dejar atrás todo eso. Mi único anhelo consiste en desempeñar un papel útil a la sociedad que pueda llevar a cabo mediante la concesión de un régimen de libertad condicional.
En el análisis final, llego a la conclusión de que esa valiosa oportunidad de rehabilitarse como ser humano no tiene ninguna posibilidad de verse realizada. Ya basta de desmedida represión legal. La prolongación de mi castigo no hace más que contradecir los intentos de reforma que dice pretender la sociedad y niega cualquier trato de justicia.
Sinceramente suyo,
Harry Starks
Naturalmente, me había enterado de la fuga de Harry. Apareció en todos los periódicos, «ESPECTACULAR FUGA DEL JEFE DE LA BANDA DE TORTURADORES.» «STARKS SE FUGA: LA SEGURIDAD DE BRIXTON EN ENTREDICHO.» Fotos de archivos policiales reproducidas matricialmente. Borrosas imágenes de frente y de perfil, prácticamente inútiles a efectos de identificación ya que databan de una década atrás, pero que a pesar de todo me produjeron un escalofrío al reconocerlas. Los diarios sensacionalistas publicaron otras imágenes. La alta sociedad y los bajos fondos de los sesenta sonriendo ante las cámaras. Fotos de grupo en clubes, con Harry flanqueado por «personalidades». Durante toda la semana se sucedieron reportajes e historias. Escándalos desenterrados y chismorreos nostálgicos se convirtieron en buen material para las páginas seis o siete. «Ruby Ryder habla sobre el gángster fugado: entrevista exclusiva con la explosiva estrella rubia de la serie de ITV, Beggar My Neighbour». Una campaña de pintadas callejeras recorrió todo el East End: «STARKS: 10 AÑOS BASTAN».
Toda esa cobertura mediática me ayudó a disipar mi inquietud ante la idea de que Harry anduviera por ahí suelto. Todos los detalles de su carrera delictiva, su condición de enemigo público, me recordaban que yo solo era un insignificante capítulo de la historia. Luego llegó la carta a The Times. Y de repente me vi de nuevo implicado. No podía evitarlo. Se trataba de un mensaje.
Llevaba mucho tiempo sin pensar en Harry. Habíamos perdido el contacto después de que su primera solicitud de libertad condicional fuera rechazada. Para ser sincero, creo que sufrió una grave crisis. Algo que siempre había temido. Ese miedo había sido, al menos en parte, la razón que lo había llevado a estudiar. Tenía una desesperada necesidad de mantener activo ese formidable cerebro suyo durante los largos años de encarcelamiento. Y fue eso lo que nos unió al principio. Aunque decir que «nos unió» no es muy exacto. A lo largo de todos esos años nunca estuvimos realmente juntos en ningún momento. Cartas, visitas a la cárcel, incluso en las clases de sociología que impartí en Long Marsh y en las que nos conocimos, en todas esas situaciones ocupamos una realidad muy diferente.
Además, mis intereses siempre han tendido hacia lo académico. «Tu pequeño experimento», como lo describía Karen. Pero, claro, soy criminólogo. No resultaría muy lógico que alguien como yo no se sintiera fascinado por alguien como Harry. Era algo sobre lo que Karen y yo discutíamos a menudo. «Trabajo etnográfico basado en la observación de los participantes», así justificaba yo mi metodología. Karen me llamaba «cuidador de zoo».
Lo cierto es que llegué a creer que la relación que establecimos Harry y yo poseía cierta energía dialéctica, que se podía aprender algo esencial del intercambio intelectual entre un criminal y un criminólogo. Me equivocaba, claro está.
Recuerdo que alguien utilizó una cita de Chéjov para explicar nuestro deber como sociólogos radicales: «Debemos ponernos en la piel de los hombres culpables». Eso fue lo que intenté hacer con Harry. Pero en realidad era yo quien tenía un problema con la culpabilidad. Por mi educación católica, supongo. Creo que fue eso lo que me atrajo en un principio de la criminología. Me ofrecía un medio de escapar de la culpa.
A Harry, como la carta confirmó, nunca parecía afectarle demasiado su conciencia. En consecuencia, la reacción general hacia la misiva fue de cinismo. Harry usaba una sofisticada terminología para excusar sus crímenes. No mostraba el adecuado arrepentimiento por sus fechorías. La prensa se mofó. Un columnista bromeó acerca del nuevo vocabulario de Harry y lo contrastó con el argot utilizado normalmente para describir sus actividades. «La sociología constituye un castigo cruel e innecesario en las cárceles británicas —concluía—. Debería abolirse totalmente.»
Sin embargo, no habían captado la auténtica broma. La carta tenía sus propósitos, como una maniobra para llamar la atención sobre su caso, como la manera que tenía Harry de demostrar que se había educado y «reformado» y ya no era un simple matón. Pero también constituía una tomadura de pelo. Se estaba cachondeando. Los términos que usaba en la carta se burlaban de mi fe perdida en el sistema teórico. Una fe que él mismo se había encargado de dinamitar.
Y también había un significado real en lo que había escrito. En el análisis final. Un mensaje oculto en el texto. Algo que iba dirigido concretamente a mí. Una especie de ejercicio de semiótica. Signos, significantes, todo ese rollo. «En el análisis final», esa era la frase clave para descifrarlo todo. «En el análisis final.»
La sección de máxima seguridad de la cárcel de Long Marsh era conocida con el apodo del Submarino. Tras atravesar tres portones para entrar en el recinto principal de la prisión, fui conducido abajo hasta una puerta metálica. Se descorrió un pequeño ventanuco que reveló una mirilla. A través de ella fuimos sometidos a minucioso examen yo y los dos guardias que me escoltaban. La puerta de doble cerrojo se abrió desde el interior, y entramos en una antecámara. Esperé mientras los guardias a ambos lados de la siguiente puerta de doble cerrojo intercambiaban las señas de rutina. En la antecámara había una serie de monitores de circuito cerrado. Un par de funcionarios con aspecto aburrido los supervisaba. La luz azulada de las pantallas parpadeaba cada vez que eran atravesadas por la típica línea horizontal. Entonces se abrió la siguiente puerta y entramos por fin en la zona de máxima seguridad.
El Ala E. El Submarino. Una construcción en forma de túnel de unos cincuenta metros de largo por unos veinte de ancho. Un búnker subterráneo que enterraba en vida a doce reclusos de Categoría Doble A. Que escondía de la luz del día a algunos de los criminales más peligrosos del país. No había iluminación natural en ningún rincón del ala. En su lugar, una implacable luz artificial de fluorescentes inundaba el gris mausoleo. Había que mantener aquel nivel de resplandor para que las cámaras de seguridad pudieran hacer su trabajo. Todos aquellos famosos criminales estaban convenientemente iluminados para salir en pantalla.
Tampoco entraba aire fresco. No había ventanas abiertas al exterior. Un sistema de ventilación bombeaba constantemente aire en aquella bóveda de acero y hormigón. Un indefinido hedor impregnaba el ambiente de toda el ala. Un olor dulzón y enfermizo.
Fui conducido hasta el fondo del ala. El taller. En un rincón había sacos de guata, piel artificial y trozos de gomaespuma. Confeccionar peluches era una de las pocas actividades que tenían autorizadas los internos del Ala E.
Aquel año se había producido un disturbio en el pabellón. La comisión de investigación había recomendado algunos cambios en la seguridad y también un «programa de liberalización». Además de rellenar peluches, dicho programa proponía que recibieran clases de sociología, y yo fui designado para impartirlas por el Departamento de Relaciones Externas de la universidad. El día de mi presentación, el director de la prisión insistió nervioso en que siguiera de forma estricta las normas y directrices establecidas para los profesores de la cárcel. Por ejemplo, a los reclusos no se les permitía tener cuadernos de apuntes. Y tampoco debía tratarse nada relacionado con su vida privada.
Me dediqué a asentir solemnemente en su despacho mientras intentaba ocultar mi entusiasmo como criminólogo por tener un acceso privilegiado a tan selecto grupo de criminales. El asunto se había presentado justo en el momento oportuno. Era una época apasionante para la criminología. Las ideas radicales proliferaban por doquier. La Conferencia Nacional sobre Desviación de 1968 había caldeado mucho el ambiente. Ya no queríamos hablar más de criminología per se, sino de la sociología de la desviación. Habíamos roto definitivamente con el positivismo y con estar de parte de los agentes de control del Estado. Hablábamos de intentar crear una sociedad donde los hechos de la diversidad humana no fueran objeto de criminalización por parte del poder. «Debemos ponernos en la piel de los hombres culpables.» Entrar en una cárcel de máxima seguridad para enseñar sociología me parecía el mejor epítome de ese enfoque. De forma tácita pero resuelta, estaba convencido de que podría situarme a la vanguardia de todo un nuevo movimiento.
De espaldas a los sacos de guata y gomaespuma del rincón del taller, me enfrenté con las miradas de siete tipos de aspecto duro y extrañamente familiar, todos con expresión aburrida y malévola. Los Hombres Culpables. Tragué saliva y me aclaré la garganta. Luego hice un gesto con la cabeza al guardián que había entrado conmigo y que se disponía a sentarse en una silla junto a la puerta.
—Gracias —dije con voz ronca.
Me miró con el ceño fruncido, medio agachado a punto de tomar asiento. Le sonreí y me encogí de hombros. Se incorporó.
—Creo que debería quedarme, señor.
—No creo que sea realmente necesario.
—Hum.
—Por favor —imploré.
—Muy bien —repuso a regañadientes.
Cogió su silla y observó a los presentes, que le devolvieron duras miradas de tedio. Salió muy despacio del taller.
—Estaré al otro lado de la puerta —insistió.
Mientras se marchaba enarqué las cejas en un gesto travieso. Unas cuantas sonrisas burlonas aparecieron brevemente en los rostros que tenía ante mí. Confiaba en haber roto un poco el hielo, pero las expresiones de frialdad regresaron a sus caras en cuanto el guardián se hubo marchado y volvieron a clavar sus ojos en mí. Casi podía oírlos pensar: «¿Quién coño es este jodido hippy?».
Carraspeé de nuevo y me senté frente a aquella clase. Intentaba que mi lenguaje corporal fuera lo más relajado posible. Me pareció reconocer a algunos de los presentes. Caras que se correspondían con las borrosas fotografías de los diarios. Titulares de prensa destellaban de forma involuntaria en mi mente. Traté de ignorar aquellas perturbadoras imágenes y concentrarme en lo que tenía entre manos.
Me presenté y, con cierta naturalidad vacilante, procedí a describir lo que planeaba hacer durante el curso. Intenté animarlos a que formularan preguntas, pero muy pocos se mostraron dispuestos. Bueno, me dije, estar encerrado en una cárcel de máxima seguridad no es precisamente lo que más fomenta un espíritu de participación. Me observaron con suspicacia e hicieron cautelosos comentarios, reticentes a hablar más de la cuenta, temerosos de hacer el ridículo ante sus compañeros de encierro.
El miembro más participativo del grupo era un hombre corpulento, con vetas canosas en el cabello negro peinado hacia atrás. Sus penetrantes ojos de párpados pesados me miraban bajo unas cejas gruesas que se unían en un solo trazo. Parecía ser el miembro dominante del grupo. Los demás le respetaban, y observaban atentamente sus reacciones cuando hablaban. Sonreía mucho, pero su sonrisa era más bien un recordatorio de que los dientes también servían para otras cosas.
Acabé la clase diciendo que, aunque tenía mis propias ideas sobre lo que íbamos a estudiar, aceptaría cualquier sugerencia del grupo sobre temas de su interés.
—Bueno, Lenny —me dijo el hombre con su sonrisa característica—, si puedes demostrar que la sociedad es la culpable de que yo esté aquí, entonces valdrá la pena asistir a tus clases, ¿no crees?
Sus palabras fueron recibidas con risas. Me uní a ellas, tratando de no sonar demasiado forzado. No me importaba que bromearan a mi costa. De hecho, en aquel momento pensé ingenuamente que su comentario no estaba tan alejado de mis verdaderas intenciones. Me sentí aliviado de que mi primer encuentro hubiera llegado a su fin y de que todo hubiera ido… sí, bien. A partir de ahí podríamos empezar.
—Gracias, caballeros —dije poniéndome en pie—. Espero verlos a todos la próxima semana.
De camino a casa mi mente no paraba de trabajar. Bullía con toda clase de ideas y teorías. Sobre la interacción simbólica y la perspectiva de las etiquetas. Sobre la naturaleza del encarcelamiento y el potencial de aquellos exponentes vivos del desviacionismo social para definirse a sí mismos. Pero todas esas reflexiones quedaban empequeñecidas por algo más. No podía dejar de pensar en el carácter único de los hombres que acababa de conocer. Más que situarlos en relación con un contexto de normas sociales, me resultaba imposible no sentirme fascinado por su condición de criminales y por sus características individuales. Al fin y al cabo, muchos de ellos eran famosos. Sus rostros se habían convertido en iconos de puntos matriciales, sus identidades habían acaparado titulares en grandes letras. «El ladrón del tren», «La Pantera», «El asesino de policías de Shepherd’s Bush», y el tipo que sonreía tanto, «El jefe de la banda de torturadores». Me esforcé en evitar pensar de ese modo. Iba totalmente en contra de mi punto de partida teórico. En lugar de ser objetivo ante la teoría de las etiquetas, era yo quien las estaba poniendo. Estaba retrocediendo a considerar el crimen como una patología. Como una mitología, incluso. Intenté ignorar todos esos pensamientos y concentrarme en mi metodología. Entonces regresaron a mi mente las caras de los Hombres Culpables. Sus terribles y audaces crímenes. ¿Se sentían realmente culpables? Sabía que esa era la manera equivocada de pensar en ellos, pero al fin y al cabo todo formaba parte de la experiencia. Había algo excitante en ello.
Me detuve en un pub cercano a la universidad. Necesitaba una copa. Necesitaba tranquilizarme un poco. Serenarme. El pub estaba lleno de estudiantes. Me apoyé en la barra con una pinta de cerveza y la mirada perdida. Mi rostro se endureció adoptando un aire similar al de los hombres del Submarino. Una especie de alerta embotada. La expresión funesta que hablaba de años de vacuo confinamiento. La expresión de «¿Tú qué coño quieres?».
—¿Lenny?
Una voz de chica a mi espalda. Me volví.
—¿Qué? —contesté con cierta brusquedad.
—¿Estás bien?
Era de una de las estudiantes de primer año de sociología. Janine. Tenía una larga melena rubia, grandes ojos verdes y una boca de labios carnosos. Sonreí.
—Sí —contesté—. Lo siento.
—Parece como si hubieras visto a un fantasma, Lenny.
Me eché a reír.
—Sí, bueno, acabo de estar en una sala llena de ellos.
Le conté mi experiencia en el Ala E.
—¡Uau! —exclamó.
Estaba impresionada. Yo era el profesor más joven de la facultad. Caía bien a los estudiantes, confiaban en mí. Sabía relacionarme con ellos y ellos apreciaban mis credenciales radicales.
—¿Quieres unirte a nosotros?
Me sentí tentado, pero decliné el ofrecimiento.
—Me encantaría —contesté—. Pero la verdad es que tengo que marcharme.
—Daremos una fiesta en mi casa. El sábado. Vendrás, ¿verdad?
En su voz había un deje de flirteo. Sonreí y asentí.
—Claro.
—Entonces nos vemos allí, Lenny.
—Sí, nos vemos.
Acabé mi cerveza. Realmente tenía que volver a casa. Volver con Karen.
Karen y yo nos conocimos en 1966 en la London School of Economics. Ambos éramos estudiantes de sociología. Una época excitante. Llena de fervor y actividad. Incluso el Club de Ajedrez se definía como marxista leninista. En 1967 ocupamos la facultad. En mayo del 68 fuimos a París. Participamos activamente, «SOYEZ RAISSONABLE, DEMANDEZ L’IMPOSSIBLE!» Y cuando regresamos a Londres ocupamos el Hornsey College, se declaró el «estado de anarquía». Nos unimos a la Internacional Socialista. Algo flotaba en el ambiente. La revolución. Y nosotros éramos los encargados de llevarla a cabo. Herbert Marcuse había declarado que los obreros estaban alienados por los productos de su propio trabajo y que la revolución debía llegar de la mano de quienes estaban fuera del sistema. Nos tocaba a nosotros: los estudiantes, los hippies, los bichos raros.
Nuestra segunda manifestación en Grosvenor Square, en octubre, iba a ser el momento culminante del año. Convocada oficialmente como una protesta contra la guerra de Vietnam ante la embajada americana, se convertiría en un catalizador de la causa. Llevaríamos la revolución a las calles de Londres. Lo ocurrido fue que, tras una breve refriega, la policía se hizo con el control. Y al final del día ya habíamos vuelto a nuestras casas a lamernos las heridas.
Luego llegaría la Conferencia Nacional sobre Desviación. Fue entonces cuando comprendimos el enorme potencial que había en llevar las ideas radicales al mundo académico. Cuando el siguiente intento de ocupar la London School of Economics, en enero de 1969, acabó en fracaso, decidimos concentrarnos en nuestros estudios.
Obtuve mi licenciatura y presenté una solicitud para un puesto de posgraduado en criminología en Leeds. Karen optó por diplomarse en trabajo social. Así que nos trasladamos al norte. Aquello también nos pareció una decisión política en sí misma. Nos mudamos a una gran casa comunal de Chapeltown junto con algunos miembros del Agit Prop Theatre Group que habían llegado de Londres por la misma época.
Los años sesenta acabaron. Fue un poco como un anticlímax. Una época de reacción. Los tories volvieron al poder. Era necesario reagruparse. Karen se concentró en el trabajo social radical y empezó a definirse como feminista. Yo me centré en la sociología de la desviación y en las teorías de la resistencia a las normas sociales de opresión. Pero ya no me parecían tan emocionantes. Hasta que se presentó el proyecto de Long Marsh. Eso sí que era algo a lo que poder hincarle el diente.
Karen estaba en la cocina cuando entré.
—Llegas tarde.
—Me he pasado por el pub antes de venir. Ha sido una noche bastante dura. Necesitaba un trago.
—Ajá. Bueno, queda algo de comida. Está en el horno.
Cogí un plato y me serví lo que quedaba de la cena. Empecé a hablarle a Karen del pabellón de máxima seguridad, de los famosos criminales que acababa de conocer. Ella asintió inexpresivamente durante un rato y luego se frotó la cara.
—Mira, Lenny —dijo con desgana—, estoy cansada. Yo también he tenido un día muy duro, ¿sabes?
Me encogí de hombros.
—Lo siento. He pensado que tal vez, no sé, te interesaría.
—Ya. Bueno, a ti no es que te interese mucho mi trabajo.
—Claro que sí.
—No, para nada. Te limitas a asentir un rato y luego intentas cambiar de tema. Siempre crees que tu trabajo es más importante que el mío.
—No es verdad.
—Bueno, pues más glamouroso. Es como si esos criminales fueran especímenes exóticos o algo así. Yo tengo que lidiar con gente corriente que lucha por sobrevivir todos los días. Puede que eso te parezca aburrido.
—Yo no pienso eso —protesté—. Claro que tu trabajo es importante. Pero el mío también. Solo quería compartirlo contigo. Ha sido muy emocionante.
Karen suspiró. Puso los codos sobre la mesa de la cocina y apoyó la cara entre las manos.
—Ya, bueno, puede que lo que yo hago no sea tan emocionante.
Alargué una mano y la posé en su hombro.
—Quiero implicarme en algo —dijo.
—Pues claro —repuse acariciándole la espalda—. En cuanto este proyecto esté en marcha, los dos podremos implicarnos. Juntos.
Se enderezó y apartó mi mano.
—Ya, bueno, quiero implicarme en algo en lo que tú no estés implicado.
No lo entendí.
—¿Qué quieres decir… «algo en lo que yo no esté implicado»? ¿Te refieres a tener un lío?
—Oh, Dios, Lenny.
—Está bien, cariño —dije en tono conciliador—. No me pondré celoso. Se supone que tenemos una relación abierta, ¿no?
—¿Es que solo puedes pensar en eso? ¿Crees que las mujeres estamos solo para eso?
—Es que como has dicho «algo en lo que yo no esté implicado», he pensado que…
—Sí, has pensado. Me refiero a implicación política. Tú crees que la política está reservada a los hombres. Pues no es así.
—Yo no he dicho eso.
—Ya, pero lo has pensado. En fin, el caso es que ya no voy a aguantar más todo esto. Voy a poner en marcha un grupo de mujeres. Y tú no vas a estar implicado.
Sonreí y le dije que me parecía una idea estupenda. Ella me reprendió por mostrarme «paternalista», pero lo cierto es que me pareció una buena idea. Me alegraba que se involucrara en algo. Aunque al mismo tiempo me sentía un tanto desconcertado. Quiero decir… ¿por qué tenía que cabrearse conmigo por eso?
En mi siguiente clase en el Ala E de Long Marsh repasé algunas ideas fundamentales de la sociología. Les hablé de Max Weber, de la ética protestante del trabajo y del auge del capitalismo. No estaba seguro de cuál debía ser el nivel de mis enseñanzas, pero sí que estaba decidido a no tratar a aquellos hombres de forma condescendiente. Planteé las clases como las que podría impartir en un instituto de educación avanzada. Algunos del grupo habían abandonado, pero los que se quedaron demostraron bastante agudeza mental. Al fin y al cabo, todos eran expertos en una rama de la criminología.
Harry Starks, el jefe de la banda de torturadores, parecía especialmente inteligente y se mostraba muy participativo en los debates, si bien era un poco dominante, como ya había advertido antes. Me explicó que estaba decidido a mantener su mente despierta y alerta frente a los efectos embrutecedores del confinamiento de alta seguridad. Le preocupaba que su larga condena pudiera convertirlo en un zombi.
—Casi todos los tíos se dedican al ejercicio, ya sabes, a ponerse en forma —comentó—. Y se obsesionan con eso. Creo que algunos de ellos preferirían un centímetro más de bíceps que un año menos de condena. La cuestión es que acaban descuidando ese músculo tan importante de la cabeza que también reclama ser ejercitado.
El resto del grupo estuvo de acuerdo. Uno de los mayores temores del internamiento a largo plazo era el deterioro mental. El aprendizaje podía ser de alguna utilidad, simplemente como instrumento de resistencia contra los efectos embrutecedores de la encarcelación en el Submarino. Pero yo quería que fuese algo más.
Los introduje en Durkheim y en el concepto de anomia asociado al desarrollo de la industrialización. Les hablé de la Escuela de Chicago y sus estudios sobre entornos urbanos y desorganización social. Todo ello conducía a algo. Quería orientar al grupo hacia la comprensión de la teoría del desviacionismo. Entonces podría ponerme realmente en la piel de los hombres culpables, o mejor dicho, dejarles que asumieran su culpa, en un discurso que situaría sus crímenes en el contexto de una lucha política. Que comprendieran que cualquier forma de comportamiento desviado era en cierto modo un desafío a la represión establecida por parte del Estado.
Pero cuando pronuncié la palabra «desviado», se produjo una reacción dentro del grupo que no había previsto.
—¿Estás diciendo que no somos criminales, sino desviados? —preguntó alguien.
—Podría ser una forma de verlo —repuse.
—¿Y qué quieres decir con «desviados»? —preguntó Harry Starks en tono agresivo—. ¿Como unos putos pedófilos o algo así?
Una furia apenas contenida se apoderó del grupo. Sentí que la cosa podía ponerse muy fea.
—¿Nos estás diciendo que somos una especie de pervertidos, unos tíos raros? —gritó alguien—. ¿Es eso?
—No —intenté aplacarlos—. No me refiero a eso.
Esperé a que se calmaran. Eso me dio tiempo para pensar.
—Lo que quiero decir —proseguí— es que todos los grupos sociales establecen normas y encuentran la manera de hacerlas cumplir. Deciden lo que es normal dentro del grupo y lo que no. Howard Becker habla de esto en Outsiders. Y cuando alguien infringe una norma, no es solo la acción la que se ve como algo fuera de la ley, sino también la persona. A eso me refiero con lo de desviado. Que se le etiqueta como un outsider, un fuera de la ley.
El grupo rumió aquello durante un rato. Algunos se volvieron hacia Harry para ver qué decía. Este sonrió.
—Nuestro problema, Lenny, no es que estemos fuera de la ley —dijo, mirando a su alrededor las paredes sin ventanas del taller—. Es que estamos dentro.
Todos estallaron en una gran carcajada que ayudó a aliviar la tensión.
—Muy bien —dije cuando todo se hubo calmado—. ¿Alguna otra pregunta antes de acabar?
—Sí —saltó alguien desde el fondo—. ¿Por qué vas con esas pintas, Lenny?
—¿Qué?
—Sí —intervino otro—. Seguro que cobras una buena pasta, pero te presentas aquí como si fueras un mendigo.
Comprendí entonces que la imagen significaba mucho para esos hombres. Un ambiente duro exigía tener un aspecto impecable. Incluso vistiendo el monótono uniforme reglamentario se esforzaban en ello. En aparentar que controlaban la situación. Mi estética hippy no les impresionaba para nada. No me hacía parecer contestatario, sino simplemente desaliñado.
Así pues, decidí seguir su consejo y adecentarme. Pensé que demostrar que respetaba su sistema de valores reforzaría al grupo. Y también que serviría para ganarme un poco más de su respeto. Me deshice de mi vieja cazadora de excedentes del ejército y me compré un tres cuartos de cuero negro. También desenterré un par de botines con elástico que me puse en lugar de las botas de montaña hechas polvo que llevaba habitualmente. Me recorté la barba con bigote y perilla a lo Van Dyke y me recogí el pelo en una cola de caballo que me daba el aspecto de ir peinado hacia atrás, como Harry Starks.
Pero a Karen no le impresionó mucho.
—Pareces un vulgar proxeneta —fue su desdeñoso veredicto.
En aquella época me topaba con su desaprobación en casi todo lo que hacía. Era como si estuviera volcando sobre mí todo su resentimiento.
—El problema con toda esa teoría de la desviación —renegaba— es que está concebida por y para hombres. Y los entornos que estudias son siempre masculinos. Cabezas rapadas, hooligans futboleros, atracadores de bancos… Creo que todo ese machismo te pone.
—Me parece que estás llevando demasiado lejos tu crítica feminista —repliqué.
—¿De verdad? ¿Y qué hay de los violadores? —preguntó—. Supongo que habrá violadores en ese sitio al que vas.
No había pensado en ello. ¿Había violadores entre los hombres a los que daba clases? De nuevo asaltaron mi mente desagradables imágenes de los Hombres Culpables y de las cosas malas que habían hecho.
—¿Y dónde encajan ellos en tu teoría de la desviación? —prosiguió—. ¿Eh?
—Bueno —intenté razonar—. Por supuesto que algunas conductas son… esto… inaceptables. Pero tal vez sea mejor tratarlas con algo que no sea simplemente un largo encierro.
—Oh, totalmente de acuerdo —me dijo con un extraño brillo en los ojos—. Nosotras creemos que deberían ser castrados.
No le pregunté a Karen si quería ir a la fiesta de casa de Janine. No me pareció que fuera a pasarlo bien y pensé que, tal como estaban las cosas, los dos necesitábamos un poco de espacio.
—Tienes un aspecto estupendo, Lenny —exclamó Janine cuando me presenté en la fiesta con una botella de vino bajo el brazo.
Al menos a ella le gustaba. Iba vestida con unos pantalones de terciopelo azul de talle bajo y con una ceñida camiseta de flores.
—Tú también.
Y me sentía a gusto con mi nueva imagen. Me daba un nuevo lustre. Algo de la arrogancia que los internos del Ala E habían hecho aflorar en mí.
Un estudiante de segundo año bastante vocinglero me acorraló en la cocina.
—La cuestión con toda tu base teorética —me soltó— es que es totalmente americana. La Escuela de Chicago, Goffman, Becker. Todos yanquis. Es una especie de imperialismo cultural.
—¿Y qué? —repuse encogiéndome de hombros—. Es como el rock and roll. Cogemos las ideas de los americanos y las mejoramos. Eso es todo.
Con eso le cerré la boca. Alguien me pasó un porro y le di una larga calada, sonriendo ante mi propia agilidad mental. No podía evitar sentirme satisfecho conmigo mismo. La sociología era de largo la disciplina más moderna, más en la onda del mundo académico del momento. Y allí estaba yo, joven, enrollado y en pleno meollo.
Janine estaba intentando abrir una gran lata de cerveza amarga Party Seven.
—Déjame a mí —dije—. Toma un poco de esto.
Le pasé el canuto. Lo cogió con una sonrisa que mostró una hilera de dientes blancos y perfectos. Alguien puso «Street Fighting Man» de los Stones.
—Ven —dije—. Vamos a bailar.
Entramos con aire distendido en el diminuto salón. Janine tenía los ojos medio cerrados y la boca entreabierta mientras se contoneaba frente a mí. Sus pechos se bamboleaban al ritmo de los potentes acordes de Keith Richards.
Más tarde nos cruzamos en la escalera cuando yo salía del cuarto de baño. Ella me sonrió. Me senté en el peldaño de arriba para que nuestros rostros quedaran a la misma altura. No sabía muy bien qué decir.
—Una gran fiesta —comenté.
—Sí. Me alegro de que hayas venido.
—Yo también.
Acerqué mi cara a la de ella. Janine parpadeó y puso un mohín incitante. La besé en la boca y le acaricié la cadera enfundada en terciopelo. Se apartó y parpadeó de nuevo.
—Aquí no —dijo.
Subió unos escalones y me cogió la mano para ayudarme a ponerme en pie.
—Ven.
Me llevó hasta la puerta que había junto al baño. Abrió y encendió la luz. Encima de la cama había un póster del Che Guevara.
—Es mi dormitorio —anunció.
Todo ocurrió muy deprisa. Janine soltó unas risitas mientras nos quitábamos la ropa. Volvió a reír tontamente cuando nos tumbamos en la cama y me dejó que la penetrara lentamente. Entonces me empujó el pecho con las manos.
—Déjame ver cómo entra y sale.
Y cuando la complací, soltó otra de sus risitas.
Después nos quedamos tumbados en la cama y compartimos un cigarrillo. Intenté relajarme, pero no podía quitarme de la cabeza la idea de que tenía que volver a casa. Al cabo de un rato me levanté.
—Tengo que marcharme.
—¿No quieres hacerlo otra vez?
Sonreí débilmente.
—Tengo que marcharme, de verdad.
Janine frunció el ceño.
—O sea que tienes novia, ¿no?
Estuve a punto de soltar una carcajada. Novia. A Karen le habría encantado.
—No —contesté—. Me refiero a que no es mi novia. Tengo una relación. Una relación abierta.
—O sea que no le importa.
—No —mentí—. Se lo tomará bien, pero aun así tengo que marcharme.
Volví a casa en taxi en un estado de éxtasis somnoliento. Pero cuando el coche se detenía ante la casa me sorprendí mirando ansiosamente las ventanas para ver si había alguna luz encendida. Noté una sensación extraña en la boca del estómago mientras pagaba al taxista. La verja del jardín chirrió dictando veredicto. Culpable.
Mi siguiente entrada en el taller del Submarino fue recibida entre grandes risas. Pitos y aullidos saludaron la transformación de mi indumentaria. Aun así, creí percibir en ellos cierta camaradería.
—Pareces un chuloputas de los Maltese —comentó Harry Starks—. Pero has mejorado.
Sentí que estaba empezando a ganarme su confianza y que mi trabajo con ellos comenzaba a dar sus frutos. La mayoría de mis alumnos ya había recurrido a algún tipo de lectura, estudio o incluso a escribir algo para combatir el desgaste mental del encierro. La sociología les brindaba una estructura en la que podían comprender su situación y un vocabulario con el que poder resistir.
Por supuesto, en el fondo había una cuestión de poder. A pesar de la constante imposición de autoridad que sufrían, los hombres del Ala E siempre intentaban exhibir una actitud de superioridad frente a sus carceleros. Se consideraban intelectual y culturalmente muy distintos. Al provenir mayoritariamente de Londres, se arrogaban un barniz metropolitano, incluso cosmopolita, que los llevaba a mirar por encima del hombro la gris mentalidad provinciana de sus captores. A veces se deleitaban en su condición de parias, ya que les confería un estatus de élite e incluso de celebridad. En una ocasión, Harry Starks me comentó:
—Esos pobres guardias se pasan todo el santo día en el pabellón, vigilándome, y cuando llegan a casa y se meten en la cama con la parienta lo primero que oyen es: «Cariño, ¿has hablado hoy con Harry?».
Y a medida que los presos profundizaban en el estudio de su conflicto penal, podían utilizar un lenguaje teorético en cualquier confrontación verbal con el personal de la cárcel o sus superiores. Aquella nueva forma de expresión podía ser un arma para su asediada situación en la lucha por el poder que constituía el verdadero centro gravitatorio de la vida en prisión. No tan directa ni catártica como la fuerza bruta empleada en el disturbio de meses atrás, pero sin duda una buena forma de resistencia.
En ocasiones su manifestación era puramente humorística.
—Ese pobre madero, ya sabes, ese estúpido geordie, va y me pregunta al final de la semana pasada: «¿Qué tal, Jeff? ¿Qué has aprendido esta noche?». Y yo le digo, en plan muy serio, que habíamos estado hablando de un informe que demostraba de manera concluyente que los guardias de las cárceles eran básicamente unos psicópatas autoritarios. Y el pobre imbécil me sonríe y me dice: «Ah, muy bien».
Pasábamos buena parte del tiempo de las clases comentando palabras. A veces para aclarar los términos de las definiciones, pero otras solo por el placer que aquellos hombres mostraban en comprender su significado. Para su propio provecho. Disfrutaban incorporando nuevas definiciones que pudieran aplicar a su situación. Las utilizaban para practicar y discutir entre ellos. Harry se mostraba especialmente obsesionado por ampliar su vocabulario y por aplicar nuevos términos a sus experiencias o al entorno que lo rodeaba. La palabra «reincidente» se convirtió en una de sus favoritas, sospecho que en parte porque al principio le costaba mucho pronunciarla. Cuando la hubo asimilado, se convirtió en algo que lanzaba a diestro y siniestro, a menudo como una pulla suave contra otros reos. «Eso es precisamente lo que diría un reincidente», solía replicar a alguno de sus comentarios, o: «Esa es la típica forma de pensar de un reincidente».
Durante una de nuestras sesiones se embarcó en la explicación de una anécdota que a su entender tipificaba lo que su palabra fetiche quería decir.
—Cuando estuve en Durham conocí a un tío que sin duda tiene el récord británico de reincidencia. Estaba en el pabellón de seguridad y corría el rumor de que estaba acusado bajo la ley de agresiones sexuales. No estaba bajo la Norma Cuarenta y tres con todos esos pederastas, pero cuando uno está en la Categoría A y es por algo sexual, tiene que ser por algo gordo. El caso es que algunos de los colegas se interesaron por el tipo. Frank, se llamaba. Era de lo más reservado, pero un par de los nuestros no tardaron en acorralarlo en la escalera. Aquello tenía muy mala pinta, parecía que se lo iban a cargar con una navaja, pero lo que querían era saber qué clase de crimen repugnante había cometido para estar allí dentro. Lo empujaron hasta la barandilla, el tío empezó a cagarse y a suplicar, y luego, de repente, lo soltaron y bajaron abrazados por la escalera partiéndose el culo de risa.
»Resultó que a Frank no le iban ni los niñitos ni las niñitas. Lo que le iba eran los cerdos.
Aquello provocó algunas carcajadas. Harry miró a su alrededor con un brillo malicioso en la mirada.
—Sí, el bueno de Frank le había estado dando al beicon a lo grande. La cuestión es que no se podía contener. Su primer delito databa de años atrás, cuando no era más que un chaval impresionable que trabajaba en una granja de cerdos. El capataz lo pilló, lo denunció, y a Frank le cayeron unos cuantos meses. Pero ¿qué creéis que tenía en mente mientras estaba en su celda dándole a la muñeca? Pues sí, a sus queridos amiguitos de rabo enroscado. Así que en cuanto salió se buscó otro trabajo en una granja de cerdos y volvió a las andadas. Siempre lo pillaban, y siempre volvía a las andadas. Con los años acabó acumulando quince condenas por bestialismo y unas cuantas más por allanamiento de granjas de cerdos. Las sentencias se fueron sumando y al final acabó en la Categoría A.
»En el talego se metían bastante con él, pero era sobre todo de boca. Bueno, yo una vez le solté una hostia. Un día, por pura curiosidad, fui y le pregunté: “Frank, dime: todos esos cerdos que te follabas, ¿eran machos o hembras?”. El tío me miró, todo ofendido, y me contestó: “Eran cerdas, Harry. ¿Porqué me has tomado, por maricón o qué?”.
Hubo más carcajadas, rápidamente sofocadas cuando Harry fulminó al grupo con la mirada.
—Así que tumbé a ese cabronazo. Dijo lo que no debía a la persona equivocada, eso por descontado.
»En fin, a lo que quiero llegar es a lo jodido que es este sistema. Me refiero a que el sistema crea ese tipo de reincidencia. Pensad en lo mucho que le cuesta a la sociedad encerrar a Frank cada vez que le entran las ganas. Luego están los gastos judiciales, asistencia legal, horas de trabajo policial. Con los años, todo eso suma un pastón. Y no es que Frank fuera una amenaza para la sociedad. Una amenaza para las pobres cerditas, si acaso, aunque según él nunca se quejaron. Así pues, ¿no tendría mucho más sentido, a largo plazo, que el Ministerio del Interior le comprara a Frank un par de marranas y una parcelita en alguna parte y dejarle seguir con lo suyo?
Harry no solo había definido la reincidencia, sino que también había planteado un buen ejemplo de la teoría de la desviación. No obstante, lo absurdo de la historia parecía socavar el principio mismo que demostraba. La sociología de la desviación ya estaba siendo atacada por los críticos como un «paradigma de los inadaptados» que se desviaba de todo ataque real al poder del Estado. Anthony Platt nos acusó de «modernidad tendenciosa, frívola y políticamente irresponsable», mientras que Alexander Liazos nos condenó por nuestra aparente preocupación por «chalados, putas y pervertidos», en sus propias palabras. En ese contexto, el caso de estudio presentado tan espontáneamente por Harry resultaba algo desconcertante. Y no pude evitar preguntarme si se habría inventado toda la historia para tomarme el pelo.
Sin embargo, aquella había sido la primera vez que Harry hacía alguna mención a su sexualidad. Supuse que allí habría una oportunidad para aplicar un poco de interaccionismo simbólico. Me iba a llevar un chasco. En la siguiente clase planteé la cuestión de la liberación gay y, tras unas risitas disimuladas, alguien preguntó:
—¿Qué piensas de todo eso, Harry?
Las fosas nasales de Harry se dilataron levemente y su boca dibujó una mueca impasible.
—No soy gay —afirmó con rotundidad—. Soy homosexual, pero no gay.
—Oooh, la señora —musitó alguien a su espalda, y Harry se volvió como impulsado por un resorte.
Medité sobre el hecho de que prefiriera el uso de un término patológico a uno subcultural, pero lo dejé estar.
—Sí, vale —prosiguió Harry—. Al menos yo no lo oculto. Sé lo que hay aquí dentro. Te lo digo, Lenny, en la cárcel no voy de marica. Aquí es algo normal. Y solo porque yo soy como soy, hay gente que cree que eso les da ventaja sobre mí. Hasta imaginan que en condiciones normales los encontraría deseables. Como si se me fuera a poner dura con los vejestorios que hay por aquí.
—Entonces, ¿qué piensas de la liberación gay?
—Bah —repuso con gesto despectivo—. Son demasiado afeminados y desaliñados. Y tampoco me va el pelo largo. Me gustan los chicos bien aseados.
—Ya, pero ¿qué te parecen sus ideas?
Harry dejó escapar una risita siniestra.
—Bueno —repuso con un fulgor en la mirada—. En una ocasión alguien llamó «gordo maricón» a Ronnie Kray. Ronnie le voló la tapa de los sesos con una Luger. Esa es mi idea de la liberación gay. Aunque, para ser sincero, creo que fue lo de «gordo» lo que le cabreó de verdad. Ron siempre fue muy… susceptible con el tema de su peso.
De todas maneras, no podía evitar sentirme fascinado por el concepto de un gángster homosexual. Hablé de ello con Janine una tarde mientras estábamos en la cama.
—¿No te sorprende?
—No, no mucho. Me refiero a que todos somos un poco gays, ¿no?
—Yo no —me apresuré a contestar.
—Pues yo sí.
—¿De verdad?
Sonreí. La idea me excitaba bastante.
—Mira, está claro que la sexualidad de ese tío no es algo tan importante. Es un hombre, y uno especialmente violento. Lo único que demuestra es que todos los hombres están predispuestos a la violencia. Sean o no gays.
—¿De dónde has sacado esas ideas?
—No te pongas en plan paternalista conmigo, Lenny. Últimamente he aprendido muchas cosas, cosas en las que no había reparado hasta ahora, pero que en cierto modo sabía de siempre. En el grupo de mujeres lo llamamos «despertar de la conciencia».
—¿En el qué?
Me incorporé de golpe en la cama.
—Oh. —Janine suspiró—. ¿No te lo había dicho? He estado asistiendo a las reuniones del grupo de mujeres de Karen.
Me quedé mirándola, boquiabierto.
—No habrás… —balbucí—. No se lo habrás dicho, ¿verdad? Lo nuestro.
—No. Pensé que se lo habrías contado tú. Dijiste que teníais una relación abierta.
—No irás a contárselo, ¿verdad?
—Pues claro que voy a contárselo —contestó Janine, indignada—. Sería indigno de una hermana no hacerlo. Karen es una mujer maravillosa. He aprendido mucho de ella. El grupo ha cambiado realmente mi vida.
De repente sentí náuseas. Me levanté de la cama y empecé a ponerme los vaqueros.
—¿Qué ocurre, Lenny?
—¿Qué? —jadeé—. ¡Oh, Dios!
—Te estás comportando de una forma muy estúpida, Lenny. ¿Sabes?, Karen tiene razón. Siempre dice que los hombres son como niños.
La noche del siguiente encuentro del grupo de mujeres de Karen hubo un corte de luz. Fui encendiendo velas por todos los rincones estratégicos para iluminar la casa. El olor de la cera quemada conjuró recuerdos no deseados de mi época de monaguillo. Me sentía terriblemente culpable. Sabía que debería habérselo dicho a Karen antes de que Janine tuviera oportunidad de hacerlo, pero no me atreví. Se oyó un portazo en la entrada. Las llamas titilaron sobre la mesa de la cocina. Como velas votivas que se encienden para la expiación. Karen entró, su sombra danzando en el techo.
—¿Qué está pasando?
—Son los trabajadores del sector eléctrico. Los sindicatos están empezando a ponerse en plan militante. Unos meses más de esto y…
—¿Y qué? —me cortó tajante.
—Karen, escucha…
—¡Hijo de puta! —masculló en la penumbra.
—Lo siento.
—Oh, lo sientes, ¿verdad? Bien, eso es genial. Hombres. Sois todos jodidamente iguales.
—Oye, no hace falta convertir esto en un asunto político. Ha sido solo una aventura.
—Lo personal es político, Lenny.
—No ha sido nada serio…
—Me pregunto qué te tomas tú en serio, Lenny.
—Bueno, estas cosas no solían ser un problema.
—Ah, claro. De vuelta a los alegres sesenta. Menuda revolución sexual resultó ser esa. Por si no lo sabías, nosotras perdimos, Lenny. Las mujeres perdimos. Fueron solo los hombres los que ganaron algo de libertad. Nosotras teníamos que tumbarnos y fingir que disfrutábamos. Los hombres se dedicaban a joder. Las mujeres, a fingir.
—Karen, escucha…
—Eres patético, ¿lo sabías? Te crees una especie de semental con tu chupa de cuero y tu cola de caballo. Estás usando, mejor dicho, abusando de tu poder sobre una joven impresionable.
—Oye, espera un momento…
—Eso es lo que haces, Lenny. Como todos los tíos. Utilizas tu poder para intentar dominar a las mujeres. Eres un opresor, no lo olvides, porque yo no pienso olvidarlo.
Y dicho eso salió de la habitación dando un portazo.
En cuanto crucé la verja de entrada de Long Marsh, fui escoltado durante un breve trecho a lo largo del muro del perímetro, junto a los pabellones principales de la prisión de camino a la sección de máxima seguridad. A medida que íbamos pasando ante cada bloque nos llegaba un murmullo ya familiar. Cientos de voces indistintas surgían de cada celda, pasillo y ala. Como el zumbido de los insectos en una colmena, extrañamente relajante. Luego bajamos al Submarino.
Había empezado a preocuparme por la dinámica del grupo en las clases. Jeff, un triple asesino de finos modales, me dijo que lo dejaba. Al final de una sesión me explicó en el pasillo que no creía estar recibiendo la debida atención. Sentía que Harry llevaba siempre las riendas de la clase.
—Siempre lo domina todo —afirmó mirando alrededor para cerciorarse de que nadie lo escuchaba—. Es como en la sala de televisión. Votamos todos, no sé, qué programa queremos ver, y entonces llega él y dice: «¿Qué? ¿Ponemos la película?», y cambia de canal. Y nadie dice nada porque todos saben que la cosa puede acabar en una bronca seria. Yo pensaba que con estas clases la cosa sería diferente, no sé, pero es lo mismo de siempre, con él imponiéndose en todo. Es como si fuera él quien dirige las sesiones, no tú.
—¿Crees que le permito que domine al grupo?
—Joder, sabes muy bien que es así, Lenny.
—Bueno, intentaré que no ocurra tanto.
Jeff se rió abiertamente de mis palabras.
—¿Crees que vas a poder controlarlo mejor que nosotros? Estás tan intimidado por él como lo estamos los demás.
—Bueno, podría intentarlo. No quisiera que dejaras de asistir a las clases solo por esto.
—Bah —repuso Jeff encogiéndose de hombros—. Para serte sincero, no me importa tanto. Al menos habrá una noche a la semana en la que podamos ver el canal que queramos.
—Bueno, lamento que te sientas así.
—No te preocupes, Lenny. De todos modos, Harry es algo así como tu alumno estrella, ¿no?
Aquella observación me molestó un tanto. Resultaba difícil negar que no me sintiera intimidado por Harry Starks. El jefe de la banda de torturadores tenía una reputación temible. No tardé en averiguar que en la nomenclatura del gremio criminal era conocido como Loco Harry. Sus arranques de violencia podían ser inesperados y explosivos. También me enteré de que el apodo se remontaba de hecho a un historial clínico de enfermedad mental. De nuevo me costó no sentirme intrigado por la potencial aplicación a su caso de la teoría de la desviación. En una de las sesiones puse sobre la mesa los trabajos de R. D. Laing. Hablamos sobre el concepto de conformidad y de cómo el potencial creativo es considerado a menudo como locura. El constructo social de salud mental y la perspectiva de etiquetar la enfermedad mental. Harry se mostró crítico como de costumbre.
—Sí, todo eso está muy bien —comentó—, pero sin mis jodidas pastillas se me va la cabeza.
En realidad, Harry tenía su propia versión de la antipsiquiatría: si te vuelves loco, pueden encerrarte para siempre. Sentía verdadero pánico a acabar en Broadmoor sin fecha de puesta en libertad. Y ese terror se hallaba en el centro de su obsesión por ejercitar sus capacidades mentales. El aprendizaje era la manera de mantenerse por encima del resto.
Y tenía una mente realmente aguda. Supongo que Jeff estaba en lo cierto, y yo no había conseguido evitar que dominara al grupo. Pero Harry se mostraba tan infatigable en sus preguntas, tan coherente y lleno de ideas… Ese aspecto me resultaba tan intimidante como su presencia física. Nunca me sacaba de ningún atolladero ni me permitía asumir ningún tipo de experiencia práctica en lo que, después de todo, era tanto su territorio como mi disciplina. «Esa idea está metida con calzador, Lenny», se quejaba cuando mis análisis eran algo torpes. Me ponía los pies en mi sitio. Como en cualquier otra área de su vida, exigía rigor.
Y mientras que la mayoría de los otros internos se adhirieron enseguida a la teoría del desviacionismo, a veces como una manera de explicar sus crímenes, Harry se mostró reacio a ello. Era como si representase una excusa para el fracaso. A algunos del grupo, por ejemplo un atracador de bancos, les permitía contemplar sus actos, casi con un aura romántica, en el contexto de un ataque contra el capitalismo avanzado y el conformismo. En el caso de Harry, su carrera constituía más bien el espejo donde mirarse.
—Yo no era un gángster —insistía sin atisbo alguno de ironía—. Era un hombre de negocios.
Pese a todo, continué trabajando la teoría con el grupo. Harry nos siguió la corriente, tan esquivo y misterioso como siempre. Y a pesar de manifestar una resistencia natural contra mi tesis principal, no dejó de sentirse fascinado por el autoanálisis. «Siempre me ha interesado la psicología», aseguró. Y sentí que había plantado una semilla. Harry quería aprender, y tenía la impresión de que su autoanálisis podía dar frutos. Estaba convencido de que Harry era la viva encarnación del argumento que yo defendía. Había algo fascinante en la ambigüedad de la criminalidad de Harry. Era algo que parecía ir directamente al corazón de todo el proyecto académico en el que me había embarcado. Con todas sus contradicciones, era la manifestación viva de la sociología del desviacionismo.
Más o menos por esa época publiqué un trabajo: Gangsterismo: la desviación del capitalismo. En él empezaba examinando las raíces de la teoría de la desviación. Me pareció que no era coincidencia que hubiera surgido de la Escuela de Chicago en los años veinte y treinta. Una época y un lugar de intensa actividad delictiva y mafiosa. En pleno boom de posguerra, con vertiginosos cambios demográficos y con el caos de la liberalización comercial, surgieron incertidumbres morales. Bajo ese prisma, Al Capone podía ser considerado como el Padrino de la sociología del desviacionismo. Su corporativismo criminal había confundido hasta tal punto imágenes de normalidad con espectros de anormalidad que se produjo un cambio inevitable en las actitudes hacia las normas sociales.
En consecuencia, el gángster provoca una redefinición de dichas normas. Situado en el límite de los valores contemporáneos, los reafirma al tiempo que se burla de ellos en su imitación de las galas que acompañan a los grandes negocios: trajes caros, coches de lujo, etcétera. El verdadero extremismo del gángster coopera con el mundo cotidiano del libre mercado. «Su distanciamiento de nuestra realidad los libera para ser sutilmente inducidos a hacer realidad nuestras fantasías morales» (Goffman, 1972, p. 267). Es más, pueden proyectar una dinámica de carácter para encarnar la aventura del capitalismo.
Llegados a este punto, resulta ineludible citar al gángster de Hollywood. En su fundamental ensayo de 1948, The Gangster as Tragic Hero, Robert Warshow plantea la sorprendente noción del gángster considerado fundamentalmente como una amenaza tanto estética como física: «El gángster, pese a ser un gángster real, es también, y esencialmente, una criatura de la imaginación».
A continuación recurrí a mi conocimiento personal sobre Harry para analizar a los gángsters de nuestro tiempo y cultura, y el modo en que ejemplificaban las contradicciones de nuestra época. En cierto sentido, Harry Starks, los gemelos Kray et al. no hacían más que seguir una tradición. En el contexto del boom de una época de postausteridad, representaban la oscura corriente que subyacía bajo los llamados «alegres sesenta». Una presencia latente que contradecía la noción de que aquella era una época de liberación y permisividad. Una conducta liminal que mantuvo firmemente a raya la posibilidad de una revolución social mediante el encanto superficial. El glamour, el estilo, los amigos en altas esferas, las personalidades del mundo del espectáculo, todo ello estaba impregnado de una profunda sensación de amenaza. «La seducción extrema se halla en la frontera del horror» (Bataille, 1932, p. 17).
Arrogándose la autoridad de la cultura de la clase obrera, el gángster mantiene de hecho los sistemas binarios de la última fase del capitalismo. Las obras benéficas van de la mano de los chanchullos de protección. En estas operaciones aparentemente opuestas de extorsión y filantropía, el gángster se convierte en diablo popular maléfico y en héroe popular benévolo. Aún más, resuelve la dicotomía entre lo individual y lo colectivo. A pesar de afirmar semánticamente su pertenencia a una banda, a una gang, el gángster convierte algo que destila de la cultura de masas en una patología individual. Al igual que el criminal Moosbrugger de El hombre sin atributos de Robert Musil, el jefe de una banda habita en un submundo tanto social como psicológico. «Si la humanidad pudiera soñar colectivamente, ese sueño sería Moosbrugger.»
Así pues, el gángster ofrece una catarsis. Al encarnar los miedos profundos y las ambiciones potencialmente peligrosas de los individuos en la economía de mercado, la propia desviación del gángster es la que permite al capitalismo exorcizarse a sí mismo y reafirmar su normalidad moral.
El curso llegó al final del plazo concedido, y no había indicación alguna por parte del Departamento de Educación de Prisiones de que fuera a ser renovado como actividad opcional para los internos del Submarino. Me llegaron rumores de que el director de la prisión y su ayudante consideraban que el proyecto tenía visos de ser peligrosamente subversivo. Los funcionarios se habían quejado de que los presos que habían recibido el curso se mostraban más gallitos de lo habitual. Habían adquirido una nueva forma de expresión que les permitía plantear sus derechos con más contundencia. Confeccionar peluches constituía sin duda un mejor sistema para fomentar la rehabilitación.
Muchos de los hombres con los que había tratado en el Ala E me dijeron que querían proseguir con sus estudios de alguna manera. Yo siempre los animaba a ello, aunque a veces tenía la impresión de que tan solo me estaban tomando el pelo. Pero Harry se mostró especialmente entusiasta con la idea. Como de costumbre, tenía sus razones.
—¿Te acuerdas de aquellos estudios escandinavos de los que nos hablaste? —me comentó el último día—. Ya sabes, sobre los efectos psicológicos del internamiento a largo plazo. La privación sensorial y todo eso. Bueno, todos coinciden en que son… ¿qué? Cinco, siete años como mucho antes de que uno se derrumbe. Siete años, eso es todo lo que tengo. Siete años de mala suerte. Pero es mejor la mala suerte que ninguna. ¿Sabes a qué me refiero?
—No estoy seguro, Harry.
—Escucha —siseó, haciéndome un pequeño gesto con la mano para que me acercara. Sus ojos se estrecharon al clavarse en los míos—. Quiero decir que cuando te vi pensé en la única idea que tiene sentido aquí dentro. Me pregunté: ¿Serás tú mi vía de escape? Siete años y podré presentarme ante mi primera junta para la condicional. Comerse las gachas todos los días, pasar tu condena de la mejor manera. ¿Y qué tenemos aquí? Pensé: ¿Es esta la mejor manera? Ya sabes, el chanchullo de la educación. Que si niveles O, niveles A, Universidad Abierta, ábrete, Sésamo. ¿Sabes lo que quiero decir? Si me instruyo aquí dentro, es como si me estuviera reformando, ¿no? Quedará muy bien ante la junta de la condicional, ¿verdad?
Me sonrió. Su actitud delataba una confianza fingida. Sonaba desesperado. Temí ser el responsable de alimentar sus esperanzas.
—Sí —respondí cautelosamente—. Supongo.
Harry se olió mis dudas. Frunció el ceño y me traspasó con la mirada.
—Ya —insistió—. Pero ¿tú qué piensas?
—Pienso… —repliqué rápidamente, temeroso de la tensión que podría provocar una pausa—, pienso que es algo que tú quieres hacer de todos modos. Quieres aprender. Quieres estudiar, ¿verdad?
Harry sonrió, y por una vez su sonrisa fue más de cordero que de lobo.
—Sí, es lo que quiero —admitió a regañadientes.
Le prometí que hablaría bien de él ante el funcionario responsable de educación, por si servía de algo. Harry sugirió que nos mantuviéramos en contacto. Le dije que me parecía una buena idea. Después de todo, resultaba algo muy lógico que un criminalista quisiera conocer lo mejor posible al criminal. Y estaba convencido de que podría mantener un cierto distanciamiento profesional en nuestra relación.
Así pues, Harry empezó con su nivel O. Después de que finalizara el curso, tan solo conseguí visitarlo una vez antes de que lo trasladaran a Leicester. Era parte de un sistema de dispersión por el que los reos de Categoría A eran trasladados a pabellones de máxima seguridad de distintos centros. Era una medida que pretendía evitar los problemas derivados de la concentración de grupos de delincuentes peligrosos durante mucho tiempo, y llegaba sin previo aviso para los reclusos. Se la conocía como el Tren Fantasma, o, según la grandilocuente expresión de Harry, como la Gira Nacional.
Empezamos a cartearnos. A lo largo de los siguientes años solo pude visitar a Harry de forma esporádica, pero mantuvimos una correspondencia constante. Sus cartas tenían a menudo un contenido puramente práctico; por ejemplo, quería comentar un ensayo que estaba escribiendo sobre la asociación diferencial para su nivel A de sociología. Otras veces solo buscaba desfogarse, y se quejaba de las condiciones o de los conflictos con los guardias o con otros internos. Todas sus cartas pasaban por la censura, ya que la correspondencia de los presos de Categoría A se vigilaba estrechamente. Así que debía procurar no mostrarse demasiado explícito en sus críticas o descripciones de la vida en la cárcel, o en sus alusiones a las actividades delictivas; de hecho, en cualquier cosa que el censor pudiera considerar «objetable» bajo las ordenanzas vigentes.
Así pues, Harry desarrolló un código. Si utilizaba la frase «en el análisis final», significaba que había un mensaje oculto en las letras iniciales de las palabras que iban a continuación. Normalmente no se trataba de material terriblemente subversivo, pero proporcionaba a Harry otra manera de socavar al sistema que lo dominaba. Un pequeño juego, un pequeño sistema propio.
El problema de cartearse con alguien que está en prisión es que resulta difícil recordar muy bien lo que le has dicho antes, porque tu vida está cambiando todo el tiempo. Pero la suya no. Harry podía referirse con toda precisión a una u otra cuestión de una carta anterior que yo ya había olvidado por completo. Y así Harry me iba marcando la pauta, convertido en una especie de referente fijo del que yo podía servirme para hacer memoria.
Las cosas estaban cambiando. Al menos, en el exterior. A medida que los setenta avanzaban, empecé a percibir una creciente confusión con respecto a ideas que me habían parecido irrebatibles. Mi carrera académica iba bastante bien. Publiqué informes, artículos en New Society, incluso aparecía de vez en cuando en los medios. Estaba recopilando algunas ideas para un libro. Todo parecía marchar viento en popa y aun así me sentía inseguro. Todo el entusiasmo que había despertado la Conferencia Nacional sobre Desviación parecía estar esfumándose. Apenas se celebraban ya nuevos encuentros. Todas aquellas grandes y radicales ideas estaban cayendo en el olvido. Nociones que en su momento habían parecido controvertidas empezaban a considerarse superficiales y prescindibles. Un aroma a revisionismo flotaba en el ambiente y los académicos comenzaban a replegarse en sí mismos. Aquella sensación de formar parte de una empresa colectiva se había desvanecido.
Y mientras tanto Karen iba ganando en confianza. Se volvió más asertiva. Había estado escribiendo para Case Con, la revista radical de trabajo social. Hablaba de la necesidad de despertar conciencias y de la importante aportación de nuevas ideas para el cambio social por parte del movimiento feminista. Escribía sobre las implicaciones que para una comprensión política del trabajo social tenía una perspectiva feminista de la familia y la educación de los hijos. Las ideas feministas estaban en alza y ya no podían ser ignoradas como enfoque crítico.
No podía evitar sentirme en cierto modo menoscabado. Tampoco podía decir que me hubiera tomado a bien mi nueva condición de opresor. Me molestaba bastante aquella teoría de que «todos los hombres son unos cabrones». Resultaba demasiado familiar. Como la doctrina del pecado original, que establece la maldad inherente del hombre.
Y así nuestra relación se fue enfriando cada vez más, por decirlo suavemente. Dormíamos en habitaciones separadas. Seguíamos teniendo relaciones sexuales, pero era siempre a instancias de ella. Según sus palabras, se trataba de una «redefinición de la economía de las relaciones sexuales». Lo personal es político, no dejaba de recordarme.
Aunque a mí me parecía que era lo político lo que se había convertido en personal. Siempre insistía en que estaba involucrada en algo positivo, algo que, según decía, «marcaría una diferencia», mientras que yo me limitaba a obsesionarme con los aspectos más estrafalarios de la psique masculina. Fue en esa época cuando empezó a utilizar la pulla del «cuidador de zoo» en contra de la teoría de la desviación. Se mostraba especialmente despectiva con respecto a mi contacto continuado con el señor Starks. «¿Qué tal van los experimentos con tu mascota?», me preguntó una vez después de haber leído muy concentrado una carta suya. Y en otra ocasión me comentó: «No te gustaría que lo soltaran, ¿verdad? Eso lo estropearía todo. Es como tu pequeño ratón en su laberinto».
Y lo peor de todo era que tenía razón. Estaba fascinado por el caso de Harry. No podía evitar verlo como un proyecto a largo plazo. Como un tema. Pero lo que me preocupaba no era mi deseo de que permaneciera encarcelado, sino el pequeño y extraño temor que anidaba en el fondo de mi mente al pensar que algún día recobrara su libertad. La idea de que Harry Starks anduviera suelto me asustaba un poco.
Entonces, una noche, Janine se presentó en casa. No la había visto mucho desde nuestra aventura. Estaba ya en segundo año y no se hallaba entre mis alumnos. Para ser sincero, la había estado evitando.
Llevaba el pelo bastante corto, lo cual acentuaba sus grandes ojos y su carnosa boca y le daba un aire de muchacho. Me miró con expresión traviesa desde la entrada.
—Janine —exclamé tan alegremente como pude, confiando en que no reparara en mi repentino nerviosismo—. Me alegro de verte.
—Hola, Lenny —masculló pasando junto a mí y entrando en el vestíbulo.
—Pasa, pasa —dije como un bobo, y cerré la puerta.
Ella contempló las paredes y el techo y dejó escapar un pequeño suspiro.
—Qué casa tan encantadora —comentó.
—No te esperaba —dije, más alterado de lo que me habría gustado—. ¿Te apetece tomar algo? Pasa al salón.
Se volvió hacia mí de repente. Sus ojos y su boca formaban oes en su cara.
—Oh. No es a ti a quien he venido a ver.
Fruncí el ceño, y en ese momento apareció Karen, que bajaba corriendo por la escalera.
—¡Janine! —gritó.
Janine alzó la vista y sonrió. Karen se echó literalmente en sus brazos y le plantó un largo y húmedo beso en la boca.
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —le dijo casi sin aliento, haciendo caso omiso de mi presencia—. Ven, vamos arriba.
Esa noche, más tarde, mientras yacía en mi cama, oí extraños ruidos provenientes del cuarto de Karen, que estaba encima del mío. Gemidos trémulos, jadeos ansiosos y risas guturales. Sonidos nocturnos y distantes que susurraban a través del suelo y los tabiques. Intenté no hacerles caso y dormir un poco, pero no pude evitar esforzarme en escucharlos.
En 1973, Harry empezó a sacarse el título de sociología por la Universidad Abierta. Escribió para contarme que creía que el curso sería «una puta mierda. El trabajo que hiciste con nosotros allá en Long Marsh sí que nos fue útil». Parecía que estaba bastante instalado en Leicester, al menos de momento, así que pude concertar algunas visitas con ciertas garantías.
—Pareces un poco tenso, Lenny. ¿Sigues teniendo problemas con tu chica?
Le había escrito contándole mis problemas con Karen. Resultaba fácil confiarse a él. Era muy franco y ajeno a las complejidades de la política del sexo.
—Creo que se está volviendo lesbiana.
Harry me miró boquiabierto y después soltó una carcajada.
—Lo siento, Len —dijo intentando recobrar la compostura.
—No sé qué hacer, Harry.
Se encogió de hombros.
—A mí que me registren. Para serte sincero, nunca he tenido mucho trato con bolleras. Los Gemelos solían regentar un bar de lesbianas. En el sótano del Esmeralda’s. Un garito de los antiguos…
—Bueno, en fin, ¿y tú cómo estás?
—No lo sé —dijo con un suspiro—. Supongo que matando el tiempo. El asunto está en que no es mi tiempo el que estoy matando. Mi tiempo me lo han quitado. Es su tiempo el que estoy matando. Me estoy convirtiendo en un zombi.
—No sé, Harry. Yo te veo bastante lúcido.
—Oh, sí. Pensamiento abstracto. Soy capaz de eso, sin problemas. Pero en cuanto me pongo a pensar en las cosas reales que me rodean, siento como si fuera a estallar. Es algo que he visto pasar otras veces. ¿Te acuerdas de Jeff? ¿El pequeño Jeff del Submarino?
Asentí. El triple homicida de suaves modales.
—Se ha vuelto loco. Se le ha ido la chaveta y ha encontrado a Dios, ¿qué te parece? Supongo que cree haber encontrado alguna especie de realidad. Me dijo: «He decidido vivir dentro de mi cabeza». Y yo le solté: «Bueno, Jeff, viejo amigo, estoy seguro de que ahí dentro hay sitio de sobra». —Rió secamente—. La cuestión es —prosiguió— que Jeff cree que puede escapar de todo esto refugiándose en su interior. Pues bien, yo no podría.
—Sí, pero en cierto modo tú también estás utilizando el interior de tu cabeza como refugio. Al estudiar.
—No, Lenny. No lo entiendes. Lo que está dentro no está ni aquí ni allá. No es lo que está dentro de mí lo que marcará la puta diferencia. Es dentro de lo que estoy. Esa es la realidad.
Unos meses más tarde, cuando volví a Leicester con un permiso de visita para ver a Harry, me dijeron que esta había sido cancelada. Le habían suspendido de todos sus privilegios durante veintiocho días. Por delitos contra «el buen orden y la disciplina», según me dijeron. No tenía ni idea de qué había ocurrido. Le escribí, pero no obtuve respuesta. Al principio temí haber perdido el contacto. Pero con el paso de las semanas me fui olvidando.
Pero de forma inesperada, como en un sueño extremadamente vivido, empezaron a acosarme extrañas imágenes de Harry. Si me concentraba en él, imaginaba que tal vez, como él temía, se había vuelto loco. Era un pensamiento perturbador, pero me dije que no había nada que yo pudiera hacer.
Luego, al cabo de unos tres meses, recibí una carta de Durham. Harry había sido traslado allí en el Tren Fantasma. Conseguí un permiso y fui a visitarlo. Temía en qué estado podría encontrármelo. Sin embargo, cuando lo condujeron ante mí, me pareció que gozaba de buen ánimo. Se había dejado crecer el cabello y ya no parecía tan meticuloso con su aspecto. Pero se le veía casi relajado, con cierto aire de indiferencia que me resultaba familiar por todo el tiempo pasado en las universidades. Parecía un académico.
Al final resultó que la suspensión de privilegios y el consiguiente período de aislamiento se habían debido a una pelea con otro interno.
—Pero ¿qué diablos pasó? —le pregunté en tono casi de reprimenda.
Harry se encogió de hombros.
—Ese tipo del pabellón de Leicester. Un envenenador. El cabrón se está sacando un título de posgrado en la Universidad Abierta y se cree que lo sabe todo. Se pasaba el día buscándome las vueltas. Que la sociología era una opción fácil. Que no era lo bastante rigurosa. Que lo que yo estaba haciendo era una carrera de pacotilla. Al final me tocó las pelotas y le aticé. Lo dejé tieso. En todos los huevos.
—Harry…
—Lo sé, lo sé —protestó—. Fue una estupidez, pero ese cabrón me estaba volviendo loco. Con todo ese rollo de que las ciencias sociales no merecen llamarse ciencias. Con todo ese aire de superioridad.
—¿Y qué estaba estudiando?
—Química.
Me eché a reír.
—Lo sé. Un puto envenenador estudiando química. Esto te demuestra lo estúpidos que son los del Servicio de Prisiones. Ese gilipollas debería estar en Broadmoor. Aun así, fue una estupidez por mi parte. Tengo que procurar no meterme en líos.
—No sería mala idea, Harry.
—No me importan los castigos. Es algo que puedo soportar. Lo que me preocupa es que perjudique mi condicional. No quiero añadir ni un segundo de más al tiempo que debo estar aquí. El caso es, Lenny, que en los cincuenta me habría ganado una paliza o unos latigazos y eso habría sido todo.
Di un respingo y Harry se rió por lo bajo ante mi reacción. Como criminólogo sabía que los castigos corporales no habían sido abolidos de las cárceles inglesas hasta principios de los sesenta, pero pensar en ello me seguía impresionando.
—Bah, habría sido mejor —prosiguió—. Porque el castigo corporal no afectaba a la remisión de condena ni tenías que sufrir más represalias. En el momento dolía de la hostia, y era de lo más humillante.
—Era una barbarie.
—Ya, ya, pero después se acabó. Para serte sincero, Lenny, la mayor parte de esas reformas no han hecho que la vida de los condenados sea necesariamente más fácil. Solo han sido beneficiosas para los jodidos liberales como tú, que así podéis dormir tranquilos pensando que vivimos en una sociedad civilizada. Para vosotros golpear con una fusta un culo desnudo es una barbarie, pero encerrar a un pobre cabrón durante años y pretender que lo están rehabilitando, eso es perfecto. Todo perfectamente apartado y olvidado. Bueno, fíjate en mi caso. Si alguien me debía una pasta y no pagaba a tiempo, yo iba y le daba un buen repaso. Oh, sí, eso es terrible. Pero mira lo que ocurre en la sociedad normal cuando alguien está endeudado. Lo desahucian o aparecen los alguaciles en su casa para arramblar con todo lo que hay dentro. ¿Tú qué escogerías?
Me encogí de hombros, prefiriendo pensar que se trataba de una pregunta retórica.
—En fin, el caso es que ha afectado a mi remisión de condena, y eso me jode mucho. Pero a partir de ahora voy a ser un buen chico. Voy a concentrarme en mis estudios.
Me regaló una de sus sonrisas de tiburón. Yo también sonreí.
—Bueno —prosiguió—, eso quedará estupendo ante la junta de la condicional, ¿no? Y, si te paras a pensar, ese incidente incluso me puede ayudar y todo. Me refiero a que, con la sociología de la desviación, puedo decirles que mis actos eran coherentes con el sistema de valores de la subcultura donde fui socializado. ¿Tú qué crees?
Me miró muy fijamente. No sabía qué decir. De repente estalló en risas.
—No te preocupes, Lenny. No soy tan estúpido. Menuda cara has puesto. No, sé que eso no serviría ante ninguna junta. Todos pensarán: Harry Starks sigue siendo un criminal, solo que ahora sabe por qué hizo lo que hizo. No, no te preocupes, mostraré el debido arrepentimiento y toda esa mierda.
—Tienes que seguir las normas del sistema.
—Sí, lo sé, Lenny, lo sé. El caso es que, en cierto sentido, siempre lo he hecho. Vale, mantendré la cabeza baja. Y no le patearé las pelotas a ningún licenciado en química. Pero, si he de decirte la verdad, Lenny, me reventó mucho. Lo que dijo.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que, en cierto sentido, quizá tuviera razón. Puede que la sociología no sea lo bastante rigurosa.
—¿De verdad piensas eso?
—Mira, no lo sé. Hay algunas cosas. Como la teoría de la desviación. Verás, yo no hacía nada de todo aquello para rebelarme. Yo quería ser legal. Solo que, ya sabes, se me fue un poco la mano.
Se miró las grandes manazas.
—Tan solo pienso —prosiguió— que hay algo que falla en muchas de esas teorías.
—Bueno, eso es algo bueno, sin duda —contesté—. Significa que estás desarrollando un sentido crítico propio.
De hecho, Harry desarrolló con el tiempo una aguda percepción intelectual de las teorías sociológicas. Me encontré a mí mismo buscando someter mis opiniones a su punto de vista, como una forma de comprobar la validez de mis razonamientos. Sus comentarios eran siempre directos y con frecuencia implacables, pero Harry se convirtió en una prueba para cualquier razonamiento poco estructurado, especialmente en lo tocante a criminología. Y yo sentía que necesitaba aquello más que nunca.
Por mi parte, todavía podía orientarlo a través de los textos clave y las referencias que podían serle de utilidad en las ideas que empezaba a desarrollar. Mostraba una acusada tendencia hacia el estructuralismo. Parecía algo casi instintivo y puede que, después de todo, su línea de pensamiento no tuviera mucha más opción. Llevaba años moviéndose a través de rígidas estructuras, tanto de tiempo como de espacio. Para él, ahí residía el significado. Así que lo dirigí hacia Levi-Strauss y otros pensadores franceses que creí que podrían serle de utilidad.
Llegamos a desarrollar una extraña especie de discurso a través de nuestras cartas y encuentros ocasionales. Nunca envidié su difícil situación, pero a veces me sentía celoso de su capacidad de concentrarse en el estudio sin apenas distracciones. Todo ello estaba vinculado, claro está, con el ejercicio de la fuerza de voluntad que tenía por objeto poder cumplir su condena sin volverse loco.
Me sorprendía constantemente. Me dejó atónito que fuera capaz de ejercer una crítica tanto política como intelectual de mi teoría de la desviación.
—Tú eres marxista, ¿verdad, Lenny? —me preguntó durante una de mis visitas.
—Sí —contesté con cierta vacilación—. No un marxista ortodoxo, pero marxista, sí.
—Bueno, me sorprende que el bueno de Karl no se ocupara un poco más de la sociología de la desviación. Me refiero a delincuentes, criminales, desviados. Todos ellos son lo que mi viejo hubiera denominado «lumpenproletariat».
—¿Tu padre era comunista?
—Sí. Y de los ortodoxos. Miembro del partido. En el East End de aquella época era algo importante.
—¿O sea que estuvo en el disturbio antifascista de Cable Street?
Harry se echó a reír.
—Dios, sí. Siempre lo está rememorando. «Los hicimos retroceder.» Para él fue como una especie de Stalingrado. El caso es que mucha gente cree que fueron Jack Spot y su banda los que apalearon a los Camisas Negras, pero mi viejo sigue manteniendo que fue la Joven Liga Comunista.
—¿Quién era Jack Spot?
—Un gángster judío. Antes de la guerra controlaba las casas de apuestas y la protección en todo el East End.
—¿Y nunca te sentiste tentado de unirte al partido?
—No. Mi viejo quería, claro. Pero yo nunca le vi el sentido. El comunismo es un tinglado para pobres. No tienen nada y quieren compartirlo contigo. Lamento decepcionarte, Len.
—Así que en vez de eso te uniste a la banda de Jack Spot.
—No. Nunca me gustó Spotty. Los Gemelos trabajaron para él durante una época. Eso fue antes de que se les metiera en la cabeza la idea de que podían comerse el mundo. No, yo empecé trabajando para Billy Hill. Antes de establecerme por mi cuenta. Billy y Jack no eran precisamente uña y carne. En fin, volviendo a lo que decía al principio. ¿Cómo encajas el marxismo con la teoría de la desviación?
—Es una buena pregunta.
Harry rió, sabiendo que acababa de pillarme.
—Lo que me sorprende —prosiguió— es que tu teoría deje de lado a tanta gente. Mira, ya sé que tienes una noción un tanto romántica del crimen. Sí, Lenny, no intentes negarlo. Apuesto a que te gustaría que yo fuera un atracador de bancos o algo así, muy glamouroso. A lo grande, una especie de Robin Hood moderno. Pero las cosas no son así. Verás, mis crímenes… bueno, lo que yo hacía, eran solo negocios en los que no me importaba mancharme las manos.
—Sí, pero se sigue considerando como desviado si infringe las normas sociales…
—Ya, ya —repuso Harry, impaciente—. Pero al final lo único que importa es lo que has podido llevarte.
A finales de 1975 empecé a trabajar en mi libro Cumpliendo condena: control social y resistencia subcultural. Utilicé algunas de las observaciones que había hecho con los hombres del Ala E de Long Marsh y establecí comparaciones con estudios etnográficos de otros grupos de desviados. Titulé esa parte (de manera bastante brillante, creo) «La subcultura del Submarino». Pero empezaba a tener la impresión de que era el sistema mismo el que necesitaba ser analizado, no solo los grupos de gente que se oponían a él. Me encontré utilizando la espontánea crítica que Harry había hecho a Becker: «Nuestro problema no es que estemos fuera de la ley, Lenny, es que estamos dentro». Descubrí que muchas de las opiniones de Harry influían en mi enfoque del tema. El ratón de laberinto había dado sus frutos. Pero las ideas de Harry, más que confirmar mis teorías, parecían desafiarlas.
Karen se fue a vivir a una casa solo para mujeres. En esos momentos se definía como «lesbiana separatista». Todo aquel asunto me hacía sentir bastante vacío por dentro. Inadecuado. Intenté hacer terapia. Algunas tonterías reichianas que no me llevaron a ninguna parte. Incluso asistí a algunas reuniones de grupo para hombres. Nos sentábamos en círculo con un montón de tipos infelices. Hablábamos de ponernos en contacto con nuestros sentimientos. Resultaba embarazoso.
En 1976 Harry se graduó con honores por la Universidad Abierta. Naturalmente no hubo ceremonia con birrete ni nada por el estilo, pero parecía muy satisfecho de sí mismo cuando conseguí un pase de visita y fui a felicitarlo.
—Han puesto unas letras después de mi nombre —caviló Harry—. Eso debería impresionarles.
Supuse que se refería a la junta de la condicional. Sonreí levemente, intentando disimular mi incomodidad. Sentí una punzada de angustia. La idea de que pudieran soltar a Harry.
—Bueno, ¿qué piensas hacer con tu título cuando estés… esto… —carraspeé—… fuera?
—Ni idea. —Harry se encogió de hombros y luego sonrió—. Puede que me dedique a lo tuyo. Ya sabes, el mundo académico.
—¿En serio?
Harry soltó una carcajada.
—Era broma, Len. Dios, qué cara has puesto. No, no te preocupes, hijo. Estaba pensando en algo más práctico, ya sabes.
—¿Como qué?
—Bueno, había pensado que con mi experiencia, unida a mis estudios, podría dedicarme al campo de la asesoría. Consultoría de gestión, algo así. No sé qué te hace tanta gracia, Lenny. Mucha gente daría su brazo derecho por saber lo que yo sé de los negocios.
Cumpliendo condena se publicó en 1977, y le envié un ejemplar a Harry. El libro había recibido críticas de todo tipo, pero la suya era la opinión que más me interesaba.
—¿Y bien? ¿Qué te ha parecido?
—Bueno… —Harry se encogió de hombros—. Es interesante. Sí, está bastante bien.
Me sonó poco comprometido. Correcto. Muy impropio de Harry.
—Vamos —lo apremié—. Dime lo que piensas de verdad. Sé brutal.
Harry suspiró. Sus cejas se unieron.
—Para serte totalmente sincero, Lenny, está un poco desfasado.
—Ah, ¿sí?
—Y muchas de tus argumentaciones resultan confusas. No parecen conducir a ninguna parte.
—Sí, bueno…
—Escucha, querías mi opinión, ¿no? Reconócelo, Lenny. La burbuja ha explotado. La teoría de la desviación está muerta y enterrada. Se acabó, basta de griterío. Puede que en el fondo solo fuera eso. Quiere ser radical, pero no es más que liberalismo vocinglero. Lo siento, Len.
—Está bien, te he pedido que fueras brutal.
—Ya. —Sonrió—. Bueno, tengo cierta reputación al respecto. Me gustaron algunas partes. Como cuando hablas de la institucionalización del poder y demás. Pero te diré algo. —Se inclinó hacia mí, moviendo los ojos a un lado y a otro—. He estado leyendo otras cosas. Cosas muy jugosas.
Su repentino entusiasmo por otro autor fue la culminación de su crítica a mi trabajo. Me sentí algo mareado.
—¿A quién? —pregunté, tragando saliva.
Pronunció un nombre que no llegué a entender. Sonaba como «foco». Me asaltaron extrañas imágenes de subculturas opuestas.
—Oh, vamos, Lenny —protestó mientras lo miraba sin comprender—. Ya sabes que no se me da bien pronunciar nombres extranjeros. Ese tipo francés. Vigilar y castigar.
—Te refieres a Foucault.
—Sí, ese.
Repitió el nombre varias veces en voz baja hasta que estuvo seguro de haberlo pillado, y luego me miró.
—¿Lo conoces?
Lo conocía. Incluso había intentado leerlo, pero no había llegado demasiado lejos. Me pareció deliberadamente oscuro, la larga descripción en la primera sección de una tortura judicial del siglo XVIII se me antojó repulsiva y brutal. Concebida tal vez para impresionar, pero un poco demasiado grand guignol.
—Es un poco bestia.
—Ya, bueno —repuso Harry riendo—. Desde luego no es para timoratos.
De repente me impactó lo irónico que resultaba que el jefe de la banda de torturadores hubiera leído aquello y me eché a reír. Puede que su conocimiento de la brutalidad le diera cierta perspectiva. Y, según creía recordar, justo después del relato de la tortura, el libro seguía con una descripción de las rutinas carcelarias practicadas unos setenta años después. Eso también era algo de lo que Harry tenía experiencia de primera mano. Foucault presentaba dos sistemas penales muy distintos, uno impactante y el otro familiar, e invitaba al lector a que reflexionara sobre cómo, en menos de un siglo, se habían producido cambios tan enormes. Eso lo entendí, y también que había que descartar cualquier idea de «humanización» en el análisis subsiguiente, pero no conseguí llegar más allá. Harry se mostró muy dispuesto a explicármelo todo.
—Trata en esencia sobre la economía del poder, Lenny. El sistema penal moderno puede presentarse como más justo, más racional, pero en realidad ejerce un poder mucho mayor sobre el individuo. Todo está controlado de modo mucho más eficiente, como ocurre con todas las demás formas de instituciones industriales. Acuérdate de lo que te dije sobre las palizas y los latigazos. Perder la posibilidad de remisión de condena es un castigo mucho peor, pero se considera menos brutal. De hecho, el castigo ya no se ve, pero se convierte en la parte más oculta de todo el proceso. Se suprime el castigo corporal, el castigo del cuerpo. Pero en cambio se castiga el alma.
—¿El alma?
—Sí, ya sabes, la psique, la conciencia, lo que sea. Cuando te encierran te permiten hacer ejercicio, puedes estudiar y aparentar que no te conviertes en un zombi. Pero al mismo tiempo tu personalidad, ese delicado sentido de libertad e integridad, se ve constantemente presionado y disciplinado en el tiempo y en el espacio. Esa es el alma. El efecto y el instrumento de una anatomía política. La encarcelan y ella te encarcela a ti. El alma es la cárcel del cuerpo.
Intenté asimilar todo aquello mientras Harry seguía hablando. Estaba dispuesto a dedicar el tiempo que quedaba de visita a darme una breve conferencia sobre ese asunto. Me habló de Bentham y del Panopticón, su diseño de una prisión ideal donde cada interno podía ser vigilado por un observador central.
—Tú viste cómo era en el Submarino. Estábamos apartados, nuestro castigo estaba escondido de la sociedad civilizada, literalmente sumergido, si lo prefieres. Y al mismo tiempo estábamos sometidos a constante vigilancia. Constantemente conscientes de nuestra visibilidad ante el sistema. Constantemente aislados, teniendo como única intimidad real la relación con el poder que nos sometía. Ahora bien, por lógica un sistema así produce delincuentes, reincidentes, desviados. Es la venganza de la cárcel sobre la justicia. ¿Y entonces qué hacéis, en una era científica como esta? Pues sacaros de la manga otra ciencia que se ocupe de controlar a la nueva especie. Criminología. Sociología. Estudiáis a los desviados y así podéis ampliar la vigilancia. Ahí es donde encajas tú en todo esto, Lenny. Con toda esa pose de radical. No haces más que ayudar a perpetuar el sistema. Conseguir que parezca más progresista, más civilizado, pero en última instancia solo contribuyes a un mejor funcionamiento.
—Es un ataque muy duro, Harry.
—Sí, me temo que lo es. Pero está todo ahí. Deberías leerlo, en serio. Mira, el problema de la teoría del desviacionismo es que nunca analiza las estructuras de las que se supone que nos estamos desviando. Oh, sí, te encantan los sujetos. Tan extraños y exóticos. Es como ir al zoo. Te encantan todas esas criaturas salvajes porque están detrás de los barrotes y no pueden hacerte daño. Quieres que te gustemos, pero en el fondo nos tienes un miedo de cojones.
—Sí, puede ser.
—Lo siento, Lenny. Estoy siendo un poco duro contigo. Y la verdad es que estoy de buen humor.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Bueno, dentro de unos meses se reunirá mi primera junta de la condicional.
—O sea que eres optimista.
—Mira, Lenny, hay que ser prudente con la forma en que uno piensa en esas cosas. No te puedes permitir tener muchas esperanzas sobre tu situación. Eso te hace vulnerable, y los cabronazos pueden machacarte a placer. Pero tampoco te puedes permitir no tenerlas. Porque entonces ya te han machacado de verdad. Es como lo que decía Antonio Gramsci: «Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad».
Sonreí.
—¿Has estado leyendo a Gramsci?
—Sí. Y que no se te ponga dura solo porque estoy citando a uno de tus comunistas. No me trago toda esa historia sobre la hegemonía. Pero alguien que se ha pasado tanto tiempo a la sombra y ha salido entero merece todo mi respeto.
Mi mente no paraba de dar vueltas cuando salí de la visita. Era como si nuestros papeles se hubieran invertido. Me había convertido en el estudiante del maestro Harry. Allí donde yo solo había hallado confusión, él había encontrado claridad de ideas. Todos mis fundamentos teoréticos habían sido puestos en jaque. Tenía que empezar de nuevo.
Volví a enfrentarme a Foucault. Sentía envidia de la lúcida comprensión de Harry. Y también me sentía culpable porque en el fondo no quería que le dieran la condicional. De una forma extraña deseaba que siguiera donde estaba para poder tener acceso ocasional a sus conocimientos. No quería verlo fuera, campando a sus anchas. Ese pensamiento me producía siempre una punzada de miedo.
Pero no tendría que haberme preocupado. Rechazaron su petición. Ese mismo año, seis semanas después de la reunión de la junta, recibió una carta. «La Secretaría de Interior ha considerado con la mayor comprensión e interés su solicitud para obtener la libertad condicional, pero lamentablemente ha decidido no autorizarla por el momento.»
Hacia finales de 1977 obtuve un permiso para ir a visitarlo. Harry parecía tremendamente deprimido. Sus hinchados ojos me miraron con aire lúgubre.
Fue un encuentro muy incómodo. No había mucho que pudiera decirle para consolarlo por haber sido rechazado.
—Bueno, siempre puedes proseguir con tus estudios —le sugerí.
Confiaba en que pudiéramos tener una charla académica. Había algunas cosas que quería tratar con él. Pero Harry no estaba de humor.
—Han sido una jodida pérdida de tiempo.
Soltó una amarga carcajada.
—Claro que aquí no hay mucho más que hacer aparte de perder el tiempo. Pero a ti te ha encantado, ¿verdad que sí? Apuesto a que para ti habrá sido de lo más interesante.
—Harry… —murmuré.
—Ocúpate de tus cosas, Lenny. Yo ya he tenido bastante de esta mierda.
Se produjo un largo silencio. Carraspeé.
—Al menos te van a bajar de categoría —aventuré—. Seguramente te trasladarán a una prisión abierta.
Las fosas nasales de Harry se dilataron y me fulminó con la mirada.
—Una jodida prisión abierta. Una jodida universidad abierta. Sí, todo jodidamente abierto, ¿verdad? ¿Y sabes qué es lo peor? Tener que soportar a gilipollas como tú que creen que todo va a ir bien gracias a la bondad que sangra de sus corazones.
Harry empezó a perder los nervios. Se acercó uno de los guardias.
—Vamos, vamos, Starks. Tranquilo. O se acaba la visita.
—Que te jodan —espetó al guardia—. Que os jodan a todos. No necesito ninguna puta visita. Son una puta pérdida de tiempo.
Llegaron unos cuantos guardias más y empezaron a esposarlo.
—¡Quitadme las putas manos de encima! —gritó mientras se lo llevaban a rastras.
Después de aquello perdí el contacto con Harry. Se volvió a meter en líos con el buen orden y la disciplina. Lo último que supe de él fue que lo habían trasladado a Brixton. Supuse que al final se le había ido la cabeza, como tanto había temido. Los pensamientos sobre él siguieron acosándome de vez en cuando, pero acabaron por desaparecer. Y también se desvaneció casi por completo aquel peculiar miedo que sentía hacia él en el fondo de mi mente.
Me quedé con el legado de lo que había aprendido de Harry. La semilla que yo había plantado acabó dando frutos amargos. Perdí la fe en mis ideas, en mis antaño preciadas teorías. Él había demostrado que eran erróneas. Intenté mantenerme al día de las nuevas corrientes de pensamiento, los nuevos paradigmas. Harry había tenido mucha razón con Foucault. Su influencia era tremenda. Y la de esos otros franceses. Postestructuralismo, posmodernismo, todo se estaba fracturando. El consenso que pretendía conseguir la teoría del desviacionismo (y del que dependía) se desmoronaba, y la misma teoría no tardó en extinguirse. Seguí dando clases, pero sin demasiado entusiasmo. Funcionaba por pura rutina.
Llegó el punk y de repente me quedé desfasado. Los estudiantes empezaron a criticarme por ser un «viejo hippy» o incluso un «vejestorio aburrido».
Curiosamente, el punk regurgitó todo el situacionismo de finales de los sesenta. Todo aquel anarquismo King Mob. Los autoproclamados desviados parecían listos para ser asimilados y demonizados como la nueva élite paria. Empecé a escribir un artículo para New Society, pero acabó saliéndome una cosa blanda y sosa. De todas maneras, Stan Cohen ya lo había hecho hacía unos años con los mods. Estaba aburrido, pero no como aquellos chavales con su estética de generación vacía. Estaba aburrido porque me había vuelto aburrido.
Los tories volvieron a ganar en 1979. Aquello parecía ser el epítome de las oportunidades perdidas de aquella década. Algunas voces de la izquierda dijeron que era algo bueno. Daría a la gente algo tangible contra lo que rebelarse. Yo no estaba tan seguro. El consenso había muerto y nuestro radicalismo se había consumido. De hecho, parecía como si la idea misma de radicalismo perteneciera ahora a la derecha.
Entonces, ese mismo año, Harry volvió a ocupar titulares, «ESPECTACULAR FUGA DEL JEFE DE LA BANDA DE TORTURADORES», rezaba uno de ellos, «STARKS SE FUGA: LA SEGURIDAD DE BRIXTON EN ENTREDICHO.» Sentí el familiar escalofrío del miedo subiendo por mi espinazo. Resultaba bastante inquietante.
La fuga había sido cuidadosamente planeada. Al llegar a Brixton, Harry se fijó en que la pared exterior al final de su ala comunicaba con una azotea. Tras sobornar a un par de celadores, consiguió que lo cambiaran a la celda que estaba al final del bloque. Según les aseguró, quería tener mejores vistas. Luego, con la paciencia de un arqueólogo, se puso manos a la obra. Empezó a extraer el mortero alrededor de todo un bloque de ladrillos. Para ello utilizó trozos de broca, fragmentos de sierra para metales, cualquier cosa que pudiera conseguir de contrabando o intercambiar con los demás internos. Trabajó lenta y meticulosamente por la noche. Robó azúcar de la cantina y esparció un poco por el suelo delante de su puerta para oír el crujido de las suelas de goma de los guardias cuando patrullaban. De esa manera pudo calcular las horas y la duración de sus rondas para saber cuándo era seguro trabajar.
Al amanecer recogía con cuidado el polvo de ladrillo y los escombros de mortero del trabajo nocturno y los guardaba en el orinal de la celda. Por la mañana se deshacía de todo ello sin que nadie se diera cuenta. Para ocultar el creciente agujero lo tapaba con una taquilla de madera apoyada contra la pared.
Tardó casi tres meses en retirar el mortero alrededor de los quince ladrillos que le proporcionarían su vía de escape. Sabía que cualquier precipitación por su parte podía llevarlo a cometer errores. Al fin y al cabo, el tiempo estaba de su parte.
La noche de su fuga empujó suavemente los ladrillos sueltos y se arrastró por el agujero hasta la azotea. Había atado una cuerda a la parte de atrás de la taquilla para poder tirar de ella desde fuera y volver a apoyarla contra la pared. En la cama dejó un muñeco hecho con ropa de preso y rellenado con papeles de periódico para despistar a los vigilantes de las rondas nocturnas. Su desaparición no se descubriría hasta mucho más tarde, por la mañana.
Cruzó la azotea y trepó por encima de la valla de seguridad. Luego cogió un taxi en Brixton Hill y desapareció.
Esa semana seguí todas las noticias que la prensa publicó sobre Harry. Cuando The Times hizo pública su carta, tardé un rato en percatarme, pero de repente lo tuve ante mis ojos. Nuestro código secreto. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo habíamos usado. «En el análisis final», ahí estaba la frase clave. Las iniciales del texto que seguía me estaban dictando un mensaje. Lo descifré y obtuve lo siguiente: «Estoy en el dos tres nueve de Old Compton Street». El Soho. Harry se ocultaba en el West End de Londres. Y quería que me reuniera con él allí.
Una invitación. Una orden de llamamiento, más bien. Por un momento me sentí indignado ante la pretensión de Harry de que dejara todo lo que estaba haciendo y corriera a reunirme con él. Luego sentí miedo al comprender que no podría resistirme a semejante aventura. Una emoción que hacía años que no experimentaba.
Puse algunas excusas vagas en la universidad. Una crisis familiar, asuntos que resolver, arreglos que hacer. Les advertí que podría estar fuera varios días. Metí unas cuantas cosas en el coche y puse rumbo a Londres.
«PRIVATE SHOP», decía el cartel que colgaba encima del número 239 de Old Compton Street. Aparté las tiras de plástico de colores que formaban una cortina en la puerta y entré. Había estanterías llenas de revistas envueltas en celofán. «Películas danesas», «Porno sueco». Un hombre con un anorak examinaba subrepticiamente las cubiertas. Delante del mostrador había una vitrina donde se exhibían todo tipo de extraños objetos rosados como si fueran reliquias sagradas. Detrás, un hombre muy gordo con el cabello lacio y graso y ojos saltones leía Exchange & Mart. En los estantes que había por encima se alineaban películas de Súper 8. Fanny te coge el fusil, El rancho de las vaqueras ninfómanas.
El hombre del anorak se esfumó. Me acerqué al mostrador. El gordo se hurgaba la nariz con aire ausente. Carraspeé. Sus ojos saltones levantaron la vista de la sección de recambios para automóviles y se limpió el dedo en la manga.
—El material duro está en la parte de atrás —dijo señalando con el pulgar un pasillo al fondo.
Me acerqué un poco más al gordo.
—Soy Lenny —susurré en tono conspirador.
—Encantado de conocerte, Lenny —me respondió con una sonrisa de complicidad—. ¿Qué es lo que te va? ¿El sadomaso? ¿Los animales? Sea lo que sea, Lenny. Seguro que puedo encontrártelo.
—No —repuse con un suspiro—. He venido a ver a Harry.
Sus ojos centellearon durante una fracción de segundo bajo los pesados párpados. Luego los bajó y fingió haber encontrado algo interesante entre los pequeños anuncios.
—No sé de qué me estás hablando —contestó secamente.
—Dígale a Harry que Lenny está aquí.
Me miró de arriba abajo y se mordió el labio inferior.
—Muy bien —dijo al fin, saliendo de detrás del mostrador—. ¿Te importa ocuparte un rato de la tienda?
En el piso situado encima de la tienda, Harry caminaba de un lado a otro siguiendo un patrón fijo. Midiendo todavía dimensiones de celda. Tenía buen aspecto y se le veía en forma, con el cabello veteado de gris peinado hacia atrás y muy pegado al cráneo. Saltaba a la vista que durante su plan de fuga se había sometido a un régimen de ejercicios intensivo. Me sonrió. En sus ojos brillaba un destello salvaje y atormentado. Su mirada resultaba tan penetrante como siempre.
—Me alegra que hayas venido, Lenny. Sabía que lo harías. Sabía que podía confiar en ti.
No comprendí qué quería decirme con aquello. No se me ocurría qué podía querer de mí.
—Estoy contento de verte —fue lo único que se me ocurrió decirle.
—Sí. Lo mismo digo. Mira, he pensado que quizá podrías ayudarme con una campaña que estoy organizando. Para darla a conocer. Ya sabes, como el asunto ese de George Davis.
—¿«Harry Starks es inocente, vale»?
Harry lanzó una carcajada sombría.
—No, no creo que eso funcionara. Algunos amigos han ido dejando pintadas aquí y allá: «Liberad a Harry Starks», «Con diez años basta». Esa clase de cosas. Lo único que necesita la cosa es un empujoncito.
—Bueno, no se me ocurre qué podría hacer yo.
—No sé, recoger firmas, organizar una concentración pública, yo qué coño sé. Tú sabes más de esas cosas que yo.
—Yo no…
—Vamos, Lenny, no te estoy pidiendo gran cosa. Se trata de una cuestión de derechos humanos. Necesito toda la ayuda que pueda conseguir. E incluso también sería bueno para ti. Podrías aprender algo.
—Bueno…
—Vamos, Lenny… —me apremió, clavando sus ojos en los míos.
—Veré qué puedo hacer —repuse tímidamente.
—Gracias. —Me dio unas palmadas en el hombro—. Te lo agradezco de verdad.
Esa noche, tras comprobar que no hubiera peligro a la vista, fuimos al Stardust. Wally, el gordo del sex-shop, cubría nuestros pasos mientras avanzábamos raudos y sigilosos por las oscuras calles. El Stardust había sido el club de Harry en los sesenta, y Wally seguía llevándolo en su nombre.
—Ha habido algunos cambios —explicó Wally mientras nos dirigíamos al local. Parecía un tanto nervioso—. Ya no hacemos revista erótica. Digamos que… esto… nos hemos diversificado.
—¿Quieres decir en plan cabaret del bueno? —preguntó Harry, y sus ojos se iluminaron.
—Bueno… —repuso Wally, vacilante—. Algo así.
«THE COMEDY CLUB», anunciaba el cartel sobre la puerta. Entramos y nos quedamos al fondo, cerca de la barra. En el escenario había un tipo regordete con el pelo muy corto, vestido con un traje demasiado prieto y un sombrero pork-pie, gesticulando ante el micrófono.
—El caso —dijo Wally en tono casi de disculpa— es que tu revista erótica con clase ya no daba dinero. Lo que funciona hoy en día son los espectáculos para mirones. Instalaciones más pequeñas, poco personal, mucho más movimiento. Sin coreografías ni nada por el estilo. Solo una fulana sobándose y ya está.
El tipo del escenario contaba un chiste con un marcado acento escocés:
—Claro, los colegas ahora ya no van al pub, ¿verdad? Ahora van a los bares de vinos. Es lo más nuevo. Bares de vinos. Están por todo Hampstead.
Harry frunció el ceño.
—Y ese tipo de ahí —siguió explicando Wally— ha visto estas cosas en Estados Unidos. Los clubes de la comedia. Atraen a mucha clientela.
—¿Y sabéis cómo llaman a estos bares? —prosiguió el hombre del escenario.
—¿Qué coño es esto? —preguntó Harry.
—Los llaman «bares divinos», «divinos».
Risas.
Wally parecía muy azorado.
—Creo que lo llaman «comedia alternativa» —intervine yo.
—Sí, sí —convino Wally, ansioso—. Eso es.
—¿Cómo, como alternativa a lo gracioso?
No nos quedamos mucho rato en el Stardust. Harry tenía asuntos que atender y me propuso que lo acompañara. Cruzamos el Soho y Oxford Street hacia Charlotte Street. Harry se detuvo ante un portal con una placa de bronce que anunciaba: «G. J. Hurst, callista». Llamó al timbre y musitó algo ininteligible por el interfono. La puerta se abrió y entramos.
—Es un garito clandestino —me dijo Harry mientras subíamos—. Te servirá para tus investigaciones ver qué aspecto tienen. Eso sí, no empieces con tu rollo de las «subculturas». Mantén la cabeza gacha y el pico cerrado.
El garito se hallaba en el tercer piso. El cuarto apestaba a humo de puro. En un rincón había una mesa donde se estaba jugando una partida de cartas. Había seis hombres sentados y tal vez unos diez alrededor mirando. Costaba seguir el juego. Las cartas se repartían y se descartaban a toda velocidad. En el centro de la mesa había un montón de billetes de diez y de veinte.
—Kalooki —explicó Harry—. Un juego judío. Mi viejo dirigía un garito de estos cuando yo era pequeño. Solía decirme: «Mira eso, hijo, es la muerte agonizante del capitalismo».
Cientos de libras cambiaban de manos en un abrir y cerrar de ojos. Los bien trajeados hombres de la mesa manejaban sus cartas con intensa concentración y su dinero con absoluta displicencia.
Los ojos iban de un lado a otro. La gente hablaba por la comisura de la boca en un lenguaje que no lograba comprender. Ese era el mundo que yo llevaba tantos años estudiando. Me sentí fuera de lugar. Desentonaba por completo. Hasta ese momento, solo había visto criminales en cautividad.
Toda la gente que había en el garito era muy consciente de la presencia de Harry, pero los discretos saludos de bienvenida fueron cuidadosamente mesurados. Una mano breve y firme en el hombro al pasar. Un susurrado «Bien hecho, Harry, me alegro de verte». Uno de los jugadores, un hombre bajito y con gafas redondas que bebía pensativamente un vaso de leche, levantó la vista y parpadeó. Se produjo una breve interrupción en el juego y el hombrecillo apuró la leche de un trago. Arrojó su mano de cartas sobre la mesa, cogió un montón de billetes y se acercó.
—Hersh… —dijo, encogiéndose de hombros.
—Manny… —repuso Harry.
Los dos hombres se abrazaron y Harry le dio unas cuantas palmadas en la espalda.
—Manny —anunció Harry—, este es Lenny, un amigo. Es legal. De confianza. Va a dirigir la campaña «Libertad para Harry Starks».
Manny me contempló con sus ojos agrandados por las lentes. Asintió.
—Venid —dijo, señalando con la cabeza hacia una puerta que había detrás de la mesa de juego—. Vamos a la parte de atrás.
—Sí, bien —contestó Harry—. Vamos, Lenny.
En el cuarto trasero había unas cuantas butacas de cuero. En una mesita había algunos ejemplares de Sporting Life y del Financial Times. Manny sacó una botella de Rémy Martin y unos vasos, y sirvió unos tragos.
—Mazeltov —murmuró, alzando su copa.
—¿Y bien? —preguntó Harry.
Manny tomó un trago de licor y exhaló con fuerza. Se encogió ligeramente de hombros.
—Bueno, tus asuntos de negocios están en orden, Hersh. Fat Wally ha estado recogiendo los beneficios de las tiendas de porno y los peepshows y enviando el dinero a España. Jock McCluskey está allí, encargándose de todo.
—¿Wally se ha portado bien?
—Sí, sí —asintió Manny—. Si acaso, es el escocés quien me preocupa.
—¿Quién? ¿Big Jock?
—Lo sé, lo sé. Por lo general, es totalmente de fiar. Pero algunas cifras no me acaban de cuadrar. Me ha dicho que ha tenido que pagar a alguna gente, pero aun así. Ya sabes que a veces me da, como tú dices, una punzada rara en el estómago.
—Lo sé, Manny. Y eso es lo que te hace imprescindible. Pero allí abajo las cosas son seguras, ¿no?
—Sí, sí. El tratado de extradición entre España y Gran Bretaña dejó de estar en vigor el año pasado y parece que la cosa seguirá así durante un tiempo. Es un refugio seguro. En Andalucía ya se han instalado unos cuantos caretos conocidos.
Harry suspiró.
—Dentro de nada estará a rebosar de reincidentes de East y South London —se lamentó.
—Bueno, la llaman ya la «costa del crimen».
—Hum.
—Pero no te preocupes. Por lo que tengo entendido, Marbella se ha librado de los peores excesos de la industria turística. Y también está bien situada para hacer negocios. Big Jock ha encontrado una casa magnífica. Con piscina y todo.
—Tendrás que venir a visitarnos, Manny.
—Estoy acabando de arreglar todo el papeleo para tu viaje. Necesitaré algunas fotos de pasaporte.
—Desde luego. —Harry se levantó—. Mira, será mejor que volvamos.
Mientras cruzábamos la sala principal del garito, un tipo bajo y fornido se acercó a Harry.
—Hemos recogido esto —dijo, entregándole un abultado fajo de billetes.
—Gracias —repuso Harry, cogiendo el dinero y dándole una palmada en el hombro.
—Que tengas suerte.
Volvimos caminando al Soho.
—¿Así que estás planeando largarte del país?
—Sí. Bueno, no es una mala idea, ¿no crees?
—¿Y qué hay de la campaña «Libertad para Harry Starks»?
Harry rió por lo bajo.
—Bueno, como cortina de humo no está mal. Mira, si logro convencer a la gente de que mi fuga es una especie de proeza publicitaria para llamar la atención sobre mi caso, y que estoy dispuesto a entregarme al cabo de unos días, la pasma no desplegará todos sus efectivos para capturarme, ¿no crees?
—Supongo que no.
—Además, quiero reivindicar mi caso. No espero gran cosa del sistema judicial británico, pero aun así quiero reivindicar mi puto caso, ¿vale?
Cuando llegamos a Old Compton Street, Harry aminoró el paso y me arrastró hasta el portal de una tienda.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Harry se asomó y me señaló con un gesto de la cabeza la librería porno de Wally.
—Algo pasa. Hay un par de coches sospechosos aparcados ahí fuera.
Eché un vistazo. En la acera, justo delante de la librería, había dos coches. Un hombre apoyado en uno de ellos observaba la calle en nuestra dirección. De repente se oyó una gran conmoción en la entrada del establecimiento. No fue difícil distinguir la voluminosa figura de Wally rodeada de otras más pequeñas que lo empujaban como podían al interior de la parte de atrás de uno de los vehículos. El coche salió a toda prisa. Su sirena empezó a aullar y se perdió en la noche. El segundo automóvil arrancó y estacionó en la acera contraria, frente a la tienda.
—Mierda —masculló Harry—. ¿Dónde tienes tu coche?
Lo había aparcado en la otra punta de Old Compton Street.
—Está al final de la calle, Harry.
—Bien, ve a buscarlo y tráelo aquí —ordenó.
Caminé por la calle y pasé junto al coche estacionado frente a la tienda de Fat Wally. Notaba que las piernas me temblaban por los nervios. Apenas pude contenerme de mirar a los tipos que esperaban en el interior del vehículo. Noté sus ojos clavados en mí al pasar.
Regresé con el coche y recogí a Harry. Este se echó a reír mientras subía al asiento del pasajero de mi Citroen Dos Caballos.
—Un coche con clase, Lenny.
—Ya. Bueno, lo siento.
—No, es perfecto. Nadie va a sospechar que el gángster más buscado de Inglaterra pueda viajar en esta tartana.
Me ordenó que me dirigiera al norte, a Tottenham.
—¿No habías dicho que la policía no iba a montar una gran cacería para cogerte?
—Hum, eso no era ninguna jodida cacería. No son tan listos. Alguien se ha ido de la lengua, seguro.
Llegamos a Tottenham High Road y Harry me indicó una dirección tras consultar el callejero.
—La cuestión es —comentó casi para sus adentros— que solo Wally, Manny y Jock saben dónde estoy.
Alzó la vista del callejero y contempló la calle ante él.
—Y tú, claro —soltó secamente.
Llegamos a nuestro destino. Era una larga serie de casas adosadas de la época victoriana. Aparqué frente a una de ellas.
—Muy bien —dijo Harry en tono enérgico—. Vamos.
—Espera un momento, Harry. Creo que ya me he involucrado en esto más de lo que había previsto. Tal vez lo mejor sea que te deje aquí y me marche. ¿De acuerdo?
Harry se volvió lentamente hacia mí, ceñudo.
—¿De qué cojones estás hablando?
—Bueno, solo pensaba, ya sabes…
—Tú pensabas. Tú pensabas. ¿Qué pensabas, Lenny? Dejarme aquí y correr a llamar por teléfono. ¿Es eso?
—No, Harry. Claro que no.
—He confiado en ti, Lenny. Si algún día descubro que has traicionado esa confianza… —susurró en tono grave, su cara muy pegada a la mía.
—De verdad, Harry, yo nunca… —me vi suplicando.
Harry sonrió de repente y me dio unas palmaditas en la mejilla.
—Bien —repuso, y se apartó—. Ahora vamos.
Subimos los escalones de piedra que conducían a la entrada de una de las casas. Llamamos y nos abrió un hombre de pelo muy corto con un cárdigan Lacoste.
—¿Sí? —preguntó con desgana, y luego se fijó más detenidamente—. ¿Harry? ¡Que me jodan, Harry Starks!
—Hola, Beardsley —dijo Harry con una sonrisa—. ¿Cómo te va?
—¡Joder, Harry! ¡Por Dios, joder, adelante!
Nos hizo entrar al vestíbulo y cerró la puerta no sin antes echar un vistazo a la calle. Luego pasamos al salón. Beardsley sacó una botella de whisky escocés, y Harry y él estuvieron recordando viejos tiempos durante un rato.
—¿Qué puedo hacer por ti, H.? —preguntó Beardsley.
—Bueno, me preguntaba si podríamos quedarnos aquí. Solo unos días.
Beardsley contuvo el aliento y durante un momento pareció muy tenso. Luego asintió.
—Joder, pues claro que sí. Es solo por la parienta, ¿sabes? Por lo que a ella respecta, ahora estoy en el buen camino. Mientras no se entere de nada…
—¿Y es eso verdad? ¿Te has reformado?
—Sí, bueno, casi. Ahora estoy metido en el negocio de la música. Soy el manager de una banda llamada Earthquake. Tocan ska y todo eso, ya sabes, esa música de cabezas rapadas, el rollo en el que antes estaba metido. Y ahora está pegando fuerte. Le diré a mi mujer que sois un par de músicos de estudio. Podéis compartir el cuarto de invitados. Pero sed discretos. No quiero que me eche de casa otra vez.
A la mañana siguiente salí y compré todos los periódicos. Algunos incluían un breve con la noticia del arresto de Wally. El titular de la pagina cinco de The Sun: «STARKS ESCAPA A UNA REDADA EN UNA SEXSHOP DEL SOHO. La policía, siguiendo un soplo, registró anoche una librería pornográfica en el West End, creyendo que era el escondrijo del gángster fugado Harry Starks. Sin embargo, el famoso jefe de la banda de torturadores eludió la captura. El propietario del local, Walter Peters, colabora con la policía en sus pesquisas».
—Bueno, Lenny —dijo Harry—. Será mejor que preparemos el comunicado de prensa lo antes posible. Dejemos que crean que voy a entregarme.
Beardsley nos subió un par de bandejas con comida.
—Mi mujer está empezando a sospechar. Todas esas cosas que han salido en los periódicos, y ella sabe que yo antes me movía contigo.
—Solo un par de días, Beardsley. Luego me largaré de este jodido país.
—A España, ¿no?
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sabía. Me lo he imaginado. Ya sabes, por el asunto ese de la extradición.
—Ya, bueno, tarde o temprano te enterarías. Sí, a España. Me espera una casa por todo lo alto en Marbella.
—Estupendo. El clima allí abajo es de puta madre. Mi primo ha montado un bar inglés. En Fuengirola. Un sitio genial. Desayuno inglés completo, cerveza inglesa, rosbif los domingos y hasta una buena taza de té por si te entra la morriña.
—Bien. —Harry me lanzó una mirada de soslayo.
—Se llama Pete’s English Bar. Deberías pasarte por allí.
—Sí, desde luego. Oye, B., gracias por ocultarnos.
Harry se sacó un fajo de billetes del bolsillo y se los ofreció.
—Mira, Harry —contestó Beardsley alzando las manos—. No tienes que darme nada. Por los viejos tiempos y todo eso.
—Venga, cógelo. Cómprale algo bonito a la parienta. Que esté contenta.
Trabajamos en el comunicado de prensa durante todo el día. Harry se pasó la mayor parte del tiempo halagándome y estimulándome para que propusiera ideas, que luego procedía a criticar con ferocidad. Discutimos acaloradamente sobre los puntos que era necesario tratar, el orden de exposición y las palabras más adecuadas. El habitual y desconcertante cuestionamiento de todas mis propuestas, con su crítica consiguiente. Era como en los viejos tiempos.
Por fin conseguimos redactar algo convincente y procedimos a repasarlo juntos. Harry se encogió de hombros y frunció los labios.
—Sí —admitió—, creo que servirá.
—¿Estás seguro de que no quieres cambiar nada? Has dicho que te sonaba un poco blando.
—No, está bien. Lo importante es que crean que voy a entregarme sumisamente.
—¿A quién se la enviamos?
—A The Times, supongo. Después de todo, publicaron mi carta.
—Sí —convine.
Permanecimos sentados en silencio, disfrutando, al menos por un momento, de la tranquila sensación de vacío después de terminar una dura tarea. Asunto concluido, me dije esperanzado. Ya podía marcharme. Miré a Harry. Nuestros ojos se encontraron.
—Bien —dije—. Bueno…
—Vente a España —dijo Harry.
—¿Qué?
—Mira, te seré franco. Necesito que traigas algo de vuelta.
—Debes de estar de broma.
—No es nada. Solo un poco de, ya sabes, papeleo.
—¿Papeleo?
—Material para Manny. Mira, cuanto menos sepas, mejor.
—Harry, no quiero saber absolutamente nada de todo esto.
—Vamos —me rogó—. Vente a España. Solo unos días. Serán una especie de vacaciones.
—Es que tengo que volver. A la universidad.
—Deberías oírte. ¿A la universidad? No me jodas. ¿No decías que te estabas institucionalizando?
—Harry…
—Len, lo que tú necesitas es un poco de actividad extraacadémica. Piensa en el valor que tendría a nivel de investigación. Eres criminalista, joder. Te estoy brindando la oportunidad de conocer tu tema de primera mano. De ampliar tu metodología. Trabajo de campo, si lo prefieres. ¿Cómo lo llamas tú? Estudio etnográfico basado en la observación de los participantes.
—Me estás tomando el pelo.
—De acuerdo, reconozco que desde una perspectiva intelectual son solo memeces. Pero yo te ofrezco la oportunidad de experimentar algo auténtico. Reconoce al menos que te tienta.
—No lo creo.
—Vamos. Te atrae la emoción de todo esto. Por eso te interesaste desde el principio.
—Tal vez. Pero no puedo dejarlo todo así como así y largarme a España.
—¿Y por qué no? Por Dios, Lenny, te has pasado todos estos años estudiando el comportamiento desviado, y aun así siempre has actuado de acuerdo con las normas sociales. Se supone que eres un puto radical. ¿Cuándo has hecho algo radical en tu vida?
—Harry…
—Bah, es cierto, ¿no? Te da miedo hacer algo que suponga una aventura, cualquier cosa que pueda alterar esa mediocre y segura vida que llevas.
Suspiré. Harry me dirigió su típica sonrisa.
—Bueno, en fin —repliqué—. No puedo salir del país. No he traído el pasaporte.
Harry soltó una carcajada.
—No te preocupes por eso, amigo. Ya te conseguiremos uno.
El estómago me dio un salto cuando perdimos altitud. No fue mal de altura. Mal de tierra. Volver a poner los pies en el suelo. De repente pensé: ¿Qué coño estoy haciendo? Había desaparecido la embriagadora sensación de escapismo que me embargó cuando acepté acompañar a Harry. De alguna manera me había visto en un dilema. Mi libertad parecía estar tan en juego como la de Harry. Encontré una tranquilidad fatalista en mi temeridad. Llamé a la facultad y contesté a las frenéticas preguntas sobre mi ausencia con vagos pretextos. Necesitaba tiempo para pensar. La situación me sobrepasaba. Me prolongaron el permiso por motivos familiares. Seguramente imaginaban que me hallaba al borde de un colapso nervioso. No estaban muy equivocados.
Pero fue al iniciar el descenso final sobre el aeropuerto de Málaga cuando alcancé a comprender la gravedad de la situación. Volver a tierra. «Por favor, apaguen sus cigarrillos y abróchense los cinturones de seguridad.» El aterrizaje es la maniobra más arriesgada del vuelo. ¿Qué coño estoy haciendo? En un país extranjero, con un pasaporte falso, acompañando a un fugitivo de la justicia británica. Harry se percató de mi redescubierto nerviosismo.
—Tranquilízate, Lenny. —Su voz baja y ronca—. Por lo que más quieras.
Solo llevábamos equipaje de mano, así que fuimos directamente al control de aduana. Todo fue muy rápido y pasamos sin contratiempos. Un chófer nos estaba esperando.
El trayecto hasta Marbella nos llevó como una hora. Vislumbramos retazos del apagado azul mediterráneo, generalmente entre el hormigón blanco de enormes urbanizaciones.
—La Costa del Sol está hecha un asco —comentó Harry—. Pero podríamos pasar unos días en el interior. Ir a Granada, visitar la Alhambra.
Asentí y cerré los ojos. Veía un resplandor rojo.
Por fin llegamos a la casa. Unos escalones de mármol conducían a una serie de bloques encalados. Había una torrecilla cilíndrica con cristales de colores incrustados. En la verja de hierro forjado que había al final de la escalera fuimos recibidos por un hombre bajo, medio calvo y musculoso. Tenía el castigado rostro quemado por el sol. Una camisa hawaiana abierta revelaba un pecho lleno de pelo cano y una tripa que colgaba sobre unos calzones cortos.
—Harry —rugió.
—Jock —exclamó Harry, abrazando al fornido hombre—. ¿Cómo estás, cabrón? Este es Lenny. Se encarga de las relaciones públicas.
—Encantado de conocerte, Lenny. Pasad adentro.
Cruzamos la verja, atravesamos un patio diminuto con una pequeña fuente rodeada por un denso follaje verde oscuro, y entramos por una puerta de paneles de madera con remaches de hierro. Suelos de mármol rosa portugués, paredes estucadas con azulejos decorativos incrustados y motivos realizados con cristal de colores. Una chimenea de piedra con una escultura de madera encima. Grandes urnas en los rincones. Tapices marroquíes en las paredes. Una mesita de cristal ahumado y acero tubular rodeada de enormes sofás y sillones de piel blanca. Al fondo había unas puertas acristaladas correderas. Más allá, una piscina turquesa rielaba al sol en un patio de baldosas azules.
—Muy bonito —comentó Harry examinando el lugar—. Todo montado con mucho gusto.
Jock sacó una botella de Krug y varias copas. Descorchó el champán y sirvió una copa llena de espuma. Las manos le temblaban mientras sujetaba la botella por el cuello. Cuando alzó una de las copas, su pulso era un poco más firme.
—Bueno, por el crimen —propuso, y todos bebimos tras el brindis.
Después se dedicaron a hacer un repaso general. Una letanía de nombres, de caretos, de los que estaban «fuera». Cuando el tema ya no dio más de sí, Harry suspiró.
—Bueno, ahora hablemos de negocios. Quiero repasar con detalle todo lo que tengo aquí.
—Claro, Harry —repuso Jock—. Pero seguro que primero querrás relajarte un poco, ¿no? Ha sido un viaje muy largo.
—Bueno, vamos a arreglar primero las cosas y después me relajo.
Jock se aclaró la garganta.
—Sí, claro —repuso, asintiendo y frotándose las gruesas manos en las perneras de los calzones—. Claro.
Entonces se oyó una voz en el patio de atrás.
—¡Señor Yock! ¡Señor Yock!
Jock gruñó por lo bajo y se pasó la mano por la cara.
—El chico de la piscina —explicó—. Hay un problema con el filtro.
Se levantó.
—Iré a ver. Enseguida vuelvo.
Y salió por las puertas correderas.
Harry miraba al frente y tomó un sorbo de champán.
—Aquí pasa algo —musitó—. Jock está de lo más raro.
Gritos y voces alteradas llegaron del patio. Dos fuertes estampidos, como grandes ramas partiéndose, y luego algo cayendo al agua.
Harry corrió hacia las puertas acristaladas. Lo seguí. Salimos al patio. Alguien saltaba el alto muro de piedra.
—¡Eh! —gritó Harry.
Luego se oyó ruido de pisadas en la maleza. Una motocicleta que arrancaba y se perdía en el calor de la tarde.
Jock flotaba boca abajo en la piscina. Grandes manchas de sangre se diluían en el agua.
—¡Mierda! —exclamó Harry contemplando el cuerpo inerte.
En el suelo, al borde de la piscina, había una pistola automática. Harry la cogió y la examinó. Olió el cañón.
—¡Mierda! —masculló con dureza.
Se la guardó en el bolsillo y empezó a dirigirse a toda prisa hacia la casa.
—¿No deberíamos sacar el cuerpo del agua? —pregunté.
Harry me indicó que lo siguiera.
—Vamos —ordenó.
Contemplé el cuerpo que flotaba. Fruncí el ceño.
—Algo le pasaba al filtro —murmuré.
—¡Vamos! —repitió Harry.
Entró en la casa y retiró la alfombra de pelo blanco que había delante de la chimenea. Levantó una pequeña sección de mármol que dejó al descubierto una caja fuerte empotrada en el suelo, marcó la combinación y la abrió. Metió la mano hasta el fondo y tanteó alrededor. Estaba vacía.
—¡Mierda! Nos han dejado limpios.
Se levantó y agarró la pistola dentro del bolsillo. Se oían sirenas de la policía acercándose.
—Vámonos —ordenó encaminándose hacia la puerta—. Ha sido una encerrona.
Bajamos corriendo los escalones de la entrada y empezamos a caminar calle abajo. A nuestra espalda, varios coches de policía se detuvieron frente a la casa. Otro coche de policía venía a toda velocidad en nuestra dirección. Harry me empujó contra un seto y lo vimos pasar frente a nosotros. Llegamos a una pequeña plaza. En una esquina había un taxi. Nos subimos.
—¡Vamos! —dijo Harry en español.
—¿Adónde? —preguntó el taxista.
Harry señaló hacia delante.
—Por ahí.
El chófer arrancó y enfiló por la carretera.
—¿Son ingleses?
—Sí —repuso Harry—. Ingleses, sí.
—¿Adónde quieren ir, ingleses?
—Joder, no tengo ni idea —dijo quejumbroso, pasándose la mano por la cara.
De repente, la mano se detuvo delante de su boca. Sus ojos se iluminaron.
—A Fuengirola —exclamó en un arranque de inspiración.
—Vale —repuso el taxista—. A Fuengirola son ochocientas pesetas.
—Llévenos allí. Llévenos al Pete’s English Bar de Fuengirola.
«DESAYUNO INGLÉS COMPLETO —prometía el Pete’s English Bar—. FISH’N’CHIPS 200 PTS. ROSBIF DE DOMINGO A DIARIO. AMPLIA GAMA DE CERVEZAS INGLESAS.» El interior era una combinación de paredes blancas y paneles de madera. Placas de latón de caballos, una gran bandera británica y un retrato de Su Majestad enmarcado en una hornacina. Una fotografía oficial de un equipo de fútbol en dos hileras, una con los jugadores de pie y otra agachados. Por encima, una bufanda granate donde se leía «VIVA EL FULHAM». Fotos enmarcadas de Henry Cooper y Winston Churchill. En la máquina sonaba a todo volumen «Una paloma blanca». Un tipo muy bronceado con una permanente rubio oxigenado limpiaba la barra. Alzó la mirada y nos sonrió con suspicacia.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
—¿Es usted Pete? —dijo Harry. Dejó de limpiar y entornó los ojos.
—¿Y quién lo quiere saber?
—Un amigo de Beardsley. Sonrió.
—Vale. ¿Qué tal está ese cabrón? Espero que no se haya metido en líos. Espere un momento…
Pete se inclinó hacia delante y examinó a Harry con atención.
—Tú eres… —empezó.
—Sí —repuso Harry, con un dedo levantado a un lado de la nariz—. Soy yo.
Pete echó un rápido vistazo alrededor y señaló con la cabeza.
—Vamos a la parte de atrás.
Entramos a la cocina. Apestaba a beicon y aceite de freír patatas.
—Necesitamos un sitio donde escondernos —dijo Harry entregándole un fajo de billetes.
—Claro —repuso Pete, guardándose el dinero—. Hay una habitación arriba.
Harry se quitó la chaqueta mientras Pete nos enseñaba el cuarto. La pistola cayó al suelo con un ruido inquietante. Pete saltó hacia atrás.
—¡Joder!
—No te preocupes —dijo Harry—. No nos quedaremos mucho tiempo. Necesito cruzar el estrecho hasta Marruecos. ¿Sabes de alguien que pueda llevarme? Alguien que no haga demasiadas preguntas.
Pete asintió.
—Sí. Conozco a alguien.
Tres horas más tarde llegó alguien.
—Hola, soy Giles —anunció arrastrando las palabras con un acento de colegio privado inglés—. ¿Os importa si me lío un canuto?
—Adelante —dijo Harry.
—Tengo entendido que buscáis a alguien para cruzar el estrecho de Gibraltar.
—Así es. ¿Tienes barco?
—Sí —contestó Giles acabando de liar el Rizzla—. Está amarrado en Puerto Banús. De hecho, pensaba zarpar mañana al amanecer.
—¿Y podrías llevarme?
—Oh, claro. Cobrando, por supuesto.
—¿Y nadie más se enterará?
—Nadie. Está mi tripulación, claro, pero Juanalito es un tipo de lo más leal. Confío plenamente en él.
—¿Y yo puedo confiar en ti?
Giles sacó un Zippo de latón y encendió el porro. Dio una larga calada. Una sonrisa emergió tras un anillo de humo de hachís.
—No te preocupes, hombre. Soy de lo más discreto. Tengo que serlo.
—¿Y eso por qué? —preguntó Harry con cierto deje inquisitivo.
—Porque la semana que viene voy a recoger media tonelada de resina de las montañas del Rif para traerla aquí. Si estás pensando en instalarte en Marruecos, quizá algún día podamos hacer negocios juntos.
Le pasó el porro a Harry.
—Sí —repuso dando una calada con aire pensativo—. Quizá. Oye, Giles, tú sabes quién soy, ¿verdad?
—No necesariamente.
—Vale, pero suponte que lo sabes. ¿Qué se dice por ahí?
—Que te cargaste a Jock McCluskey en su piscina.
—Ya. Bueno, pues no es cierto. ¿Entiendes?
—Me alegra mucho saberlo.
Harry me pasó el canuto. Le di una calada y aguanté el humo en los pulmones.
—¿Conocías a Jock? —preguntó Harry a Giles.
—Había oído hablar de él. Y también de ese tío raro con el que andaba metido en negocios.
—¿Qué tío?
—Se hace llamar el Mayor. Al parecer es un ex militar, pero a mí me da que es ex policía. —Giles soltó una risita de colgado—. De la pasma.
—¿Y en qué clase de negocios andaban metidos?
Solté el humo y noté cómo el hachís entraba en mi torrente sanguíneo, un cosquilleo cálido que me subía por las piernas.
—Bueno, por lo visto el Mayor ese está muy bien relacionado con todos los polis corruptos de por aquí. El tío se ha puesto en contacto con todos los maleantes que se han trasladado a la zona para ofrecerles protección. Ya sabes, para hacer de mediador entre ellos y las autoridades.
—¿Y Jock estaba en tratos con él?
—Eso es lo que he oído.
—¿Y dónde podemos encontrar a nuestro amigo el Mayor?
—Tiene una casa en Llanos de Nagueles. Puedo averiguar la dirección si quieres.
—Sí, hazlo.
Al caer la noche fuimos en coche hasta una casa de aire morisco con vistas al mar. Parecía estar a oscuras y desierta. Bajamos del coche. El canto de las cigarras marcaba un ritmo expectante. En una playa cercana había un espectáculo de fuegos artificiales.
Harry se dirigió a la puerta principal y llamó con los nudillos. Se asomó a las ventanas. Ningún movimiento. Volvió a donde estaba yo.
—No hay nadie —anunció—. Vayamos a echar un vistazo a la parte de atrás.
Ordenó al chófer que esperara y empezamos a rodear la casa. Un estallido de centellas verdes se desplegó en el cielo y una serie de suaves truenos nos llegó procedente del mar. En la parte de atrás había un balcón bajo sostenido por pilastras.
—Muy bien —masculló Harry—. Echemos un vistazo ahí dentro.
—¿Vas a entrar ahí?
—Vamos a entrar los dos.
—Harry, yo…
—Calla y escucha. Ahora una pequeña lección práctica. Concéntrate. Voy a explicarte cómo se allana una morada. Este es el modus operandi. Un equipo de tres. ¿Vale? —Harry levantó tres dedos—. El conductor, el que vigila y el que entra. —Fue llevando la cuenta—. El conductor obviamente es Pepe, yo voy a entrar, así que eso te deja a ti la vigilancia. Si ocurre algo, das un grito. Y después corres al coche para asegurarte de que el motor esté en marcha cuando yo salga. ¿De acuerdo? Recuerda, regla número uno: nadie se queda atrás.
—No estoy muy seguro de todo esto.
—No te preocupes. Estás nervioso, es natural. Utiliza tus nervios para mantenerte alerta. Ah —añadió—, y toma esto.
Me deslizó algo en la mano. Noté el peso del frío metal. Era la pistola.
—Oh, mierda —mascullé.
—No te preocupes. Le he puesto el seguro.
Caminó sigilosamente hasta el balcón y empezó a escalarlo. Un cohete ascendió en la noche. Una brillante estrella anaranjada fue desapareciendo lentamente detrás de una hilera de palmeras. Oí cómo Harry sacudí a los postigos de las contraventanas y entraba por la fuerza.
Coches que pasaban. Un grupo de parranda a lo lejos entonando cánticos festivos. El estallido sincopado de los fuegos artificiales. Un vehículo se detuvo silencioso frente la casa. El sonido de una portezuela al cerrarse.
Me dirigí precipitadamente hacia la parte delantera de la casa sujetando con fuerza la pistola que llevaba en el bolsillo. Había alguien en la puerta principal. Tintineo de llaves, ruido de cerradura. Volví corriendo al balcón.
—¡Harry! —susurré con fuerza.
No hubo respuesta. Una luz se encendió.
—¡Harry! —repetí, un poco más fuerte.
Nada. Me decidí a trepar por el balcón. La luz se encendió en la habitación que había detrás. Me arrastré hasta la cristalera corredera y me agazapé tras la contraventana que Harry había forzado.
Harry se hallaba inclinado sobre una maleta abierta encima de la cama. Estaba llena de dinero. De pie junto a la puerta había un hombre corpulento, de cabello muy corto y canoso y ojillos penetrantes. Tenía una pistola en la mano.
—Hola, Harry —dijo—. Cuánto tiempo sin vernos.
Harry dio un leve respingo. Alzó la vista.
—Mooney —masculló—. Mierda.
—Veo que has encontrado tu legado.
Harry cogió un fajo de billetes y lo dejó caer en la maleta.
—Ordenaste matar a Jock, ¿verdad?
Mooney suspiró.
—Jock —dijo, meneando la cabeza—. Sí, un incidente desafortunado. Intenté arreglar las cosas con él, pero podría haberlo estropeado todo fácilmente. Y con todo lo que he hecho por él. Cuando llegó aquí llamaba la atención como una polla tiesa. Fue fácil seguirle la pista. Llevo aquí bastante tiempo, ¿sabes?, y he hecho algunas amistades muy útiles dentro de la guardia civil. Podría haber conseguido que lo expulsaran del país llevándolo por la oreja. Sin embargo, opté por acercarme a él en plan colaborador. Lo ayudé a instalarse. Había mucha pasta llegando del Soho. Y una parte, claro está, me correspondía a mí. Había dinero de sobra para repartir. Entonces decidiste fugarte de Brixton y el pobre Jock se puso muy nervioso. Parecía una ancianita. Le dije que era muy sencillo, que no tenía más que decirme dónde te escondías y que yo haría una llamada a mis viejos colegas de la central de West End. Pero el muy desgraciado empezó a gimotear diciendo que no quería delatarte. Maldita moralidad de delincuente. Cuando por fin se decidió a hablar, ya era demasiado tarde, tú ya te habías largado. Entonces Jock se puso al borde de la histeria. Que ya estabas de camino, que qué íbamos a hacer. Y como de costumbre me tocaba a mí arreglar toda la mierda. Podría haber hecho que te arrestaran en Málaga. Pero entonces pensé: ¿Y por qué no deshacerme de los dos? Jock se había vuelto muy poco de fiar. Hice que me entregara todo el dinero porque conmigo estaría más seguro. Le dije que no se preocupara, que yo me encargaría de ti.
—¿Y entonces ordenaste que se lo cargaran?
—Sí. —Mooney sonrió—. Me pareció la solución perfecta. Matarlo mientras tú estuvieras en la casa. Al fin y al cabo, eres el principal sospechoso. Y ya te han colgado el muerto, ¿sabes? En la casa han encontrado una copa con unas huellas muy claras. Scotland Yard ya ha confirmado que coinciden con las tuyas.
»Pero, una vez más, has conseguido escapar. Te has convertido en un auténtico fugitivo, Harry. Y esta es mi oportunidad para entregarte. Un poco de gloria. Inspector retirado atrapa al jefe de la banda de torturadores. No sabes lo bien que le irá esto a mi reputación. Todavía siguen corriendo historias muy desagradables sobre mi pasado, sobre mi época en el cuerpo. Esto cerrará muchas bocas para siempre. E impresionará a mis amigos de la policía de aquí. Una guerra menos entre pequeñas bandas. Justo lo que más les preocupa con todo este lío de las extradiciones. Con eso podré convencerlos de que me den rienda suelta para mantener controlados a todos los maleantes que sigan llegando aquí para tumbarse al sol como lagartos. Será un poco como volver a los viejos tiempos. Caretos conocidos, solo que un poco más bronceados. Y tratos más jugosos y mejores. Me convertiré en el encargado de tutelar la comunidad de criminales expatriados. Y eso me hará muy rico. Ahora, pon las manos donde pueda verlas.
—¿Hay algo que pueda hacerse para arreglar esto? —preguntó Harry.
—¡Ah, la vieja frase! La verdad es que me trae muy buenos recuerdos. Eres de la vieja escuela, Harry, hay que reconocerlo. Me gustaría poder decirte que sí, aunque solo fuera por los viejos tiempos. Pero me temo que tengo que entregarte. Como una especie de ofrenda. Será mejor que no intentes nada. Tengo licencia para usar este trasto, y tampoco me importaría utilizarlo para disparar contra un intruso peligroso que ha entrado en mi casa.
Sin dejar de apuntar a Harry, Mooney descolgó el teléfono de la mesilla de noche. Con el auricular agarrado, empleó el índice de la misma mano para empezar a marcar un número. Saqué la pistola que Harry me había dado y avancé un poco. De repente la contraventana que me ocultaba se abrió hacia dentro con gran estruendo. Mooney levantó la vista y clavó sus ojillos en mí. Levanté la pistola y lo apunté.
—Vamos —me apremió Harry furioso—. Cárgate a ese hijo de puta.
Apreté el gatillo, pero no se movió. Lo intenté de nuevo. Mooney alzó su arma hacia mí y disparó.
Explotaron cristales junto a mi rostro. Retrocedí tambaleante hacia el balcón.
—¡El seguro, estúpido gilipollas! —vociferó Harry.
Mooney me siguió afuera y avanzó directamente hacia mí, sujetando la pistola con ambas manos y apuntándome de lleno. Los brazos me colgaban a los lados, inútiles. Aún notaba el peso de la pistola al final de uno de ellos.
Mooney me apuntó a la cara. Contemplé el pequeño orificio del cañón. Mooney me sonrió. Contuve el aliento. El cerebro me estallaba de miedo.
Entonces, con un ruido sordo, se desplomó hacia delante y cayó hecho un bulto informe a mis pies. Harry le había arrojado la maleta contra la espalda. Los cierres se habían abierto y los fajos de billetes se habían desparramado por las losas del suelo y sobre el cuerpo del ex policía. Mooney se removió, tosiendo. Me miró por encima del hombro. Solo tuve que alzar unos pocos grados la pistola para situar el cañón en su línea de visión. Quité el seguro.
Mooney se encogió en posición fetal. El pánico se reflejaba en sus ojillos redondos. Se agitó en breves espasmos de terror.
—Por favor —gimoteó.
Todo mi miedo se convirtió en repugnancia. Me invadió una oleada de desprecio animal hacia tanta debilidad. Grandes palmeras de luz estallaron en el cielo a mis espaldas. El retroceso de la pistola me sacudió el hombro. La cordita me irritó la garganta. Noté la pistola caliente en la mano. No sé cuántas balas le metí a Mooney. Harry me sujetó.
—Ya basta, Lenny —me gritó al oído, cogiéndome el brazo de la pistola suavemente—. Ya basta.
Cuidadosamente posó una mano sobre mi garra tensa. Desenredó mi índice del gatillo, y luego fue retirando los demás dedos de la culata. Había varios orificios limpios en el rostro de Mooney. La parte de atrás de su cabeza era una pulpa roja y rosada. La sangre empezaba a correr por las losas del balcón.
Empecé a respirar agitadamente. Harry me apartó del cuerpo de Mooney y me abofeteó varias veces.
—Vamos. Respira despacio. Eso es —dijo en voz baja y tranquilizadora—. Suéltalo.
Me agarré al marco de la ventana para sujetarme y di un par de arcadas. No saqué gran cosa. Unas cuantas gotas de bilis salpicaron los lustrosos zapatos de Mooney. Un hedor cálido y nauseabundo subía del cuerpo inerte que yacía a mis pies. Mi cabeza latía consciente de lo que había hecho. Había matado. Había matado sin piedad.
—Bueno —dijo Harry, agachándose para volver a meter el dinero en la maleta—. Ahora saldremos por la puerta principal. Tranquilamente, como si nada.
Puerto Banús. A punto de amanecer. Giles cargaba su yate. Señaló la maleta de Harry con un gesto de la cabeza.
—¿Es eso todo lo que llevas?
—Es todo lo que necesito —repuso Harry.
Yo todavía temblaba un poco. Encendía un cigarrillo tras otro de fuerte tabaco español, caminando arriba y abajo por el muelle. Harry se acercó. Llevaba la bolsa que había estado utilizando como equipaje de mano.
—Las balas en el cuerpo de Mooney encajarán con las de Jock. Ya me han colgado el muerto de McCluskey, así que también lo harán con el de Mooney.
Asentí inexpresivamente, y de repente comprendí lo que Harry estaba diciendo. Él iba a cargar con la culpa. Mi culpa. Me entregó la bolsa.
—Aquí dentro hay algo para Manny. Y para ti también.
Abrí la cremallera y miré dentro. Había un fajo de papeles y otros cuantos de billetes.
—Tu parte —me explicó Harry—. Ten cuidado con eso a la vuelta.
—¿Adónde irás?
Se encogió de hombros.
—A Tánger, supongo. Todavía tengo algunos contactos allí. Gente de la vieja banda de Billy Hill.
El cielo empezaba a clarear con distintos tonos de púrpura. El sol matutino refulgía bajo en el horizonte. Mi mente estaba tranquila. Horriblemente lúcida. Era un asesino. Regresaría a Inglaterra y seguiría adelante con mi mediocre existencia. Contento de ser un aburrido académico. Nadie sospecharía nada. La terrible conciencia de lo ocurrido me acosaría de vez en cuando entre teorías vacuas sobre tabúes sociales y transgresiones individuales. Un yo oculto y patológico. Un secreto culpable. Ahora era uno de los Hombres Culpables. Pero Harry iba a cargar con la culpa. Me convertiría en el tipo de criminal que los criminólogos nunca estudian. El que se libra.
Harry subió a la cubierta del barco. Giles puso en marcha el motor.
—Nos vemos —dijo mientras la nave se alejaba lentamente del amarre—. Que tengas suerte.
Me quedé allí contemplando cómo se adentraban en la bahía. Una ligera fosforescencia brillaba en la estela del yate. Como el trazo plateado de un caracol. Un rastro. Las olas no tardaron en borrarlo dejando solo una marca homeopática: el rastro de un rastro. Pero, a diferencia de mí, Harry dejaría algún tipo de huella en este mundo. La gran mayoría nos desvanecemos sin dejar constancia real de haber existido. Un fugitivo deja tras de sí algunas pistas. Desaparecen de la vista, pero dejan detrás la evidencia de su huida. Un rastro deseado. Son hombres buscados.
Una mancha roja de sol se alzó sobre el horizonte. Perdí el barco de vista. Esa fue la última vez que vi o supe de Harry directamente. Pero con el tiempo empezaron a circular historias y rumores. Se convirtió en un misterio sin resolver. Una referencia constante en los libros sobre «el crimen real» o en los artículos sobre el «submundo» del hampa. Se encontraba en Marruecos, dirigiendo un importante cártel de drogas. Había sido visto en el Congo, organizando la búsqueda de un tesoro de millones de dólares en oro enterrado por mercenarios en la jungla al sur de Brazzaville. Dirigía personalmente a los mercenarios de la UNITA en Angola. Transportaba armas desde Libia a Irlanda del Sur. Fue el verdadero cerebro detrás del robo de los almacenes Brinks Mat. De algún modo sabía que él era la fuente de al menos una parte de esas historias, no solo para confundir su rastro, sino también porque le encantaba el aroma que dejaban.